El biombo de madera de la india (concurso)

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El Biombo de madera de la India novela

labriega


Mi ser vive en la Noche y el Deseo, mi alma es un recuerdo que hay en mĂ­. Fernando Pessoa


Primero

Me arrastro por los ademanes del sueĂąo Donde se agitan sĂĄbanas sin sangre

No hay reposo para la durmiente


I

Desde la torre veo cómo las olas lamen el contorno de la bahía. El reflujo de la marea ha sido especialmente intenso esta mañana. Ayer, contra todas mis precauciones, amaneció domingo. La tarde se fue desmenuzando después con el brío de lo que acaba de golpe. Apenas puede apresar el color del horizonte en esa hora postrera, para que hoy mis pupilas tuvieran el color malva viejo que tanto aman los que vienen buscando la sombra de mi vientre. El último hombre fue tan brusco que deberé bajar en busca de algas, machacarlas luego con pasta de almendra y borrar las huellas que quedaron en el contorno de mi cintura.

Alba me llaman algunos, que creen encontrar en mí el origen que el resto del mundo y de las mujeres desmiente. Otros no inventan nombre alguno ni indagan sobre el que alguna vez he debido tener. Los hay que fingen un amor desesperado que dura lo que el té de menta tarda en enfriarse en mis pocillos de porcelana. Unos y otros, de cualquier modo, jamás vuelven.

Éste es el día que guardo para temer de mi soledad y recordar la edad que pesa. Es el día en el que preparo mis ungüentos y lavo todo el cuerpo con agua de azahar. Es, también, el día para pensar -apenas- en los antiguos caballeros que calzaban botas hasta cuando, subidos a mi grupa, poblaban con resuellos de aliento a caballo esta nuca en la que ahora empiezan a rebelarse en plateado algunos mechones de pelo. Entonces sabía mi nombre, lo creía bello y la vida no era este letargo. Yo esperaba.

La última mujer que vi fue a mi madre, que me enseñó el secreto de la longevidad y la conservación de la tersura de la piel. La recuerdo reclinada en el diván de esta misma habitación, con la ventana abierta al mar, cientos de metros abajo. La recuerdo con hombres gimiendo en sus espaldas o sobre sus muslos pálidos.


La recuerdo mirando hacia el pequeño espacio detrás del Biombo de la India, desde donde yo observaba. La recuerdo muerta, parada en el antepecho de la ventana, mirando el empuje de las olas. Creo que para ella no había terminado el tiempo de la espera. Creo que murió para lograr que esa espera fuese eterna.


II

Las uvas de la sombra ya están maduras, el vino fue filtrado y su mosto convertido en pasta candente. Pensaste que todas esas cosas habían quedado lejos, dice la voz, pensaste que la ausencia se había instalado para siempre en tu alma como el filo mellado de un cuchillo, dice la voz. Alguien te mecía cuando la noche se iba concentrando y ya no lo recordás, ya lo recordás, lo sentís y cruzás los brazos sobre el vientre acunando tu propio dolor. Dolor, digo; dolor, afirma la voz. Dolor, niego; dolor, repite la voz. Llegan por las noches y murmuran en el oído. Las voces, dice la voz, las voces de tu escarnio. Vuelven por la noche cuando se fue el último y lavás humedades ajenas de entre tus piernas. Debo destruir los espejos, digo. De nada te serviría, dice. Me voy a amputar, digo. De nada te serviría, dice. Según caía el alba desdibujada sobre el mar, la voz repite y repite. Según caía el alba. La voz es cercana desconocida conocida.


III

Detrás de los espejos encuentro una mujer pequeña, encuentro una niña que espía desde un biombo de madera. El biombo fue traído de lejos por un marino que amaba a mi madre. Ella dice de la India y pone detrás un colchón de plumas olorosas, mi cama. Miro por las noches la madera tallada en figuras que representan cuerpos contorsionados. Tardaría años en adivinar las partes de esos cuerpos, los sexos mezclados, las bocas estiradas en besos imposibles, las piernas enredadas en nudos imposibles. Miro la noche alumbrada por el vestigio de la lámpara de gas que llega desde el otro lado del biombo, desde aquel lugar en el que mi madre gime y gime. Tardaría años en distinguir esos gemidos de los otros, de los que el otro hombre arrancaría de mi madre como una confesión. Tardaría años en sentir esos gemidos arrancados por el mismo hombre de mi propia garganta.


IV

Hubo hombres que recorrieron mis pezones con sus dientes ansiosos, creyendo despertar en mí tumultos semejantes al mar. Y yo reía en los más apartados rincones de mi boca, como una actriz fantasma, cumpliendo con el ritual de los gemidos que ellos guardarían después en algún lugar de sus oídos, con el secreto orgullo de haber arrancado alguna vez placer a una puta. Y hubo hombres que se me derramaron entre las nalgas sin jamás saber de la ternura burlona que revoloteaba mis nacimientos íntimos. Hubo también otros esmerándose sobre la pelvis callosa, balanceándose como péndulos desmadrados, volviéndose víctimas de su propio estertor. Y los hubo jóvenes a los que había que guiar con la mano humedecida por la inexperiencia y el deseo contenido; y los hubo torpes o certeros en la lengua o en la rítmica frecuencia de sus embates. Los hubo sumisos, rebeldes, tiranos, los que apenas bajaban un poco la abertura del pantalón, los que no se sacaban las botas y que murieron en aquel lugar desde el que no se ve el mar. Y en la sombra, los que se quedaban a tomar el siempre mismo té de menta que les ofrecía con la parsimonia de los rituales aprendidos. Y los que se iban cuando apenas comenzaba a cuajarse su esperma sobre mi ombligo y los que me lavaban después con una ternura insospechada y los que se mecían sobre mí como si yo me tratara de una cuna carnal y frágil. Estaban los que me exasperaban con los movimientos espasmódicos de sus manos, los que hendían mi sexo con sus dedos, una y otra vez, mientras el suyo colgaba inerte entre las piernas, simulando una potencia que sólo existía en su imaginación. Y yo me volcaba en estertores que no tenían que ver más que con la añoranza de él, de su cuerpo firme y prolífico cubriéndome como la tibia manta del otoño en el mar. Su cuerpo y los suspiros ahogados de mi madre, desde atrás del Biombo de la India.


Segundo

había una vez una niña que jugaba con el viento había una vez y sigo manoteando ráfagas de nada


V

Él era alto, yo todavía sabía la niñez y nunca quién había sido mi padre. Ella insistió aquel día para que pusiera su mano ancha entre mis piernas. Recuerdo la risa de él. Recuerdo la respiración anhelante de ella. Recuerdo el tacto de él y hoy, al recordarlo, vuelvo a humedecerme como con nunca nadie más. Recuerdo que cerré los ojos y que lo dejé palparme. Recuerdo la sorpresa de él cuando descubrió que estaba completamente desnuda bajo mi túnica. Recuerdo que ella lo alentaba, tal vez con el temor oculto de que yo le resultara desagradable. Recuerdo la risa de él mezclándose con la respiración fatigosa de mi madre. No recuerdo mi respiración. Sé que no tenía miedo. Sé que cerré los ojos y que después los abrí. Recuerdo que su mano iba y venía y que ella no quería irse. Recuerdo que mi madre quería mirar. Después todo es un murmullo en la memoria. Un charco de colores y gemidos que nunca sé si suyos, si míos o de mi madre. Si de dolor o de placer. Pero es ese mismo charco indescifrable el que invade mis únicos, solitarios momentos de placer. Cuando mi mano es aquella mano e imagino a mi madre detrás del Biombo de la India jadeante, observando.


VI

Ahora la voz regresa porque es de noche y es verano y ha llegado el tiempo del temor. Vuelvo al colchón que continúa detrás del biombo, vuelvo a sus olores de descubrimiento y de iniciación. Sobre el colchón -que deja escapar algunas plumas ya de la tela gastada- está el puñal cubierto de óxido, la túnica blanca con manchas amarronadas y una muñeca sin pelo. Estás llorando, dice la voz, llorás por el pasado o más por este presente que vagamente intenta parecerse a la inmovilidad. No lloro, digo, mientras estrello una copa contra ese espejo que muestra mi imagen real.


VII

Antes había un puerto cerca. Antes llegaban marineros que mi madre lavaba de todo vestigio de sal. Antes veía los trajes azules colgar del Biombo de la India y aprendía blasfemias de alta mar que luego mi madre censuraba con latigazos de sus manos blancas y delgadas. Sus proverbiales manos, sus manos alabadas, azotando mis mejillas. Era el tiempo de la bonanza, de los regalos desde más allá. Era el tiempo en el que él todavía regresaba y el tiempo en el que mi velo aún no había sido rasgado por sus manos. Ahora sueño con barcos que anclan cerca de la torre, recordando el llanto de mi madre cuando supo que habían desmantelado el puerto y que desde entonces nuestro pan y placer dependerían de habladurías, de consejos, de sugerencias a media voz. Veo barcos en la niebla. Veo siempre el mismo barco ahí, en medio del horizonte, dejándose mecer por las olas como yo por los brazos de mi madre cuando fingía amarme.


