Costanza Revista Literaria Número 5

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COSTANZA Revista Literaria

Número 5

Alfredo Luna / Gabriela Rosas Paloma Corrales / Valeria Pariso Patricio Emilio Torne/ Anamaría Mayol Manuel González López / Fernando Beltrán


Costanza Revista Literaria Publicación digital trimestral Agosto de 2019 Esta revista se edita en Barcelona (España) ISSN: 2604-3254 Dirección: Manuel González López Edición: Manuel González López Chiara Presutti Textos de: Alfredo Luna Gabriela Rosas Valeria Pariso Paloma Corrales Anamaría Mayol Patricio Eduardo Torne Manuel González López Fernando Beltrán

Contacto: costanzarevistaliteraria@gmail.com

Declaración legal: Todas las obras pertenecen a sus autores, que responden por la originalidad y autoría de las mismas. Los editores no se hacen responsables por las opiniones de sus colaboradores

I


Declaración de intenciones

Costanza Revista Literaria se postula como un espacio de difusión de la literatura despojado por completo de límites, ya sea en cuanto a la generación de los autores, la extensión de trabajos o los temas. El parámetro que guía el criterio de selección es, simplemente, la calidad. Poesía, narrativa y ensayo o artículos son, en principio, las categorías dentro de las que se enmarcan las obras que se publican en Costanza, aunque dichas categorías no son para nosotros más que un simple modo de ordenar los textos, una taxonomía necesaria, pero no un límite o un corset que impida apreciar, valorar y publicar trabajos que apuesten por la hibridación o la experimentación con los géneros literarios. Todo texto es bienvenido, en la medida en que ese texto constituya una apuesta sincera por la estética.

II


Sumario 1

Poesía

3

ALFREDO LUNA

31

GABRIELA ROSAS

55

PALOMA CORRALES

71

VALERIA PARISO

87

ANAMARÍA MAYOL

105

PATRICIO EMILIO TORNE

121

Narrativa

123

El peso de un iceberg – FERNANDO BELTRÁN

133

Baudelaire – MANUEL GONZÁLEZ LÓPEZ

155

Artículos/Ensayos

157

Sabato. Un ensayo comparativo – FERNANDO BELTRÁN

181

Biografías

193

Colaboraciones

III


POESÍA

1


2


ALFREDO LUNA (SelecciĂłn de los poemarios Los dĂ­as demorados, Los fuegos prometidos, Vigilia hereje, Palabra matada y Testigo infiel)

3


4


Los dĂ­as demorados

5


en la colina

cuando esta aproximaciรณn es sรณlo el estallido de los cuerpos la nostalgia dice el dolor que ocupamos.

6


un fragmento de nosotros

fuimos una perfecta ecuaciĂłn de tiempo y de hĂĄbitos el mar, la paloma un amanecer, un cielo roto el resplandor del grito una mordedura ahora la nostalgia entreteje estos dĂ­as con apasionada mansedumbre y la memoria dice lo que ya no nos pertenece.

7


génesis

en el principio separó Dios las aguas del vértigo y fue la palabra con desaforada paciencia enumeró el paisaje los días, la luz del más alto limo subí como abreviatura de sed azorada abrí la puerta de los sentidos y fui Thamar y Amnón, por un ramo de estrellas por otra eternidad de alas el tiempo veja, pesa inmenso “el Verbo se hizo carne en nosotros” y me quedó herida la memoria del exilio.

8


filiaciรณn morosa

compelido por un lenguaje que no puede salvarme, desde esta pobre estirpe de lobo alucinado escarbo mi sangre hasta lograr รกsperos silencios.

9


treinta mil

dios: ÂżdĂłnde los escondiste? son tantos!

10


caída desde el fondo de Dios

en los confines de la memoria errante conocí el aciago lenguaje de los pájaros deslumbramientos de la fiebre algunas revelaciones a los esbirros de la noche les ofrecí este timbal de piedra que sangra y resiste toda tempestad algunos terrones de insomnio y la borra de mis días; uní mi destino al de las palabras pero dejé ardiendo el amor donde la soledad hunde sus garfios mientras tú, madre de vaticinios y reproches, alfarera de la luz oscura como heroica Durandarte traes la boca llena visiones y en los ojos el ruin sabor de la nostalgia sellada en esa precaria piel deletreas las señales del vértigo las mordeduras del presagio los riesgos y sus proezas por eso

un día

caerá un Arcángel en la soberbia de estos dones para segar tus puños y los míos aniquilar a los mercaderes de la fe y las águilas 11


cuando Dios no aparezca o yo no lo encuentre.

a Olga Orozco

12


Los fuegos prometidos

13


para evitar la asfixia

soy un animal preso en la bolsa de las aguas. en duermevela como todos sin atajos salto sobre este mundo, difícil sitio de pulsiones candentes traigo restos de corazón desprevenido para los impúdicos bucaneros del amor. entre los riesgos de la fe y sus bendiciones del insolente cáliz bebo sus pecados; mi hocico muerde sueños por un poco de luz perdida en este rencor de alas y porque la resignación es un cáncer bajo llave. Señor, recuéstate sobre mi costado y dime: ¿a quiénes aludes cuando dices que nos amas?

14


consagración de los pecados

el deseo es el territorio más puro que las llamas del cielo el verdugo que gime dentro de mí brota como piedra de fuego y se queda mansamente en tu pelvis bárbara y salada canto como ventolera humillada por la culpa y el miedo mi voz tiene la implacable perversidad de la nostalgia y fuimos relámpagos en estallido fabuloso muero en ti.

15


ejercicio respiratorio para el ave nocturna

…hasta que volvamos a encontrarnos que dios te sostenga en la palma de su mano.” (fragmento de una oración fúnebre irlandesa)

ha emigrado el ave porque este no es el espacio de los riquísimos frutos aquí no hay más que el amargo desierto de los otros días la luna negra y esta vieja sangre descomunal en las altas cumbres del amor ofreciste el fascinante suplicio de tu boca y una brizna de ternura en el frágil altar de tu pelvis oye, roedor del corazón: háblame de mí de tanta ceniza en mi cuerpo del cielo, que no existe.

para Robin Puentes, compañero y amigo

16


Vigilia hereje

17


la verdad es un pozo de pena

no sé dónde voy entre olas de música que se hunden como luz gigante y rota busco lo más remoto de mi nombre el eco mudo de mi sangre, una mísera patria tu Dios es una mentira que esplende, punza y me confunde dejo el alma donde arde esta vigilia.

18


a dónde pongo este saqueo?

nada ha quedado de lo que fui contigo nada de ti me pertenece más que este refucilo de estrellas en mi sangre y mi vértigo la noche pega su filo en mi cuerpo y no puedo la ternura cuando mi soledad se hace más grande que la vida quiero volver a tus cenizas urdir otra vez ese himno imperdonable de pájaros ciegos que sostuvimos indigna y espléndida la muerte se lleva hasta lo que no has dejado.

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baste para mí, esta dulce memoria del amor

busco en mi lecho el tibio desconcierto de anoche quiero volver al agua del goce y al tacto con que me nombrabas busco esa carne espléndida que se hincha y me pide perdón, todavía me rompo de alegría cuando el cielo nos mira avergonzado.

20


por un instante, nosotros

este cielo devora los artificios con que trocábamos la realidad por míseras astillas de luz por el eco deslumbrante de la alegría aciaga y dulce faena de amasar este nosotros y el impagable precio de fundar el mundo otra vez y que mis manos te soñaran ahora es más honda la falta siempre y jamás se diluyen en este bramido mi ropa y este pan me desconocen.

21


el pecado no me necesita

cada palabra es un disparo cuando rezo por ti amĂŠmonos, mintamos la eternidad esta noche Dios nos tiene miedo.

22


Palabra matada

23


nada mĂĄs que beber un pan de granizo

ah, PoesĂ­a, madre de todas las demencias! desde lejos, me arrullas como nodriza nocturna que da de comer palabras a sus perros.

24


días del desengaño

esperando un milagro, los perros impacientes hablamos con la noche rezamos a nuestra señora de los libros o de la infame resignación, qué más da es noche y las bendiciones caen lejos del árbol que las tira como si fuesen carne inmaterial de la tristeza, frutas desencantadas.

25


26


Testigo infiel

27


duerme en la sed del mundo

la memoria es implacable de un lado a otro de mis ojos los cardones brincan en la luna y juntan agua porque hay un río que la desea la luz se rompe el viento llora salmos en la noche para matar la pobreza matarla, y que vuelva al cielo lejos están el amanecer de amapolas y zorzales estremecidos más lejos aún el niño que las piedras vieron morir aquella vez un torpe dios quiere renegar de mí y no puede.

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un remolino vagando por el monte

extraño la casa donde nacimos era un páramo de luz un erial de mica una campana de mirlos llamándonos era dulce paraíso sin fondo donde se tejían sueños un largo abrazo del viento era mi casa y extraño el fuego melodioso de aquellos días también volvía el escarnio de la creciente cuando las cosas rodaban como toronjas de greda por el agua que implorábamos los estragos del sol en Capayán las rajaduras en el rostro de la tierra que duelen todavía como escaras en la parte más indefensa recuerdo a los ciegos del salitral con los ojos amortiguados de visiones que nutren el árbol de la esperanza me falta la casa y sobra el desamparo me convoca la tumba donde moriremos porque dios está lejos descomunal orfanato es este mundo.

29


agoniza un fósforo en la noche

el amor excede a las palabras y las tijeras del frío cercenan la escritura detrás del muro de viento en las tinieblas aquí no hay más que tus manos truncas y una mordida voz de fusiles quemados detonaciones de huesos estos ojos rotos de vergüenza y mi vejez con tu derrota cada vez más adentro me vuelvo la sombra del que fuiste remedo de lo que había intacto en nosotros con todo el luto del Sur yo esperaba esa rémora cruel de los días que la patria ha carcomido que no sea tarde con la boca con tus ojos escríbenos también aquí hay madres con el corazón frondoso de miedo y los brazos que se niegan a sostener pedazos de nosotros nunca rezaré porque no me da la boca porque me falta la fe de los muertos porque me duele el fracaso del siglo.

Para Juan Gabriel Fernández, por las Islas Malvinas, en 1982 30


GABRIELA ROSAS (Selecciรณn de poemas de Con Truman y sin ti, Quebrantos, Blandos, Agosto interminable y La mudanza)

31


32


Con Truman y sin ti (InĂŠdito)

33


Sin manos sin piedritas calientes contra la pared con la boca cerrada en las almendras que me daba la noche descalza en la furia a pecho abierto sin sonrojo con todo lo que era tuyo en los labios en el tallo yo te amaba.

34


El hombre se desnuda por toda la casa. Se mece, prepara el café, enciende la televisión, bebe un poco de agua. No me ama lo sé. La cena no siempre es en la boca, me cuenta su parte de la historia, se arrodilla, lo levanto, le miento, nos mentimos. Pasan dos años. El hombre llora, como un niño llora. Me niega, tres veces me niega, luego me acaricia. Vuelve con girasoles en una bolsa roja, me planta su ternura en la cocina. Lo miro, trae un caballo, sin montura, trae un caballo. El hombre sabe que el abrazo pequeño me conmueve. Viene a decir que el mar, sus altas olas, sus orillas, no eran imaginaciones. El hombre se duerme sin dar la batalla, la noche se le quiebra junto al pecho, el pecho queda solo. No hay nada más triste que la soledad de alguien que pudo ser amado. La noche sobrevive, el hombre no, al hombre se le mueren las caricias. A oscuras, todo es tan claro

35


Pusiste dentro tus hormigas cerraste las manos en lo blanco de la voz escuchĂŠ una palabra parecida al amor no pude quedarme.

36


Desamparo es no tener quien te desnude.

37


Pasó la calle donde fuimos fue cerrada cantamos pájaros antes de cremarlos las flores en el suelo y ya nadie nos reza tuvimos miedo del fuego de apagarlo y ardimos como si fuese el fin del mundo nada que sumar ni multiplicar nada fue cierto tocó esperar vestidos lo que por años desnudamos casi sin dolor (y no puedo borrarlo, por eso escribo) Lo hicimos amor apagamos el mundo entre nosotros.

38


Yo también me arrojé contra el cielo sin esperar a que lloviera. Me fui corriendo de todo el cuerpo de toda la pulpa que te amaba. Yo también me quedé sin ti e hice lo que pude.

39


Yo fui esa muchacha que diciéndote adiós decía que te amaba.

40


Llueve y es contigo.

41


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Quebrantos

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Jaque

No encuentro jugada fuera de tu pecho tanto silencio no cabe en una boca Un gemido en el paisaje mรกs bello vivo llena de peces abajo adentro tengo la memoria justa de un orgasmo.

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Postal

Una boca es sรณlo eso hasta que te abre en dos y habita la tormenta que eres entonces, tiemblas en una boca cabe toda la lluvia.

45


Frágil “No fue triste. Dispersé sus cenizas y reuní mis pedazos”. Andrés Neuman

Soy una mujer amable para los perfumes arruinada por las caricias con uñas tan limpias que duelen sin atenciones difíciles para lo ajeno con trenzas en la garganta soy una mujer que conoce lo que ocurre en su refrigerador intolerante a la lactosa por culpa de un desaire hecha de un vidro frágil a tus ojos.

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Blandos

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Siete

Eventualmente toda palabra será un nudo te harás una pregunta por cada día que no sepas de mí te quedarás sin gemidos y tus vocales serán ficciones de mi boca dejarás de narrar carreteras donde frenar suponga salvar alguna vida no habrá luna amarilla ni lluvia previa todo será lo mismo en tus labios comenzarás a sofocarte tendrás que imaginarme y te sentirás vacío seremos una cuerda tendida a lo lejos a mitad del oído derecho todo será lo que siempre ha sido un golpe tras otro miraremos al piso fraccionados y nunca olvidarás los acentos cuando me nombres.

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Agosto interminable

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Negociamos la tristeza la luna es de hierro forjado las tardes cuelgan es castaño el aire la razón que nos une permanece intacta Me aproximo a tu cuerpo estás en el agua en el café que se cuela en la cama tus besos son olivo y tormenta son siempre.

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Guardamos la infancia bajo el cuello son las nueve de la maĂąana y el mundo retrocede en mis piernas las cicatrices fueron hechas lentamente para no olvidar saberse polvo quebrar un vaso imaginando el mar un hombre al final de la calle grita que mis ojos son tĂşneles para ejercitar la soledad Agosto se hace interminable.

51


52


La mudanza

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El gato

Estuve en tus huesos me acerquĂŠ a tu palabra porque era dulce y atemorizaba nada es para siempre no se equivocan los labios cuando al fin hablan este dĂ­a no suena yo querĂ­a correr tu misma suerte.

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PALOMA CORRALES (Selección de poemas de El runrún de las palabras)

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en la sencillez de lo quieto

he dormido palabras con siseo de estatuas a la luz de una vela pequeña tímidamente una tras otra he dormido estaciones días perdidos edificios farolas y lágrimas sin orden sólo porque no fueron los he dormido para que busquen un lenguaje sin miedo desnudo sin cláusulas un lenguaje que vive en la suave otredad de la calma.

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(bajo cero)

no hay cartílago que nos sostenga bajo el agua presagiando la muerte y da igual la placenta la necesidad entre los huecos o el desamparo, no hay cartílago cuando llega el vacío, su resonancia y el líquido retorno, tan sólo tú que naces del desnudo de algunas sombras, tú que buscaste el aire donde el viento se rompe por si acaso unas manos te curaban (pocas supieron), tú y aquel pez dormido en tu vientre, la voz siempre la misma, la que nos abre.

58


manos de pájaro

te tocaré sabiendo que he perdido tratando de volar como si yo tejiera plumas cerca del corazón lo haré despacio ahora que se vierten las metáforas y seguimos leyendo sin adjetivos la página gastada la longitud del aire te tocaré cuando llegue la nieve para que alcances la única verdad que solivianta el mundo y ese instante alrededor del tacto —que apenas nos desdice— para mirar el miedo y levantarnos.

59


(he cruzado)

he cruzado algo más que tu piel y tu piel para ver la tristeza que anunciabas ahora sé que te niegas en las lámparas rotas que nunca permaneces en los tilos sé que casi no hablas y sin embargo dices polen y dices lágrima buscando una salida sé que te duele el viento si llegas al orgasmo que tus batallas son de ti contra ti y todas tus penínsulas pero también sé que guardas silencios para mi pubis he cruzado algo más que tu piel ahora te insinúas en cada mueble.

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como pan recién hecho

tú que te enamorabas de los sauces con la mirada clara por tener un amor de carne y hueso, tú que buceaste en todas las palabras, en los suspiros rotos, en las perchas de nadie, al norte del lenguaje, tú que nunca supiste las palomas ni el orden de sus plumas, tú famélico, tú quebrado, tú sin miedo, tú tan firme, tan buen hombre, tú que lates los hilos al borde de los gestos, tú solo eres capaz de llenar los vacíos que siempre nos delatan.

61


tu boca

como si una epidemia me asolara me miro en los espejos y repito tu boca por todas partes esa boca que reclama el asedio en un tiempo de piel esa boca que consiente y se queda ahogĂĄndome ocupĂĄndome como si entre mis muslos tĂş fueras anticipadamente.

62


los cipreses acuden

las palabras se fueron una tarde a la hora de la sal y desde entonces los cipreses acuden como resguardándose del frío ignoran que esta casa se llenó de agujeros para no escribir el dolor escribo árboles panteras caballos y caléndulas el jardín donde fuimos se muere un poco cada día.

63


paradoja

tú sola te llevas te sumerges y sin embargo escoges las palabras más livianas para cruzar el bosque las que contienen aire las que no pesan las invisibles quieres volar para cruzar el bosque como si la inocencia y los caballos como si el pulso de un silencio huérfano quieres volar pero no olvidas que el único camino el único pervive en el subsuelo.

64


(carencias)

nadie me consagró poema y esta mañana la nieve equivocó su sombra y con su orgullo blanco su silencio de muerto su frío blanco su blanca pulcritud enumeró apenas de memoria idénticos despojos († † †) nadie confirmará la pérdida.

65


transparencia

no se pierde la piel, se vuelve transparente, pero los que te miran no ven la frustración de lo invisible e ignoran el asedio de las sombras, no se pierde la piel, se convierte en un muro para el escalofrío del contacto, pero los que te miran no ven que necesitas un sicario, no se pierde la piel, no se pierde, pero los que te miran no ven la soledad encaramada a tus límites ni el insomnio de hormigas en tus venas, no se pierde la piel, se calla, como se callan los huesos o las palabras turbias de la culpa, sí, se calla, y de pronto descubres que ya nada te ve ni te profana.

