Costanza Revista Literaria Número 7

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COSTANZA Revista Literaria Número 7

Paola Balboa / Analía de la Fuente María Cheb Terrab / Martín de Souza Mara Beger / Fernando Beltrán Juan Manuel Ontivero Italo Svevo / Gabriele D’Annunzio


Costanza Revista Literaria Publicación digital anual Agosto de 2020 Esta revista se edita en Barcelona (España) ISSN: 2604-3254 Dirección: Manuel González López Edición: Manuel González López Chiara Presutti Textos de: Paola Balboa Analía de la Fuente Martín de Souza María Cheb Terrab Mara Beger Juan Manuel Ontivero Fernando Beltrán Italo Svevo Gabriele D’Annunzio Ilustraciones de: María Cheb Terrab Alejandro Bernero Contacto: costanzarevistaliteraria@gmail.com Declaración legal: Todas las obras pertenecen a sus autores, que responden por la originalidad y autoría de las mismas. Los editores no se hacen responsables por las opiniones de sus colaboradores.

I


Declaración de intenciones

Costanza Revista Literaria se postula como un espacio de difusión de la literatura despojado por completo de límites, ya sea en cuanto a la generación de los autores, la extensión de trabajos o los temas. El parámetro que guía el criterio de selección es, simplemente, la calidad. Poesía, narrativa y ensayo o artículos son, en principio, las categorías dentro de las que se enmarcan las obras que se publican en Costanza, aunque dichas categorías no son para nosotros más que un simple modo de ordenar los textos, una taxonomía necesaria, pero no un límite o un corset que impida apreciar, valorar y publicar trabajos que apuesten por la hibridación o la experimentación con los géneros literarios. Todo texto es bienvenido, en la medida en que ese texto constituya una apuesta sincera por la estética.

II


Sumario 1

Poesía

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PAOLA BALBOA

17

ANALÍA DE LA FUENTE

43

MARTIN DE SOUZA

77

MARÍA CHEB TERRAB

95

MARA BEGER

105

Narrativa

107

La prueba – JUAN MANUEL ONTIVERO

115

Pilates – JUAN MANUEL ONTIVERO

125

Orazio Cima – ITALO SVEVO

135

El héroe – GABRIELE D’ANNUNZIO

141

Artículos/Ensayos

143

Sergio González Rodríguez: detective del mal radical –

FERNANDO BELTRÁN

151

Biografías

167

Colaboraciones

III


POESÍA

1


2


PAOLA BALBOA

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Casandra

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6


1

En la cintura de tu patria no cabes. Ahora ves los ojos adoloridos de la criatura encorvada. Es Casandra que murmura “En los labios de este país baldío En la comisura ardiente de furia, de amargo Ambular de sediento porvenir. De hambre devenís en más muertos”

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2

El reloj de arena juega Con los adoquines de nuestra espalda Qué dices ahora si ya están consumidas Las flores de nuestra llanura No cabe ya la miseria en nuestros ojos Y una horda de apariencias sobreviene Para dar comienzo a la función de los espectros. “Entonces estarán despiertos para el viaje”.

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3

Y sin embargo este color ocre en las sienes Que despunta en el día más temible. He venido para partir, dijiste, En la hora en que el fulgor no distingue certezas. “Me iré con el dolor del mundo repartido en las gargantas”

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4

No he de ver tus ojos en este recinto No he de vivir la calma de tu antiguo respirar cerca de mi pulso Ni he de permanecer atรณnita ante el poeta Que se eleva como gigante en el ocaso En esa espiralada muralla construida ajena al lodo. Pueden comenzar con el fuego En las aristas de lo que han consumido, sentenciaste.

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5

Morderé como pueda Las palabras que intentan ser el arma del mundo tronante. ¿Seré yo la que con voz queda, Con ojos vueltos grite en este reino desnudo?

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6

Tu cuerpo cobarde que agazapado teme En los bares ser el insomne desprovisto de memoria. Ya no mรกs disparos de muerte que hincan los dientes.

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7

Ojos que de poblar saben el dolor de no poder ser Casa de rojos jacintos. No es tu condición ser rojo, dijiste. ¿Y Entonces emerger con esa sensación de vida en las entrañas Y gritar un llanto tan profundo que haga temblar a la vida Toda de rojo? No es tu condición ser rojo, dijiste.

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8

La sombra fulgurada en el espejo es una llanura que parte Lejos sin patria sin semblante de luz En un soliloquio de manos y pies hundiĂŠndose al frĂ­o Al hambre. El rezo impĂ­o de la madrugada.

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9

Con tus cabellos largos y tus uñas milenarias Hablas de casas derruidas y de parques Negros arrasados por el calor del fuego. “El vacío es el lugar desde donde se funda el tiempo del poema”. Y tu mirada se disipó de la casa tal como habías aparecido En los jacintos rojos hundidos en el fango.

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10

Entonces la espada avanzó desde el vacío Qué raíz de mí al viento Qué denudado territorio.

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ANALÍA DE LA FUENTE (Selección de Trasbordos y de Árbol -cantar de gesta-)

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Trasbordos (2012, Aire diseĂąo ediciones)

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Rasguño el poema como quien busca la cura de un vástago convaleciente No sirvo para progenies reales no vengo a perpetuar a ninguna de las deidades que no aceptan su fin

Soy hija de los azares Hermana de la incoherencia y el abismo Prisionera de un encantamiento incomprensible enjaulada en mi afán ridículo por lo cierto Alguien mintió siendo yo muy pequeña y de ahí cada hoguera de resurrecciones impuestas Alguien dijo cada versículo de mi fe que ya no existe Alguien fundó para mí ese mundo del que ya ni las ruinas Y yo franqueo cada arista de los sentidos como la vagabunda de los mares inexistentes como el fiel que se ha quedado sin dios Acaricio cada fase del poema en el que ya no creo Para cerciorarme de que es él quien ya no cree en mí

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Me dedico a pulir las formas de estar lejos como si olvidar existiese como si fuera posible Les construyo un pedestal y desde lo alto miro el mundo bailar su conga Mi faena de borrar uno por uno los lazos que me atan a quien sea resulta imprecisa, de poca monta, roza lo ridĂ­culo Soy la fugitiva de mis pasos camino mi miedo (lo desarmo lo escondo lo recito de memoria lo dejo en mi placard y, a veces grita, de noche, cuando duermo) Las retiradas son las de la falta de mĂŠritos las del no estuvo a la altura entonces fabrico miradores que me raptan del recuerdo y mutilan los restos de lo desaparecido MigrĂŠ a este lado del asunto desarmadas las piernas de la pena (siento lo terrible de querer entender el universo dice el rostro de una virgen niĂąa 22


en la nebulosa de sus sospechas e, incapaz de responderle, concluyo en lo minúsculo del caos y respiro el desorden del cosmos sin rendirme todavía) Tengo todo lo que perdí guardo el misterio me rindo a mi tarea de crear —terca— la guarida de lo poco y lo pequeño donde no son los muertos sino yo quien descansa en paz

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Decime, poema, el sentido de los versos que se escriben el de la caricia en la pena el de las risas inconscientes Contame una historia que no sepa una cuyo final no sea demasiado evidente ¿Y si me enseñás a bailar ligera suelta? ¿O a desatar los nudos de la furia, el miedo y la pobreza? Cómo se hace, poema, para no caer en mi propia estafa Cómo escapar de esta plegaria atendida castigo de mis dioses No me escondas el recodo de esta historia que no entiendo Dame de tus versos la palabra que trame mi camino

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Las palabras que elijo arriban a destinos equivocados dicen que mueren Entonces las revivo y las desarmo en mi bueno o mi quizรก cuando acarician a oscuras el cascarรณn del orรกculo y susurran el secreto para que no lo entienda

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La entrada de la casa estĂĄ tapiada Afuera la noche y el jardĂ­n son todo miedo No hay llave para la calma No hay puerta para salir a jugar

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La constancia de lo que huye invade los días Lo inasible es una residencia para niños pequeños en los que el tiempo desborda

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El desĂŠrtico abandono de la sed retiene al verso que no nace Encierra sin quererlo a su tierra fĂŠrtil: madre futura del caos

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Ă rbol -cantar de gesta(InĂŠdito, 2015)

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Una de las versiones de la bestia asila a lo diminuto de la especie. Envuelta por un canto silencioso, cobija la delicada dependencia de lo que nace. Es además y sin quererlo animal recolector de retazos para la memoria. La escena originaria de su incansable trabajo son brotes de naranjos asomando desde lo invisible. No vacila, se dedica a un tapiz donde vemos los principios reales o imaginados de la especie: grupos de machos al acecho de una presa, una hembra rodeada de otras que gritan con ella el inicio de una vida, cabezas de vacas y caballos, peces de distintas especies y colores, piedras que cambian sus formas en la mano del hombre, un perro que ladra, el fuego y el agua que se metamorfosean gracias a los ritos de un brujo. Vemos escenas de rebaños que nos temen o atacan según su naturaleza. Vemos que lo imprescindible a lo largo de las eras es la subsistencia y que la suerte de nuestra hilandera es la del hambre cuando canta. En medio de lo salvaje lo inacabable la habita. Esta versión de la bestia, con su tejido a un lado y un azar de espinas por el suelo, recoge y guarece los desvelos del abandono.

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Busco tal vez esa hebra del tapiz donde se esconde el origen, porque todo siempre comienza en algún tiempo y en algún lugar. Busco, pese al tiempo que huye y al espacio que cambia, una brizna de color donde poder asirme al sentido de los días y sus noches. Busco ser la cópula entre mi cuerpo y mis palabras.

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Buscamos el territorio de pequeño cielo, un espacio donde el cuerpo resista el encuentro de los elementos: agua suficiente, templanza entre el fuego y el aire, promisoria tierra húmeda, todo y nada más que eso para quedarnos, para que el viaje, de pronto, se aleje o se mantenga expectante. Mientras buscamos, algo en nosotros, especie de viento adentro de la sangre, canta y repite el nombre de los sauces en una plegaria interminable que se nos aparece, sobre todo, por las noches, mientras entramos al sueño y permanecemos en él. El llamado es una oración de párpados en suspenso: vemos brazos vegetales danzando en el viento, infinitas manos arbóreas que buscan el suelo a orillas de los ríos. En todo ese entramado de verdes, tal vez haya una señal que por algún motivo evitamos comprender. Seguimos queriendo encontrar nuestro espacio, generaciones y generaciones de migrantes perdidos no son todavía suficientes para detenernos. Confiamos en la sangre que bulle y en las promesas de la tierra que se acercan siempre como canto y siempre antes del alba. Creemos en lo que vendrá.

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Todavía lejano pequeño cielo

nos habla

Canta orígenes inciertos mientras se pasea en retazos de alba o jirones de caída mientras la noche titila en sus pecas de fuego A toda hora quiere enseñarnos en sus cuentos los cuerpos que hay en la mirada el tacto de los ojos esa forma de alimento que busca posarse en la lengua sin llenar el estómago que quiere rozarla para danzar su hambre

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Habrá sido en lo breve de una forma el despertar de la voz: ese oficio de resero de imágenes que habita los cuerpos de las criaturas. Habrá ocurrido sin testigos bajo la desnuda bóveda con la complicidad de la intemperie. Haya como haya sido, imagino innegable la presencia de una noche entrañadentro, en su estómago animal. Una noche encerrada y pequeña al borde de languideces que se abren y se cierran, suerte de remedo de aquella otra noche en las afueras de la piel, al borde de la osada cacería de los ojos.

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La primera palabra del hombre entre la niebla fue tal vez un roce, novísimo, de labios vírgenes, seguido de la suave presión que acompañada por la lengua reprodujera el sonido, desde las vísceras, hasta el escaparse del cuerpo. Por esa primera palabra prendería (como por arte de encantamiento) la arborescencia de la especie en el nombrarnos.

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Una vez aparecida la palabra, la piedra y el árbol comenzaron a ser un poco menos piedra, un poco menos árbol. Dejábamos atrás lentamente un pasado silvestre, mientras nuestro cuerpo de bestia seguía sólo con lentitud el aporte de la razón. El cuerpo bufaba o mugía su atraso mientras la mente pensaba y nombraba las estrellas, el cielo, la tempestad. Y si de la entraña misma escapaban las voces que viajan tanto lo real como lo inabordable, el cuerpo se acomodaba a lo concreto o se estremecía en escozores de incomprensión que duran hasta hoy.

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los sonidos se desbandan en el recinto del buche donde les tendemos una trampa para enemistarlos con las cosas

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La tierra adoró la lengua sin saberlo. Y en su entrega al ídolo fundió a los hombres y sus cosas en la devoción. Y las cosas, junto con sus hombres, comenzaron a nombrarse de este modo o de aquel. Y en la pronunciación de sí mismas, las cosas se encontraron como quien se mira en el espejo y encuentra una imagen ajena. Y así siguieron, sin quererlo, metidas hasta el tuétano del embrollo. Decidieron, en consecuencia, plagar el mundo de silencio. Todavía lo intentan.

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Por la lengua pasarán los altibajos del hombre. Todo el cúmulo de carne reunido en un pequeño músculo, aunado en la humedad de la boca, desde donde se definen el color y el calor, desde donde callamos los silencios. La lengua pinta en movimiento sutil, exhalando lo que es y lo que no, bocetando en danza lo que se va. Se tiende como puente hacia las cosas la lengua. Piensa que sabe lo que dice. Dice que sabe lo que piensa. Cree que piensa lo que hace. Teje hilos de baba del tiempo. Guarda, cifra, confunde, lenguajena. Lleva, trae y dirige, lenguaraz. Porta adioses como frutos en modestos canastos, y transforma sus pulpas en ofrenda insolente. Ave nuestra. Mensajera atrapada en la jaula de las bocas.