Tercero

voy a vomitar la lava que quema vĂ­sceras y que me empuja a ser esta sombra espuma de medianoche animal sin luz


VIII

Vuelvo al colchón que huele a viejo y a orín de gato. Cuando mi madre, cansada, se tendía a mi lado y lentamente acariciaba mis piernas delgadas, demasiado delgadas decía ella. Trepaba entonces por la excesiva delgadez de mis piernas, subía despacio la túnica blanca -aún no manchada- subía mientras murmuraba: así lo harán después muchos hombres y llegaba a mis labios los otros y no tenés vello, decía, a los hombres, a algunos hombres les gusta así. Pero ya te crecerá. Después reía, cuando te crezca yo voy a estar demasiado vieja para que seamos rivales. Se reía más cuando sorprendía una humedad creciente allí, donde debe crecer la humedad. Yo apretaba los dientes, los párpados, los puños, quemada por la inmovilidad. Mi madre reía, paseaba sus manos blancas, alabadas manos, por la frontera de lo que debía ser mi placer. ¡Arriba!, gritaba de pronto, arreaba contra el apretado murmullo, el murmullo consternado de abandono que yo era. ¡Arriba!, gritaba palmeando mis nalgas desnudas, traéme té. Y yo salía de la oscuridad de mis ojos cerrados, del mareo, de la nausea y trastabillaba hasta el hornillo en donde ya humeaba la tetera de loza marrón. ¡Bien caliente! gritaba ella, todavía desde atrás del Biombo de la India. Yo no sospechaba entonces -yo apenas sospecho ahora- que ese cuerpo mío, magro, era el sutil objeto de su venganza.


IX

Estoy sentada frente a la ventana, mirando el mar. No hay nada más que este sol que veo sumergirse en el horizonte y mis manos quietas sobre los muslos, aún sudorosos. Hoy volví a las habitaciones cerradas, a los primeros pisos de la torre. Había polvo y olor agrio, manchas de origen desconocido, con la forma inconclusa del líquido cuando se derrama. Hacía tantos años que no entraba en esos lugares que creo que haber vuelto es casi un anuncio de mi muerte, aunque después y todavía algunos hombres hayan golpeado la puerta de atrás y se hayan quejado sobre mi nuca con sonidos que sólo una mujer como yo puedo oír. De algún modo sé que la muerte ha comenzado a tirar de mis dedos, a empujármelos hacia lo oscuro. A veces siento su hielo en los nudillos y escucho voces que hablan un lenguaje desconocido u olvidado.

La muerte empezará desde mis gestos y después, cuando ya esté inmóvil, simplemente dará una palmada suave en mi espalda, en dirección opuesta a la del mar. Moriré como mi madre, quieta frente a la ventana, con un giro breve y un grito breve lanzándola apenas hacia el centro de la habitación y dejándola más inmóvil, como si eso hubiera sido posible.

Si algo extrañé de ella los primeros tiempos fue su respiración tras el biombo, como antes había extrañado sus manos sobre mi desvelo. Como antes hubiera extrañado esa espera que era la desnudez que yo no me permitía. El lazo que nos unía a aquel del nombre desterrado, pero cuyas caricias evoco, reptando por debajo de la túnica que aún conservo.

Abajo, la torre está envuelta en gris. Desde aquí puedo verla como era y como es. Puedo oírme yendo a su encuentro, puedo oír sus pasos haciendo crujir la escalera con ansiedad porque mi madre ya yacía apenas blanca, apenas húmeda, apenas en la penumbra enronquecida de su voz que lo llamaba, que ordenaba mi presencia de espía, de espera. Puedo distinguir sus pasos de los otros. De los de las botas pesadas que suben por la parte de atrás, manchando con barro la escalera de metal. No los escalones de roble que él usaba y que todavía crujen bajo su peso.


Abajo la torre debe estar tomando textura de nube, entre las muselinas manchadas por esas formas marrones como de líquido derramado, entre los espejos cubiertos por telas antes blancas, entre los muebles amontonados en una esquina, entre los retratos de mi madre vueltos hacia la pared. Más abajo está el sótano y las voces y la sombra más espesa y los barriles vacíos -menos uno- y las ratas y las gotas de humedad que caen acompasadas y las últimas ropas de mi madre y pequeñas camisas de bebé y los huesos.


X La noche vuelve mis pezones de un iridiscente azul. Resaltan en la penumbra del cuarto, con la luz en marejadas que le envían los reflujos del mar. Todavía percibo en mi piel el olor de la sal que me envolvió esta tarde, mientras me dejaba mecer por las aguas frías del otoño del mar. Aunque ya no es otoño, casi. El vuelo de los pájaros anuncia la llegada de la escarcha. Invierno fue siempre una palabra en reposo. Quizás porque hasta donde alcanza mi memoria -cada vez más escasa- en esos meses pocos se atrevían a atravesar el camino hasta la torre, resbaladizo, peligroso. Bordeando siempre el mar, cayendo casi, como un amante que tiende a lanzarse en los brazos de su amada, sin terminar nunca el definitivo gesto de la entrega. Por eso prefiero llamar al camino "senda" y nunca al mar "la mar". Porque es femenina la actitud del camino y habría que decir entonces que la senda es una amante en perpetua caída hacia su amado. Sin embargo, el mar tiene la ambigüedad de sus nombres. El mar, la mar, las olas, el reflujo, la marea, el maremoto, las marejadas; oscilación de femenino y masculino que es tanto como yo. Tal vez por eso su caricia es la más completa, la única que me satisface, ahora que he conocido tantos hombres y que mi madre ha muerto, siendo tanta mujer.

Suelo tener hambre en el invierno. La hija de la anciana que me traía huevos y verduras a mi madre y a mí, anciana también ella ya, no se atreve a atravesar la senda, a enfrentar el mar que en invierno pareciera entrar en celo y se debate furioso contra las rocas del borde de la cornisa, queriendo llegar hasta la senda, sumirla entre su espuma, penetrarla con sales y con algas.


Cuarto

-el tiempo irreal- dice el espejo y mi otra voz vuelve astillada y me agrieta la garganta y en vez de hablar sangro


XI

Mara tenía los ojos apenas un poco más oscuros que el mar. Cuando la vi por primera vez, cosía la red que el padre -un hombre callado y gris como un acantilado- echaba cada madrugada desde un botecito rojo que yo no podía terminar de creer. Era uno de los pocos días en los que él -yo lo llamaba por su nombre, recuerdo; recuerdo que aún sabía su nombre- lograba sacarme de la torre, de detrás del Biombo de la India, del aliento a té de mi madre y me llevaba hasta el manojo de casas que querían ser pueblo alrededor del puerto. Mara miró primero mi vestido. Los volados blancos, la anchura exagerada de la pollera. Después me sonrió más con la mirada que con la boca y siguió cosiendo. Él entró en la casa de dos habitaciones, oscura y honda. Yo seguía los movimientos sabios de las manos de esa niña que casi podría ser yo, salvo por los dedos con bultos en el pulgar y el mayor de la mano derecha -la que sostenía el vaivén de la aguja gruesa como el dedo de un hombre-. Callos que yo sólo lograría tener en la cima del pubis, un poco ocultos por el matorral incipiente siempre. Pero entonces yo era suave por todas partes, apenas sabía de jadeos y de soberbia de saliva detrás del biombo. Nos quedamos sentadas una junto a la otra, en silencio. Yo, mirando el trabajo de la aguja; ella, espantando cada tanto unas moscas que se arracimaban sobre deshechos de pescado a unos metros nuestro. Después solamente dijo: A mí me gusta el mar en otoño ¿y a vos? Solamente pude quedarme mirándola un instante, con el alma como una ola subiendo y bajando dentro de mí. Mara esperaba con la aguja en alto, los ojos sonrientes. Yo aplasté un volado que quería irse con el viento de la costa y pude murmurar que a mí también, que el mar en otoño era como una casa grande a la que se le pueden volar las paredes de nada y que eso me asustaba y me seducía -no creo haber dicho exactamente esto- a la vez. Ella se rió como una rompiente, se rió bajito con los dedos enredados en la urdimbre de la red y creo que dijo yo también o a mí también o algo que nos puso de canto una contra otra, nos arracimó en un secreto ingenuo. Después hubo un silencio largo como sus manos o como la red que cosía y cosía. De golpe volvió a mirarme, esta vez mucho tiempo. Sos tan linda, dijo. Y siguió cosiendo como si hubiera dicho va a llover o tengo frío o el cielo está alto. Pero yo sentí toda la sangre del cuerpo irse a las mejillas, como nunca habría de ruborizarme un hombre, como si ella


fuera un amante insospechado. No pude responder nada. No pude decirle ese día que ella era exactamente como el mar en otoño, con una quietud ajena y esquiva, con ese color indefinible que muta del azul al verde. No pude apartar las manos de los volados de la pollera, no pude volver a mirarle los ojos quietos. Hasta que él salió de la casa con un olor fuerte y la mirada brillante y me llevó de nuevo a la torre, donde mi madre jamás -por una vez- pudo saber la causa de mi sonrisa calmada y donde -por una vez- no me importaron ni sus gritos que él soportaba con una mueca, ni la amenaza de no volver nunca, nunca al manojo de casas que querían ser pueblo allá, en los bordes deshilachados del puerto.