66


con mis muertos

ahora que un diagrama de conjunto vacío es un temblor insomne, y a veces —cuando lloran las luciérnagas— un sótano de escombros, hay días que el hastío se embalsa de nostalgia y lo tangible se deshace en la corriente que no fluye, otros sucede un tiempo sin palabras como una penitencia de todas las esquelas, hay días que regresan ellos mismos a la nada inestable, entonces lo comprendo, no existen los fantasmas ni las voces, tan sólo son mis muertos que en su último epitafio custodian un poema.

67


hendidura

una muerte sombría en tu regazo y el corazón latiendo en las paredes sólo un frío de venas precintadas azul y mudo un frío que se obstina para que avances con palabras sin himen para que avances desprendida de ti sobre tus propias huellas.

68


no avanzo

y me pregunto cómo quieres pactar conmigo en los fragmentos de lo absurdo, si nunca las montañas te dieron sus razones, si apenas anduviste un páramo de lluvia, si todos los domingos y todas las progenies, y me pregunto, con paso derretido, desde cuándo no soy y camino los mismos corredores, las mismas madrigueras con odio y cucarachas, no se puede pactar lo inexistente, no se debe, y me pregunto cómo desvivirme sin miedo y sin espasmos.

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(me nombro)

varias mutilaciones después no recuerdas qué viniste a buscar belleza en lo que falta ternura en lo que nace hay víboras jilgueros y una muerte secreta en los diálogos que no sabe de plazos ya no reclamas incendios yo te bautizo en el nombre para que seas.

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VALERIA PARISO (Poemas)

71


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1

Yo no viajé por países fabulosos ni amé sin reparo bajo las noches frías pero si el cuerpo que me queda guarda la memoria de las partes que me fueron mutiladas, entonces, celebremos, el vacío está lleno de música.

73


2

De los viajes que hice traje flores. Cada tanto, Vuelvo a mirar las flores viejas y, salvo una, que conserva con nobleza sus espinas, ya no puedo distinguir cuáles fueron las que arranqué mientras me amaban y cuáles fueron las que me dieron los hombres cuando amé.

74


3

Una tarde, estaba con mis hijas frente al monte y apareció un zorro cerca de nosotras. Nos quedamos quietas. El animal se acercó. Nos miramos y no dijimos nada. El zorro tomó un trozo de carne, cruzó la ruta, y en un destello se perdió en el monte. Vimos su cola iluminada Mezclarse para siempre con la hierba. Qué hermoso poder irse con esa rapidez.

75


4

Del amor recuerdo su belleza y el peligro de extinciĂłn, igual que un ciervo que come geranios bajo el cielo azul del mediodĂ­a.

76


5

Lo último que intenté fue la caligrafía japonesa. Quise escribir palabras como juntos, cangrejo, algo real como grano de arroz. Con la mano derecha mojé el plumín en la tinta, dejé caer una gota que pesaba más que un colibrí, toqué el borde de vidrio con el filo plateado, y apoyé con ternura el misterio en la hoja. Dice Sayuri que su paciencia ancestral también tiene límite, que no quiere enseñarme nada más, que otra vez, otra maldita vez, puse tu nombre.

77


6

El día que Sayuri me enseñó que existen plantas de té que viven en estado de penumbra porque son cubiertas con pantallas de caña o grandes telas negras, tés de sombra, tés que crecen despacio porque no tienen luz, ralentizados, tés que al cosecharlos con la primavera, en el paladar se vuelven dulces como jade de rocío, así dijo Sayuri, jade de rocío, ese día entendí que el deseo funciona como el té.

78


7

“Y se estremece aún lo que no es aire, el haz ardiente del cabello” Idea Vilariño

Vi los cuervos cortar el aire del cementerio Pere Lachaise. Aprendí. Me dije: puedo hacerlo. Frente al espejo, con los dedos me alisé el cabello, tomé una tijera y la usé con la misma determinación con que los cuervos pasan de lápida en lápida.

79


8

Nosotros comíamos cerezas al atardecer. Mientras las paredes de nuestro sistema de creencias se desmoronaban nosotros dos comíamos cerezas al atardecer. Es magnífica la luz que pasa entre la rama y el fruto sostenido por la mano. Ofrecer la tensión de la vida a punto de ser arrancada de su nudo hace temblar al universo. Para saber de qué estoy hablando hay que morder la desesperación de algo recién soltado.

80


9

¿Oís, desde tu casa, el corazón del águila que cruza en las alturas? Cada latido mueve el aire. Cada latido del corazón del águila se propaga hasta tocar los álamos más viejos, entra en el ladrido de los perros, toca el misterio de tu cuerpo sobre el mundo. ¿Te das cuenta? ¿Oís el corazón del águila? Es igual al ruido de la muerte frustrada por una ilusión espléndida. Es igual a una ilusión espléndida que rompe el pánico. Una ilusión rapaz, depredadora, igual que el corazón de un águila en el cielo. La tuvimos alguna vez. Si querido, la tuvimos.

81


HabrĂ­a que darle forma escrita a ese sonido.

82


10

Así como existe el camino del puma regido por la carne, y los pájaros verdes hacen ruido temprano entre las semillas, y algunos insectos dan cuenta de la realidad del durazno sobre el suelo, estoy sentada bajo un árbol que da una sombra parecida a nosotros. No he comido. En silencio, observé por días, el devenir del ciclo. He unido el puma, los loros, las moscas, los gusanos, la carne, el durazno. Me centré en el durazno, sobre todo. La forma en que se altera la belleza. Pude ver la incidencia de la humedad y el calor sobre la delicia de aquello que madura. La urgencia con que la mirada puede correr del hambre al asco. Que la vida nos perdone, querido mío. 83


No fueron nueces el alimento que nos dimos.

84


11

Nos dimos una felicidad compleja. Como decir: la sombra del canto. Podría haber sido un pájaro, algo que toque la felicidad desde un lugar común. Sin embargo, apareció esto. Podríamos explicarlo de algún modo: impericia, mal manejo de la rosa de los vientos, ferocidad en las mareas, la seducción de la música. La felicidad ocurrió, eso es todo. No va a salvarnos del dolor el manejo del lenguaje.

85


86


ANAMARÍA MAYOL (Poemas)

87


Volvemos al silencio como se vuelve a un rezo

88


La forma de los días

Yo te miraba las manos mientras hablabas (las amaba) y tus manos hablaban en silencio tomaban de repente las formas de los días de mi rostro mi cuerpo cada poción de amor o desamparo y amasaban el tiempo que escurría por ellas como un maleficio en la distancia un pacto de mutismo de ceguera yo te miraba las manos con su color de inviernos sumergida en el mar de sus sonidos y una parte de mí era rehén acaso sin saberlo yo te miraba las manos replegada en mí misma con la desgarradura en agonía de ese amor que no quiere salvarse y aun así no muere las miraba 89


arrebatadas al vuelo por la muerte en medio del derrumbe

90


Transparencias

Me pondré frente al espejo buscaré el momento justo cuando la luz se filtre por el borde de la cortina me pintaré los ojos los labios para que no se note mi transparencia quiero ver si aún estoy

91


Presentaciones

mi silencio es peor que las palabras…Waldo Leyva

Antes que nada soy de nacionalidad pampeana-patagónica habitante del mundo mujer lacustre aunque a veces río nómada con un bosque en las venas y unas fuertes raíces que me crecieron pronto allá por Victorica cuando el pampero sucio navegaba las nubes y el alazán obsequio del abuelo me galopaba el alma Antes que nada soy una mujer calandria tordo gorrión o pecho colorado no importa ya el plumaje ni el canto sólo importa ese vuelo recortando inclemencias y estas alas a veces desplegadas 92


Antes que nada soy una palabra pequeña deshojada que el amor olvidó en algún sitio un silencio roído por el viento una mujer de lluvias

93


Palabras elegidas

Hizo como si no como si fuera igual una palabra u otra como si casa no fuera Ă­ntimo destello vida refugio puerto seguro regreso recomienzo como si no supiera y la palabra olvido no designara historia muertes generaciĂłn memoria-compromiso Hizo como si no como si fuera igual y dijo lluvia

94


Sin embargo el silencio

Hay murciélagos viviendo en el entretecho de mi casa conversan con la noche y las paredes del cuarto reproducen sus diálogos yo me pregunto de qué hablarán me aterra pensar que si apago la luz enredarán mi pelo en su vuelo imagino toda clase de desventuras posibles de esas que contaría sólo mi abuela sin embargo no quiero asesinarlos hay benteveos en el jardín de casa benteveos ladrones se llevan la comida del gato mientras él se estira al sol y los observa indiferente con sus hermosos ojos verdes

95


cada día se acercan más sin embargo gatito no quiere asesinarlos eso quiero creer (a veces pienso que saltará sobre ellos) hay recuerdos en el costado de mi almohada tienen tu olor tus ojos tu sonrisa en las noches se acuestan a mi lado susurran el silencio escuchan a los murciélagos y en las mañanas miran llegar los pájaros y sangran por mis manos poemas que te nombran no quiero asesinarlos sin embargo el silencio el silencio los acuchilla a todos

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Consecuencia

Quién devela el misterio de lo que subyace tras este rostro antiguo perforado de muertes Quién asoma a estos ojos dormidos en el torrente de un hombre que me prestó su sangre quién sabe de lo oculto detrás del pampero quién me cuenta otro cuento para que crea quién inventa palabras designa espacios con otros símbolos quién devela los nuevos paradigmas inventa un posible universo paralelo abre el vórtice para nombrar la noche y la memoria quién lleva la verdad entre sus manos quién escribe 97


un mĂ­nimo poema y salva al mundo

98


Tristeza

Toca pero no pivotea sobre la curva sobre los dedos su silencio es eco de otros silencios anteriores otras soledades ancestrales cuenco que atrapa al viento sumerge el día en el cuerpo profundiza vacíos toca pero no pivotea sobre su eje y todo su universo es otro tiempo que ya no pero si que se esfumó como el amor la víspera o la noche es otras muertes que aún no vendrán toca pero no todo es curva efímera 99


eco vacĂ­o cuerpo tristeza sin saber por quĂŠ llorar

100


Tarde/Noche

La tarde se levanta la pollera deja caer la noche entre sus curvas coquetea con el viento que la pronuncia cómplice y otra vez se derrama por las piedras el patio las flores las pisadas las ausencias La tarde repta el silencio se enrosca copula con mi serpiente interna se retira se deja morir sin resistencia otra vez morir dejarse morir hacerse noche mientras vos vos “no me morís” no te morís no te dejás morir y es otra noche otra tarde que se avecina 101


que otra vez morirá se dejará morir dentro de mis ojos y vos vos ahí ahí tan fantasma tan abandono tan resistencia siempre ahí esperando la muerte de otra tarde esperando la boca de otra noche

102


El verso descartado

Escribo en esta hoja que el viento en su rito carcome deshace oculta a la luz casi ceniza lanzo al aire el poema donde un hombre se vierte casi impĂşdico y hay un silencio tĂĄcito en su nombre escribo el verso descartado sobre sus labios sobre todos los labios y los hombres y las manos y las hojas caducas y el viento y las cenizas y el otoĂąo como una ceremonia ante la muerte

103


104


PATRICIO EMILIO TORNE (Selección de poemas de “Antes de la caída”)

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Una laguna por la mañana

No son patos los que nadan con suavidad de patos, ni juncos los que se elevan desde su propia sombra. Como en un vidrio esmerilado, sobre la superficie de la laguna, hay un juego de espejos del que vemos los contornos, sin esa precisión que dice las cosas tal cual son. Es el instante en que estamos extasiados porque cada uno carga con su propio artista. Un animal arisco esa obra que se esfuma cuando la conciencia toma las riendas de nuestro caballo desbocado y somos los de siempre. Como la ira, el desencanto, saliéndose del corazón sin entender razones en el instante de saber que las cosas son lo que son apagando lo fantástico, matando el niño que puja por salir. 107


La bruma asciende con el sol decididamente hasta desaparecer en el resto del paisaje, vueltas las cosas tal cual son: patos nadando o zambullĂŠndose delante de los juncos movidos por una brisa imperceptible. Una imagen apacible tanto puede ser la calma como una batalla en cierne.

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Cuestiones con el lenguaje

Se habla y el lenguaje se dispara como un dardo, o simplemente flota sin la intención de irse más allá de tu dominio, como una pluma, como una cáscara débil recubriendo el vacío. Las palabras sopesadas hasta el límite o vaciadas de toda intención están allí. La cabeza es un parlante sin timón que debemos manejar para que la lengua diga lo que deba decir sin tantos escarceos. Hay a quienes les basta con decir pulpo, pero mientras otros te abrazan y asfixian con sus tentáculos. Inmediatamente nombradas, las cosas cambian, el tiempo es implacable; señalado lo que es nuevo, y ya comienza su declinación, —aunque nombrar lo declinado es un modo de ponerlo en vigencia, así la dialéctica y el poder del lenguaje—. Igual que el pulgón sobre las hojas del naranjo, el modo de alterar la pureza de las cosas. 109


Se hace necesario conjugar el futuro del indicativo si vamos a decir que amamos. Lo que trasciende es posterior a la lengua, somos reos de ĂŠl.

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Generación

Mirábamos pasar los barcos con la certeza de que algún puerto habría para nuestro futuro. La bruma solía levantarse como una advertencia cerrándose de orilla a orilla. El río era un camino que se abría en un oleaje persistente diciéndonos que no sería fácil, sin embargo ya empezábamos a navegarlo. Nunca, jamás, el miedo fue superior al deseo.

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Uno

En la noche, cuando todos los gatos son pardos, las bestias se iluminan contagiรกndose el deseo de poseerse hasta matar las ganas. La una con la otra, las bestias se ablandan como el agua, e igual que vasos comunicantes, uno a otro de los cuerpos pasarรก la carga que los mueve.

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Siete

¿Cuánto dura la pasión? ¿Cuánto el amor entre las bestias? Se preguntan y se abrazan desesperadamente. Intentan, desde su bestialidad, dar con la respuesta. La noche late, y late con desesperación el par de corazones. Afuera el mundo se relame pensando cómo tanta pasión deberá doblegarse.

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Ocho

Las bestias saben que el miedo inmoviliza. Saben, además, que ha sido el arma con que fueron cazados sus hermanos, por eso levantan sus banderas y en lo alto, también, ponen el grito. El amor —ya lo aprendieron— es hijo natural de las batallas.

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Ley física

En espiral, la inminente caída desde tu corazón. Azotado por el viento ese cuerpo que bordea las piedras de un precipicio interminable. ¿Un río? ¿Una selva? ¿Un lecho áspero y filoso esperando al final de su derrumbe? ¿Música de cámara o estruendo con acordeón y trompeta? Alguien ha pasado la mano por el cielo y juntó, como quien junta las migas del mantel, las estrellas que entretenían los ojos. Ahora el cielo es de un profundo negro que penetra los huesos. Cuando al fin llegue al fondo de mi caída, si aún estoy con vida, prometo escribir dos cartas, una de agradecimiento y otra con un pedido: a dios por no haber estado nunca, y al demonio para que me tienda la cama, y si es posible, deje un vino sobre la mesa de noche. Antes he de ver como hago para despegarme de los efectos de esta ley física que me lleva del cielo al infierno sin estaciones intermedias. 115


Fieras

Nada vuelve más diáfano el día que aceptar que convivimos entre las fieras, que huimos o alimentamos a las fieras; que acariciamos su pelaje como clavos, y nunca sabemos si las arriamos o nos arrastran. Uno abre la puerta y el paisaje se presenta alterado, lo vemos como alguien que ha perdido parcialmente su visión, pero en primer plano, como una lente que agranda, las fieras pasan con esa lentitud que les da la seguridad de estar en su terreno, nada las altera, y uno confirma el silencio venerable con que observamos la escena, hasta que todo es límpido y puede vérselas en su dominio, hasta lo imposible del horizonte. Allí comienza, entonces, nuestro día. Se sueña con las fieras, y en el sueño le ponemos nombres encantadores para que al despertar no nos atormenten con su rapacidad. Las fieras vienen a comer de nuestra mano, porque aprendimos a convivir con ellas en nombre de la vecindad y el miedo a perder lo que tenemos. La vergüenza viene, nos acaricia y se va. Estamos en paz, o en veda, nadie está dispuesto a salir de caza. Las fieras lo saben, y orinan sobre el terreno, viven alimentándose de lo que generosamente le damos, mientras hacemos lo imposible para no ser devorados. 116


Escrito en la lluvia

Alguien escribe con trazos de fuego en la tormenta. Se restriega los ojos y sus párpados también arden. Dice extrañar lo que se tuvo y espera que la lluvia lave todas las angustias porque no sabe que la inocencia domestica los deseos. Si un rayo cae habrá incendiado este campito desprovisto de amor y ya está: requiescat in pace.

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Nos remitiremos al centro de la rabia

Dejó unos poemas de esos que resisten a la ley de gravedad y el viento estará llevando de la montaña al mar, sin más estridencia que el peso de una tierra seca y dura convertida en jardín. Los dejó como quien deja un estudio entre las contradicciones del polen y las alergias, o aquel que habla sobre frutas ricas en vitaminas de los países en vía de desarrollo. Chiquitaje, poca cosa ante los problemas de la humanidad. Pero esos poemas, bien que curarían el alma de muchos. Así estamos, con la belleza ungiéndonos las alas, en las puertas del mismo infierno. Sabemos que no hay escritura, ni canción capaz de alejar 118


los designios de la muerte, apenas nos queda la confianza en esos frutos que vendrán después de los azahares. Algunos nos remitiremos al centro de la rabia para sacudirnos todo gesto de resignación. Ahora cuando los ciruelos están en flor y el paisaje es todo suavidad. Ahora cuando hay una brisa trayendo los perfumes que creíamos perdidos y el tiempo parece demorarse con el sol al hombro.