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algo te separa del resto de las bestias algo te margina hacia el abismo que vendrá un abismo de reconciliaciones futuras de treguas venideras hacia los cuerpos que se te desprenden arrancados de lo que vas siendo en esta naturaleza de lo que sin querer aprendés a ser después vas a coserte de a poquito ese cuero herido y cada vez menos silvestre apenas abierto a las intervenciones del viento y los sauces (la sutura es con el tiempo más pequeña imperceptible, diríamos) vas a olvidar ese pellejo acaso expuesto a los embates de la tierra y el barro que como hospedan saben también acometer (todo en realidad acomete) se recomponen tus miembros que en el trance de la separación supieron punzar o arder se curan por lo que de a poco vas siendo por lo ajeno de tu especie por ese andar despierto y consciente entre el follaje (el crujir del otoño te canta y sabés escucharlo/ traducís el trino de los pájaros el zumbido de las abejas y el aroma de la miel) tu especie es sembradío tus pupilas capturan

de lenguas y ojos inevitablemente

y siguen atrapando lo que desmenuzan y todo 40


todo todo eso te deja como un depredador asustado en medio del bosque adentro de la noche de las lunas nuevas que vuelven vuelven y vuelven a volver

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aprendiste a pescar a hacer fuego a usar el hacha cazaste otras bestias en el reino acéfalo del caos algunas enormes, sí, e incapaces de sobrevivir a tu destreza: creaste de a poco y desde el barro el adobe para tu cría llevaste el fuego al hogar y aprendiste a mirar sin un porqué a su alrededor: la leña tenaz nutrió las vísperas del sueño de los tuyos tanto te alimentó el ojo que tenés entrañadentro más de lo que hubiésemos podido imaginar algún día/ alguna noche tanto masticaste a través de los ojos que el estómago ya no sabe qué hacer a tientas en su oscuridad que es la nuestra algún día, o alguna de las noches de esos días, tal vez comience el desaprendizaje que estamos esperando

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MARTÍN DE SOUZA (Poemas inéditos y selección de Sonido involuntario y Fina estampa)

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Sonido involuntario (1998)

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este o aquel o ningún principio por esa casa, por ese lugar a través de ese hacia aquí por este espacio de memoria de olvido hay quienes dicen y por eso, se dice aquí antes que no se encuentre algún recuerdo y alguna cosa y un relato que se cuente, más de una vez pasa, se va y vuelve, y nos deja sin nada nuevo por decir, hombres, viejos

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Algún hombre percibe, llora, ríe. Sólo sucede y algo de alguna parte se despierta, se separa Arranca de él gruñidos, sonidos desvanecidos en la mente que no comprende que nombran ideas, recuerdos involuntarios y, despelleja silencios ante verdades aparentes y dice y sucede que algo se dice, algo se quiebra, algo se percibe

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afuera hay cosas, adentro hay cosas, lo cual es cierto y no sucede otra cosa que las cosas mismas sin embargo no ocurre nada necesariamente cierto y sucede que sucede que el hombre tambiĂŠn es una cosa y parece que eso fuera todo de este hombre y en verdad no es cierto

sĂłlo su apariencia

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alguna puerta es golpeada y parece que es importante que haya un golpe Es cierto, y sucede que un hombre desnuda su arquitectura y parece importante que haya un comienzo y el comienzo aparece, o la imagen de un comienzo y una puerta se abre, en tanto que algo golpea una puerta y se abre pero en verdad nada se abre y no hubo golpe y no sucede

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sin embargo algo llama a esa puerta: un hombre abre la puerta, y la puerta se abre, aparece una casa y ese hombre algo encuentra, recuerda algo, y rĂ­e y llora ese hombre que llama a la puerta, que parece su casa y en la memoria algo sucede, por algo recuerda

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desde alguna ventana en su casa, hacia la lluvia el hombre parece que mira ahora algo, y en verdad mira antes su casa, algĂşn cuerpo, alguna imagen, algĂşn cuerpo de imagen se adueĂąa de algĂşn argumento, alguna pausa, y sucede algo en esa imagen de una casa construida en la insistencia de la lluvia un hombre se mira desde alguna ventana

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desde el techo, en el piso, algo cae, golpea parece lluvia y el hombre observa el techo y el piso y algo que cae y golpea, que parece lluvia desde hace aĂąos desde el techo, en el piso, en todas partes se derrama el hombre queda en silencio se dirige a la puerta, y a la ventana, las abre. Espera

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ahora ese hombre está sentado y las paredes no existen, sólo los gestos de la pared que no existe y esa extrañeza que se adueña a veces, obscena, ingrata sucede que el hombre ahora está sentado y algo, como un gesto de paredes que no dicen, se adueña y por algo llora, por algo ríe, será por algo

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sucede que hay cosas que no se dicen y se saben ya pueden tirar la puerta abajo, sin embargo esas cosas quedan fuera, por esquivas no se puede dar cuenta de ellas y se quedan fuera de este mundo como algunos silencios en medio de paredes humanas, y sĂłlo pertenecen a otro mundo de otros, son sonidos de otra casa, extraĂąos, ajenos recorren esa casa que ademĂĄs tiene sus silencios y otras cosas no dice, por algo sucede que el hombre sabe y no dice y parece que no ocurren esas cosas

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y parece que no ocurren esas cosas que no sirven para nada, detalles sin construir de un proyecto de casa y a pesar de eso, el hombre se empeña en desentrañar algo, explicar más que un detalle que no es más que un detalle mira, desde la ventana de su casa, sorprendido voraz de saber como buen hombre y luego, como siempre se da cuenta que su mirada es un proyecto inútil, pero sucede que entiende y dice Las cosas que no sirven para nada, son las cosas que más sentido tienen

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es así que un hombre vive casi sin resistencia y tiembla como un niño, sabe que hay mucho por aprender construye su casa, sostiene paredes limitadas, como si supiera algo, está en su casa y se sienta y dice muchas cosas, y tiembla, en realidad habla por hablar como un niño, cuando algo muere se da cuenta que no cuenta, que no puede contar que no hay certezas, sucede que la casa se derrumba y entonces el hombre vive, casi sin resistencia y tiembla como un viejo hasta la muerte. Luego no hay memoria; y así es que un hombre vive

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algún hombre, ese, este hombre construyó su casa, adornó sus paredes puso cortinas a sus ventanas y varias cerraduras en la puerta como formas para su propia seguridad de negar algo que perturba, que no deja soñar decide negar a alguien, algún hombre, ese de esta forma puede soñar aquí y ahora este hombre sueña, y dice una leyenda, un mito, una imagen Sucede que ese sueño dice en verdad aquello que no se puede decir y que se olvida y que es verdad

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de más está decir, contarles que ese hombre no tiene algún nombre tal vez, sus ojos encierren algo parecido a eso un cuadro ya visto, sostenido en virtud de algo, alguna pared, por ejemplo que de cierta forma lo contiene, enmarca, encierra y le impide escabullirse, extenderse por alguna grieta hacia un espacio de tiempo de pared tan sólo posible cuando dice que ese cuadro no es un cuadro, y no nombra y algo cuenta Y sucede

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y este ese algún, hombre desnudo percibe, separa un hombre de entre las cosas, construye una casa y ahí aquí, llora ríe sueña, queda mudo, muerde su mente espera sentado su muerte con cosas que dice que no dice y entiende Y así algo cuenta. Pero, en el transcurrir se da cuenta que hay cimientos, tierra, algo más debajo de esa imagen de casa construida, algún significado que la sustenta y, entonces abre algún sentido que las cosas tienen y sucede que se cree decir y se dice y no, algo que se quiebra, se percibe, se cierra, algo que se abre. Sucede que sucede algo, como un gesto, una leyenda

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no tengo una casa, un relato, una historia sรณlo una imagen de algo que ampara que envejece hasta morir, hasta derrumbarse una casa sola, quien recuerda una imagen, sola. No hay nada en esa casa ni una palabra que prometa, ni un relato, ni una historia mรกs que la historia que no es historia ni relato ni promesa ni palabra ni aliento, sรณlo un transcurrir de una imagen que ya no es

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Fina estampa (2001)

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Es el momento de espera. Sólo llueve de llover y no, nadie llora la lluvia es aquí algún lugar y viene bien estar abajo del caballo hasta que amaine, tal vez sea lindo estar bajo techo pero sé qué ven mis ojos y los tuyos cuando miramos a los ojos y aparece una mirada del hecho: la lluvia es la lluvia misma y no, nadie llora. Llueve de llover ¿no?

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¿Será posible mirar el campo, la historia al galope tendido viendo pasar nubes más veloces que el viento? No hay memoria sin movimiento que ilumine la distancia, una vez más el hombre así golpea el tiempo con su frente. ¿Es la esperanza y el deseo y la imagen, espejismo? Una ilusión, si el deseo es imagen de esperanza repatriada, ánima que va por el campo, galopando.

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Hay una línea, según cuentan los libros inventada por alguien, un matrero, para estaquear con la palabra sur a esta tierra al sur de su propia tierra, un modo de parcelar el campo, dividir la hacienda y decir para que nadie olvide, quién es el dueño de decidir sobre la tierra y la palabra. Pero la línea no alcanzó, parece ser, y fue necesario hacer silencio al sur de esa palabra sur. Y así es que nos olvidamos aquí de la palabra y decimos mapu al sur, más sur que la palabra sur.

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Es del sabio popular decir que el hombre es el único animal capaz de cometer más de dos veces la misma fatalidad. Los entendidos, dicen tomando parte, que es un animal superior, por eso del raciocinio, o de la virtud de amar, para los más románticos. Lo cierto es que aquí daríamos la partida por igual al sabio popular y a los entendidos. Hace tiempo, gente de la mapu, fue llevada en varios viajes desde el puerto a una isla del Río de la Plata, para luego arrojarla a las aguas y borrar las huellas de su muerte. Un siglo después esta historia errónea se repite en el dolor y el amor de todos los que fueron y están, para recordarnos el plan de borrar que esgrime el hombre cuando se convierte en matrero.

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Hay por estas tierras pañuelitos blancos buscando consuelo y verdad de penas de vuelo en vuelo. No hay más ciertos más blancos que estos pañuelitos de las machis señalando a aquellos que cambian de tiempo en tiempo, pensando que nadie recordará su cara y su cuchillo de matreros. Pero aquí una memoria india y gaucha desde el olvido agita también su blanco pañuelo, viene a galope tendido, a dar su corazón. Ha ido a los campos, a los desiertos, a los pueblos, al río y al mar a revivir hondos misterios, y viene entonces marí marí, buen saludo, para enfrentarse luego al terror de sus enemigos, los matreros.

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a mi padre

Un caminito te lleva, caballero de fina estampa, un lucero alegre tu andar paseas en el país de campos y mares por un lugar de patios y zaguanes y conventillos y plazas encantadas donde sonríes tus sueños, orilla que he de recorrer y quiero alcanzar si puedo, tu fina estampa, caballero, memoria leal que la mirada y el corazón defienden, qué si no pudiera guardarte, caballero, quién sonreiría sino el sueño.

69


Oh dios, Nguenechén, lo bueno del amor que otros en mí reflejan, dirás que busco silencios, una redención por las calles de una ciudad en restos, zaguanes sobrevivientes, que del corazón confiesan el beso de un sueño, tu bien Nguenechén, el vibrar de los árboles risas, los chasquidos repetidos del caballo que detiene su andar cirujeando el bien busco entonces en las calles esos besos, abrazos, algo que me desecha y construye Nguenechén, los restos de una historia, tu amor.

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Una mujer sabia dejaba atrás su historia fecunda en días. No animaba sus pasos la nostalgia cuando entrando al subte desvió su camino, se acercó a una imagen, y después de besarla balbuceó unas palabras escritas al pie: "Oh, virgencita de Luján, guíanos a la patria celestial". Luego con paso firme y lento, la abuela siguió su camino en busca de sus futuros pasos, del rumor de un pueblo.

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(inĂŠditos)

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II. estación avellaneda

Iban embanderados como forma de cobrar identidad en la multitud de su anonimato. Hablaban en el tren se alentaban, unos a otros, contiguos en el sitio mínimo de la respiración, hasta que las puertas de los vagones se abrieron, y el rumor creciente los llevó desde el andén hacia las calles hacia el puente a la ciudad, al mundo capital que parece limitar sus destinos, sabiendo que a toda resistencia, una fuerza enfrenta su potencia, en la física brutal de los hechos. No tardaron en aparecer los disparos entre persecuciones y golpes fatales para esos cuerpos en el piso, inánimes bajo el humo fantasmal de los gritos. Y en el cartel, estación avellaneda, aún quedan los impactos, aunque intenten desaparecer los rastros en el nombre, aquí, permanecen en nosotros cuando se abren épicas las puertas del tren y ellos vuelven y se asoman, con paso heroico rumbo al viaje insobornable de la historia.

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La memoria del padre (fragmento) “Ya no busco senderos, los aguardo.” Carlos Mastronardi

1. yo adivino el parpadeo, la mirada febril que se pierde con los años, copia ajada ni bien se retira la experiencia vivida y pura novelita inventada si se nombra. Entonces parece que es mejor no hablar. No, no tendríamos que pensar así, viejito, el silencio se nos ha venido encima, como si no lo supieras, detrás de ese vacío que la memoria y el olvido crean a sus hijos. Yo no sé; sin embargo, adivino cuando viste por primera vez a esa chica, la invitaste a pasear, era buena, decías, en tus pocas palabras yo adivino las sonrisas, el parpadeo sugestivo las caritas sonrosadas, lo adivino caminaban por la calle, despacio mirándose por instantes; esa joven con temple fuerte, impetuosa a la que sólo le hubiese faltado fumar a lo vamp, como Bette Davis o Stanwyck, desatando bocanadas de niebla; pero allí estabas, todo un picaflor, lo adivino, rendido a su parpadeo, ¿ya habías caído? ¿tuya es su vida, tuyo es su querer? tendrás dos hijos un perro una casa un trabajo fijo, 74


intentarás tener un auto acorde a tu bolsillo, te irás de vacaciones cuando puedas y, en un parpadeo empezará la rutina a hacer su efecto, mandarás a gritos y portazos en la casa y ahora la mujer se llevará su fuerza a otro lugar, a una escuela y, siempre, cuando vuelva, llegará con ella "me quieren ver muerta, van a ver cuando no esté", y un médico le dirá que debe operarse con urgencia el corazón, y no lo hará, “es muy caro, no podemos”, murmurará mientras cocina y le dará a su hijo menor a probar la salsa que habrá hecho con esmero vendrá una dictadura infame unida a la tortura y a la muerte a una guerra en el Sur que traerá sus nieves plateadas, su frío intenso hasta su fin, y entonces la fuerza de esa mujer se rendirá en un taxi al venir de la escuela, y ocurrió en menos que un parpadeo, viejito, y ahí te diste cuenta de que faltaba, que desaparecía algo más que tu mujer.