XII

Mara, juguemos a que soy ciega; decía yo. Y ella iba poniendo sobre la falda de volados grandes objetos de distintos tamaños y texturas. Yo los acariciaba, los rodeaba con dedos inseguros hasta decir un nombre, un nombre cualquiera, que no era nunca el del objeto (entonces el juego ya no hubiera sido un juego) sino un nombre que inventaba o evocaba según la sugerencia de la piel del objeto invisible que se escurría entre los volados del vestido. Los ojos debían estar tan apretados que -recuerdo- me dolían los párpados después o veía hormiguitas de luz en todas partes. Mara ponía y sacaba cosas de mi falda y yo las tocaba y decía un nombre y ella se reía o castigaba mi costado con sus palmas y un no, no, no es eso. Y yo debía saber lo que Mara quería que encontrara en las cosas. Yo debía saber cuando un alambre era el tallo de un pájaro o cuando caracoles eran manos de otro dios o cuando flores secas la propia risa de Mara.

Él llegaba antes y salía con olor a alcohol. Mamá decía que era ron y que no tomara y que no me llevara a ver a esa chica que me ponía las mejillas rosa. Mamá decía que un día el papá de Mara iba a violarme como decían había violado a su hija. Decía que no podría soportar mucho más mi olor de hembra virgen en la galería de su casa, destacando del pescado y de los mariscos que se pudrían lentamente al sol.

Pero él sólo reía y le decía que el hombre apenas me miraba, apenas, desde el umbral de la casa de dos cuartos, sentarme junto a su hija a jugar a ser ciega. Que tal vez el hombre fuera ciego sin juegos, porque él sólo lo veía en la penumbra del cuarto del fondo inclinarse sobre la botella de ron de espaldas a la ventana única y pequeña. Tal vez pesque con el olfato o con el tacto, le decía a mi madre para enfurecerla aún más, para que volviera sobre mí su furia o la transformara en deseo y lo arrastrara tras el Biombo de la India.


XIII

Poco queda del pueblo, poco va quedando. Apenas unas casillas que llego a ver desde la torre, recostando su ausencia sobre la bahía. El puerto es una sombra, un muerto descomponiéndose lentamente bajo el sol del invierno. A veces alcanzo a vislumbrar algunas siluetas desde lo alto. Una -lo sé- es el padre de Mara, que se quedó después de todo lo que pasó. Después de que ella decidió irse hacia el mar, después de que los extranjeros decidieron que el puerto ya no les servía más. Puedo verlo recorrer los botes que quedaron. Acariciarlos con una mano incierta, sostener en la otra la botella de ron. No le queda mucho tiempo. Tal vez acabe como otro bote, de espaldas al sol leve del invierno, pudriéndose. La otra no puede ser más que el viejo Franz. Él nunca volverá a ningún lado. Sabe -tal vez se lo dijeron las piedras- que no hay dónde volver. Su cuerpo viejo se inclina hacia la arena como si buscara algo insistentemente, algo que nunca encuentra. Es una curva que se destaca en el horizonte de la bahía, es una hoz de sombra que puedo ver desde la torre. Y adivino el murmullo de palabras enredadas perdiéndose en el torbellino que forma la espuma en las piedras del acantilado, un lenguaje de agua de otras latitudes. Su país saqueado por demonios, su país con historia de gigante ensangrentado. Estoy segura de que ninguno se acuerda ya de mí. Tal vez no puedan unir la forma incipiente de mujer que conocieron al fantasma de sensualidad que aún visitan algunos marineros rezagados; tal vez crean que es mi madre la que sigue abriendo su sexo a las urgencias que los hombres -cada vez menos los hombres- acercan hasta la torre. Dicen -los pocos que llegan- cuando les sirvo té, envuelta en la bata de seda roja de la China que era de mi madre, que la niña que alguna vez fui quedó como un pólipo adherido en la memoria del pueblo a la figura de él. Y que cuando él ya no estuvo, también la niña se deshizo en los corcoveos del recuerdo, como un fantasma de espuma. Y sólo quedó una mujer única, intercambiable. La mujer que sacia con su cuerpo es una sola, madre o hija, en una paradoja especular que nos vuelve mismas y opuestas. No me importa. Es -quizás- la memoria la que devela lo que la historia se empecina en ocultar. Es la memoria la que descubre lo que las palabras encubren, cuando lo que las palabras encubren se va deshilvanando como una tela vieja; cuando lo que las palabras encubren va dejando ver su entraña de piedra asolada por el oleaje.


Y hay más figuras que entran y salen de las casillas de las casas desmembradas del pueblo. Yo sé que no son más que viejos. Todos viejos que se resisten a abandonar lo conocido: el gemido de las maderas cuando las seca el sol, la alucinación del sol sobre las olas, el suicidio de las olas en las piedras de la bahía, la bahía enjaulando los peces que ya nadie enreda con redes grandes como las manos de un dios. Todos viejos que van a morir como el puerto, pero más tarde. Tendidos al sol o revueltos en sus camastros. Sus estertores finales se mezclarán con las ráfagas del mar y llegarán a la torre. Serán la señal última de todo lo que alguna vez fue. Serán la próxima legión de fantasmas que, junto con mi madre y con él y con Mara, merodearán la torre, diciendo nombres que ya no puedo reconocer.


Quinto

mi cara arde sobre las maderas del pecho mientras grito que la luz pisada es un mosaico habitรกndome


XIV

Las fotos ocupan un lugar en donde la ausencia es una mancha borrosa. Pienso en mis manos estiradas sobre la colcha que apenas cubre este colchón gastado y polvoriento. El sol, allá, debe estar desmoronándose sobre las olas cansadas de la tarde. El mar debe tener un cierto color ámbar, una textura casi del color, un olor del color que llega a través de mi ventana entornada. Pero no puedo incorporarme y ver. Las piernas son dos pedazos de estopa mojada.

La película impregnada con imagen sobre los cartones amarillos de las fotos se fue cuarteando con el tiempo. En el lugar donde debiera estar mi cara, en esa que alguien sacó el día de la feria en el pueblo, hay un conjunto de grietas que figuran un escabroso paisaje al tacto. Su cara, en cambio, persiste, sonríe por debajo del espeso bigote. Mi madre es una ausencia más en la ausencia inmanente de las fotos. En una sola muestra su cabeza altiva, el rostro algo echado hacia atrás, un destello que ni el tiempo ni la película gastada pudieron borrar de esos ojos crueles. El cartón amarillo termina en la hendidura de su escote amplio, ahí donde el nacimiento de sus pechos se insinúa como una promesa. Tengo las fotos sobre el vientre, las piernas, las manos. Y afuera el sol debe estar muriendo sobre el mar, con una agonía lenta y silenciosa, en esta hora en la que todo parece callarse y el tiempo se suspende de hilos invisibles. Las sombras van ganando el cuarto y el sesgo de las últimas luces hacen dibujos extraños con las tallas del biombo. Tiemblo un poco.

La campanilla de la torre ha sonado tres veces hoy. Y yo no abrí, aunque cuento apenas ya con algunas monedas, un poco de té y frutas secas. Mi cuerpo es otra sombra que tiembla y que quisiera hundirse con el sol, entre las olas, con la misma mansedumbre, con la misma ilusión de que la muerte no puede rozarme.


XV

El mar es una forma grumosa esta mañana. Apenas lame mis pies como un cachorro reblandecido por las proximidades del verano. También él le teme. Acaricia mis muslos ahora, que me interné quejosa entre los pedregullos que lastiman las plantas de mis pies. Cierro los ojos. Él no vendrá porque ya no lo espero. Su rostro no es sino un conjunto borroso que forman otros miles de rostros anidados en mis ojos durante estos años. Diré que no lo recuerdo. Y mentiré.

A veces las olas me hielan. Aún es el tiempo de los fríos. Aún puedo regocijarme con la promesa del diván tibio al regresar a la torre. El secreto de estos baños otoñales que me dejan en la piel ese mítico sabor a sal fría que ha llevado mi fama hasta lugares insospechados. Cierro los ojos. Las olas me devuelven la sensación de caricias olvidadas. Las de mi madre. Las de él, cuando todavía regresaba. El mar entre mis muslos, bajo la túnica de gasa que conservo y que me cubre. El mar hundiéndose en mí, el mar que trago con mi vientre. El mar como un macho que posee sin fecundar. El mar tumba de los frutos de quienes fecundaron este mi vientre. El mar como un falo húmedo que me hurga sin producir dolor. Apenas esta vaga ansiedad que evocaré en la penumbra del cuarto del Biombo de la India, con mis manos vueltas olas volando sobre este mi vientre y los ojos abiertos, para anhelar el rostro de mi madre asomado. Sin poder resistir la mirada que incita a continuar, a ir hasta lo más hondo, hasta las regiones en las que la palabra incesto es una burla para eludir al deseo.

El mar en mi cintura, borrando las marcas antiguas de hombres con botas puestas. El mar barriendo resabios de otras batallas, lamiendo las cicatrices. El mar en mi garganta, cercando los labios, sobre mis ojos. El mar mezclándose con mi respiración. La torre se recorta como la sombra de un puñal en la arena. Tengo frío. Sed. Mis huellas dejan sangre que brota de las heridas que las piedras filosas de la costa me dejaron en los pies. Fantasmas rastrearán el olor dulzón y me hallarán en la hora final del día, después del último visitante, cuando el sueño como un animal en celo ronde mi cama.


XVI

El tiempo sobre mi cuerpo, anegación absoluta de curvas y sombras. Pliegues, hendiduras, olores nuevos, permanente y lenta descomposición. ¿Podré seguir amando esta piel cuando ya nadie la ame?, ¿podré, cuando ya nadie la reclame en suntuosa apariencia de amor? Tiemblo. La ventana se agita con la brisa de este otoño que tanto se parece a mí. La habitación se puebla de rumores, se mueve en reflejos confusos, tañe palmo a palmo mi soledad.

