NĂşmero 47. Enero 2021
Los nuevos inicios, los buenos placeres
Revista
No. 47. Enero 2021
Es un proyecto de la Catarsis Literaria
Editada en Matamoros, Tamaulipas. Revista de Circulación Mensual. Dirigida por: Adán Echeverría. Edición: Larissa Calderón. Revisión y Corrección: Ángel Augusto Uicab Colaboraciones a romeodianaluz@gmail.com Consejo Editorial: Javier Paredes Chí, Cristina Leirana, Blanca Vázquez, Roberto Cardozo, Rocío Prieto Valdivia, Mario Pineda Quintal y J.R. Spinoza.
Contenido
El miedo: ingenio enhebrado Juan Rey Lucas 3 En las albercas Jesús Fuentes 5 La historia a sus pies Addy Castillo-Espínola 7 El carnaval de los estúpidos errores Teresa del Carmen Zamora González 10 La princesa fea Víctor M. Campos 13 Víspera a la cena navideña 2020 Carlos Rubio 14 Aqueronte Miguel Guzmán 15 Destemple Paty Rubio 19 Al borde del infinito Rusvelt Nivia Castellanos 27 Viajar entre líneas Teresa Maraveles Pérez 28 Cuartos de alquiler David Martínez Balsa 33 Díganle a mi madre que me fui de vacaciones León Solanski 44 Aspirantes a NT Carlos Cavero 46 Punto Muerto Karla Hernández Jiménez 48 ¿Fue un sueño? Amiie Aguirre 51 El cubo Pedro Morante 56 La mudanza de Elena Luz del Mar Higuera 58 Un sueño sucio Barbarella D’Acevedo 61 Antes del fin del mundo David Sarabia 63 Cantar bajo la luna Rocío Prieto Valdivia 66 Shakira y Perry Cuquis Sandoval Olivas 68 El siniestro pacto del caballero Damián Bueno 70 Augurio Roxana Aguilar Rebollo 73
La iglesia solitaria Jocelyn Guadalupe López Zahar Arriba la loca María Susana López 75 Los deseos de Serena J. R. Spinoza 76 Mi nombre es Said Gabriela Andrade Lucero 81 ¿Mi última oportunidad? Carina Castillo Ledón Pretelini Reseña Cristina Leirana 87
Un modo para todo Nancy Yáñez Corrales 89 Demersales en A Mayor Sofía Garduño Buentello Interés superior Larissa Calderón 92 El mono-grafo Jorge Daniel Ferrera Montalvo F es de Fantástico. J.R. Spinoza. 96 Bajo el barandal. Rocío Prieto Valdivia. Mi punto de risa. Roberto Cardozo 100 La Niña TodoMePasa dice: Jéssica de la Portilla Montaño Incipit. Blanca Vázquez 104 Desvaríos de la freaky neurosis. Gema E. Cerón Bracamonte Nos vemos en el slam. Mario E. Pineda Quintal 108
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El miedo: ingenio enhebrado
Juan Rey Lucas “Quién todo lo puede, ha de temerlo todo” Pierre Corneille
“El hombre más peligroso es aquel que tiene miedo” Ludwing Borne “El miedo no es más que un deseo al revés” Amado Nervo
El miedo atraviesa a la corporalidad para contra efectuarse. Lo que aplica es un desorden para enfrentar las incertidumbres. Las maximiza, pero es sólo una de las vertientes de su función. El temor elabora su fuerza como instrumento inmaterial para la manufactura de otra idea, otra fuerza, otra acción que le sea ajena. Es un impasse, pero es el primer actuar para la cosmografía de líneas no personalizadas. La incisión del pavor ejecuta una oscilación en los cuadrantes que dejan de serlo para metamorfosearse oblicuos. El aparato de terror se conserva en un estado de deserción-inserción para su desarrollo que ocurre entre lo embrionario y lo cuasi-concreto. No hablamos de cuestiones metafísicas, estamos desenvolviendo la práctica de la turbación transversa como terreno a forjarse en potencias, en magnitudes a canalizarse activas y jamás como actuantes reactivos. El filósofo francés Gilles Deleuze y el psicoanalista Félix Guattari enriquecen la arista por la que el miedo surca como elemento alotrópico (ellos lo asignan a la cuasi concreción maquínica) y no a una inyección hermética. Nos elucidan: “Pues como hemos visto, toda máquina es máquina de máquina. La máquina sólo produce un corte de flujo cuando está conectada a otra máquina que se supone productora de flujo. Y sin duda, esta otra máquina es, en realidad, a su vez corte.
Pero no lo es más que en relación con la tercera máquina que produce idealmente, es decir, relativamente, un flujo continuo infinito”. (1985, p. 42). El cuerpo-liado-almiedo conglomera multitudes de epilepsias microfísicas para la convulsión de que funcione y se despliegue del actuar estratificado: el deportista frente a la competencia, el artista en el escenario, el líder social en su discurso ante la colectividad, la víctima ante el atacante, etc. El desdoblamiento de ingredientes se explaya y se adhiere. Hay bloques, más no cuadros inconexos. Tanto uno como de otro lado fabrican sus vehemencias para la conjetura de nuevas porciones y ligamentos. El cerote atenta contra el cuerpo, pero la trasgresión obedece a su proceso de asimilación. La violencia incorporal diseña sus abismos. Se peligra al poder rendirse ante las oquedades, pero son los riesgos propios del acontecer apocado. “Los registros de transmisiones provenientes de los códigos internos del medio exterior, de una región a otra del organismo, se cruzan según las vías perpetuamente ramificadas de la gran síntesis disyuntiva”. (Deleuze & Guattari, 1985, p. 45). El pánico concibe en su embestir lo contrariamente distinto a lo que produce. No enero 2021
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es la congruencia de las emociones, ni los efectos de lo mismo lo que interesa. Es la emanación de lo diferencial por secreciones que se consideran ya resueltas o diagnosticadas como evidentes. Repeler la diagnosis de las perturbaciones para lograr un procesamiento a-significante y, por ende, una incorporación alotrópica sensible. La confluencia del soma con el miedo suelta desbaratamientos para la confección o contención de los acaecimientos insospechados: “…a la vez partes componentes y productos de descomposición que no se localizan especialmente más que en tal o cual momento, en relación con la gran máquina temporal que es el sistema nervioso”. (Deleuze & Guattari, 1985, p. 46). Bibliografía Deleuze, G., & Guattari, F. (1985). El Anti Edipo. Buenos Aires: PRE-TEXTOS
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En las albercas “Vamos a ir a las albercas. Llevaré la cafetera, lonche y un libro. Por si quieres acompañarnos (carita sonriente), Daniel también te invita, bienvenido.” Eran las once de la mañana, cuando recibí este mensaje por el WhatsApp. ¿Hasta qué hora estarán ahí?, contesté casi una hora después. “Vamos llegando, vente. Estamos, al final, junto a una palmera grande y un frondoso laurel; desde la entrada nos veras, hay poca gente, anímate. Traigo lonche, fruta y café. ¿O qué… ya te rajaste? Anda, te esperamos”, respondiste con un audio. El mediodía era cálido, soportable, de un verano saturado de sol. Ahí estabas con tu cabello ondulado, mojado, con tu traje de baño azul, adherido a tu cuerpo como una segunda dermis, aún destilando agua, como una lluvia ligera (señal de que recién habías salido del líquido), los pies descalzos, parada a la orilla de la alberca, observando a tu hijo zambullirse en aquel azul. Sonriendo diciendo: “Que bueno que te animaste; anda, cámbiate; a un costado de la tiendita, están los vestidores” Regresé con mi short verde olivo y una playera blanca. Había poca gente en el balneario. Nadabas junto a Daniel. Evoqué la ocasión en que nadamos, allá en el hotel de Los Cabos. La alberca en el octavo piso, con una quimérica vista a la unión de dos mares, el de Cortez y el Pacífico. Y a la distancia, el famoso arco. Llevabas ese mismo traje azul, jugando con tus curvas. Lucías como una sirena moviéndose en sincronía, sensual, debajo del agua, la cual acariciaba tus senos escondidos. Y al lado, tu crío. ¡Cómo disfrutamos! Salpicando mis piernas, me invitaste a ingresar a la alberca. “Está rica el agua”, exclamaste. Ajustando los googles, de nuevo te sumergiste. Al salir, tomé esa fotografía, abrazando a tu hijo, entre el agua ondulante, sonriendo. Tu mirada quedó atrapada en mi pupila. Tú lo sabes. Nadamos. Comimos sándwiches de jamón de pavo, manzanas y tomamos café. Ya casi para cerrar el balneario, salimos. Por favor, llévate las cosas en tu carro; yo tengo que pasar a dejarle a mi mamá el
Jesús Fuentes suyo, a su trabajo, me siguen y ahí nos vamos a mi casa, mencionaste. “Daniel se quiere ir contigo, ¿de acuerdo?” En el hospital general, (ahí trabaja su madre, es jefa de enfermería) te uniste a nosotros. Llegamos a tu casa. Ordenaste a tu hijo, se bañara. Salió y se fue a su recámara. “Si quieres, prepárate un café”, susurraste, al momento que te cepillabas los dientes, asomándote a la puerta entreabierta del baño, con el cepillo en la mano y el blanco de la pasta dental en tus labios. No pude contenerme y con astucia te bese así, saboreando la menta en tu boca. Tus labios en mis labios. “¡Loco!”, expresaste. Cerrando la puerta, te escuché decir: “Me daré un baño rápido, no tardo, para tomar café”. Inquieto, mientras percibía la caída del agua de la regadera, preparée una mezcla de cafés de Veracruz y Chiapas, sobrante del último taller que ella había dado en la Biblioteca Benito Juárez. Café que a todos les gustó y algunas asistentes preguntaron que dónde lo habíamos comprado. Por cierto, ese taller, al igual que los anteriores, también fue un éxito. Me fascina el ver tu mesura, tu sonrisa, tu porte, pero sobre todo tu entrega, en bien de los demás. La emoción que trasmites, se contagia. Envuelto en mis pensamientos, me senté en la sala color chocolate. Advertí en el mueble del televisor, la foto enmarcada que te regalé, sí, la de mi sirena: tú, nadando con tu crío, allá, en Los Cabos. Me gustó verla allí. Saliste con tu toalla, envolviendo el follaje negro de tu pelo. “Gracias por permitirte ir, por acompañarnos. La pasamos bastante bien. De verdad, un millón de gracias” “Estoy cansada, pero feliz”, susurraste. “Eres un gran… amigo”, concluiste. Yo, amándote en silencio. Sentados en el sillón de la sala, entre sorbo y sorbo de café, disfrutamos del Netflix. –Mamá, tengo hambre– gritó Daniel.
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La historia a sus pies Desde su asiento Marcos mira embelesado a la chica que se contonea en el escenario. Más que a ella, observa fijamente sus zapatos de tacón altísimo, rojo brillante, destellando bajo las luces de los reflectores neón. Él y diez beodos parroquianos más seguían las circunvoluciones de la joven, que sudando y jadeando se frota a sí misma y se resbala apoyada en un tubo a la mitad de la pista elevada. Pero solo él aparenta fijarse en esos zapatos carmesí, ciñendo los pies que bajaban y ascendían en el baile, mientras sus pupilas los seguían incansablemente, febriles y deseosas. Sintió como sus manos se humedecían y las frotó sobre las piernas, movimiento que se asemejó al de muchos de los borrachos a su alrededor que se deleitaban viendo a la bailarina alrededor del tubo. Entre su muy escaso y cercano círculo de amistades todos sabían la obsesión que sentía por las zapatillas femeninas. Conocedor de marcas, modas y estilos, de tacones, texturas y empeines. Experto en la historia de cada zapato emblemático, como los famosos Loubotin de suela roja y de los peligrosos “stilettos”. Despreciaba a las mujeres que usaban zapatos de piso, enemigo acérrimo de los tenis y casi moría si veía aquellos horrendos “crocs” a los pies de cualquier mujer. Para él , los pies eran la carta de presentación de cualquier fémina: si ponían especial cuidado en vestir los pies, entonces serían cuidadosas para su trabajo, sus relaciones, su dinero. La educación y los recursos que sus padres adoptivos pusieron a su disposición, lo convirtieron en un hombre de mundo, con gusto en el vestir, conocedor de las reglas de sociedad, culto y refinado, amante de la belleza y con buen gusto. “Un hombre de mundo”, sonreía cada vez que atravesaba el umbral de un tugurio. Ahora era el gerente de la más grande firma de distribuidores de calzado. Pero los pies y sus calzados, eran lo único que conocía de las mujeres. Soltero empedernido, lobo solitario, algunas noches se escabullía por los estrechos callejones de los barrios bajos y buscaba tugurios ínfimos para mirar desde algún privado, sin
Addy Castillo-Espínola recato y sin tocar, los pies enfundados en altas zapatillas de fantasía de las chicas que no pondrían reparos a su fetiche. Muy diferentes a las chicas de su nivel social, con ellas no podía explayarse en su fijación. Tenía nueve años cuando un destello procedente del precario tocador de su madre, lo distrajo del juego de carritos. Fue como verla por primera vez. Sentada frente al sucio espejo, maquillándose los ojos y la boca de un color bermejón mate; se peinó la larga cabellera dejándola suelta sobre la espalda y se enfundó un vestido de lentejuelas doradas, corto que dibujaba su silueta. La vio inclinarse para sujetar al tobillo el cintillo de los zapatos rojos brillantes y al levantarse se sujetó del tocador. Por un instante su figura creció ante los ojos de Marcos quien la miraba embelesado, olvidó el juego y todo su interés se centró en la figura de su madre quien relucía, pero sus ojos se mantenían apagados. A través del espejo lo miró “ Perdóname” dijo su apagada voz solo moviendo los labios. “Solo nosotros dos” solía decir ella mientras compartían la mesa, lo llevaba de la mano a la escuela, reían mientras preparaban la cena o cuando se acurrucaban en la pequeña y fría cama en aquel cuartucho de vecindad. Por la noche su madre lo arropó, le besó en la frente y se dirigió a la puerta mientras le daba las últimas indicaciones: No le abras a nadie. Regreso más tarde. Era la primera vez que lo dejaba solo desde que Marcos podía recordar. Sabía que su madre iba a trabajar en una fábrica pero en los últimos días, comentarios sueltos entre su madre y sus vecinas, le revelaban que dicho trabajo ya no existía. El Tap-Tap-Tap, rápido de su taconeo se alejó hacia el tráfico de la calle y se perdió en la lontananza mientras el sueño se apoderaba de Marcos. Escuchó el mismo Tap- tap- tap, ahora lento, menos enérgico, y ya era la madrugada. Sintió a su madre temblando de frío cuando se metió a la cama con é;, su aliento a alcohol y enero 2021
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cigarro y a algo más que en ese entonces no pudo reconocer y le oyó musitar en su oído: “Solo nosotros dos”. Las noches de los tacones rojos se sucedieron una tras otra por varios meses. Vio a su madre ir y volver cada vez mas ajada, cansada, mareada por el alcohol. Alguna vez le notaba moretones en la boca o en los ojos, las marcas cardenáceos de dedos en los brazos brillaban al inicio y con los días se volvían violáceos, y cuando estaba muy golpeada no salía de noche; Marcos entonces era feliz, aunque no le gustaba verla así, lo prefería a verla irse. Un día su madre entró silbando una melodía, sus zapatillas taconeaban como si estuvieran bailando ágiles y juveniles, la risa le brotaba por los ojos y tenía los labios rosados e inflamados, su aliento era a rosas y esperanzas mientras le miraba a los ojos y le decía: Ahora seremos tres. Detrás de ella la sombra de un mocetón enorme se dibujó, y su sonrisa le congeló el ánimo a Marcos, mientras se aferraba a la cintura de su madre quien cándidamente miraba a aquel tipo como si fuera una barca de salvación. ¡Que lejos estaban de la salvación en ese momento!. Los gritos, peleas, golpes y lágrimas, llegaron muy pronto. Ni siquiera recuerda los motivos, la mayoría de las veces ni siquiera había uno. La voz de su madre se apagaba al igual que la luz de sus ojos dentro de su cuerpo desmadejado en algún rincón y entonces la furia del hombretón aquel se dirigía a Marcos, arrastrándolo de los cabellos lo sacaba de su refugio bajo la cama y lo zarandeaba hasta que el niño dejaba de llorar y resistirse. Al no encontrar resistencia para su ira los dejaba solos. Al perderlo de vista, Marcos se arrastró hasta el cuerpo roto de su madre para limpiar burdamente la sangre de la cara mientras musita: “Solo nosotros dos”. Las manos de Marcos recorren la espalda, las caderas y los muslos de su madre, hasta llegar a las zapatillas las cuales retira lenta y cuidadosamente. Noches después aquel tipo volvería contento, con dinero en las bolsas, las manos llenas de despensas, la risa presta y los besos vuelan entre él y su madre, la manosea frente a Marcos, sin pudor 8
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y su madre volvía al vestido ceñido y sus tacones. Lo mandaban a dormir al rincón de la cocina donde le habían puesto un catre desde que el bruto se instaló en la casa. El salvaje puso la radio a todo volumen, con la música tropical que tanto le gustaba escuchar, se sienta en la rústica silla del comedor y enlazando a su madre por la cintura, la sube a la mesa y le mira mientras ella se contonea para él, al ritmo de la melodía. Desde su escondite, Marcos mira las rojas zapatillas de su madre deslizarse sobre la mesa. Se excita, se avergüenza y la culpa lo embarga, pero no deja de mirar. Las rutinas fueron cambiando rápido. Su madre lo manda a dormir cuando escucha los zapatos enfundados en botas militares de su Hombre. Ha aprendido a interpretar los pasos, tanto como la mirada torva y lasciva del salvaje. Sin dinero, sin despensa, sin sonrisas, solo el bulto en su entrepierna palpitando y los ojos inyectados en sangre. Se ciñe el vestido, se calza los tacones y lo espera temblando, tratando de distraer la atención de Marcos. La música, el baile, la brutal posesión del cuerpo de su madre sobre la mesa de esa mugrienta cocina, las mordidas, los golpes, los gemidos apagados de ella, se sucedían una y otra vez frente a los ojos de Marcos, niño de nueve años aterrorizado y fascinado por esa demostración de placer y violencia. Su primera erección la sintió precisamente durante una de esas vejaciones. El vestido roto dejó de tener sentido las siguientes semanas; su madre al escuchar los pasos del Varón, se desnuda por completo, se coloca los zapatos carmesí y lo espera de pie en el mismo rincón, con una sonrisa temerosa y temblando. Lo demás era siempre igual, la sube a la mesa, ella baila, sus manos sobre ella, la penetración, los golpes, las mordidas hasta dejarla desvencijada. Al final el tipo se echaba a dormir, o a veces volvía a la calle, otras se limitaba a emborracharse mientras miraba el cuerpo cada vez mas destrozado de su “puta”, como le decía. En ocasiones era capaz de penetrarla con luna botella o con cualquier cosa que tuviera a la mano Se sucedían las agresiones, la violencia escalaba con los días.
Su madre se pasaba los días en la cama, sin hablarle y sin prestarle atención, llanto seco y voz opaca, Marcos trataba de animarla metiéndose con ella al lecho, sus caricias se sucedían y sobre los golpes, pequeños besos de esos párvulos labios, las lagrimas cesaban y algunos tenues gemidos brotaban de sus labios, Marcos lleno de emoción, le decía al oído: “Volvamos a ser solo nosotros dos”. Una mueca a manera de sonrisa era lo único que ella dibujaba. Lentamente Marcos la despoja de sus zapatillas, le da un masaje a los pies, mientras sus manos ascienden lentamente por las piernas de su madre, la escucha gemir y como entre sueños ella le reconoce, entonces se gira hacia la pared y lo deja más solo que nunca. La breve erección de Marcos desfallece y le deja confundido. Tres meses después de que aquel hombre llegara a sus vidas, Marcos volvió de la tienda y al abrir la puerta se encontró a su madre flotando entre la luz polvosa de la vivienda, con los zapatos rojos bailando a la altura de sus ojos. El sol se reflejó en ese brillo laminado de las zapatillas que se balanceaban desde el techo, incidiendo en sus ojos y clavándose por siempre en la amígdala de su cerebro. El estallido de su primera eyaculación anegó sus pantalones. Hoy se encuentra frente a unos zapatos rojos altísimos, brillando relucientes bajo las luces neón, no deja de pensar que estos bailan, suben, bajan y caminan, pero no flotan entre luces como su madre. Marcos no quiso o no pudo evitar las lágrimas que le corrían por la cara, mientras la imagen de su madre sustituía a la bailarina y una gloriosa eyaculación le manchaba los pantalones de pana, frente a la chica que no entendía nada y las risotadas de la concurrencia del bar.
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El carnaval de los estúpidos errores
Teresa del Carmen Zamora González para Darren Hayes, mi eterno compañero en estos carnavales.
Este año la gente se ha esmerado más en sus disfraces. Todos esperan con ansia esta fecha. Los niños no tienen mucho que celebrar, pero los adultos asisten para recordar aquellos eventos que los han hecho llorar, reír, aprender y tomar decisiones rápidas y lentas. Se le llama “El Carnaval de los Estúpidos Errores”. Todos los años, el 4 de mayo, la gente celebra los errores que ha cometido a lo largo de su vida. Grandes, pequeños… Las personas hacen una pausa en sus vidas para ponerse sus mejores ropas, sus disfraces, si así lo desean y asisten a este curioso Carnaval. ¡El más grande del año! Los niños, que no asisten a la escuela, pasean por las calles comiendo palomitas de maíz y algodón de azúcar. Los jóvenes pasean, enamorados, colgados de los brazos de sus bellas novias. Las familias caminan admirando los espectáculos de danzas folclóricas y puestos de tiro al blanco. – ¡Mamá, mamá! Quiero subirme al carrusel. –No, Daniel. Recuerda que en el Carnaval anterior permití que tu hermana se subiera y al bajarse, se resbaló y se rompió el brazo. Eso fue un estúpido error. Bueno, pero ya ha sanado, anda, súbete y ¡ten cuidado al bajar, por favor! La gente reía y disfrutaba en una conmemoración que terminaba con fuegos artificiales a medianoche. Ninguna otra fiesta celebraba de una manera tan divertida el aprendizaje. No era que las personas amaran cometer errores para declararlos en el Carnaval, sino que, de alguna u otra forma, habían llegado hasta ahí gracias a esos mismos estúpidos errores. Y eso celebraban. – ¿Recuerdas el carnaval del año pasado, Aldo? ¿Cuando me propusiste matrimonio enfrente de toda mi familia y querías el permiso de mis padres? –Eso fue un estúpido error. Debí saber primero que eras huérfana. No sabía que esos señores eran tus tíos…
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La princesa fea Todos se reían de mí. Algo andaba mal así que fui al espejo y me espanté. Tenía una aureola de piel clara alrededor de la boca y el resto de la cara de otro color. Pareces Duvalín, me dijeron en la escuela. Intenté hacer algo. En la casa me metí al baño y me pasé algodones con cloro por la cara, pero el poder blanqueador no quería funcionar conmigo. Decidí echarme toda la botella encima. Tuvieron que romper el vidrio de la puerta porque yo daba gritos y me revolcaba de dolor. Mi madre me lavó los ojos, me puso un par de cachetadas y me llevó a urgencias. Tienes que aprender a aceptarte como eres, me dijeron. Yo sólo veía borroso. Hasta ahí llegó mi infancia. Tengo un cuerpo que pocos querrían ver desnudo, que muy pocos querrían tocar: yo tengo un cuerpo que muy pocos querrían. Y cuando pienso en esos que sí, no sé por qué me da pavor. Si estaba condenada a ser un Duvalín, porqué no fui de pura vainilla, como mi hermana, para la que todo tan es fácil: un Duvalín que todos quieren lamer. Es ella quien ríe al otro lado de la puerta. Sé que la belleza atrofia, pero sinceramente yo escogería esa y no esta atrofia que me tiene aquí dizque a salvo de las miradas de los extraños; horriblemente próxima a la conmiseración de los cercanos. Si me pega el sol es porque me tumbo desnuda en la azotea cuando sé que la casa está sola; cuando las azoteas vecinas y el mundo entero han sido abandonados. Mi hermana ríe al otro lado de la puerta: el fuckboy en turno, también. Me volví retraída. Cambiaron las cachetadas por los mimos y los privilegios. Empezaron a hablarme como si yo fuera retrasada mental: como se le habla a un niño quemado, a un enfermo de cáncer. Tuve que pedirles que me dejaran en paz, pero de todos modos nunca se les quitó esa maldita costumbre. Por ejemplo, si en la cacerola queda un último pedazo de carne, me lo dejan a mí. Lo mismo con el pastel y con todo lo demás. Y aunque hago todo por desairarlos, es tal su afán de compensarme que vivo
Víctor M. Campos rodeada de consideraciones que sólo me enfurecen. Soy una princesa fea. ¿Qué no ven? No es necesario ser amable con las feas. Ahora mi hermana alterna gemidos y risitas. De este lado de la puerta, no basta con ser tranquilamente fea. Debo estar consciente de mi fealdad y de las, entre comillas, actitudes nobles que los demás tienen conmigo. Ya sé que no es bueno ser grosera con los que se muestran compasivos con una. Tampoco es sano sólo sentir lástima por mí. Sería el colmo ser fea por fuera y por dentro. Mi hermana sale de la recámara y me arrebata la leche. Ya estás pensando otra vez, dice, y me da un abrazo largo, un beso tronado en la mejilla y se esfuma. Feliz ella que no le falta quién se la quiera coger. Felices todos los que son codiciados por los demás. Una mano roza mi mejilla al pasar. Es el fuckboy que desde la puerta del baño me guiñe un ojo. Esa misma mano se afianza al hueso de la cadera. Con la otra se rasca la cabellera. Tiene una mata de pelos en la axila: por debajo del bóxer palpitan las venas de su erección. Me sonríe. Él le sonríe a esta princesa fea que no sabe bien si es una burla o es el último pedazo de carne que queda en la cacerola.
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Víspera a la cena navideña 2020 De repente me vi inmerso en los pasillos de mis recuerdos. Caminé hasta que me detuve en un cuarto que tenía un letrero que decía "Familia Aguilar", la llave estaba en el marco y al introducir en la cerradura, la puerta de madera rechinó como protestando. Sus goznes no estaban aceitados. La atmósfera del cuarto encerraba un humor a humedad y polvo. Algunas gavetas se mantenían limpias. Inmunes al paso del tiempo, como si fuera el cuarto de Melquiades. Me detuve en el archivero que tenía una pegatina al frente que decía "Navidades"; abrí la primer gaveta que contenía varios fólder etiquetados por años pasados. Más de cinco décadas a mis ojos se encontraban ahí. Tenía en mente buscar datos de alguna reunión de cena navideña con la familia Aguilar; mi familia por parte de madre. Me sumergí en los papeles, como un buzo consumado, con la esperanza de encontrar lo que buscaba, pero estos al solo contacto de mis dedos, del aire o del tiempo, se convertían en cenizas, como si fueran pergaminos enterrados por miles de años. Mis manos, como si fuera mi frente después de un miércoles de ceniza, se manchaban. Sin embargo, después de un instante que me pareció eterno, encontré varios datos de reuniones familiares, pero ninguna fue sobre una cena navideña en la cual participarán los abuelos y todos los hermanos Aguilar y primos. Más por costumbre que por alguna forma recuerdo, madre nos llevaba a la casa de mis abuelos y tíos, en esa fecha, a fin de saludar y dar un abrazo con sus respectivos parabienes. Debo de asumir que madre les llevaba un regalo a mis abuelos. Mi edad no me permitía darme cuenta a ciencia cierta de esto. Lo cierto era que antes de las nueve de la noche, sino mal recuerdo, todos teníamos que salir del área donde dormía mi abuela y mi tío, ya que ellos se acostaban a dormir temprano sin festejar la cena navideña. Era un acuerdo concertado a voces. Conforme pasaron los años, esta costumbre fue ineludible. La noche de navidad de este dos mil veinte sería un recuerdo a mi tío Manuel. Desde que vivimos en la Ciudad de México como en 14
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Carlos Rubio
Ensenada, teníamos, los Rubio, primos, sobrinos y nietos de madre, por costumbre cenar juntos hasta cerca de las doce de la noche, para seguir con la repartición de los regalos y terminar más allá de la hora citada. Cuando fallece madre, fue el reactivo que disolvió la cena navideña. Después, seguimos los hermanos con la costumbre. Los sobrinos y nietos, por lógica, tomarían rutas diversas. En esta navidad, dada la contingencia, nos impidió la reunión navideña. Hago referencia a lo anterior ya que está será la primera noche de navidad en la cual, mi hermana Olivia y yo, no cenaríamos con mis otras hermanas, nos íbamos a acostar a temprana hora, como si fuera un día cualquiera. Eso sí, la reunión quedaría marcada para el día siguiente, en el recalentado. De esta forma no sería la acostumbrada cena navideña, pero si una comida, dando pie a la reunión familiar de hermanos. Terminé de revisar los hechos contenidos en los fólder del archivero y sin prisa alguna, conteniendo mis pensamientos, cerré la gaveta y salí del cuarto de mis recuerdos, que aún bullían alrededor de mí, como si fuera el santuario de las mariposas monarcas y dejé que descansaran y se fueran depositando en sus respectivos fólder, no sin antes crear otro nuevo, donde puse hechos recientes que me dolían demasiado, como el fallecimiento de mi primo, mi hermano, Arturo Alcántar Rubio; sabia que él no se iba a borrar nunca, ni acumular polvo, su fallecimiento iba a ser el distintivo de esta Navidad que quedaría marcada en rojo. El fólder palpitaría por siempre. El polvo del tiempo lo respetaría. Hubo bajas en el tronco familiar, pero también trajo una vida nueva, un bisnieto que madre no alcanzó a conocer. La vida se abre paso aun en las circunstancias más difíciles.
Aqueronte
Miguel Guzmán
fragmento
“El ruido de las carcajadas pasa. La fuerza de los razonamientos queda”. Concepción Arenal A Darwin y a Zully, en cualquier lugar donde se encuentren.
Día 1 El principio antrópico. El pasado Las migajas en el fondo del bolsillo fueron pretexto para escudriñar entre los recuerdos de la infancia, en una arqueológica de dulces que acompañaba las tardes de lluvia. De cuando en cuando, y como es costumbre, encuentro las últimas migajas de una torta, de una despedida antaña, de una hora loca clausurada, alguna fiesta al que no fui invitado, de algún matrimonio desarrollado en días y terminado en horas. Y de cuando en cuando me despido del atroz mensaje del pasado, al encontrar, entre todo, la foto de alguien, que intransigentemente cumple la noción de olvido; porque el olvido se lo respeta, se le acuña un valor casi igualitario al oro y tan similar al destierro, como para despedirse; como se despide un exiliado político de su país, el loco de su manicomio, o un presidente del poder. Aparece de improviso y sin llamarlo: el Aqueronte, sinónimo de muerte como una blasfemia a la propia vida. Provisto de un lúgubre pasado. Aquel que regurgitaba de placer la carencia de amnistía, de perdón. Se lo identifica como el que golpea la puerta y entra como uno más de la familia, aquel que aplaude el histrionismo de la gente patética y melancólica. Siempre relajado con su camiseta dominguera, esperando el turno de aplaudir gritar, sollozar, fornicar y, sobre todo, querer vivir. Se sienta junto al enfermo y frente al sufrido, al carente de aliento se aferra por unos segundos, antes de guindarse del árbol. Sé del Aqueronte, de la quietud, del antropocentrismo, del obituario; sé de los días contados, inclusive del cinismo del mismo Aqueronte, del fin, de mi fin.