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MARร A CHEB TERRAB (Selecciรณn de poemas de Piel asteroide y cuatro ilustraciones)

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Mujer sentada

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Imposible saber si estoy entera aunque parece improbable La historia va gastando los bordes reemplazando pedazos Tal vez haya perdido el pie en esa guerra de primer grado El corazรณn resistiรณ hasta el baile de fin de ciclo

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QuĂŠ dicen mis piernas que no escuche la historia que corre por mi forma CĂłmo la alcanzo con palabras Los recuerdos no sirven para traer de vuelta a las personas

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Un cuerpo desaparece en la mitad del camino —¿Qué pasa? —Nada, me acomodaba el zapato Si te movés te veo Tu piel sigue ahí

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Tercer rostro

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Hay una flor aquí estaba abierta y se cerró La vida es vida aún si aparece inmóvil Un cuerpo es movimiento aunque parezca muerto

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Se le sale la rueda a un camión y te da en la cabeza queda retumbando el desconcierto y baja hasta el corazón por la columna Cómo hace el cuerpo para seguir su curso un nudo en el estomago una bola en la garganta en cada muñeca una vibración No hay herramienta que te saque de acá Cómo haces para moverte cuando ya no tenés pulso

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Mi cicatriz más grande la tengo en la pierna Podría decir que fue en la guerra pero mentiría Me la gané feliz atravesando un plástico Esta herida me recuerda otras que ostento En cuarto grado una ventana me abrió la cabeza por suerte el corazón estaba intacto

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Pรกjaros en la cabeza

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Cuando golpea un asteroide en el caos crea la calma un hoyo profundo la vida flotando blanda que podĂŠs atravesar

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Es la piel suficiente testigo de las cosas que pasan CĂłmo no hay un choque con cada tacto Cada movimiento pone en peligro al mundo Cada impulso un asteroide NingĂşn resultado es como esperamos

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Si la realidad se fija en mi piel la ilusión qué es ir a contrapelo de los hechos o la ficción es hacer cualquier cosa posible Desandar las marcas cambiar

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Fruta

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No te olvides si bailaste si doliรณ Cรณmo el esqueleto se mantiene unido

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Hay cicatrices que corren como ríos pasan y pasan para siempre seguras de su curso Puede uno olvidarse de dónde vienen cómo llegaron ahí pero la marca es obvia Prestan servicio de la evidencia de la vida

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Migración infinita no imaginamos que la vida termina en lo más próximo Qué voy a llevar al cohete que me salva música que suene el cuerpo se ponga en movimiento La tierra colapsa fuego interno carcome los bordes asteroides adentro pujando por salir

destruir

el recuerdo de alguien me acaricia la cabeza Somos planetas a punto de chocar vamos hay una fiesta conozco a tus amigos me mudo a tu casa la pasamos bien Oigo decís de mi lo que nunca nadie dijo Me llevo la amplitud de la felicidad 93


antes de la guerra Quizás ahora que esto se acaba y me estás buscando me podés encontrar construyendo un arca enorme contra el fuego

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MARA BEGER (Poemas inĂŠditos con ilustraciones de Alejandro Bernero)

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Mitad y mitad

Aceptar que las cosas podrían estar mejor si no te hubieses sentido mirada desde que cumpliste los catorce años. A esa edad vieron algo que no habías visto o que aún no te importaba. Regalaste el momento de conocerte al qué dirán y en vez de ser verdadera, dejar salir algún balbuceo, se impregnó en vos, la pose. Un traspaso, el desliz de la locura del padre del niño de la ausencia a ser deseada y contentarte con eso. Llegan los dieciocho, agarrate, agarrate cuando te preguntás quién sos cuando viene el ruido de la cabeza la vida te corre a un costado y te dice: minga la protagonista. Minga, estás derrotada. Gritás que dejen de mirarte pero ya no te mira nadie. Ahora sí, salí a la calle, conseguite un momento de paz, ahí tenés los libros, las plazas, paseá por los jardines, hermosa, con algún pensamiento que te pertenezca. Agarrate cuando estás compuesta por la mirada del otro. Hundís la cabeza porque nunca 97


te acariciaste la piel a solas. Te incomodan los brazos, las piernas, el sexo porque nunca te dijiste una cosa amable, agarrate cuando llega ese dĂ­a que rompĂŠs el espejo y con un pedazo intentĂĄs cortarte la cara al medio.

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Lo que dura la noche

ya me dijeron lo que me querían decir hablaron de mí, por mí, contra mí, conmigo: cuánto se me quiso y lo que no se me quiso nunca. ¡Mariposas! quedaron para siempre en silencio. Vivo tentada y siempre estuve así en los alrededores. No me espío porque no lo aguanto. Me miro todo lo que creo que me miro y me sostengo con los huesos lo que dura la noche. Todavía espero. También mentí frente al peor sol. Todas las palabras que dijeron se ajustan en el último salón de la boca me atan el pelo, me obligan a ponerme las zapatillas. Busco la imagen el comienzo del gesto de las personas que nunca dicen lo que quieren decir. 100


Sรณlo ese comienzo que revolotea sobre sus amplias bocas.

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Joven

Joven en el aeropuerto no puede decir nada del embarque. Joven, muda va al café como puede saca su corazón y se lo come con las manos. Ve a un hombre mover la boca —No ensucie—, y le da una servilleta. Ella agarra envuelve come traga, arranca con los dientes carne cruda pelea sacude y cae al suelo. Golpea seco su cuerpo rojo contra el piso blanco del aeropuerto. Joven, un tormento sin traducción, algo por descubrir que se va a quedar en el centro del corazón quebrado como algo natural.

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NARRATIVA

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La prueba Por

JUAN MANUEL ONTIVERO I Hoy me saqué un moco. No sabía que se podían hacer tantas cosas con eso. Me lo arranqué de la nariz —metí el dedo bien adentro, ustedes sabrán más que yo— y fui amasando con mis dos dedos una pequeña bola que al principio era pegajosa, y luego adquirió elasticidad y se desprendía fácilmente de la piel. Con esto quiero decir que no se me pegoteaba en los dedos como los dos anteriores que me saqué en la hora de lengua. El moco es bastante verde y tiene algunas arterias, por así decirlo, que lo atraviesan como a un corazón. «Es como si te hubieras sacado el corazón», me dice Paula, mientras espío por arriba de su hombro que la señorita no me rete por no prestar atención. Está explicando todas las precauciones que debemos tener en cuenta a la hora 107


de hacer la prueba. Lo ideal sería pegarlo debajo del banco, pero ¿y si se dan cuenta? Todo el esfuerzo que hice para mantener mis notas y para ser la abanderada del curso, además de la mejor compañera (tengo dos diplomas que mamá hizo encuadrar y les cuenta a todas las personas que visitan la casa —no son muchas— que su hija es esto, que su hija es lo otro), va a ser en vano, si la señorita me ve con el moco en las manos. Bueno, podría pegárselo a Esteban en su guardapolvos, total él casi nunca presta atención y me importa poco lo que pueda decirme, si se da cuenta. «Paula, no te voy a mostrar el moco, ahora no puedo, date vuelta que la señorita nos está mirando». Bajo el brazo izquierdo por debajo de las piernas y sigo amasando, en silencio, esa masa grisácea que ahora es el moco. Cada tanto lo miro de reojo, como si fuera mi bebé. Es mi primer moco en toda la escuela, en toda mi vida, por eso lo estoy escribiendo, si no, les hablaría de otra cosa. La primera vez que vi a alguien no sólo sacarse un moco, sino también llevárselo a la boca como un caramelo fue a Alicia. Durante el acto por el día de la bandera. Ella sí que sabe cómo actuar en estas situaciones. Alicia iba a sexto y yo a cuarto. Durante los recreos nos juntábamos a hablar mal de las otras chicas. De los chicos no hacía falta porque ellos mismos eran tan idiotas, pero nuestras compañeras siempre querían competir con nosotras. Alicia me contó en un recreo que vivía con su mamá, sus hermanos y el novio de su mamá, un señor «fracasado» que tiene once hijos, y esto lo dijo ella, yo no hablo mal de los padres porque el mío murió el mes pasado, de cáncer de pulmón. Y eso que no fumaba. Alicia siempre me escuchó en los recreos, pero no pude contarle lo de papá, sólo hablábamos de su padre. Yo a mi papá lo extraño mucho, por eso ahora quiero tomarme revancha contra todos y pegar este moco en el banco. Si me mandan a la dirección a firmar el libro de disciplina, qué me importa. Quizás así logro que Facundo por fin me hable. Él casi nunca tiene que estudiar para sacarse buenas notas; no sé cómo no me gana la bandera. Vino a casa con su mamá cuando la directora organizó esa reunión por el «mal comportamiento del curso» y hablamos bastante. Me trajo flores rosas y azules de plástico. Después jugamos un rato al Life y me contó que quería construir puentes cuando 108


fuera grande. Y manejar aviones. Le dije que primero tenía que aprender qué era un modificador directo, y los dos nos reírnos. Ay, es tan lindo. Pero no se anima a decirme nada. Ese día, su mamá lo llevó del brazo y le dio un par de órdenes. Creo que es ella la que lo hace ser así. Si tuviera un padre, capaz se comportaría de otra forma. Quizás peor que ahora. Me sentiría mejor si Facundo fuera mi cómplice en este momento en que pego el moco debajo de mi banco, pero no puedo, no sin alguien que sea cómplice. Paula me aburre, siempre se cuelga de mí, no hace nada original; siempre soy yo la que hace los chistes o las bromas. Pero eso sí, como me dijo papá, tengo que estudiar y tener buenas notas para ser una buena persona. Cuando la señorita me entregue la prueba, le voy a pasar el moco por su guardapolvos. Si total… ella siempre viene de buen humor y no va a creer que fui yo. Seguro piensa que fue Esteban o Claudio, que no vienen más que a calentar el banco, como les dijo la señorita de plástica el otro día. Hoy tenemos prueba de matemática y estuve una semana entera estudiando. Cómo despejar la x y ecuaciones de segundo grado. No es tan difícil; lo difícil va a ser pegar el moco en el guardapolvos de la señorita sin que ella se dé cuenta. Miro por la ventana y veo cómo el sol entra hasta el escritorio de la señorita. Ahora se acerca, pasa banco por banco. «Grupo A, grupo B, grupo C». Tres evaluaciones distintas. Igual puedo hacer las tres, si quiero. Ya sé: si se da cuenta del moco, le digo que le hago las tres evaluaciones, ya está, viste que para algo sirve la matemática. «Romero, guarde su carpeta debajo del banco; Villorio, Villa, ¿quieren que les ponga un 1 y llame a sus padres?» Pobrecitos, ojalá me dijera así a mí. Le diría: «Sí, señorita, llame a mi padre y dígale que yo también quiero hablar con él, dígale que lo extraño y que me dé un abrazo antes de irse de nuevo», porque me dijeron que nadie puede volver de la muerte, pero a veces pienso que papá sí podría, él podría hacer cualquier cosa. «¡Pereyra, siéntese bien, por favor!» Pereyra es lo peor del curso. Me corre una sensación de alegría cada vez que lo retan. En el recreo le dicen «el mondongo», pero yo nunca me reí. Al menos no delante de él. Durante la hora de geometría se dedica a clavarles el compás en la espalda a sus 109


compañeros. Amaso el moco. La señorita se acerca. Su sonrisa apuntándome como una pistola en la cara me asusta. Disimulo. «Su evaluación, Cavalcante». Cuando da la media vuelta, estiro suavemente la mano y le pego la masa gris y gomoso que ahora es el moco, el primero que me saqué en mi vida. Se da vuelta, la señorita. Mira para todos lados con los ojos exaltados. Seguro piensa que alguien quiso o que alguien efectivamente le tocó la cola. Parece aterrorizada. El moco, de hecho, está en su muslo izquierdo. Camina como si se hubiera olvidado algo hasta el escritorio y, antes de sentarse, pasa su mano derecha por los pliegues del guardapolvos y el encuentro entre el moco y su mano ya es inevitable. Las evaluaciones no son difíciles, puedo hacerlas en media hora.

II

Hoy es el día de la bandera. Mamá me puso la escarapela y me peinó. En realidad me hizo trenzas. Odio las trenzas. O quizás odio que ella elija qué peinado tengo que llevar. A Camila no le hicieron trenzas, pero igual ella es fea. Camila es la segunda escolta. Mamá me preparó para que no me faltara nada en el acto. Salvo ella, que dice que no puede venir porque tiene que trabajar. ¿Justo hoy tiene que trabajar? Si nunca trabaja. Me hizo unas trenzas a las apuradas mientras preparaba el café con leche y las tostadas del desayuno y me dijo Beatriz, más vale que hoy estés presentable, más vale que no hagas otro escándalo en la escuela porque te juro que esta vez te cambio. ¿De qué?, le pregunto, ¿de ciudad, de país, de continente, de mundo? Ojalá me cambiaran de mundo, éste ya me parece bastante aburrido. Sobre todo con el silencio que hace mamá cuando le pregunto de qué me va a cambiar. «Comportate, Beatriz«, es lo único que escucho. El café con leche ya está frío, al igual que las tostadas. Mamá me obliga con la mirada a tomarlo. Le hago caso, total ya sé que después me va a doler la panza —como casi siempre— en la escuela, y la tía Mariela 110


me va a tener que ir a buscar y repetirme una y mil veces que soy su princesita, que cuide a mamá que está sola, que hace muchas cosas por mí. Pero quién cuida de mí. Quiero preguntarle, pero no me sale. Hoy es el acto por el día de la bandera y si me llega a doler la panza justo en medio del acto, voy a revolear todo a la mierda. Perdón por esa palabra. Ya es el último año; no es como el año pasado que me hicieron firmar el libro de disciplina por haberme sacado el moco en la clase. Vamos a la escuela en el auto. Mamá maneja sin mirarme. Parece que tampoco ve hacia adelante, es como si mirara hacia la nada, como si fuera ciega, la imagino con ojos de nictálope. Esa palabra descubrimos esta semana en clase, con la nueva señorita de lengua. Me gustó cómo sonó y comencé a pronunciarla hasta que perdió el sentido. Después la busqué en el diccionario y me di cuenta de todo. Papá es un nictálope que vive en la noche y me cuida, o más bien me protege de la maldad del mundo. De eso estoy segura, mientras él pueda mirar en la oscuridad — porque me dijeron que la muerte es sólo oscuridad, por eso nadie puede hablar de ella— voy a estar a salvo de cualquier mal del mundo. —Haceme el favor de dejar ese cuaderno, Beatriz, comportate. —Pero a mí me gusta escribir mientras vamos a la escuela. —Ya sé, pero la última vez te llenaste las manos de tinta. —¿Y? —Y hoy es el día de la bandera, querida, no quiero que te vean con las manos así, van a pensar que tenés una mala madre. ¿Acaso no la tengo?, pienso, o escribo. Y hago un dibujo. Y escribo la frase otra vez. Pero mi madre toma el cuaderno —me lo arranca de las manos— y se lo guarda en el bolso. Enseguida grito que no voy a ir a ningún acto hasta que me devuelva el cuaderno, que es ahí donde escribo todo lo que me pasa, y sé que por este cuaderno ustedes me pueden leer, y no me guardo nada. O sí, capaz algunas cosas pero no tantas, no tantas como quisiera. Y no debería hacerme tantas ilusiones con esto del día de la bandera, porque Facundo me dijo que no iba a ir. Ya casi no nos vemos desde que él se fue a vivir a otro barrio. Yo lo extraño y le mando mensajes todos los días. Pero no sé por qué él me responde a las diez horas o a 111


veces a los dos o tres días. No importa, sé que tengo que ser perseverante, como me dijo la tía Mariela, sólo así se puede conseguir algo. Y le creo, aunque aún no haya probado su hipótesis. Esa palabra también la aprendí esta semana, en la clase de ciencias con el médico del pueblo que nos da clases. Pero esa palabra no me gusta, es demasiado seria, y creo que no puedo usarla libremente como me gustaría. Todavía no estoy preparada. Si estuviera papá, seguro me la explicaría de pe a pa, con ejemplos y todo. La última vez que lo vi él estaba… Bueno, no. Hoy es el día de la bandera. Debo estar presentable, como dice mamá. Aunque ella no esté para ver si lo estoy o no.