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NARRATIVA

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El peso de un iceberg Por

Fernando Beltrán

Hacia la mitad de la noche Santiago Cienfuegos intentó la reconstrucción de la experiencia. No tuvo fin. Se planteó incluso la relación entre la experiencia y el recuerdo. Aquel coro de Frankie Ruiz, empero, recordó, podría explicarlo todo. No hubo estrategia clara, nada seguro, sólo tanteos que se reprochó. Frente a una mujer fatal, pase lo que pase, recordó, se va a punta de intuiciones. Quizá la suerte estuvo de su lado; vaya hipótesis. No la realidad, se increpó, pero las hipótesis 123


debían ser interesantes. Que aceptara bailar con él una cumbia de Los Ángeles Azules no debía seguirse nada. Aquel coro de Frankie Ruiz, rememoró, empero, podría explicarlo todo. “Y todo comenzó bailando”. Le afloraba una sonrisita, pero sentía la intemperie. ¿De dónde salió esta mujer? Había conocido mejores, desde luego. ¿Lo olvidaba? ¿Ya no recordaba Valle de Guadalupe? ¿Ya había perdido de vista el corazón de Los Altos, Xalisco? Tomó una ducha fría. La noche del puerto era silenciosa, aunque escuchaba a lo lejos los ruidos de los automotores desde algún resquicio de las ventanas. Aspiró partículas de sal que invadían el ambiente. Acostado, los ojos claros y los rizos del cabello eran su realidad. La única realidad. ¿Por qué descreía de sus posibilidades? Tumbado, con los ojos cerrados, desnudo. Era un bochorno la pieza de la habitación. Deseaba descifrar el brillo de aquellos ojos claros que no descifró bajo las luces de los faroles. Aquel domingo, temprano, se inauguró con algún salsero de Los Titanes. ¿Qué preparamos de itacate playero?, preguntó Miguel Juárez cuando bailaba comprometido con el ritmo. Juárez provenía del norte. Alto, lampiño, hablaba con acento cantadito y creía en la cuarta dimensión. Cocinaron porquerías instantáneas junto con cartón y medio de cervezas. Abandonaron La Aurora, el minúsculo departamento que rentaban ambos en un complejo popular de escasa fama, a dos cuadras del embarcadero internacional al que lo invadían los transatlánticos yanquis todos los fines de semana. De aquel lugar enrarecido, pudo haberlo dicho cualquiera, lo único bueno era la vecina del tercer piso. Cuarentona, mulata, que movía las caderas de par en par, que no despilfarraba dinero alguno en ropa interior. Se dirigieron a un recodo escondido de la federal, antes de llegar a Mismaloya. Condujo Juárez y recorrió al trote el afamado Malecón, la esmeralda del puerto. Una larga empedrada de pasarela y de accesorios surrealistas al lado del mar. Juárez evitó los gentíos de las caletas y, tras el sorteo de atajos empinados, estacionó la Ranger al borde de un desfiladero. La regla de asistencia a las playas había sido siempre sin 124


grandes estructuras ni demasiados instrumentos. Lentes oscuros y sombrero de palma de puntas ovaladas, una toalla y una mochila equipada con hielos donde almacenaban las botellas. La extensa curvatura de la bahía era un espectáculo en sí. En el océano azul navegaban yates y parachutes, diminutas embarcaciones pesqueras y lanchas de tránsito entre el puerto internacional y lugares recónditos como Quimixto, Las Ánimas o Yelapa. La brisa uniforme arañaba con fuerza los rostros cuando ambos ya habían enterrados los pies en la arena. El itacate resultó exiguo. El estómago vacío fue la clave. Tierra caliente de pulso lento, dijo Juárez, afiebrada de Dios o de Banda Cuisillos. Tres jalisquillas al mismo tiempo, vale, ya de Las Juntas, ya de El Pitillal, ya de donde fuere. No tienes ninguna, Cienfuegos, no seas mamón, respondió irónico Juárez con su acento a veces golpeado. Al declive del atardecer, Juárez se recordó el asuntillo de la música de viento frente al palacio municipal. Esa atracción colectiva, dijo, bajo la cumbia y el sudor. Con tono pomposo, se alejó Juárez sin titubeos. Te ves, vato, le escuchó al parecer. Entrevió algo seguro. Firme, se dirigió apresurado hacia el interior de aquel tumulto de cachondeos, voces y risas. Al regreso, luego, agitado, en el desconcierto del ascenso del baile popular, le habló Juárez al oído y apuntó con el dedo. La descubrió dentro del ambiente brumoso, afiebrado. Los faroles de luz incandescente le impidieron apreciar los detalles del rostro. Altiva, desbordante, empero, la música imposibilitó el primer intercambio. Delgados labios rosa adornaban una risa de bienvenida. Le arrojó los brazos en señal de presentación y aunque le alzó las cejas, accedió al primer movimiento de los pies. Su cabellera ondulada y suelta, color castaño, la olió tranquilo y hasta el hartazgo. Frágil fragancia exuberante. La inspeccionaba y ella correspondía con aquellos ojos avellanados, más bien diminutos, que no parpadeaban. No demoró en reconocerle el bronceado y el olor del protector. Los tres lunares que le decoraban los alrededores de la boca y la nariz que se ajustaba a la línea de la frente. 125


El cuerpo era alto. Blanco, corto, el vestido floreado le permitió deslizar las manos por las caderas amplias. Recorrió, sin prohibición, la frontera en la que desaparecía la cintura. Calculó treinta años, quizá menos, no más. Al encuentro cuerpo-cuerpo, con las primeras maniobras sobre el piso, bendita Sonora dinamita, dijo, y comenzó a girar con ella sobre su propio eje. Deseó restregársela mediante movimientos imprevistos, arañando lo ridículo. La cumbia remix, que se prolongó verdaderamente, se lo aconsejaba, friccionándose más aún. Flashes multicolores se dispararon hacia el cielo oscuro desde una embarcación que por las noches navegaba los puntos clave de la bahía. Las campanas de la parroquia de Guadalupe retumbaron muy cerca. Para ella fue una señal, la premura del tiempo. Si palpó él la gloria, se había esfumado. Supo el nombre y le ofreció el reencuentro. Ella titubeó, pero aceptó el intercambio de los números. La vio alistarse, acomodarse el bolso y abandonó el baile por la calle Independencia. Se alejó también y deambuló. Con los pies arenosos, con atisbos de su aroma y de sudor ajeno impregnado en las palmas de las manos, sentado, padecía ya los efectos del hechizo. Se preguntó qué clase de experiencia es el deseo. Inaplazable. Innegociable.

Intransferible.

Sentía

tumultos.

Algo

amorfo

como

concepto, especuló, pero intempestivo como sensación. A la noche lo despertaron las ansias. Le avinieron demasiado pronto síntomas, titubeos y dolores de cabeza. No deseaba evidenciarse porque el desborde, se alentó, sería insano. El graznido de las aves anunció el amanecer. Sintió ánimos de hallar la fórmula precisa, sin que ello significara hambruna de su parte. Antes de cerrar la puerta dudó más de una vez sobre el atuendo, sobre los perfiles adecuados del rostro. ¿Le había ocurrido antes? Descendió la escalinata de la habitacional, cruzó entre evangelistas que predicaban en los bordes de las puertas y dejó atrás a la señora de piernas varicosas en busca de algún desperdicio reutilizable. En la glorieta de la esquina, al lado del puestito de los tacos de adobada y asada, saludó con un gesto a los morros que distribuían la coca. 126


Dedicó el día a sus clases de literatura. El coordinador del departamento universitario le apremió aquel proyecto intitulado Ideas prácticas para escribir una tesis sin desvelarse siquiera. La humedad del puerto rondaba los 35. De vuelta a La Aurora, exhausto, seco de la boca, tomó una ducha y se tiró al sofá. En el sueño, la chica del baile lo observaba extrañada. En un asiento cómodo de un lugar pintoresco, bebía ella mientras desnudo y de pie, afuera del establecimiento, Cienfuegos le admiraba sin la capacidad del habla. Sus labios estaban cocidos con un hilo metálico cuyo grosor le rajó la palma de la mano cuando investigó la razón del por qué no podía despegarlos. Despertó en una ciénaga de sudor. Se le anidó la incapacidad, se dijo. Como si aquel sueño fuese premonitorio. Ningún vituperio lo avalentó. Juárez abrió la puerta y entró a la estancia común. Destapó una Pacífico y sorbió tendido. ¿Y la nena que bailó contigo?, le cuestionó con violencia. Orgullo o no, le dolió el tonito, pero lo despertó del letargo. Se olvidó de Juárez y se encaminó hasta la habitación. Rastreó el teléfono, pero censuró las ganas. Necesitaba impulso. Se recostó. Puso en suspenso al mundo. Llevó las manos al epicentro de su cuerpo, debajo de la ropa de algodón. Evocó el baile y presintió en sus manos aquel cuerpo alto. Deseó recorrer la espalda con la lengua e ir más allá. Escarbó los filamentos de la maleza y reconoció la sangre erguida. Imaginó que deslizaba rápido el vestido y le veía caer las tetas perfectas, imposibles, que siempre había fantaseado y que nunca había poseído. En esa intimidad, dirigió la embestida. Se exigió determinación y capacidad de fuego. Dime que me amas, dijo. El teléfono hizo un escándalo terrible. No terminó. ¿Por qué lo más hermoso e intenso resulta un manantial de angustia, de tribulaciones y de aflicción?, exclamó antes de hallarlo. Detrás de la llamada, estaba ella. Uno no se salva solo, pensó, estaba claro. El aparato cayó al suelo. —¿Estás con alguien ahora? —fue lo que le escuchó al recuperar la llamada. —Yo quería disculparme, yo no había podido, yo… 127


—Pensé que podríamos vernos esta noche. —¿Esta noche? —Estás en La Aurora, ¿no es cierto? ¿Cuál es el estilo para conquistar a una mujer?, se interrogó al azotar la puerta. Descendió rápido los tres pisos del edificio. Con el motor encendido, lo aguardaba en la glorieta. Se dirigió a la zona del copiloto. Abrió la puerta y una fragancia clara lo alcanzó de inmediato. La luz interior prendió y le constató la cabellera todavía mojada. Labios pintados de rosa tenue. Las sombras de los párpados eran oscuras y llamativas. El castaño de los ojos sobresalía sin dificultad. Los labios brillosos, cuyos límites habían sido remarcados, se mostraban muy finos. Los tres lunares le decoraban otra vez la boca. La blusa de tonos claros, sin embargo, no ocultaba un escote conservador. Volvió a entrever unas tetas perfectas. ¿Qué le imposibilitaba probar ya sus labios? Pensar es fácil, actuar es difícil, se dijo. Te sienta bien el azul, escuchó. Le ofuscó el gesto, pero alcanzó a preguntarle acerca del baile. En la vorágine de datos había algo en su forma de comunicarse, simple y otras veces como arrebato, que lo enredó. Un lenguaje que rehusaba ser frontal, pensaría después, pero construía fundamentos. La camioneta avanzó sobre el puente transfronterizo y lo dejó atrás. Se internó por largas avenidas. Atravesó los canales de los esteros y se estacionó en uno de los muelles. Bajo los graznidos de aves nocturnas y el golpeteo de las embarcaciones con las aguas, caminaron de la mano hacia el Jota Be Dancing Club. En una mesa redonda y diminuta, cerca de la pista, se acomodaron. Le ofreció la silla. La música dificultaba la comunicación. En seguida, ordenó ella un whisky con hielo y él una cerveza fría. La pista era una planicie de madera y un humo artificial ondulaba en el salón de baile. Bebió ella del vaso, se aclaró la garganta, lo miró con simpatía y le tendió las manos. Había empezado el alarde de La Arrolladora Banda el Limón. Giraban luces encendidas desde una bola de cristal. Le constató sus 128


imposibilidades. Inició lento. Metió sus piernas entre las suyas, colocó con fuerza sus brazos en la espalda y Cienfuegos imitaba. La respiración y el aliento los percibían muy cerca. Aquel ritual era dar vueltas lentas a rápidas en un círculo interminable. Los pechos se estrangulaban con efectividad y presintió, por fin, las potentes curvas envueltas en un escote conservador. Aunque joven, la fuerza de la mujer se mostró cuantas veces quiso. El cuerpo del otro fue un títere de sus movidas, sus estrategias y no había apuro. Flojito y cooperando. Tras la sexta canción, ya había entendido de qué se trataba el negocio. Hubo entrega rítmica donde los cuerpos y los cambios de velocidades hacia fuera, hacia dentro, o hacia abajo o hacia arriba, de izquierda o de derecha, construían, pensó, la seducción. La bachata subió el tono. En aquel ritmo descubrió que dos podían ser uno solo. Uno tal que se movía a ritmo cauto. Ya no se trataba sólo de menearse en armonía. Era la manera descubierta de recrearse con los brazos. De entrelazar las entrepiernas. De oler los alientos. De intercambiar los sudores. Su pelo crespo y agitado, el escote que de vuelta en vuelta menguaba su porte reservado y su determinación en la administración del baile, le sugirió que ya pasaran a su habitación. Nada de ello. Le agradeció la noche. Al regreso a La Aurora, se despidió con un beso en las mejillas. Al final, de pie y afuera del vehículo, el vidrio que ascendía hizo desaparecer el rostro de los tres lunares que le decoraban los linderos de la boca. El resto de la noche tomó cauce inesperado cuando salió a buscarla. Confesó en el Jota Be Dancing Club que vivía pasados dos vecindarios. Buen presagio, se dijo. A pie se internó entre paredes destartaladas y hedor de callejuelas. Olió la sal. Lo disuadió por teléfono, desde luego. Le aludió a la niña que debía cuidar. Insistió. Pasadas las dos de la madrugada, arribó al lugar por la calle Océano Índico y se detuvo en el número 396. Tocó el timbre. Como dicen los sociólogos, lo recordó, era un momento coyuntural. Cuando le abrió la puerta, lo miró suspicaz y no disimuló la sorpresa. Lo adentró, sin embargo, por un largo corredor. Una mezcla de 129


sosiego y de fatiga se le arremolinó en su interior. Le pidió aguardarla en el lobby y subió unas escaleras de caracol. Estaba durmiéndose, le dijo, y luego lo condujo a otro recibidor, más cómodo. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?, le cuestionó a su regreso. Se lo repitió a sí mismo. Lo tomó de las manos, sin embargo, y el encontronazo de propósitos se prolongó en silencio. Quiso Cienfuegos descifrarle la vida. Se le acercó por la nariz, tocándola con pausas. Le reconoció la goma de mascar que compartieron antes de abandonar el club. Rompió el impasse cuando le pidió que la acompañara. Pisaron el segundo piso y lo llevó a una habitación. Se ausentó, sin embargo. Cuando la esperaba solo en esa alcoba oscura, una sensación de vértigo se apoderó de él. Intuyó que algo muy grave se le revelaría en seguida. Regresó a la habitación y encendió una lámpara de buró. Recogió y enrolló una colcha almidonada y colocó las almohadas en una silla que se encontraba en un rincón frente al clóset de caoba. Apagó la luz y reinó el ascenso de la oscuridad. Deseó hallar la fórmula para distender la rigidez de los músculos. Rompió la prisión que protegía sus labios y el resalte de las bocas se palparon por primera vez. El mejor mundo de los posibles, intuyó. Los labios se rozaron lento, tentando, como si pisaran un campo de minas. ¿Había peligro?, se cuestionó. Con ritmo afable, las lenguas se entretejieron lentamente y daban minuciosos círculos entre ellas. Recorrió con los dedos la extensión del cabello crespo y ella no ausentó las caricias a la barba. Comenzó un jadeo al filo de la precipitación. El encuentro se rediseñó de pronto cuando la postró bocabajo y tentó las caderas. Clavó los dientes en los hombros, pellizcó los lóbulos de las orejas, estrellándose sobre la cabellera. ¿Escuchaste a la niña?, lo increpó, y saltó de la cama. Quiso saber el nombre de la niña, pero Kalessa ya marchaba hacia la salida. Cienfuegos acusó el cansancio y se desparramó en la superficie de la cama. Demoró un siglo. Al entrar de nuevo se le abalanzó. Al oído, apenado, le confesó que no traía globitos. Se le resbaló del cuerpo. No podía saberlo, le dijo. Con desgana, lo incitó a encontrarle uno en la 130


guantera de la camioneta. Se vistió el pantalón y la vio serpentearse sobre la cama, a la espera. Salió presto, jubiloso, pero antes de doblar y dirigirse hacia la escalinata, entrevió una puerta. Se adentró con dudas. Un hilo de luz se colaba por la ventana. Le pareció la misma habitación donde se hallaba Kalessa. En lugar de una cama distinguió un corral. Se dirigió a lo que en seguida juzgó era la camita de la niña. Cubierta de cabeza hasta los pies, se mantenía inmóvil. Dormía, pensó. Removió la tela que la tapaba y le sobresalió una suerte de esponja de la cabeza. Abiertos o encendidos, los ojos no respondían, así como el resto de la criatura. Al apreciarla, no era humano. Se desconcertó. La oscuridad, se dijo, no es confiable. Tentó la piel, la piel de los brazos y se le acercó con cuidado. Se la llevó al regazo y se le cerró la garganta. Le sintió el cuerpo tieso. Una copia como las que se venden en los anaqueles de juguetes. Depositó el muñeco y sintió cómo el hielo le recorría los intersticios de la espalda. Salió con calambres en los pies. El bochorno le invadió el cuerpo. Lo atravesó una corredera de polvo y miró impávido la calle. Marchar ahora y no mirar atrás, balbuceó. Caminó al azar y se extravió en el rostro quieto de la noche. Tuvo claridad, como se dice, cuando se halló debajo de una sombrilla. Las trece horas caían en picada. Al lado de Miguel Juárez, se acurrucaba debajo de un sombrero de palma y lo hundían en la quietud el rompimiento de las olas. ¿Cienfuegos?, se oyó en el aire. El efecto de las Pacífico lo obstaculizaba otro poco. Cienfuegos acusó esta vez su nombre. Se enjuagó la vista y se colocó los lentes. Inmerso en un ambiente tórrido, Juárez se cuestionó en voz alta si aquel tumulto de bikinis a la izquierda provenía del Valle de Guadalupe. La decisión lo puso en pie a Cienfuegos y se alejó del catre. Sintió una suerte de revancha. Se encaminó vigoroso hacia el punto de encuentro y avanzó con el rostro en alto.