Antes de que perpetúe sus pasos el afanado Aqueronte, es necesario hablar del Cinismo. Porque el cinismo del tiempo es parecido a construir un modelo de felicidad, al que prestaba mucha atención Diógenes, donde la blasfemia, el descuido, el desasosiego, la falta de moral y el descaro formaban parte de su filosofía. El cínico Diógenes, que hoy en día se parecería más o menos al jipismo, es el modelo perfecto para descuidar al tiempo y olvidar al propio olvido, como parecido a “follar al aire”, sin ataduras, sin miedos, sin obligaciones. Sin la necesidad del error, algo semejante a construir un modelo de ideas y aparentar ser feliz de manera despreocupada, como lo hace el Aqueronte en días de jolgorio. Día 2 Lluvia Llueve entre el calor del día y el despejado mediodía, y en la noche, el acostumbrado aguacero hace el milagro de desaparecer a la gente, huyen presurosos antes de coger un resfriado; corren despabilándose de la últimas gotas que se confunden entre los cabellos, escapan celosos de no ser tocados por gota alguna, evitan el riesgo de ser víctimas tortuosas de la lluvia, compiten por alcanzar el último taxi mientras los charcos de agua se aglomeran en el letárgico caminar que me espera. Más que apuntarles con el dedo enemigo, proclamo la guerra en el deseo orgiástico de aplaudir por los malabares que hacen cuando llueve, aplaudir por la escena graciosa del humano en todo su resplandor, en la búsqueda existencialista de un taxi que nunca llega y que tarda a consecuencia del mal tiempo. enero 2021
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Junto a mí permanece el poco deseo de observar la conducta del simio civilizado en tiempos de hambre o cuando aparece una trémula subordinación de la autoridad, o el simple despojo de la libido un viernes en la noche. Y ahí está, a la vista de todos el burdel y la respetada iglesia. Las beatas salen sujetas a un impío ser, maldiciendo el mal tiempo, agradeciendo los buenos bríos. Cubiertas hasta las rodillas sin dejar ver la carne, en luto eterno, día tras día orando para que el muerto resucite, “para que el Cristo sea palpable, observable, y cumpla su promesa de volver”, o para que se anime a bajar de aquella cruz que lo ata, que lo enferma, que pesa. En el burdel: “Cuidado con las crías, no vaya a ser que se conviertan en cuervos, deben ser santificadas”, de forma burlesca pregonaba el párroco, el cura, el sacerdote. “Cuidado con el próximo entierro del día segundo”, decía fijándose atentamente en el burdel. No vaya a ser que: de día monja, de noche mujer; de día puta, de noche mamá. El segundo día es así. A la oración de las ranas, donde un sujeto musita un “chau” con un simulacro de dureza en la cara (que me recuerda a un parentesco: paternal, maternal y propio), que me dice adiós al salir de casa. En el segundo día mis ojos se acostumbraron a la escena del burdel y la iglesia. Tercer Día Quietud Abraza mi madre los últimos destellos de cordura, es la bienvenida a algún lado cualquiera que se escucha especial cuando rechina el armario. Soy quien escucha y entiende, como cuando el sábado era invierno, el viento era más viento y la lluvia, lluvia. La quietud tiene el efecto y el defecto de atrapar el recuerdo con el fin de no soltarlo; esa quietud aprieta como para no desprenderse jamás como lo hace un padre en tiempos de ternura, y la madre de su madre optó por aquella palidez lunar. “Es tiempo de locura”, decía sin parar, y el gendarme detuvo el encuentro de saludar al tiempo, 16
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y por tal motivo y por razones ajenas el recuerdo se despidió, y el que abraza fui yo. Desde entonces he permanecido quieto desde la infancia. Permanece quieto, quieto, decía mi madre; porque es más fácil estar quieto que exhausto, y en la quietud se conversa con la falta de razón, a veces llegando a las filas que recluta el pensamiento. Ahí está el pensamiento. ¡¿Si lo ven?!, Ahí... el pensamiento añorado, el pensamiento cuerdo; se han enumerado compulsivamente para no dejar la costumbre de alinearlos, de tenerlos igualitariamente sujetos a algo. Quieto… quieto…, en esa quietud, casi catatónica, uno empieza a sentir espíritus que palmotean y musitan, espíritus como: Darwin, Zuly y un tal Marco. Algunos se los ve casi como si fuesen cercanos, como si existiera alguna similitud familiar; otros son extraños que llegan para visitar, o simplemente para saludar, o pasan sin avisar; los llamo “los no invitados”. No hay que moverse, hay que estar quieto. “Estáte quieto, no digas nada, no repitas nada, no les hables, seguro entienden”. Llamarán a la puerta, golpearán el pasado se reirán, y al fin nos reiremos, así como un mal chiste, o como una visita inesperada de un familiar que desconozco. Así como vinieron se alejarán. Me recuerdo que hay que estar quieto y atado a estos días de ayuno. Eso, asíii… se obediente, desayuna a las siete a.m., almuerza a las doce p.m., cena a las diez p.m. El tiempo de las siete resulta ser el de las 12:00 p.m. y el de las 12:00 p.m. la 1:00 p.m., por eso llegan a confundirse, acudiendo al lugar donde todo aquello era lo cotidiano para no perder la costumbre; porque es un tiempo diferente un ciclo extraño, y es mejor estar quieto, inmóvil, casi catatónico con el único fin de entenderlos. Colman de chascarrillos los pasos en la casa, es difícil quedarse quieto. En la mañana Darwin habla, es el primero que lo hace, pero es difícil comprenderlo, parece que quiere algo; mientras que Zuly pasa de costumbre el desayuno, toma su cotidiano café americano, sirve al resto y espolvorea un poco de miel en cada taza; coloca meticulosamente delicadas cucharadas de azúcar al
resto, como para endulzar y añorar la vida que tenía. Son almas perdidas que vienen, se quedan y luego se van, algunos son invitados, otros no, y algunos sin duda son extraños. Un “no invitado” toma el lugar de Darwin, se sienta. Aquel sí habla, pero sus palabras no tienen eco; habla para sí mismo reprochándose, calumniando o a veces añorando. De pronto, salen todos desprendidos de la mesa, traspasando la pared, aglutinando el aire de escombros; establecen un diseño extrañísimo con el fin de poder entrar donde quisieran, con una combinación llena de símbolos arquetípicos que en la obscuridad se iluminan. Pasan sus manos a la velocidad del rayo, abriendo drásticamente y de forma penetrante hacia otra locación, que me invitan a visitar; pasaba gesticulando y comportándose de la misma manera que se comportaban en mi casa y en el mismo orden Darwin, Zuly y un tal Marco, y los “no invitados” entraban primero, mientras adaptan su cuerpo meticulosamente para poder flaquear el aire y a la misma velocidad poder entrar donde quisieran. Era increíble. Me sentía uno de ellos, con la única desventaja de que era corpóreo. Había momentos en los que me insinuaban “toma el arma y dispárate justo en las sienes, no muy arriba ni muy abajo, ahí, justo ahí”, una idea descabellada poco sutil, pero necesaria para pasar de lo corpóreo a lo traslucido y ser un “no invitado” o un extraño. Sé de ellos desde niño, sé de todos ellos desde el primer aplauso, desde la primera concepción de una idea, desde la necesidad de un abrazo, desde el ostracismo, y aquel asilo voluntario que me mantuvo quieto y no tan cuerdo. Sé de todos ellos porque comen en mi mesa, sé que nunca se despiden; aparecen a veces sin llamarlos; sé que desean el pecado añorado, y miran de reojo en la habitación adjunta y se dan cuenta del forcejeo corpóreo de los extraños en tiempos de amor. Puesto que lo corpóreo no existe para ellos, les atrae, les causa una sensación excitante estar presente, voyerismo habitual, de un sexismo y sexualidad suculenta. Zuly con café en la mano y el otro sujeto que no conozco se hace presente, se entrelazan todos con el fin de formar el símbolo extraño, y volver a
la quietud, se reúnen todos e invitan a Marco. Zuly deja de embelesarse con su café, y justo ahí aparece Darwin; lo reconocí a la primera, porque me apresuraba el paso al salir de la escuela, cuando era niño; solía pisarme los talones para aprender a correr, solía corregir mi postura para aprender a mirar el cielo, hasta solía comer conmigo cuando eran las doce del mediodía, y sabía que para retornar a casa teníamos que recortar el camino; escogíamos el más largo, pues no queríamos llegar a casa. Darwin, era familiar, se conocían con Zuly y Marco, supe entonces que formaban un complot en contra o a favor. Eso qué importa. Nuevamente comienza aquel diálogo interno en el que no paran de hablar, Darwin, Zuly y Marco, todos juntos repetían: —Sugiero que no se me entierre vivo. “¡Sugiero que no se me entierre vivo!”, no solo repetían, gritaban. —Que las palabras no sean palabras —Que el error de señalar al cielo sea perdonado. —Es bueno despertar al dormido en tiempos de insomnio, es bueno. —Es bueno despertar al difunto, aunque no esté difunto —señalándome a mí. —Silencio, que la lluvia está a caballo. Y me pregunta: —¿Ya lo hiciste? Dispara; como cuando de niño disparabas a los tachos vacíos con la resortera de papá, la que utilizaba para ahuyentar a las tórtolas, siempre daba en el blanco. Ahí, justo ahí, soltaba unas lágrimas y corría para ver sus heridas, no podía decir nada. Él con su rostro maltrecho y de su falta de expresión soltaba una carcajada a mis lágrimas de niño, y me obligaba a recoger el cadáver. —¡Dispara! —¡Dispara! —¡Dispara! —Hazlo ya —seguían musitando. —Cuidado… que se han olvidado de sobornar al de a lado; sugiero que no se hable más, que el entierro sea en silencio, que en vez de lágrimas fueran aplausos —decían para alentarme. enero 2021
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“Estoy muerto, o me parece”, “¿Acaso lo están ellos?”, me preguntaba en esa situación de catatonia, “¿Será una situación onírica, un brote psicótico?” No reconocía de inmediato a Darwin después de quedarse en el zaguán, no era el mismo; contemplaba el tiempo. No sentí su apoyo, era como un “no invitado”. Todos desaparecieron. Al día siguiente cometí el gravísimo error de despertarme a horas mal sanas de la mañana; el desayuno a medio terminar, el sol a medio iluminar, los huevos medios cocidos, y en esa mediocidad se veía llegar, en el instante mismo de la lentitud del gallo a medio cantar, dejando por completo y en segundo plano el velorio de un pariente lejano, una tía, un abuelo, una madre que ha muerto, da igual. Con ese pensamiento pongo los pies en la tierra. Es acaso una pereza crónica que no quiere ver el día, aquella vaguería instantánea de un viernes feriado que ve aglutinada a la gente como lagartijas en las playas. No es un feriado cualquiera, en que uno descansa, se toma el día libre para “planchar oreja”, tomarse esas atribuciones. No, no… no es de aquellos feriados que visitas a un hermano, o se aglomera a la familia para un asado; de hecho, no se ha decretado puente como para tener más tiempo libre y planificar de antemano lo que sería una “chusma social”, con temas sexuales, deportivos y políticos o la caída de un dictador. Una anhedonia social, una carencia de vitalidad, un pesimismo que ha nublado el futuro; en otras palabras: “pobreza mental y física”, que en confidencia de un reflujo literal clama lo que parece extraño y difícil de pronunciar, después de utilizarlo como un justificativo, como un imperativo de aquellos días de no hacer nada y permanecer quieto, tal vez ahí nuevamente aparezcan, porque desde entonces no he sabido nada de ellos ni de Darwin, Zully y un tal Marco.
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Destemple
Paty Rubio
A Epifanía el tiempo le resbala por el cuerpo, como si las horas que pasaron, corrieran sobre su piel cual cera derretida. El humo de los recuerdos le hacía llorar los ojos, y le escocía el rostro, dejando una estela como la que deja el paso de los caracoles. El ser que habitaba en las cavidades de su corazón, se había marchado sin decir palabra. Ese fatídico día la marcó a fuego, y sus alas se fueron desplumando desde ese preciso instante. Los vuelos a los que estaba acostumbrada habían terminado. Además del desplume, la piel se le iba secando y creaba escamas que caían en: los pisos, la cama, los sillones, a donde quiera que ella pasará o se detuviera a descansar. Así que, al paso de su andar aquellas, crujían como hojas secas caídas en el otoño al ser abatidas con el peso del caminante. Casi sin darse cuenta, la vida se le fue poco a poco, con las recalcitrantes preguntas que le horadaban la cabeza. ¿Qué fue lo que hice mal? ¿Lo amé demasiado y mi amor lo rebasó? ¿No le fueron suficientes los suspiros que le arrancó a mi garganta cuando hacíamos el amor? A Epifanía, definitivamente se le apagó la vida mientras esperaba la respuesta a sus preguntas, que nunca llegaron. Un día cualquiera, después de mucho tiempo, su pasado regresó a casa y al abrir la puerta, la encontró sobre la cama: seca, resquebrajada, como el tronco de un milenario árbol, la casa inundada de sal y al rededor hojas secas.
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Al borde del infinito En un principio les confieso, que este joven siempre estuvo metido en otro mundo. Allá su ser permanecía en paz. Pablo, tenía especialmente la capacidad de ver lo fantástico. Por tal motivo, buscaba más lo interior que lo exterior. Desde el albor de la tarde hasta la noche, dibujaba sus quimeras a solas en medio del sortilegio. Como rutina, bebía algo de café antes de comenzar el trabajo creativo. Procuraba relajar los sentidos. Una vez preparado, pasaba del comedor al segundo piso. Subía las escaleras, sin prisa, recorría los ámbitos penumbrosos. Entraba al cuarto donde más habitaba; volvía a cerrar la puerta para distanciarse del bullicio, luego tomaba un lápiz con diferentes cartulinas y de repente se ponía a realizar las invenciones. Lentamente, las precisaba hasta refinarlas sorprendentes. Esa era por cierto su pasión. Lo suyo lo hacía con maestría. Del arte vivía y por eso creaba, por lo trascendental. Sentado de cara al lienzo, trazaba líneas de muchas dimensiones que acababan definidas en formas abstractas y ciudades. Todas y cada una de estas concepciones, poseían un estilo vanguardista. En esencia trasmitían satisfacción. Por lo general, las grafías simbolizaban los deseos de Pablo. Con lo claro y oscuro, liberaba soles de cristal y propagaba las sustancias que flotaban adentro de su ser etéreo. A causa de estas experiencias, un día decidió pintar el mundo más hermoso que nunca antes había visto. Sin desesperarse, lo fue figurando a modo de mural en su habitación. Primeramente, plasmó un firmamento como de nevados. De secuencia, coloreó varios ciclones con nebulosas. Sobre lo estable fusionó estos elementos etéreos. Y por último, creó una tierra rocosa, llena de pirámides entre fulgores. Era única, la obra reflejada en la pared. Los matices a él lo impresionaron. De hecho, cuando terminó la composición, se puso a contemplarla por largo tiempo. Cada detalle ilustrativo, lo embulló en unas sensaciones inexplicables. Concibió ese espacio como sobrenatural. El ordenamiento de las cosas, lo puso a reflexionar hasta lo profundo. Por tal motivo,
Rusvelt Nivia Castellanos creyó que allá estaba su perfección idolatrada. Quedó entonces encandilado, se dejó abarcar por ese horizonte majestuoso. De una manera distinta, fue percibiendo lo exterior. Pensaba que el mural, se venía encima de toda su realidad. Según su parecer, se creía entrando a esa nueva dimensión. De un momento a otro, llegó a tocar las cosas que había fijado. Y en verdad, así pasó; Pablo al poco tiempo, se supo existiendo allá, formando parte de la misma creación.
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Viajar entre líneas Estar en los lugares donde se han librado batallas, acuerdos, holocaustos; cerciorarse de lo que los libros de texto nos proponen, suele ser realmente un hecho alucinante; sentir y respirar aires tan antiguos como la historia misma, pudiera representar una apertura hacia un crecimiento cultural. Viajar pues, suele ampliar la cultura. Sin embargo, no todas las personas tienen la oportunidad de emprender un viaje, ya sea por diversión y esparcimiento o el reconocimiento del propio país o, aventurarse a otro continente; las razones pueden ser variadas (falta de recursos económicos y falta de curiosidad). La curiosidad es el deseo de saber o conocer una cosa pero, ¿Qué nos impulsa a tener curiosidad? ¿Qué despierta ese interés? No podemos interesarnos en lo que no conocemos, no podemos curiosear en las cosas que nunca hemos visto, escuchado o leído. Tal vez pudiéramos imaginar a un ser humano que su entorno se limita solo a vivir y desarrollarse en un ambiente familiar y, que aunque sea buen profesionista no tenga el hábito de la lectura y la oralidad. Ciertamente, hay muchos casos así, muchísimos diría yo. Es importante reconocer que para que un ser humano sea curioso, debe escuchar cosas que le inquieten, ver cosas que le sorprendan, leer historias que le animen. La oralidad es el aspecto oral del lenguaje, además fue también, la primera herramienta de comunicación entre los hombres y no podemos minimizar la necesidad de manejar esa forma de expresión; cada que pienso en ello recuerdo e imagino aquello del Génesis: una vez que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, ni él ni ella se separaron mucho de donde habían estado (tal vez fue impresionante y mágicamente nostálgica, la sensación de estar separados por un ángel entre ellos y el principio de todo), según el texto, todas las tardes a la puesta del sol venía Dios a charlar con ellos así hasta los 930 años de Adán (según lo platicó Matusalén). También me hace pensar en los hombres prehistóricos nómadas, ocupados en la 28
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Teresa Maraveles Pérez supervivencia, que solían hablar de las hazañas en la caza, la tragedia o en las cosas cotidianas (se creé que esto se hacía alrededor del fuego, comiendo los frutos recolectados o la carne de los animales cazados), son momentos que podemos hacer nuestros al intentar recrearlo; como el otro día, que yo particularmente descubrí el fuego, sin importar todo lo que he leído, visto o escuchado la verdad es que lo importante fue que hice mío ese momento, lo hice mío con todos mis sentidos y tomé mi lugar ante el elemento; la noche estaba oscura, sin luna, había un olor a humedad y un frío que me confortaba los pies, pues el calor de los días anteriores había sido insoportable. Tres días de lluvia habían hecho ese ambiente tan fresco. Se escuchaban los cantos de los grillos y el croar de las ranas. Mi alma estaba extasiada, pues recordé un pasaje de mi infancia, y es qué, cuando me percaté de las lucecillas verdes, fluorescentes, que a lo lejos en la oscuridad, prendían y apagaban; una risa incluso picara, se exteriorizo en mi rostro. Recordé lo que hacíamos con las luciérnagas cuando éramos unos niños, mis hermanos y yo corríamos tras de ellas y las atrapábamos y, terminaban en forma de rayas en nuestras ropas, ¡Pobres luciérnagas! Pero cuanto nos admiraba ver las rayas fosforescentes en nuestras camisetas. Eran días felices; hoy en la ciudad ya no se ven más estos bichos. Estaba así como absorta en mis pensamientos, recordando y disfrutando, cuando alguien de los presentes (que éramos: como 7 personas adultas y otro número igual de niños), puso un gran tambo y lo lleno con leña. Preparó la leña y la encendió con fósforos. Nos sentamos alrededor del fuego; los niños tomaban varitas de madera y ensartaban bombones, los asaban y disfrutaban de su dulce sabor, tomaban también ramitas secas de los árboles y las prendían ¡era un gran juego para ellos! Yo los veía correr y, a un tiempo se perdían sus figuras; ya solo veía unas pequeñas lucecitas rojas, moviéndose rápidamente como si flotaran en el aire.
De pronto, sentí un calor tan confortable y, mi atención se volcó hacia el tambo que contenía las llamas, ¡Fue entonces que descubrí el fuego! Quedé como hipnotizada, veía la forma de cada flama, era un fuego envolvente no solo porque de abajo hacia arriba parecía abrazar la madera, sino porque envolvía también mi pensamiento y abrazaba mi frío. Con que razón los hombres antiguos se representan alrededor de la fogata; creo haber entendido ese sentido, pues sin proponerlo, empiezas a hablar de tus recuerdos, alguien cuenta un chiste, otros toman café, otros toman tequila, pero entre palabra y acto, la mirada siempre vuelve a ese centro de calor y color, te entretiene ver como se mezclan los amarillos, los rojos, y los blancos también; incluso no importa si no hablas, si no tomas nada, tu cara refleja la absorción de ese calor. El fuego, tal vez tan antiguo y tan moderno como el lenguaje. Si lo controlas puede ser el gran aliado, un gran remedio, pero es tan poderoso que si te descuidas te daña o te mata, tal cual, cómo la letra. Siempre he usado el fuego, ¿Cuántas veces he encendido un cigarrillo? ¿Cuántas veces he cocinado? Hasta el fuego me ha ayudado a secar mi ropa en la secadora y, ¿Qué decir del calentador de agua? Siempre he convivido con él, pero nunca se había adentrado en mi pensamiento, hasta ayer que en una lunada descubrí el fuego y, comprendí porque el hombre se representa a su alrededor, como en un eterno abrazo a través del tiempo. Pareciera que el elemento fuego con la interacción de los sentidos impulsa a la convivencia, a contar historias y a ensimismarnos como si fuese un viaje; la oralidad pues, se hizo presente y al mismo tiempo entendí a los primeros hombres. Aquellos hombres de la antigüedad que lograron inventar la tecnología para “controlar” y servirse de la naturaleza, dándose tiempo para convertirse de seres humanos ocupados a seres humanos preocupados. Preocupación: estado de tiempo del pensamiento donde aparecen las inquietudes: ¿Qué soy? ¿A dónde voy? ¿Qué me ocupa? Es impresionante como se puede sentir la contestación
a esas preguntas, cuando observas las pinturas rupestres. Ese arte está considerado como la primera manifestación escrita del hombre, todo porque alguien o algunos tuvieron la inquietud y el tiempo para plasmarlo. Ver las pinturas rupestres nos hace viajar al punto exacto donde inicia la historia porque es ya, un registro que evidencia como vivió el hombre. La historia inicia con el vestigio de la existencia de lo que queremos entender, el qué o cómo pasó. Así que, una vez que el ser humano se convierte en sedentario formando familias, tribus, clanes, comarcas, pueblos y ciudades; tenía ya tiempo para pensar y preocuparse en reglamentos, leyes y formas de vida; aprendió a comercializar y a discriminar; aprendió a apropiarse de las cosas. ¿Por qué? Eterna pregunta sin respuesta que tuvo su inicio en el discernimiento de los primeros poetas, historiadores y filósofos; pero como a las palabras se las lleva el viento y era muy difícil de explicar cada guerra, cada conquista, cada deidad, cada regla social; surge la imperiosa necesidad de escribir, es verdad que los primeros escritos que se conocen son escritos poéticos o religiosos; los hebreos escriben su historia y nos muestran que hasta Dios pasa de hablar con los hombres, a escribir sus mandatos de su propio puño y dedo en la piedra, los egipcios nos muestran sus historias con imágenes y letras plasmadas en el interior de las pirámides, además de tener libros de magia y, que pensar de la maravillosa piedra rosetta (196 a.C.), los mesopotámicos con sus leyes de escritura cuneiforme sobre tablas de arcilla; hay otras culturas que hicieron aportaciones escritas, pero solo mencionaré éstas antes de mencionar a las principales en mi opinión, que son: la hebrea, la china, la romana y la griega, de esta última Platón decide recopilar lo dicho por Sócrates y Aristóteles, ellos a su vez tenían a sus mancebos escribanos. Nacen las grandes civilizaciones se crean los imperios siendo el más amplio e importante (según la historia), el Imperio Romano; la enero 2021
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escritura va tomando mayor importancia, las palabras no tienen valor si no están escritas, firmadas y selladas. Viajan los papeles de un lugar a otro llevando en ellos la salvación de las vidas, de los pueblos y naciones, viajan con promesas, acuerdos, herencias, sentencias. Los grupos poderosos emperadores, reyes, papas y los nobles se apropiaron de la escritura incluyendo a la ciencia y la literatura, el recurso que el pueblo o la sociedad pobre tenía para saber de historias, era la narración; surgen los juglares y cantores, los serenos, sin embargo, la necesidad intrínseca de escribir se va gestando. Yo no sé qué comen los alemanes, Carlomagno (768-814 d.C.), emperador y conquistador germánico, ideó tecnologías impresionantes, utilizando a los animales como si fuesen tanques; a mí particularmente me impresiona y para muestra del “alucín” qué siento mira:
Ésta es la firma de Carlomagno, cada que la veo, le imagino sentado en una gran silla, ante una gran mesa rústica y lustrada con cera de abeja; todo él con su magnificencia; la veo y viajo también hacía lo que pudo ser su personalidad, pues los trazos de su escritura me hablan del carácter fuerte y determinante por sus líneas largas, la terminación en punta me dice la inclinación a la violencia, la cruz indica lo que abarcaba el sacro imperio germánico; es una firma simple que por la misma simpleza, impide que pueda ser imitada, llena de caracteres psicóticos. La escritura a tinta y su gran importancia para el reconocimiento de los hechos; en la edad media los papeles escritos a mano se recopilaban por temas para hacer compendios, quedaban resguardados entre pastas de cuero pegados a un canto y cosidos con hilo de cáñamo o cuero, las copias se hacían a mano (los monjes amanuenses las ejecutaban), se escribieron calendarios, edictos, bulas, se recopilaron los evangelios, surge el 30
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primer libro “La biblia”, santo Tomas de Aquino escribe la Suma Teológica, san Agustín escribe sus “Confesiones”, los relatos de los seguidores del líder San Francisco de Asís, son recopilados y se escribe su biografía; pero volvamos a nuestra eterna pregunta: ¿Por qué? Seguimos sin saber, pero figuran principalmente los católicos. Los dirigentes católicos por mil años determinaron lo que se escribía, leía y quienes lo hacían; hasta que Dante Alighieri escribe su poema “La divina comedia”, se cree que es una transición perfectamente lograda entre la edad media y el renacimiento, Dante tardó mucho en terminar su obra y como no, si estaba de por medio su integridad física (ya muchos habían sido quemados o torturados por la inquisición), le llevó hacerla 17 años, del 1304 al 1321; vaya lío. Debo insistir en que hay algo especial en los alemanes porque en la época del renacimiento o en plena transición, hubo un hombre alemán que revolucionó el uso de la escritura, inició el camino para salir del oscuro control de los poderosos; en 1440 Johannes Gutenberg inventó la imprenta (así lo dice la historia); este maravilloso invento brinda la oportunidad de duplicar escritos, panfletos, periódicos y libros. Por primera vez las inquietudes, pensamientos y escritura en general pueden ser no sólo escritos con tecnología sino duplicados; comienza el gran viaje de la literatura, comienza el gran viaje de los textos. Las Narraciones de fábulas y cuentos que comienzan a escribirse; se apuntala el mundo a la etapa del renacimiento, rescate de las obras griegas y romanas con la obra de William Shakespeare, Calderón de la Barca, y otros; la iglesia católica no solo pierde control sino que se une a este cambio. No puedo explicar la emoción que me da pensar en ese momento de cambio y entendimiento creo que el Arte, la ciencia y la manifestación literaria se desnudaron y se mostraron tal cual para todos, alcanzaron un esplendor sin precedentes. En el 1600, la cultura comienza a ser más accesible para todos permitiendo la expresión del pueblo y sus inconformidades aparecen Miguel de Cervantes, Teresa de Ávila, Sor Juana Inés de la Cruz, San Juan de la Cruz y otros más, literatos de todo el mundo; que con sus reformas nos hacen
sentir que Dios ya no está tan lejos, nos acercan a una ventana donde al asomarnos podemos ver a Jesucristo. El viaje literario ya no se detiene ni en forma, ni en nacionalidad, surgen los filósofos escritores, Kant, Descartes, Voltaire, Marx etc. Quienes nos dejan sus legados escritos para influenciar no solo las conciencias, sino las formas de la política (al fin y al cabo la política es un arte, es decir una manifestación del alma); tal vez el alma radica en la conciencia, eso creo. Aunque leer nos proporciona un viaje a donde sea que la intención y la propuesta del autor nos quieran llevar y, con ello aprendamos cada vez cosas nuevas; leer es saber. Creo también que para escribir, hay que tener además de cultura, talento. Los grandes escritores nunca fueron a una escuela de escritura, solo quisieron escribir porque necesitaban expresar sus pensamientos y sentimientos, ante lo aprendido o lo sucedido; porque quisieron mostrar sus inconformidades ante los sistemas ya fueran particulares de su propia naturaleza, educación, figuras paternas o gobernantes, de sus amores posibles o imposibles. La modernidad y sus escritores nos muestran un universo entero de ideas, manifestaciones, luchas y fracasos, Rubén Darío, Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera (y claro, muchos más), románticos, patriotas; surgen los grupos de escritores, las corrientes, porque en su base la literatura es un verbo infinitivo que no puede desaparecer pues éste, a su vez, es la base de la poética. Si queremos saber la historia de los pueblos debemos leer literatura, principalmente la poesía pues ella muestra el pensamiento y el sentimiento desnudo; el lenguaje narrativo nos representa la vulnerabilidad del autor y, el lector la hace suya desde su propio sentimiento e interpretación de lo que ve y percibe; por ende, las conciencias pueden ser movidas por las lecturas. Se puede deducir entonces, que la escritura conlleva responsabilidad, intencionalidad y claro, reitero: talento; yo no podría escribir algo que hable de física o matemáticas, por lo menos no de manera científica, porque no soy científica; podría leer un libro y entenderlo, pero eso no me convertiría en una persona de ciencia.
Continuando con el viaje me doy cuenta que surgen los grupos de literatos contemporáneos, el esnobismo excéntrico y estridente de los años 19s y 20s Hugo Ball y Tristán Tzara con su dadaísmo (me parece una reverenda estupidez) y creo que ése es el objetivo. Del año 2011 a la fecha, me ha dado por leer literatura de autores de la década de los 20s del siglo XX; recuerdo una película encantadora que muestra lo que podía haber sido vivir ese tiempo “Media noche en París” escrita y dirigida por Woody Allen, protagonista Owen Wilson, me encanta porque el protagonista viaja al pasado e interactúa con Gertrude Stein, Ernest Hemingway, Zeida y Scott Fitzgerald, Salvador Dalí, Buñuel y bueno los literatos y artistas más importantes, incluyendo a Picasso; es un paseo maravilloso. Las películas hacen eso, mostrarnos el camino diría yo, un tanto cuanto fácil a nuestra imaginación, a diferencia de la lectura donde tienes que poner en juego tu conocimiento, tu investigación y definitivamente interviene todo tu ser, en tiempo y espacio. Leer te recrea, leer te divierte y entretiene, leer siempre aumenta tu acervo cultural. Conozco a una persona que viajó casi por toda la República Mexicana y a dos estados de los Estados Unidos de América, a la fecha esa persona tiene 81 años, es un hombre que leyó mucho, muchísimo diría yo, de hecho conozco pocas personas que te hablen de la obra completa de Carlos Marx como él hace. Me gusta ver en el “YouTube” series y lugares del mundo, esa persona en ocasiones se pone a ver conmigo esos vídeos y me encanta escucharle decir los nombres de las catedrales, castillos, ríos, montañas, ciudades, monasterios, casi todo lo identifica, lo conoce sin haber viajado a Europa, Asia, China, África, reconoce obras de arte pinturas, esculturas, escrituras, reconoce, emperadores, reyes, papas, presidentes, leyó las obras universales y hasta la fecha recita poemas de Darío, esa persona ha viajado por todo el mundo y lo reconoce a través de la lectura. Es mi padre.