III

Nos acomodó la maestra en fila y nos llamó, a Camila, a Victoria y a mí. Fuimos las tres a la dirección mientras las otras señoritas acomodaban todo para el acto. En la dirección nos dijeron todo lo que teníamos que hacer: cómo entrar al acto, cómo cantar el himno, cómo pararnos, y que bajo ninguna circunstancia —esto lo dijo levantando el dedo índice y sacándose los anteojos culo de sifón— se nos ocurriera reírnos, que debíamos permanecer como soldados durante todo el acto. Como soldadas, le dijo Camila, y la maestra no le dijo nada. Vayan, murmuró, y miró por la ventana, con los dientes apretados. Era un día de lluvia horrible, de ésos que hacen que no puedas salir a jugar con tus amigas al parque. Anoche soñé con vos, le dije a Facundo apenas lo vi, pero él ni me miró o se hizo el que no me vio cuando entró con su mamá de la mano. Fijate que tenés una trenza desatada, Beatriz, me dice Camila; la perdono, no le digo nada y corro hasta el baño para acomodarme. No tengo nada, las trenzas están perfectas, mejor que lo que imaginaba. Esa Camila siempre me hace bromas, todo para hacerme perder el tiempo para que después la señorita me rete. Vuelvo del baño y pasamos las tres. Primero me acomodo la bandera, noto que es un poco 112


más pesada que la del acto anterior. Camino unos pasos hasta el centro del salón de actos y la bandera me pesa cada vez más. No sé cuánto tiempo voy a poder sostenerla. La señorita Gabriela se acerca y me dice que ponga cara de seria, que no me ría. Cómo me voy a reír, si esta bandera pesa como mil kilos, pesa más que el cajón de papá. Cuando lo llevamos a la capilla del cementerio les pedí que me dejaran ayudarlos; hice tanta fuerza que creí que adentro habría ladrillos y no mi papá muerto con su velo negro. Hasta hoy, que sostengo la bandera, creo que el cajón de papá está lleno de ladrillos y él está en alguna parte del mundo. Seguro escapando de los retos de mamá, que no lo dejaba ir al bingo los domingos porque sabía que… Bueno, no sé. No estoy acá para juzgar a mi papá, ya demasiado tiene con no verme y no estar en casa. La bandera —el asta— es tan pesada que miro de reojo a Camila y le hago una mueca: tuerzo la boca hacia un costado y revoleo los ojos. No creo que ella entienda, me mira con asco y vuelve la cabeza hacia adelante, donde la gente aún aplaude cuando dicen hace su entrada la bandera de ceremonias. Por fin dejan de golpear las manos y puedo apoyar la bandera en el piso. El asta es tan pesada que quiero renunciar a ser abanderada, o mejor, renunciar a la escuela y salir y viajar por el mundo como la tía Emma. Primero, ir al cementerio y ver si realmente el cajón está lleno de ladrillos, estoy segura de eso, pero quiero comprobar mi hipótesis, como me dijo Lucía, tenés que comprobar tu hipótesis, si no, nadie te va a creer, ni vos misma. Después, irme por el mundo. A continuación entonamos las estrofas del Himno Nacional Argentino. Vuelvo a poner la bandera en la cuja y la sostengo con fuerza. La banderola me atraviesa el guardapolvo y me quema. Casi no puedo cantar. Todas las personas en el salón me miran. Ya no aguanto más, pienso, ya no aguanto más, ¡por qué me dieron esta bandera con el asta tan pesada! Seguro es un castigo por lo del moco. La señorita Gabriela me mira de reojo y sigue balbuceando el himno. ¡No aguanto más!, grito, y dejo caer la bandera hacia el costado, justo sobre la cabeza de la directora Alicia. Enseguida todos se tapan la boca, incluso los testigos de Jehová que ni habían cantado el himno y tampoco quieren ser 113


abanderados y aspiran, a lo sumo, a casarse entre ellos y ser electricistas o albañiles. Una vez fue uno a casa a arreglar unos cables y le habló a mamá todo el día sobre «el reino de Dios». Las madres y algunos padres se reúnen alrededor de la directora. Yo sigo llorando sin parar, no tanto por el horror sino porque el asta me lastimó la panza y me sale sangre, claro que no tanta como le sale a la directora Alicia. El himno sigue sonando de fondo ya a su trono dignísimo abrieron, las provincias unidas del sud; yo no sé qué hacer. Alguien llama a una ambulancia, los pies de la directora se mueven de arriba abajo, como si sólo sus piernas tuvieran convulsiones y el resto del cuerpo quedara quieto. La última vez que vi una convulsión —y ahí aprendí el significado de la palabra— fue cuando mamá vino con un amigo —según dijo— y cuando me levanté en mitad de la noche a tomar agua lo vi recostado en el futón, las piernas moviéndose como si quisiera correr y no pudiera. Enseguida salió mamá de no sé dónde y me explicó que era una convulsión, que subiera a mi cuarto, que eran cosas que las nenas no pueden ver, que me tapara los ojos «de inmediato». No entiendo, entonces, cómo me dejó en esta escuela donde estoy viendo cómo convulsionan las piernas de la directora Alicia.

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Pilates Por

JUAN MANUEL ONTIVERO

Antes de comenzar pilates yo era casi otra persona. Comencé a tomar otras decisiones, me empezaron a gustar otras cosas que antes odiaba o me parecían repugnantes o asimismo banales. También tomé algunas malas decisiones, eso sí, porque estaba viva, pero a la vez algo me hacía pensar que nada de lo que me ocurriera podía semejarse a los años que tuve que pasar encerrada en la casa del bosque. Pero esa es otra historia. Yo no me podía parecer a nadie, mucho menos a mis amigas, que pensaban en cualquier otra cosa antes que conectarse con el cuerpo. Y no digo el cuerpo así nomás. Me refiero al cuerpo que somos, una sola cosa. Por eso digo que antes de comenzar pilates yo era una chica totalmente distinta. No me interesaba ir a los conciertos sola, ni tampoco me adjudicaba el placer de creerme algo levemente distinta al resto, simplemente pensaba que vivía, que podía vivir así sin que nadie 115


viniera a mi casa a molestarme, mucho menos después del trabajo, que era cuando estaba más tranquila. Había comenzado a tomar pastillas después

de

tener

un

problema

de

insomnio

que

se

extendió

aproximadamente por siete meses; nadie podía sacármelo. Comenzaron a tratarme de loca. La gente de mi ciudad, bastante creyente en estos problemas, me apartaba la mirada cuando me veía por la calle. Fui a curanderos, gurúes de la magia, me vi envuelta en rituales a la orilla del Ctalamochita que nunca imaginé pudiera asistir sin que alguien quisiera penetrarme. Llamaba a deshoras a Claudio o a Juan, para que pudieran asistirme en lo que yo creía serían mis últimas horas. Antes de comenzar pilates, yo había creado todo tipo de vínculos basados en el sufrimiento de los otros, me alimentaba de su dolor; yo siempre trataba de consolarlos y darles contención, de decirles que no le temieran al futuro ni a ninguna de esas cosas que se imaginan siempre los hombres. Por eso comencé pilates y a partir de ahí fue que no llamé más a Juan ni a Martín ni a Pedro, y comencé a hacer la mía. Luego de darme cuenta de que podía prescindir de ellos a cualquier hora del día, comenzó a repetírseme la constante y galopante idea de dejar de hablarles para siempre. Esto me daría una libertad infinita. No podía incomodar a nadie que no quisiera, pero a la vez tampoco podía dejarme morir consolando a esta gente. Comencé pilates un viernes a la tarde, y a partir de ahí, descubrí un mundo lo que se dice nuevo. Nadie sabía explicarme cómo yo había pasado la mayor parte del tiempo de mi vida sin haberlo probado. No quise pensar más en esta circunstancia más que por algunos sueños —que por suerte ahora sí tengo— en los que reflexionaba y luego, al despertar, los olvidaba. Yo había descubierto que pilates no sólo era un lugar al que se podría ir a conocer todas las diversas e infinitas partes del cuerpo, sino que la comunidad que asiste a esos salones puede entender cosas que el resto de la gente no, pongamos por caso, los abuelos que toman vermú en el bar del edificio. Recuperé la memoria y, a partir de la segunda semana, yo ya era otra, completamente distinta, tanto que al mes le dije a Claudio que se fuera de la casa, que me quería quedar sola, que podía vivir sin un hombre como él en la casa. Él me miró 116


como si lo hubiera estado esperando y no se hubiera animado a decírmelo, claro, él nunca se animaría, solamente esperaba paciente que las cosas se salieran de su eje y así no se quedaría con ningún tipo de culpa ni remordimiento ni nada. Me quedé viviendo sola y el cambio fue muy importante. Ya no me preocupaba casi nada, salvo ir a la clase de pilates, aprender idiomas, conocer gente sin que te escribiesen a cualquier hora, como si no tuviéramos otra vida luego de ellos, leer, leer, leer buena literatura, no tanto esa que se promociona como una crema antiarrugas, jugar, salir con amigas, conseguir un mejor trabajo. Cuando Claudio me llamó, que había muerto su papá, me vine hasta Tierra del fuego. Yo nunca hubiera venido si no hubiera sido por el papá, que fue el que me regaló la casa y el departamento cuando eché a su hijo de mi vida, y me puso una cuenta para que yo retirara anónimamente mil dólares mensuales. Y eso acá es mucha plata. Y no podía quedarme sin plata. Además, el señor Brown cada tanto se quejaba indiscretamente de su hijo. Así que apenas Claudio cortó, le escribí a la profesora diciéndole que faltaría a las clases, por lo menos durante los próximos dos meses, que me bancara y que no aprendieran tantas cosas nuevas sin mí. Antes de comenzar pilates mi vida era la de otra persona. No hubiera podido tomarme el avión y venir hasta Tierra del fuego para asegurarme de que la plata siguiera estando, por mes, los mil dólares. Eso, para vivir en Argentina, es mucha plata. Y yo, que vivo en Buenos Aires, me alcanza y me sobra. Me reparto la plata para las cosas que quiero hacer con urgencia —ir al cine, comprar libros, viajar cada tanto a otra provincia, quedarme en hoteles cuando me toca escribir sobre algún acontecimiento que considero importante para el blog—, y las que no son tan importantes pero sí son necesarias: comprarle comida al perro, comprar harina para hacer el pan, pagar las cuentas, las de la luz y la de internet, guardar plata para comprar semillas. Para todo lo otro, me las arreglaba. Casi siempre conocía a alguien que me pagara las cosas; yo no podía darme el lujo de gastar tanto, si solamente soy una periodista independiente que cobra por los anuncios de Google por subir videos de noticias propias y sacadas a la luz sin ningún tipo de esponsoreo empresarial que pudiere 117


desarticular la intención que yo tengo cuando escribo, cuando lo saco a la luz. Sacar a la luz era una tarea que se había autoimpuesto el periodismo apenas nació. Pero después, la mayoría fue comprado por otras razones, quizás ligadas al (falso) reconocimiento por dinero. Y para producir un mínimo cambio antes de la autodestrucción humana, se necesitaba dinero. Mucho. Y el que me daba el señor Brown por mes me bastaba. No deseaba bajo ninguna circunstancia que eso dejara de pasar. Ahora que el papá de Claudio, el señor Brown, ha muerto, ¿quién me pagará? ¿Habrá dejado a alguien a cargo? ¿quizás habrá tenido una empleada que le hacía todas las cosas y ese dinero era sólo una circunstancia burocrática más, dirigida hacia a mí en este caso, pero bien podría haber estado dirigida a una coya que vive en el alto Perú? Estas preguntas me atormentaron cuando el avión estaba aterrizando. Cuando me bajé me preguntaron si estaba bien, si necesitaba algo, pero antes me pidieron unas disculpas que parecían ser bastante sinceras. Les dije que no había ningún problema, salvo por la valija, que se había perdido y probablemente había ardido con la cola cuando el avión se partió en dos apenas aterrizamos. Me preguntaron si quería hablar con la prensa y les dije que lo único que me importaba era encontrar un lugar donde dormir, porque la verdad era que al no ir a pilates por un día, el insomnio ya me empezaba a subir. Me aturdieron un poco los flashes de luces que supuse eran de las cámaras de fotos de cientos de personas, seguramente eran periodistas de blogs no muy independientes. El avión había aterrizado y se había cortado casi por la mitad, a la altura de la cola. El piloto, un ruso apellidado Rerósovich, elevó demasiado la nariz de la nave y el avión tocó pista con la cola, las ruedas no llegaron a tocar el piso desde que salieron en el aire para aterrizar. Yo venía en la parte de adelante, más al medio, y vi cuando el viento entraba de golpe y parecía que te iba a sacar la cabeza cuando apenas se lo propusiera. No tuve miedo, porque respeto mucho a la muerte, y sé que cuando me llegue la hora, no puedo mirar para otro lado, eso va para todos. Luego de la conferencia de prensa en la que participé a la fuerza, me fui a un hotel que la compañía me ofreció.