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Baudelaire Por

MANUEL GONZÁLEZ LÓPEZ

“… y los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio, sobre todo a lo largo de su dilatada juventud.” Roberto Bolaño, Enrique Martin

Es raro, pero no recuerdo qué libro leía aquella noche cuando el llamado de alguien a quien el tiempo borró su nombre en mi memoria me informó que Ricardo, internado en un hospital, agonizaba. Es raro mi olvido, porque todos los eventos importantes de mi vida están encadenados a una lectura determinada; ésa es mi forma de recordar. Leía, sí, un libro que olvidé, pero la mención del nombre de Ricardo me trasladó a la adolescencia y al comienzo de nuestra amistad, de nuestra vocación literaria, a otras lecturas que no he olvidado. 133


Ricardo se moría y en su agonía había pronunciado mi nombre. Cierta dosis de fastidio me asaltó ante la idea de un reencuentro casi póstumo. ¿Con qué fin? ¿Para qué? ¿De qué hablar con alguien que va a morir? Calculé los años que habrían pasado desde la última vez que nos habíamos visto: más de veinte, seguro. Y de esa amistad, que yo había creído perpetua, cultivada durante cinco años en el marco de una pasión compartida, sólo persistía el tedio del recuerdo. Colgué el teléfono y al instante me vi en nuestra aula de tercer año de escuela secundaria: primera hora de clase, un alumno golpea la puerta, abre, entra y le anuncia al profesor que es “nuevo” y que se incorpora a la división. Veo su mata de pelo ingobernable y rojizo y veo su mirada que recorre el espacio en busca de un banco vacío y que se detiene a mi lado. Ese fue el principio. Teníamos quince años. No fue inmediata nuestra inclinación por la literatura, llegamos a ella gracias a una profesora astuta que se tomaba ciertas licencias con respecto al programa: nos leía a escritores como Baudelaire, Anaïs Nin, Thomas de Quincey, Oscar Wilde o Dylan Thomas, introduciéndonos antes referencias biográficas para que sintiésemos a esos autores afines a nuestra rebeldía adolescente. La intención de la mujer era obvia: buscaba, por el sendero del malditismo literario o el escándalo vital, despertar en nosotros, sus alumnos, el interés por la literatura; y una vez convertidos en adeptos de su fe, segura ya de que nuestra docilidad de iniciados haría sencilla su clase, reconducirnos al programa de la materia. A los pocos meses ya escribíamos, aunque nuestras lecturas —que eran pobres— se limitaban a tres o cuatro autores. Ricardo era más aficionado a la poesía; yo, aunque también escribía poemas (amaba a Rimbaud),

prefería

la

prosa.

Nuestras

obras

eran

atroces,

y

abrumábamos a familiares y amigos con ellas. Con el tiempo evolucionaron un poco, y puede decirse que conseguimos que fueran malas, lo cual era un logro, teniendo en cuenta el punto de partida. Antes de que terminara ese año, convencimos a otro compañero de clase de que debía dedicarse a la literatura, porque, como le dijimos una y otra vez, 134


¿qué sentido podía tener ser farmacéutico?, ¿cuál era el hecho estético de vender aspirinas y jarabes? Con esos argumentos simples y escasos, reiterados hasta el hartazgo, conseguimos que Pablo abandonase su intención de continuar con el negocio familiar y también se arruinase la vida con la literatura. Tres era un buen número para formar un movimiento literario. Nuestra poética, ideada por Ricardo, era un pastiche sobre lo que él creía que eran los preceptos del Simbolismo, el Parnasianismo y el Modernismo, movimientos acerca de los cuales Ricardo no había leído casi nada. Desde luego, nos faltaban las obras que respondiesen a nuestra preceptiva. Nos prometimos —dado que las clases habían terminado— que en un mes tendríamos un buen número de poemas para publicar en nuestra revista literaria, que aún no habíamos fundado, pero para la cual Ricardo —que era nuestro líder— ya había elegido el nombre: Selene. Durante ese mes ocurrió algo que terminaría por transformar a Ricardo. Dejó de leer literatura para empezar a leer biografías de escritores. Nuestra profesora sólo nos daba un pequeño apunte sobre determinadas situaciones de la vida de los poetas: la prohibición de poemas de Baudelaire, la cárcel de Wilde... Ricardo profundizó en los hechos, y a partir de allí, sus preferencias literarias estarían determinadas por los eventos biográficos del autor. Ricardo quería ser — o cuanto menos sentirse— un maldito. Notamos el cambio el día que nos reunimos para evaluar las obras producidas a lo largo de esas primeras semanas de vacaciones. Habíamos elegido su casa porque sus padres trabajaban, y esa soledad nos daría la tranquilidad necesaria para leer y evaluar nuestros trabajos. Nos abrió la puerta con una expresión de premeditada melancolía. Nos hizo pasar y nos dirigimos a su habitación; al entrar, vimos un retrato de Baudelaire en la pared, y sobre su escritorio, una botella de whisky y tres vasos con hielo. —Soy un desdichado, lo necesito —dijo en alusión a la botella.

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El entusiasmo que Pablo y yo teníamos por leer nuestra poesía hizo que olvidásemos preguntarle por las razones de su desdicha. Esa tarde, además de ser testigos —aunque sin darle demasiada importancia— de la transformación de Ricardo, leímos y comentamos nuestras obras. Decidimos que Ricardo, que era el líder de nuestro movimiento y el anfitrión, leyese primero. Con una sonrisa irónica y lánguida incrustada en la boca, leyó poemas pésimos, que me parecieron formidables. Sus versos estaban llenos de perfumes y camafeos, ninfas y diamantes, ambrosía y doncellas, selvas y mármoles, correspondencias entre colores y sonido, hermanas e incesto... Desde luego, no faltaba la rima. Terminó de leer y sentí por él una admiración infinita. Le tocó el turno a Pablo, que en ese tiempo había descubierto a Neruda. Su trabajo había resultado permeable a la influencia del chileno. No había rima en sus versos, pero sí una cacofonía exasperante. Pablo, como era de esperar, proclamaba en sus poemas la inmediata llegada del socialismo y la hermandad universal. Cuando me tocó el turno de leer tuve que sobreponerme a la idea de que después de lo que había leído Ricardo, todo lo mío era innecesario, mi vida era innecesaria. Pero leí, avergonzado, mis poemas, mis deplorables poemas góticos hacinados de fantasmas, oscuridad, sangre y mujeres pálidas. Ya en ese momento me daba cuenta de lo malos que eran. Al terminar la lectura nos dimos cuenta de que había un problema. Salvo las composiciones de Ricardo, los poemas no respondían a la preceptiva. Pablo dijo que perder el tiempo buscando rimas era un lujo burgués que un verdadero poeta preocupado por el destino del pueblo no podía consentir. Esto, no tanto la falta de rima, sino que la poesía fuese funcional a la política, contrariaba los principios de Ricardo, para quien la premisa irrenunciable era la estética por encima de todo, y no consentía en supeditar su trabajo a ninguna otra idea. Yo me sentía a medio camino de las dos posturas. Pero el encono entre Pablo y Ricardo amenazaba con destruir nuestro movimiento y, por añadidura, nuestra 136


amistad. Entonces decidimos que cambiaríamos la Poética del grupo y redactaríamos sus postulados en función de nuestras obras ya escritas. Pero eran tan distintos los poemas de cada uno de nosotros que terminamos renunciando a tener una poética en común. Cada cual seguiría su ideal estético y trabajaríamos juntos bajo el resguardo de nuestra revista literaria. Lo cual —nos dijimos— era una ventaja, porque nos daría una imagen de pluralismo. Brindamos por la poesía. Sólo Ricardo terminó el vaso de Whisky. Nos veíamos todos los días, en la escuela y fuera de ella; pero las reuniones oficiales del grupo Selene, cuando comenzaron las clases al año siguiente, empezaron a llevarse a cabo los sábados. La sede pasó a ser la casa de Pablo, cuyos padres solían pasar los fines de semana en una quinta que poseían en las afueras de la ciudad, hecho que dejaba la casa a nuestra disposición. Con una tierna y virginal inocencia, Ricardo y yo anhelábamos perdurar, trascender el tiempo por medio de nuestra obra literaria. “Inmortalidad” era la palabra que nos gustaba usar para darle nombre a nuestro anhelo. Así, en las reuniones de los sábados, hablábamos, estudiábamos poemas y biografías y expresábamos nuestra admiración por aquellos escritores que considerábamos inmortales, y que eran nuestro modelo a seguir. Pero en esas reuniones advertí cómo, sábado tras sábado, Ricardo modelaba sus maneras de poeta maldito, o de lo que para él era un maldito. Igual que el más profesional de los actores, Ricardo trabajaba los modales de su desdicha; agregaba cada semana un gesto nuevo o retocaba matices de los que ya había incorporado, o combinaba instantes de introspección y miradas perdidas con suspiros de desasosiego, momentos que invariablemente concluían con la sonrisa irónica y esa expresión lánguida en los ojos; la tristeza estaba calculada al milímetro y la acompañaba con alguna de las consabidas muletillas que, por si no habíamos percibido todo lo demás, daban cuenta de su estado anímico: “Soy un desdichado” o “Cómo envidio, a veces, tu felicidad”.

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Durante el resto de la semana, en la escuela, Ricardo mantenía un comportamiento normal; era notorio que, fuera del marco del grupo Selene, temía exponerse a las burlas de los compañeros de clase; hasta que, al año siguiente, descubrió que era precisamente eso, las burlas, el rechazo, lo que convenía a su representación. A partir de esa toma de conciencia, el espectáculo de su desdicha, que era patrimonio exclusivo de los selenitas, pasó a formar parte de la vida cotidiana de la escuela. Ahora el mundo era testigo. —Largá todo y dedicate a las mujeres —le decían los compañeros de menor sensibilidad poética. Ricardo sonreía y, sin duda, secretamente, era feliz: se había convertido en el albatros. Pero en el último año de la escuela secundaria, Ricardo agregó una nueva muletilla al discurso de su pesar: “Soy un fracasado”. Era en vano tratar de convencerlo de lo contrario, de lo absurdo de pensar que alguien de sólo diecisiete años, que aún no había intentado nada en la vida y que, por ende, no había tenido oportunidad de fracasar, podía ser un fracasado. Ricardo meneaba la cabeza y sonriente decía: “No. Soy un fracasado.” A

pesar

de

su

autoproclamado

fracaso,

cada

sábado

comprobábamos lo incesante de su producción literaria, lo que de ningún modo significaba una mejora en la calidad de su obra. Sus poemas —que eran malos— imitaban los poemas de Baudelaire; mejor dicho, imitaban el vocabulario, los ritmos, la rima de las traducciones de Baudelaire; pero para mí, en ese entonces, eran poemas fabulosos. Me parecía que Ricardo tenía un talento único, y esa creencia en su don poético me hacía admirarlo profundamente; había construido un héroe cercano al que podía disfrutar mientras escuchaba las declamaciones afectadas de sus poemas, ya fuese en la casa de Pablo, todos los sábados, o en la escuela, los días que teníamos alguna hora libre, cuando yo obligaba a los compañeros de clase, bajo amenaza de paliza a la salida, a escuchar en silencio a nuestro poeta.

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Con el tiempo, Ricardo nos fue contagiando su estado anímico. Y el vino, el whisky o cualquier otra variante etílica pasó a tener una importancia central en las reuniones del grupo Selene. Hasta Pablo olvidaba en ellas sus principios ideológicos y hacía concesiones al decadentismo cada vez que destapábamos una botella. Sin embargo, no todo era Spleen. Había momentos en que olvidábamos el desencanto y la desdicha, como esa tarde en que Pablo nos dijo que quería firmar su obra con otro apellido. Le hubiese gustado ponerse Neruda, como continuidad de un linaje: Ian, Pablo... pero él ya se llamaba Pablo, y ahí estaba el problema. —Podés ponerte “Arturo Neruda”, así continuás el linaje y de paso homenajeás a Rimbaud —dijo Ricardo. —No voy a homenajear a un maldito traficante de armas. Aparte, me gusta mi nombre. —¿Qué te parece “Pablo Garuda”? —propuse. Me preguntó por el origen del apellido, que no le sonaba. Le contesté que no era un apellido. Era el nombre del ave sagrada de los hindúes. —No está mal que un poeta tenga nombre de pájaro sagrado —dije. —Soy un poeta socialista... Tengo los pies en la tierra, no me vengas con tonterías. Ricardo nos miraba y sonreía desde la distancia de semidios a la que yo lo había elevado. —¿Qué tal “Pablo Trabajador”? Eso sí que suena socialista —dije. —O “Pablo Obrero”. —“Pablo Jornalero” —dijo Ricardo. Pablo pensó un rato, repitió su nombre de poeta y en el tono de voz se notó que le gustaba. —Pablo Jornalero... Pablo Jornalero... Poeta —dijo. Hacia finales de ese último año de escuela secundaria, las reuniones se volvieron esporádicas. Pablo se puso de novio, yo también lo hice, y siempre había una excusa amorosa para suspender los encuentros de los sábados. Tratamos de conseguirle una novia a Ricardo, 139


pero era imposible satisfacer su ideal femenino; ninguna candidata era lo suficientemente bella, etérea, delicada, pálida, frágil e inteligente como para acompañar la andadura vital de un poeta. Terminaron las clases, terminó la escuela secundaria, y ese primer verano del final de nuestra adolescencia, lentamente, impuso una lejanía progresiva y persistente entre nosotros. Selene, como todos los proyectos humanos,

moría,

y

éramos

conscientes

de

ello.

Aunque

sospechábamos— nos seguiríamos viendo, ya que vivíamos en el mismo barrio, algo se acababa, algo cambiaba, algo estaba cambiando, había una distancia nueva y si bien no podíamos definirla, la sentíamos. Tal vez por haber percibido el crecimiento de esa distancia fue que decidimos vernos una última vez. La última reunión de los Selenitas fue en la casa de Pablo. No escasearon el alcohol ni las drogas, ni la exposición de los futuros proyectos vitales. Pablo estudiaría Ciencias Políticas y ya había comenzado a militar en un minúsculo partido de izquierda. Yo estudiaría Letras. Ricardo —aunque traté de convencerlo de que estudiase Letras conmigo— dijo que se buscaría un trabajo en cualquier oficina que le posibilitase comer y que el resto del tiempo se dedicaría a leer y escribir. Los tres nos prometimos continuar con nuestra vocación literaria y, quién sabe, tal vez algún día, publicar el primer ejemplar de la revista Selene. En algún momento de la noche, mientras leíamos nuestros poemas, me llegó una sensación de vacío, de irrealidad, de temor. Entonces les propuse a Pablo y a Ricardo llevar a cabo un juramento: si alguno de nosotros alcanzaba alguna vez “la inmortalidad”, quedaba comprometido a ayudar a los otros dos a lograr el reconocimiento literario. Mi recuerdo es difuso (estaba borracho), pero no pude olvidar cierto gesto indiferente de Ricardo, y acaso de compasión hacia mí, en el momento de dar su aquiescencia a mi propuesta, como si aceptase de mala gana un compromiso impuesto y no querido; lo noté en su sonrisa irónica, en sus ojos que me miraban con lástima indisimulable. Después de esa noche no volví a ver a Pablo. Años después, su partido político protagonizó un intento de copamiento de un cuartel 140


militar. Todos los integrantes de la agrupación participaron del ataque y la mayoría de ellos murió en ese cuartel. Sólo unos pocos fueron tomados prisioneros. El nombre de Pablo no figuró en las listas de supervivientes ni en las de muertos que se dieron por televisión; lo más probable es que su cuerpo fuera uno de los cuatro que permanecieron sin identificar, calcinados por el napalm que usaron los miembros del ejército en su objetivo de recuperar, lo más rápido posible, el control del cuartel, porque nunca más se supo nada de él. Ricardo continuó con sus imitaciones de Baudelaire y, también, con el vicio del alcohol. Consiguió trabajo de empleado administrativo en una fábrica y ocasionalmente nos encontrábamos para tomar un par de cervezas en algún bar; seguíamos hablando de literatura, pero yo ya era consciente de lo mala que era su poesía y me esforzaba en cambiar de tema cuando él proponía leerme sus últimos poemas; alguna vez, después de haber cursado literatura inglesa, traté de introducirlo en la poesía de John Donne, pero me respondió de manera terminante y afectada: “Para mí, sólo hay un poeta”. Una noche de invierno lo encontré en un colectivo: estaba sentado en el último asiento, con la nariz roja y tomando ginebra de una petaca. Lo noté lejos de su impostada desdicha, parecía serenamente alegre. Nos reconocimos, nos saludamos, me invitó y acepté un trago de su petaca; y mientras viajábamos soportando los saltos del asiento trasero del colectivo, me contó que salía con una compañera de trabajo y que estaba enamorado. Me alegró la noticia. Aunque tardía —Ricardo acababa de cumplir diecinueve años—, había llegado su primera novia. La alegría me duró poco, bastó que me contara algunos detalles acerca de la chica: treinta y cuatro años, divorciada, una hija de trece. —No te la tomes muy en serio... es la primera —le dije, presintiendo que la dilatada trayectoria vital que intuía en la mujer frente a la virginidad emocional (y física) de mi amigo terminaría por conducirlo a la desdicha, esta vez real. —No es la primera, es la que esperaba —contestó. 141


Nunca me presentó formalmente a la Esperada. No podía hacerlo porque a Mónica —Ricardo la llamaba Moni— le daba vergüenza salir con alguien tan joven. Me la mostró una tarde desde la ventana del bar donde se encontraban para tomar alguna cerveza los administrativos de la fábrica al terminar la jornada laboral. Ella y seis compañeros de trabajo —todos hombres— reían acodados a la barra. Mónica estaba sentada sobre un taburete; los demás, de pie. Así como Ricardo había trabajado sus modales de desdicha, ella tenía incorporadas las maneras de una heroína de cine negro: el pelo largo, peinado hacia el costado y teñido de rubio, la pierna cruzada, el tajo de la pollera que se abría y enseñaba el muslo pálido, una mano en el mentón y la otra en el aire, con la muñeca quebrada sosteniendo el cigarrillo entre dos dedos, el índice y el mayor. Hermosa y ridícula. En algún momento giró la cabeza hacia nosotros y le guiñó un ojo a Ricardo para volver, con lentitud, la cara a sus interlocutores. —No lo tomes a mal, pero la veo demasiado experimentada para vos. Ricardo no me contestó. Creo que ni me oyó. Pasó un año, y lo vi pocas veces más. Se había ido a vivir con Mónica y ya no hablaba de literatura. Hablaba de Mónica. Había perdido todo pensamiento propio, pensaba —sin notarlo— lo que Mónica pensaba. Sus citas de autoridad o sus reflexiones sobre la vida ya no pasaban por Nietzsche o Camus. Su discurso estaba introducido por la expresión: “Moni dice...” La última vez que nos vimos Ricardo estaba apurado y con aliento a alcohol. Nos cruzamos un día en que yo volvía de la facultad y él salía de trabajar. Lo miré con nostalgia por el amigo que yo había conocido y que ya no existía. No quedaban rastros de sus “desdichas”, y en cierto modo me causó algo de pena, no porque me alegrase su sufrimiento — Ricardo nunca había sufrido, sólo actuaba—, sino porque en la pérdida de sus maneras afectadas desaparecían los últimos vestigios de un pasado —el de nuestras primeras ilusiones— encantador. Le pregunté si estaba leyendo algo nuevo, si estaba escribiendo. 142