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La lectura queda plasmada como pergamino en nuestro criterio si se lee con la intención de conocer, de tener la curiosidad primaria que nos hará investigar y cerciorarnos de las cosas, de discriminar lo que nos gusta o no nos gusta, de discriminar lo que está bien o mal escrito para formar nuestro propio tesoro. De alguna manera esto lo aprendí leyendo a García Lorca, Edith Stein, Giovanni Papini, Borges, Tolkien, Arreola, ellos junto con otros, muchos otros, me enseñan que Dios está entre nosotros, a veces entre líneas, a veces negado, a veces oculto. Ya lo dije y lo escribí y como “Lo escrito; escrito está” lo dijo Poncio Pilatos y lo repite el soldado que lleva al paredón a Anacleto González Flores (refiriéndose a lo que el condenado a muerte había escrito con su propia sangre en la pared): “Dios nunca muere”. En definitiva cada que sea leída la escritura de un libro literario, se renovará el hecho y la intención, de tal manera que, podemos viajar entre líneas hasta donde la imaginación nos lleve.
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Cuartos de alquiler Estás en el asiento del chofer, con una mano en el volante y la otra en la llave, lista para arrancar el carro: —Mija, espera a tu mamá. Volteas la cabeza, sorprendida de que haya alguien en los asientos traseros; más aún porque la persona que habló no puede estar ahí. Seguro tus oídos te jugaron una mala pasada. ¿Pero tus ojos también se equivocan? Te muestran a dos mujeres: una anciana, delgada y de pelo corto; la otra ronda los cincuenta, es obesa, pelada casi al cero. Unos rostros que creíste olvidados, pero que recuerdas al instante. Deberías temerles, no a los rostros: a las circunstancias que los ponen ante ti, lo ajenas que se le antojan a tu raciocinio. Sin embargo, es tu propia voz la que barre todo mal presentimiento mientras llena el silencio entre las tres: —Tía —miras a la cincuentona obesa, luego a la anciana—. Abuela. —Mira qué grande se ha puesto —comenta la anciana, sin quitarte los ojos de encima. Ella no reía mucho, quizás eso fortaleció la imagen de su sonrisa en tu memoria. La misma sonrisa de ahora. —Bájate, mi niña —dice tu tía, antes de que puedas articular palabra—. Bájate que aquí tú no puedes estar. —Pero… —tratas de objetar antes de que despiertes a la oscuridad de tu cuarto, apenas recordando la última porción del sueño. El resto irá volviendo a ti a medida que transcurran las horas. Por el momento, estás en la cama y tratas de recuperar el control de tu respiración, atrapada en un ritmo veloz luego de que brincaras de aquel mundo extraño a este, tan real y oscuro. Nunca logras hacer el salto sin que una parte del aire parezca quedarse atrás, en aquel carro, y necesites un par de segundos para atraerlo de regreso a ti. Pronto logras calmarte y cuando solo oyes la respiración de tu novio, te desprendes de la sábana que el sudor adhirió a tu piel, coges el celular que reposa encima de la mesita de noche y sales de la cama. Eres sigilosa y ligera en el trayecto hacia la puerta del cuarto. No quieres despertar a Hebert;
David Martínez Balsa tuvo un día largo en el trabajo y lo último que deseas es atormentarlo con tus boberías. Eso mejor se lo reservas a tu madre. Llegas al comedor y contemplas un instante la máquina de expreso y la cafetera, dispuestas una junta a la otra sobre la meseta de la cocina, escoltadas por una fila de vasos y platos. Decides utilizar la máquina, tu decisión influenciada por la urgencia de beber café caliente, sin tanto cuestionar su origen. Tus sentidos todavía necesitan evidencias de que volvieron a la realidad y con el café acabarán de someterse. Han pasado tres años y sigues sin acostumbrarte al café colado en las máquinas. Lo hallas muy aguado, debilucho para tu paladar. Lo prefieres a lo old school, en la anticuada pero nunca obsoleta cafetera, que sabe recompensar cada minuto de espera con una bebida revitalizadora de todos tus sentidos. Pero hoy andas apurada; quieres calentar rápido las ansias para el cigarro que fumarás. Recuerdas la caja que quedó en el cuarto; dejas lista la máquina de expreso y vas en su busca. Al regresar al comedor, ya el aparato empezó a colar. En menos de cinco minutos sostienes la taza y soplas el café, cuyo aroma tu olfato intenta convertir en el mismo que desprendía el de tu tía, allá en Cuba. Con una mueca, anuncias lo fútil del esfuerzo. Luego bebes un largo sorbo y enciendes el cigarro. “Ando nostálgica”, piensas al exhalar el humo, mientras tus ojos se fijan en la caja de cigarros. Camel. De los fuertes, o por lo menos eso dicen. Ya te adaptaste a este tipo de fuertes, aunque nunca caerás en esa treta, no cuando en tus pulmones aún quedan las cicatrices que dejaron los H. Upmann o hasta los Criollos que en los momentos malos te negaron una escapatoria al vicio. Marcas el número de tu mamá y a punto de sonar el quinto timbre, se quiebra todo sonido y brota de súbito una voz:
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—¿Hello? —la única palabra que tu madre usa en inglés. Nunca le ha interesado aprender el idioma, ni siquiera después de abandonar Miami para irse a Texas, en un condominio a quince minutos del tuyo. —Mami, soy yo —dices, a sabiendas de que ella no se fija en el número de la llamada. A duras penas sabe manejar esa cosa extraña, casi extraterrestre que tú llamas celular. —Volví a tener el mismo sueño. Obtienes un suspiro de hastío; ese ruido ya lo conoces y ni debería pillarte desprevenida. Con esta, ¿cuántas serían las llamadas que le haces, en plena madrugada, al salir de ese sueño en particular? Tantos cuartos de alquiler que engrosan los pasillos de ese vasto palacio de la noche, y las pocas veces que entras, siempre eres forzada a hundirte en la misma habitación, con los mismos inquilinos, con el mismo plazo de estancia y la tarifa tan dolorosamente alta. —Mi niña, son las tres de la mañana —dice tu madre. Arqueas las cejas y te muerdes el labio. Ni te has molestado en consultar el reloj. Sabías que era tarde, aunque al oír el número, experimentas primero vergüenza, luego culpa de separar a tu madre del sueño solo a expensas de dar cauce a las inquietudes que te inflaman las sienes. Hoy has roto tu propio récord; casi siempre las llamadas caen a la una de la madrugada o en cambio a las cinco, las seis, pero sabes que a las tres de la mañana es cuando el reposo comienza a triturar el cansancio acumulado durante el día y aturdir ese proceso es difícil de perdonar. Por ello siempre escoges a tu madre. Ni siquiera a tu novio, pues él no entendería. Quizás pueda fingir cierta comprensión, pero nunca será lo mismo. No como tu madre. Nunca como ella. —Disculpa, mami, pero tenía que decírselo a alguien. Tras otro suspiro, ahora con un toque de resignación incluido, tu madre pregunta: —¿De nuevo tu tía y tu abuela? —Sí. —¿En el carro contigo? —Anjá, y dijeron lo mismo, que tengo que irme, que no puedo estar ahí. —Ay, mi amor —suelta tu madre y por su 34
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tono, te la imaginas pasándose la mano por la cabeza, sus ojos cerrados en el esfuerzo de amasar la paciencia que dejó tirada en el lecho del que la forzaste a desertar. —Tú sabes que más maniática que yo con los sueños no hay nadie. Ya ni me acuerdo de la barbaridad de libros que he leído sobre el tema, ahorita hasta escribo uno yo misma, pero al final del día, ni tú ni yo somos intérpretes de sueños y, además, en esas cosas no hay seguridad de nada. —Yo sé, pero… —el resto de las palabras que pretendías formar son repelidas por la voz de tu madre. —¿Ya tú y yo no habíamos dejado claro la última vez lo que significaba ese sueño? —Sí. —¿Entonces? —A lo mejor significa otra cosa —y sin esperar la pregunta, añades: —A lo mejor quieren que vaya allá. —¿Para qué? —A verlas. Otra pausa, una larga; escuchas su respiración, ahora más calmada que da pie a una voz seria, escalofriante, pues recuerda tiempos remotos, plagados de regaños y miradas de reproche a la niña traviesa que solías ser. —Mariela, si vas a Cuba no es para andar sufriendo —dice. —Es para ver a la poca familia que nos queda ahí. A visitar a los amigos, para salir y divertirte. —Y verlas a ellas —insistes. —¿Cómo voy a ir a Cuba y no pasar a verlas, mami? —Eso hay que hacerlo. Solo te digo que no lo vuelvas el motivo de tu viaje, si algún día te decides. Guardas silencio, sientes el calor del cigarro coquetear con tus dedos, la llama ya lo ha devorado hasta casi alcanzar el filtro. Lo apagas en el cenicero. —¿Está bien? —añade tu mamá. —Está bien —respiras hondo, te sientes un poco mejor, lo suficiente para intentar un retorno a la cama. —Ya, voy a dejarte. Disculpa por la jodedera tan tarde. —No te preocupes, mi amor. Despegas el celular de tu oído y finalizas la
llamada. Lo dejas sobre la meseta de la cocina. Bebes otro poco de café, fumas otro cigarro y vuelves al cuarto, a la cama junto a tu novio. Transcurren casi dos horas hasta que logres dormir. El resto de la noche no tienes más sueños. Al amanecer, despiertas antes que tu novio y le preparas el desayuno. Le das la bienvenida a su día con un beso y mientras conversan sobre el último viaje que realizó durante su faena de camionero, piensas en lo poco que él podría ayudarte si le contaras. Mejor mantenerlo al margen. Le besas antes de irte a trabajar. Montas en el carro y sin reparar en lo ilógico del movimiento, te giras hacia los asientos traseros. No hay nadie ahí. Arrancas el carro. Ya hace tiempo dejó de parecerte extraño manejar un carro de tu propiedad, pero sigues tan nostálgica como cuando despertaste del sueño a las tres de la mañana. Piensas en Cuba durante los minutos que cedes al motor para que se caliente. Acaricias el volante y respiras el aroma a nuevo, entremezclado con la sensación que te sobrecogió tres años atrás, al tomar asiento en tu primer carro y saber cumplida una de tus metas. Ya esa sensación se asentó en el fondo de lo trivial, igual a una cola en la bodega del barrio o que te abra las puertas una guagua que parece incapaz de albergar otra alma. Sales del vecindario y tomas la ruta de todos los días en dirección a tu trabajo. Pones la radio y escuchas una canción de Ed Sheeran, otra de Marc Anthony antes de apagar la radio. No estás de humor para música. A fin de cuentas, ninguna melodía logra silenciar los recuerdos que recorren tu cabeza. Quizás el trabajo ayude un poco. Llegas en veinte minutos. Eres vendedora en una firma de automóviles, regentada por dos colombianos. Un hombre y su esposa, ambos muy buenas personas, no puedes negarlo. Este auto del que acabas de bajarte, un carro del año, te lo vendieron ellos, a mitad de precio y con gentiles plazos de pago, por ser una de sus mejores vendedores. Además de eso, pagan veinte dólares la hora y una vez al año regalan a sus trabajadores un bono que oscila entre los mil y los dos mil dólares, algunos inclusive obtuvieron uno de tres mil. El lugar es tranquilo, silencioso la mayor parte
del tiempo. Las paredes frontales son de cristal y permiten vislumbrar el interior del negocio, los autos nuevos exhibidos en sus enormes plataformas giratorias. El interior ha sido pintado de gris, pero decorado con macetas de plantas que contrastan y le dan un toque de frescor. Junto a cada carro hay un escritorio pequeño, con una computadora y una silla. De tal modo, mientras el cliente discute la venta, está constantemente expuesto a la seducción que desprende la imagen del auto detrás de quien intenta vendérselo. El simple espectáculo de aquella maquinaria, girando al compás de la plataforma, mostrando el brillo de su carrocería, la promesa de un motor virgen, motivo de alarde, la simbología no solo del progreso, sino del éxito de su dueño. A ella poco le importa poseer el carro del año o uno de tercera categoría. Más bien agradece disponer de un transporte. Aquí un carro es necesario y nada te impide tenerlo, pues todo, o casi todo, se paga a plazos. Mes tras mes, te descuentan de tu crédito un porcentaje, ya sea para invertirlo en el pago del auto, la renta o cualquier otra deuda pendiente de liquidar. Porciones pequeñas, divididas en plazos que permiten saborear el producto a medida que lo pagas. Y ni siquiera debes extender un fajo de billetes. Es una simple operación que acontece en tu tarjeta de crédito, solamente visible cuando consultas el saldo o exiges un comprobante de las operaciones; allí ves las cuentas pagadas, los importes descontados y adonde fue tu dinero. Aquí el dinero táctil, palpable, es cosa extraña, casi del pasado. Todas las tiendas tienen máquinas para las tarjetas. Al acercarte a la cajera, sacas tu tarjeta, la pasan por la máquina y rebajan de tu crédito los gastos de las compras. Es todo tan rápido, tan tecnológico que, al principio, el corazón se te aceleraba al oír los cuentos. Fue complicado ajustarte a este nuevo sistema al tiempo que sus aguas te engullían. Sacas de tu bolso el celular y lo dejas encima del escritorio. Echas un vistazo a las otras mesas, solo la de la extrema derecha está ocupada por Grace, otra vendedora. Ésta sí es enero 2021
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americana de pura cepa, aunque domina sus palabras en español. No obstante, la saludas con el usual Hello de cada mañana. Grace sacude la mano, acompañando el gesto de un dulce Good morning. Es una mujer algo obesa, pero que no descuida su vestimenta ni su elegancia. Además, después de ti, se le considera una de las mejores trabajadoras de la firma. De repente suena el sonajero encima de la puerta principal, anunciando el ingreso de un nuevo cliente. Un hombre joven, en jeans y camisa de mangas largas blanca. Llega hasta la gigantesca sala donde se exhiben los carros y estudia la fila de mesas. Finalmente, se decide por la tuya. —¡Hi! —su acento despierta en ti la certeza de que no es americano. —Can I seat? —Of course, please —contestas y le indicas que se ubique en una de las dos sillas del otro lado de tu escritorio, reservadas para los clientes. Lo observas varios segundos antes de iniciar tu discurso de propaganda. Te gusta su sombra de barba y el pelo corto pero revuelto que, aun así, despierta cierta ilusión de orden. Notas en sus ojos la misma mirada de desconcierto que llenó los tuyos cuando llevabas solo unas semanas en los Estados Unidos. Pronto, te descubres reemplazando tu usual pregunta de apertura de diálogo con una que tu instinto te apremia a lanzar: —¿Can I ask you something? —Yes —él frunce el ceño. —¿Where are you from? El joven titubea un momento antes de decidirse: —I am from Cuba —un leve temblor resta fuerza a su respuesta. —No jodas —esbozas una sonrisa mientras te desprendes del inglés. —Yo también, chico. El rostro del muchacho se despeja de arrugas y temores. —Coño, no me digas, mima —suspira, aliviado. —Oye, menos mal, porque todavía me está costando trabajo cogerle la vuelta al inglés de mierda este. —¿Cuánto tiempo llevas aquí? —No llego ni al mes.
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—Ah, lo hablas bastante bien, mijo. Si me vieras a mí al principio. —¿Cuánto llevas tú? —Voy para tres años. —Oye pa' allá —el joven se acomoda en el asiento. —Hablas el inglés perfecto y ya ni pareces cubana. —Ay, viejo, aquí entre ir de acá para allá en carro y pasarte día y noche trabajando, ni Sol se coge. Hasta lo extrañas. —Yo todavía no he llegado ahí. Ambos comparten una carcajada. Te sientes bien, relajada ante la presencia de un compatriota. En Texas no hay muchos cubanos y los americanos en sí no hablan igual, ni se saludan o comparten una charla casual como lo harían ustedes. De hecho, muchos a veces te preguntan por qué los cubanos hablan tan alto o se expresan de la forma en la que lo hacen. Extrañabas esto, la jarana, el uso de cubanismos y la soltura de tu lengua, que ahora puede prescindir de ropas de gala para evitar lucir desencajada en este nuevo mundo que has elegido. —¿Vienes a comprarte un carro? —Sí, aunque no una bestia de esas —el joven señala el auto detrás de ti, un Ferrari del año pasado, convertible. —A mí dame algo más o menos de la mitad de mi edad. —No te asustes, aquí los precios son muy asequibles. —Sí, ya sé, me lo recomendaron en el restaurante que estoy trabajando. —¿De qué? —Ayudante de cocina. Tu primer trabajo aquí, luego de separarte del americano que se casó contigo en Cuba y te trajo a Texas con él. Muerta la buena vida y sus comodidades, te mudaste a un apartamento con una chilena que te resolvió el puesto de ayudante de cocina en el restaurante en el que ella trabajaba de dependiente. Fueron tiempos duros, bien duros, pero que te enseñaron que aquí se podía vivir del trabajo. O mejor, de los trabajos, porque las cuentas a veces exigen más salario del que ofrece un solo trabajo. —¿Y cómo te va? —preguntas, en lugar de detenerte a revivir tus experiencias al joven.
—Ahí, guapeando. También empecé en un taller de mecánica por el día. —¿Tienes compañero de cuarto? Porque pagar la renta uno solo es del carajo. —No, tranquila, vivo con mi hermano y el apartamento que rentamos no es muy caro. —Menos mal —por un momento, vuelves a sumergirte en tus pensamientos. Vas profundo, en dirección a esos días de cambio de ambiente. No cuando viniste aquí, más bien cuando te separaste del extranjero. Ese fue el verdadero punto de inflexión, lo que te permitió percibir las artimañas y tretas para salir adelante en este mundo tan complejo, mucho más de lo que aparentan las fotos subidas a tu perfil de Facebook; en todas sonríes, alardeas, colocas mensajes imbuidos de ánimo. Quien te ve, asegura que vives bajo una aureola de abundancia. Pocos saben lo que viene luego de que subas esa foto, en el momento de volver al trabajo. Pocos saben cuánto esfuerzo conlleva, en ciertas ocasiones, empujar hacia tu rostro una sonrisa para negarle a Facebook retratar la melancolía, el insomnio, los cálculos que tu cabeza hacía, la sospecha siempre presente de que te quedarías corta en el pago de la renta. “Pero a todo el cuerpo se adapta”; piensas. En un par de meses, le cogiste al ritmo a tus tres trabajos y aprendiste a sacarle provecho a tu único día de descanso, un domingo que no parecía tan solitario como los que ofertaba el barrio, allá en Cuba; pues aquí en Texas, todos los días parecen domingo: taciturnos, vacíos, los ruidos confinados al interior de las casas, cual si permitirles desparramarse a las calles violase las leyes. Te mordió la nostalgia, cierto. Extrañabas los recibos de la luz y del agua cubanos, fáciles de remediar, extrañabas no tener que planificar las salidas en la noche, era simplemente vestirte e ir en busca de un sitio apropiado. Acá no depende de ti, debes esperar a que las circunstancias brinden su consentimiento. A veces no hay tiempo, otras hay tiempo, pero el cansancio disuade cualquier noción excepto la de ir a la cama. Añoras el espacio para pensar en otra cosa que no involucre sobrevivir al mes. Extrañas que un hombre se meta contigo en un tono desenfadado, el calor cubano, los besos tibios de las aguas de una playa del este. Pronto, te viste
inmersa en un juego de contrastes, en el que intentabas comparar ambas etapas de tu vida y separar los pros de los contras; aquí la comida sobraba, surtían los latones de basura con ella, y cuesta tan poco que te despreocupas. Sin embargo, hay que trabajar, y mucho, pues los cobradores de impuestos son despiadados; al primer fallo, vas desalojada y te vuelves un homeless. En Cuba tu belleza te sustentaba. De este lado también es posible, pero eso iría en contra de tu propio juramento de nunca más depender de tu cuerpo para solventar los problemas financieros. Llegabas a un país de oportunidades, donde el trabajo ofrecía mejores perspectivas. El sudor aquí sí generaba dólares. Había llegado el momento de ganarte la vida sin maltratar a tu conciencia. La única añoranza que no se curaba (ni siquiera repitiéndote que al estar aquí, las mantenías mejor de lo que alguna vez pudiste allá) era la que te acompañaba cada noche a la cama, reducida a una pregunta: ¿Cómo estaban tu abuela y tu tía? Hace un año, cuando ambas murieron, seis meses de diferencia entre cada funeral, una parte de ti supuso un declive de la añoranza. Pero nunca ocurrió. —Cuéntame algo de Cuba —dices de repente, más deseosa de escapar de tus reflexiones que de satisfacer la curiosidad respecto a tu patria. —No me digas que no sabes nada del lado de allá —el joven frunce el ceño. —Ustedes aquí con todo el reguero de internet y las noticias probablemente sepan más que nosotros mismos. —Sí, pero aquí también se habla mucha mierda, mitad verdad, mitad mentira. Mejor oírlo de uno que entró fresquito. Él sonríe y se dispone a contestar. Tú, ahora en serio interesada, apoyas los codos encima de la mesa y te inclinas al frente, para que tus oídos atrapen al detalle cada una de sus palabras: —Bueno, ahora la internet está un poco más rápida, es por datos móviles. Ya ahorita se acaban las zonas wifis en los parques y el negocio de los que conectan. enero 2021
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Mariela asiente, prefiere guardar silencio, en pos de no interrumpir. El joven frunce el ceño mientras rebusca en su mente otras anécdotas que arrojar sobre la tierra que ambos compartieron en cierto momento. —Ahora está de moda el chiste del avestruz y la jutía. Seguro viste algo de eso. Nada más hace falta meterse en Facebook y por lo menos un post sobre el tema te encuentras. —Sí, los he visto —incapaz de reprimirte, agregas: —¿Y es verdad? —Nadie sabe a ciencia cierta, lo que sí no te niego es que el cubano siempre va a ser un bestia en reírse de sus propias desgracias. —Así mismo. El joven frunce el labio y finalmente se encoge de hombros: —Lo demás está más o menos igual a como lo dejaste. Los precios siguen subiendo, los salarios se mantienen igual, el transporte con sus altas y bajas. Traen más carros y guaguas, pero el P14 sigue tan cargado de gente como siempre. Al petróleo le tienen montada tremenda guardia, pero de todas formas se sigue perdiendo. Promesas, esperanzas y mientras algo se concreta, la gente sigue pinchando. —Tremendo resumen —le celebras. Él sonríe y dice que ha hecho lo mejor posible. En serio te gustó lo bien que sintetizó la cosa. No lo cambiarías por las cosas que te encuentras en las redes sociales. Últimamente casi ni entras a ese universo, pues cuando lo haces, te encuentras al menos cuatro posts diarios de alguien que subió una foto o un vídeo con el que pretenden demostrar lo mala que está la cosa en Cuba. Que si la represión de los policías, que si el mal estado de los supermercados, que si la falta de carne convierte a la gente en atletas que compiten a ver quién alcanza primero los puestos de carne. Que hay carteles de “Se busca” con la imagen de un pomo de aceite en el centro. Que si los apagones aumentan. Que si se vuelve a un Período Especial. Y en todos los posts la gente se mete a opinar, que si un cambio es necesario, que si son unos abusadores, que hasta cuándo el maltrato con el pueblo. “Lo cómico”; piensas cada vez que tus ojos se detienen a leer los comentarios; “es que quienes 38
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los emiten son todos cubanos, pero todos viven en Estados Unidos, o fuera de ese país para el que piden justicia, en el que alguna vez vivieron y nunca se atrevieron siquiera a lanzar una opinión o actuar. Ahora, después de brincar a otras tierras, demandan, pregonan una valentía que solo alcanza validez si la exhibieran en presencia del peligro, como hicieron Martí y otras tantas figuras. Un bombero, desde la seguridad de su cama, no dice que atravesaría un muro de fuego con tal de salvar una vida. Lo atraviesa y punto”. Además, en este lado, en el brillante, progresista primer mundo, también se presencian horrores, aquí también hay gente sin hogar, aquí también existe el hambre, aquí reina el racismo, aquí los policías a veces reprimen, a veces disparan sus armas sin razón. Aquí se desprecia al latino y al negro. Sin embargo, qué fácil es presenciar un juego de ajedrez desde el exterior, sin hallarse involucrado de a lleno en la lucha. Estás de acuerdo con mucho de lo que se dice, aun así, te molestan las demandas, más cuando vienen desde una burbuja cuyas paredes impiden que le ocurra algo a quien las tira al caldero. ¿Sabrán aquellos que exigen un cambio mediante las armas lo que puede costar eso? ¿Será mejor el cambio? ¿Hay necesidad de usar la fuerza? ¿De incrementar las muertes que aguijonean la paz de las familias? Todos dicen: hagan algo. ¿Pero qué? Critican, se burlan, exigen, pero cuando van de visita, se acogen al silencio neutral del turista que llegó a darse un gusto. Fingen ser yumas, algunos hasta predican haber olvidado completamente el español o degradan el acento tan propio de su tierra; llevan en sus cuellos cadenas de oro, la mayoría testimonio de una opulencia alquilada, ajenos a la situación del país, quieren visitar los mejores lugares, montar en el carrito que su salario aquí les negaba, pavonearse por esos sitios turísticos que recrean un mundo de maravillas reservado a quienes, en el fondo, no quieren revolverse en la mierda. Mejor tirar fotos, subirlas y luego hablar, perseguir los likes y que la gente comparta tu post. Más fácil. Todos son abogados defensores, sin cojones de meterse a la corte y enfrentar al gran jurado.
A todos los derrotarías con una pregunta que nunca desperdicias tu tiempo en plantear. ¿Cómo lo cambiarían? ¿Y de estar ahí arriba, qué harían para mejorar? ¿Enfrentados al trabajo de mantener y elevar a un país de las cenizas; cómo lo harían? Sabes que el silencio será la respuesta, o en cambio un tácito “no sé” que resuelve más o menos lo mismo que el post elevado a la nube. Provocar reacciones, alzar comentarios, hasta ahí. Odias la política y aunque en un principio discutir el tema ayudaba a arrebatarte de las horas de aburrimiento, ya las toneladas de hipocresía y cobardes al por mayor, la gente grosera que con tal de hacerse los patriotas sufridos (siempre desde afuera del tablero) delatan su ignorancia al exhibir tanta banalidad al criticar. “Que levante la mano el país que no tenga problemas”; te dijo un amigo en cierta ocasión. Todos rieron ante la frase, pero tú no. —¿No lo extrañas? —preguntas de repente al joven, deseosa de ahuyentar de tu cabeza esta avalancha de pensamientos empeñados en apresarte. —¿Cuba? Asientes y al oír su respuesta experimentas una decepción que te asombra, pues en el fondo, sospechas que diría exactamente eso: —No. Típico. Es muy pronto. Sigue hipnotizado por las maravillas que lo golpean a quemarropa como para sentir el pico del gorrión asestarle en su nuca. “Siéntate y espera muchacho”; susurras desde tu aparente silencio y la sonrisa de complacencia que le muestras; “cuando el cascarón explote te vas a acordar de mí.” —¿Y eso que tú no has ido por Cuba? —su pregunta te congela. La sientes taladrar tus sienes y hundirse en el ansia que te viene carcomiendo desde las tres de la mañana de hoy, cuando regresaste de aquel sueño. Aun así, logras recuperar el control y a punto de responderle, el joven te roba toda oportunidad al ripostar con otra interrogante, que entra a tu mente por el mismo agujero que dejó su predecesora: —¿No tienes familia en Cuba? —Tenía —logra decir tu voz un poco quebrada. Te aclaras la garganta antes de seguir.
—Una tía y una abuela, pero fallecieron. Ahora allá solo me quedan amigos. —¿Y novio? —No —dejaste varias páginas de alegrías y alguna que otra en la que la tinta aún no se ha borrado por completo, pero todo el amor que podías entregarle a un hombre te aseguraste de montarlo en el avión contigo, a salvo de las aduanas y de las distancias. —¿Y tú? —rebates, necesitada de un reposo al interrogatorio. Sin saberlo, el joven esgrime su curiosidad y mientras más la satisface, más hendiduras crea en tu coraza. —Dejé a mi novia —contesta; su mirada se pierde un instante y luego te encara. —Pero tengo planes de traerla. Pobre iluso; piensas al reír sin enseñar los dientes. La mueca que esbozas es de lástima y ni tratas de esconderlo. Sabes que eso rara vez funciona. Conoces el coste de las distancias, los nuevos horizontes y la realidad de que, si vas a hacer tu vida aquí, las mismas circunstancias prácticamente te obligan a suavizar los lazos. Solo los de la familia logran mantenerse tensos y aun así, a veces hasta esos revientan. Crees en las historias de amor y eres adicta a esos romances a prueba de todo. Sin embargo, demasiados perecen en el camino. ¿Cuántos no conoces, parejas de años que, prometen, juran y perjuran no dejar a las millas desbaratar ese monumento que tanto costó erigir? Después los años pasan, ya no se puede llamar todos los días, empiezan a apilarse los correos en el buzón de entrada, te conectas a Messenger y casi nunca están del otro lado, dispuestos a responder. Y en lo que eso ocurre, la vida lanza una oportunidad atrás de la otra, no puedes esconderte de las experiencias, del acontecer diario, de las aventuras que quieras o no, debes enfrentar, pues respiras, estás vivo y a merced del destino, o las casualidades, como elijas llamarlo. Tarde o temprano, surge la idea de sepultar lo que dejaste atrás, sin nunca permitir al olvido tragárselo todo. Tú allá harás tu vida, yo aquí haré la mía. Dolerá, pero lo considerarás un acto de madurez, algo realista y de obligatorio tránsito. enero 2021
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No siempre es así, existen historias con finales felices y aunque las respetas, tampoco llenas tu corazón de júbilo al oír que alguien espera que su relación a larga distancia funcionará, especialmente si la distancia será definitiva. El joven quiere sacar a su novia. Quizás lo logre. Pero al parecer, todavía no entiende las implicaciones. Solo pensar en las trabas, en el dinero a gastar. ¿Qué va a hacer en lo que ese momento llega? ¿Encerrarse en su cuarto y esperar el día deseado? ¿No vivirá? Aquí eso es imposible, aquí hay que trabajar, ganarse los pesos. Y cuantas sorpresas le podrá deparar el tiempo, la estancia aquí, cuántas cosas que nunca imaginó pensar le llegarán a la mente. Sin embargo, eres consciente que lo más bello de este mundo es alimentar la fe en que todo resulte. Y no serás tú quien le dé agua a este dominó: —Ojalá puedas, mijo —te limitas a decir. —Ojalá… Oye, al final no me respondiste la pregunta. ¿Has ido a Cuba? —No. —¿Por qué? —en tono burlón, el joven añade. —¿Tienes miedo a que no ande igual a como la dejaste? Picó cerca el muchacho, pero solo rozó la superficie. Tienes miedo, mucho. Solo que no al cambio de aspecto, de la situación, sino al cambio en ti y en tu perspectiva. ¿Sentirás lo mismo que cuando la dejaste? ¿Esa temprana añoranza que te asaltó sin haberte subido al avión, motivada solo por la certeza de que pasarían años antes de volver a pisar tu tierra? Sabías que ibas a extrañarla y lo hiciste. Pero ahora, tres años después, le tienes miedo porque sospechas que si vuelves a pisar ese suelo que fue tuyo, por más tiempo del que este lo es ahora, no lograrás reavivar ese amor que en más de una ocasión puso en tela de juicio tu decisión de marcharte. Si vas ¿sabrás recuperar el amor que apenas sientes, que cada día merma más, luego de que murieron tu tía y tu abuela? Las ataduras espirituales se han ido, sin embargo, intuyes que las terrenales te lanzarán directo al recuerdo de esas dos mujeres que tanto amaste, por las que sufres cada día, las que están contigo en el carro y 40
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se sorprenden de cuánto has crecido, de lo bella que estás, de la madurez que avejenta tu mirada. Ellas murieron solas, sin ti, que ni enterrarlas pudiste; lo hicieron unos amigos, buenos amigos, que te consolaron mediante correos y llamadas telefónicas, incapaces de comprender cuánto duele saber de la muerte de un ser querido y sentirte impotente de siquiera cumplir con los ritos finales, solo por el hecho de que un océano anda metido en el medio. Con tu tía casi logras llegar. Fuiste a sacar el pasaje, hiciste todo lo posible, pero el cuerpo se descomponía, ayudado en el proceso por el cáncer, que aún después de robarle la vida, seguía devorando su cuerpo. Era cruel y egoísta someterla a tu capricho. Miras al joven, él espera una respuesta, y se la das: —Hay tan poco ahí para mí que no sé si valga la pena el viaje. —Te entiendo. Has mentido de nuevo. Has mentido porque desde la primera vez que tuviste ese sueño, la primera vez que apareciste en ese carro, al menos una vez al día consideras la posibilidad de sacar un pasaje y pasarte, aunque sea, una semana en Cuba. Y ahora más que nunca, ahora que este joven se sienta delante de ti y te arroja esa brisca fresca con sabor cubano en pleno rostro; el recordatorio de que por mucho que intentes alejarla de tu cabeza, Cuba sigue allí, y en cierto punto, tendrás que enfrentar al costo de ese regreso que todo tu cuerpo parece empeñado en imponerte. Ya, basta ya; te reprochas mientras en el exterior, sonríes y finges acomodar el pisapapeles que descansa encima de escritorio; se acabaron las reflexiones, se acabaron las dudas. —Bueno —parpadeas varias veces, luego miras al joven. —Por fin, ¿me compras un carro o no? Él dice que sí y da inicio el discurso que has hilvanado de antemano para toda la clientela. Las primeras semanas eran frases muy formales, concretas, similares a las que vomita una máquina de propaganda a través de un altavoz en el centro comercial. El tiempo te ayudó a pulirlo, convertirlo en algo más maleable, apelativo al lado orgulloso del cliente. Presentas las ofertas, discuten los
precios, plazos de pago y con cada detalle inherente a la venta que sale de tus labios, notas que se disipan poco a poco las sensaciones acumuladas en tu vientre a raíz de la charla con el muchacho. La nostalgia comienza a desvanecerse, los viajes al pasado llegan a su fin y solo queda el presente. Ya la única ansia que permanece vigente es la de hacer todo lo posible para venderle un carro a este cliente. El muchacho se marcha, satisfecho con su compra. Promete enviarte a todos sus amigos, si se deciden a hacerse de un nuevo vehículo. El resto del día transcurre sin mayores altercados. Sales a las doce para almorzar. Vuelves a la una y atiendes a otros tres clientes. Uno, indeciso, se marchó y los otros dos compraron. Por cada vehículo que vendes, los dueños te ceden una compensación de treinta dólares, así que hoy, a las seis de la tarde, mientras manejas de regreso a tu casa, te sabes propietaria de noventa dólares, aparte de los veinte por hora que te tocan. Paras en una gasolinera a buscar cigarros. Compras dos cajas, que debes estirar para que duren toda la semana. Aquí los cigarros son muy caros y nunca matan las ganas de fumar. Aquí todo está muy bueno, pero nunca se lleva tus apetitos. No completamente. Sientes que con cada sueño que conquistas, cada anhelo del que te haces propietaria, recortas la distancia hacia un futuro vacío. Subes al carro y antes de arrancar, notas una notificación en tu celular. Una llamada perdida por Imo. Una prima de Cuba. Cuba, carajo, hoy está empeñada en salirte hasta en la sopa. Desde la madrugada, estuvo en tus sueños, luego en el trabajo y ahora en el viaje de regreso a la casa. Enganchas los audífonos a tus oídos, le marcas a tu prima por Imo, aunque limitas la llamada al audio, pues vas a manejar mientras hablas. Sales de la gasolinera y recién te incorporas a la carretera cuando tu prima coge la llamada. —Primita —dice. —Dime. —¿Me oyes? —algo entrecortada, la verdad, pero eso es común. La prima solo tendrá que moverse un poco por el parque que anda, en busca del sitio donde la conexión alcance la mayor fuerza. —Sí, sí, dime.