Hay un espejo. Debo haber hablado del espejo. Es ancho, su azogue carcomido en los bordes ovales. Refleja todo mi cuerpo. Reflejaría aun dos cuerpos, este espejo pensado para la obscenidad. Frente a él me baño con sales y algas, en un baño que acrecienta su voluptuosidad cuando el reflejo de mi cuerpo se ondula y se esponja con el vapor.

Ahora elevo los brazos y observo sus contornos, la carne que cuelga floja en la cercanía de los codos, los codos que pierden poco a poco su suavidad. Ahora recorro con dedos sabios el nacimiento de los pechos, adelgazado y cubierto de pecas enfermizas. Ahora bajo por la curva lacia hasta los pezones que no se inmutan. Sigo y bajo hasta la náusea por el vientre pastoso, agrietado al llegar al sexo que se abre entre el agua como una vulva que va perdiendo su color rosado, ese sexo que cubre una mata rala y encanecida. Me detengo. Cierro los ojos. Me impido la minuciosa exploración, la impiadosa y mansa exploración a través de estos restos tan similares a los que deja el mar esparcidos por entre las rocas de la playa después de una tormenta en invierno. Soy la basura ennegrecida por la sal y los pólipos que alguna marejada arrojó en esta playa del tiempo. Un espasmo sordo sube por mi garganta y me retuerzo en sabor a té y a frutas demasiado maduras. Gimo sobre la letrina hasta que las lágrimas me lavan los rasgos de la cara, hasta quedar sumida en una mansa estupidez. Así, con el sudor mezclado al agua del baño interrumpido, me acerco al espejo, chorreando los listones de madera del piso, trastabillando por no ver el vaivén de la carne en la cintura. Acerco el rostro al espejo, más y más. Entonces veo el blanco casi perfecto de mis ojos, ese brillo azul agazapado en las pupilas, y suspiro.


Ahora, recostada en este colchón que huele a tantas cosas, a tanto tiempo que ya no huele, cedo a la espesura de un sueño malsano, con sabor agrio en la boca pero con la certeza inútil de que mientras ese brillo perdure fugaz en las comisuras de mis ojos, persistiré aferrada a la juventud.


Sexto

los caminos del agua son pisados por demonios y una mujer descalza se mece en la ribera


XVII

Sueño con vos, le dije un día a Mara, mientras ella alisaba con sus dedos callosos los volados de mi vestido ancho. No respondió. Sueño con vos, repetí, y es siempre lo mismo. Qué, preguntó levantando los ojos de mar y de otoño y de risa. Yo sentí como siempre toda la sangre abandonarme el cuerpo para habitar en las mejillas. Yo contesté con la voz en un hilo que soñaba que ella me acariciaba, que jugábamos a que la ciega era ella y yo el objeto sin nombre que ella debía descubrir con el tacto. Descubrir y nombrar. Yo contesté que era como un maniquí blando y desnudo entre sus dedos de tejer redes de mar, que sentía deshacerme y ahuecarme en el sueño, que ella me acariciaba con minucioso recato de alga contra los bordes de los barcos de la bahía. Mara pregunto cómo me nombraba finalmente en el sueño. Ella, deteniendo sus dedos entre los volados de mi vestido, preguntó qué nombre tenía mi piel entre sus manos en la noche de mi sueño. No sé, dije. Siempre me despierto antes. Mara se separó un poco de mí, miró el mar. Qué lástima, dijo nada más. Qué lástima, repitió después. Y no volvió a tocarme esa tarde.


XVIII

La túnica era leve, transparente. Veía mis pechos pequeños subir y bajar desacompasados a través de la tela blanca. Desde atrás del biombo me llegaban las risas de él y de mi madre; bajas, mezcladas, interrumpidas por -seguramente- breves sorbos de té. Yo permanecía oculta por la oscuridad de mis pestañas, sintiendo estremecerse mi respiración, con el cuerpo rígido y los brazos pegados a las piernas. Hubo un silencio y abrí los ojos. Él se asomaba por la esquina del biombo, a contraluz. Apenas podía adivinar su sonrisa por un manchón blanco en medio del óvalo de sombra donde debía estar el rostro. Por entre las hendiduras de la madera, del otro lado, podía distinguir la figura de mi madre reclinándose contra el biombo. Después sus dedos blancos asomaron por entre las molduras, las aferraron. Ya llegaba hasta mí su aliento manchado de té. Él esperó apenas para acercarse y recostarse a mi lado. Por el borde dentado de la madera se filtraban los reflejos del fuego que ardía al otro lado de la habitación, dorando el aire enrarecido. Volví a cerrar los ojos. Sentí sus manos que comenzaban a subir la túnica desde los tobillos, con suavidad, descubriendo mis piernas de a poco. Entreabrí los ojos. Los reflejos del fuego volvían también dorado el vello suave que me cubría las pantorrillas. La respiración de él estaba sobre mi cuello, sobre mi oreja izquierda. Sobre la derecha, la de mi madre. Ambas se tornaban bruscas en un crescendo unísono. La lengua sobre mi sien me sobresaltó. Su mano ya había llegado a mi entrepierna, ya la estaba humedeciendo y mi aliento se sumaba al de ellos. Eran tres vientos arremolinándose entre sí.

Todo el cuerpo se licuaba. Nada le costó separar mis brazos de los muslos, deslizar la túnica por encima de hombros y cabeza. La completa desnudez. Volví mi rostro a un lado, los ojos completamente abiertos ya. Los dedos de mi madre se tensaban en las molduras del biombo, su aliento se enronquecía y silbaba sobre mí. Él había comenzado a hurgar mi sexo con sus dedos, hendiendo con firmeza entre la humedad. Miré. Mi cuerpo dibujaba una comba sobre las sábanas arrugadas, los pezones se habían convertido en cumbres apuntando hacia el techo y un temblor nuevo me ganaba la piel. Con una sola mano -la otra- él había ido desabrochando los botones del pantalón de franela para apoyar después su sexo en mi costado. Empujó mis dedos a cerrarse sobre la carne tensa y un olor ácido comenzó a brotar de sus poros, de los míos, de los de mi madre.


En algún momento uno de sus dedos se hincó profundo, rasgó, cambió la inasible fisonomía de lo que yo ni podía nombrar ni intuir. Mi jadeo se convirtió en grito, el cuerpo quedó rígido a la espera de la metamorfosis del dolor en placer cuando él interrumpió el frote rítmico y se incorporó gritándole a mi madre: ya está hecho. Ella abandonó las molduras del biombo, susurró: lavate, mientras yo descubría un hilo de sangre que corría por la parte interior de mis muslos, empapando lentamente el colchón. Él desapareció detrás del Biombo de la India y pude ver sus dos figuras, mi madre y él, fragmentadas por la talla de la madera. Ella inclinada sobre su vientre; él, inclinando hacia atrás la cabeza. Me enjuagué con una esponja humedecida en agua y limón, rozando apenas el ardor de mi sexo. Y a la vez que veía teñirse el agua de la vasija de un color rosado, escuché el grito de él, la risa de mi madre.


SĂŠptimo

algunas cosas debieran deshacerme devolverme a la espuma elemental de la que vengo esa espuma sin padres ni morada


XIX

Ahora mismo ¿desde dónde digo estas palabras?, ¿cuál es el límite, la cuajadura, la fronda? El sol despeña por las paredes de la torre su perpendicular caída, se comba sobre el vientre de las piedras apiladas, escurre su indecisión hacia el mar. Entretanto, estas mis manos blanquísimas, se estrujan en la sombra del último cuarto, refugio de sal, esperma congelado en el gesto que se desmaya, salvación de una sola alma. ¡Oh, madre, mi madre! ¿dónde está tu cuerpo agobiado por la espera? ¿dónde quedó la espalda curva por donde se resbalaba el sol en tardes como ésta, tal como ahora por las paredes de la torre? ¿Dónde está tu cuerpo y el secreto, madre, ese que nos unía más que un amor que jamás tuvimos? Sé que había un secreto, pero lo he olvidado. Lo sé por esa mirada tuya de filo que, de tanto en tanto, lanzabas desde tu ventana hacia mí. Lo sé por esa mirada que no logro olvidar.

¿Cuál fue mi crimen, madre? ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿por qué esta condena de la culpa indefinida, la más cruel, la más infame; la culpa ignorada de algún crimen atroz y fundacional? Yo -la injusta condenada, la despojada, la encerrada en esta jaula de fantasmas- te convoco, madre, a la fuga de sombras sobre el piso del cuarto, a la lenta descomposición de mi cuerpo. Te invoco con este grito que se monta sobre las olas, que copula con el mar, que le puebla el sexo con su semen salado. Mi grito fecundado por el mar llega hasta vos, madre, te saca de donde sea que estés y te trae a atestiguar mi decadencia.