—No —dijo con inocente y falsa suficiencia— yo tengo otras responsabilidades, estoy con mi mujer, tengo una hija... Lo interrumpí con un reproche y un insulto por no haberme avisado de su paternidad. —¿Cuántos meses tiene? —No... hablo de Mari, la hija de Moni, mi mujer. “Ésa no es tu hija, es tu hermana; y la otra no es tu mujer, es tu mamá”, estuve a punto de decirle, pero me callé. Le dije que se me hacía tarde y lo dejé —para no volver a verlo— envuelto en el olor a alcohol y la bruma de sus responsabilidades familiares. *

*

*

En el comedor de mi casa di un par de vueltas alrededor de la mesa tratando de escaparle a la idea de ir al hospital. Podía, si me decidía, ir en el horario de almuerzo o a la salida del trabajo, lo cual era una ventaja, ya que, si agonizaba, era muy probable que a esa hora ya estuviese muerto. Pero más que el horario, lo que me preocupaba era el porqué, ¿por qué querer verme tanto tiempo después? Nunca me gustaron los velorios ni los diálogos con moribundos; siempre tuve la convicción de que la gente debería tener el buen gusto de morir en soledad, lejos de situaciones patéticas. No podía ser una despedida, eso estaba claro; al cabo de un cuarto de siglo todo había muerto, éramos extraños. No tenía sentido despedirse de mí. Tendría que haber hecho nuevas amistades en ese tiempo, gente que le fuese más próxima que yo para importunarlos a la hora de la muerte. Y entonces me asaltó la curiosidad. ¿Habría hecho otros amigos en estos años? Si seguía con Mónica, las posibilidades eran remotas. Ella lo absorbía. Mientras pensaba creció en mí el interés por saber qué había sido de su vida; y había algo que me resultaba curioso: ¿por qué no morir en su casa? ¿por qué hacerlo en el hospital? No encontré ni sospeché una respuesta para esos interrogantes. Me senté en el sofá y encendí un

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cigarrillo. Miré la hora y vi que era tarde. Me acosté y dormí con un sueño profundo. Al día siguiente, durante el horario del almuerzo, tuve la intención de pasar por el hospital, pero mi resistencia era tan grande que cuando iba en camino me convencí de que tenía demasiado hambre como para evitar ir a comer, exponiéndome al riesgo de sufrir un desmayo; así que apenas encontré una pizzería me metí en ella y comí hasta que llegó el horario de volver al trabajo. Por la tarde no encontré una excusa adecuada, o tal vez sí: tenía los ojos cansados de tanto corregir pruebas, podía no ir, pero si no iba y Ricardo no moría, a lo mejor volviesen a llamarme para que fuera a visitarlo, así que decidí terminar con la situación e ir de una vez. “Habitación ciento cuatro”, me dijeron en la guardia cuando pregunté por Ricardo Soldado. —Quedan diez minutos para que termine el horario —dijo la enfermera. “Voy a quedarme poco tiempo”, dije para mí mientras recorría el pasillo blanco que me llevaba al sector donde Ricardo esperaba para morir. Eludí algunas camillas y también a algún enfermo que deambulaba en bata; finalmente llegué a la habitación ciento cuatro. Frente a la puerta dudé si entrar o no. Demasiadas ideas llegaron a mi cabeza en ese momento. Me pregunté qué me diría o de qué hablaríamos, me pregunté, también, a quién encontraría con Ricardo, o si habría mucha gente allí, o si estaría Mónica con él, o sus padres, o si habría un grupo de nenes alrededor de su cama llorando la inminente orfandad que en horas o minutos caería sobre ellos; o a lo mejor tenía otra mujer, y era una cara desconocida la que yo descubriría a su lado. Abrí la puerta. La habitación tenía dos camas, y en cada una de esas camas, descansaba o agonizaba un hombre esmirriado y de color amarillo. Los dos hombres tenían los ojos febriles y perdidos en algún punto del techo, tal vez en el mismo punto; respiraban emitiendo ronquidos entrecortados. Nadie más había en ese cuarto. Sólo los dos hombres amarillos. Me había equivocado de habitación o se habían 144


equivocado los de la guardia. Entonces los dos hombres, como si estuviesen de acuerdo, se incorporaron, alzaron cada uno su brazo derecho con la palma de mano dirigida hacia sus respectivas caras, se quedaron algunos segundos en esa postura ridícula, hasta que el de la cama de la izquierda gritó: ¡Les amants des prostituées Sont hereux, dipos et repus; Quant à moi, mes bra sont rompus Pour avoir étreint des nuées! No me había equivocado. Cerré la puerta, intenté salir corriendo, pero me llevé por delante a una anciana. —¡Pará! —dijo la mujer mientras caía. No me quedé a ayudarla. Corrí por el pasillo, descompuesto, luchando por asumir que un cuarto de siglo después y a punto de morir, Ricardo seguía con Baudelaire. *

*

*

Esa noche dormí poco, la siguiente no pude dormir. Ya no volvería a dormir. Tres días más tarde, a las diez de la noche, mientras releía la Metamorfosis de Ovidio, el teléfono sonó y quebró mi concentración. Atendí. Una voz lenta y ronca me dijo que necesitaba verme. —Soy Mónica, la mujer de Ricardo. Ricardo había muerto a la mañana siguiente de haberlo visitado, y ahora, su mujer quería verme. Me sorprendió tanto su llamado que ni siquiera pensé en decir que no. Quedé en pasar por su casa el domingo por la tarde. Y después de colgar el teléfono tomé conciencia de que ni aun muerto lograba sacarme de encima a Ricardo. Traté de no pensar en el tema durante la semana. Trabajé mucho en el diario y también en mi casa, ya que tenía cierta amistad con gente

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de una pequeña editorial para la cual hacía correcciones cuando necesitaba un ingreso extra. Llegó el domingo. Salí de mi casa con la convicción de terminar de una vez con la historia de Ricardo. Durante todos estos años él había vivido en la casa de Mónica. La casa quedaba a una hora de viaje en colectivo. Llovía y hacía frío, y el fastidio que me causaba perder la tarde por nada me fue dando fuerzas para ser expeditivo con la viuda, a quien, por otra parte, sólo conocía de vista, ya que la estúpida percepción que tenía de sí misma le había impedido, en su momento, tratar con los imberbes amigos de su pareja. A las cinco y diez llegué a su casa. Toqué el timbre y un ojo me miró a través de la mirilla. Al abrirse la puerta una oleada densa de aire caliente me golpeó la cara. —Pasá. Perdón por el reproche, pero el otro día me tiraste al piso —me dijo. La anciana del hospital. Los años no habían sido benévolos con esa mujer. Por eso no la reconocí cuando me la llevé por delante, espantado por su esposo. Algún vestigio de su trabajado glamour quedaba en ella: el pelo —blanco, no rubio— peinado de costado, con un mechón ligeramente caído sobre la frente, aunque ahora, con la vejez a cuestas, el largo de ese pelo no pasaba de los cinco centímetros por debajo del lóbulo de sus orejas. Tenía puesta una bata roja. Le pedí perdón por mi torpeza y me excusé diciéndole que me había afectado mucho la visión del deterioro de Ricardo, por eso había salido corriendo a ciegas. Me invitó un café que no acepté. En el comedor de su casa hacía un calor infernal. La calefacción debería estar al máximo —¿Y un refresco? —propuso. —Eso sí. Hace mucho calor acá dentro. Mientras Mónica iba a la cocina a prepararme algo frío para tomar, me entretuve mirando las fotos que adornaban algunos estantes. Ricardo y Mónica de vacaciones; Ricardo oficiando de padrino en un casamiento (sospecho que el de Mari, “su” hija); Ricardo, con la nariz colorada, 146


destapando una botella de vino; Mónica —muy joven— en bikini sobre la cubierta de un yate. Volvió Mónica con el refresco. Me senté en un sillón y ella se sentó frente a mí. —Ricardo siempre hablaba de vos, quiso verte durante su agonía, aunque no me dijo para qué. No te olvidó en todos estos años... Durante diez minutos me habló de los recuerdos que mi examigo había compartido con ella, de su vida en pareja, de los felices que habían sido, de la enfermedad de Ricardo, del sufrimiento de los últimos meses, del hígado convertido en roca. —¿Para qué me llamaste? —la interrumpí, un poco grosero, cuando me cansé de su relato. —Bueno, cómo empezar... Ricardo —aunque me molestaba un poco— siempre me hablaba de ustedes, del grupo Selene, del pacto que habían hecho para ayudarse si alguno alcanzaba el reconocimiento literario, de sus reuniones... Ricardo —salvo por unos meses al principio de nuestra relación—nunca dejó de escribir sus poemas, nunca... En fin, por eso te llamé, para darte su obra, para que la leyeras, como vos estás en el tema de la literatura... A lo mejor tiene valor y se puede publicar. Quince días antes de morir él dijo que quemara todo después de su muerte, que esos poemas habían sido creados y que con eso bastaba... Pero a mí me dio no sé qué hacer lo que me pedía y no los quemé. Quemar todo. Al final, quiso ser Kafka... Qué infeliz, me dije, nunca pudo ser él, siempre fue el vehículo de otro. Mónica se levantó y de un estante sacó una carpeta de ganchos muy gruesa. La apoyó sobre la mesa ratona que yo tenía delante. Calculé que tendría cerca de quinientas páginas. Abrí la tapa y en la primera página, escrito a mano con un marcador de trazo grueso, decía: Ricardo Soldado Poesía

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—Bueno, los voy a leer y veo qué se puede hacer. Te llamo en un par de semanas. Me levanté y Mónica me dijo: —A Ricardo le gustaron mucho tus novelas. Las tengo aquí en casa. ¿Me las firmarías? Por favor. A mí también me gustaron. En un par de minutos Mónica me alcanzó mis cuatro novelas y una lapicera. Ya de pie, con ella parada a mi lado mirándome, comencé a firmar cada libro con una dedicatoria escueta, y mientras lo hacía, sentí una compasión sincera por esa mujer a la que, en mi juventud, acaso porque me despojaba en ese entonces de mi amigo, había juzgado mal. Al fin y al cabo, seguía preocupándose por Ricardo, aunque él hubiese muerto. —Me voy —dije apenas terminé con los autógrafos. Te llamo en dos semanas, cuando haya leído los poemas. Me despedí de Mónica y la dejé inmersa en la atmósfera caliente de su casa. *

*

*

Mis novelas. En ellas pensé en el camino de vuelta. Le habían gustado a Ricardo. Me costó demasiado tiempo acumular coraje para decidirme a escribirlas. Había dejado de escribir durante mis años de facultad. Al terminar la carrera intenté retomar la escritura, pero no podía. Mejor dicho, podía, escribía, pero mis obras, una vez terminadas, no me parecían dignas y, en consecuencia, terminaban en la basura. Estaba convencido de que, si me dedicaba a la literatura, no podía renunciar al objetivo de la inmortalidad, debía aspirar a ella, y esa convicción insensata e infantil terminaba jugando en mi contra. A los veinticinco años me resigné y dejé de escribir, me dije que a lo sumo podría llegar a ser un buen escritor más, y no valía la pena. Ya trabajaba de corrector en el diario. Y, como no tenía estómago para la crítica, me convertí en un burócrata de la ortografía. Pero cinco años más tarde razoné o creí razonar —acaso haya sido una excusa para seguir vivo— 148


que la inmortalidad literaria era una ilusión. A lo sumo, si se me permite el oxímoron, un escritor sólo puede aspirar a una posteridad efímera. Doscientos, trescientos años, mil... una cifra que en el devenir de la historia (y de la historia literaria, de esa sucesión de sistemas que se canibalizan para formarla) es un tiempo insignificante. Por otra parte, ¿existirá la literatura dentro de doscientos años? Y siempre cabía la posibilidad de que los parámetros para juzgar una obra cambiasen por cuestiones extraliterarias y, entonces, los que en un tiempo se consideraron inmortales obtendrían una merecida o injusta muerte literaria. “Nadie fue, nadie es, nadie será inmortal”, me dije en esa época. Cuando me despojé de la quimera adolescente de la inmortalidad, cuando me resigné a ser un buen escritor más, o un mediocre más, pude escribir, pude librarme de las angustias, pude disfrutar con la escritura y ser feliz frente a una página en blanco. Escribí mis novelas, las publiqué en pequeñas editoriales, y diez o quince personas del ámbito literario conocían mi obra. Algunos de ellos, quizás por error, la habían valorado. Nada más. Sabía que mi obra moriría conmigo. No leí los poemas de Ricardo ese domingo. Al salir de la casa de Mónica fui a ver a una amiga. Pasé la noche con ella y la carpeta durmió a mi lado, sobre la mesa de luz. El lunes por la noche, en mi casa, sentado en un sillón del comedor traté de obtener energía para abrir esas tapas negras que reposaban sobre la mesa. Pero no podía, la misma resistencia que me había hecho rechazar la idea de visitar a Ricardo en el hospital me impedía acercarme a su obra. El martes por la noche me decidí. Tenía que expulsar a Ricardo de mi vida de una vez y si no leía esos poemas, él seguiría conmigo. Abrí las tapas negras y me trajo algún recuerdo —y alguna emoción, para qué negarlo— reconocer los tipos de su vieja máquina de escribir. Leí las primeras diez páginas, salteé unas veinte y leí otra diez, pasé a la mitad del libro y leí seis o siete más. Luego cerré el libro. Sentí

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un malestar en el pecho y en las sienes, lo sentí mientras leía y después de haber cerrado la carpeta. Lo que leí era brillante. No hubo, no hay, no habrá discurso crítico capaz de dar cuenta de la impresionante originalidad y perfección de sus poemas. Ricardo había logrado una voz única y sublime. Y lo había logrado inmerso en un espacio de mediocridad absoluta, de vida familiar, ajeno a cualquier ámbito literario. ¿Cómo? ¿Cómo alcanzó la lucidez para darse cuenta de que lo que hacía en su juventud era una basura y cambiar sin nadie que le diese una opinión sincera y crítica? ¿Cómo pudo evolucionar hasta obtener semejante perfección estética? Me planteaba todos estos interrogantes y no podía soportarlo. Me descompuse. No dormí esa noche. Me quedé leyendo sus poemas y cuanto más leía, me sentía peor. Si la inmortalidad fuese posible, su obra la hubiese alcanzado; desde luego, esa pobre carpeta de tapas negras le aseguraba su posteridad efímera: ¿quinientos años? Creo que mientras existiese nuestra lengua o la literatura, Ricardo viviría. Sé sus poemas de memoria, pero no quiero recordarlos, no quiero pensar en ellos, porque es pensar en el talento que él sí tuvo y que yo no tuve. Nos habíamos jurado ayuda en caso de que alguno lograse el reconocimiento literario, y aunque yo no lo tenía, era el único vivo y el único que era apenas conocido o cuanto menos tenía contactos en el medio. El miércoles, para cumplir mi juramento, llamé a un editor de poesía, con el que tenía algún tipo de amistad, y le leí algunos de los poemas de Ricardo diciéndole que los había escrito un amigo. Su respuesta fue incredulidad y asombro. Quedamos en vernos el sábado por la mañana. Y mientras tanto, la carpeta esperaba sobre la mesa del comedor de mi casa. No desapareció mi malestar ni el insomnio. Llegaba por la noche de trabajar y me costaba entrar al comedor. La carpeta ocupaba todo el espacio del salón, me causaba la sensación de una multitud dentro de 150


mi casa, una incomodidad suprema. Atravesar el comedor era como avanzar en un vagón de una extensión infinita y atestado de pasajeros. Lo mismo me ocurría por la mañana al salir. El hacinamiento absoluto. El viernes por la noche —a pesar de que contemplarla se me había hecho insoportable—, mirando la carpeta desde la cocina pensé en que debía firmar esos poemas con mi nombre. ¿Por qué no? Iba a pagar yo la edición y había una cantidad como para publicar varios libros ¿Por qué no? Tranquilamente podía decir al editor que dije que pertenecían a un amigo por temor a que no le gustasen. Y era seguro que mis novelas se juzgarían de otra manera, una vez conocida mi obra poética. A Mónica le diría que los poemas eran malos, o que me asaltaron y me los habían robado. Con el carácter secreto de las ediciones de poesía nunca iba a enterarse. Hasta podría usar un seudónimo; ella, por sus años, moriría antes que yo... y después de su muerte revelaría mi identidad. Lo pensé tanto que sentí que yo había escrito esos poemas. ¿Tenía valor la promesa? ¿Tiene valor la palabra empeñada a alguien que dejó de ser nuestro amigo? Recodé esa lástima con la que me miró aquella noche del Juramento. Y ahora, veinticinco años después, pretendía humillarme otorgándome la triste posteridad del albacea. El sábado por la mañana estaba más tranquilo. Tenía una promesa que cumplir. La obra era de Ricardo, no mía. A las diez tomé el colectivo rumbo a la casa del editor. Me senté en el último asiento, como cuando era adolescente. Llevaba los poemas de Ricardo sobre mis rodillas y en un primer momento del viaje me sentí con la expectativa que usualmente me embargaba cuando llevaba uno de mis originales a mi editor. Pero la sensación duró poco, hasta que recordé que los poemas no eran míos, que era un intermediario entre un autor muerto y el mundo; entonces volvió la angustia, la desesperación que me había asolado en los días anteriores. Empecé a percibir el olor desagradable de las aguas muertas y contaminadas del río que es límite natural de nuestra ciudad. Ya quedaba poco, sólo veinte minutos más. El colectivo subió el puente y mientras cruzaba el cauce inmóvil y negro del río miré, a través del cristal de la 151


ventana, la lluvia, monótona y lenta, y esa lluvia me hizo recordar —no sé por qué— la impostada desdicha de Ricardo. Dejamos atrás el río, y en un cuarto de hora llegué a la parada en la que debía bajar. Bajé. Aún tenía que caminar algunas cuadras. Hacía frío y soplaba el viento. Me mojaba a pesar del paraguas. “Lo lograste, Ricardo; vas a perdurar” dije, pensando en nuestra adolescencia, y ese recuerdo arrastró a mi mente su muletilla de aquellos años: “soy un fracasado”. Entonces vi las cosas desde otro punto de vista: creí entender cuál era el verdadero deseo de Ricardo. Él no quería la inmortalidad, él quería fracasar, nunca le había importado la inmortalidad, por eso su desgano en el juramento. Me pregunté si era lícito que diese a conocer su obra, cuando su deseo había sido el fracaso. Cumplir esa promesa era dejar a salvo mi honor, era cumplir con la vanidad de la palabra empeñada, pero no con el deseo íntimo de Ricardo. Caminaba dándole vueltas a esa idea en mi cabeza mientras el viento arreciaba y hacía que se me mojasen los zapatos y las botamangas de los pantalones; el frío en mis pies mojados apartó esos pensamientos. Seguí caminando, quedaba poco. Y no podía pensar en otra cosa que no fuera el frío en mi cara y en mis pies. Nunca soporté que se mojasen los pies cuando llueve. Nunca. Miré al cielo para ver si había algún claro entre las nubes, y contra el horizonte vi las chimeneas humeantes de una fábrica y las asocié al fuego. A ese fuego al que Ricardo —como Kafka— quiso entregar su obra antes de morir. Y entonces comprendí todo. Entendí —y juro que no es una justificación— a Ricardo y entendí cada una de sus actitudes y palabras. Ante mí, todos los hechos de su vida y sus palabras cerraban y lograban un sentido que por fin había conseguido interpretar. Entendí su sonrisa, su desdicha, el porqué de su “fracaso”. Con la clarividencia de un profeta, Ricardo, ya de adolescente, cuando todavía no era el gran poeta que fue, había comprendido que la inmortalidad era imposible, que toda posteridad era efímera. Por eso su fracaso (y el de todos), por eso su sonrisa irónica, su mirada de lástima el día del juramento. Ricardo había percibido siendo poco más que un niño el sinsentido de toda obra humana, de toda vanidad. Si escribió su poesía, 152


fue porque no podía evitar escribirla, porque lo ayudaba a vivir; muerto, esa obra no tenía sentido, podía entregarla al fuego. Por fin llegué. Escorada como un barco ebrio (sí, Rimbaud, lo sé) quedó clavada en las aguas aceitosas y densas del río la carpeta con los poemas de Ricardo. Había caminado hacia la ribera sin darme cuenta. Después de arrojar los poemas en esas aguas negras e inmóviles, me quedé mirando por un rato cómo la obra, la poesía y Ricardo se hundían lentamente en el olvido, en el fracaso, en la muerte.