Te pregunta porque no activas la video llamada, le dices que andas manejando, aunque en realidad podrías parar y atenderla mejor, pero hoy necesitas despejar tu cabeza de todo lo relacionado a Cuba. Has tenido suficiente. Tu prima pregunta cómo estás, le dices que okay, trabajando muchísimo. Preguntas por ella, por sus hijos. Dice que están ahí, batallando. Ellos siempre peor que tú. Ellos con celulares de poca monta, magros platos de comida encima de la mesa. Creen que has olvidado todo eso ya. ¿Acaso no estuviste así mismo? ¿Acaso subirse a un avión borra recuerdos? Para nada, te dices. Quienes olvidan solo son actos en pleno proceso creativo. Si ellos supieran todo lo que añoras sentarte ante una mesa y contemplar un plato de arroz blanco, frijoles negros y una tortilla con la ensalada que se pudo conseguir, si es que se pudo conseguir, pero rodeada de rostros familiares, con la promesa de una charla afable en la calle, afuera de la casa, con un vecino o un amigo, una salida de noche a la Habana. Si ellos supieran cuanto se extraña eso acá, en este mundo frío donde hasta a las alegrías les sigue faltando algo. Tratas de no mostrar mucho tu indisposición a hablar, pero es imposible, dejas escapar algún que otro indicio en tu tono. Al notarlo, las respuestas de tu prima comienzan a espaciarse, sus palabras a demorar. Entonces, decide ir al grano. A uno de sus hijos se le rompió el celular, al otro los tenis. Necesita una ayudita. Deja ver qué puedo hacer, dices, tranquila que eso se resuelve. No te apures con lo del celular, contesta tu prima. Ya un toque de alivio suaviza su voz. Lo urgente son los tenis que sin esos el menor de los niños no puede asistir a la escuela. Tiene unos ahí con los que puede ir tirando y a los rotos se les hace un remiendo cuya única garantía es que no durará. A cinco minutos de llegar a tu casa, terminas la llamada. Se despidieron, ella te dio un millón de gracias, tú la dejaste escuchar tu sonrisa, más fingida que genuina, dijiste no te preocupes, primita, un beso, chao. Y colgaste. Entras a tu casa, la encuentras vacía. Son las seis y media de la tarde. Tu novio llegará a enero 2021
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las siete. Preparas unos macarrones con queso. Sabes que le encantan y además, califica entre los pocos platos que logras preparar sin arruinarlo. La cocina nunca ha sido tu fuerte. Eso lo dejabas a tu tía. Ella sí era la cocinera. Te acuestas en el sofá, frente al televisor. Transmiten una serie que no reconoces y tampoco te interesa reconocer. El sueño entrecortado de anoche y el día de hoy invitan una jaqueca que golpetea tus sientes. Vas al cuarto, tomas un par de Valiums y regresas al sofá. Te acuestas boca arriba. A los diez minutos experimentas un ligero alivio y te ladeas hacia el televisor. Respiras hondo y cierras los ojos un rato, a ver si concederles un breve descanso ayuda a los Valiums a completar su tarea. Solo sabes que te has quedado dormida cuando despiertas en tu carro. Una mano en el volante, la otra en la llave. Ya dispuesta a arrancar, oyes la voz a tus espaldas: —Mija, espera a tu mamá. A punto de voltearte hacia los asientos traseros, despiertas al sofá, al televisor, al dolor de cabeza que los Valiums todavía no han podido triturar. Te sientas y cabizbaja, intentas controlar tu respiración, pero no puedes. Ahora mismo no puedes. Estás sola, nadie va a saberlo, nadie necesita saberlo. Subes el volumen del televisor antes de lanzar un grito, un grito sin palabras que le den sentido, tan solo un sonido deforme, incomprensible a cualquier oído, solo a los tuyos. Las lágrimas se te salen, la falta de aire demanda un reposo, pero no haces caso. Tú vuelves a gritar…
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Díganle a mi madre que me fui de vacaciones León Solanski
Eso fue lo único que les pedí, y ellos me miraron con sus caras de zombis y me dijeron, sí Laura (o Laurita), nosotros se lo diremos a tu madre, que te marchaste de vacaciones, que te fuiste muy lejos. Y entonces yo los volví a mirar, y los miraba con dudas, pero más que dudas los miraba con ansías, con ansías de que desaparecieran de mi vista, que al fin pudiera quedarme sola, pero ellos no se iban, todo lo contrario, seguían firmes como soldaditos de juguete o como gárgolas, vestidos con sus absurdos uniformes blancos. Fui hasta uno de ellos y le dije que quería estar sola, y él me dijo, no Laura, no te podemos dejar sola… ¡¿Pero por qué?!, les recriminé en sus jetas y de nuevo estuve a punto de jalarme el cabello y de comerme las uñas como una esquizofrénica. Después, el otro me hizo entrar en razón: porque te estás volviendo loca, Laurita, te estás volviendo loca y nosotros te vamos a ayudar. Cuando llegamos a una habitación que más bien me hizo acordarme de la secundaría en vez de un manicomio, los hombrecillos blancos me extendieron una hojita blanca y un lápiz y dijeron que yo tenía que escribir en la hojita blanca lo que sentía, pero yo no quería escribir nada porque no sentía nada. En esos momentos, cuando la cordura (o la locura) es tal que uno es capaz de saberse enfermo, no siente ni tristeza ni alegría, sino más bien, una profunda indiferencia contra el mundo y contra sí mismo. Les dije, yo no siento nada y no voy a escribir nada tampoco. Y ellos, que estaban uno a cada costado mío, me dijeron, no te preocupes Laurita, no te preocupes por nada, así empiezan todos. Al final me puse a escribir un poema para mi madre y para mi perro, y nos pudimos marchar de allí. Me llevaron a un cuarto casi vacío, con un par de ventanas sucias, una camilla destendida (y cuyas sábanas apestaban a orines, posiblemente los orines de un antiguo residente que no logró curarse y 44
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terminó por suicidarse con las mismas sábanas al colgarse por la ventana, no sé), con las paredes totalmente blancas y tristes, en fin, el cuarto perfecto para terminar cediendo ante la locura total en vez de curarla, y luego me recosté en la camilla, y ellos me dijeron con unas estúpidas sonrisas en la cara, Laura, Laurita, al rato te traerán tus pastillas, descansa, mañana te visitara la psicóloga, descansa Laurita. Y entonces, cuando ya estaba totalmente sola, pensé muchas cosas: pensé primero en mi exnovio, un pendejo al que le gustaba tener algo metido (mi dedo u otra cosa) en el trasero a la hora de coger, porque según él, el punto G masculino se encuentra ahí… Y entonces lo imaginé a mi exnovio cogiendo con una desconocida, una mujer que quizás era todas las mujeres que yo conocía, con un consolador o algo por el estilo enterrado en su culo. Y luego no imaginé nada. Luego imaginé a mi perro, Croqueta, durmiendo sobre mi cama, solo y triste, esperando mi regreso, un regreso que se hace por demás lento y melancólico, y a mi pobre Croqueta sufriendo por mi ausencia. Luego, de nuevo no imaginé nada (en ese momento abrieron la puerta: era otro tipo de blanco, muy parecido a los dos anteriores pero que no era ninguno de los dos anteriores, y el cual no se marchó hasta que las pastillitas de colores que me había recetado desaparecieron en el fondo de mi garganta). Luego imaginé que, así como yo me sentía, debía de sentirse estar dentro de un ataúd. Luego imaginé a mi madre, imaginé a mi madre al cabo de un rato, cuando comenzaba a atardecer y el ataúd blanquecino se iba volviendo lentamente más oscuro y las paredes del mismo se comprimían hasta aplastar mi cuerpo contra la camilla, pero bueno, la cosa es que imaginé a mi madre recibiendo la visita de aquel par de tipos vestidos de blanco, tocando a su puerta y diciéndole, señora, su hija se ha ido de vacaciones y nos ha encargado de favor que le demos el recado de su viaje, y
luego mi madre preguntaría histérica: ¿pero a dónde? ¿Cuándo volverá?, y los dos hombrecillos la mirarán y se mirarán entre ellos y se encogerán de hombros, para luego marcharse en la misma camioneta tipo van (blanca también) donde antes me trasladaron hasta aquí. Finalmente, pensé en todos sin excepción: en mi perro que se moriría posiblemente de hambre y de tristeza al quedarse completamente solo en casa. Pensé en mi exnovio corriendo por todo México, desnudo y con un consolador colgándole entre las nalgas pidiendo a gritos mi regreso. Y pensé en mi madre cocinando galletitas en el viejo horno de la abuela, galletitas listas para cuando el viaje se termine y tenga que volver de este. Luego ya no pensé nada, y por fin pude sentirme tranquila.
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Aspirantes a NT Habituados a defendernos de un mundo diseñado por y para los NTs, nosotros no solemos tomar muy bien cuando las amenazas nacen de dentro. Pilar Imuñi llegó un verano. Radiante y con el cabello negro recogido en un descuidado moño, parecía diseñada para la puerta donde se le asignó custodiar. Fusil en mano, Pilar cobró nueva vida con su misión y su presencia llegó a ser tan indispensable que pronto fue condecorada con su nuevo nombre: Lluvia Como mi pasión también eran la lluvia y los climas fríos –por eso me llamaron Invierno– no tardamos en conectar, y así nos sumergirnos horas en estáticos intercambios de anécdotas y abstracciones sobre las bajas temperaturas. Nos hicimos conocidos en los almacenes por bajar al mínimo el aire acondicionado, al punto que nadie más podía soportar estar allí. Había compartido horas de conversación con otras chicas del grupo y hasta había entablado un par de reparadores romances. Sin embargo, con Lluvia todas mis convicciones y reacciones parecieron anularse. No estaba yo lo suficientemente recuperado como para canalizar de forma saludable un vínculo afectivo y físico de tal naturaleza. Con la sensación de estar matando un rápido cáncer en mis huesos, decidí entrar en criogenia apenas me vi bajo el poder de Lluvia, desnudado por sus ojos hermosos. No le mencioné que la abandonaría para no tener que ser testigo de ningún dolor causado por mis mecanismos de autodefensa fuera de control. Solo la abracé muy fuerte y oí sus palabras: "Cuidado, mi amor, que me aplastas". 2 Lluvia siempre me pareció demasiado callada y también colérica, aunque nunca descargaba su monstruo sobre las cabezas de otros compañeros. Algunos dicen que fue Invierno quien le hizo daño al entrar en criogenia y dejarla sola, pero había más que soledad en esa chica. Yo creo que 46
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Carlos Cavero llegó a nosotros demasiado dañada como para mantenerse útil por más de uno o dos años, y fue eso precisamente lo que duró. A pesar de las advertencias sobre cuidarnos de las amenazas que vienen desde dentro, jamás comprendí el verdadero significado de "amenaza" hasta que conocí a Verso. Él había llegado limpio a nosotros más en busca de identificación que huyendo de un mundo NT. En sus palabras textuales: "El mayor peligro no son los NTs sino quienes aspiran a serlo. Duele decirlo, pero hay entre nosotros ciertos compañeros que jamás aceptaron del todo quienes son, por lo que buscan la aceptación de los NTs a toda costa. Sucede que desean sentirse amados o admirados por alguien de ese mundo, por eso yo llamo al afecto NT el 'beso del Diablo'. No solo es la mayor victoria de los NTs sobre nosotros sino también la razón por la que yo considero la separación territorial absolutamente necesaria". Yo fui de los primeros en pedir calma cuando se descubrió lo de Lluvia y las armas. Sabía que nada ganaríamos dejando que nuestras emociones e ideas fijas tomaran el control en medio de una situación como la que nos tocó vivir cuando las alarmas se encendieron. Herido en sus más profundos principios, nuestro Padre Fundador se dirigió en persona hacia la puerta cargando un lanzagranadas en sus espaldas. 3 Lo primero que recordé al ver la foto de Lluvia fue cómo solía bajar con su novio la temperatura de los almacenes al mínimo. Como no había ningún lazo personal que nos uniese, me asignaron como superior de ambos. Recuerdo claramente que el Padre Fundador mismo conducía la vieja motocicleta con el lanzagranadas a la espalda, mientras yo empuñaba el fusil mirando hacia el oeste: eran las orillas del mar donde Lluvia se encontraría con un grupo de NTs para entregarles información sobre nosotros a
cambio de aceptación. ¿Cómo podría uno de los nuestros pagarnos así? "Una casa, comida, ropa, afecto, amistad, amor y una carrera: todo se lo dimos a esa chica", murmuró el Padre Fundador. Hacía cerca de veinte años que no salía en servicio activo, quizá con la idea de conservar energías para alguna contingencia que realmente mereciera su comando. "¡Allí está!", gritó mientras frenaba la moto y, con un pie en la pista, tomó el lanzagranadas. Yo bajé detras de él y el corazón se me aceleró: era la primera vez que nos alejábamos tanto del refugio. Me encontraba respirando el infame "aire NT" del que Verso nos había advertido tanto. Nuestro Padre Fundador, hecho una serpiente silenciosa bajo su larga cabellera blanca, me hizo señas para que me tendiese bocabajo sobre la arena. Un grupo de NTs conversaba en la misma orilla, con los pies en el agua y el maloliente alcohol en un vaso compartido. No había señales de Lluvia. Esperamos sobre nuestros pechos, con los ojos atentos a cualquier movimiento y los dedos en los gatillos. Una camioneta sin luces se fue acercando hacia el grupo y fue en ese momento que el Padre Fundador me dijo que estuviese listo para disparar apenas apareciera Lluvia. Él lanzaría una granada después de mi disparo, y luego las demás para no dejar recuerdo de aquella vergonzosa conspiración. Lo vi entonces boquiabierto ante una figura que mis ojos no alcanzaban a distinguir. ¿Sería cierto que el Padre Fundador tenía la vista tan aguda que podía distinguir un rostro a mil metros?, ¿y que reconocía a un NT por el olor y el tono de su voz? "Invierno", murmuró con pena e incredulidad mientras con la mano tapaba mi fusil. Había leído yo sobre Invierno y su brevísimo pero implacable romance con Lluvia, y sobre cómo la interrupción abrupta de éste la había empujado por una pendiente de frustración de la que nadie jamás pudo rescatarla. Y allí estaba, tantos años después con su fisonomía de veinteañero intacta. Jamás había visto antes un cuerpo tras décadas de criogenia, así que su apariencia lozana se me hizo una suerte de milagro. Solo la súbita aparición de Lluvia en medio de los cuerpos NT logró sacarme del trance.
Radiante a pesar de los años, que en ella sí habían transcurrido dejando arrugas y canas, la vi correr hacia aquel muchachito con el entusiasmo propio de una niña pequeña. La orden de disparar me llegó con la voz del Padre Fundador. Solo vi caer a Lluvia de rodillas en silencio. Mientras me ponía de pie, oí el lanzagranadas y entonces ambos corrimos hacia la pista sin decir palabra alguna. No hubo un solo grito antes de que las dos explosiones hicieran saltar el agua y la arena. Nadie habló jamás del tema, ni escribió Verso registro alguno sobre los sucesos de aquella noche de caza. Ciertos mecanismos de autodefensa se mantienen activos y dolorosos, y en nuestro mundo el respeto a las vulnerabilidades ajenas se encuentra muy bien establecido: no se habla de nada que pudiese perturbar la paz de un compañero. Lo que se sigue repitiendo hoy, incluso después de la muerte de Verso, es que las mayores amenazas para nuestro mundo siempre vendrán desde adentro.
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Punto muerto Aquel había sido un día difícil después de trabajar, necesitaba distraerse con bastante urgencia. Después de unos instantes de preparación para la tarde, presionó la tecla Enter y el juego se activó inmediatamente. Tecleó su nombre de usuario de forma pausada, acomodando adecuadamente las palabras hasta que aparecieran en la pantalla: Z A N E. Había iniciado una nueva partida en el videojuego que él mismo había creado. Avanzó entre el terreno dominado por las luces de neón y los microbits que él mismo había diseñado, los cuales se extendían por todo el camino que estaba ante su vista. Su jefe le había encargado la misión de revivir la nostalgia por los videojuegos de los años noventa. En su compañía necesitaban una propuesta innovadora dentro de aquello que se podía denominar como los grandes clásicos de los arcades que proliferaron unas décadas atrás en la industria. El asunto era más serio de lo que se podría imaginar. Su jefe llevaba meses diciéndoselo, ¡no podían permitirse perder dinero en otro fracaso como el que ocurrió a principios de año! Tenía que probar el juego cuidadosamente, y unas cuantas partidas no podían ser suficientes para verificar que se hallaba ante el juego del siglo. Continuó avanzando por el camino que había trazado con los píxeles hacía unos días, tratando de resolver el nuevo acertijo que se presentó aquella misma mañana. Poco a poco, una extraña masa informe comenzó a presentarse ante él. De entre los pixeles, comenzó a surgir una masa informe de color gris que a duras penas tenía forma. Pero, después de unos segundos, surgieron unos ojos amarillos que lucían amenazantes y una boca enorme que anunciaba unos dientes grandes y filosos. Al principio fue uno, pero pronto se empezaron a formar otros monstruos provenientes 48
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Karla Hernández Jiménez de la misma materia gris que había surgido en aquel camino de toscos pixeles. Zane jamás había visto antes a aquellas criaturas, su diseño no encajaba con los gráficos RPG del videojuego, dándoles una apariencia aún más distorsionada, más grotesca de la que ya poseían. ¿En verdad esos monstruos siempre habían estado ahí? Después de todo, el videojuego estaba diseñado para ser de tipo acertijo. No había espacio para los monstruos ahí. La sola presencia de esos seres desafiaba toda la lógica sobre la que se cimentaba el funcionamiento de ese videojuego. Zane abrió mucho los ojos mientras veía a los pixeles reorganizarse, creando una fuerza estática en el proceso conforme la masa de la que estaban hechos los monstruos avanzaba. Pensó seriamente en apagar el dispositivo principal, pero su confianza en sus propias habilidades se lo impidió. No podía dejar que el miedo se adueñara por completo de él, debía seguir cumpliendo con su papel del héroe el principal del juego. Es cierto que esas criaturas no pertenecían a aquel mundo, pero seguramente tendrían algún punto débil que pudiera servir para derrotarlas. Aun así, no se quedó para averiguar la existencia de dicha debilidad. Zane corrió lo más rápido que pudo a través de distintos huecos en las paredes de bits hasta encontrar un posible punto ciego en el cual pudiera esconderse hasta que el peligro pasara. Se acurrucó de la mejor forma que pudo para quedar oculto, rogando por no ser visto y que sus agresores pasaran de largo. En la distancia, se concentró en evitar el avance de las criaturas en su dirección, pero las herramientas que tenía apenas eran suficientes, casi no infligían daño en sus oponentes, los cuales lucían más desagradables conforme pasaba el tiempo.
La forma en que sus cuerpos reptaban era parecido a la descomposición de un cuerpo y el olor también era nauseabundo. Era como si cada partícula se empeñara en llegar lo antes posible hasta donde se hallaba su posible víctima. Aparentemente, los monstruos podían moverse de forma mucho más veloz de lo que habían demostrado en un principio. “Su objetivo es arrinconarme mientras juegan con mi mente”, pensó el jugador. Las valiosas herramientas de Zane, las cuales había adquirido con tanto esfuerzo a lo largo de varias partidas, se estaban infectando con la materia orgánica procedente de las criaturas. “¡No!, ¡carajo!, ¿por qué?, ¿por qué?”, pensó de forma caótica mientras se retorcía visiblemente en el lugar donde se había escondido. No pasó mucho tiempo para que la nauseabunda materia orgánica se pegara a los pies de Zane, impidiendo que pudiera volver a buscar un escondite. Además, querían paralizarlo para facilitar la captura. Los monstruos se acercaron mientras exhibían sus grandes colmillos en unas fauces deformes que se movían en toda clase de direcciones inimaginables. Con una sola mirada de sus amenazantes ojos amarillos, le dejaron claro a Zane que su fin estaba cerca, que en aquel mundo de débiles bits no había nada que pudiera protegerlo del destino que le aguardaba. Ellos sabían que eran mucho más poderosos y eficaces que todas las cosas que habitaban en aquel juego patético que había sido diseñado para satisfacer la nostalgia de los necios que se resistían al cambio, a la sangre y a las tripas que imperaban en los videojuegos modernos. Los ojos de Zane se movían furiosamente inyectados en su propia sangre mientras las fauces machacaban la carne y los huesos de su brazo. Luego de que aquellas criaturas mohosas terminaron de morder y destrozar la carne repetidas veces hasta dejar los huesos triturados al descubierto, Zane comenzó a gritar lo más fuerte que pudo para pedir una ayuda que no llegaba. Su sangre fluía de manera copiosa, haciendo que los gráficos vibraran en el parpadeo de un
efecto glitch que se prolongó durante varios intervalos, dejando la pantalla completamente congelada. Mientras los gráficos se acomodaban de manera incesante, su cuerpo era arrastrado a las profundidades de una oscura cloaca de bits. En ese momento, Ritz, quien llevaba varias horas horas jugando, comenzó a poner los ojos en blanco mientras su brazo no paraba de sangrar luego de que su personaje hubiera sucumbido ante los monstruos de aquel juego que se había pasado diseñando todo un mes sin descanso. Al cabo de unas horas se desangró por completo. La partida había terminado antes de tiempo. El popular gamer Ricardo Torres apagó el videojuego después de que su personaje favorito muriera por millonésima vez sin que este, a su vez, pudiera impedir la muerte de Zane, su alter ego.
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¿Fue un sueño?
Amiie Aguirre Fragmento inicial de la novela “Alondra”
Él estaba sentado en una de las bancas de aquel parque de la avenida central. Había caminado por más de dos horas y cuando por fin cobró conciencia de lo que pasaba, sus pies reclamaban unos minutos para recuperar fuerza. No se suponía que debería de estar ahí, pero la idea de llegar a casa y contestar tantas preguntas, era algo que simplemente descartó desde que salió de aquella pequeña oficina blanca. Todo parecía salido de una película dramática, aunque tristemente, era una realidad que golpeaba tan duro, y por primera vez en sus 28 años de vida quiso tener el poder de regresar el tiempo. Observó a los transeúntes y pensó en lo difícil que era la vida. Claro, quizá nadie o quizá pocos tendrían el mismo problema que él en ese momento, no quería sentirse víctima, pero remar contracorriente era pesado. Tan pesado, que comenzaba a perder la fuerza para dar un paso más. «Esto no puede estar pasando», pensó. Eran tan irónico cómo el destino se empeñaba en dejarlo como un muñeco de trapo. Cada mañana cuando se despertaba solo veía un despojo de ser humano y esos ojos... Dios, sus ojos ya no brillaban, su sonrisa ya no conquistaba y ¿dónde habían quedado esos músculos? Pasó meses enteros trabajando en ello y así como se fue su pelo, sus músculos se hicieron cada día más pequeños. Recordó la primera vez que entró en esa habitación, en realidad tardó demasiado en ir que cuando por fin tuvo el valor de concretar una cita, se repitió mil veces cobarde por tener miedo de escuchar algo desagradable. Tonto. Creyó que aquel sangrado de encías era solo un problema bucal. Creyó que aquel sangrado de nariz era falta de vitaminas en la sangre (según leyó en Google). Creyó que aquella fatiga, debilidad, palidez, fiebre, dolor muscular y esos extraños moretones, solo eran cosa pasajera.
Pero se equivocó. Después de pensarlo tanto, tomó la sección amarilla y buscó una opinión médica. Quién diría que ese día, cuando el reloj marcaba las 4:45 p.m. Cuando afuera, en las calles, la vida pasaba como si nada. Cuando sus padres miraban televisión en la sala de su casa. Cuando su mejor amigo compraba el anillo de compromiso para su novia. Cuando su hermano recibía la noticia de que sería padre. Y cuando su novia (la que decía amarlo tanto) se encontraba con alguien más en aquel motel de paso. Cristian se quedaba sin aliento cuando después de algunos minutos de silencio y la llamada telefónica a otro doctor, le decían que tenía Cáncer. Le ofrecieron un vaso con agua, pero no respondió a la oferta, solo se quedó escuchando tantos términos médicos que no entendía. Le hablaban de medicina alternativa y todo lo que se suponía que debía hacer. Pero él no atendía, el solo pensaba en lo estúpido que había sonado aquello. «¿Cáncer?», se preguntaba. Medicina. Terapias. Quimios. Familia. Centros de ayuda. Etc. ¿Qué demonios estaba pasando? No hizo ninguna pregunta, le extendieron una receta médica y agendaron una cita para el siguiente día y así comenzar con el tratamiento de una vez. Atónito, salió por la puerta, mientras se sentía observado con lástima por aquel hombre en bata blanca y cabellos grises. Cuando llegó a casa subió directo a su habitación. Sus padres no cuestionaron aquel acto, ya que Cristian acostumbraba a encerrarse por horas sin hablar con nadie, pero aquel día él rogaba que tocaran su puerta; no tenía la fuerza para bajar y contar algo que ni el mismo asimilaba. enero 2021
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La hora de la cena llegó y escuchó a su madre llamarlo desde la cocina. Bajó entre nubes y se sentó como de costumbre al lado izquierdo de su padre. Comió despacio aquel pollo en crema de champiñones y bebió un poco de vino de mesa. Sus padres de inmediato notaron su silencio, interrogaron un par de veces, pero con una sonrisa triste solo decía que no ocurría nada. Por dentro un nudo se formaba en su estómago y garganta. Quería llorar, pero no sabía cómo. Quería gritar y quería lanzarse a los brazos de sus padres. Necesitaba consuelo, pero no quería amargar su cena. No era el momento. Además, sus viejos no merecían escuchar algo así. Se perdió tanto en sus pensamientos, que cuando su madre le servía un poco de su helado favorito, sin saber cómo, las palabras salieron sin que él pudiera evitarlo. Mamá y Papá no dijeron nada, y Cristian comenzó a llorar con la cabeza agachada. Su agonía crecía a tal grado que sus sollozos se oían por toda la casa. La sorpresa tomó al par de viejos y, aunque intentaron calmarlo, solo se limitaron a abrazarlo tan fuerte como sus débiles y arrugados brazos se los permitían. Aquella noche, nadie en esa casa durmió. Cristian se fue a la cama con el consuelo de un nuevo día. No concilió el sueño y pasó largas horas leyendo tanta información en internet como pudo. Cada que leía, cada que más investigaba, su piel se erizaba y un frío de miedo lo cubría por completo. «Voy a morir», se decía. Sus padres contaron a su hijo mayor lo que pasaba y este lloró tanto que tuvo que salir de la casa para que Cristian, al que hacían dormido aquella mañana, no se diera cuenta. En vano, claro, ya que Cristian estaba sentado en el primer escalón de la planta alta escuchando todo. Él no quería causar tal pena. Se odiaba por eso. En contra de su voluntad, la familia entera acompañó al joven a su cita. Juntos escucharon al doctor y pidieron otra opinión del caso de su hijo. Cinco doctores evaluaron los resultados de los análisis y pruebas a los que fue sometido. Cinco doctores dieron el mismo diagnóstico. Era real. No había salida. 52
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Todo fue tan duro, todo pasó tan lento que el día que perdió el cabello solo se miró al espejo y vio a un hombre diferente, uno que desde un par de meses atrás había perdido las ganas de todo, incluso de vivir. Hubo días en los que quiso suicidarse, pero siempre aparecía alguien para estropear sus planes. Siempre había algo que se lo impedía. Por un lado, estaban sus viejos, que le pedían calma y paciencia; por otro lado, estaba su hermano, que pasaba todo el tiempo que podía con él, leyendo libros de esperanza. Y estaba Tobías, su mejor y único amigo de toda la vida, que muy a su manera, siempre le hacía ver que había algo por lo cual seguir viviendo. Una tarde lo comprendió, estaba sentado en el patio de su casa, llevaba una gorra plana con el logo de Superman, y aunque no era invencible y mucho menos un hombre de acero tapaba su calva cabeza. Ya no era apuesto, había dejado de ser el adonis que toda chica quiere y ahora solo se refugiaba debajo de esa gorra y detrás de unas gafas oscuras. Esa tarde fresca, cuando sentía el viento rosar su mejilla, escuchó desde adentro de la casa el murmullo de varias personas a la vez. Primero no le hizo mucho caso, pero cuando los vio a todos delante de él, solo sonrió por aquello que las personas que más lo amaban habían hecho. Sí, todos, incluyendo su madre, se habían rapado la cabeza. Desde esa tarde, no pensó más en el suicido. Cerró sus ojos por unos momentos y suspiró tan fuerte que sintió que un poco de su alma se escapaba. Reflexionó un poco sobre todo lo vivido diecisiete meses después desde aquel día cuando le diagnosticaron cáncer y todo su calvario empezó. Había pasado por todo, desde tener días buenos, hasta querer morir con la cabeza metida en el excusado vomitando. Su novia, la inocente e inalcanzable Jessica, la puta de Jessica, lo había dejado al tercer día de enterarse del padecimiento de su novio. Se le vio triste (según cuentan las putas de sus amigas), pero un mes después ya se casaba con el tipo con el que llevaba más de seis meses acostándose en aquel motel de paso. Bueno, nunca
se esperó que ella lo entendiera; sin embargo, hay peores finales como el que ella pensó que tendría Cristian. Tras diez años de matrimonio, muchos golpes después y una enfermedad venérea severa, se arrepintió tanto por haber dejado a aquel chico moribundo. Su pelo había vuelto, no tan largo como antes, ya tenía cejas y el color natural de su piel comenzaba a destacar sobre esas ojeras horribles. Según su madre, el seguía siendo el chico más guapo de todos. Se levantó después de haber descansado un rato, eran casi las 5:00 p.m. de aquella tarde fría de otoño. Había prometido a su madre tomar un taxi e ir directo a casa para cenar y escuchar las nuevas noticias. Todo había ido tan bien en los últimos meses, que aquella visita al oncólogo no tenía por qué tener cosas malas. ¿O sí? Sin saber por qué, tomó rumbo opuesto a su domicilio, siguió caminando con aquel sobre amarillo entre sus manos. Sentía el frío quemar un poco sus mejillas, pero no le importó mucho. Las hojas de los arboles caían secas. Las personas pasaban a su lado y no lo notaban, algunas parejas en el pasto se demostraban amor y... Llego a su nariz un aroma suave. Buscó con sus ojos y siguió su olfato hasta que dio con él. Era una chica, lo había pasado y le llevaba cinco o siete pasos por delante. Él la siguió por instinto y mientras el aire golpeaba la chica, Cristian disfrutaba ese delicado aroma. Sin duda era su perfume. La vio salir del parque y cruzar la avenida. La siguió, no esperó el rojo del semáforo y se aventuró entre los autos, daba igual si quedaba hecho mierda en el asfalto. Por unos segundos la perdió entre la gente, pero justo en la esquina contempló el perfil de aquella chica. Se acercó lento y con cuidado, y cuando estuvo a 2 metros de distancia solo admiró lo hermosa que era, parecía un Ángel. Ella, al sentir que alguien la miraba volteó hacia la dirección correcta y se encontró con la mirada de Cristian. Él se quedó paralizado, qué bella era, qué hermosos ojos color miel, la nariz perfecta, la simetría adecuada y tallada por los dioses. Y entonces, ella le sonrió.