“...El que sufre se torna inconsolable. Sin embargo ¿qué es ese dolor sino el reconocimiento de que lo que alguna vez se nos dio como placer o felicidad se nos ha arrebatado irrevocablemente? El don del placer es el primer misterio.” John Berger


Al costado de unas vías abandonadas él y yo nos asomamos por un rectángulo de sol. Voy a mostrarte la luz, dice. Lo miro con los labios entreabiertos. Al costado de las vías hay un agujero en la tierra. El agujero está lleno de agua que se dora con los últimos rayos del atardecer. En el agujero, una mujer se baña en el agua dorada. Él me muestra su cuerpo cuando se yergue contra el sol, me muestra las gotas escurriendo por las caderas y por la espalda de la mujer. Así es el cine, dice. Yo tengo un vestido con miles de volados que el viento mueve, engloba en torno de mis piernas flacas. El viento, de pronto desatado, agita también el traje negro de él, que ríe y señala a la mujer que continúa parada de espaldas, desnuda, secándose ese barro de oro que le transpiran los flancos. Esa sos vos, dice él. Entonces la mujer vuelve la cabeza y veo mi rostro agradándose hasta ocupar todo el rectángulo luminoso, volviéndose blanco de tanta luz, deshaciéndose en la claridad hasta que grito. Y mi grito es una boca negra que se traga la luz, abarca todo el rectángulo, de pronto negro y plagado de dientes. Y lo único que sé en ese momento es que mi grito es enorme pero tan silencioso que aterra.


Octavo

un saco viejo envuelve a la mujer un saco de lluvia que cae sobre ella como la maldici贸n de los nacidos muertos


XX

Después de su partida, mi madre quedó pegada a la ventana, murmurando insultos o llorando llantos interminables que negaba más tarde con el dorso de su mano derecha. Yo permanecí todo ese tiempo en silencio, olvidada del sonido de mi voz. Apenas a veces pronunciaba algunos nombres, como un rezo. Lograban distraerme del hambre y del abandono a los que mi madre nos había condenado cuando él dejó de regresar y ella decidió clausurar su entrepierna. Cuando algunos hombres todavía golpeaban la puerta grande de la torre, mi madre se enceguecía en terribles accesos de furia que hacían que yo corriera escaleras abajo para espantarlos con los mismos insultos que le oía murmurar a ella, contra la ventana. Sólo cuando nuestros estómagos comenzaron a retorcerse de tanto té de la India y frutas salvajes, cuando nuestros hedores volvieron irrespirable el único cuarto de la torre al que ya para entonces nos habíamos confinado, mi madre consintió en que la reemplazara.

Al principio ella continuaba toda apretada contra el cristal de la ventana, atisbando el horizonte del mar y yo llevaba un hombre tras otro tras el biombo, para acariciarlos hasta que su sed o mi asco se hubieran saciado. Mi madre permanecía, al principio. Pero luego fue siendo lentamente llevada por su instinto hasta las hendijas del biombo tallado y desde allí se filtraba su respiración espesa, sus gemidos reemplazaban a los míos, sus labios se humedecían mientras los míos se apretaban hasta volverse blancos, sus manos se movían confusamente mientras murmuraba el nombre de él.

Entonces sí mis manos recobraban la memoria y deshacían caminos en el tiempo y los hombres se iban satisfechos. Y después mandaban nuevos hombres a la torre, a probar la rareza de esas dos voluntades unidas y enfrentadas a la vez, la rareza de esas dos mujeres anudándose entre sí y con un fantasma a través de un Biombo de madera de la India.


XXI

El viento brama sobre la torre y sombras espesas se vuelcan sobre la opacidad que el polvo dejó en los ventanales. La noche es una coartada esencial para el temblor. Ráfagas azotan el mar también allá abajo y las olas se estrellan hasta casi la base de este bloque parado en el medio de la oscuridad. Siempre el viento brama con particular desasosiego. Sílabas de su lenguaje difuso se enredan en las cortinados y, más abajo, entre las piedras de la costa. No cesará hasta que la lluvia apacigüe sus clamores de semental. La lluvia, como una hembra ofrecida, se derramará entonces entre las cuencas variables de sus ráfagas y parirán un hijo elemental de la sombra.

El viento brama sobre la torre, se cuela por los intersticios de las maderas podridas de su cúpula y llega hasta los salones por siempre clausurados. Allí hace bailar a los bastardos del recuerdo. Allí convoca a los tenebrosos para imponerles su forma resbaladiza. El viento más abajo mece las colgaduras de los muertos y penetra en habitaciones en las que, antes del viento, todo se resolvía en una furiosa quietud.

El viento quiebra los contornos de la noche, abre huecos en la mente para hacer volar sus pretensiones. El viento somete a su exageración.

Silencio.

Silencio.

Las gotas amansan a la bestia que se adormece lentamente. Ya casi está amaneciendo, en medio de las ubres del cielo, repletas de lluvia.


Noveno

suelo confundir sue単o con vigilia hablo con fantasmas de gasa somnolienta o pregunto cosas que nadie comprende


XXII

El mar ruge su animalidad, con la voz arrugada que anuncia siempre los finales del otoño. No puedo recordar qué dice él, su voz confundida con la del mar. No puedo recordar qué dicen mis gritos, qué mis puños apuñalan. Golpeo su pecho cerrado con los puños, mientras él intenta calmarme o atrapar el vuelo cada vez más vertiginoso de mis manos. A lo lejos, brilla la ventana iluminada de la torre, donde mi madre estaría preparando el té. Es ese recuerdo el que me estremece en las noches, el que empapa mi túnica con los peores sudores y me despierta con el olor del miedo. Sólo imágenes que vuelven y vuelven: el cuerpo de él arrojado en la orilla, mi cuerpo que lo cubre, que se retuerce sobre sus muslos. Lo busco. Los puños se resuelven en caricia, aplacados. Mis manos aplacadas sobre él. Hacés el amor como una muda, decía; o: podría hacer el amor nada más con tus manos; o...

Y en las palmas que se cierran bruscamente, como siempre, cuando el mar me estallaba dentro y sentía todo él venir hacia mí en oleadas cálidas. Las palmas que se cierran como si fuera muda y ese cerrarse fuera una forma de grito, de gemido que escucho salir de la garganta de él, vuelto eco. Las palmas que se cierran y atrapan pedregullo de la playa, sin quererlo. Las manos repletas de piedras que no puedo más que frotar contra el rostro de él. Las piedras y mis manos buscándole la boca asombrada, ahogándole el jadeo de placer o de terror. El pelo de él que la marea creciente comienza a lamer en las puntas, cercando su cabeza, lavando lo rojo que es otra marea en pleamar. Lavar lo rojo y después correr.


XXIII

Una sobre otra caen las piedras sobre el eco oscuro de la madera. Una sobre otra caen. Estoy escondida –recuerdo- y veo a los hombres de negro arrojar piedras sobre el cajón que copia el brillo acuoso del cielo. Mi madre, allá en la torre, habrá comenzado a esperarlo. Aunque sepa –todo el pueblo lo sabe- que aquí hombres de negro arrojan piedras, una sobre otra, en lo negro. El cajón tan negro como la noche cuadrada que ahora él habita. Las piedras y su eco como el grito del él ahogado por el ruido atronador de las olas cuando se cerca el otoño. El viento abre la túnica –recuerdo- y puedo ver en los muslos las marcas moradas que dejaron sus manos, como si en mis muslos se ocultara el aliento. El sonido de las piedras chocando unas contra otras me hace sonreír. Es tan bellamente absurdo que las piedras vuelvan a silenciarlo, es tan bellamente triste que esos hombres figuren una pena propicia. Esos hombres que no lo conocían, que no saben a quién enmudecen con el ruido de las piedras. Sólo tres personas quedan sabiendo de él. Mi madre, que ya ha comenzado a esperarlo reclinada en la ventana de la torre; yo, escondida tras el único árbol del cementerio del pueblo, tan cerca del mar. Y el padre de Mara, encerrado por siempre, enterrado también en su pieza de maderas tambaleantes, mirando las redes rotas. Las redes que ya nadie coserá. Una tras otra caen las piedras, nuevamente, sobre él. Ya no se oyen percutir la madera. Sólo es piedra sobre piedra y después la cruz de madera, sin nombre. La cruz que yo arrancaría y arrojaría al mar más tarde, recuerdo, cuando los hombrees que oficiaban una tristeza de rigor se habían marchado y el negro de la noche –la noche de este lado, la noche de los grillos y del agua batiendo contra la orilla- protegía hasta el color blando de mi túnica. Con estas mismas manos yo arrojé la cruz al mar para que tragara la señal, el posible sitio de los rezos y los llantos. Con estas mismas manos volví a borrar con piedras su lugar en este mundo, emparejando el piso, deshaciendo el montículo que mostraba que allí yacía un hombre.