Compostela, diciembre de 2006

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ENSAYOS ARTÍCULOS

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Sabato. Un ensayo comparativo Por

FERNANDO BELTRÁN

Resumen. Los ejercicios comparativos suelen ser un recurso provechoso para entrever una salida frente a la supuesta originalidad de un autor. Las novelas de Sabato –El túnel [1948], Sobre héroes y tumbas [1961] y Abaddón [1974]– fueron páginas enteras sobre asesinos y muertos asesinados, largos pasajes de tribulaciones espirituales, pero el hilo conductor, a la manera de una inamovible obsesión de escritor, fue la reivindicación de las partes más oscuras que viven sus personajes. ¿Fueron las de Sabato propuestas originales? En aras de ponderar esta novelística, importa afiliarla a una tradición de pensamiento, vetusta y diversa, que ha hecho de la metafísica su objeto de estudio. Como otros, Sabato creyó que las interrogaciones metafísicas son de

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primer orden pero no hay forma alguna de responderlas ni satisfactoria ni concluyentemente. Se trata de una tradición, empero, que exige de sus lectores unos ojos metafísicos: la creencia en fuerzas invisibles pero reales. Palabras clave. Ensayo comparativo, Sabato, metafísica, Libro de Job, Arte trágico.

* La identificación de una tendencia frente a un autor es particularmente útil, acaso exigible, para salir del embrujo de una obra o de un autor. En materia de arte, como lo observa Nathalie Heinich a lo largo de Lo que el arte le aporta a la sociología, uno de los fuertes obstáculos a vencer es justamente el embrujo de la singularidad. Ese riesgo de la idealización de lo artístico: el don, el genio, la naturalización de lo bello. Toda literatura, propuso el crítico George Steiner, podría beneficiarse del estudio comparativo. Autor de Nostalgia del absoluto, Steiner añade algo más: es la forma vanguardista de estudiarla (Lenguaje y silencio, 80)1. En su ambicioso manifiesto para las ciencias sociales, Ivan Jablonka reflexiona sobre la comparación como un modo eficiente para salir de la religión de lo único (La historia es una literatura contemporánea, 178-180). La estrategia comparativa que me propongo aquí exige mover a Sabato del foco principal de la escena. Interesa con esta estrategia atender tradiciones de pensamiento que se han planteado “lo feo en el mundo” como objeto de primerísima reflexión. A través de este ejercicio comparativo me propongo vincular a Sabato, en un primer momento, con el Libro de Job, pasaje célebre del Antiguo Testamento y, posterior y más ampliamente, con el llamado arte trágico antiguo. Estas portentosas catedrales del espíritu han sido sensibilísimas a un hecho humano incontrovertible: el mal es una fuerza real que opera en el mundo. Es como si el ”grado cero” de una novelística como la de Sabato, que atiende sobremanera este particular hecho, ya estuviera advertido por este tipo

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Steiner escribió su ensayo en 1965. 158


de relatos. Quizá lo universal de la condición humana: el desgarro, el dolor y el sufrimiento que ocurren en los dramas verdaderos, afilia a Sabato a una tradición añeja pero diversa. I. Lo feo en el mundo La tradición judeocristiana no duda en remitir el origen del mal al pecado original. Si se postula la existencia de un Dios misericordioso, omnisciente y todopoderoso, ¿no hay un juego extraño en haber sembrado una trampa a Adán y Eva? Dada esta conjetura —imposible de resolver—, ¿no habría un indicio poderoso para poner en duda la existencia de un Dios benigno? No se deduce, quizás, que si Dios no hubiera en verdad deseado arrebatarle el paraíso al hombre, ¿no debió omitir ese particular árbol en su creación perfecta? Buena parte del Libro de Job, por ejemplo, es de particular interés aquí. Los sufrimientos de Job: la ruina total, la muerte de su familia entera y la úlcera que sufre desde la punta de los pies hasta la cabeza son, todo ello, castigos de los pecados que él habría cometido. Sin dudarlo, se lo afirman los tres teólogos, amigos suyos, que vienen tras el socorro espiritual. Si no son propiamente pecados, le matizan, son penitencias que le ha impuesto Dios a su fe. No debe sorprender que en el diálogo entre el Demonio y Dios, el primero proponga poner a prueba a Job. Cuando han perdido todo lo que les has dado, le afirma el Demonio, no tienen ninguna duda en maldecirte. Job reflexiona: ¿si recibimos los bienes (inmerecidos) de la mano de Dios, por qué no hemos de recibir también los males (merecidos)? Cuando se trata de salvar la vida propia, le agrega el Demonio a Dios, no dudan en arriesgar la de otro. Sorprende que Dios conspire con el Demonio y acepte llevar a límite a Job. ¿Por qué permite Dios el sufrimiento? El Libro de Job ofrece, no obstante, respuestas que no han escapado al canon de las certezas cristianas y católicas. Una de ellas es que la verdadera recompensa que ofrece Dios al justo le aguarda en la otra vida. En tanto vida terrenal, caduca y deleznable, casi 159


momentánea, Dios frecuentemente permite que prosperen los impíos y se afligen los justos. En el transcurso del relato, el lector quizá se desconcierte que Dios acepte las sugerencias del Demonio bajo el límite de “Sólo no lo mates” (Libro de Job, 2:6). Si existe, Dios es severo. Personaje siniestro de la novela Sobre héroes y tumbas, Fernando Vidal Olmos se ha hecho de hipótesis más arriesgadas. Lector de Hegel y en su momento asaltador de bancos. Personaje cuya infancia la dedicaba al pasatiempo de arrancar los ojos a los gatos y a las palomas y, en estado sobrio, aguardaba lo que aquellos míseros animales sucumbían ante sus imposibilidades. Personaje, además, que sostiene una presumible relación de incesto con su hija, Vidal Olmos escribe en los inicios de la tercera parte de la novela: fui elaborando una serie de teorías, pues la idea de que estuviéramos gobernados por un Dios omnipotente, omnisciente y bondadoso me parecía tan contradictoria que ni siquiera me la podía tomar en serio. Al llegar a la época de la banda de asaltantes había elaborado ya las siguientes posibilidades: 1. Dios no existe. 2. Dios existe y es un canalla. 3. Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia. 4. Dios existe, pero tiene accesos de locura: esos accesos son nuestra existencia. 5. Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente ¿en otros mundos? ¿En otras cosas? 6. Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado para sus propias fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su propia obra. Algunas veces, en algún momento logra ser Goya, pero generalmente es un desastre. 7. Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso (Sobre héroes y tumbas, 293-294).

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De todo el conjunto, una variante de esta última hipótesis, la séptima, ha sido tres veces novelada por Sabato. Hay entre el novelista y lo que ya comulgaban los gnósticos una línea de continuidad: el mundo nació del mal. Slavoj Žižek, en El dolor de Dios, sostiene que el diálogo que mantiene Dios con Job, cuando frente a él rechaza las supuestas explicaciones que le han dado los teólogos a propósito de su sufrimiento, es la primera crítica verdaderamente hecha a la ideología2. Frente a Job, Dios rechazó las certezas de los teólogos: (1) la consideración que hombres buenos han sido exterminados; (2) el buen tino de proceder con inocencia y rectitud para la redención; (3) el ruego a Dios. En su aflicción, Job había exclamado a Dios que retirara su mano sobre él, cesando de afligirlo, sin asombrarlo con el terror suyo. Dicho terror se expresa de manera contundente cuando Dios le cuestiona sobre quién le ha dado algo a Él para que deba restituírselo. Y añade que si alguien lo interpela, como Job ya lo ha hecho, es porque se siente en condiciones de igualdad. Así, el terror se exterioriza más aún cuando Dios le cuestiona: ¿dónde estabas tú, Job, cuando creaba este mundo? (Libro de Job, 38:4). Sugerido por G. K. Chesterton en Ortodoxia, Žižek lee este pasaje de terror de otro modo. Más aún. Lo lee de un modo completamente opuesto. No se trata de una separación tajante o radical entre Job, el hombre, y Dios. Job piensa, sin lugar a dudas, que está en problemas, pero la creación y todo el universo, obra de Dios, es realmente un problema. O está en problemas. Muy cerca del católico Chesterton, Žižek da un paso más adelante y habla de un verdadero desastre, cuyo control Dios lo ha extraviado. Él mismo, Dios, está igualmente en problemas. Teorizado ya por Hegel, lo que ocurrió en la cruz fue algo más que la muerte de su representante. Un mesías que, tras otros mil años hipotéticamente hablando, podría regresar otra vez. Lo que murió en la cruz, sostiene Chesterton, fue Dios mismo. Esa idea de Dios que está en

ŽIŽEK, SLAVOJ, “Whither God is dead: A Continuing Currency?”, American Academy of Religion Annual Meeting, Montréal, Québec, 8 de noviembre, 2009. [En línea]. [Consultado el 30 de noviembre de 2017]. 2

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algún lugar en el cielo observándonos. Una idea de Dios en la que, al final de los tiempos, habrá un final feliz. Así, en la célebre frase: “¡Oh, padre!, ¿por qué me has abandonado?”, en ese instante en el que Cristo duda radicalmente de Dios, no sólo es el Acontecimiento de esta muerte sino la trasmutación de Dios en un colectivo de creyentes (El dolor de Dios, 46). Uno tal que, al igual que sus integrantes, ahora cuenta con la posibilidad de otorgar el perdón para con quienes les han hecho el mal. En “El mal, y su perdón” de su Fenomenología del espíritu, Hegel apunta que de algún modo aquí reside el carácter divino del hombre (“El mal y su perdón”, 384-392). Sabato comparte con el Libro de Job el usufructo de lo trascendental para alimentar su universo ficticio. Participa Sabato con el Libro de Job, además, en la postulación de las fuerzas del mal. Escritor de suyo, el primero usa metáforas para nombrarlas, como lo fue la “secta de ciegos” (Sobre héroes y tumbas, 281-436). El segundo postula la existencia del Demonio, la principal razón del acaecimiento del mal. Existe otro consenso destacable: Sabato y el Libro de Job exigen de sus lectores unos ojos metafísicos. Esquemas de visión, de percepción y de acción que se alzan a partir de la creencia en fuerzas invisibles pero reales. A diferencia del Libro de Job, Sabato cuestiona la idea de un Dios omnisciente, omnipotente y, sobre todo, benigno. Sin embargo, hay un acuerdo notable. La efectividad del mal opera con la existencia o con el beneplácito de Dios. En efecto, como lo sugiere el Libro de Job, ¿no se sientan Dios y el Demonio a tomar el café, digamos, con el ánimo de conspirar contra los hombres? II. La sujeción artística de lo terrible Dieciséis años después de publicado su primer libro a los 27 años, Nietzsche escribió un prólogo intitulado “Ensayo de autocrítica” en el que advierte errores y exageraciones vertidos en su libro, seducido en suma por sus lecturas de Schopenhauer y entusiasmado por la música de 162


Richard Wagner. En breves páginas, el filósofo alemán redefine en la autocrítica la relación o la serie de relaciones que le interesó investigar en El nacimiento de la tragedia3. Estas preguntas que Nietzsche le dirigió al mundo griego deben ser traídas a cuento aquí y redirigirlas a Sabato. Estas preguntas permitirán abrir otro campo de consideraciones: ¿qué relación existe entre lo feo y lo bello? Al igual que lo trató el helenismo, Sabato inspeccionó lo terrible y lo malo, lo misterioso y lo destructor, lo “fatídico existente” bajo la protección de la forma bella, como dice Nietzsche, o su variante moderna, la novela. Dos principios en tensión, lo bello y lo feo, Apolo y Dioniso, que le dotan de vitalidad a la expresión artística. A la vista del llamado arte trágico se revelará el grado cero de una novelística como la de Sabato. Lo en sí de Sabato está precedido ya con el antiguo arte trágico que tocó o mostró la negatividad como lo universal humano. Es la convicción que el dolor, el desagarro o el sufrimiento, son lo universal de la condición humana. La certeza que no hay forma alguna de omitirlos, superarlos, trascenderlos. Pero es un interés por lo feo, la (auto) destrucción o el crimen, sujetado o mediado por lo artístico. Es anteponer también la especulación metafísica ante la postura que privilegia, sobre todo y frente a todas las cosas, el desciframiento de la existencia por medio del uso de la razón. El antiguo arte trágico halló en la autodestrucción su elemento y construyó sobre la negatividad —desgarro, (auto) destrucción, crimen— una cosmovisión no sólo potente y original, sino ontológica: en todo drama verdadero no hay final feliz. Hay dramas verdaderos en las

“Una cuestión fundamental es la relación del griego con el dolor, su grado de sensibilidad …a saber, la cuestión de saber si su creciente deseo de belleza, de fiestas, de diversión, de cultos nuevos, hunde sus raíces en la carencia, la privación, la melancolía o el dolor. ¿De dónde surgiría, pues, el deseo opuesto y temporalmente previo, el deseo de lo feo, esa buena e inflexible voluntad de los helenos primitivos hacia el pesimismo, hacia el mito trágico, hacia la representación de todo lo terrible, malo, misterioso, destructor o fatídico existente en el fondo de la existencia? ¿Tal vez del placer, de la fuerza, de una salud rebosante, de un exceso de plenitud? ¿…no es necesariamente un síntoma de degeneración, de decadencia, de una cultura crepuscular? ¿Existen tal vez neurosis propias de la salud?” (El nacimiento de la tragedia, §4, 9). 3

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relaciones que se establecen entre los dioses y los humanos, entre los hombres y las mujeres, entre los muertos y los vivos, entre los viejos y los jóvenes, entre el estado y el individuo. Este interés artístico por lo feo se obnubila o resurge, se eclipsa o renace, reconfigurado de muchos modos, pero no muere. Sabato sería un eslabón más de la especie. El principal enemigo, el principal responsable, quizá la variable que habría que tener en cuenta sobre esta penumbra o este resplandor, ha sido la razón misma o, como decía Sócrates, el alma racional4. De tal suerte que el arte, así como la vida misma, en perpetua tensión de la razón con las inclinaciones. Interesa señalar que el arte trágico griego, la trilogía EsquiloSófocles-Eurípides, expresó ya en Occidente la primera postura del arte frente al mundo. No sólo es una postura artística potente y original sino es el fundamento, sin menoscabo de su antigüedad, de un proyecto artístico e intelectual de escritores posteriores y contemporáneos. El fundamento de este tipo de arte es que está separado del mundo, como una instancia alzada a partir de específicas condiciones sociales de posibilidad5. Y lo ha hecho para adentrar con fuerza en el mundo, a la manera de una segunda instancia para su efectividad. La ficción griega,

“Se impone averiguar por qué, hasta la fecha, y por qué no decirlo, para todo el futuro, la influencia de Sócrates se ha extendido sobre la posterioridad como una sombra en continua expansión bajo un sol declinante, y cómo ese influjo impone una y otra vez la necesidad de renovar el arte —un arte, en realidad, en su acepción metafísica, mucho más amplio y hondo, y que asegura, a la vista de su infinitud, una existencia también infinita” (El nacimiento de la tragedia, § 15). 5 Pierre Bourdieu escribe: “Aun cuando nada permita suponer que no esté aleatoriamente repartida entre las diferentes sociedades y entre diferentes condiciones sociales entre de las sociedades diferenciadas, la posibilidad antropológica de entrar en la relación laxa, gratuita, lúdica, con el mundo que presuponen la mayoría de las prácticas consideradas las más nobles encuentra ocasiones de realizarse muy desigualmente propicias en esas sociedades y en esas condiciones (.) A medida que uno se va alejando de las regiones inferiores del espacio social, caracterizadas por la crudeza extrema de las coerciones económicas, las incertidumbres se reducen y las presiones de la necesidad económica y social se suavizan; en consecuencia, unas posiciones definidas de forma menos estricta y con mayor libertad de juego ofrecen la posibilidad de adquirir disposiciones más distanciadas de las necesidades prácticas, los problemas que hay que resolver y las ocasiones que hay que explorar…” (Meditaciones pascalianas, 31-32). 4