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Me desplomé en la cama, pensando en cómo la chica que venía sentada al final de la fila probablemente se habría carbonizado. Una chica alta, alemana. El pelo rojo. Tenía el acento alemán muy marcado y me había dicho que venía a Ushuaia a investigar la música de los antepasados. Hablamos de tribus selk’nam en el bar del café y pronto nos hicimos amigas. Salimos juntas a fumar, a pesar de que ya habíamos hecho el check-in en el aeropuerto. —Viste que de algo sirve fumar. —Sí, menos mal que me pediste ese cigarrillo, aunque vos no fumes. —Callate, vos qué sabés. Después de pasar casi tres horas dando vueltas por el centro de compras, mirando perfumes importados que no pagaban impuestos, anunciaron que en cuarenta minutos aproximadamente el avión estaría en condiciones de volar a través de la tormenta. El atraso era atroz: miles de pasajeros dando vueltas por el aeropuerto, comprado cosas que inútiles que jamás hubieran comprado si hubiesen estado en otras circunstancias. Le dije a Rebeca que no, que no subiéramos, que nos quedáramos las dos solas ahí, en el aeropuerto, debajo de la tormenta, y que nada más pasaría. Le dije esto y ella no supo qué decir, emitió unas palabras que supuse era alemán. Subimos al vuelo pero por suerte teníamos elecciones diferentes: ella decía que la parte más segura del avión era la parte de atrás, pero yo le discutía y le decía que no importaba donde se sentara, siempre está la muerte esperando que nos equivoquemos para aparecer con su rostro oscuro de fierro, imperando con sobrevuelo lento sobre todos los ánimos. Ella se rio, se acomodó el pelo, se hizo un rodete y se fue. Cómo habrá muerto. ¿La habrán reconocido sus padres, sus amigos de Friburgo de Brisgovia? Pobre, cada vez que pienso en ella se me hace un nudo en el pecho y se me derriten todos los colores cuando lloro con los ojos abiertos. La extraño. Me di cuenta de esta circunstancia porque de hecho esa noche que no me podía dormir, después de hojear una novelita de Saer, el cansancio fue tanto que sentí que había estado trabajando en la zafra, armando rollos de 119


alfalfa para las vacas y otros tantos para los caballos. Sentía como si el cuerpo me pesara más que lo habitual. Sentí culpa en el sueño por no haber podido ir a pilates. Pensé que la profesora no entendería mi planteo de ir a ese pueblito en Tierra del fuego, ver a mi exmarido (era una parte de mi vida anterior que ellas decían que yo debía resolver olvidando cualquier afecto que pudiera volver a unirme) y casi enamorarme de la chica que conocí en el vuelo, luego vino el accidente, la conferencia de prensa que di pensando que nadie me entendería y si alguien lo hacía estaba tan loca como yo. Pensaba todo esto cuando las imágenes de Rebeca se me aparecieron aleatoriamente, como flotando en el sueño, como cubriéndolo todo con una gran sombra. Vi esos colores que me recordaron al otoño y también me recordaron a su aire un poco melancólico. Rebeca me llamaba desde otro lugar que yo no podía ver pero podía percibir, era un lugar que para mí todavía no existía, y era donde ella estaba ahora. No estaba mal, pero tampoco podía yo hacer que emergiera el pensamiento que dice que todos los seres queridos que mueren están bien, solo se dice cómo están y ya, o si no se sabe usar la imaginación, no se dice nada, sólo se sufre. Sufrí esa primera noche luego del accidente. Pensé en su cabello, en las hebillas plateadas que llevaba, en las pestañas gruesas y rurales, como si hubieran sido hechas para resistir al viento. Luego de esa noche terrible, me desperté y todavía era de noche. Había dormido exactamente treinta y siete horas. Me había perdido el velatorio, fue el primer pensamiento que se me presentó, lo primero que se me vino como un susto. Tomé el teléfono y llamé a Claudio. A la hora, ya estaba tomando un taxi hasta su casa. El mayordomo de la casa, el señor Otranto, me dijo, antes de que yo me preocupara en demasía, con las voz tembleque, que todos esperaban que yo estuviese muerta, que creyeron que había fallecido en el avión, pero la cosa no era así, yo estaba viva y le relaté sucinta aunque breve, la circunstancia que él hasta ese momento desconocía: —Disculpe mi mal entendimiento, señora Stäel. Sé que el señor Brown la apreciaba mucho. Yo mismo he compartido tardes enteras de ginebra y naipes y él no ha sido más que un señor risueño y generoso. 120


—¿Qué quiere decir con risueño? —Nada especial. Que el señor Brown se ha tomado algunos atributos extra, apartado de su familia, ha decidido donar toda su herencia a usted. No a Claudio, sino a usted, esto se lo digo yo que soy el único de los sirvientes de la casa que está a las órdenes del señor Claudio, que no hace más que amenazarnos con mandarnos a matar si no desistimos. Le ruego por favor que venga inmediatamente. Todavía ni lo velamos y ya se armó este flor de quilombo. Hice las valijas, llamé un taxi y fui hasta la casa de los Brown. La nieve caía como queriendo cubrirlo todo, me recordaba a la harina cayendo como si fuera nieve. Noté cómo se me tapaba de a poco la nariz, cómo se me iba llenando lentamente de mocos. La ruta estaba bastante resbalosa y algo de lo que dije hizo que el taxista me preguntara si yo conocía la versión de los fueguinos, la de la refalosa, un tango que al parecer era muy escuchado en los bailes de Tolhuin, el pueblito donde enterrarían a mi exsuegro. Le dije al taxista que me dejara de hablar, o me bajaba inmediatamente. No estaba como para perder el tiempo con ese tipo de chistes que sólo pueden darse en la comunidad heterosexual de los hombres. Cuando me bajé del taxi, claro que no le pagué; terminó de entender que su comportamiento no había sido demasiado profesional, era abusivo y me había dado miedo, había temido por mi seguridad, yo le diría estas cosas al dueño de los radiotaxis si él me cobraba por un servicio claramente ofrecido a medias. Enseguida frunció el ceño, me hizo una sonrisa de conciliación, y se fue con un aire que parecía ser de hombre satisfecho. Entrar a la ciudad central de la provincia causa estragos en el corazón. Por dentro, si no se tiene espíritu, el frío puede llegar a inmovilizar. Yo pasaba por las casitas que había en la cuadra, mientras nevaba, y pensaba en todas las sensaciones que me causaba caminar bajo la nieve. Del suelo, cada tanto, salía un agua negruzca, con muchísimo olor a muerto. Pensé en cómo sería el cementerio de este lugar, y cómo podían sobrevivir sin cloacas, cagando unas tres veces al

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día, además de las meadas, y tener la posibilidad de tirar la cadena una o dos veces por día, a lo sumo. Cuando entré a la casa, me pareció que fuera de la muerte de don Brown, nada había cambiado demasiado. La mesa de billar estaba en el mismo lugar, la estufa se mantenía siempre encendida. El aroma a sahumerio sobrevolaba la sala y despedía un perfume que me hizo recordar campos y campos de naranjos que yo nunca había visitado. Había alfombras símil piel de animales milimétricamente acomodadas en la extensión del living. El mayordomo me acompañó hasta la sala de estar, antes pasamos por un patio interno como los que hay en las casas coloniales, y llegamos al destino. Me senté a esperar a Claudio, tomando un café (era café de los verdaderos) pero Claudio no llegó en toda la noche. Me ofrecieron quedarme a dormir, y no vi razón para negarme. A la mañana siguiente, Claudio apareció. Tenía los ojos todos lagañosos, parecía que no hubiera podido dormir nada. No me atreví a recetarle ninguna de las pócimas que yo últimamente venía preparando. Pasó directamente corriendo hasta su habitación y a los quince minutos salió hecho un hombre nuevo. Olía a perfume importado de Francia. Almorzamos juntos y charlamos sobre el accidente. Le dije —se me escapó— sobre la pelirroja que había conocido en el avión. —¿Resultó ser algo tuya? —No, sólo tenía curiosidad por cómo describías tan bien a la gente —No sé, Claudio, yo siempre hablo así. Pensé que al querer saber tanto de alguien que yo conocí en el avión, algo tendrías que ver con esa persona. Me estaba halagando, no podía soportarlo. No tanto el halago, sino que no entendiera todo lo que yo le había explicado, o tal vez lo entendiera pero aún no podía llegar a sentirlo con el cuerpo, por eso fue que yo le había recomendado ir a pilates, para que estuviera más en contacto con su cuerpo, lo descubriera, y que después, ante una pena como la que ahora le tocaba afrontar (evidentemente seguía enamorado), su cuerpo no aceptaba lo que la razón ya sí.

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—Mirá, Claudio, yo vine a verte primero porque me importás, pero no de la forma en que supongo que a vos te gustaría. Me importa lo que te pasa y sabés que voy a estar ahí cuando lo necesites, pero no mucho más, yo ya llevo una vida comprometida con lo que me gusta y hablamos de esto ya mil veces. Sé que si somos una pareja, yo tengo que resignar un montón de cosas, que vos seguramente no, porque se te da mal vivir en el mundo del amor. Continué por lo menos tres minutos más, armando y desarmando argumentos. Al final, me pidió la palabra. Se la di: —Mirá, todo eso que decís no puede estar más lejos de la verdad. Yo no te estoy halagando ni mucho menos, quería que te sintieras como en casa como las últimas veces, que no te sintieras tan triste. Vos no te das cuenta, pero yo te ayudé a estar mejor y es normal que luego no hayas querido verme. Significa que creciste y que ya no me necesitás, ni a mí ni a muchísima otra gente. A veces pienso que hablar con vos es gastar pólvora en chimangos. Me dijo estas cosas y me fui, rápido, a la cocina. Quería prepararme algo para tomar, probar ese gin que seguramente había traído de su último viaje a Moscú. —Dejá esa botella ahí, me gritó —Corrí hasta el piso de abajo cuando oí el primer tiro. Pero tardé en darme cuenta de que el tiro no había sido apuntado hacia ningún lado más que hacia su cabeza. Lo internaron. El tiro le salió mal y se voló parte de la ceja y el ojo izquierdo (era derecho). Vivir en Ushuaia, desde este último año, no está tan mal. Aunque debo decir que el primer año fue uno de los más duros, en todo sentido. Después de cobrar la herencia, dar explicaciones, el juicio que quisieron hacer, tuve que explicarle toda esta historia al juez, y claro que no comencé contando que yo antes de comenzar a hacer pilates, ya era otra. Lo que vino después y lo que pudo haber pasado, se verá cuando me vea, otra vez, en ese vuelo que casi me deja del todo ciega.

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Orazio Cima Por

ITALO SVEVO Traducido del italiano por Manuel González López

I

Tenía cerca de veinticinco años cuando en las reuniones sociales de Trieste hizo su aparición un rico señor de Abruzzo, un tal Cima. Yo no sabía por qué él había elegido Trieste como morada. No había venido ni por parientes ni por negocios: Trieste era una bellísima ciudad para quien hubiese nacido allí, pero este mundo había opciones mejores teniendo la libertad de elegir. Me hubiese gustado que él me hubiese dicho que Trieste era la mejor ciudad del mundo, pero él me respondió que aquí se hablaba italiano y regía la ley austríaca para la caza. Él no sabía otra lengua que el italiano y no pensaba estar entre gente con la que no se podía entender. La ley de caza austríaca permitía aún la posibilidad de 125


cazar. Él estaba en Trieste porque era el lugar más vecino a su pueblo donde se podía cazar y pescar.

Trieste. Imagen de dominio público.

Me parecía un hombre interesante. Me ataba a él cierta repulsión que me provocaba su persona. Yo aún no había matado un animal y me pareció que eso de matar era un signo de salud; la imposibilidad de matar era un evidente signo de debilidad. Me avergonzaba de ello al lado de Cima, y le propuse asociarme a él. También yo templaría mi corazón en la lucha. La lucha contra la debilidad es también una lucha si la debilidad es rápida y astuta. Un ser que no quiere dejarse devorar es un adversario que demanda esfuerzos y fuerza. Podría ser mi cura. Fui por esa cura por tres veces al lado de Cima. Se había corrido la voz de que en el monte Nanos, cerca de Trieste, se había visto un oso, y Cima me propuso acompañarlo para darle caza. Él ya tenía organizada su vida en la nueva ciudad. Tenía algunos amigos y también una amante. La amante era una verdadera pueblerina trestina, un modelo de trestina cuando se esforzaba en no parecer una pueblerina. Vestía con cierta 126


gracia y llevaba un sombrero —una buena imitación de algún modelo parisino— y por eso sabía que ya pertenecía al linaje de los sombreritos, Lo que confesaba en ocasiones revelando que hasta entonces ella se imaginaba como una cabeza de mujer que se adornaba solo con su cabello. Era bonita, rubia clara, de piel blanca, de carne abundante. Debería ser una dulzura ir a reposar entre aquellos brazos blancos luego de una jornada plena de fatigas y de muertes. Eso me recordaba a los sultanes de Turquía que no reposaban jamás de otra manera después de las batallas. Y usaban también ellos mujeres de otra raza. Cima, un bello muchacho moreno con una barbita a la española (como se usaba entonces), era de otra raza de la de Antonia. Y si ella no pertenecía a ninguna raza subyugada era sin embargo una mujer subyugada, porque se había comprometido y ligado y ahora lo lamentaba y se encontraba en eterna rebelión. Se peleaban siempre: él sonriente porque no pedía la sumisión salvo en ciertos momentos; ella corajuda porque sabía que todas las rebeliones, menos una, le eran permitidas. No vivía con ella. Le había puesto un barrio elegante. Yo me unía a toda esta vida tan viva y completa con admiración y envidia. Debo decir que yo vivía a través de aquellos dos individuos. Él tan activo y joven como yo no lo fui nunca y ella que con tanta brutalidad defendía la dulzura que era mi destino, y que yo no sabía defender porque me avergonzaba de ella como de una inferioridad. Ella atacaba a su amante por la caza y la pesca, sus dos únicas actividades: “Asesino y carácter de asesino”. Mataba todo el día y ni siquiera sabía comer las presas de la caza. Las rechazaba tal como hace el perro de caza al que él asemejaba. “Pero no podías quedarte en tu Abruzzo” Cima sonreía. “En Abruzzo no hay tantas bestias como aquí”. Y, contento de haber encontrado una buena respuesta, atacaba: “Pero tú amas la carne de caza”. “La compraría”, confesaba Antonia. “Pero no podría matarlos. “¡Pobres animalitos! Las como cuando otros por maldad las matan. ¿Qué otra cosa se puede hacer entonces?”. 127