XXIV

Irina estaba un día sentada en mi silla junto a Mara. También cosía una red negra tan grande como ella misma. Irina no me miró. Mientras él se sumergía en la casa yo me quedé de pie junto a Irina -yo no sabía su nombre todavía, quizás lo esté inventando ahora-. Ella sólo cosía. Y Mara apenas me sonrió con un gesto de estremecida tristeza o de temor o de algo entre ambas sensaciones que yo no me atrevía a discernir. Yo tampoco sabía si podía decirle a esa niña delgada y lacia que esa era mi silla, que yo siempre me sentaba allí, en el lugar exacto en el que el calor de las rodillas de Mara rozaba mis muslos como una caricia irregular, ausente. Irina me miró. Ah, dijo, vos sos... y murmuró mi nombre, bajando nuevamente la cabeza sobre la red que la volvía a mis ojos una araña desmedida y vacilante que acechara mi piel clara, mi lugar junto a Mara. Pero sin embargo pude preguntar su nombre para saberlo o inventarlo ahora y pude también detener el vuelo perpetuo del mismo vestido de falda ancha y de volados que las manos de Mara aquietaban de tanto en tanto, con sus dedos de caracol partido. Mara me habla siempre de vos, continuó ella. Me dijo que eras muy hermosa, muy blanca. Me dijo que eras casi como la espuma; y señaló una rompiente allá, en la ondulación que desdibujaba la bahía. Yo miré largo rato golpear el mar contra las piedras, pensando si Mara me veía como la fragilidad de la espuma deshaciéndose en los vértices agudos o como el embate embravecido de una diosa de agua. Pero Mara sonreía cosiendo, enhebrando hilo con hilo como quien traza con esmero un destino ajeno pero próximo. Y no me miraba ahora ella, ahora que Irina dejaba de mover sus manos para estudiarme con minucia, ahora era ella la que me abandonaba a la condena de estar de pie frente a las dos, hermanadas por las redes, por un himen desgarrado -pensaba yo en mi madre- quizás, o por la acechanza permanente del mar, ahí tan cerca, mucho más cerca que de la torre o más aún del Biombo de la India. ¿Venís siempre los martes?, preguntó Irina. Yo moví la cabeza en silencio, de arriba hacia abajo, asintiendo con desgano. Entonces no te robo más tu silla; yo la uso los otros días. Todos los otros días, aclaró. Y se fue, arrastrando tras de sí la red negra, una estela oscura y agrietada sobre las escaleras desparejas de la vereda de las casas del puerto.


Yo permanecí de pie, esperando. Entonces Mara me miró por primera vez. Y dejó de coser. Y me tomó, por primera vez, de la mano, para sentarme junto a ella. Los martes son los días más lindos ¿no?, preguntó con casi inocencia. Si, respondí solamente, y empecé a llorar.


DĂŠcimo

es la voz lo que zumba cada vez cuando el otoĂąo crece sobre el mar y las sirenas cantan su canto de muerte


XXV

Cuando los días son tan largos que olvido la medida del tiempo, me observo las manos. Pierdo la vista en las curvas de sus palmas, en las líneas que soportan pliegues distendidos, en pelusas de piel que se desprenden entre dedo y dedo. Cuando mi madre todavía vivía, una mujer extraña llegó a la torre. También miró -como yo ahora en los días largos- mis manos. Las mías y las de mi madre. Tomó las de ella como un amante las de su amada y las sostuvo un rato así, entre las suyas, mirándola fijamente a los ojos, hasta que mi madre rió con una de sus risas nerviosas con las que ocultaba el temor. La mujer entonces fijó la vista en el dorso rosado de las manos de mi madre, se detuvo en la forma del naciente de cada uña, en las arrugas de los nudillos, bajó después por la pendiente del pulgar. Dobló las manos sobre sí mismas, como para comparar las extensiones de cada dedo, las puso nuevamente palmas arriba y comenzó a trazar caminos invisibles mientras musitaba algunas frases que no pude comprender. Ambas estaban absortas en las manos mientras yo asomaba la cabeza desde atrás del Biombo de la India, jugando a penetrar las molduras con los dedos humedecidos en saliva. La mujer hablaba ahora en voz muy queda y mi madre sonreía complacida. Hasta mí llegaban palabras aisladas del susurro que envolvía el cuarto como una letanía, que parecía provocar la brisa que movía las cortinas de encaje y adormecerme con la hipnosis de un idioma desconocido.

De pronto escuché un gemido ahogado y vi las dos cabezas volverse hacia mí. Mi madre se llevó las manos al rostro y la mujer se acercó hasta el biombo, se arrodilló y me tomó las manos. Respiraba con agitación y su lengua parecía todavía más titubeante, más confusa, como si se le hubiera agrandado dentro de la boca u olvidado el modo exacto de moverla. Yo le ofrecía las palmas con indiferencia, como lo hacía siempre con cada parte de mi cuerpo, entornando los ojos hasta dejar apenas una rendija en la que bailara la imagen del mar con esa su particular persistencia de los días de otoño. Pero la mujer lanzó un aullido que me arrojó del mar y escupió sobre mis manos para después correr escaleras abajo, huyendo de la sombra de la torre. Yo quedé mirando inmóvil el grumo gelatinoso entre mis dedos, mirando extrañada cómo la verde transparencia mudaba de color.


Mi madre se había quedado quieta, con las manos crispadas sobre su rostro. Tuve que sacudirla un poco para que me ayudara a enjuagar esa repentina mancha de sangre que comenzaba a coagularse. Tardó días en salir de un enmudecido aturdimiento dentro del que parecía moverse como en un agua y en el que sólo atinó a atar unos guantes en torno de mis muñecas. Tal vez nunca terminó realmente de despertar, ni siquiera cuando yo rasgué las cintas que -de tan apretadas- cortaban la circulación en el nacimiento de mis manos y dejé al descubierto esa mancha amarronada ya, que ella no podía dejar de ver cuando le servía el té o cuando abotonaba los pequeños botones de nácar de su bata.


Las fintas de la memoria o miles de hombres comiéndose el corazón. O la luna, ese agujero en mi ventana. Pienso en la repetición y en los ciclos. La marca en el calendario de todos mis presuntos nacimientos. Hablo para hacer más lento el momento de la entrega. Y me entrelazo y hago de mí la cesta para mi cabeza decapitada y hago de mí esta mirada hundiéndose en sí misma. Ensimismándose. Sólo cuando duermo, mi cuerpo recobra su recorte y los hombres son chacales absurdos que ríen en la sombra. Ayer se levantó el espejo sobre las paredes. Todo viró a un azul hojalata y ahora la luna es una punzada de cincel que abruma mi ventana. Llego a ver mi vientre por dentro: es un escarabajo contraído que danza su ardor. Antes... no. No hay antes. Siempre fui la que danza sola con vestidos verdes, la que habla con el viento y mira la congestión pesada del verano como una cruz de amatista sobre cada hueso.

Dentro de mí copulan dioses con alfileres, se celebra la ceremonia de

un bosque talado que vuelve y vuelve a crecer. Antes... no. Antes de esto fue esto. Sólo el cuerpo abrevió la cintura, insinuó alturas de leche que no se consumaron. Pero el dolor. El dolor. Para recordar miro mis manos. Para olvidar miro mis manos.


XXVI

Sólo temo la soledad algunas tardes, en las que el sol se agolpa en las pestañas de la noche y tiembla a punto de derramarse, como el esperma de una luna incierta. Temo la soledad de las noches que suceden a esas tardes del mismo modo en que temo del verano y de sus buitres, como temo la sombra de los que se van y sus botas con sabor a estiércol. Sí, he lamido sus botas y masticado el cuero amargo de los empeines y también sorbí los sudores de sus axilas umbrosas. Ninguno ha vuelto. Jamás sabré si aún viven o cuál de todas las pelambres con las que juega el destino alumbró sus últimos días.


“...si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protégela soñador, la casa nos permite soñar en paz.”

Gastón Bachelard


Mi madre y yo bebemos té sobre una mesa, en un alto páramo desolado, entre escombros de algo que fue. Desde ahí vemos las ruinas de la ciudad. Mi madre las señala y se ríe con una risa extraña. Yo veo como a su lado aparece él, con traje negro y la pechera de su camisa manchada. Mi madre lo invita a acompañarnos con un gesto sobrio; yo intento esconderme debajo de la mesa pero él me tira de los cabellos, me levanta y me pone sobre sus rodillas. Casi al mismo tiempo, desabotona su bragueta y saca algo rojo y palpitante, con plumas, como un gran loro dormido. Besalo, me pide, me obliga, inclinando mi cabeza hacia abajo, con su puño cerrado sobre el nacimiento de mi cabello. Miro de reojo a mi madre y veo que tiene los ojos perdidos en el horizonte de esa ciudad lejana y devastada. Abro los labios y siento como aquello aletea en mi boca, veo su color rojo danzando entre mis dientes. Escucho, como desde abajo del agua, la respiración de él, que muda primero a jadeo, a estertor después, que cesa en el mismo instante en el que cierro mis dientes como cuchillas sobre el aleteo que puebla mi boca, y lo cerceno. Después llega un enorme enjambre de insectos verdes, con grandes vientres y patas peludas que me saca de debajo de la mesa y, desde el aire, en ese vuelo que me va alejando, veo a mi madre que sigue con la taza de té, mirando las ruinas y a él que duerme en su silla, con los brazos laxos al costado del cuerpo, quieto.