El semáforo cambió a verde para los caminantes. Ella siguió su camino y Cristian caminó tras ella más por inercia que por voluntad. Un ruido fuerte y penetrante se escuchó de repente. Al voltear, Cristian sintió cómo una mano lo jalaba hacia atrás, y su espalda chocaba contra el concreto, se maldijo para sí, pues las diminutas piedras sobre la calle se insertaban por encima de su ropa. Perdió el sentido unos segundos y cuando abrió los ojos oyó una voz. —¿Estás bien? —era la chica. —¿Qué? —Cristian estaba desconectado. —¿Qué si estás bien, torpe? —dijo la chica. —Sí —contestó. Le ayudó a levantarse y se miraron a los ojos unos segundos. A él le pareció una eternidad, pero no, solo fueron unos segundos. Conversaron un poco y para cuando Cristian tuvo razón por completo, ya estaba sentado en ese café/cantina/bar/librería... ¿Qué? Como sea, estaba sentado bebiendo café, extraño porque nunca le había gustado el café, pero ahí estaba. El reloj de pared de aquel lugar había avanzado tan rápido que cuando se dieron cuenta, ya eran las ocho de la noche. Había que ir a casa. Se despidieron con la promesa de encontrase de nuevo. Pero en otro lugar, porque el café no era su fuerte. Ella le sonrió y le proporcionó su número de teléfono y poco después de depositar un suave beso en la mejilla de Cristian, la vio alejarse hacia el horizonte doblando en la esquina. Caminó a casa casi flotando. Su madre lo reprendió por no avisar que llegaría tarde, estaba muy preocupada. Pidió disculpas y abrazó fuerte a su madre, ella notó la sonrisa en su rostro y al cenar él contó lo sucedido. El ánimo volvía a casa. Y Cristian de nuevo sonreía con esperanza. Al día siguiente llamó a la chica; se encontraron de nuevo, pero en un lugar diferente. Esta vez Cristian iba lo mejor vestido posible. Esa tarde se miró al espejo y vio algo enero 2021
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diferente, no era aquel despojo humano. No, era él de vuelta. Al llegar a ese bar (su lugar favorito del mundo) se encontró con la hermosa joven de ojos color miel, de inmediato quedó encantado y no pudo evitar sentir algo nacer. Su corazón tenía vida, su piel era de un tono rosado. El tiempo pasó y después de hacerse amigos, después de robarle el primer beso, después de contarle lo que tenía y después de ella haber caminado llorando bajo la lluvia rumbo a casa, después de todo eso, siguieron juntos. No sabían cuánto tiempo tendrían, pero cada momento lo valoraban como si fuera el último. Aquella noche, cuando hicieron el amor, cuando él se disculpó por que sus labios tenían un sabor amargo, ella le dijo que lo amaba. Cristian sentía una dicha inmensa en su pecho y en su corazón. Se sintió curado, se sintió invencible y un hombre de acero. El día que le propuso matrimonio estaba tan nervioso que olvidó atarse la cuerda de sus zapatos, casi cae de bruces delante de ella. Fue tan gracioso que Tobías no lograba controlarse y casi echa a perder la sorpresa de su amigo. Afortunadamente, todo había salido bien y ella había dicho que sí. Los días se volvieron horas, las horas en minutos y los minutos desaparecieron cuando la vio entrar del brazo de su padre camino al altar. Sus manos temblaron y tuvo ganas de ir al baño de los nervios, pero cuando vio sus ojos, ese par de ojos color miel, todo su miedo desapareció en un santiamén. Intercambiaron votos. Salieron entre aplausos y lágrimas de sus seres queridos. Y vivieron felices para siempre... —¡Joven! ¡Joven! ¿Está bien? —alguien preguntaba. Abrió los ojos como pudo y frente a él estaba un señor de mediana edad mirándolo con preocupación. —¿Qué sucedió? – preguntó sorprendido. —¿Está bien? —seguía preguntando el hombre. —¿Y la chica? —Cristian no entendía y miraba a todos lados buscando con cara de loco.
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—¿Cuál chica? ¿Seguro que estas bien? Fue un golpe duro en la cabeza —dijo el hombre. —¿Qué pasó? —preguntó al hombre. —Casi te atropellan, pero logré jalarte a tiempo. ¿Estas bien? —insistió. —Sí —Cristian se levantó y miró a todos lodos. ¿Qué demonios?», pensó. Buscó en el suelo el sobre amarillo que llevaba y levantó la mirada para localizar a aquella chica. Frotó su cabeza y caminó desconcertado por aquella calle. ¿Acaso lo había soñado? Preguntó al hombre que lo ayudó cuanto tiempo estuvo inconsciente y le dijo que solo fueron un par de minutos. ¿No podía ser posible? Y si lo fue... ¿Qué fue aquello? Siguió el que creyó había sido la dirección de aquella chica. En su cabeza pasaba todo lo que vio y no podía creer en ello. Estaba sorprendido y un tanto asustado, hasta que se encontró parado frente a ese café/cantina/bar/librería, todo era como lo había visto en su cabeza ¿Cómo era posible? Ahí permaneció por quién sabe cuánto tiempo. Observó todo el lugar que no se percató que a su lado estaba alguien. Suspiró y al inhalar el viento, ese aroma se hizo presente... Era ella. —Hola —dijo la chica y sonrío dulcemente. No estaba loco. Ella era real. Al final del día, no se había ido a casa con las manos vacías. Después de un par de palabras y tomar un jugo de arándano (porque no le gustaba el café) llegó a casa con el nombre y el número de teléfono de aquella chica. No habló con sus padres de lo sucedido. Cenaron todos en paz y les prometió que al día siguiente hablarían de lo ocurrido con el médico. Subió a su cuarto, cerró la puerta y se sentó en ese sillón frente a la ventana. Pensó tanto en lo que había ocurrido horas antes. No había explicación alguna y había sido tan real, que aún podía sentir aquel beso robado. Todo parecía sacado de un cuento o algo que se lee en un libro de comedia romántica o en su caso: trágica.
Contemplo el cielo y cuando tuvo el valor de mirar lo que sus manos habían tomado del escritorio, leyó detenidamente lo que por la tarde había escuchado, si bien no eran buenas noticias, al menos era algo que sabía que tarde o temprano sucedería. En su mano derecha estaba una hoja con el sello del departamento médico y la firma de su doctor, una redacción que a grandes rasgos decía: "Enfermedad incurable. De dos a tres meses de vida". Y en su mano izquierda, el nombre y el número de teléfono de ella. —Alondra —susurró. Meditó por un rato más y después se fue a la cama con una paz que hacía mucho tiempo que no sentía. Por un lado, estaba su sentencia de muerte, y por el otro, la necesidad por descubrir si solo había sido un sueño. Y vivió tanto como pudo. Después de todo, solo había una manera de saberlo.
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El cubo Desperté y no se veía nada. La oscuridad total invadía todo el lugar. Presentí, que había estado por siempre aquí. Estuve largo rato en cuclillas hasta que me cansaba y entonces me paraba cuanto mi largo es. Después de unos momentos inerte decidí moverme, dí unos pasos al costado hasta encontrar el extremo; es que esa falta de luz total impedía siquiera que me pudiera ver las manos, sin embargo sentía que lo hacía; podía poner tres dedos simulando números, luego cuatro hasta cinco; estirar los brazos y no verlos, pero saber que estaban ahí, como la sensación que tiene un manco. Dí dos, tres, seis, nueve; nueve pasos es lo que había de un extremo al otro, luego por el filo, hacia delante, tres, seis, nueve; coincidió con la medición anterior; levanté mis manos sobre mi cabeza y el cielo raso, estaba a solo unos centímetros sobre mí. Era un cubo. Este espacio era cuadrado, cuadrado perfecto, es decir, su construcción era prolija, fina, liza; si lo pudiera ver incluso pensaría que sus paredes eran negras. El clima o la temperatura del lugar era cálida, ideal, no hacía ni demasiado frío ni demasiado calor, incluso el suelo sin tarimas, ni de espuma o alguna otra comodidad, era increíblemente, no sé, no lo puedo describir, cómodo. Solamente sé que me encorvo cada cierto tiempo y entonces duermo en confort. Nuevamente estoy despierto, es extraño, no recuerdo mi sueño, me toco la cabeza, la cara y me siento distinto, como si estuviera rasurado. Me acuclillo y toco mis rodillas; soy delgado medianamente alto, o eso creo, no tengo forma de medir, pero si el cubo oscuro es alto, entonces soy alto, pero si fuera más pequeño entonces lo soy. Cómo saberlo, pienso y la imagen desaparece en la oscuridad absoluta. Creo en mi mente una figura que imagino que es… Se borra, lo negro del cubo es tan absorbente que incluso se traga mis pensamientos. Vuelvo a mi soledad perenne decidido a estar en este limbo sin resolución pero, qué es esto? Me impaciento. Veo algo pero, cómo es posible. Es un objeto o eso creo. Trato de acercarme con la 56
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Pedro Morante curiosidad del ciego y, siento lo que antes durante mucho tiempo no sentía, angustia. ¨Hay alguien aquí¨. Me duermo en forma automática, como si alguien apretara un botón de desconectado. No puedo determinar cuánto tiempo estuve inconsciente. No hay forma de medir las horas en esta garganta oscura de este cubo negro. Me siento y la sensación de otra presencia me perturba. —¡¡ Quién está aquí¡¡ Gritó con desesperación para que por lo menos el eco me conteste y, en mi mente se ven las palabras saliendo de mi boca convirtiéndose en cenizas negras cayendo luego al suelo. No hay fonía, no hay sonidos. Sin embargo ese ente está acá conmigo. No me pienso quedar todo el tiempo en mi rincón, quiero saber quién es. Me levanto, camino al costado con la precaución de un elefante en una tienda de cristales. Extiendo mis brazos, y como si hubiera tocado algo filudo, eléctrico, hirviente, saltó hacia un lado. “Toqué” algo y ese algo también saltó a su lado, cada uno asustado del otro, cada uno con angustia y curiosidad a la vez. Regreso a mi lugar en posición de caracol, me meto en mí ser. Me duermo. Abro mis ojos —ingenuo yo— y creo ver un nuevo día: aparento ver de a pocos a otros que me observan. Me siento de inmediato y observo, es decir, siento que cientos de seres me rodean, entonces me tocan, siento la angustia de un ave en un nido de víboras. Trato de atravesar la pared tan sólida como la oscuridad impenetrable del lugar. Es imposible. Me volteo y enfrentó lo inevitable. Todos se sientan a mi alrededor y me ¨miran¨, alguien me toca el pelo y mi cabellera es larga ahora. ¿Cómo es posible eso? hasta hace un instante era corta. Me preguntan, quieren saber quién soy. No hay palabras que salen de sus bocas, pero las intuyo y, yo también quiero saber ¿quiénes son?, ¿qué hacen acá en esta jaula? ¿Quién soy yo? Como piezas de dominó cada uno van cayendo, el de al frente que lo siento mayor, el que parece pequeño de mi derecha, uno gordo de mi
izquierda y, así, todos se duermen de improviso, luego caigo yo, y por primera vez o tal vez por última, sueño. Me veo corriendo tras un joven en un campo hermoso, lleno de luz y colores. Siento la naturaleza, el ruido rítmico de lo cotidiano, las sonrisas de todos y la alegría de un nuevo día. Sigo al joven a todos lados, como si fuera su gemelo. En eso, veo al pequeño ente que estuvo conmigo en el cubo; recuerdo el cubo; veo al viejo que estuvo al frente; volteó y veo a todos, y los recuerdo como si fueran personas de mi cotidianidad. El joven corre y yo tras él, como un imán vivo. El pequeño corre igual tras el perro; El gordo quieto al costado de un árbol; el otro, es ahora delgado a los pies de un poste: otro es sólo un objeto. Me miró luego de acomodar mis ideas y, soy negro y alargado, oblicuo. Descubro todo. Soy una sombra y ellos sombras conmigo.
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La mudanza de Elena Elena estaba llorando, pero se secaba las lágrimas con la ropa que iba doblando y metiendo en cada una de las cajas, con un marcador las iba identificando, no quería que se le perdiera nada. Estaba tratando de dejar algunas cosas pero algo de lo que ella estaba segura que no podía deshacerse sería de sus fotografías; ellas contenían gran parte de su vida; aunque estaba consciente que había olvidado algunas cosas en ellas pero las fotografías tenían la particularidad que si las miraba durante un largo rato, podía recordar momentos que eran mucho más valiosos. Elena debía mudarse, no sabía ya cuántas veces lo había hecho, no era algo que le gustara mucho, estaba segura que dejaba una parte de ella en cada lugar. Tal vez ella pensaba que cada vez que se mudaba la Elena anterior se despedía y a aquellos sitios llegaba una persona totalmente nueva. No sabía porqué siempre tenía esa sensación y el hecho de organizar todo en sus mudanzas era para que no se le olvidara nada y trataba de acomodar todo justo en el mismo lugar como lo había dejado. A Elena la pasó buscando Juan, su novio que era fotógrafo. Ella le pidió que le tomara fotos a cada uno de los espacios que ella dejaba y que luego tendría que ir a revelarlos. Juan le dijo: Qué cosa tan absurda te pasa por la mente cada vez que necesitas mudarte, te he dicho mil veces que el apego a los objetos es totalmente innecesario. A lo que Elena le contesta: — No es a los objetos es a los espacios, aquí dejé una parte de mí y si lo pienso bien, de nosotros. Juan siempre terminaba haciendo lo que Elena le pedía tan minuciosamente, así que tenía también en una caja unas fotografías ya organizadas en álbumes de los espacios que ella 58
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Luz del Mar Higuera
dejaba. Todas sus mudanzas implicaban al menos 10 fotografías nuevas, que él ya tenía catalogadas en algunos álbumes. Elena al llegar a su nueva casa, trataba de organizar todo de forma que no sintiera ningún tipo de nostalgia por haber dejado su casa anterior. Lo que Juan no sabía es que algunas noches Elena iba hasta su casa antigua y se quedaba observando a los nuevos habitantes. Por vivir en un primer piso, era fácil verlos aunque sea por un rato. Detallaba sus movimientos, sus sonrisas, si tenían hijos o perros. Cualquiera podría pensar que era espía o que tenía algún tipo de problema psiquiátrico. Elena volvía a su nuevo hogar pero no podía dejar de imaginar aquél que había dejado unos meses atrás; es más, podía verse viviendo con esa nueva familia, de la que ella estaba segura también tenía un vínculo muy fuerte. Sino ellos no se habrían mudado a ese mismo sitio, para ella la energía estaba ligada a los lugares que dejaba. Juan algunas veces iba a visitar a Elena, se quedaba con ella a dormir y cuando hacían el amor a Elena le costaba llegar a conseguir un orgasmo placentero. Solo lograba hacerlo cuando él sacaba sus fotografías de la gaveta de la mesa de noche y le mostraba alguna de ellas. Al día siguiente cuando Elena estaba preparando el café de la mañana Juan se levantaba molesto y le decía: Creo que esto que tienes ya no es normal, tendremos que ir a un médico, así lo niegues, así me lo niegue. Elena solo seguía preparando el desayuno como si no lo escuchara, trataba eso sí de contentarlo con un buen beso y un buen café. Elena pasaba su día tratando de volver a la rutina, ella trabajaba en una pequeña librería que se encontraba justo a dos cuadras de su nueva vivienda. Allí empezaba a parecerle un poco más entretenido vivir allí y tal vez llegaba a pensar que estaba aprendiendo a querer a su nuevo hogar.
Pero en las noches volvía esa extraña sensación de querer estar en su casa anterior, no sabía el porqué. Pero era lo que sentía continuamente a todas horas. Juan se fue alejando un poco de ella, porque sabía que esa situación podría terminarle por generar en él algunos ataques de ansiedad que ya estaba sintiendo, pero Elena siempre lo llamaba, citándole algún libro favorito y narrándole alguna frase de un poema de los tantos que le había escrito. Pero Juan volvía uno de esos fines de semana a casa de Elena, así que sabía muy bien que la quería más que a cualquier otra cosa. Así que preocupado un poco por toda la situación de Elena decidió saber un poco más sobre su árbol genealógico, llamó a su mamá que vivía en otra ciudad pero con la que tenía una muy buena relación. Así que comenzó a buscar todos los indicios que podrían llegar a decirle el porqué del comportamiento de su querida Elena, cuando llamó a la mamá le dijo que esas eran cosas que no se podían contar por teléfono así que debía embarcarse hasta donde vivían. Juan decidió ir al encuentro de esa extraña línea genealógica de la que sabía que había mucho escondido, lo sospechaba de alguna u otra manera. Al llegar al pueblo, que era de pescadores, el olor a salitre ayudaba mucho a pertenecer al ambiente, la humedad recorría cada parte del cuerpo de Juan. Descubrió que Elena no le había contado muchas de sus cosas, jamás le había contado que provenía de un lindo pueblo pesquero. Al llegar a la casa de Elena, su mamá le dio un papelón bien frío, tal como a él le gustaba. Juan comenzó a comentarle a la madre de Elena la fijación que ella tenía por las casas anteriores cada vez que se mudaba. La madre le dijo: — Ay mijo, es que Elena siempre le ha tocado ir de una casa tras otra, y en una de esas mudanzas salió el padre de ella con nosotros y nunca llegó al lugar de la mudanza, él se montó en un camión y se llevó todas nuestras cosas con él. Juan parecía entenderlo todo en un momento y — ¿Ud. Qué hizo Sra.? — Pues me tocó agarrar a mis dos muchachitos, irnos pa' donde mi familia, no
teníamos otra opción. Solo le dije a Elena que lo único que ella quería era que estudiara mucho cuando creciera y se olvidara de todo lo malo del pasao. En ese momento Doña Ernestina le preparaba un rico pescado frito con patacones a Juan, él de una vez descubrió en ese plato cada pedacito de mar que no había recorrido en su vida. A Juan le pasó ese fin de semana rápido, le gustaba saber el por qué Elena siempre tenía una especie de fijación por cada casa que pasaba. Decidió escribirle una carta. Querida Elena: Llegué a tu pueblo, las olas golpean las rocas y apenas llegas tienes esa sensación de libertad que se confunde con el horizonte del mar. Creo que sería bueno replantearnos nuestra historia en este lugar, tal vez los problemas podrían parecer un poco más lejanos, sé que debes estar un poco molesta porque he venido solo a este lugar; necesitaba saber un poco de ti y creo que venir solo ha ayudado mucho para entender. Elena sigue amando al mar, los barcos nos esperan al atardecer, puedes quedarte divisando este paisaje para siempre. Total, el escribir es cuestión de estar donde uno realmente ama escribir, y sé que después de todo ese dolor tenemos futuro amor. Tuyo, Juan
Elena se sentía realmente contenta porque Juan había decidido volver a las cartas, si algo le parecía hermoso era esa experiencia. Le escribió a Juan: Amado Juan: Mil gracias por estar a mi lado a pesar de todo, creo que has tenido la sabiduría de ser altamente paciente, tal vez mis días no dicen lo que siento pero bueno soy un ser de esconder muchas cosas, en verdad te agradezco tanto. Te ama, Elena.
Juan volvió al lado de Elena y trató de organizar todos los días a su lado. Lo único que quería de ella era que poco a poco ella retomara enero 2021
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su vida y olvidara la ausencia del padre, aunque él sabía muy bien que eso jamás se olvida. El padre siempre debió estar presente así ella no lo buscaba en cada mudanza. Un día se encontraban cenando; ella le dijo súbitamente que quería contarle algo: — Aquel día de la mudanza: cuando teníamos todo en las cajas papá siempre nos miraba nerviosos, no sé porqué lo hizo en todo momento nunca nos quiso ayudar solo iba marcando cada una de las cajas. Yo estaba contenta eso de mudarnos de un pueblo a otro era fino sabes, pero no sé siempre me daba un poco de tristeza dejar mi cuarto rosa, ese que me gusta mucho, miraba a mis hermanos pero ellos jamás se ponían a observar el cuarto, ni locos. Mamá simplemente lloraba mientras terminaba de meter las cosas de la cocina en una de las cajas, teníamos que dejar al perro y eso de dejar a Princesa si era para mí totalmente triste. Ni modo cuando todo estaba en ese camión, mi papá se montó y arrancó rápido, yo siento que eso no se hace. De pronto solo recuerdo mirar la tierra que dejó debajo el camión, mi mamá se revolcó en la acera al frente de la casa, en ese tiempo no habían teléfonos celulares, nada. Y, ¿en un pueblito dónde lo iban a agarrar? Quedamos así, solos. Nos fuimos a casa de una tía, en esa época aprendí a hacer las mejores muñecas de trapo. Mi mamá hacía sábanas largas y bueno, así estuvimos un buen tiempo. Mamá tenía una máquina que le había prestado una prima, y ella pasaba toda la noche llorando y cosiendo, yo creo que cosía para olvidar a papá. Aunque ella siempre mencionó que era para “mantenernos”. – Bueno, esta es toda mi historia le dijo a Juan. Juan la miró y le dio un fuerte abrazo, le agradeció por contar su historia. Sabía que en alguna de esas mudanzas ajenas a Elena podía llegar a encontrar algún pequeño rastro de ese pasado o sanar de una u otra forma el dolor de la ausencia.
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Un sueño sucio —Si no te digo, ni me vas a creer con quién soñé. —Pero me lo vas a decir, ¿cierto? Tú, siempre me dices todo. —Con Woody Allen. Por primera vez... —Ya, claro. Y el tuyo fue... —¡Un sueño erótico! —Mimi, eres tan predecible. —¿Pero no te vas a poner brava por eso? ¿no? —Depende... No sé aún lo que soñaste. Porque en tu pesadilla, estaba ya decrépito, seguro. —No lo digas así, tata, coño. Ni viejo, ni amor. No te pongas celosa tampoco. Es solo mi director fetiche. —Bueno, dale, ¿cuál fue el sueño, entonces? —Yo era yo, pero no la de hoy ¿sabes? Debía tener unos 16 y mi madre me obligaba todavía a peinarme con ese par de trenzas feuchas que me hacían ver mucho más joven. ¿De qué te ríes, ahora? —De tus trenzas, junto a ese par de tetas enormes que has tenido siempre... Casi una aberración. —Exacto... y él, Woody, estaba como en Annie Hall. Y me dijo vamos a jugar. Nos tumbamos juntos en el piso... Bueno, me tumbé yo. Él se quedó de pie junto a mí y me parecía enorme. —Lo que nunca será... Aunque la perspectiva, tal vez pudo ayudar. O el escorzo, no sé... —Él estaba descalzo. Siempre sueño a todo el mundo descalzo, ¿te lo he dicho? Entonces empezó a restregarme .Ahí, ya sabes dónde, tata, con su pie. —¿Cómo, así? ¿Así, te gusta, mimi? ¿No? —Ay, sí. Era casi así mismo. —Pero aguántate un poco, que todavía te me vas a caer, mira que en el sofá apenas si cabemos las dos. —Ya, ya, no importa. Y yo tenía puesta mi saya de uniforme escolar. Pero me revolvía en el piso de tanto gozo. —Qué viejito pedófilo. —Y a través de la tela, podía sentirlo. Me puse toda húmeda. —Como ahora.
Barbarella D´Acevedo —Y quería abrirme... Me moría de ganas de ver cómo él me arrancaba una a una cada pieza de ropa. —Un sueño como para Freud. O de Buñuel... Como si fueses un objeto extraño para la perdición. —No lo intelectualices tanto, vieja. —Está bien. Es tu culpa con lo del cineasta… ¿Y qué más? —Nada. Eso... Su pie, mis tetas, la saya de la escuela... ¿Te parece poco? —No, mimi, no. Tú empezaste, así que ahora a cumplir con tu parte hasta el final. —Bueno, sí, como tú quieras, tata. —¿No te acuerdas, entonces? Se veía que su pie era muy viejo, con un montón de pelos canosos. Aunque su cara, era más o menos la de siempre…Te dio asco, y un poco de miedo. No sé, repulsión y a la vez se te encendió mucho más, como un fuego por dentro. —Es verdad, tata ¿Cómo pude olvidarlo? Sí. Tienes, como de costumbre, la razón. —Y él llevaba un saco al hombro, aunque lleno de langostas. —Sigue, diabla, que quiero saber más... —Sus langostas se liberaron y comenzaron a caminarte por el cuerpo. Y tus pezones, los pezones de esas tetas enormes, locos de la emoción, con un poco de ayuda de tus manos, y otra, de las langostas, hicieron que saltaran los botones de tu blusa. Ábrete la blusa, coño. El tema es que tu madre todavía no te dejaba usar ni ajustadores. Y la vista fue espléndida. Pero el viejo, nuestro amiguito Woody, no se inmutó. Bueno sí, se inmutó. Te hundió más su pie anciano en la concha. Así, ¿cierto? Con fuerza, como si quisiera casi provocarte algún dolor. —Sí, es verdad. Pero recuerda que yo llevaba puesta la saya del uniforme. —Y se te hizo en la saya una mancha terrible, enorme. Te dio miedo pensar que alguien pudiese verla, más tarde… El olor a marisco era tremendo. Pero él no te dijo una palabra. enero 2021
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—Ni una sola me dijo. No... —Bueno... Te levantó la saya con su pie. —Y me dio pena que me viese la ropa interior. —¿Cuál? ¿Esta, linda de encajes? —No, boba. Una de niña, con flores, corazones, muñecos o ese tipo de cosas. —Pero al viejo le dio morbo encontrártela. Y tú con la cara toda roja, no te atrevías ni a pedirle nada. —Yo quería que siguiera. Pero ya te expliqué que no era viejo… —Y siguió. Con el dedo gordo del pie se te coló en las bragas. Primero suave, despacio, como si quisiera descubrir de a poco tu interior. —Ay, sí, tata. —Y luego, con un poco más de fuerza, en movimientos continuos. Y cerraste los ojos. —Cerré los ojos. Como ahora. —Y te despertaste. —¿Me desperté? —Sí, abriste los ojos. Ahora. Ábrelos. —Cuidado, loca que te vas a caer. Siéntate otra vez. ¡Ay! —Sí. Te despertaste y Woody no existía. —Es verdad, nunca existió. —Todo el tiempo, el del sueño. —Ya entendí. Ay, tata, la del sueño... —Como quieras. “Él”, “La”… Era yo.