Yo intervenía para recordar quien mataba a la bestia y quien la comía y tenía un juego bastante fácil. Antonia entre los amigos de su amante me prefería porque me sentía distinto de él. Cima, por otra parte, no sentía celos. Él estaba muy lejos de la idea de que un hombre confiable como yo hubiese podido acechar a su mujer. Mataba tantas bestias, pero vivía en el mundo moral en el cual había nacido con la seguridad de que ciertos animales viven en los pantanos y otras en el mar. No discutía para elegir uno u otro. Él creía que un hombre que era su amigo, cuando hubiese querido amar, se hubiese buscado otra mujer y no la suya. A mi Antonia me gustaba y me gustaba sentir su predilección por mí. Era ya un poco mía porque era de Trieste. Él se reía de sus expresiones. Y yo las amaba, las habría besado cuando salía de su boca rosada. Y Antonia no tenía nada en contra de que yo también probase la caza. Estaba segura de que, una vez probada, no me habría gustado. También ella había ido a cazar, una vez solamente. En su presencia, Argo, el perro de caza de Cima, recibió una perdigonada en el lomo porque no se había quedado quieto. ¡Horror! Y Cima, después, no quiso hacerle sacar los perdigones por un veterinario que se había ofrecido porque decía que para que un perro aprenda una lección debe llevarla eternamente consigo. En suma, Antonia y yo andábamos muy de acuerdo, con la diferencia de que ella lo criticaba ásperamente y yo, en cambio, había intentado ayudarlo. “No lo lograrás” decía Antonia acariciándome con los ojos. Me amaba por eso. Yo esperaba que ella se equivocase, pero mientras tanto me extendía bajo aquella caricia suya como un gato nervioso y voluptuoso. Quería cambiar, pero recibía un premio por estar hecho tan mal. Hasta cuando se tiene el deseo de una metamorfosis, el más vivo, se sonríe afectuosamente a los propios defectos. Siento escalofríos cuando pienso que pudo tocarme en suerte ser un insecto de tantas metamorfosis. Qué remordimientos en la mariposa por esa vida modesta y tranquila y cómoda del gusano. Yo conocí un jorobado que tenía tan bien adaptado su espíritu a la protuberancia que tenía en la espalda que habría sido un hombre perdido si hubiese podido curarla. 128


Era el jorobado con más brío de Trieste… Pero él aquí no tiene nada que ver. Yo, resumiendo, entre los dos estaba muy bien. Orazio me amaba porque intentaba parecerme a él y Antonia porque calculaba que jamás lo conseguiría. Es curiosa la intuición de las mujeres. Tantos amigos de Orazio frecuentaban esa casa a la que se llegaba después de la caza, de la pesca o del baile, pero yo estoy convencido de que los otros no despertaban la curiosidad de Antonia. Es verdad que eso puede atribuirse a mi ceguera en la cual puedo haberme asemejado al pobre Orazio que no se daba cuenta que yo era el preferido. Pero esta predilección era compartida por los dos y quizás por eso él no se sentía extrañado. Él se burlaba con placer de mí por débil, leve, poco perspicaz, y ella lo imitaba con pocas variaciones (¡dulcísimas!), me ponía encima sus blancas manos para acomodar mi corbata y si lo acompañaba a él para burlarse de mí, pero para hacerlo mejor, acercaba la boca de pequeños dientes, nada perfectos pero blancos como si acabasen de salir de los alveolos sobre las encías del color justo (Dios mío, ¿qué cosa es el color justo en nuestro cuerpo?), descubiertos sólo por la risa que la obligaba a abrir los labios rojos y sutiles. A Orazio le parecía la misma música a la cual él hubiese dado la entonación y también, quizás, a aquella simplona de Antonia le parecía igual. Pero, de cualquier modo, aún en presencia de Orazio nosotros llegábamos a tocarnos con frecuencia. A mí me gustaba agarrarla por las muñecas para retener una mano que amenazaba mi cara o le metía una mano en el pecho para tenerla lejos de mí, llegando a una cosa mullida, resistente, una forma siempre más sorprendente que la cara, las piernas o la espalda, que por cierto servían para otros fines. Pero también yo estaba de acuerdo con Orazio en que no había necesidad de acechar a las mujeres de los otros. Ésta era la base, la sólida base de nuestra amistad, y yo procedía perfectamente inconsciente de mi deseo, sordo a mi deseo, ciego como el mismo Orazio. Si podía decir que ninguno de los dos lo entendía. No los tres. Porque yo ya sabía que 129


Antonia se había dado cuenta de la importancia que yo atribuía a cada parte de su cuerpo. Debo repetir aquí para evitar malos entendidos que aunque no hubiese estado Antonia yo habría tenido buenas razones para permanecer al lado de Orazio. Él bebía y fumaba como yo, pero de otro modo: bebía cada día y fumaba a cada hora, pero con regularidad y serenidad plena. Ya que yo no conseguía dejar de fumar y de beber hubiese

querido

imitarlo

para

poder

liberarme

al

menos

del

remordimiento. Después aquella gran fe ciega en la amistad y también en el amor (o aquello que él llegaba a sentir como tal) que metía toda su vida bajo una campana que, si bien era de vidrio, lo protegía de todas las aventuras no serias de la duda, de la desconfianza, de la incomodidad, que revoloteaban sobre mi vida, lo volvía para mí tan amable que no me parecía que hubiese habido necesidad de Antonia para inducirme a preferir su compañía. Yo lo quería sinceramente como los poetas aman a los poetas enormes, como ciertos soldados tímidos aman a los guerreros. Sabía cazar, pescar y también cocinar. Una ensalada condimentada por él no se olvidaba más. Para un kilogramo de ensalada necesitaba una hora, cuatro salsas diversas que preparaba en cuatro recipientes. Esparcidos sobre la ensalada solía mezclar por tres cuartos de hora así que al final cada hoja quedaba impregnada de un sabor que no era el suyo o con el que débilmente se asociaba. También el ajo se percibía, pero como una luz tenue, como una reminiscencia. Sólo el hombre sano sabe mezclar de ese modo. Trabajar tanto sin ver el resultado, pero anticipándolo al recordar el gusto tenido es una cosa propia de animales disciplinados. Cortar la leña es otra cosa y cada uno lo sabe hacer, naturalmente si ha tenido el hacha en mano desde la primera juventud. Preparaba muy bien también la carne de caza que después no comía, lo que, al igual que Antonia, yo le recriminaba como un agravante de su crimen. Odiaba sus víctimas también después de la muerte. Él lo entendía todo, incluso cosas que me concernían. Una vez le confesé que me era imposible dejar de fumar porque ya fumaba desde los catorce años casi cincuenta cigarrillos al día. Admitamos que también 130


podría ser capaz de estar sin fumar por otros catorce años. ¿Cuál habría sido el resultado del enorme e impensado esfuerzo? Después de estos catorce años vacíos la media de los cigarrillos que habría fumado por cada día de mi vida se hubiese reducido a veinticinco. El esfuerzo daba un resultado inadecuado. Otros, sin esfuerzo, habían llegado a resultados importantes. Él pensó intensamente. Después rio. Finalmente se puso seriamente y dijo: “Entiendo perfectamente”. Pero cuando cenábamos, en presencia de Antonia, y quería molestarme, me decía: “el señor de la media”. Antonia se rio con ganas, pero me admiró. Ningún otro era capaz de escarbar en el pasado y anticiparse al futuro. En toda su vida no había sido capaz de sacar una media. Y reflexionó. Orazio insistió: Y mira, piensa. Comprendidos los años de la lactancia, ¿cuándo llegarás a uno al día? Ciertamente no está bien hablar así en presencia de extranjeros. Yo no pude hacer menos que calcular cuantos hombres hubiesen sido necesarios para hacer llegar a Antonia a la media propuesta. Por lo que yo sabía, había comenzado a los dieciséis años y ahora tenía veintidós. Dieciséis años, si no me equivoco, cinco mil ochocientos cuarenta días, mientras que los seis años activos no llegaban más que a dos mil ciento noventa. Me parecía que Cima, por más vigoroso que fuese, no llegaba a la cantidad, porque era necesario para llegar a la media agregar los días inocentes a aquellos que no lo fueron. Se llegaba a ochomil treinta, que divididos por dos mil ciento treinta producían una actividad de casi cuatro (¿cómo decirlo?) cigarrillos al día incluidos los domingos y días festivos. Dije esto en voz alta, para demostrar mi rapidez para hacer las cuentas mentalmente. Después me puse rígido para o decir más y continué a imitar a Orazio, pero Antonia reía con el corazón. Se retorcía sobre el sillón abandonándose toda. Era mucho más sutil de cuanto se hubiese podido creer. Su perfil se dibujaba sobre el respaldo del sillón y se le veía la elegancia expresiva desde el fondo oscuro del tapizado. De su 131


falda surgían sus pequeños y elegantísimos pies. Yo la deseaba toda entera, por primera vez.

II

Una noche, durante la cena, Cima me propuso una caza extraña: aquella del oso. Estábamos en 1886 y también yo había leído en los periódicos que un oso había sido visto dando vueltas cerca del Monte Re. Entre las armas que poseía Cima había también dos fusiles Wendl de largo alcance que eran ideales para la caza del oso. Antonia pensó que estaba bien debutar con esa caza. Por una bestia de ese tipo, peligrosa, ella no sentía compasión. Yo me abandoné a una peroración que no quería concluir más sobre el derecho a la vida de los animales fuertes. Era una desgracia que la llegada del hombre hubiese vuelto neurasténicas a todas las bestias sobre la tierra. Yo pensaba que tantos animales se habían vuelto nocturnos porque en el pasado el hombre (antes de que llegase Cima y sus hábitos) había tenido necesidad de la luz para moverse. Me imaginaba también que muchas bestias fueron impulsadas a vivir bajo tierra para esconderse, otros en el ámbito de los bosques donde temporalmente podían encontrar refugio, pero no a largo plazo, porque el hombre era el destructor de los bosques por excelencia, de cuyos árboles tenía necesidad para imprimir sus periódicos. Hablaba tanto para poder dirigir la mirada a Antonia que aquella noche estaba vestida de manera virginal con un delantal de encaje y flores que le daba un aspecto de adolescente que también de noche conserva embellecido el guardapolvo que de día en las labores de casa la protege de la suciedad a la que debe exponerse en la cocina y en las habitaciones. Ya los delantales finos no existen más, pero en mi juventud era el atributo de la adolescente. Y sobre Antonia era verdaderamente excitante. “Entonces” dijo Orazio, “¿tú a la caza del oso no quieres venir? 132


Con dolor me volví hacia él. “Que sí, que sí”, dije. “Pero querría ser informado acerca de dónde fue visto ese oso. ¿Y si fuese simplemente un oso doméstico fugado de su dueño? Imagina qué sorpresa la nuestra si después de haber matado la bestia le encontrásemos un collar con el nombre de su dueño y su dirección”. Habríamos destruido una parte de humanidad porque la bestia representaba el fruto de un trabajo humano para nada fácil. Yo conocía la historia de un perro doméstico que habían matado, en no sé qué pueblo, por haber sido confundido con un lobo. Las armas de fuego eran por eso una cosa nefasta. Alcanzaban el objetivo sin permitirnos primero un cuidadoso examen. Me volví de nuevo a Antonia y a su delantal: “Se aprieta el gatillo y se terminó. Es una infamia que tanta potencia esté a disposición del hombre”. Antonia protestó: “Ay si no existiesen los fusiles. Los osos caminarían por nuestras calles.”

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El héroe Por

GABRIELE D’ANNUNZIO Traducido del italiano por Manuel González López

Ya los grandes estandartes de San Gonselvo1 habían salido a la plaza y oscilaban pesadamente. Los empuñaban hombres de estatura hercúlea, de rostro enrojecido y el cuello hinchado por el esfuerzo, que los agitaban. Después de la victoria sobre los Radusani, la gente de Mascalico celebraba la fiesta de septiembre con una magnificencia nueva. Un maravilloso ardor religioso colmaba los ánimos. Todo el pueblo sacrificaba la reciente riqueza de la cosecha de trigo a la gloria del Patrono. Sobre las calles, de una ventana a la otra, las mujeres habían tendido las mantas nupciales. Los hombres pusieron guirnaldas de hierbas en las puertas y ornaron los umbrales. Cuando soplaba el viento, las calles eran un ondular enceguecedor que embriagaba a la turba.