UndĂŠcimo

vestirse sĂłlo con la saliva de la sombra y salir al mundo asĂ­ desnuda de negruras


XXVII

Abrimos la puerta y en la noche no había nada. Sólo negrura capaz de tragar nuestro propio aliento. Sin embargo, a lo lejos, el mar fosforecía como hueso de muertos. Nunca tuve miedo y él temblaba. La orilla era apenas una línea, un límite hacia lo líquido. Por esos tiempo yo imaginaba que nada podía hundirse en el agua. Pero él sabía cuánto puede devorar el mar. Caminamos bordeando el último trazo de espuma, rozándonos apenas los muslos, las manos, al azar. Yo era suya desde hacía tanto. Él a veces miraba hacia la figura apenas recortada contra el cristal de la única ventana iluminada de la torre. Esa adolescente de primeras sangres que yo era había olvidado a su madre. Buscamos amparo en las rocas grandes que se ven desde el mirador que ya nadie usa, que entonces ya nadie usaba. Mi madre quedaría mirando un vacío procaz. En algún momento debo haber dicho su nombre, él debe haber sonreído en la oscuridad. Después abrió el abrigo de lana, después desabotonó lentamente mi camisón felpado. En algún momento, en medio de la oscuridad, debo haber sonreído también. Él debe haber pronunciado mi nombre por primera vez. Entonces supe cuál era su verdadero sonido. Supe que mi nombre tenía sabor a sal y a té y a semen y a escarcha de inviernos costeros. No quiso que lo besara ni se contentó con hundir su mano entre mis piernas. Así, entre las pequeñas hendiduras que dejaban unos pocos ojales liberados, sujetando mis brazos contra las piedras heladas, acercó algo firme, algo cálido y preciso. Más firme que sus dedos, más cálido que las mantas que nos cubrían tras el biombo, mientras oíamos los jadeos de mi madre.

Algo que hendía y buscaba su camino y que se fue crispando sobre mi vientre, deslizándose entre el escaso vello de mi pubis. Rozó rosadas aberturas, arrancó gemidos no conocidos. Me arrastró al dolor, y del dolor al placer y al dolor y al placer. En algún momento debo haber cerrado los ojos.


Me liberé de sus manos, apoyé mis palmas en sus muslos, contra sus nalgas, empujando, metiéndolo en mí hasta que pude ver proyectado en mis párpados bajos su saco vacío ondeando al viento de la noche, arrebatado por el viento hacia la otra noche líquida del mar. Y su grito y el mío rompiendo en la rompiente de las olas. Y allá, en la torre, el gemido agónico de mi madre, que había comprendido.


XXVIII

Si hay algo que de mis manos permanece inalterable -si es que algo realmente puede serlo- es esa mancha interrumpiendo un pliegue. Esa mancha con textura propia que se instaló desbaratando el tiempo con su cuña. En estos días, en los que giro un dedo absorto a su alrededor, cedo a la cosquilla de la yema, descubro su particular rugosidad, redefino sus contornos para caer siempre en la misma desesperación que me lleva a frotarla con algas, con agua, con arena. Hasta despellejarme la palma, hasta abrir tanto los poros que forman pequeñas bocas rojas, manantiales diminutos que recojo con la punta de la lengua. Para descubrir después la mancha inmutable, entre el sabor dulce de la sangre y el ruido del mar en otoño. Allá abajo.


XXIX

El tiempo es una amalgama informe. Soñamos con ser eternos, dice él, mientras sigue la línea de sudor a través de mi espalda. Soñamos con la eternidad del placer, decía él. Mis ojos no son como los de mi madre. Él me lo dijo alguna vez. Ahora busco la mirada de ella en algunas fotos, su mirada diluida en lo amarillo del cartón, apenas dos puntos grises en el pálido óvalo desleído encima de sus hombros. Los espejos me devuelven la eternidad que él se llevó. Enfrento los más grandes, con marcos de metal pulido, y mi figura se repite, se repite, se repite, se repite.


DuodĂŠcimo

una contra otra dos mujeres hembras sin retorno a la casa del Ăştero sin otra certeza que sus cuerpos una junto a otra tendidas en el desierto de los hombres


XXX

¿Por qué mi madre sabía todo de mí? ¿Por qué ocultaba su delito de observadora infalible detrás de tantas muecas y gestos de simulado amor? Nunca me preguntó por Mara. Nunca. Pero un día me tiró sobre el colchón y me abrió las piernas. ¿Ella te hace esto?, dijo, ¿ella te toca así? ¿O es su padre? Y se corregía: no, su padre te clavaría a su cama con olor a peces muertos. Y ese olor se mezclaría con tu olor y yo lo sabría todo. Y metía su nariz entre mis piernas, aspirando con fuerza mientras yo lloraba. Decime a qué juegan, decime si se desnudan. Y yo trataba de explicarle entre sollozos que no era más que estar juntas y calladas, que ella cosía y que yo la miraba con un temblor demudado en los ojos. Que a veces tenía miedo de que Mara desapareciera, de que se arrojara al mar desmintiendo ese modo humano que la salvaba de que la apedrearan por ser sirena. Por escabullirse entre nosotros y apenas tararear algunas canciones viejas que, de todos modos, nos enloquecían de amor. Y que sí, que yo había enloquecido de amor por Mara. Pero sólo eso. Locura silenciosa de amor que me dejaba inmóvil a su lado, viéndola coser las redes interminables de su padre. O que juntaba cosas para ponerlas en mi falda y que yo tanteara entre los volados para adivinarles un nombre que fuera como inventar otra realidad; sin madre, sin torre, sin Biombo de la India ni té de menta. Una realidad en la que ni siquiera él pudiera penetrar. Pero mamá no podría entenderlo jamás. Sólo la aquietaba cierta parte de mi anatomía intacta, un secreto no revelado todavía y del que ella quería ser única dueña. Sin embargo se volvía con furia hacia él, que se demoraba en la ventana que daba al mar, manchando con su aliento a ron el vidrio, y le decía que nunca más, que ya no iba a permitir que fuéramos los martes al pueblo.

Y él se reía y le decía que sí, que bueno. Pero yo llegaba a ver su guiño mientras salía desde atrás del biombo, bajándome la túnica, y sabía que poco después la tumbaría en el sofá rojo, frente al espejo grande y que la haría olvidarse de todo mientras yo corría escaleras abajo a refugiarme en el salón donde los muebles, los cuadros y los espejos todavía no tenían las telas que ahora los ocultan, los enmudecen, como a testigos involuntarios de la peor de las tragedias.


XXXI

Mara me mira llegar. Yo llevo un vestido blanco con grandes volados. Mara me mira con esa sonrisa suave que parece amanecer calma sobre las olas. Me siento a su lado y dice despacio “parecés el mar”. Yo la miro con sorpresa porque creo que ella misma es el mar. “Sí”, afirma como si me intuyera, “el vestido es espuma rompiendo sobre la costa morena de tus piernas. Y tus manos parecen gaviotas volando sobre cada cresta, buscando peces, zambulléndose en la blancura”. Lo dice mientras cose con la habilidad de siempre esas interminables redes de su padre. Yo ya sabía –ya lo he dicho- que era ella la que se parecía al mar. O mejor, la que era casi la continuación misma del mar. La aguja subía y bajaba con la calma impasible que se desprendía de toda Mara, un hálito secreto que la envolvía y le daba esa consistencia casi inmaterial. Yo sentía una inquietud mansa que siempre me invadía cuando estaba junto a ella, pero apresé los volados del vestido con mis piernas y le tomé el rostro con las manos. Ella me miró con una mezcla extraña de sorpresa y placer. “No Mara, no. Vos sos el mar”. Entonces ocurrió la maravilla. Ella soltó la aguja y, repitiendo mi gesto, encerró mis mejillas con sus manos. “Te lo dije la primera vez que nos vimos, sos hermosa” y rozó en un instante único mis labios con los suyos. Después, con su misma calma, retornó a la red y a la aguja, mientras yo sentía todo mi cuerpo en la boca. Me quedé inmóvil, con una sonrisa atontada, mirando el mar. Nunca más nadie, pensé, me besará.


XXXII

El viejo revolvió un largo rato las piedras entre sus manos grandes y huesudas, sus manos semejantes a las patas de los cormoranes que se paseaban tambaleantes entre los botes dados vuelta en la ribera. Las revolvía musitando palabras raras y mirándonos fijamente a Mara, luego a mí. Con una fijeza que a ella la dejaba quieta como una estatua bella y que a mí me hacía temblar. El viejo Franz revolvió más las piedras y dejó de mirarnos, para elevar los ojos hasta el cielo y después más aún, dejando al descubierto el blanco lechoso de la córnea, surcado por una telaraña de venitas rojas. Arrojó las piedras sobre la arena sucia de la playa. Mara había preguntado primero, poniendo sus palmas desparejas -la derecha agrandada y áspera de coser redes; la izquierda, blanca y suavísima, como si fuera de otro ser- sobre las manos del viejo y sonriendo con su boca de rompiente, su boca que yo siempre miraba con una fijeza boba, como esperando un beso que me envolviera por completo, como el mar. Y las piedras formaron un dibujo que el viejo Franz miró largo rato, murmurando una vez más palabras raras -él después me contó que Franz era alemán, que esas palabras eran solamente otro idioma, no un conjuro, no una brujería- y después se rió quedo. Sí, le dijo a Mara, va a ser como vos lo deseás... y pronto. Ella miraba las piedras, como si también pudiera leerlas, como si participara del misterio de su lenguaje mineral. Y me tomó de la mano, me acarició un poco -con la izquierda, con su mano de hada- y me dijo que eso la hacía muy feliz. Yo no sabía que era "eso", pero había algo en la voz de Mara, un presagio o una despedida que me hizo odiar a las piedras, o a su dibujo en la arena, o al viejo que mostraba su encía desdentada con el mismo movimiento que desnudara antes el blanco de sus ojos. Ahora preguntá vos, me dijo. Y yo apoyé, como Mara, mis manos sobre los puños del viejo, que encerraban el designio de las piedras. Sentí la frialdad húmeda de esa piel, pensé en los sapos que él espantaba del camino cuando volvíamos a la torre, pensé en los labios de mi madre y no supe qué preguntar. No estás haciendo ninguna pregunta, dijo Franz, las piedras no contestan si no preguntás. Cerré los ojos con fuerza, pero sólo llegó la imagen del mar en invierno y ninguna pregunta. Hasta que del mar se desprendió la figura de él que reía y me abrazaba y yo era otra y la misma y respondía al abrazo con tanta fuerza que él se quebraba y a sus pedazos se los iba llevando el mar, con su lentitud voraz e implacable. El viejo soltó las