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Antes del fin del mundo
David Sarabia
Soy el quien soy. ¿O era? ¿O ya no estoy? El tiempo camina hacia adelante, a veces se pausa para dar un giro brusco para atrás. En ocasiones, éste se mantiene suspendido en un limbo donde solamente escucho el sonido de la máquina que inhala y exhala. En medio de ese traqueteo se entremezclan voces; agitadas, alteradas, por momentos llenas de miedo y también de esperanza. Sonidos de pasos que van y vienen, a veces corren con la premura de quien tiene en sus manos la solución a una pesadilla. ¿Será ésta una? Lo es, para millones, una verdadera pesadilla, los miedos de una sociedad materializados en la realidad. ¿Podré despertar? Estás despierto, no te agites, tranquilo, todo bien. No tengas miedo. ¿Miedo? Sí, y mucho, pero no por mí, sino por mi familia, mi hijo quien viene al mundo en medio de este desastre. Hasta creo que es una película, pero no, si lo fuera no sintiera esta angustia en carne propia, en primera persona y no estuviera escuchando esa voz que me contesta, me atemoriza, y también me conforta. Soy quien vela por ti, soy el guardián de tu vida, en mis manos está. Esa voz de buen hombre, parece que viene desde algún punto etéreo, siento que es mi padre, pero no lo es, más que un guardián siento que es un ángel. Es una sensación desconocida, un farol dentro de este túnel oscuro, que con su luz aleja momentáneamente los nubarrones provocados por esta pandemia de proporciones apocalípticas. Qué curioso, yo, quien siempre fui aficionado a ese tipo de temas en las películas del fin del mundo, las cuales disfrutaba con un bote de palomitas en el cine o en la comodidad de mi casa. Ahora, la irónica carta fatalista me tiene aquí, como protagonista de tal. No soy un actor, sino un ser humano que sufre y por momentos siente correr a una incontenible lágrima amarga. Me siento indefenso y asustado por la incertidumbre. En medio de todo esto, mis pensamientos son
para mi niño, mi bebé…quien no ha nacido y a quien amo mucho desde el día que su mami me llevó la prueba positiva de su existencia. Algo se desfasa, es mi mente, viajo. El tiempo se mueve, estoy en un pasado remoto: veinticinco años atrás, parece muy lejano, pero no, es solo como caminar hacia una calle y dar vuelta a la esquina, allí está, aquí estoy, joven, rodeado de amigos y amigas bailando dentro de un antro, sumergidos en una niebla artificial y bañados por los láseres. Una música retumba, que mueve nuestros cuerpos con la inercia de una felicidad infinita, inagotable, eterna, de una juventud extendida por los placeres de la misma junto con sus divinos tesoros, los cuales, sus joyas pertenecen a quienes somos osados. Eso pensaba, eso creía, pero ya no; bebía y me divertía como si no hubiera un mañana, comiéndome al mundo con el apetito de quien quiere probarlo todo. Tuve la fortuna de que éste no me devolvió la dentellada, como a otros amigos quienes fueron consumidos por sus propios placeres. Era egoísta, sí, lo acepto. Ahora lo entiendo. Una nueva vida viene en camino, mi hijo, a quien quisiera recibirlo, darle un beso, abrazarlo contra mi pecho y decirle lo mucho que lo amo; decirle también que es bienvenido a este mundo desprovisto de peligros. Quisiera decirle eso, pero sería mentirle. ¿Qué he hecho o qué hemos hecho? Creo que todo mal. Pero yo, lo he comprendido y he cambiado, ahora quiero enderezar el rumbo. No te recrimines, lo pasado quedó en ese lugar, ahora en el presente eres un mejor hombre. Has crecido, y eres fuerte de espíritu. Corta aquello que te atormenta y dirígele bonitos pensamientos a él, quien donde se encuentra, te siente, te escucha, y patea con fuerza para regresarte el mensaje. ¡Oh Dios! No puedo evitar pensar en mi egoísmo, si hubiera madurado veinte años atrás; enero 2021
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ahora mi niño fuera un hombrecito. ¡Cuántas cosas hubiéramos pasado juntos, buenas y malas! Lo hubiera conocido. Estuviera afuera, esperando junto a su madre, y quizá con sus hermanos. Pero no, eso todavía no existe, yo no me di la oportunidad. Con mi egoísmo se fueron hermosos veranos, cumpleaños, convivios maravillosos, regaños y consejos, discusiones de adolescente, frustraciones y orgullo, toda una índole de la dicha de ser padre. No pienses así, todo tiene un propósito… ¿Cuál? ¿Estar así, aquí, postrado? respirando con dificultad, con dolor…. Cómo me duele, la maquina mete el aire y lo saca mediante un tubo que me tiene recto como un muerto en vida, con incomodidad, en medio de un suplicio lento, eterno… ya no sé si estoy soñando o despierto, me confundo, todo me da vueltas, mi cabeza está fragmentada, mi ser, mi ensoñaciones de un futuro que se desvanecen entre mis dedos que se aferran a este timón, al de mi barco, mi cuerpo, mi templo, mi Yo que se niega sucumbir. Angustia. Siento mi frente perlada de sudor. Mi rostro arde, el interior de mi cráneo es un pandemónium de imágenes: pasado, presente, y un futuro de visiones imaginadas… ¿Por qué me dejé llevar por el amor al dinero?... primero fue la fiesta desenfrenada, de amores que evité, de corazones rotos que dejé en el camino, de lágrimas a las cuales no lloré, de mujeres que me amaron pero yo solo las cosifiqué para mi propio deleite superficial. Siempre creí que la vida era eterna, y ahora, siento que se me va en cualquier momento. Una fuerte arcada me ataca. Toso. ¡El maldito dinero y el ego profesional! Años de trabajo y éxito, de haber terminado con honores la universidad, de haber ostentando los puestos importantes en una carrera meteórica, de tener ahora mucha gente a mi cargo, de decidir con una sola palabra el destino de una empresa, de que mi firma valga millones; ahora no son nada. Nada de eso tiene importancia; el título y mi puesto son un espejismo que se evapora ante un enemigo invisible que me tiene invadido. ¿Qué pasó, por qué enfermé? ¿Qué hice mal? 64
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¿En qué me convertí, en estadística o en mala suerte? ¿Acaso Dios me pone a prueba? Si es lo último, por favor, quítame todo, déjame sin nada, desnudo como vine al mundo, para recibir a mi niño. Otra arcada me provoca un dolor lacerante en la espalda, mi pecho se hincha queriendo partir en dos mi tórax y dentro se escucha un chiflido extraño. Vuelvo a toser, me ahogo… oigo voces. Una mujer y un hombre dialogan. Dicen algo que me desconcierta: Está entubado, no es posible, si está sedado. Pero parece que un tercero, la voz que me habla, les dice que se retiren y que canalicen sus esfuerzos con otro paciente, ¿y yo? Al fondo, el sonido de la máquina se intensifica, el ir y venir del sonido del respirador como melodía cacofónica me desespera, tengo miedo. No tengas miedo, tranquilo, serénate. Sé que es difícil lo que te pido, y estás luchando como un verdadero guerrero, pero recuerda, en la oscura noche, al final sale el sol de un nuevo amanecer. Mi niño, mi sol, mi todo. Con nueve meses, está por nacer, y yo aquí, lejos. No está lejos, está aquí contigo. Dile algo. Te amo, mi niño. Unos diminutos labios me besan en la mejilla: Yo también, papi. El tiempo se mueve, recuerdo cómo empezó mi calvario: primero fue una tos, después ésta se intensificó. No le di importancia, para qué, de seguro era algo leve, no podía dejar mi oficina, el trabajo, los contratos, a una empresa a la cual le debo todo. Melissa me insistió asustada que me revisara, mientras se tocaba el vientre hinchado, me dijo: hazlo por él. Y apenas así fui a realizarme la prueba. Aunque mirara en los medios lo que sucedía en un mundo que se desmoronaba, a mis 45 años me sentía fuerte y revitalizado, el saber desde el momento que iba a ser padre, mi visión personal dio un giro radical. Pero la prueba, al darme positivo, lo radical cambió a golpe brutal. También era hipertenso y no lo sabía. Me aislé en un departamento, solo, no quería poner en riesgo a mi familia, y durante el confinamiento, la empresa cerró. Las economías cayeron, la gente comenzó a morir. Días
transcurrieron, todos parecían el mismo, un solo tiempo, era ver salir el sol y meterse para dar paso a la noche. Era un círculo interminable, de horror. Una mañana, sentí escalofríos, me dolía la cabeza, no podía respirar, me ahogaba. A como pude, llamé al hospital para que fueran por mí. Aparezco aquí. Otro ataque de tos me fustiga. Muevo mi cara de un lado a otro, intentó abrir los ojos. Deseo con todo mi ser, que cuando despierte, este tormento haya acabado. Quiero curarme, volver con mi familia, empezar de nuevo, ser un nuevo hombre. El respirador nuevamente emite ese sonido que me perturba. Me siento peor, me ahogo, toso, me ahogo, toso, tiemblo, tengo escalofríos, sigo sudando. ¿Quieres conocer a tu hijo? Sí, lo deseo, por favor. Yo, mi cuerpo, mi mente, siento que se desfasan, separándose. Algo viaja, soy energía, me materializo. Soy el quien soy, o era, o ya no estoy. Estoy. Melissa esta acostada y yo cargando a nuestro bebé, es hermoso, se parece mucho a ella, sobre todo tiene sus ojos claros. Mi niño los abre, hacemos contacto visual y me sonríe. Decidimos ponerle mi nombre. Él tiene cinco años, lo llevo al kínder, es su primer día y llora asustado, cree que lo estoy abandonando. Ahora tiene 18 años, se está graduando de la preparatoria. Pestañeo. Trae puesto un traje, corbata, tiene 23, se gradúa de abogado. Se casa, tiene un hijo, mi nieto. Es un hombre exitoso, como yo. ¡Cuánto orgullo, qué felicidad! Estoy postrado de nuevo, aquí. Estoy viejo cansando, tengo el respirador, apenas veo, y veo a un hombre maduro, es como verme a mí mismo, tomándome de la mano. Al lado de él se encuentra mi nuera, y al fondo, sentado, veo a mi nieto, quien en su inocencia está ajeno a la situación, quien me mira y sonríe. No veo a mi esposa, ya no está, se me adelantó. Pronto la veré. Dolor. Toso con una fuerza que desgarra mis pulmones. Intenso dolor. El sonido del respirador. El mundo se acaba. Mi Mundo. ¿Listo para irte en paz? Mi mano es apretada por otra, enfundada en látex, que me trasmite una calidez que me reconforta. No tengo miedo. Afirmo con mi cabeza. Me relajo, me suelto, comienzo a salirme de mi cuerpo, me elevo, me desvanezco en paz, pero antes, veo una luz y escucho el llanto de un bebé, mi llanto. Junto con los sollozos de alegría de mi esposa.
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Cantar bajo la luna Fue aquella noche, durante una tormenta, que Ixchel dio a luz al pequeño ser; sus ojos color azabache, sus pequeñas manos aferrándose a su rostro. La Luna era tan grande que parecía una gran rueda de queso. Ixchel solía mirarla por horas y horas contándole sus añoranzas. Sobre todo cuando extrañaba los besos candentes de aquel hombre que sólo conoció unas cuantas horas. Bernardo había tenido la dicha y la desdicha de conocer a Ixchel una de tantas tardes mientras ésta paseaba muy cerca de Tulum. Sus piernas nacaradas, su acotada cintura, esos ojos color ámbar y sus largos cabellos. Eran una evocación al centro de algún manantial. Sus movimientos de Pantera, su gracioso hablar en maya fue lo que enamoró al joven biólogo. De entre la maleza la vio salir con su vestido de flores, el cabello semi sujetado y tarareando un estribillo de una canción de un afamado compositor yucateco: “...que la semana tiene más de siete días” En cuanto se cruzaron sus miradas la química fue inmediata. Ella se sonrojó y su mirada brillaba como ojos de Jaguar en la selva al acecho de su presa. Mientras que Bernardo la recorría con la mirada apacible, su rostro fue el que más le llamó la atención de esa cara como de muñequita de porcelana china que solo había visto en las revistas del National Geographic. Su mirada se detuvo en sus labios que musitaban unas palabras raras. - Ki'ímal oólal. - ¿Cómo te llamas?, le preguntó mientras que le extendía la mano. - Ixchel, contestó y se le quedó mirando. Las horas fueron pasando, poco a poco sin sentir. Era una suerte haberse encontrado; en cuanto sus pieles hicieron contacto ya no hubo más barreras ni el lenguaje fue una para impedir que se amaran, el verde de la selva y ellos fueron uno sólo. Caminaron por la orilla de la playa, entre risas y jugueteos, se sumergieron en el mar y la tibia agua les cubría el cuerpo, las arenas del 66
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Rocío Prieto Valdivia tiempo fueron testigos de ese fortuito encuentro. Tumbados sobre la arena y exhaustos vieron el ocaso. Al caer la noche, Bernardo se despidió de ella con la firme promesa de volver a la mañana siguiente. Pues debía regresar con los chicos del voluntariado; él era el responsable de recolectar los huevos de tortuga carey. Le besó la frente y la vio marcharse con la luna sobre su rostro que resplandecía de tanta felicidad. Al día siguiente Bernardo volvió al mismo lugar sólo que un poco más tarde de lo acordado; Ixchel no apareció por ningún lado. Pregunto por todo el pueblo cercano a Tulum y nadie le dio razón de ella. Al entrar a una pequeña capilla vio su fotografía, la sangre se le helo. No tardó en preguntar a uno de los pobladores, le dijo que era una legendaria princesa maya que se había perdido en la selva hacia muchos años y que sólo aparecía según los pobladores cuando algún niño estaba en peligro de muerte. - No, no es posible yo la vi, la besé. Se decía Bernardo. Ayer la vi, musitó. - Sólo aparece cuando un niño va a morir. - Mi hijo, -pensó con angustia- ¿Tiene teléfono?, ¡Por favor, préstemelo! Minutos mas tarde al otro lado de la línea le contestó una voz poco familiar. - Karla, ¿está Karla? - ¿Amor, qué te pasa? - Quería escuchar tu voz y saber que mi hijo está bien. - Es una niña, cariño, ¡quiero que se llame Ixchel! Los días fueron pasando, y Bernardo convencido con la leyenda maya de la princesa, no volvió al lugar dónde había conocido a la mujer. Se tenia que marchar. A su vez Ixchel volvía todas las mañanas en espera de Bernardo. Con su vestido de flores, que con el paso de tiempo se fue decolorando, y envolviendo el cuerpo que de poco a nada dejó de ser esbelto y a los meses después dio a luz a un
pequeño ser de ojos grandes, negros, cabello rizado y piel blanca, como la de su padre. Sus padres la corrieron de la Aldea. Ella era recolectora de concha, y hacia artesaníasque vendía a los turistas. Con su hijo en brazos desafió al mundo. Se internó en la selva con su pequeño, al que puso el nombre de Canek. El niño creció y se convirtió en un luchador en favor de los derechos de su pueblo; escribió poemas hermosos dedicados a su padre ausente. Ixchel alimentó con amor al hijo que engendró tras conocer al único hombre que había amado. Ixchel era tan bella que su fotografía sigue siendo usada para amedrentar a los hombres malos qué intentan enamorar a las mujeres nativas. Bernardo por las noches aún se sienta en su despachó, mientras en el tocadiscos la canción “Contigo aprendí” se repite una y otra vez mientras su mirada traspasa la ventana, hacia la noche.
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Shakira y Perry Soy Shakira, tengo cuatro años, y de acuerdo a la tabla equivalente de vida perruna, serían 36 en el ser humano; de tal forma, que he acumulado grandes experiencias y aventuras que quiero compartir con ustedes. Dicen los humanos que los perros visualizamos en blanco y negro, no lo sé con certeza, pero cuando veo aparecer en la puerta del patio a Cuquis y Jorge, todo mi mundo se pinta de color; experimento una serie de emociones que paso enseguida de una pasividad pasmosa al estar postrada en el piso, a enloquecer en segundos; parece que se enciende una chispa en mí, que me da cuerda y me inyecta energía solo con su presencia; empiezo a correr por todo el espacio que me tienen asignado, entro al jardín, salgo por pequeños huecos que he construido entre las plantas, brinco, emito ladridos de júbilo, cual si quisiera expresarles el mucho amor que siento en mi corazón. Corro a su encuentro y les abrazo con toda la efusividad posible. Estoy un poco grande y obesa, por lo que varias veces, con mi abrazo afectuoso, Cuquis se tambalea como hoja que mece el viento, y en muchas ocasiones cae al piso. Yo pienso que está jugando, por lo que rápida y presta brinco sobre ella, lamo su rostro y manos y permito que mi cuerpo quede encima del suyo; no entiendo porque de pronto ella se enoja y empieza a gritar, sube sus manos para cubrirse el rostro y pone su cuerpo en posición fetal. Para mí es una invitación a seguir jugando y brincando, hasta que llega Jorge en su auxilio, emite un tremendo grito y es suficiente para que yo salga corriendo lejos de su alcance. No es que me haya golpeado, simplemente es que tiene tanta determinación en su voz, que mejor corro y me escondo; no así, Cuquis, que puede gritar y gritar, pero sé en el fondo que lo único que quiere es demostrarme su cariño. Estoy consciente del amor me profesan, de ser depositaria de su confianza, entender sus tristezas y alegrías, brindarles seguridad; cuando salen fuera, les extraño tanto, pero me encargo de cuidar la casa. Empezaré a narrarles mi historia desde el principio. Nací dentro del seno de una familia Rottweiler, mis padres parecían figuras majestuosas 68
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Cuquis Sandoval Olivas de cuarenta kilos que se erguían sobre nosotros para cuidarnos; con un pelaje aterciopelado de color negro en gran parte del cuerpo, el pecho y patas caoba claro. Ambos con la cola corta, (destino que también me tocó experimentar cuando cortaron mi rabo) y una lengua larga rosada que casi siempre está por fuera de su hocico, dejando entrever unos filosos colmillos. De pronto sentí que unas manos me arrancaban de la ubre de mamá, me encontré con unos ojos hermosos que me miraban llenos de admiración. Sus manos me acariciaban y balbuceaba muchas palabras que aún no podía entender. Carlos, joven de veinte años llegó conmigo a casa, me presentó ante sus padres y dijo que se haría cargo de mí. Sufrí ansiedad al desprenderme de mi familia; buscaba la seguridad de un abrazo protector, esa noche, lloré incansablemente, estaba solita, envuelta en una cobija dentro de una caja de cartón en el cuarto de lavandería. No paré de gemir lastimosamente, hasta que mi sufrimiento penetró en sus oídos y corazón y, desobedeciendo las órdenes de sus padres me llevó dentro de la recámara y me acunó en su pecho. Cuando el sol entró por la ventana, estaba tan plácidamente dormida a su lado, que solo el rugir de mis tripas me obligó a despertar. Me preparó una leche espumosa y calientita que fue un manjar para mi estómago hambriento; acto seguido, hizo un recorrido conmigo en brazos para mostrarme la casa, ¡era enorme! Dicen que los perros reencarnan en otros, quizá sea cierto, porque todo me empezó a ser familiar, como si ya lo hubiese visto en otro tiempo. Esa sensación la sentí especialmente con los padres de Carlos, me daban tanta seguridad, que sentía me habían cuidado por siempre. La novedad de mi presencia pasó rápido para este joven. Un día, al buscar su presencia, mis ojitos vislumbraron a lo lejos una figura extraña, ¡era un cachorro! ¡Sorpresa que me llevé!, totalmente diferente a mí, no es que hubiese visto mi figura en un espejo, sino que vi a mi familia y por consiguiente supe que esa era mi apariencia. Perry, dejó entrever una mirada temerosa, era un perrito sin raza definida, con un cuerpo alargado y
patas cortas, con cara de chihuahua y de color morrón claro. No entendía el por qué se escondía de los humanos, en cuanto ellos aparecían, él corría a ocultarse entre las plantas del inmenso jardín; no se acercaba al plato de comida hasta que quedábamos solos en el patio. Teníamos la misma edad, pero obviamente yo era mucho más grande, inteligente y fuerte, por lo que desde ese momento tomé el rol de liderazgo. Primeramente, compartíamos platos de comida y lechos separados. Perry esperaba pacientemente a que yo terminara de comer, para luego hacerlo él y correr a esconderse con el rabo bajo sus patas. Cada vez que intentaban acariciarlo, huía en una carrera desenfrenada. Me fui ganando su confianza, y en la medida que me permitió estar cerca y compartir juegos, se propició el acercamiento con las personas a nuestro alrededor. Fuimos desarrollando un vínculo indisoluble, desde entonces Perry duerme encima de mí, tenemos una increíble sincronía en todo lo que hacemos; conocemos exactamente la hora en que nos sacan a pasear, por lo que empezamos a rasgar la puerta y ladrar; apenas salimos fuera de nuestro entorno, disfrutamos enormemente corretear y asustar a los gatos. Perry enfrenta a los perros más grandes sabiendo que estoy lista para defenderlo. Yo he crecido alrededor de sesenta centímetros y él sigue estando pequeñito. A los 9 meses tuve mi primer ciclo de calor y empecé a expulsar un flujo marrón rojizo, me sentía cansada y con dolores en el cuerpo, no entendía el por qué Perry quería estar más cerca de mí. En una ocasión trajeron a casa a otro perro de mi misma raza para que me preñara y Perry sufrió tanto, no paraba de ladrar y de querer enfrentarse a ese monstruo gigantesco que le quería robar mi amor y atención. Finalmente, no permití que ese perro me montara, pero sí corrimos por todo el patio e hicimos tanto desastre que pronto lo regresaron a su hogar. Atrás de nuestra casa, hay un enorme campo de fútbol y béisbol; el cual solamente está ocupado los fines de semana y eventualmente por algún deportista ocasional; por lo que se ha convertido en nuestro espacio de paseo y ejercitación. En una ocasión, el perfume de mis feromonas era tan intenso, que atravesó la distancia y muros de paredes; un perro desesperado ladraba afuera de la puerta, buscaba la manera de llegar
hasta mi fragancia, por lo que se atrevió a saltar la barda que nos separaba de cuatro metros de altura. Fue inútil su acto desesperado, Perry ladraba tan ferozmente que Jorge salió a revisar, corriendo al intruso a palos. A pesar de mi apariencia feroz, soy tranquila, obediente y muy juguetona, no necesito cuerda al salir a mis paseos, sin embargo, en una ocasión que Cuquis fue a caminar sin la compañía de Jorge, nos sentimos responsables de su cuidado; corríamos alegremente por la pista, cuando de pronto alcancé a ver a un hombre que se aproximó a ella, no me gustó su apariencia, y olvidando las buenas maneras de conducta y socialización que me habían inculcado, corrí y le aprisioné el muslo entre mis colmillos. No fue una mordida fuerte, solamente quería lanzar una advertencia. Fue tanta la preocupación que causó este hecho, que por varios días no salimos de paseo y los posteriores, debía ir atada al cuello con una cuerda. Debo decir que solamente Jorge es lo suficientemente fuerte para detener mi ímpetu de correr desenfrenado. Una vez que uno de sus nietos me sacó a pasear, jalé tan fuerte la cuerda que lo tiré y arrastré por el suelo. Perry y yo, tenemos la suerte de estar con una familia que nos ama y cuida, y sabemos que cuando acaben nuestros días con este ropaje que vestimos, usaremos uno nuevo y volveremos a encontrarnos.
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El siniestro pacto del caballero Entre gritos y sudores, el caballero despertó de su pesadilla. Se encontraba ante un deslumbrante castillo tan negro que la luz del sol parecía perderse en los macizos ladrillos color azabache. En las puertas, una figura en descomposición asomaba sus podridas carnes, portaba una raída capa que en algún tiempo debió ser de un precioso color negro igual al del castillo, más con el paso del tiempo su color se volvió un triste y apagado gris; la carne de su rostro estaba tan podrida que perfectamente se podían apreciar los insectos y gusanos que anidaban en él. De las mangas de su capa asomaron dos esqueléticas manos de un blanco tal que contrastaban con la lobreguez del panorama; una de ellas sostenía lo que parecía ser un reloj de arena cuyos granos emitían una tenue luz amarillenta. La enigmática figura ofrecía una imagen tan incomoda de ver que el caballero tuvo que hacer un esfuerzo por permanecer inmutable antes de atreverse a romper el silencio. —Otra vez tú ¿Qué quieres de mí? —Gritó el caballero sin obtener respuesta— Creí que después de darte mi alma acabaría tu maldición, que me llevarías al infierno a servirle al demonio, pero sigo vivo y tú te sigues llevando a gente inocente. La muerte, siempre sabia, guardó silencio. Abrió las puertas a sus espaldas más como un sirviente que como si fuera el dueño de aquel misterioso lugar. El interior del castillo estaba completamente a oscuras. Por fuera, el caballero podía oír gritos de dolor, pero no veía de quien, o quienes, procedían. Intentó acercarse más, pero la muerte le detuvo en el umbral, aun así, fue capaz de distinguir quienes moraban en el castillo, en un costado vio a María, la costurera, quien había muerto hace dos días sin razón aparente, se encontraba encadenada mientras unos látigos la azotaban hasta el cansancio. En el otro extremo, el pequeño Tim, un huérfano desaparecido hace poco menos de una semana, estaba enjaulado, tenía un collar de espinas que apenas le permitía respirar.
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Damián Bueno
En el centro del castillo sobre toda esta masacre, una bestia se ufanaba del panorama. Ordenaba a fuerzas invisibles atormentar a los presentes. El caballero lo supo en aquel momento, era el Diablo, el responsable de la maldición que atormentaba su reino. El caballero dejó salir toda su ira contenida durante tantos años, 13 para ser exactos, cuando cometió la estupidez de hacer un trato con la oscuridad encarnada. —Déjalos en paz —gritó el caballero—. Ellos no tienen nada que ver con esto. —Veo que aún no lo entiendes —respondió el demonio con una voz serena que parecía venir de todos los rincones del castillo—. Cuando viniste arrastrándote ante mí, llorando y esparciendo lástima, me prometiste todas las almas que quisiera; juraste ser mi soldado más leal. ¿Acaso creíste que podrías ocultarte de mí en aquel pueblucho? ¿y que tus buenas acciones para con sus habitantes borrarían la sangre de tus manos? El Diablo chasqueó sus dedos y unos pequeños y deformes hombres se acercaron arrastrando un cuerpo inerte que el caballero reconoció de inmediato. —María —El caballero quiso acercarse, pero una vez más la muerte lo detuvo presionando su esquelética mano en el pecho del caballero, tenía demasiada fuerza para ser una bolsa de huesos podridos—. María perdóname, ¿Qué te han hecho? —Suplicaba el caballero, pero su amada permanecía inmóvil en el suelo. —Fue una buena mujer, ¿no es así? —Murmuraba uno de sus carceleros mientras los demás se reían. Eran los matones que hace unos 13 años habían secuestrado a la esposa del caballero, luego la violaron y la mataron. En una noche de tormenta una sombría figura irrumpía en el escondite de los violadores montando un enloquecido caballo que destruía todo a su paso. Los matones, asustados, trataron de defenderse, pero cuando el jinete desmontó su caballo empezó la masacre. La sangre salpicaba por todas las direcciones, llantos y gritos de horror
se mezclaban con el sonido de un machete apuñalando a diestra y siniestra sin piedad. Dos horas después la cabaña se encontraba revestida de órganos magullados imposibles de identificar. Nunca se halló el culpable de aquella masacre y no se volvió a hablar de lo sucedido en los alrededores. El caballero regresó a su morada, cubierto de sangre hasta más no poder. No recordaba muy bien lo que había hecho, y al llegar a su dormitorio y encontrarlo vacío, se dio cuenta de que ni siquiera mil muertes le regresarían la vida a su amada. Con sus últimas fuerzas se apuñaló el vientre con su espada, pero no sintió dolor, no sentía nada. El caballero estaba ya muerto en vida. En el castillo del infierno la Muerte le ofreció al caballero el reloj que llevaba, su arena bajaba de prisa. Este se negaba a aceptarla, pero ella le seguía insistiendo, finalmente la aceptó y sintió como si cargara en sus brazos el peso de su vida. La imagen del castillo se hacía cada vez más inestable, con su último aliento el caballero llamó a su esposa, pero no obtuvo respuesta. Entre gritos y sudores, el caballero despertó de su pesadilla, sabía lo que debía hacer: encontrar aquel castillo y darle fin a su siniestro ocupante.
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Augurio Cuando desperté y estiré el brazo para apagar el despertador, la luz era opaca, a pesar de ser altas horas ya de la mañana; al tocar mi rostro se intensificó el dolor de cabeza que se agudizaba con un zumbido latente que se intuía entre sueños. Turbado aún de lo que no lograba entender como real o como sueño, recordé la tormenta a la salida de la fiesta la noche anterior, mi llegada tumultuosa a casa y el extraño perro negro que se cruzó en mi camino, sus brillantes ojos eran algo que al recordar aún me provocaba escalofríos. La cabeza me reventaba y trastabillando con varios ángulos de los muros de mi habitación, logré llegar al baño y prendí la regadera en un intento dramático de disminuir aquel tormento. El agua me cortó la piel, su sensación era quizá bajo cero, pero entumió mis músculos y el dolor pareció menguar. Absorto en aquella sensación de apaciguamiento mis ojos se clavaron en los azulejos de las paredes, cuando lentamente una mancha de moho en una de las esquinas pareció dejar de ser una amorfa figura tornándose en algo más. La forma se moldeó completamente a la de un rostro, una cara con el efecto de cera derretida, demacrada, y abyecta en el dolor de siglos, por una agonía que no paraba de purgar. —¡Mauricio! La voz conocida pareció arrastrarme a la orilla de lo real, y la mancha volvió a ser moho disperso y nada más. —Apúrate, el examen está por comenzar, apenas y llegamos a la universidad. Me apresuré a vestirme, y salí en medio de una vorágine de sensaciones que me mantenían entre el sueño y la vigilia. El examen empezó en punto, y la cabeza aún se sentía entumida; la punta del lápiz casi había atravesado el papel y mis ideas seguían encajonadas sin poder lanzarse en picada a la prueba. Aturdido aún, noté una extraña sombra que corrió por la ventana; hubiera sido de los más natural si no hubiéramos estado en un tercer piso y un vació de seis metros se abriera a nuestros pies.
Roxana Aguilar Rebollo Terminé como pude entre las hojas tachonadas y salí mareado en busca de un baño, necesitaba agua que calmara la náusea o simplemente vomitar. Corrí por los pasillos y me volqué en el piso sosteniéndome del retrete, aferrándome a vivir. Vomité, una, dos, tres veces; y me incorporé pálido y maltrecho, me observé al espejo y vi los despojos de mí, después de una noche de juerga. Me agaché a mojarme el rostro y al incorporarme una voz muy clara me dijo: —¡Está muerto! El zumbido nuevamente se apoderó de mi cerebro, esta vez acompañado de una asfixia inminente a causa de una inesperada parálisis, logrando a fuerza de voluntad liberarme del yugo de la inmovilidad, corrí despavorido en busca de personas, gente que me salvara de lo inconcebible. —Mauricio, espérate, ¿qué te pasa? —Nada. Yo, el baño. Olvídalo. ¿Qué paso? —No, nada, solo quería recordarte lo de la fiesta de hoy, a las ocho en casa de Lucio. Parecía inaudito seguir bebiendo al siguiente día después de la intensa borrachera de la que apenas salía; sin embargo, negarse a ella era aún más inaudito. Caminé meditabundo hasta mi casa, y dormí toda la tarde. Al ponerse el sol, me incorporé somnoliento aún de la larga siesta reparadora. En la penumbra, logré apenas divisar la silueta de un hombre, alto y corpulento como yo, vestido con una chaqueta negra de cuero y el rostro completamente desfigurado, señalándome maniáticamente. —Si la quiere, venga por ella —dijo. La parálisis volvió y con ella la asfixia, una probada de muerte era aquella sensación que se apoderaba de mí, cuando sin más, la luz de la habitación se encendió y mi hermano atravesó el umbral. —¿Mauricio, estás bien? Creo que estás teniendo una pesadilla.
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Abrí los ojos y lo miré con una esperanza alentadora; sin embargo, no logré articular palabra hasta varios minutos después. Salí de casa, cansado por la fiesta de una noche antes, por las labores del día, pero, sobre todo, agotado de aquella serie de acontecimientos extraños que me estaban envolviendo. Temía estar perdiendo la cabeza. La idea era absurda; pero quizá, el exceso de alcohol de varios días estuviera provocando el hecho. —Mauricio, hasta que te dejas ver, llevo una semana sin saber de ti. —¿Una semana? —Sí, pues, desde la fiesta de Angelina. —Pero si anoche estuvimos bebiendo. —¿De qué hablas?, anoche nadie bebió, o a mí no me invitaron. Su sinceridad me provocó un escalofrió que recorrió mi cuerpo, todo el malestar de ese día lo había aludido a una fiesta en casa de Fabián una noche antes; que él mencionara eso, detonaba mis alarmas. Bebí, uno, dos, tres caballitos de tequila, y
La iglesia solitaria
el nerviosismo se apoderaba de mí. De repente otro escalofrió, y entonces vi la chamarra de Fabián, su favorita, la que nadie podía tocar; me la puse, buscando venganza por el malestar que acababa de provocarme y salí de la casa echándome a andar por uno de los extremos de la carretera, y de repente, un grito: —Mauricio, no seas cabrón, devuelve esa chamarra. Fabián ya está armando desmadre por ese vejestorio. —¡Si la quiere que venga por ella! Grité, y un halo de extrañeza me envolvió. Lo siguiente, me es difícil definirlo, ni siquiera puedo describir mis verdaderos sentimientos: uno, una luz cegadora; dos, un golpe mortal de un bólido que no se detuvo jamás. Luego tres, los ojos del perro negro husmeando el cadáver, mi cadáver, lamiendo las heridas del rostro desfigurado; por último, las voces, que sentencian el augurio del que ya se me había hecho partícipe y no supe escuchar. —¡Está muerto! ¡Mauricio está muerto!