Beato Gonçalo de Amarante. Invocado como santo casamentero. Su culto se asocia a la fertilidad. 1

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Beato Gonçalo de Amarante. Imagen de dominio público

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Desde la iglesia, la procesión continuaba desarrollándose y extendiéndose sobre la plaza. Ante el altar, donde San Pantaleón había caído, ocho hombres, los privilegiados, esperaban para alzar la estatua de San Gonselvo; sus nombres eran: Giovanni Curo, l’Ummálido, Mattalà, Vincenzio Guanno, Rocco di Ceuzo, Benedetto Galante, Biagio di Clisci, Giovanni Senzapaura. Ellos estaban en silencio, conscientes de la dignidad de su oficio, con la cabeza algo confusa. Parecían muy fuertes, tenían el ojo ardiente de los fanáticos; llevaban en las orejas, como las mujeres, dos aros de oro. De tanto en tanto se tocaban los bíceps y las muñecas, como para medirse el vigor, y se sonreían fugazmente entre sí. La estatua del Patrono era enorme, de bronce vacío, negra, con la cabeza y las manos de plata, pesadísima. Dijo Mattalà: —¡Adelante! En torno, el pueblo formaba un tumulto para poder ver. Los vitrales de la iglesia rumoreaban con cada golpe de viento. El humo de incienso y benjuí se extendía en la nave. El sonido de los instrumentos se sentía por momentos. Una especie de fiebre religiosa se apoderaba de esos ocho hombres, en medio de aquella turbulencia. Extendieron los brazos, listos. Dijo Mattalà: —Uno, dos, tres… Simultáneamente, los hombres hicieron el esfuerzo para elevar la estatua sobre el altar. Pero el peso era demasiado. La estatua se tambaleó hacia la izquierda. Los hombres no habían podido acomodar bien las manos en torno a la base. Se encorvaban tratando de resistir. Biagio di Clisci y Giovanni Curo, menos hábiles, la dejaron escapar de sus manos. La estatua se fue para un lado con violencia. l’Ummálido lanzó un grito. —¡Cuidado! ¡Cuidado! —vociferaron alrededor viendo peligrar el Patrono. Desde la plaza arribaba un estruendo que cubría todas las voces. L’Ummálido había caído de rodillas; y su mano derecha había quedado bajo el bronce. Así, de rodillas, tenía los ojos fijos en la mano

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que no podía liberar, dos ojos anchos llenos de dolor y terror; pero su boca torcida no gritaba más. Algunas gotas de sangre rayaban el altar. Los compañeros, todos juntos, hicieron fuerza una vez más para levantar el peso. La operación era difícil. L’Ummálido, atormentado, torcía la boca. Las mujeres espectadoras tenían escalofríos. Finalmente, la estatua fue levantada, y l’Ummálido retiró la mano aplastada y sanguinolenta que ya no tenía forma. —¡Ve a casa, ahora! ¡Ve a casa! —le gritaba la gente, empujándolo hacia la puerta de la iglesia. Una mujer se quitó el delantal para ofrecérselo como vendaje. L’Ummálido lo rechazó. Él no hablaba, miraba a un grupo de hombres que gesticulaba alrededor de la estatua y discutían. —¡Me toca a mí! —¡No, no! ¡Me toca a mí! —¡No! ¡A mí! Cicco Ponno, Mattia Scafarola e Tommaso di Clisci competían para sustituir en el octavo puesto de portador a l’Ummálido. L’Ummálido se acercó a los contendientes. Tenía la mano rota y abierta a lo largo; y con la otra se abría paso. Dijo simplemente: —El puesto es mío. Y acercó el hombro izquierdo para sostener al Patrono. Aguantaba el dolor apretando los dientes con una voluntad feroz. Mattalà le preguntó: —¿Qué es lo que quieres hacer? —Lo que quiere San Gonselvo. Y, junto con los otros, se puso a caminar. La gente lo miraba pasar, estupefacta. De tanto e tanto alguno, viendo la herida que manaba sangre y se estaba amoratando, le preguntaba al pasar: —L’Ummá, ¿qué tienes?

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Él no respondía. Caminaba gravemente, midiendo el paso al ritmo de la música, con la mente un poco alterada, bajo las extensas mantas nupciales que se sacudían al viento, mientras la multitud crecía. En una esquina cayó, de repente. El santo se detuvo y osciló, en medio de un desorden momentáneo; luego reanudó el camino. Mattia Scarafola ocupó el puesto vacío. Dos parientes recogieron al casi moribundo y lo llevaron a la casa más cercana. Anna di Céuzo, que era una vieja mujer experta en medicar las heridas, miró el miembro informe y sangrante; y después meneó la cabeza. —¿Qué se puede hacer? Ella no podía hacer nada con su arte. L’Ummálido, que había recuperado el espíritu, no abrió la boca. Sentado, contemplaba su herida, tranquilamente. La mano pendía, con sus huesos triturados, ya perdida. Dos o tres viejos agricultores fueron a verla. Alguno, con un gesto o con una palabra, expresaron el mismo pensamiento. L’Ummálido preguntó: —¿Quién ha llevado el santo? Le respondieron: —Mattia Scarafola. De nuevo preguntó: —¿Y ahora qué se hace? Respondieron: —Las vísperas en música. Los agricultores lo saludaron. Se fueron a las vísperas. Un gran repique de campanas llegaba desde la iglesia madre. Uno de los parientes puso al lado del herido un cubo de agua fría diciendo: —Cada tanto mete la mano aquí. Nosotros ahora venimos. Vamos a escuchar las vísperas.

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L’Ummálido se quedó solo. Las campanadas crecían, cambiando el ritmo. La luz del día comenzaba a disminuir. Un olivo, envestido por el viento, batía sus ramas contra la ventana. L’Ummálido, sentado, comenzó a lavar la mano, poco a poco. Como la sangre y los coágulos caían, el daño parecía mayor. L’Ummálido pensó: —¡Es todo en vano! Está perdida. San Gonselvo, a ti te la ofrendo. Agarró un cuchillo y salió. Las calles estaban desiertas. Todos los devotos estaban en la iglesia. Sobre las casas corrían las nubes violáceas del atardecer de septiembre, como una manada en fuga. En la iglesia la multitud aglomerada cantaba casi en coro, al sonido de los instrumentos, por intervalos medidos. Un calor intenso emanaba de los cuerpos humanos y de los cirios encendidos. La cabeza plateada de San Gonselvo brillaba desde lo alto como un faro. L’Ummálido entró. Entre la estupefacción de todos, caminó hasta el altar. Y dijo, con voz clara, teniendo en la mano izquierda el cuchillo. —San Gonselvo, a ti te la ofrendo. Y comenzó a cortar alrededor de la muñeca derecha, suavemente, en presencia del público que se horrorizaba. La mano informe se separaba poco a poco, entre la sangre. Penduló un instante, retenida por los últimos filamentos. Después cayó en el cuenco de cobre que recogía las donaciones de dinero, al pie del patrono. L’Ummálido elevó entonces el muñón sangrante, y repitió con voz clara: —San Gonselvo, a ti te la ofrendo.

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ENSAYOS ARTÍCULOS

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Sergio González Rodríguez: detective del mal radical

Por

FERNANDO BELTRÁN

1

Fallecido hace poco, Sergio González Rodríguez publicó ensayos notables, laureados internacionalmente, sobre los casos de violencia extrema que carcomen el país. Una suerte, González Rodríguez, de detective del mal radical en México. Filósofo alemán y bárbaro conquistador2, Immanuel Kant conceptualizó como “mal radical” al acto

1 2

Doctor en sociología, editor y escritor Ernesto Sabato, Uno y el universo, Buenos Aires, Seix Barral, 2006, p. 76.

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consciente de dar libre cauce a los designios de la voluntad muy por encima o muy por debajo de los mandamientos categóricos. En su escalofriante y poderosa narración Huesos en el desierto, de incalculables registros y testimonios sobre las “muertas de Juárez”, de hallazgos y de recuentos, todos ellos atravesados por la violencia extrema que han tenido lugar en ciudades fronterizas del norte de México en los últimos veinticinco años a la fecha, González Rodríguez recuerda una de las conclusiones del texto I Have Lived in the Monster, escrito por Robert K. Ressler, un consultor del Federal Bureau of Investigation, FBI en inglés, que acuñó el concepto de asesinos seriales. “En nuestra época el contínuum de violencia interpersonal abarca desde los intensamente individuales actos de perversión de menores y asesinato, como en el caso del japonés Miyazaki, hasta los asesinatos múltiples de asesinos seriales como Colin Ireland [británico que asesinó a homosexuales], Andréi Chikatilo [un carnicero de la ex Unión Soviética], Jeffrey Dahmer [el llamado Caníbal de Millwaukee] y Norman Simons [25 años de cárcel por secuestro y asesinato en Sudáfrica]. El hecho de que la cantidad e intensidad de estos actos se incremente día tras día en todo el mundo es testimonio de que nuestras sociedades están desarrollando deformaciones cada vez más virulentas”3. ¿Qué clase de mundo, en el que impera la extrema violencia, es el que vivimos hoy? ¿Qué papel juega el mal radical en nuestro mundo? González Rodríguez escribió también El hombre sin cabeza. A medio camino entre la crónica, el ensayo y la autobiografía, El hombre sin cabeza sostiene que la ejecución vía el cercenamiento de cabezas se ha convertido en una de las prácticas más comunes del narcotráfico o del terrorismo. No pasa, sin embargo, como original. A lo largo de la historia, por los cuatro puntos cardinales, se ha recurrido a esta huella de terror absoluto: los turcos siete siglos antes de Cristo y los romanos de Julio César, los mexicas bajo el liderazgo de Tlacaelel y los revolucionarios franceses. Ahora, los narcotraficantes y los terroristas de nuestro tiempo. 3

Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto, Barcelona, Anagrama, 2005,

p. 127.

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Dotan la peculiaridad del mal radical en México los cortacabezas y el descuartizamiento de cuerpos, diluidos en seguida en tambos de ácidos, conocido como “pozolazos”. Lo acompañan, asimismo, los mensajes codificados en mantas, que suelen ser advertencias o llamaradas de muerte. En El hombre sin cabeza, González Rodríguez sugiere que en Los cantos de Maldoror, obra central del romanticismo europeo, el conde de Lautréamont

prefiguraba

el

comportamiento

de

los

asesinos

sistemáticos. Maldoror viola a una niña en el campo y describe: "saca de su bolsillo una navaja americana compuesta por diez o doce hojas que sirven para distintos usos. Abre las angulosas patas de esa hidra de acero y, provisto de semejante escalpelo, viendo que la hierba no desaparecía aun teñida por tanta sangre derramada, se dispone, sin palidecer, a hurgar valerosamente en la vagina de la desgraciada niña. De aquel ampliado agujero extrae, uno tras otro, los órganos internos; intestinos, pulmones, hígados y, por fin, el propio corazón son arrancados de sus fundamentos y llevados a la luz del día por la espantosa abertura. El sacrificador advierte que la muchacha, pollo vaciado, está muerta desde hace tiempo; cesa en la creciente perseverancia de sus estragos y deja que el cadáver repose de nuevo a la sombra del pantano”4. Premio Anagrama de ensayo 2015, por su parte, Campo de guerra avanza una mirada heterodoxa sobre el desmedido uso de la violencia en el globo, así como la creciente “alegalidad” de los comportamientos políticos y sociales en sociedades erosionadas como la mexicana5. Campo de guerra se aleja rápido de los lugares comunes, superficiales, superfluos: agentes primerísimos del contrabando y de la violencia, se sostiene muy a menudo que los narcotraficantes son los chicos malos de la película o, por el contrario, las fuerzas materiales del orden hacen lo que pueden pero no les alcanza. Dichas percepciones generalizadas son

4

Sergio González Rodríguez, El hombre sin cabeza, Barcelona, Anagrama, 2009,

5

Sergio González, Campo de guerra, Barcelona, Anagrama, 2014, 166 p.

p. 106.

145


respaldadas o reproducidas por parte de la prensa y la televisión oficiales, así como los informes de las autoridades locales o la narración federal. Campo de guerra ofrece la adquisición de unas anteojeras de otro tipo para comprender las extrañas o grotescas combinatorias que acontecen en nuestro mundo contemporáneo y para salir de inmediato de la tentación de los lugares fáciles o las dicotomías puras de los buenos y los malos. Las pistas fuertes de este ensayo de González Rodríguez son testimonios y entrevistas, en gran parte reportes regionales o globales de inteligencia, en menor medida libros académicos. Una potente idea que Campo de guerra toma de la filosofía política de Giorgo Agamben, sin embargo, es la de homo sacer. Los romanos inventaron esta categoría jurídica para referirse a todo aquel individuo desechable, apto para los sacrificios. En su nota de página 100, González Rodríguez cita a Agamben: “…‘la vida a quien cualquiera puede dar muerte (…) Una oscura figura jurídica del derecho romano arcaico, en que la vida humana se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión (es decir de la posibilidad absoluta de que cualquiera la mate)’. Esta posibilidad de que cualquiera la mate es un hecho en la sociedad mexicana, cuyo índice de impunidad de los delitos es absoluto”6. El argumento filosófico cuenta con un extenso horizonte de pleno sentido. Las películas de Hollywood Elysium y Los juegos del hambre, por ejemplo, sintonizan claramente con la perspectiva de Agamben. Condenados

a

morir

en

cualquier

momento

o

bajo

cualquier

circunstancia sin que nadie se altere ni pase a escándalo. Con el narcotráfico en escena, en todas las escenas: en el periodismo7, en el cine, en la literatura, en la política y en la vida. A la manera del rey Midas, todo lo que toca lo hace potencialmente un homo sacer. La desproporcionada cantidad de víctimas, los ejércitos de la muerte o los sicarios que son ejecutados por otros sicarios que

6 7

Ibídem, pp. 146-147. Véase Javier Valdez, Narcoperiodismo, México, Aguilar, 2016, 211 p.

146


terminarán siendo eliminados por otros sicarios. ¿Qué hay detrás del proceso que le ocurre a un niño de familia pobre a uno vendedor de drogas, custodio de cultivos, asesino8? Cuando se habla de narcotráfico, por otra parte, a menudo está referido desde el poder. Lo que se alude desde el poder o los gobiernos son las cifras de los muertos. Lo que importa narrar, por el contrario, es la historia de los muertos. Esta diferencia narrativa redimensiona a los cronistas vivos sobre el narcotráfico. En esta crónica Hernández construye tres relatos sobre esta mutación de tres niños vinculados con o reculados por el narco. Estos niños —sostiene Luis Guillermo Hernández en entrevista— no son víctimas ni victimarios. Son humanos que no corrieron con más suerte. Un narrador de estas historias no puede convertirse en juez ni verdugo. Dada

la

baja

penalización,

así

como

programas

eficientes

de

rehabilitación en México, el narco los recluta para todas las actividades posibles. No debe olvidarse, insisto, que en México la impunidad del crimen es del 93 al 99 por ciento9. Daños en los contornos y las consecuencias no esperadas de la acción que se traducen en enteras generaciones perdidas, hijos sin padres y padres sin hijos. En nuestro mundo de hoy demasiada gente se mata con exceso de facilidad. Las balas que se compran en las tlapalerías de Texas son las que matan a los mexicanos. ¿Cómo es posible que un país que no fabrica armas —se ha cuestionado el escritor de policiales e historiador simultáneo Paco Ignacio Taibo II— sea el país que protagoniza una guerra devastadora y total10? Campo de guerra ofrece por lo menos dos argumentos potentes. El liberalismo de todos los colores o de todas las tendencias arrojó al mundo la bomba de la legalidad y del consenso político, de la inviolabilidad de los derechos burgueses y de la dignidad del hombre. Habrá quizá países Véase Luis Guillermo Hernández, “¡Bang 5! Los niños de la furia”, en Generación ¡Bang! Los nuevos cronistas del narco mexicano, México, Planeta, 2013. [Formato Kindle]. 9 Véase Sergio González Rodríguez, El hombre sin cabeza, op. cit., pp. 62 y ss. 10 Paco Ignacio Taibo II, “Narcoviolencia. Ocho tesis y muchas preguntas”, en La Jornada, el 15 de enero de 2011. 8