piedras de golpe, como si mis manos le quemaran. Apenas sí miró el dibujo apretado y me empujó con tanta fuerza que se rompió el equilibrio precario de mis cuclillas y caí asustada contra Mara. No vuelvas más, me gritó, no vuelvas; las piedras no te quieren, las piedras no te quieren. Y se incorporó trastabillando y se fue sin mirarnos. Yo me levanté despacio, apoyándome en Mara. Qué preguntaste, me dijo ella; no lo sé, respondí, ¿y vos? Nada importante, susurró. Y yo grité mentira y corrí hasta la casilla de madera justo cuando él trastabillaba su borrachera en el umbral y le grité que volviéramos pronto, que mamá estaba esperando. Desde cuando el apuro, se burló él. Lo miré despacio, midiendo su largura. Estás creciendo demasiado rápido, dijo con voz temblorosa. No pudo sostener el furor de mis ojos y caminamos en silencio hacia la sombra de puñal que era la torre cuando atardecía. Creo que detrás la voz de Mara gritó mi nombre dos veces. Nunca más la vi.


DĂŠcimo tercero

llueve y falta ese animal de cuello alto que venĂ­a a beber en las ventanas ahora bien comprendo ni la lluvia ni mi cuerpo son los mismos


XXXIII

Esta que soy vive intensamente en su interior. Juntando los pedazos que andan sobrando en la orilla de espuma, paseando descalza sobre las piedras hasta desgarrarme las plantas de los pies, dejando una estela roja e insensible a mi paso. Esta que soy a mi pesar, que se hurga en la noche prehistóricas humedades, que cede y se hunde en la marejada de su propia sensualidad, bailando para sí desnuda frente a los espejos, sobándose los pezones hasta que quedan dolorosos y erguidos a la espera del ausente. Esta que soy, agotada por los recuerdos que se suman, se apelmazan, se superponen sobre el vidrio de la ventana de la torre. Cuando yo sólo quiero ver el crepúsculo, sólo quiero ver el crepúsculo. Pero las sombras se pliegan una sobre otra: el rostro de mi madre congestiona un aire enrarecido por tabaco turco, los bigotes de él me cosquillean la ingle, el colchón se mancha una y otra vez, en una parodia de continuidad que no es más que el pasado volviendo siempre, indiferenciado. Pienso que es el hambre que me alucina con su vértigo inane, que me transforma en transparencia. Y maldigo el instinto que me asoma a la ventana y me retiene después, burlón, evitando la caída.

Él me amaba. Amaba la curva pálida de mi vientre, la presión ansiosa de mis caderas, el perfume marino de mi pelvis, mi saliva urgente sobre su pecho. Él amaba de mí lo que en mi madre era ya una descomposición lenta y en mí, herencia luminosa. Sus manos de mercader me vistieron en la infancia, para después poder desnudarme en la adolescencia temprana. Sus manos me midieron, me aprendieron cuando yo todavía soñaba con conocer el pueblo y me sometía al deber del espionaje que mi madre establecía cuando agotaban el té de las tazas y yo me agazapaba tras el Biombo de la India, para fragmentar la visión de esos dos cuerpos enredados y sudorosos. En algún momento -allá, entonces- debo haber cedido a las cosquillas entre mis piernas. En algún momento debo hacer cedido a la tensión mi mano y repetir un movimiento compulsivo, frotando y frotando sobre el vello apenas insinuado, precoz.


Décimo cuarto

pienso por pura incongruencia

pájaros y pájaros se sacan los ojos entre sí


XXXIV

Ayer sentí el silencio pegotearse contra mi cuerpo como un animal. Por primera vez, después de tanto tiempo sin quejidos sobre mi espalda, con el mar reducido a una tela vibrante en la ventana, el silencio se convirtió en fantasma de sordera. Y lo extirpé como a un bulbo del barro de mi garganta. Raspaba y se erizaba, se condensaba en un aullido ronco, saltaba de mi boca al espacio en que se quedaba rebotando un instante. Hacia la tarde pude balbucear algo que se parecía a las canciones que oí alguna vez en el puerto de la bahía. Y esta mañana, sentada en la silla de mi madre, viendo el sol tejerse sobre el mar, recomponerse hebra por hebra para henchirse cada vez más sobre el horizonte; esta mañana, meciéndome en la silla de mi madre lentamente, con las manos en las rodillas, variando la mirada del sol a la mancha en mi mano, comencé sin darme cuenta a contarme en voz alta. Hechizada por esta letanía que apenas despliega su abanico para volverse sobre sí, replegar armas, esconder las pezuñas, enmascarando un pensamiento que durante tantos años semejaba una forma de libertad. Y recién ahora descubro cómo las palabras se repiten en mi boca. Cómo digo "madre" y digo "cuerpo" y digo "él". Y qué es lo que digo cuando digo "cuerpo", "madre", "él". Y me desfigura el rostro la sensación de un círculo perfecto, una prisión circular dentro de la que me muevo en una danza de palabras repetidas, en una condena obstinada. Y cuanto más pienso en esta condena, más vuelve a formar mi boca la voraz abertura de "madre", el látigo de "él", la ondulada voluptuosidad de "cuerpo".

Ahora giro habitando completamente el círculo, descubriendo que tiene aristas, hendiduras, descubriendo la palabra "mar", la palabra "cara", la palabra "sangre". Y me causa gracia la inevitable conjunción de estas palabras.


Y ahora me río con una carcajada profunda que me adelgaza, me pega a las paredes, me arroja contra el biombo -la palabra "biombo", la palabra "biombo"- que se cae y se despedaza. Y yo caída también aumento el llanto y la risa uniendo las palabras "cara"- "sangre"-"él" en una trilogía que me hace reír más y más. Hasta quedar tendida sobre un charco de orín y de heces que escupió mi vientre congestionado. Y entiendo ya, con el puro sonido de estas palabras que se repiten y que chocan contra las paredes de la torre y se desgajan y se deslizan y bajan los escalones hasta donde mi madre espera que el rostro amado se reconstruya de la masacre. Y salen y se estrellan con las olas entre las piedras de la orilla. Entiendo ya que esta repetición no es más que la historia misma. Que son estas palabras o mejor, su sonido girando como átomos enajenados alrededor del sonido madre- mi suma, mi cifra, mi clave. Y ahora que entiendo esto me abandono al silencio que repta entre las filigranas destrozadas del Biombo de madera de la India, que sube lamiendo mi entrepierna encanecida, que se mete en mi boca como un vómito invertido.


XXXV

Ahora que no estás. Que estás, sin trampas, muerta. Que se te acabaron las ventanas, las torres, el mar. Ahora que ya no padezco tus manos, ni el jadeo turbio tras el Biombo de madera de la India. Que no me enreda tu aliento a té de menta, a fibras de té de menta descomponiéndose entre tus dientes. Ahora que estás muerta -que hace tanto que estás muertapuedo quitar lentamente los lienzos que cubren los espejos, puedo quitar el polvo a los vestidos ampulosos y dejarlos caer sobre mis muslos flacos. Sentir el roce bajar por los costados. Este roce sin macho; apenas festón gastado, encaje, crujidos. Seda. Y escucho ecos de pisadas en la escalera lateral. Y sé que nadie viene. Entonces puedo reír con la boca tan abierta como quiera, sin que corrijas ni un gesto. Puedo abrir mi boca para reír y que nadie la usurpe con una carne ajena a la mía. Sí, ésta es mi risa y mi carne y mi pelvis encanecida y las manos con las venas salientes y ese brillo que me sostiene la juventud en el vértice de la mirada, como un réquiem a media voz. Puedo ahora, que estás tan muerta, girar con los vestidos en torno de cada espejo. Puedo cantar y ver como el eco de mi voz rebota y se recuesta contra los muebles apilados en el primer piso de la torre. Y bailo entre los pedazos desparejos del Biombo de la India. Y los vestidos que dejo caer uno sobre otro, uno sobre otro, se mezclan con las molduras destrozadas, con los fragmentos de aquellos cuerpos que nunca fueron nuestros cuerpos. Nunca. Y ahora que estás tan muerta, que apenas se escapa de las vetas oscurecidas un susurro de anciana devenida en bebé que agoniza. Ahora, comprendo que esa fue mi victoria. Jamás fuimos esos cuerpos. Ninguno de los tres pudo formar una figura tallada, entrelazada, inmóvil. Porque, eso era lo que querías, era eso, ¿no? Fundirnos a los tres en ese enramado que alguna gubia perversa gestó antes de todo. Fundirnos a tu Biombo.

Pero ahora puedo, después de la risa y del roce de todos los vestidos, bajar al mar y lavarme, desnuda, de tanto acumulado. Frotar contra las olas de la orilla la mancha marrón de mi palma. Oliendo el mar en otoño. Y ver arriba la ventana iluminada de la torre. Y saber que no estás mirando. Que estás muerta, madre. Muerta.


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