Jocelyn Guadalupe López Zahar
El padre esperó a que el reloj marcara las diez y se dirigió a la iglesia para dar misa, como solía hacer cada domingo. Al llegar notó que estaba vacía y temió que sus fieles hubieran faltado tras perder la fe. Pero ellos tenían más fe que nunca, ya que estaban rezando en el panteón mientras sepultaban el cadáver del cura del pueblo, quien había sido asesinado el día anterior.
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Arriba la loca
María Susana López
Cae el sol, la pantomima primaveral parte. Entrega el campo de batalla al duro invierno. Su memoria hace eco. Una lunática fantasía refunfuña desesperada. Intenta recuperar las frases exactas que se le escapan como la cola de un cometa. Sus palabras desenganchadas del anzuelo como peces imposibles de pescar. Prueba rescatarlas. —Parole, parole —repite una canción pegadiza. Vuelve a ser niña, se olvidó de aquellas podas a sus delirios. Su razón ya no es pulcra ni hacendosa, se volvió una vaga adolescente. Ya no busca causa y efecto. —Una vida, o muchas vidas dentro de su cabeza. Una fabulación creativa. Su mundo es oscuro y movedizo, sube y baja escaleras entre la desmesura y un deslumbrante caos. Convive con todas sus almas gemelas, mientras entrelaza palabras sueltas que tintinean entre esas voces que la acompañan. Y sí, ahora le dicen la loca de arriba.
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Los deseos de Serena
J.R. Spinoza
Fragmento final
Capítulo Once No fue difícil convencer a Susana y Axel de acompañarnos al museo. Ella me consideraba su mejor amiga y él, ahora, presumía estar enamorado de mí. Lo que no esperábamos era contar con la presencia de Dina y Luis que al escuchar de la salida decidieron acoplarse al plan y no hubo manera de disuadirlos. El museo era una especie de castillo rústico, según el recepcionista, construido en la época de la Colonia. El suelo era de piedra arenisca y tenía un color similar al del cacahuate pelado. Nuestra guía era una ancianita encorvada vestida con saco y falda color celeste y zapatos a juego. Usaba lentes horribles en forma de medio círculo y hablaba demasiado. —El edificio antes era una alhóndiga. Fue saqueado durante la Independencia. Posteriormente durante la Revolución, sirvió de refugio a Pancho Villa, por aquellos años… —¿Dónde dices que está el termo? —susurró Francisco. —En la nueva exposición, debe estar en el piso de abajo. Cuando nos acercamos a las escaleras un guardia nos obstruyó la entrada. —Está exposición permanecerá cerrada hasta dentro de una semana. —¡Una semana!, no tenemos una semana —musitó mi amigo. Ambos volvimos con el grupo. —¿Qué ocurre? —preguntó Susana. —Necesitamos una distracción —fue cuando se me ocurrió la idea. Le susurré a Dina mi plan. —Claro linda, sin problema. Pero tendrás que contarme el chisme mañana. Yo asentí y ella se aproximó a Luis. Lo tomó de la camisa y comenzó a besarlo con descaro. 76
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Eran besos largos y por lo que se podía ver, con mucha lengua. No tardó en llamar la atención de nuestra guía. —Jovencitos, este no es lugar para… Ellos la ignoraron. Dina entonces despojó de su camisa a Luis, dejando a la vista su regordete torso desnudo. Recorrió su pecho con las manos y brincó hacia él, a manera de que éste la cargara. La anciana pegó un grito de angustia y retrocedió trastabillando. El guardia se movió de las escaleras para ir hacia ellos. Era el momento. Se lo indiqué a los demás. Susana y Axel fueron los primeros en escabullirse, pero me tuve que regresar por Francisco. —¡Vamos! —Lo siento —sacudió la cabeza como para volver de sus pensamientos— quería ver qué pasaba. Lo tomé de la mano y me lo llevé conmigo a rastras. Bajamos los escalones con el mayor sigilo posible. Estos daban a una sala con una alfombra roja en el suelo y llena de estantes, donde había cajas de cristal con objetos antiguos adentro. —¡Debemos darnos prisa! —ordené. —Serena, mejor regresemos, si nos encuentran nos meteremos en problemas —dijo Susana. —Sí, amor, cuando nos dijiste de la visita al museo no mencionaste que haríamos algo ilegal —la apoyó Axel. —Regresen ustedes, díganles que no pudieron disuadirnos de bajar —les dije. —Pero… —Susana dudaba en abandonarme. —Fuiste una buena amiga Susy. Lo lamento mucho. Ella asintió. Por un momento sentí como si al mirarme a los ojos comprendiera todo. Ambos subieron las escaleras. —¿Quién anda ahí abajo? —se escuchó la
voz del guardia. Nos quedaba poco tiempo. —¡Lo encontré! —exclamó Francisco retirando la caja de cristal. —¡No lo toques! —le advertí. Se detuvo en seco— Si lo abres tú, cambiará de amo. Es lo que quiere. Se escuchaban los pasos bajando las escaleras. Abrí el termo. Decenas de arañas peludas salieron de él. Caminaron por mis manos enterrando sus patas, llegaron a mi pecho, mis piernas, mi boca. Francisco intentó quitármelas, pero también lo cubrieron a él. Entonces escuché su risa. Las arañas comenzaron a aglomerarse, y cuando me vi libre de ellas, me puse en pie. La gran masa de arañas se unió para formar a James. Se le veía descompuesto. Sus ojos se habían vuelto amarillos y unos cuernos sobresalían de su cabeza y sus codos. —¿Por qué esa mirada?, ¿ya no te parezco atractivo? —¿Esa es tu verdadera forma? —No, el único que puede verla es tu amigo, el que está en el suelo tapándose los ojos. Caminé hasta Francisco y me puse frente a él. El guardia de seguridad terminó de bajar los escalones. —Ya estuvo bueno de bromas chicos, entréguense. Nuestros amigos venían tras él. Francisco se puso de pie y me tomó de la mano. —Deseo… deseo regresar a la realidad que dejé. James comenzó a crecer hasta romper el techo de aquel lugar. Las piedras comenzaban a caer. Tanto el guardia como nuestros amigos estaban aterrados. Parecía que ahora todos podían verlo. Clavó sus colosales dedos en el suelo y abrió la tierra. Todos caíamos a una oscuridad infinita.
Capítulo Doce Su cuerpo brillaba como el sol de mediodía. Puse la mano sobre mis ojos para intentar ver, pero sólo pude alcanzar a distinguir una silueta dorada. Estaba con un viejo, a este sí que le veía. Usaba un turbante en la cabeza y su ropa era color bronce, vestía una túnica que le cubría todo el cuerpo. Su larga barba y bigote eran casi en su totalidad de un tono de gris muy claro, con algunos vellos en negro, negándose a envejecer. —No escribas nada. La palabra tiene poder, has de aprenderlo de memoria, lo repetiré en tu oído hasta que así sea. El ser resplandeciente se acercó al anciano. Era tal su luminosidad que quedé ciega por unos momentos. Cuando recuperé la vista vi a un hombre salir de una cantina. Se tambaleaba en un intento de caminar. Lo reconocí por su espeso bigote. Era papá. Buscaba las llaves de su auto. Cuando las sacó, un hombre se las quitó de la mano. Las puso en su bolsillo y llamó un taxi. Empujó a papá dentro del vehículo y golpeó el quemacocos un par de veces. El taxi arrancó y desapareció en la distancia. Comenzó a llover. Las gotas cristalinas se tornaron oscuras y de un momento a otro era como si llovieran sombras desde el cielo. Oscurecían lo que tocaban, consumían la luz, hasta que todo se puso negro. Mis ojos tardaron unos minutos en acostumbrarse a la penumbra. Recostado en un enorme edificio estaba el Efrit de mis sueños. Ahora entendía que todo el tiempo se había tratado de James. —Es el futuro lo que ves. Es mi destino ser libre. El tuyo, sufrir. Él podía verme. Estiró uno de sus dedos, que eran más largos que un autobús. De él salió un rayo que me impactó en el brazo derecho y me hizo sentir un dolor como nunca antes. Sentí que mis dientes se quebraban y cada una de las células de mi cuerpo hacía explosión. Después hubo paz. Mi mano derecha sentía la hierba, acaricié el suelo y la vista enero 2021
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volvió a mí, revelándome un hermoso jardín. Una mariposa amarilla descendió lento hasta mi mano, se posó en ella unos segundos y retomó el vuelo. Me puse en pie como pude. Estábamos en el parque llamado El Laguito, a mi lado estaba Francisco, quien se incorporó minutos más tarde. —Creí que habíamos muerto —me dijo. —Quizá lo estemos. Quizá este sea el infierno y James nuestro verdugo. —¿Cómo fue que conseguiste hacerte con ese maldito termo? —Él me encontró. Todo esto ha sido su plan desde el inicio. Sólo soy un obstáculo en su camino hacia la libertad. Ahora fue Francisco quien me tomó de la mano. Me abrazó. Creí que me besaría, pero sólo acarició mi cabeza —quizás fue lo mejor— aun así, no me soltó la mano hasta que estuvimos a una cuadra de mi casa. —Creo que aquí nos despedimos. ¿Nos vemos mañana? —No lo sé. Pero gracias por todo. Lo abracé con fuerza, por diez o quince minutos. Luego él se dio la vuelta y sin agregar más, se marchó. Caminé hasta casa mientras los últimos rayos de sol luchaban en vano contra la noche. Me detuve delante de la puerta. Quizá papá me reñiría por estar todo el día fuera. Respiré hondo. Giré el picaporte. La casa olía a orines y cerveza. Había un montón de latas en el suelo y colillas de cigarro desperdigadas en la alfombra. —Papá, ya llegué. No hubo respuesta. Cuando entré a la sala descubrí la razón. Mi padre estaba colgado del techo, una silla de madera yacía en el piso. La gruesa soga estaba enredada alrededor de su cuello. Manoteaba con fuerza e intentaba deshacerse de su atadura. Reaccioné con rapidez y empujé el sillón hacia él de manera que sus pies pudieran alcanzarlo. Fui a la cocina por un cuchillo, acomodé la silla y corté la soga. Usé todas mis fuerzas para recostar a mi padre en el sillón. Intentó hablar, pero de su boca sólo salieron roncos balbuceos. Acarició mi mejilla y perdió el conocimiento. Olía a vagabundo y su aliento hedía alcohol. Llamé a la ambulancia y les expliqué la 78
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situación. Tardaron veinte minutos en llegar a la casa. Me dijeron que viviría y lo subieron a una camilla. Cuando salían con él para trasladarlo en el camión uno de los paramédicos se puso pesado. —No puedes quedarte sola, acompáñanos al centro de menores. Yo saqué mi credencial de elector y se la mostré, junto con una cara de pocos amigos. Él se dio la vuelta y se marchó. Me quedé sola. Entré a mi habitación a comprobar que el termo seguía ahí. Me pareció ver también a James, observándome desde la oscuridad. Cerré la puerta de golpe y puse seguro —como si eso fuese a detenerlo—; decidí ir a la recamara de mis padres. Quizás ahí podría dormir. Me recosté en la cama mientras con los pies me deshacía de mis zapatos. Al girar mi cabeza descubrí algo en el buró, junto al colchón. Era un regalo. Estaba forrado con papel dorado y tenía un moño púrpura. Me incorporé y la curiosidad me hizo tomarlo. Lo abrí. Tenía un par de sostenes en su interior. Eran de color negro. Los tomé y vi que tenían relleno. Había un sobre en el fondo. Era una carta. Serena: Este es mi regalo para ti. Tuve que pelear un poco con tu padre, pero al final lo convencí de que estas creciendo. Sé que últimamente hemos discutido mucho. Supongo que es algo normal, a tu edad también reñía mucho con mi madre. Pero tienes razón en que casi no estoy en casa. Me gustaría poder pasar todo mi tiempo con ustedes. Por lo menos tú tuviste la fortuna de crecer a mi lado, tu hermana se está criando sola. Yo no amo más a una que la otra, cuando seas madre lo entenderás. Espero poder tener tiempo más adelante. Quiero verte crecer hasta convertirte en una gran mujer. Estoy orgullosa de ti. Te amo. Mamá.
Un par de gotas cayeron sobre el papel. Lo guardé con mucho cuidado y lo volví a colocar en la caja. Recordé la última vez que hablé con ella. —¿Ahora escribes? — dijo levantando las cejas. —Sí, quisiera escribir algo para Ami — improvisé. —¿Y de qué trata?
Me senté en el sofá. —De un genio… y de una chica. Ella lo tenía todo, pero no lo sabía, y con sus deseos lo perdió. —Suena a una historia triste —dijo sentándose a mi lado —como si los deseos fueran algo malo. —Quizás sean malos si los pide alguien egoísta. —No creo que esa historia le guste a tu hermana, a mí no me gusta. —A mí tampoco. Era hora de cambiarle el final a la historia. Fui a la habitación de Ami y tomé de su mochila una libreta y una pluma. Dejé la primera página en blanco y comencé a escribir. “Me había regresado por el cuaderno de matemáticas cuando los vi besarse. Susana le tenía agarrado…” Escribí todo acerca de James y mis deseos. A medida que escribía iba recordando detalles en los que no reparé. El sueño desapareció y una seguridad de tener un plan que funcionaría tomó su lugar. Cuando terminé de escribir ya era de día. Regresé a la primera página y decidí dejarle una nota a Francisco. Me bañé, me vestí y fui a mi habitación. Guardé el termo en mi mochila junto con la libreta que había usado. Subí al auto. James apareció sentado en el asiento del copiloto. —Nada como un buen paseo, como en los viejos tiempos. Lo ignoré. —¿Qué pasa preciosa?, ¿estás molesta conmigo?, ¿qué pediremos hoy?, recuerda que sólo te quedan dos deseos. —Lo sé —le dije con calma —, debo entregar algo, pero terminando ese asunto pediré mi siguiente deseo. El rostro de James dibujó una sonrisa. Quizá creyó que me había resignado. Fui a casa de Francisco. Como lo imaginé seguía dormido, así que le dejé la libreta a su mamá. Conduje hasta el parque El Laguito y estacioné el auto. El lugar estaba desierto salvo por un barrendero que me saludó a la distancia. —¿Aquí pedirás tu siguiente deseo?
—Aquí pediré el último. —Algo se te fundió en el cerebro, te quedan dos. —Deseo quedarme muda por el resto de mis días. —¿Qué?… Tú no… —Vamos esclavo, cumple mi deseo. —¡Tú! —la piel de James se tornó de color rojo y de su cabeza y espalda salieron cuernos. —¡Qué esperas maldito Efrit! Cumple el deseo de tu ama. —Eres una asquerosa bolsa de carne, te haré pagar. —Por Alah que no me harás daño, un Efrit no puede matar a su amo. Debes cumplir sus deseos, los cuales no se pueden deshacer. Y como tu mencionaste en alguna ocasión, se deben de pedir de manera oral. Así que, ¡Cumple mi deseo genio! ¡Maldito esclavo! James se retorcía de dolor. Su cuerpo comenzó a volverse humo y giró a mi alrededor, sentí como estiraba su brazo y rajó mi cuello. Sentí la herida y la sangre caliente caer por mi pecho. Mis piernas se hicieron flan y de un momento a otro yacía en el suelo. Mirando las nubes de aquella linda mañana. Escuché el sonido de las aves y olí el césped recién cortado.
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Epílogo Era hora de cambiarle el final a la historia. Fui a la habitación de Ami y tomé de su mochila una libreta y una pluma. Dejé la primera página en blanco y comencé a escribir. Cuando Francisco terminó de leer la libreta se puso de pie. La metió en la mochila y salió de su casa como si la vida se le fuera en ello. La voz de su madre preguntando a dónde iba no llegó a él hasta que ya estuvo en la calle. Paró un taxi y le indicó la dirección de la casa de los padres de Serena. No sabía qué esperar, la nota decía que quizá no volvería, temía que su amiga hubiese decidido encerrarse junto con el genio o peor, que estuviese muerta. Por fin entendía muchas cosas que habían sucedido. Pero más importante, entendía a Serena. —¡Aquí es! –no estaba su auto, tampoco el taxi de su padre. Se bajó y pagó el servicio. El vehículo arranco y él se encaminó a la puerta. Tocó, gritó, le llamó por teléfono. Nada. Decidió esperar, sentado en la entrada de la casa, recargado contra la puerta, leyó la libreta una vez más. Le faltaba el final y era lo que más le preocupaba. Escuchó el sonido de un auto acercándose. Levantó la mirada y vio el taxi del señor Sánchez llegar a casa. El hombre traía un collarín. Dijo algo que Francisco no pudo entender, con una voz ronca y cara de pocos amigos. Entró a la casa. El muchacho dudó en acercarse. Cuando estuvo resuelto a hacerlo el señor salió. Cerró la puerta y se volvió a subir al vehículo. Francisco estaba confundido. Se escuchó el claxon del carro. El hombre le hacía una seña para que subiera. Una vez dentro del auto el ambiente se relajó. Llegaron al hospital. Luego de estacionar el carro, el señor Sánchez bajó y sin decir palabras comenzó a caminar. Francisco no tuvo más remedio que seguirlo. Entraron a aquel edificio que olía a desinfectante. El suelo era de color gris y estaba resbaloso. Caminaron por un largo pasillo y al final de este un guardia los detuvo. 80
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—Sólo un visitante. El señor Sánchez sacó un billete de cien dólares y se lo dio. El guardia se hizo a un lado y avanzaron. En la cama número siete estaba Serena. Dormía. Tenía vendajes en el cuello y la cara presentaba cierta palidez. Tardaron dos días en darla de alta. Al tercer día Francisco ya estaba tocando la puerta de casa de Serena. Ella se levantó con rapidez para abrirle. Buenos días, dijo Francisco en lenguaje de señas. Hola, respondió Serena con las manos. Él cargaba un libro de introducción a lenguaje inclusivo bajo su brazo. —He venido a practicar con Serena. —Hola Francisco –la voz del papá de Serena seguía sonando muy ronca, pero por lo menos ahora se le entendía– pasa, estoy haciendo hamburguesas. Serena se frotó la panza y le dedicó a Francisco su más sincera sonrisa. Él la tomó de la mano, cuidando que el señor no los viera, y se acercó para darle un breve beso en los labios. Serena puso su dedo índice en la boca de él. El termo yacía junto a la cama de Serena, y aunque podían sentir una presencia cerca de ellos, no les asustaba en lo absoluto. ¿Qué poder puede tener un genio sobre alguien que lo tiene todo?
Fin
Mi nombre es Said Mi nombre es Said y esta historia comienza con mi nacimiento en la provincia de Nadán, en una familia de dos hermanos y dos hermanas. Vivíamos en casa de mis abuelos: mi padre, mi madre, mis hermanos y otras dos familias. Las familias del barrio nos conocían. Sabían que éramos una buena familia y respetaban a mi padre, que siempre iba a la mezquita. Ahora me pregunto si realmente todo aquello era tan importante. Acá uno tiene que tener cuidado sobre lo que podrían decir los vecinos, es muy importante para la gente que vive en el barrio. Yo me pregunto si realmente vale la pena llevar la vida pensando en lo que podría pensar alguien más. Las mujeres de Josán solían hablar entre sí cuando llevaban el pan para que lo cocieran, y muchas veces dijeron por debajo del hombro que había algo mal conmigo: ¿Ya viste al hijo de Yussef? Dicen que le gusta jugar con las niñas. ¿Ya viste que tiene las pestañas muy largas, y chinas, como de mujer? ¿Escuchaste que dicen que se comporta como niña, y no como un varón? Eso acongojaba a mi madre, que se mantenía callada y hacía como que no había escuchado… ¿Realmente hay algo mal, o son sus prejuicios, sus propias ideas? A veces creo que la verdad es algo tan delgado, tan difícil de asir. Lo que es verdad en un lado, no necesariamente lo es en otro. Por eso me voy de este país a cruzar el mar y tener otra vida, en la que no importen las verdades de otras personas, sino la mía. De niño siempre fui tranquilo, y mi madre me quería. Había días que me abrazaba y lloraba en silencio, meciéndose, o suplicando al Creador por mí. Temía que un día me mataran, o que alguien me descubriera y yo fuera a la cárcel. Ya con veintiún años muchas cosas han pasado y ya no soy el mismo, supongo que no volveré a ver a mi madre, e imagino que ella estará triste de saber que he partido, pero en el fondo sabrá también que es mejor así, que no podría sostener por más tiempo la mentira y que si se descubre la verdad acabaría preso. Quizá no dijera nada frente a otros, porque también temía lo que podían decir los vecinos, pero
Gabriela Andrade Lucero veía la preocupación en sus ojos cuando me miraba como solo una madre puede mirar a un hijo que siente en peligro. Por mi parte, no podía jugar con los otros niños, porque las cosas siempre acababan mal. Recuerdo una vez que Ramed, hijo del panadero Yassed, me vio jugando en los terrenos de las casas en construcción. Es un lugar a medio hacer, las casas están en ladrillos y varillas, y todo está lleno de la tierra roja de Josán. Ramed se acercó a mí mientras los demás observaban, cuando me di la vuelta me empujó y quedé todo lleno de tierra roja. Eres una mujercita, me gritó. Yo sentí cómo se me calentaba la cara, y apretaba los puños. Me le hubiera lanzado encima a Ramed si no hubiera sido porque llegó mi hermano mayor, Salim, y se quedó mirando la escena. Le dijo a Ramend: déjalo, no vale la pena, déjalo que ya la vida sabrá qué hacer con él. Mi hermano se fue con Ramed y yo me quedé en el suelo con el corazón triste y empecé a llorar en cuanto ya no podían verme, solo, en medio de la tierra roja de Josán. Hay que aclarar, antes que nada, que mi familia no es tan mala, porque sólo el Creador es perfecto y los demás debemos pedir su perdón. Ellos siempre ayudan a quienes lo necesitan. Pero a mí no podían aceptarme como era, para una familia que reza cinco veces al día y cumple con el Ramadán, un hijo al que le gusta tomar de las manos a otros hombres era impensable. Mucho tiempo me he tardado en comprenderles, en perdonarles, porque el Creador así lo quiere, que yo perdone y no cargue con esas culpas en mi corazón. Yo pienso que es una estupidez que todo esto esté prohibido. Digo, que te puedes ir a cárcel si te descubren, porque son actos inmorales con otros hombres. Y yo pienso que, si he nacido así será por algo, quizá por hacerme sabio o ponerme un obstáculo para que lo enfrente, ¿quién es uno para cuestionar el destino? Sólo Él tiene la verdad, eso dice el imán. enero 2021
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Viarias veces he buscado el amor de Dios, cuando pongo la frente en el suelo, y estoy un momento con el Creador, siento su amor y su perdón y le pido ayuda con esto que soy, y le pido me perdone por ser esto que soy. Pero yo no entiendo por qué me quedo mirando cuando pasa otro hombre, ni por qué miro su barba. En esos momentos me pregunto por qué nada me detiene, por qué, por más que rece, siempre hay un silencio que contesta. Me quedo mirando de reojo y trato de apartar la mirada para evitar sus grandes ojos negros y agacho la cabeza, pero mis ojos se dirigen a su entrepierna, y siento un hormigueo abajo del estómago y cómo mi propio miembro quiere levantarse, y busco un lugar en el que pueda estar sentado y que nadie lo note. Pero si el Creador no ha hecho nada, ha de ser por algo, ha de tener una razón. Yo le pido perdón por mis actos, y en su sabiduría Dios sabrá qué hacer conmigo y si habrá de darme el perdón. Después de rezar, cuando volvíamos a casa, desde la mezquita, mi padre se iba por las calles de la ciudad, entre las casas blancas, viendo a lo lejos las murallas. Siempre me han gustado las murallas de mi ciudad, que son de color rojo y uno mira al horizonte y ve el mar a lo lejos. Tienen de ancho el largo de un hombre acostado para mirar el cielo. Me gusta ver volar los pájaros y la playa. Si no hubiera sido como soy me hubiera gustado vivir en mi cuidad natal y nunca salir de ella. En realidad, lo que me sacó de casa fue saber que siempre viviría en una mentira si me quedaba. Siempre aparentando ser algo que no soy, tratando de que los demás lo crean. Por eso, y por el miedo de que un día mis hermanos y mi padre descubrieran la verdad, un día simplemente agarré mis cosas, tomé un dinero que había ganado en algunos trabajos provisionales que había tenido y me dirigí a la ciudad de Manrud, en la costa, para tratar de cruzar el mar e ir a otro lado. Ahora, parado en el puerto de Manrud quiero pesar que me espera otra vida, en la que pueda ser yo mismo y decir en voz alta lo que en todos mis años en la tierra nunca he dicho.
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¿Mi última oportunidad?
Carina Castillo Ledón Pretelini
La última mañana del mes de octubre, Nadeshiko, una joven de 22 años, cabello negro como el ónix, piel blanca como la nieve y ojos color esmeralda, caminaba sin rumbo por las calles de su pueblo natal. El frío era tan intenso que ella había perdido la sensibilidad de sus manos; su nariz ya no la sentía y empezaba a quedarse dormida. Soltó una última sonrisa y sin darse cuenta empezaron a cerrarse sus ojos, cayó dormida en la nieve. Andrew era un hombre alto, de complexión delgada, con ojos de un color violeta tan precioso como la piedra amatista, su cabello era ondulado y sedoso, tenía piel color moreno claro. Él era un shinigami (Dios de la muerte), había sido enviado para llevarse el alma de Nadeshiko, pero algo lo detuvo. Al llegar y ver a la joven dormida se acercó y vio que sostenía una bala que estaba llena de sangre. La bala tenía un baño de plata por lo cual brillaba, se vinieron miles de pensamientos a su mente, decidió tomar la bala, pero al acercarse a ella hubo un gran terremoto; los edificios comenzaron a colapsar y de pronto el edificio que estaba a su lado también cayó. Él podía volar, por lo tanto, la cargó y al emprender el vuelo se dio cuenta de que era demasiado tarde; ya no podría evitar el impacto. Despertó en un parque, se levantó lento, confundido; solo podía ver la nieve. Miró a su alrededor buscando un ruido que sonaba como cadenas y vio a lo lejos a Nadeshiko columpiándose parada en unos columpios oxidados. —Nadeshiko, ¿qué está pasando? Corrió hacia ella. —¿Qué está pasando? ¿Dónde estamos? —Creé un mundo en el cual aún estoy con vida y puedo cambiar la historia. —¿A qué te refieres? Vine a llevarme tu alma. —No puedo morir aún. —¿Por qué? —Hay algo muy importante que tengo que hacer. Existe alguien a quien tengo que salvar. —¿A quién tienes que salvar? —No tiene caso que te diga, no creo que puedas ayudarme.
—Yo nunca ofrecí mi ayuda. —Por eso mismo no te diré de quién hablo. —No me importa lo que tengas que hacer, no perderé más el tiempo con tonterías, me llevaré tu alma. Nadeshiko comenzó a murmurar unas palabras y el paisaje comenzó a cambiar. Ahora se encontraban en un bosque. —¿Qué hiciste? —Yo puedo controlar este mundo. —¿A qué te refieres con este mundo? Tú estabas a punto de morir. —Eso ya no importa. En este mundo sigo viva y voy a cumplir mi objetivo. Nadie me va a poder detener. Andrew hizo un movimiento extraño con sus manos y de pronto el lugar se transformó en el pueblo natal de ella. —Tú no eres quien manda aquí —dijo él—. Yo tengo más poder que tú. ¡Me llevaré tu alma! Se acercó a ella, pero se sorprendió al ver que ella no tenía alma. —¿Dónde está tu alma? ¿Por qué no la veo? —Yo perdí mi alma el día que intenté salvarlo; así que está oculta en un lugar donde no podrás encontrarla. —Eso no puede ser verdad. Esto es imposible. —Está bien, te daré mi alma con una condición. —¿Crees que llevas las de ganar? Yo puedo irme. —No, no puedes. Te mandaron por mi alma, así que no puedes regresar con las manos vacías —él rechinó los dientes al saber que era cierto lo que ella decía. —¿Qué quieres a cambio de tu alma? —Ayúdame a salvarlo. —Está bien —y con una mueca en su cara selló el trato con un apretón de manos. —¿Qué tenemos que hacer? enero 2021
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Nadeshiko cerró los ojos y comenzó a cambiar el paisaje. Andrew se dio cuenta de que estaba en una tienda que se encontraba frente a la gasolinera del pueblo. Al voltearse vio en la pared un calendario y supo que habían retrocedido una semana. Estaba a punto de anochecer, había mucho ruido, iba a hablar, pero Nadeshiko lo interrumpió dándole una señal de silencio. A lo lejos sonaban truenos. Del otro lado del anaquel vio a Nadeshiko con una gran sonrisa, llevaba un perrito Pomerania. Pagó unos refrescos y salió de la tienda. En ese instante volteó al escuchar un disparo, estaba ocurriendo un asalto en la tienda. Sonaron las alarmas y los encapuchados salieron corriendo; al toparse con la joven decidieron tomarla como rehén, su perrito Kuro se lanzó hacia los hombres, sonó un estallido, fue un tiro limpio, él perrito murió al instante. La joven ahogó un grito, cayó de rodillas, sentía que las lágrimas le quemaban la cara, comenzó a sentir que no respiraba, sus manos no paraban de temblar; no podía creer lo que estaba pasando. Los ladrones se dieron a la fuga en una camioneta de color negro. La gente comenzó a rodearla, ella no comprendía lo que le trataban de decir, no podía dejar de ver a Kuro que yacía sin vida en el suelo. Intentó mirar a su alrededor pensando que era un sueño, pero estaba lo suficientemente mareada como para poder enfocar. Volteó a ver a Kuro, lo abrazó y sin poder decir algo, cayó desmayada. Andrew vio la cara de Nadeshiko, se impactó al ver esa mirada la cual no dejaba de ver hacia donde se hallaba la multitud antes de haber caído desmayada. Después de un tiempo ella abrió los ojos, él intentó decir algo, pero ella comenzó a susurrar de nuevo. Aparecieron en un hospital, ella no sabía qué hacer, estaba muy confundida; Kuro era el único que estuvo siempre a su lado. Comenzaron a brotarle lágrimas y al cerrar los puños con tanta fuerza, sus uñas se clavaron en sus manos provocándole heridas. En eso llegó un señor, iba vestido con un traje de color negro (demasiado arreglado para un hospital). —¿Quién es usted? —preguntó ella. —No tiene importancia mi nombre. Yo tengo 84
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algo que tú quieres, y tú tienes algo que yo quiero. ¿Qué estarías dispuesta a dar por cambiar el accidente que pasó con Kuro? Yo te puedo ayudar ¿Hacemos un trato? —¿Quieres mi alma? —No, tu alma no me sirve para nada. Quiero que trabajes para mí; cuando termines el trabajo te dejaré en paz. Como anticipo te quitaré tu alma —Está bien, ¿cómo revivirás a Kuro? —Yo no lo voy a revivir. Te daré la oportunidad de manipular el tiempo y el poder de anticipar los sucesos diez segundos. Ya dependerá de ti lo que logres hacer con esto. Cuando decidas que cumpliste tu objetivo, te será devuelta tu alma. Andrew, en ese momento le preguntó a Nadeshiko: —¿Aquí termina todo? ¿Le darás tu alma a él? —No es lo que crees, tengo un plan y necesito que permanezcas a mi lado. —¿Por qué me necesitas? Ya tienes los poderes que requieres para cambiar las cosas. —Ese es el problema, tengo los poderes para retroceder el tiempo. Pero eso no significa que cambie el accidente. Cada vez que viajo, vuelve a ocurrir un accidente. —Es normal, el tiempo ya está predestinado a que ocurra un accidente, si no es Kuro será alguien más. —¿Qué puedo hacer? —Quizás sirva el que lo saques de la escena, alejaré a todos los que puedan tener un accidente. Veremos qué ocurre. —Ok, veamos qué ocurre. Retrocedieron el tiempo, todo iba tal cual se había acordado. Pero al momento de estarse yendo del lugar hubo un sonido de disparo. Todo se tornó obscuro. Estaban en la época actual, en la misma gasolinera, que ahora yacía abandonada. Estaba nevando. Andrew sorprendido al ver a “Kuro” jugando con la nieve, gritó: —¡Nadeshiko, lo logramos! Kuro está vivo. El disparo ha de haber sido al aire o a algún objeto. Todo salió como planeamos. Giró su cabeza y vio a Nadeshiko caminar hacia él, se percató de que ella tenía su alma de regreso. La vio caminar mientras sonreía, comenzó
a hacer un frío muy intenso. Bajó la mirada y se percató de que la bala la había alcanzado a ella. No creía lo que estaba pasando, corrió hacia ella. Notó que ella había perdido la sensibilidad de sus manos, empezaba a quedarse dormida. —Nadeshiko, ¿qué hiciste? ¿Por qué terminaste el contrato? —Porque logré mi objetivo, Kuro está vivo. Me di cuenta de que es absurdo vivir regresando en el tiempo. —¿Qué tratas de decir? —¡Eso no es vida! —¿Qué va a pasar? —Quiero que cuides de Kuro, búscale una buena familia, que lo ame y quiera como si fuera parte de ellos. Ya puedes llevarte mi alma. Ella con toda su energía cargó a Kuro, lo abrazó y le dijo: —Bueno, bebé, creo que aquí termina mi historia. Quiero que continúes siendo el mejor amigo que alguien pueda tener, fui feliz todo el tiempo que estuvimos juntos. Gracias por todo.