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rostro de un mundo estético, que niega cualquier afirmación de infertilidad en el mundo. Muy al contrario, advertidas por Aristóteles en su Arte poética, las consecuencias no eran nada ilusorias, meras invenciones que circulan y se pierden en el quimérico mundo de los fantasmas. Se trata, en efecto, de un fenómeno misterioso y complejo. Hay una separación del arte trágico frente al mundo que permitieron unas condiciones sociales particulares. Pero se trata de un arte que se ha propuesto fertilizar al mundo vital. Una representación estética, en tanto movimiento, que quiere regresar al mundo de carne y hueso. Sin temor a la equivocación, habría que afirmar: en la forma estética de la tragedia se mantiene una profunda verdad en virtud de la cual adentra con fuerza en lo real. Aristóteles le observó al arte trágico, que pinta a los hombres peores de lo que son (Arte poética, 10), tres grandes propiedades: la mimesis, la anagnórisis y la catarsis. Sin detrimento de la segunda, que atañe al reconocimiento de una situación enigmática vía signos o señales o recuerdos o raciocinios o sucesos (Arte poética, 35-36), hasta un punto de quiebre o de develación que lleva a cabo el personaje o el héroe, son la mimesis y la catarsis las propiedades que permiten postular que el arte trágico de los griegos se ha separado de la vida, en efecto, pero que tiene una función muy precisa para con ella. Esta postura primigenia del arte trágico frente al mundo sobrevive de algún modo transfigurada y se encuentra detrás del pensador surrealista Maurice Nadeau cuando sostuvo que las grandes novelas son aquellas que cambian al escritor al escribirlas y al lector al leerlas. Por los mismos motivos, la palabra agrado o placer, añade Sabato, nada tienen que hacer con un cierto tipo de literatura. No se escribe para agradar, se escribe para sacudir, para despertar (El escritor y sus fantasmas, 49). ¿En qué clase de transformaciones, en los escritores y en los lectores, estaría pensando Nadeau? La catarsis es quizá una meta demasiado alta para nuestro tiempo. Pero un arte o una literatura de este tipo reivindican un propósito alejado por lo menos de cualquier intento

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gratificante o juguetón, derroche y lujo, mera pompa o indiferencia frente al mundo. El arte trágico ha reivindicado para sí un margen amplio de maniobra o de incidencia en el terreno del espíritu de un pueblo. En efecto, el decidido ofrecimiento por parte de este arte de coordenadas de visión o de percepción o de acción para confrontar el mundo de la vida o para sostenerse en él. No hay mundo que no exista sin ser configurado por anteojeras particulares. ¿No era la tragedia, en suma, un ritual religioso, de ahí su profundo contacto con el todo? Dicho en términos filosóficos, ¿no era la elevación de la vida finita a la vida infinita? Aristóteles afirmó que, moviendo a compasión y terror, la asistencia al arte trágico gobernaba estas pasiones. Una escuela para moderar instructivamente las costumbres (Arte poética, 44). Se reconocían en una existencia desdichada, de errores y de sufrimientos compartidos. Entre más creíble o verosímil o habitual es la representación estética, será mucho mayor su incidencia en el público que sale del teatro y vuelve a la vida. Si el énfasis está puesto en el efecto de la catarsis, los sentimientos, como la piedad o el temor, no se producirían en los espectadores sino a condición que se produzcan en individuos como nosotros (Arte poética, 31)6. Un arte trágico, en atención a Aristóteles, como una suerte de imitación adecuada o creíble del mundo vivo, a la manera de una copia o de un espejo, que ha cancelado por lo tanto cualquier puerta de salida a la configuración fabulosa o anti-vida real de la representación. Un rechazo de la fabulación porque ésta supondría la reivindicación o el usufructo de lo inverosímil. Las opiniones de Marx sobre Sófocles ilustran el reconocimiento de esta función primigenia del arte que no fallece sino que aparece o se ofusca, reaparece o se eclipsa de vez en vez. Un apogeo y un declive que

Según Aristóteles, no debe “…un hombre malo en extremo deslizarse de la felicidad a la miseria. Tal historia puede suscitar el sentimiento humano en nosotros, aunque no nos conducirá ni a la piedad ni al temor; la piedad es ocasionada por una desgracia inmerecida, y el temor por algo acaecido a hombres semejantes a nosotros mismos, de modo que no habría en la situación nada piadoso ni inspirador de temor” (Arte poética, 31). 6

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sugiere que el arte cambia en movimientos pendulares o tipo zigzag. Marx, en efecto, no dejaba de sorprenderse por los efectos que le producía la tragedia griega. Perplejo, señalaba que Sófocles no perdía actualidad pese a los cambios en las condiciones socio-técnicas que van de suyo con las sociedades modernas (Contribución a la crítica de la economía política, 312). ¿Por qué sigue cimbrándonos Sófocles o Eurípides? A manera de hipótesis, cuyos defensores Sabato se encontró en primera línea7, habría un sustrato último de la condición humana, digamos, que el arte trágico identificó, tomó y explotó de manera magistral. Un sustrato que seguirá hablando mientras haya seres humanos. Una infinitud o una suerte de fondo metafísico que no cambia pese al curso corrosivo del tiempo. O, como quería Marx, un fondo inmutable pese a los cambios socio-técnicos. Sabato, por su parte, ha interrogado qué clase de novela no escarba en las interrogaciones metafísicas8. Se le debe en gran medida a Nietzsche la sugerencia filosófica en torno a los asesinos intelectuales del arte trágico. Alzada como hipótesis, una idea en torno al por qué el arte cambia. Habría, en realidad, dos principios creadores o dos energías psíquicas en el Ser. Dos energías, asimismo, en el individuo, en el artista o en la comunidad. El arte se funda, parte y se mueve a partir de estos dos principios. En la jerga de Nietzsche: “lo apolíneo y lo dionisiaco”9. Resultan ilustrativos los dos estados fisiológicos que sugirió el filósofo alemán para con los dos principios: el sueño como la figura más clara del primero y la embriaguez para el segundo. El mundo onírico, el

Sabato regresa a las perplejidades de Marx en su discurso de aceptación del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes de 1984. 8 “¿Cómo puede eludir la metafísica una novela profunda?” (Heterodoxia, 136). 9 En El origen de la tragedia Nietzsche construye el “principio Dionisos” como aquella fuerza que rompe el yugo de la individualidad y “abre el camino hacia las Madres del ser, hacia el núcleo más íntimo de las cosas”. El “principio apolíneo”, en contraparte, extraído del dios Apolo, sería un principio de individualidad, “único que puede realmente suscitar la felicidad liberadora en la apariencia transfigurada (.) la belleza se sobrepone a la perversidad natural de la existencia, el dolor es, en cierta medida, suprimido fugazmente de los rasgos de la naturaleza” (El origen de la tragedia, § 16, 139). 7

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sueño, es una transfiguración de lo real. Una suerte de gafas opacas de sol que no permiten constatarlo o experimentarlo tal cual es. El fondo no emerge tal cual es pero se expresa de algún modo. Si estuviera obligado a plantearlo en términos rígidos de lo ilusorio o lo verdadero, lo apolíneo estaría más bien en el plano de la ilusión. El arte apolíneo, como el sueño, lo transfigura, lo vela, triunfa de alguna manera frente a ese sol. Los sueños, apariencias definidas, individuales, de “fuerte tendencia armoniosa para con la vida”, como si los sueños se propusieran, digamos, desterrar el dolor y el terror, y no habría lugar alguno a lo indecible, características de lo vital. Poseerían los sueños, además, una función restaurativa, de honda naturaleza metafísica para con la condición humana. En este sentido, habría un profundo parentesco del sueño con el conocimiento y la producción estética, con la religión o la filosofía, pues esta función restauradora la desarrollarían todas estas actividades. Lo dionisiaco, por el contrario, semejado a la embriaguez, logra un estado de no fronteras entre el “uno y el universo”. Tiende un puente más fino para con ese fondo, sin poder afirmar, no obstante, que está hablando ese fondo. En la embriaguez, por su parte, la individualidad ha sido profanada o desintegrada, las inhibiciones han sido canceladas y se han construido todos los puentes con lo supra-individual: el Cosmos o el sustrato último de la vida, léase también la comunidad10. De tal suerte que la danza y la música serían las mejores expresiones de un arte dionisiaco. Los carnavales, las orgías, los cantos, los ditirambos, constituirían, asimismo, expresiones dionisiacas destacadas. Este contacto con algo más potente y más allá de la forma individual o del principio de individuación, lo dionisiaco, sería el sustrato último de la existencia, el núcleo más íntimo de las cosas. Digamos lo en sí de violentas o aterradoras expresiones. Cualquier contacto con lo dionisiaco por parte del individuo, del artista o de la comunidad, lleva consigo un

Habría una lectura política de este “uno y el universo” que, sin metafísica de por medio, reemplaza lo supra-individual con el Estado o la comunidad. De tal suerte que una “política dionisiaca”, anti-individuo, alimentó a, o estuvo detrás de, todas las variantes del totalitarismo: desde la volonté générale de Rousseau hasta Stalin. 10

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terrible dolor o un potente sufrimiento, como si se tratara de una cuota de entrada en el que está en juego la vida o la destrucción. Todo conocimiento arrancado a la sabiduría dionisiaca corre parejo con (o supuso antes) sufrir la aniquilación de la (propia) naturaleza. En la misma relación rígida de ilusión o verdad, lo dionisiaco estaría más situado en el terreno de lo verdadero. Ligado el dios griego al poder del vino y al ciclo de la fertilidad, Dioniso está detrás, también, del éxtasis, del trance y de la locura. Un arte dionisiaco no sería sino unas gafas cristalinas frente al sol. Advertido por Hegel en torno a la especulación (Fenomenología del espíritu, 39-46), la ambición filosófica de El origen de la tragedia fue universalizar dichos principios en el orden del ser. Principios que están mediados por el artista; léase también en la producción cultural de cualquier sociedad. Habría una cultura marcadamente apolínea (nunca exclusiva) o marcadamente dionisiaca (nunca exclusiva) u otras, contadas, de tendencia hacia la síntesis. Síntesis que observa Nietzsche en el arte trágico. Una suerte de tensión sostenida entre lo dionisiaco y las formas apolíneas. Un arte vivo que está jaloneado hacia lo dionisiaco y más o menos inmunizado con lo apolíneo. La tragedia griega, así, se asemejaría a unas gafas relativamente opacas. No sólo esta síntesis de dos opuestos es lo que está buscando el propio Sabato sino que los opuestos están actuando en tensión a lo largo de su novelística. En efecto, en tanto escritor, la meta más alta que se propuso Sabato fue la novela total, Abaddón el exterminador, pero su entero proyecto artístico está tensionado por dos fuerzas potentes y contradictorias: las pasiones y la razón, la sensibilidad y el intelecto, las emociones y las ideas. De inspiración romántica, Sabato prefirió o concibió el arte —la novela en su caso— como el terreno por excelencia de inspección de esta búsqueda. No en términos del concepto, sino hallar el espíritu de síntesis en la escritura de la novela: un contenido oscuro y misterioso no tendría por qué escribirse oscuro y misterioso11. “Todos los grandes creadores y aun los creadores a secas son anormales y neurópatas. La creación es mágica, imaginativa, irracional. Lo que la razón 11

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Sabido es que Nietzsche, por otra parte, hacia la parte intermedia de su libro, postuló o identificó la mancuerna Eurípides-Sócrates como el problemático intento de desterrar el instinto dionisiaco como el trasfondo del arte trágico. Ni Esquilo ni Sófocles escaparon a la tendencia de aminorar o suplantar el coro musical, núcleo del arte trágico, por la dialéctica o por los diálogos. Una tendencia que empezó, de hecho, mucho antes de Sócrates. Una posición que Nietzsche observa con mayor claridad en Eurípides. Muertos Esquilo y Sófocles, e influenciado por Sócrates, Eurípides ensayó sin total éxito la invasión del espíritu lógico en la tragedia. Un esfuerzo de desarrollo del arte trágico sin aquel instinto dionisiaco. Un intento, el de Eurípides, de crear un arte socrático. De acuerdo con Nietzsche, Eurípides procuró trasladar a la tragedia los preceptos socráticos como “la virtud es el saber” o “el hombre virtuoso es el hombre feliz”, aunado al que “peca no lo hace sino por ignorancia”. Preceptos socráticos, todos ellos optimistas, todos ellos atentados directos de la tragedia. Bajo el influjo de Sócrates, Eurípides percibió un nuevo horizonte de posibilidades: el ofrecimiento artístico de un mundo perfectible con base en el saber, o variantes, como una armonía terrestre, una suerte de serenidad, una pretendida solución a los mitos, o el descreimiento de la consolación metafísica dentro del todo. Mejor, alzarse de hombros frente a la reconciliación con el otro mundo. Con Sócrates en escena, se habría inaugurado en Occidente un nuevo conflicto (¿o una nueva solución?) en cuanto arrojó el espíritu lógico al mundo del arte griego. Mejor aún, cuando de sus entrañas emergió el platonismo12. Y con

realiza luego es un trabajo de limpieza, semejante al minero que separa el mineral valioso de la ganga, pero cuidando de no dañarlo, siguiendo modestamente sus límites. Creer que la razón crea la materia artística es tan absurdo como imaginar que el minero produce el mineral con sus martillos y zarandas. La razón impone arquitecturas y proporciones. La razón cuida el lenguaje: un contenido oscuro y misterioso no tiene por qué expresarse en un lenguaje oscuro y misterioso. A la inversa, debe ser tanto más preciso y neto cuanto más tumultuosa e indefinida es la materia que se ha de expresar” (Heterodoxia, 135-36). 12 Una altanería, escribe Nietzsche, una profunda representación ilusoria, que por primera vez vino al mundo en la persona de Sócrates: “aquella inconcusa creencia de que, siguiendo el hilo de la causalidad, el pensar llega hasta los 170


ello se desconfió de las pasiones, se desterró al mito y la poesía vagó, apátrida, sin hogar. Escribe Nietzsche: Con el látigo de sus silogismos la dialéctica optimista arroja de la tragedia a la música: es decir, destruye la esencia de la tragedia, esencia que únicamente se puede interpretar como una manifestación e ilustración de los estados dionisiacos, como simbolización visual de la música, como el mundo onírico de una embriaguez dionisiaca (Nacimiento de la tragedia, §14, 129).

Eurípides, sin embargo, escribió Las bacantes al final de su vida: el mejor tributo al dios Dioniso y, con ello, a la tradición mítica. Más aún, el argumento dado por él mismo para renegar o exorcizar o neutralizar (si le creemos a Nietzsche) la influencia de Sócrates. La evidencia más clara para sostener la tesis sobre las contradicciones que van de suyo en el espíritu no sólo en una época dada —Eurípides versus Sócrates— sino en el fuero interno de un artista. Escribe Sabato: Toda cultura es el intento de dominar lo animal en el ser humano. De ahí que el desacuerdo consigo mismo sea una característica del hombre culto. La tradición nos presenta al pueblo griego como un pueblo olímpicamente equilibrado, pero basta leer Las bacantes para advertir qué apócrifo y superficial es el famoso equilibrio. Y no es el pensamiento puro el que nos descubre la realidad profunda de un pueblo, sino el mito y la ficción (Heterodoxia, 115).

La de Nietzsche no es teorema sino una hipótesis. Al explicar Antígona, por su parte, Hegel se hizo de una teoría de la tragedia: Este tipo de drama consiste en el retrato de agentes individuales obligados a hacer algo que es correcto o justo, pero que al mismo tiempo es también inequívocamente incorrecto o injusto, y que conduce a la

abismos más profundos del ser, y que el pensar es capaz no sólo de conocer, sino incluso de corregir el ser” (Nacimiento de la tragedia, §15, 133). 171


destrucción del agente mismo. En la tragedia griega, es el choque dentro del modo de vida mismo el que exige de sus participantes realizar acciones incorrectas, que a su vez son también necesariamente correctas en términos de lo que requiere de ellas el modo de vida mismo. La tragedia griega presenta así un conflicto entre personajes que encarnan cada uno de ellos algún "principio ético" particular de la vida en la antigua Grecia, y puesto que las dos caras del conflicto son justas o correctas y sin embargo resultan injustas, no es posible dar ninguna respuesta feliz o "moral" al dilema planteado por el drama. Tal como Hegel lo interpreta, Antígona hace lo que tiene que hacer como defensora de la ley divina de la familia, y Creón hace lo que tiene que hacer como defensor del Estado civil. El resultado es la destrucción de ambos, y la consecuencia de tan trágica reflexión para los griegos fue la gradual desaparición de su fe en su "belleza" y armonía ética y su conversión en un pueblo más reflexivo y "filosófico", lo cual dio paso a su vez a la gradual y fatal destrucción de las creencias necesarias para sostener su modo de vida (Hegel. Una biografía, 281).