147


como Noruega o Islandia o Suiza que naden como peces en las aguas del liberalismo clásico. Los datos sobre crímenes de mujeres que aparecen en las primeras páginas de las novelas policiales de Stieg Larsson, empero, ponen en duda el supuesto paraíso de “estado de bienestar” que se vive en los países nórdicos11. González Rodríguez, por su parte, sugiere que fenómenos como el narcotráfico funcionan en los planos de lo “alegal”. Provenientes de la Carta Magna y de los códigos penales, en efecto, existe todo un sofisticado conjunto de leyes prohibitivas pero en el mundo que se vive hoy no son, ni pueden ser, el marco de comportamiento de la autoridad ni de la sociedad. La autoridad y los narcos llevan a cabo relaciones visibles e invisibles en los planos “alegales”. Lo “alegal” es la geografía donde se han dado, se dan y se darán toda clase de negociaciones o disputas con respecto a armas y dinero, rutas y drogas, territorio y toda clase de recursos. Debe deducirse que en esta geografía de lo “alegal” opera el “banquero capitalista burgués” que purifica el dinero sucio o manchado de sangre. El grupo político que se colude a favor de un cártel pero se opone a otros. Los policías y militares que combaten a unos traficantes pero protegen a otros. Los jueces que no consignan a verdaderos malandrines o capos pero edifican kilométricos embrollos legales para avanzar un centímetro en incuantificables casos infames y dolorosos: niños calcinados, estudiantes desaparecidos, periodistas ejecutados. El género ensayo, al que pertenece El hombre sin cabeza, finalmente, le permitió a su autor exponer una hipótesis sofisticada pero en clave metafísica. En una época como la nuestra, bautizada por muchos como “poscristiana, posmoderna o poshumana”, la alta violencia que la caracteriza está en relación con el regreso del dios Pan. Este conjunto de graves interrogantes sugiere que más allá de la última puerta hacia la noche dominan los fueros del dios Pan, el mundo que vivimos. “Pan quiere decir todo. El índice de saturación absoluta. La palabra pánico tiene una fuente mitológica en Occidente: el dios Pan de los

11

Véase la trilogía Millenium de Stieg Larsson, editado por Planeta.

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paganos, el dios de la naturaleza. Y con mayor exactitud, el de la violación, la errancia, los instintos, el extravío momentáneo, la ninfolepsia, la locura instalada, las pulsiones masturbatorias, el miedo profundo (.) [La] época actual incluiría una categoría emergente: lo pánico. A partir de ésta, podremos descifrar no sólo el carácter verdadero de la creatividad y los productos artísticos hoy proliferantes, sino que también permite comprender la fuerza compleja de la barbarie que encubre la cultura y la civilización contemporáneas, y que habita en fenómenos distintos como la pornografía, la esclavitud laboral, las matanzas del crimen organizado, la prostitución forzada, el abuso de niños y menores, la brujería sacrificial, los homicidios en serie, las mutilaciones, las decapitaciones. Lo pánico: la potencia depredadora que retorna”12. En efecto, el regreso del dios Pan como el despliegue de un campo global de guerra.

12

Sergio González Rodríguez, El hombre sin cabeza, op. cit., pp. 102-104.

149


150


BIOGRAFÍAS

151


ANALÍA DE LA FUENTE

Foto de Majomina Perlonher

ANALÍA de la FUENTE nació en Buenos Aires en 1978. Es profesora de Castellano, Literatura y Latín (IES N°1 "Alicia Moreau de justo") y magíster en Escritura creativa (Untref). Se dedica a la enseñanza de la Lengua y la Literatura en escuelas de nivel medio de la ciudad de Buenos Aires. Publicó Trasbordos en 2012. En la última década participó de distintos proyectos en los que la poesía siempre fue la protagonista: como coordinadora de distintos ciclos 152


de lectura poética en la ciudad de Buenos Aires; como productora de contenido

y

co-conductora

del

semanario

radial La

gaveta

de

Drummond en FM La Boca; como docente de talleres de escritura en contextos de encierro; y buscando a través de las formas sutiles de la creación conjunta y poniéndole el cuerpo al poema en el colectivo de literatura escénica Las puntas del clavo. Actualmente es parte del grupo de investigación Palimpsestos Untref (coordinado por María Negroni). En el mismo estudia la obra de Susana Thénon desde distintas perspectivas teóricas. Es madre de Eva (7), Juana (1) y Lucía (5) a quienes cría junto a su colega, músico, poeta y compañero, Pedro Nazar.

153


PAOLA BALBOA

Paola Balboa nació en la Ciudad de Buenos Aires, en 1967. Es profesora en Letras (Escuela Nacional Normal Superior de Profesorado Mariano Acosta). Obtuvo la Diplomatura Superior en Ciencias Sociales con

mención

en

Lectura,

Escritura

y

Educación

(Facultad

Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO). Fue capacitadora en el Equipo de Lecturas y Escrituras (Escuela de Capacitación docente del Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se desempeñó como Tutora virtual de la Especialización Superior en Educación Primaria y TIC, en la materia Infancia, escuela primaria y TIC. Políticas y perspectivas y en la materia Enseñar Lectura, Escritura y Oralidad con TIC, perteneciente al Instituto Nacional de Formación Docente del Ministerio de Educación de la Nación (INFD). Trabajó como profesora de Lengua y literatura, de Literatura, coordinando talleres literarios y realizando talleres de Mitología griega en distintos establecimientos durante más de 10 años. Actualmente se desempeña como asesora pedagógica en el Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y, también, como docente de la materia Enseñanza de las Prácticas del 154


Lenguaje en la Formación Específica del profesorado para la enseñanza Primaria, dependiente del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Es autora de “Zutana”, (Editorial Filofalsía, Buenos Aires, 1989) y de “Con la sed y el agua” (Editorial Tierra firme, Volumen 214 de la Colección de poesía Todos bailan. Director: José Luis Mangieri. Buenos Aires, septiembre de 1996). Es coautora del guion cinematográfico “La palabra historia”, basado en la novela “Los tres impostores” de Arthur Machen, 1998. Durante estos años, colaboró y publicó poemas en diferentes revistas literarias nacionales. En la actualidad está escribiendo una novela corta perteneciente al género fantástico “El dolor y el deseo” y un libro de poemas “Una mujer en tu ventana”, próximos a publicar.

155


MARÍA CHEB TERRAB

Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1980. Estudió Letras y se graduó como Licenciada en Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. En paralelo, estudió danza y se formó en el Método DeRose. Se especializó en cultura, y realizó cursos y posgrados orientados a la sociología del arte y el cuerpo, y la escritura. Participó de proyectos colectivos enfocados en comunicación social, escribiendo y haciendo radio. En 2018, publicó su primer libro, La familia A, por la editorial Caleta Olivia, que reúne poesías y dibujos. Actualmente es docente y conduce el portal Los Bárbaros (www.los-barbaros.blog) orientado a la cultura y el comportamiento. Su página web es https://mariachebterrab.tumblr.com/

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MARTÍN DE SOUZA

La Plata, 1966. Es docente, coordinador de talleres y poeta. Coordina el Área de Literatura del Centro de Arte de UNLP desde 2019 y el Área de Letras de la Escuela Taller Municipal de Arte desde 2003 y los Talleres de Poesía y Letrística y Narrativa desde hace más de 21 años. Publicó la intensa fragilidad (Ed. La Pecera, Mar del Plata, 1994 –Tercer premio en el Concurso Nacional “Propuesta 1994”), sonido involuntario (Ediciones del Dock, Buenos Aires, 1998) y fina estampa (Nusud, Buenos Aires, 2001 – seleccionado para el plan de promoción a la Edición de Literatura Argentina de la Secretaría de Cultura y Medios de Comunicación de la Presidencia de la Nación). publicados

en

antologías,

revistas

y

Poemas suyos han sido

diarios

locales,

regionales,

nacionales e hispanoamericanos. Entre estas publicaciones, podemos mencionar II Concurso Ramón Plaza, Antología (Ediciones Elefante en el Bazar,

Buenos

Aires,

1994),

Ocho

poetas

regionales

(Editorial

Vincinguerra, Buenos Aires, 1997), Buenos Aires no duerme (EUDEBA, 157


Buenos Aires, 1998), Poesía, 36 autores. Colección Textos del Juglar (La Comuna Ediciones, La Plata, 1999), Animales distintos, Muestra de poetas argentinos, españoles y mexicanos nacidos en los sesentas (Juan Carlos H. Vera editor, Ediciones Arlequín, México D. F., 2008), cuya edición contó con el apoyo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México. Orientó el taller Poesía al Borda (2003-2010), organizado por la Dirección General del Libro y Promoción de la Lectura. Para ese espacio además compiló la edición de dos antologías - Ciudad de locos (2004) y En el corazón de las orillas (2006) y organizó el Festival En el corazón de las orillas, 1er. Festival de poesía que se realizó en el Hospital Borda. Ha dictado charlas y seminarios sobre Poesía Argentina Contemporánea en el país y en el extranjero.

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MARA BEGER

Mara Beger (1995, Buenos Aires). Estudia Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes, donde además es adscripta en la cátedra de Taller de Narrativa I. Asiste a las clínicas literarias que coordina Liliana Heker. Publicó en Atletas Revista, una revista digital de literatura, donde actualmente forma parte del equipo editorial. También se formó en teatro en la Universidad Nacional de Artes y trabajó como asistente de dirección en “El amor está en los bosques” y “Bufarra, carne a la parrilla”, ambas obras del director y dramaturgo Eugenio Soto. Instagram: @mara.beger (https://www.instagram.com/mara.beger/) 159


FERNANDO BELTRÁN

Fernando Beltrán (Ciudad de México, 1981) es doctor en sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus últimas contribuciones fueron publicadas en la Revista Mexicana de Sociología (“Ernesto Sabato, un retrato biográfico”, vol. 79, no. 4, oct-dic, 2017, pp. 785-809) y en Destiempos. Revista de curiosidad cultural (“Literatura, historia y política en Paco Ignacio Taibo II”, no. 59, septiembre, 2017, pp. 49-72). Ha ensayado sobre Pablo González Casanova y Rodolfo Walsh. Sus principales intereses se encuentran en el comercio entre el ensayo y la ficción. Pueden leerse en línea los siguientes trabajos de su autoría: Entre hombres. Relatos breves desde la derrota: mybook.to/Entrehombres Sabato escritural. Un relato sociológico: mybook.to/Sabatoescritural

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JUAN MANUEL ONTIVERO

Nació en nació en Ballesteros, Córdoba, Argentina, en 1986. Es músico, profesor de Literatura y especialista en Ciencias Sociales. Ha participado de numerosas antologías de cuentos y relatos. En el Ciclo incógnito (2018) y en el grupo literario Las puntas del clavo, por nombrar algunos. Publicó algunos de sus cuentos en revistas con formato física y digital, como la revista del sindicato de Luz y fuerza de la provincia de Córdoba y blogs literarios. Cursó sus estudios de profesorado mientras trabajaba como soldador en una fábrica metalúrgica. Luego de algunos años se trasladó a Villa María, ciudad vecina del pueblo en la que consiguió trabajo como 161


corrector y redactor de un diario. En este lapso de tiempo obtuvo su especialidad en Ciencias Sociales en Flacso (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales) y conjuntamente comenzó su período de dedicación a la docencia, que actualmente, y viviendo en Buenos Aires, ejerce. Actualmente escribe en su blog https://medium.com/@saxongramatico

162


ITALO SVEVO

Italo Svevo es el pseudónimo de Aaron Ettore Schmitz (Trieste 1867-Motta di Livenza, Treviso 1928) Escribió cuentos, en su mayoría publicados de manera póstuma, obras de teatro y novelas. Sus novelas Una vida (1892) y Senilidad (1898) pasaron desapercibidas. En 1923, alentado por James Joyce, publica La conciencia de Zeno, su obra más célebre. Su literatura está influenciada por corrientes en principio contradictorias: por un lado el positivismo, Darwin y Marx; y por otro, Schopenhauer, Freud y Nietzsche; pero de los cuales, más que tomar el sistema ideológico en su totalidad, Svevo se apropia de diversos elementos críticos y analíticos, los cuales utiliza para edificar una literatura con la que estudia los condicionamientos morales del hombre, el tiempo, la vejez, el amor y los aspectos oscuros de la conciencia. 163


GABRIELE D’ANNUNZIO

Gabriele D’Annunzio nació en Pescara, en 1863, y murió en Gardone Riviera, en 1938. Fue periodista, poeta, cuentista, novelista, autor teatral, guionista de cine y hombre de acción. Entre sus obras más importantes destacan la novela Il piacere (1889), el volumen de poemas Alcyone (1903), la obra teatral La fliglia di Iorio (1904). Su poética recibe la influencia del simbolismo francés y de Nietzsche y el vitalismo alemán. El Héroe, relato publicado en este número, pertenece al volumen de cuentos titulado Le novelle delle Pescara (1902).

164


ALEJANDRO BERNERO

Soy, entre otras cosas, ilustrador, escultor, animador 2d y pintor. Resido en la localidad de General Pacheco, Argentina. Estudio en la Universidad Nacional de Artes Visuales, institución en la que obtuve, en 2015, el primer premio de en la categoría dibujopintura. En cuanto a mis trabajos, poseo un catálogo amplio de ilustraciones y pinturas, esculturas y animaciones de stop motion y tradicional. También colaboré en tapas de cds, murales y afiches, sin dejar

de

mencionar

mi

participación

frecuente

en

exposiciones

desarrolladas en centros culturales, festivales autogestivos y en diversas ferias de artesanales. Para encontrar mis trabajos estas son mis redes sociales: Instagram: @ale_bernero https://www.instagram.com/ale_bernero/ ) Facebook: alejandro bernero ilustraciones 165


YouTube: alejandro bernero Tumblr: https://ale-bernero.tumblr.com Página web “nydo”: https://nydo.github.io/alejandro-bernero1868pequenoscontextos/.

166


COLABORACIONES: Costanza Revista Literaria publica textos de poesía, cuento y ensayo sin restricciones en cuanto a su extensión, generación de sus autores o tema. Quienes deseen enviar sus obras deben hacerlo, aclarando en el asunto del mensaje el género al que pertenece dicho texto, a la siguiente casilla de email: colaboraciones.costanza@gmail.com

167


PrĂłximo nĂşmero agosto de 2021

colaboraciones.costanza@gmail.com


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