Debe notarse que la presencia de la razón o sus variantes, como lo reflexivo o lo filosófico, tanto en el arte griego como en la vida misma, produjo consecuencias epocales que trascendieron todo espacio y todo tiempo. En Occidente al menos. Sabato vio en Sócrates, de igual modo, la expresión racionalista que no sólo él combatió de muchos modos y gestos sino la primigenia fuente por la que brota la elevación de la razón, en todas sus variantes, y el simultáneo recelo o animadversión de las pasiones y de los rostros más ambiguos u oscuros de la condición humana (El escritor y sus fantasmas, 21-23). Nietzsche ha resaltado que la progresiva falta de una tensión mantenida entre lo apolíneo y lo dionisiaco, cargado, además, hacia lo apolíneo, significó la destrucción de la tragedia. Nietzsche, además, observó que la introducción de la dialéctica socrática en la tragedia, Eurípides como su mejor ejemplo, desterró la primerísima función del coro musical, la esencia representada de lo dionisiaco, pues “los impulsos orgiásticos de un pueblo se reproducen en su música” (El origen de la 172


tragedia, §6, 49). Hegel, por su parte, observó que la paulatina reflexión del griego sobre el mensaje de lo trágico —la (auto) destrucción como tendencia dominante del género—, lo obligó a desconfiar de sí o de sus principios éticos. Y convertirse en más reflexivo, en más filosófico, y junto con Sócrates y la comedia, abrió el camino de la apuesta por la razón como medio más acabado, más complejo, frente a la trágica existencia, el caos de la vida, o el caos de los mitos. Lo que llevó consigo, se ha dicho ya, la desconfianza de las pasiones, se desterró al mito y la poesía deambuló, apátrida, sin hogar. Pugna que sobrevive en la actualidad cuya pretendida solución sería la imagen de un Sócrates ejercitándose en la música, como el propio Sócrates se lo figuró para sí mismo13, tal como lo recordó Nietzsche. Una síntesis todavía inacabada, lejos aún, que identificó y buscó también Sabato en la escritura de la novela. El único terreno, a su juicio, que no separó lo indivisible: el intelecto y la pasión (El escritor y sus fantasmas, 18-19). “Todo lo bello ha de ser inteligible” fue la exigencia socrática al arte que escribía en particular Eurípides. Rumor o no, se decía a menudo que Sócrates ayudaba a Eurípides en la escritura de sus obras. A diferencia del estado en el que Esquilo escribía sus tragedias: en la embriaguez. A la manera de un rayo de luz, Nietzsche relaciona la emergencia y el triunfo de Sócrates, ese “lógico despótico”, con el exceso de fatiga de la cultura griega. De muchos modos podría expresarse este complejo fenómeno cultural. La decadencia del pueblo griego, su cansancio o su abatimiento, trajo consigo un espíritu más superficial. El empobrecimiento de los griegos, así, produjo la comedia y su espíritu optimista. Una suerte de enfermedad al interior de las entrañas griegas En el ínter que hubo entre el juicio en el que se le sentenció a muerte y el día en el que bebió de la cicuta, Sócrates “se divirtió haciendo versos por primera vez en su vida. Compuso un peán a Apolo y puso en verso fábulas de Esopo. Explicaba esto diciendo que durante toda su vida había sido perseguido por un sueño en el que se le ordenaba ‘practicar la música’. Hasta entonces había supuesto que el significado de aquel mandato era que debía trabajar en su ‘misión’, ya que la ‘filosofía es la música más verdadera’. Pero como el sueño se repitió durante su prisión, cuando ya no podía ejercer su misión, la piedad le ordenaba cumplir sus indicaciones en su sentido literal” (El pensamiento de Sócrates, 102-103). 13

173


propició el ansia de lógica y su correlato de hombre racional, reflexivo, filosófico. Sócrates representaría este tránsito y Platón, el más brillante de sus alumnos, la corona. Una variante inversa postularía que lo más primitivo del pueblo griego hizo interesarse más por lo trágico, a la manera de un olfato primigenio con el todo. De tal suerte que la verdadera atracción griega, digamos, su genialidad, su alto grado de sensibilidad, habrá estado no sólo en su inclinación hacia lo terrible o lo siniestro, sino en

su

inmunización

o

su

buen

manejo,

a

riesgo

del

propio

aniquilamiento, por medio de las formas apolíneas: el arte trágico en suma. Decía Heráclito que todo marcha hacia su opuesto. Uno busca lo que no tiene. Un pueblo “tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento” (El nacimiento de la tragedia, §7, 54-55), tuvo la gracia, asimismo, de inmunizarse frente a este dolor por medio del mito, cuyo cielo estaba repleto de dioses circundados con una aureola superior o, en su defecto, por medio del arte trágico. A la manera de una metáfora, el pueblo griego entendió que del arbusto espinoso brotaban las rosas. Sufrir para ser bello. En la época de Esquilo o Sófocles, esta tendencia hacia lo siniestro fue mediado con el arte. Nietzsche habla de “la sujeción artística de lo terrible” (El nacimiento de la tragedia, §7, 60). Porque Sócrates es cuerpo y pasiones, seducido muy a menudo por éstas, descree de ellas, la vocecita interna que lo persuade14, y obliga a los demás a combatirlas. Si Sócrates recomienda desconfiar del cuerpo, estemos ciertos que Sócrates es un sensual que lucha desesperadamente con sus apetitos: sus opiniones sobre la superioridad de la razón constituyen el reverso de su personalidad profunda (Heterodoxia, 115). “Su peculiaridad más notable era la ‘voz’ misteriosa, o ‘signo sobrenatural’, que lo acompañaba desde su niñez. Según Platón, que trata esta peculiaridad muy someramente, ese ‘signo’ se manifestaba esporádicamente, con frecuencia en ocasiones muy triviales, y siempre tomaba la forma de una inhibición; la experiencia le demostró que el desobedecer aquellos avisos tenía por lo general consecuencias desagradables” (El pensamiento de Sócrates, 36). 14

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Un extranjero que visitó Atenas, recuerda Sabato la anécdota (Abaddón el exterminador, 124), observó que en el rostro de Sócrates se mostraban todos los vicios posibles. ¿No radicó en esta viva tensión la fuerza de sus enseñanzas? Cuando le fue revelada su misión a la mitad de su vida, antepuso Sócrates el culto a la razón y desplazó la sabiduría trágica: hagas lo que hagas, vas irremediablemente hacia tu destino (trágico). Descubierta esta poderosa facultad humana, Sócrates arrojó el nuevo arsenal de sus bombas espirituales y su correlato de la desconfianza de las pasiones: el ser racional y el cuidado del alma, hacerla lo más buena posible. Con Sócrates en escena se sustituyó la consolación metafísica por el delirio de corregir al ser con el pensamiento. Muertos Esquilo y Sófocles, la busca de reconciliación con el otro mundo, vía el dolor, fue anulada. De este modo, la cultura socrática socavó la cultura trágica, el punto de partida, que alcanzaría la cima vital de la cultura griega. Sócrates fue confiado hacia la muerte. No bastó que se le condenara por corromper a los menores y descreer de la tradición. Al beber tranquilo de la cicuta, heredó al mundo griego el descreimiento que el aprendizaje, el conocimiento o la sabiduría, se dan por medio del sufrimiento. Si su muerte está fechada en el 399 a. C., los ecos sobre la renuncia a una imagen total del mundo siguen resonando en la actualidad. ¿Qué imagen? El dolor universal reconocido en el meollo de la existencia humana o como propio; una suerte, asimismo, de conflicto interno en el ser o la comunidad. Y aunque la metáfora desencadenó la abstracción —como sugiere el crítico estadounidense George Steiner—, el hombre reflexivo ha perdido la visión, a la manera de un corrector de pruebas, de esta imagen total. Una visión totalizadora, por el contrario, que el mito o la tragedia proporcionaba a toda la polis o la comunidad. Por medio de Platón sabemos que Parménides identificó el ser con la razón. Dicho de otro modo, partir del supuesto que la existencia toda puede ser inteligible. Porque Platón es en el fondo de su alma un poeta, ahora bien, renuncia sin total éxito al arte y crea la fantástica teoría de 175


las Ideas puras. Según Diógenes Laercio, Platón habría quemado las tragedias que escribió cuando joven. La destrucción de sus poemas, en efecto, fue la cuota de entrada para devenir socrático. ¿No reside en este conflicto, sólo finiquitado en las últimas obras como República o Las leyes, la narración conceptual o el pensamiento poético que desarrolló el filósofo? ¿No sintió envidia Platón de la potencia literaria de la tragedia? Motivo por el cual lo obligó a la escritura de sus diálogos15, pero el rescate de lo poético, empero, lo supeditó a la filosofía. Esta tensión mantenida hizo posible la “mezcla de todos los estilos y formas existentes” (El nacimiento de la tragedia, §14, 95). Y, sin embargo, nadie que no supo geometría, sentenció el Académico, pudo entrar en la Academia. En su República, el mito y la tragedia fueron exiliados de la ciudad ideal concebida por Platón. Éste es más bien el autor intelectual del verdadero atentado contra la tragedia. Fueron, en suma, tres grandes sus motivos. El arte trágico floreció en la democracia de Pericles. Aristócrata de cuna, Platón combatió a este régimen que lo concibió degradado. Porque el arte trágico se nutre de la conjetura, así como de la imagen, la mimesis, además, se encuentra lo más alejada de la verdad. Con su portentosa

metáfora

de

la

caverna,

Platón

se

habría

armado

filosóficamente muy bien en contra de cualquier idea de representación de lo real. Si el gobierno de alguna polis hubiera estado bajo los designios del “rey-filósofo” Platón, finalmente, hubiera impedido la orquestación del arte trágico porque expresaba lo “malicioso o lo servil, lo indecente o lo intemperante”. Un arte que habría acumulado en el espectador un gran mal en sus almas. Con Sócrates en escena, se desconfió del dolor y de las pasiones, pues en el fondo estaba el drama del autocontrol de sí. La exigencia de que la razón, a la manera de un verdadero conflicto político, triunfase (debía necesariamente triunfar) sobre los instintos o las

“Platón, amante también de la oralidad como transmisión de la filosofía, tal y como se realizaba en las discusiones y debates en la Academia, pero percatándose de que la escritura había triunfado definitivamente y ya no se podía transmitir el saber al mundo y al futuro de otra manera, adopta la genial solución de escribir diálogos, la forma de escritura más cercana a la oralidad” (Diálogos, 65). 15

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inclinaciones. Ya en escena la filosofía de la belleza racional en el mundo griego, cuyo rostro más portentoso fue la mancuerna Sócrates-Platón, la eticidad griega se supeditó al cultivo del hombre reflexivo. Aunado a la comedia, además, se despidieron los griegos alegremente de los dioses16. Karl Jaspers sostenía que los grandes dramaturgos de la antigüedad vertían en sus obras un saber trágico, que no sólo emocionaba a los espectadores, sino que los transformaba. De algún modo eran educadores de su pueblo. Pero añade Jaspers, ese saber trágico se transmutó en fenómeno estético, y tanto el auditorio como el poeta abandonaron su grave seriedad primitiva, para proporcionar imágenes sin sangre. Con sus novelas, Sabato se ha propuesto la producción de esta clase de saber. Es imposible leerlo sin advertir que estamos frente a la revelación de algo grave. Se lo ha propuesto Sabato, quizás lo haya logrado. Sin duda depende también de los lectores. De ese auditorio que quiera volver. Más aún. Como las brujas frente el aquelarre, un auditorio que esté dispuesto a encontrarse con el Demonio. Que el ejercicio de lectura le transforme la —visión de la— vida.

En sus notas sobre Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar escribe: “Cuando los Dioses ya no existían, y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre” (Citado en Sobre Hegel, 83, nota 12). 16

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Bibliografía ARISTÓTELES, El arte poética, trad. José Goya y Muniain, Buenos Aires, s. d., 1948, 91 p. BOURDIEU, Pierre, “(Crítica de la razón escolástica) Génesis de la disposición escolástica”, en Meditaciones pascalianas, trad. Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 1999, pp. 31-32. HEGEL, G.W.F, “El mal, y su perdón”, en Fenomenología del espíritu, trad. Wenceslao Roces, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 384-392. HEINICH, Nathalie, Lo que el arte aporta a la sociología, México, Sello Bermejo & CONACULTA, 2001. JABLONKA, Ivan, “La comparación”, en La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, trad. Horacio Pons, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016, pp. 178-180. LIBRO DE JOB, La Sagrada Biblia. Antiguo testamento, México, Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, 1951. MARX, Karl, “(Apéndices) El arte griego y la sociedad moderna”, en Contribución a la crítica de la economía política, 6a ed., trad. Jorge Tula, México, Siglo XXI, 2000. NIETZSCHE, Friedrich, El nacimiento de la tragedia. O Helenismo y pesimismo, trad., estudio preliminar y notas de Germán Cano, Madrid, Editorial Gredos, 2014, pp. 1-155. PÉREZ SOTO, Sobre Hegel, 3a ed., Santiago, LOM Ediciones, 2010. PINKARD, Terry, Hegel. Una biografía. trad. Carmen García Trevijano, 2a ed., Madrid, Acento Editorial, 2004. SABATO, Ernesto, Abaddón el exterminador, Buenos Aires, Planeta, 1985. ______________,El escritor y sus fantasmas, Buenos Aires, Seix Barral, 2006. ______________, Heterodoxia, Buenos Aires, Seix Barral, 2006. ______________, Sobre héroes y tumbas, Buenos Aires, Planeta, 2014. 178


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BIOGRAFÍAS

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ALFREDO LUNA

Alfredo Luna (San Fernando del Valle de Catamarca - Argentina 1953) Magister en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Es autor de Las palabras imposibles (Buenos Aires - 1993), Los días demorados (Buenos Aires - 2005), Los fuegos prometidos (Buenos Aires2006), La mirada sonora (Buenos Aires - 2008), Vigilia Hereje (Buenos Aires - 2013), palabra matada (Buenos Aires - 2014) y Testigo infiel (Buenos Aires - 2015). Daños personales (2019) Primer Premio de Poesía otorgado por la Biblioteca Provincial de Córdoba. Obtuvo el Premio Luis Franco por su aporte a las Letras (Catamarca - 2016) y la Beca Libertad Demitrópulos otorgada por la Universidad Nacional de Jujuy (2018) Desde 2018 Coordina el Ciclo de Poesía “La noche del sol”

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GABRIELA ROSAS

Foto de Alejandra Flores

Gabriela Rosas. Venezuela. Ha publicado los poemarios La mudanza (1999) y Agosto interminable (2008) Editorial Eclepsidra; Blandos (2013) Editorial El Pez Soluble, y Quebrantos (2015), Ediciones del Movimiento. Ganadora del Primer Premio Nacional de Poesía para Jóvenes Juan Antonio Pérez Bonalde (1995), ganadora del Primer Premio de la Bienal Nacional de Literatura Lydda Franco Farías (2014) mención poesía. Ha sido incluida en antologías en Venezuela y otros países. Recientemente incluida en Nubes Poesía hispanoamericana publicada por la editorial Pre-textos (2019). Ha sido traducida al francés, italiano, griego, inglés, catalán, alemán y portugués. Colabora con medios impresos y digitales de Venezuela y otros países. Desde el año 2015 lleva adelante el programa Poesía en el aula, iniciativa sin fines de lucro, que busca promover la lectura de poesía en las aulas venezolanas desde temprana edad como eje transformador en la educación. Es editora del Stand Up Poetry del portal Inspirulina y de la sección de Joven Poesía de Venezuela de Letralia. 184


PALOMA CORRALES

Paloma Corrales. Madrid. 1964 Imaginé dejar de ser mujer y volé como un pájaro (tal vez fuera la luz que heredé de mi nombre). Y aun sin reconocer ninguna vida, repetí -paso a paso- las mismas incursiones a escondidas en busca del silencio que sostiene a las palabras.

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VALERIA PARISO

Valeria Pariso nació en 1970 en la provincia de Buenos Aires. Vive en Muñiz. Publicó los libros de poesía: Cero sobre el nivel del mar Ediciones AqL (2012); Paula levanta la persiana, Ediciones AqL (2013); Donde termina esta casa, Ediciones de la Eterna (2015); Del otro lado de la noche (2015) Editorial El Mono Armado; Triza (2017) Editorial Detodoslosmares; La trilogía: Uva negra / Mascarón de proa/ El castillo de Rouen. (2018 Vela al Viento Ediciones Patagónicas)” Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano. En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge. Coordina talleres y clínica de poesía. Tiene los blogs: www.tantotequeria.blogspot.com.ar www.laficciondelolvido.blogspot.com.ar 186


ANAMARÍA MAYOL

Anamaría MAYOL, nacida en La Pampa/ Argentina. Es profesora de Historia y Geografía y cuenta con tres Postgrados. Ha publicado numerosos trabajos de investigación socioeconómicas relacionados con su actividad docente en la UNLPam. Actualmente dirige el ciclo Leyendo poesía en casa por youtube. Tiene 13 libros de poesía publicados, participando en más de 40 Antologías poesía y cuentos en su país de origen, Argentina, y en Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile,Ecuador, España, México, Nicaragua, Puerto Rico ,Perú y Uruguay. Ha recibido numerosos Premios tanto Provinciales (Premio Fondo Editorial Pampeano 2000) como Nacionales e internacionales de poesía y cuentos. Ha sido parcialmente traducida al árabe, catalán, francés, inglés, italiano, portugués, rumano y sueco participando en Encuentros Internacionales de Escritores dentro y fuera del país.

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PATRICIO EMILIO TORNE

Patricio Emilio TORNE Nació en Helvecia (Provincia de Santa Fe), el 31 de enero de 1956. Desde el año 1975 al año 1982 fue preso político. Militaba en el PRT-ERP, organización revolucionaria de aquellos años. Desde el año 1985, reside en Villa Mercedes, y desde entonces coordina Talleres de Escritura en la Secretaría de Extensión Universitaria de la U.N.S.L. Desde el año 2010 Coordina el Ciclo PRETEXTO, donde poetas de todo el país, la región y locales se dan cita para desarrollar lecturas y compartir experiencias creativas. Textos suyos han aparecido en publicaciones del país y el extranjero. Ejercita la plástica como una de sus pasiones. Publicó: Orbita de Endriago (Editorial Filofalsía – Buenos Aires 1988); Helvecia y Otros Tópicos (Editorial “Todos Bailan” -Buenos Aires 1989); Donde Muere la Lógica (Editorial “Último- Reino” - Buenos Aires 1990); Anacrónica (Ediciones de la nada – Santa Fe 1992); Perros (Editorial Revistas Callejeras – San Luis 2010); Materialismo Dialéctico (Editorial Deacá – Villa Mercedes 2013); Perros y más perros (Editorial Deacá – Villa Mercedes 2015); Frenesí (La Gran Nilson – Buenos Aires

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2017); Capital Simbólico (GatoGrille Editores – Rosario 2017); Antes de la caída (La Gran Nilson – Buenos Aires 2019).

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MANUEL GONZÁLEZ LÓPEZ

Manuel González López nació en Buenos Aires, en 1964. Publicó dos libros de cuentos: Las ramas quebradas (2003) y Caballo negro (2007). Su cuento “La hermana” se publicó en la revista literaria El interpretador, en 2005; en el año 2011, el número 54 de PROSPEKTIVA RIVISTA LETTERARIA incluyó, traducido al italiano, su cuento “Besos en el aire”. Radicado en España desde el año 2003, vivió en las ciudades de Santiago de Compostela y Vitoria Gasteiz. Al margen de las cuestiones literarias, ha realizado extensos viajes en moto en los que ha recorrido España, Italia, Francia y Grecia. En la actualidad reside en Barcelona, ciudad desde la que dirige Costanza Revista Literaria.

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FERNANDO BELTRÁN

Fernando Beltrán (Ciudad de México, 1981) es candidato a doctor en sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus últimas contribuciones fueron publicadas en la Revista Mexicana de Sociología (“Ernesto Sabato, un retrato biográfico”, vol. 79, no. 4, oct-dic, 2017, pp. 785-809) y en Destiempos. Revista de curiosidad cultural (“Literatura, historia y política en Paco Ignacio Taibo II”, no. 59, septiembre, 2017, pp. 49-72). Ha ensayado sobre Pablo González Casanova y Rodolfo Walsh. Sus principales intereses se encuentran en el comercio entre el ensayo y la ficción.

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COLABORACIONES: Costanza Revista Literaria publica textos de poesía, cuento y ensayo sin restricciones en cuanto a su extensión, generación de sus autores o tema. Quienes deseen enviar sus obras deben hacerlo, aclarando en el asunto del mensaje el género al que pertenece dicho texto, a la siguiente casilla de email: colaboraciones.costanza@gmail.com

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PrĂłximo nĂşmero noviembre de 2019

colaboraciones.costanza@gmail.com


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