Lo bajó y le dijo a Andrew que no quería que Kuro la viera morir. Por lo tanto, dejaron a Kuro ir a jugar con la nieve. —Te prometo que le encontraré un mejor lugar. Por tu alma no te preocupes, yo cuidaré de ella; en este tiempo que hemos convivido me he percatado de que eres alguien que vale la pena en el mundo, tienes buenos principios. Nadeshiko caminó junto con él, mientras le contaba lo importante que fue su bebé para ella, dejó de caminar y soltó una última sonrisa, mientras miraba a Kuro jugar con la nieve. Andrew pasó su mano enfrente de la cara de ella, y al pronunciar unas palabras, del cuerpo de la joven brotó una luz, la cual él guardó en un frasco que tenía colgando como collar. Tomó el frasco con sus manos y dijo: —Te agradezco por confiarme tu bebé, pero eso no será necesario, pronto tú estarás de nuevo con nosotros. Sonrió y se colocó el collar de nuevo.
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Reseña
Cristina Leirana Calero, Manuel. Narraciones ordinarias. Antología personal. Mérida, EG, 2019
Manuel Calero Rosado pertenece a la formación discursiva mestiza letrada de Yucatán, que se caracteriza por destacar los personajes socialmente marginales, pues se rebelan contra las pautas de conducta aceptada; en los textos mestizos se recrean las injustas relaciones sociales y se muestran nuevas formas de ser en este contexto social, al que a veces no nombran los narradores, pero dejan las suficientes connotaciones para que los lectores podamos ubicar que el espacio universal en que transcurren las ficciones, probablemente es Yucatán. Calero Rosado nació en la ciudad de Izamal en 1946; cursó la carrera de abogado en la Facultad de Derecho de la UADY, desempeñándose como Notario Público del Estado. En 1985 ingresó al Taller de Literatura del Centro Estatal de Bellas Artes y dos años después al de la Universidad Autónoma de Yucatán. Obtuvo el Premio Estatal de Literatura en la modalidad de cuento en 1989; fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (1997-1998) y del PACMYC (1999). Ha representado a su estado en los encuentros de narradores de la frontera sur realizados en Campeche y Yucatán. Fue presidente del Centro Yucateco de Escritores hasta fines de 2013, asociación de la cual es miembro fundador. Ha publicado los cuentarios Hacia el fin de la noche (Ediciones de la Gorgona, 1990); El visitante de la tarde (UADY, 1991); La noche junto al muro (UADY, 1992a); Viejas cicatrices (Colección Tinta del Alcatraz, editorial La Hoja Murmurante, Toluca, 1992b); Memoria del viento (ICY-PACMYC, 1999); El licenciado Mata. Isabel y otras historias que no están de más (ICY, 2006); El licenciado Mata, su liviandad y otros relatos (Ayuntamiento de Mérida, 2010); el libro de entrevistas En voz de los pintores (ICY, 2003) y Cuentos ordinarios (EG ediciones, 2019).
El Ayuntamiento de Mérida le rindió homenaje dedicándole La Feria Municipal del Libro en el año 2009. Narraciones ordinarias. Antología personal (EG, 2019), es el libro objeto de este comentario. En los relatos de Calero vemos rasgos de la vida cotidiana en Yucatán en situaciones extremas, en las que los protagonistas se ven orillados a realizar acciones impulsivas. “Las hormigas” (de El visitante de la tarde, UADY, 1991; 2019: 11-13) es una historia triste, en la que un joven busca desesperadamente a su perro Lobi, quien ha desaparecido, junto con la mayoría de los perros y gatos del pueblo, por la venganza de un político que malentiende el ejercicio del poder. En “Emperatriz de un sueño” (2019: 3741) encontramos el uso artístico del español yucateco: “la tía Concepción se hacía cada vez más pequeña, chuchul y jorobada” (2019: 37). “La noche junto al muro” es el cuento que dio nombre al libro sobre ánimas de 1992, en él, mientras unos adolescentes juegan a las escondidas en lugares que resultan peligrosos y desafiantes, otros saltan al pozo, a pesar de las advertencias ancestrales: –¡Asisto a ti con mi mejor figura! Aunque me duela recordarla, lo hago para que me reconozcas. ¿Sabes que envejecí? Tu repentina ausencia me fue arrugando la piel. Así me enterraron. Toda vieja… La aparición se agita robre el brocal removiendo los tallos que rodean el pozo. –Tú, en cambio, nunca fuiste viejo. No lo fuiste, Miguel, porque en este abismo de humedad y musgo se disolvió tu joven cuerpo. La aparición imagen señala hacia el pozo, luego va perdiendo refulgencia y la voz ganando intensidad, cuando apremia:
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–Vamos, Migel, intentalo de nuevo. Vuelve a saltar…! Y resurge la noche, el aroma de los naranjos y limonarias y esa paz que envuelve la oscuridad (Calero, 2019: 59).
Los caminos donde hubo alguna vez ahorcados son de temer, sobretodo cuando está cercano el día de difuntos, nos hacer recordar el autor en “Encrucijada” (El visitante de la tarde, 1991; 2019: 60-61). “Cazador de mayo” (de La noche junto al muro, Mérida, UADY, 1992) (2019: 64) retrata de manera íntima la costumbre de cazar que existe en nuestros pueblos. “Cosas con Vampiritos” (de La noche junto al muro, Mérida, UADY, 1992) recrea las bromas de un grupo de adolescentes las travesuras que terminan en sustos (2019: 95-98). Los buenos tiempos en los que la gente aun pasaba por los pueblos a falta de autopista, son añorados por el abuelo Ceferino en “El camino directo” (de La noche junto al muro, Mérida, UADY, 1992), Higinio ve con tristeza como su abuelo se da por vencido ante lo inevitable, los autobuses y camiones han dejado de circular por Tahmek, “ni que arrimemos el pueblo a la carretera que abrieron” (2019: 103-105). El estilo de Manuel Calero es en algunas ocasiones crudo, realista; lo cotidiano tiene un toque de ironía y reivindica el interlecto del español yucateco, que en su obra se proyecta hacia el futuro. La selección fue muy acertada, los cuentos de esta antología condensan lo real y lo legendario de las historias de Manuel Calero, autor mestizo letrado de proyección universal. Referencias Ávila M. Arnaldo/ Calero, Manuel 1991 La vigilia de los demonios/ El visitante de la tarde. Mérida: Universidad Autónoma de Yucatán (UADY) (Cuadernos del Taller Literario, número 11), 78 páginas, ISBN 968-6160-67-1 Calero, Manuel 1992 La noche junto al muro. Cuadernos del Taller Literario 15. Mérida: UADY, ISBN 968-6843-00-0.
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Un modo para todo Mujer de comunidad, entre querer y poder ser En la era del feminismo, de las defensoras sociales y ambientales, de las profesionistas, de las cultas, de las investigadoras, de las literatas, de las escritoras, de las analistas, de las emprendedoras, de las jefas de familia, de las mujeres trabajadoras (así lo ha sido siempre, solo que no reconocido), etc., en las comunidades originarias, en la sierra, donde las instituciones piden la inclusión de la participación femenina en proyectos, en cargos públicos de representación agraria, y donde por cumplir se les considera en los cargos como suplentes, pero en la práctica no son autoridad, sin embargo, son consideradas para capacitaciones para acotar la brecha de género, y ellas emocionadas y ocupadas (mientras bordan), asisten, participan poco, pero cuando se habla de gestión de proyectos para ellas… eso sí capta su atención y mejor aún se ven siendo parte del proyecto; se concluye con un listado de más de 40 mujeres, unas más participativas que otras, manifiestan estar interesadas en un proyecto de tras patio, otras haciendo lo que mejor saben hacer “bordar” y por lo que ya cobran $25.00 por blusa (por mano de obra de una blusa típica de la región que oscila entre los $600.00 y $800.00), al imaginar ser sus propias jefas y tener el capital quizá para una máquina de coser y materias primas para costurar y bordar, es inevitable sentir ese compromiso de apoyarlas, concretar esa idea. Y al pasar a la siguiente etapa de ponerse de acuerdo y estar en comunicación, algunas de ellas cuentan con teléfono y redes sociales, sin embargo, queda esperar a que a través de una autoridades les den la información para poder realizar una gestión.
Al checar requisitos para gestionar recursos para el proyecto en cuestión y que se ajuste a los conceptos que algunas instituciones apoyan, uno de los requisitos es “el acta de asamblea donde se tomó el acuerdo de solicitar el apoyo” (la asamblea comunitaria es la máxima autoridad en las comunidades regidas por usos y costumbres); sin embargo, al tratar el punto en dicha asamblea no fue aprobado o peor aún, el asunto no fue considerado en el orden del día porque los representantes del comisariado de bienes comunales así lo determinaron, y hasta ahí llegó el sueño de querer ser emprendedoras en su comunidad, y no poder serlo por los usos y costumbres, sin poder ejercer su libertad, su autonomía y sus derechos. Como persona externa no te queda más que respetar la autonomía de las comunidades y seguir trabajando en la brecha de género para convivir en armonía en el Desarrollo Comunitario, y quizá con el tiempo poder hacer realidad el proyecto.
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Demersales en A mayor 23 de enero de 2021
Me avergüenzo, incluso, al pensarlo. Pero no es una culpa genuina, sé que no es mía, no me pertenece. En algún momento o en varios, se me dijo que debía ser monógama, fiel, dar mi cuerpo a un solo hombre a la vez. Hoy, eso es la monogamia. Estar con una persona a la vez. Pausa de agradecimiento. Y entiendo, que el lector, hombre, mujer o fluido, me hablaría de responsabilidad afectiva, un término muy de moda, muy trendy. Replicaría: soy responsable, amo a toda persona con la que me acuesto, comparto mi piel, mi diálogo, estoy dispuesta a escuchar y abrazar con ternura. Esa es una revolución. Podrá romperse el lazo, una vez que salen por la puerta de mi habitación pero mientras dura, cultivo con gentileza. Tomo un corazón entre mis manos y le susurro: en este momento todo está bien, puedes salir de tu escondite, toma una bocanada de aire, nadie te lastimará. Y siento culpa. Me gustaría tener una pareja, una familia a la que ser leal y poder disfrutar mi sexualidad como una práctica personal, una búsqueda de comunión con el mundo. Lo he hecho a escondidas y ese ocultamiento me pesa. Quisiera poder hablar de realidades tales como que deseo oler otro cuerpo, reconocer otra piel, escuchar otras palabras de cama, otras ternuras. Y no puedo, no se me permite ni siquiera expresarlo. Entiendo que la sola imagen de que nuestra pareja comparta con alguien más cuerpo o risas 90
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nos enciende la porción más primitiva de nuestra mente y el conflicto se hace real aunque una idea sea lo mismo que un fantasma. No me lo tomen a mal, yo creo en fantasmas. He hablado sobre estos mundos posibles con varias parejas. Las respuestas nunca son las que esperaría. Lo entiendo, son otras personas. Sin embargo, el juicio aflora como la hierba. Crece a gran velocidad y se seca. Solo quedan ramas endurecidas por el sol, ¿y cómo negar lo que soy? Una animala de sangre caliente, una mujer que encuentra en la penetración y la copula, en la caricia y la respiración una forma de diálogo, una manera de disolver la frontera primigenia que es el cuerpo. En la humedad encuentro un lecho donde corre el agua y respiro acompasadamente como un pez. Resisto la dirección del líquido, su embestida me recuerda que aún estoy aquí, que soy un ser corpóreo y existo. Podría, sin duda alguna consagrar mi amistad, mi amor, mi lealtad a una pareja. Lo he dicho antes: hacer una familia. Sería mi más grande y profundo deseo que pudiera ser una familia fundada en la transparencia de sus pulsiones. Una familia que no juzgara, sino que escuchara el latir de las sangres y pudiera, al menos, expresar las inquietudes de su espíritu.
Tal vez, no sea posible, no estamos listos para ver más allá de la facilidad con la que se resquebraja el ego. Es un espejo delgado. Así como la superficie del agua, se distorsiona al más mínimo tacto. Entiendo que proponer relaciones de este tipo, involucra reciprocidad, un gran trabajo del espíritu, fortalecer el valor propio más allá del reconocimiento externo o de la valoración que nos damos a partir de los ojos del otro. Está para morirse de risa, percibimos como nos percibe el otro. Una doble distorsión.
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Interés superior Nuevas esperanzas
De a poco nos fuimos haciendo a la idea de que a partir de enero los menores siguieran con el programa Aprende en casa III, después de casi un año, aunque guardábamos esperanzas que con el año se iniciara la tan esperada nueva normalidad, en la cual los niños, niñas y adolescentes fuesen una prioridad para el gobierno, sociedad y familias. Teníamos la esperanza ingenua de que las vacunas alcanzaran para los profesores y maestras, así se volviera a ejercer el tan preciado derecho a la educación, sobre todo a una educación de calidad que contribuya al conocimiento de sus propios derechos y atendiendo a sus propias necesidades, que garantice el respeto a su dignidad como humano; el desarrollo armónico de sus potencialidades y personalidad, y fortalezca el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales. Pero lejos de acercarnos a esa garantía, la pandemia ha alejado a los niños y niñas de las aulas; aunque eso no debería de alejarlos de la educación, sin embargo, es una realidad que no todos tienen las mismas posibilidades de tener no solo la herramienta del internet o la televisión, sino de un ambiente familiar que propicie el acceso una educación de calidad. Los motivos no son solo económicos, sino de tiempo, y de las propias habilidades de los padres para dar los conocimientos necesarios y de acuerdo a la edad de sus hijos e hijas. Era un hecho que se dejara la labor a las escuelas, 92
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siendo los padres solo un apoyo en tareas, pero ahora somos las madres y padres los que llevamos la carga mayor y los maestros y maestras, la televisión y el internet son solo un apoyo. Lo he vivido en carne propia, tratar de enseñar a mi hijo de 1° de preescolar, las lecciones propuestas en el plan de estudios, de tener una rutina y la disciplina. Antes de cada lección, tengo que analizar el temario, la actividad propuesta, los materiales a utilizar, para que cuando él realice la clase, yo tenga todos los elementos necesarios para darle sentido al aprendizaje que va a adquirir. Es solo uno, pero la familias mexicanas están compuestas por 2.4 a 3.6 hijos e hijas, lo cual para términos prácticos significa que las madres y padres tienen la responsabilidad de darle los conocimientos del temario a 3 o 4 menores al mismo tiempo, sin contemplar que tienen que trabajar y hacer los quehaceres del hogar. La labor de los educadores es fundamental para el desarrollo de nuestros hijos e hijas, y para el progreso de nuestro país, por eso considero que la vacunación a este sector de la población, debió ser una prioridad para el
gobierno. Pero aunque el año parecería no haber comenzado, si se reanudaran nuestras esperanzas de que el siguiente ciclo escolar sea presencial y, una vez pasadas las elecciones, nuestros niños, niñas y adolescentes sean, por fin, una prioridad. Espero se hayan aprendido alguna lección y los maestros y maestras tengan el lugar que les corresponde en nuestra sociedad, la de pilares que sostienen el desarrollo de un mejor país para todos y todas. Algún día.
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El mono-grafo Lecturas críticas Sobre El nacimiento de la filosofía, de Giorgo Colli
En los primeros dos capítulos de “El nacimiento de la filosofía”, de Giorgo Colli, el autor intenta explicar el origen de la filosofía a partir de algunas fuentes históricas, relatos literarios y tradiciones, pero sobre todo a través de la vocación de los griegos hacia el conocimiento, la sabiduría, manifiesta en la ciudad y oráculo de Delfos, en el culto a Apolo y su oposición a Dionisios, sus representaciones en el mito cretense del minotauro, hasta llegar a la conclusión de que la filosofía surge de la locura. Para ello, en el primer capítulo, La locura es la fuente de la sabiduría, Giorgio Colli empieza diciendo que si bien "los orígenes de la filosofía son misteriosos" y algunas tradiciones eruditas lo relacionan con Tales y Anaximandro, su inicio no es tan lejano como se piensa: Ya desde Platón se concibe a la filosofía como una forma de "actividad educativa [...] ligada a una expresión escrita." Pero en Platón la sabiduría es algo que ya se ha alcanzado, algo que se debe recuperar y la filosofía no es más que un desarrollo, una especie de género literario, en la que se plasma la sabiduría. Lo interesante aquí es que el primer problema con el que se enfrenta la filosofía para entender su origen es la filosofía misma. Es decir, el modo, los sistemas con que se aproxima al conocimiento. Lo segundo, es que el autor menciona que cuando de un gran suceso histórico se conocen algunas partes, sólo queda elegir ciertos rasgos, ciertas imágenes y conceptos de la tradición religiosa y utilizarlos como símbolos. Giorgo Colli no explica el por qué, únicamente se basa en el modelo de "El Nacimiento de la tragedia", de Friedich Nietzsche para a su vez dar luz a la inclinación del pueblo
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griego por la sabiduría. Así, el autor escoge y examina el culto del oráculo de Delfos al dios Apolo y su significación en la vida pública, incluso política, de los griegos para oponerlo a los valores representados por el dios Dionisios. Para Giorgio Colli, Dionisios no es el dios popular y parcializado de Nietzsche, que tiene que ver con las pasiones, la embriaguez, el desenfreno terrenal y los ciclos naturales de las cosechas, sino el dios de la locura erótica; y Apolo no es el dios del orden, la mesura, la armonía, que venera la realeza, sino el dios por medio del cual se conoce el futuro a través de la palabra, el dios de la manía y la adivinación, el dios de la locura poética. De este modo, ambos dioses agotan la esfera de la locura y son fuente de sabiduría. Por otra parte, en el capítulo 2 titulado "La dama del laberinto", Giorgio Colli nos advierte que "Hay algo anterior incluso a la locura" y al parecer es el origen del culto a Dionisios localizado, por ejemplo, en algunas fuentes cretenses como el Mito del laberinto de Minotauro. En él, el autor analiza el papel de los personajes para presentar de nueva cuenta la oposición entre los conceptos de lo apolíneo y lo dionisiaco. Describe que en el mito cretense, Apolo queda dominado por Dionisios en cuanto a la esfera de la cruda animalidad. Aquí Dionisios es mucho más salvaje con el hombre, se esconde detrás de la figura del minotauro y todo
aquel que intente cruzar el juego del intelecto, el laberinto de la razón, se enfrentará a la amenaza mortal del dios-animal. Sólo se puede salir del laberinto con sabiduría, pero sin arrogancia porque el triunfo del hombre es una ilusión: pronto los dioses quebrantan e intervienen en su destino.
Sobre La disputa de Platón con Homero, de Harold Bloom
Como su nombre lo indica, el capítulo aborda el origen de la separación entre la poesía y la filosofía a partir de la disputa de Platón con Homero. Con gran habilidad, Harold Bloom examina, a través de varias autores y la comparación de grandes obras literarias, los motivos por los que Platón expulsa de su "República" a los poetas. Para ello, el autor recurre al mismo Platón para explicar que su inicio se debe a una antigua riña donde Jenófanes y Heráclito criticaban los cantos de Homero y Hesíodo. Sin embargo, Harold Bloom observa en Platón una razón mucho más profunda y ambiciosa: la de convertirse en el gran maestro de la civilización griega. Porque para Platón los poetas eran unos mentirosos, se movían en el terreno de las apariencias, incapaces de llegar a la sabiduría por medio de la argumentación, y Homero, el poeta por excelencia, incitaba en sus composiciones al deseo erótico; además de rebajar a los dioses a la condición humana. Así que, al igual que Nietzsche utiliza a Richard Wagner para exponer sus ideas, Platón inventa a Sócrates para oponerlo a Homero: Sócrates será la mejor vía para la sabiduría moral y religiosa, un tercer personaje igual de valioso, digno de imitación que Odiseo y Aquiles. Uno de los aspectos más interesantes del capítulo es la preferencia de Harold Bloom por la Iliada antes que la República y en general de la alta literatura en vez de la filosofía. Harold Bloom pregunta si acaso no hay mayor sabiduría presente en obras literarias como Hamlet, el Quijote, la Biblia, En busca del tiempo perdido que en David Hume, Wittgenstein, Foucault... y contesta que si uno busca una sabiduría dentro de los límites de la
razón y no del asombro, entonces debe regresar a Platón. No queda del todo claro el por qué de la predilección más que las infinitas posibilidades de interpretación que ofrece, el enorme gusto y experiencia de Harold Bloom por la lectura. Es casi una garantía de que está en lo cierto. Otra de las ideas que me pareció importante dentro del texto es la de que "la mano de la civilización occidental (y de hecho de gran parte de la oriental) tiene cinco dedos heterogéneos: Moisés, Sócrates, Jesús, Shakespeare y Freud." Esto quiere decir, según palabras de Harold Bloom, que nuestra civilización occidental aún sigue dividida e influenciada por unos criterios de belleza helenos, platónicos y por una moral religiosa hebrea.
Sobre la autorreferencia en el discurso literario Una de las características que dota de literariedad o literaturidad a cualquier texto es la autorreferencia. Por autorreferencia entiendo la capacidad que tiene el lenguaje de hablar de sí mismo, de crearse, nombrarse, a sí mismo de nuevo; de reflexionar sobre su especificidad. Creo que esta condición suele evidenciarse con más claridad en algunos géneros, principalmente en la poesía cuando el poema trata del poema o en las novelas cuando el personaje es un escritor (y reflexiona sobre su proceso creativo), o en los ensayos literarios cuando abordan la obra de algún autor, por dar algunos ejemplos. En este sentido, recuerdo lo que escribió Octavo Paz en el prólogo a Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, de que la poesía es un hecho que no se explica, no necesita enterderse, sino que habla de sí misma. Pienso en Altazor, de Huidobro; en los poemas de Girondo y el glíglico de Cortázar; en todas aquellas acusaciones de artificios y florituras verbales; en los intentos por renovar, demostrar la insuficiencia del lenguaje y también, claro está, en lo poco que me interesan esos ejercicios. enero 2021
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F es de Fantástico Muerte derramada
En 2020 descubrí el Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola, que se realiza en México. En el que se pide un volumen de cuentos inéditos de 80 a 120 cuartillas. Y cuyo premio es de 150 mil pesos y la publicación del libro. En el instante en que leí las bases me dije: “quiero ganarlo”. Pero un premio tan atractivo tiene mucha competencia y yo no tenía ningún cuento inédito (me dediqué el 2020 a publicar cuanto escribía en revistas independientes, me costó aprender el ahorrar cuentos). El tiempo me sirvió para reflexionar, me dije: “nadie se ha ganado un premio así, mágicamente”. Así que pensé que lo mejor sería leer a quiénes sí lo habían ganado, al mismo tiempo en que trabajaba mi escritura (que falta le hace). Descubrí que ningún libro estaba disponible para descarga gratuita, de hecho me tomó tiempo encontrar a los ganadores. Pero gracias a Google y Amazon, di con algunos títulos. Las portadas no dicen mucho, así que juzgué por los títulos entre seis opciones: “Los echamos de menos”, “Un año de servicio a la habitación”, “Una madrugada sin retorno”, “Zeitgeist tropical”, “Papeles de Ítaca” y “Muerte derramada”. Decantándome por el último. El autor, Mario Sánchez Carbajal, se había hecho con el premio en 2014. Y pese a que me pareció antiguo, me decidí por la compra. Fueron $150 pesos muy bien invertidos. El 96
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libro me probó que el nivel del concurso es muy alto. Son diez cuentos, los cuales están entrelazados con un solo suceso, la muerte de una niña. Todos narrados desde diferente perspectiva, aunque sea una muy lejana como “Moon Star”, en el que solo se mencionan guiños al suceso central; o tan directa como en “Cerillo”, “Las uñas y el cabello” y “Una flor en una fotografía”, que son los tres pilares de este grandioso libro de cuentos. Cerillo, el primer cuento. Narra la historia de un niño y su muñeco con poderes. Cuando Sánchez Carbajal narra desde un niño, de verdad se siente la voz infantil, lo mismo en “Las uñas y el cabello” en el que la protagonista es la madre de Ana. De verdad se siente una voz femenina. Y eso me parece maravilloso, una habilidad que me encantaría agregar a mi bagaje. ¿Cómo logra que cada voz suene distinta? Los cuentos van desde el extremo de la realidad cruda con “Mi carnal el Maic”, hasta la fantasía con “Historia del tiempo”. Hay para todos los gustos, eso sí, con el constante tema de la muerte y una pluma ágil y poderosa. Jugué vencidas con Mario Sánchez Carbajal, y me ganó el pulso. Seguiré leyendo, y escribiré de otros ganadores de este importante concurso.
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Bajo el barandal. Iniciar el año
El 2021 viene cargado de nuevas esperanzas, de felicidad a raudales. Atrás quedo el “Sorpréndeme 2021”, para dar paso al Seguimos vivos en el 2021. La vida siempre será un espacio donde el ser humano lucha por sobrevivir, algunos lo hacen desde el inició de ella, aferrándose a las paredes uterinas, otros ayudados por un respirador artificial, pero solo los más fuertes lograran salir adelante, y sobre todo siendo felices con lo que la vida les brinda. Querido lector, el 2021 apenas inicia, nos quedan 11 meses de aprendizajes, de lecturas, muchas páginas en blanco para ser escritas. La vida siempre será un lugar donde podemos realizar nuestros anhelos, basta con salir y disfrutar el mundo que nos rodea, ver el sol cayendo por el horizonte. Escuchar el canto de las aves, disfrutar de un café a media tarde, abrir un libro y releer un párrafo de nuestra historia favorita, internarse en ella y ser un personaje más. ¿Para qué estar con la fatalidad encima? Si sabemos que no está en nuestras manos acabar con la mortalidad de estos tiempos. Es horrible sobrevivir de esa 98
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manera esperando que el otro deje de respirar, sentir que la vida se escapa en un respiro. “El miedo y la desesperación juegan un papel importante en estos tiempos tan convulsos” (El vacúnate, el seguimos vivos, ya me dio covid), son las frases de moda en nuestras vidas. Sales a la calle y, antes de otra cosa, no debes olvidar el cubrebocas; debes estar preparado para que al llegar al mercado te borren los recuerdos felices. Y eso para no sentir miedo por el termómetro digital apuntando a tu cabeza. Los días felices los haces tú. El miedo hay que dejarlo guardado en un rincón de la casa y salir a disfrutar de la vida que sigue. Seguir adelante siempre con la firme voluntad y confianza de sentirse amado. Disfrutar del aire fresco de las montañas, de la compañía del otro. Del olor de un libro nuevo.
Los nuevos placeres son vernos a la cara sin un feo cubrebocas. Ja, estoy bromeando querido lector. Sigamos adelante siempre con el ĂĄnimo bien puesto y para disfrutar de cada ser humano que aĂşn tenemos la dicha y el placer de que sigan a nuestro lado. Y aquĂ desde este barandal imaginario, va mi abrazo para todos ustedes.
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Mi punto de risa Los nuevos inicios
Año con año se tiene por tradición hacer planes y pensar en nuestros famosos propósitos, doce, uno por cada campanada, uno por cada uva, según mandan los cánones culturales en muchas familias alrededor del mundo. Planes y propósitos que en su mayoría se quedarán únicamente en buenos deseos y en una práctica de reciclaje tal, que la misma Greta Thumberg nos felicitaría. Pero no es tan malo, por supuesto. Lo bonito de estas tradiciones culturales tan arraigadas es que nos permiten mantener ilusiones, ya que de otra manera estas épocas de inicio de año serían aún más depresivas de lo que ya son. Todo inicio siempre será bueno, siempre será importante tomar un respiro, voltear al pasado, cerrar e iniciar de nuevo. Pero a la vez, todo inicio implica ir dejando atrás, y es una acción que no muchos están dispuestos a llevar a cabo; por lo que en estos “inicios” terminan siendo hámsters corriendo en ruedas sinfín. Todo inicio implica un placer, una emoción, una ilusión, que son los combustibles del alma.
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Por lo tanto, para seguirnos moviendo necesitamos saber cómo y cuándo dar por terminado algo y empezar con lo nuevo, tal es el caso de los años. Este año, como todos los anteriores, podemos intuir que al final nos detendremos solamente para contemplar cómo no realizamos los ilusorios propósitos por los que quizá estuvimos a punto de perder la vida atragantados con las doce uvas; pero habrá valido la pena la pura emoción de imaginar que, por fin, después de reciclarlos tanto, cumplimos alguno. Desde hace mucho que no tengo mis doce propósitos, pero sí me doy el tiempo para pensar en qué consistirá mi nuevo inicio, como la guitarra que este año me compré y que seguramente me acompañará no solo este año, los que vienen. También es bueno, queridos lectores, que se propongan leer ese libro que ha esperado por años, al menos iniciarlo.
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La Niña TodoMePasa dice: Tiktok mató a la estrella del blog
De la nada reapareció una de mis amigas de secundaria. La busqué desde que salimos de prepa, pero nunca hallé rastro de ella en ningún rincón de internet. Hasta ahora, que me contactó por Facebook pues ya uso mi nombre real. Fue una de las primeras chicas con quienes hice amistad cuando me cambiaron al Colegio Simón Bolívar para Niñas, en Mixcoac. Tuvo el encargo de entregarle mis cartas de “amiga secreta” al profesor de Educación Cívica. Quedó sorprendida de que mi historia de adolescencia haya culminado en boda. Diana Sánchez tuvo la fortuna de entrar a Ciudad Universitaria al primer intento. Pero le tocó la huelga liderada por "El Mosh". Se cambió de carrera y de universidad. Hoy es Licenciada en Relaciones Industriales. Tiene una empresa, Emprende Lovers (emprendelovers.org) que se dedica precisamente a apoyar a gente con ganas de independizarse. Mi empresa unipersonal de lectura de cartas ha funcionado a pesar de la pandemia. Claro que bajó la chamba, como a todos, pero la recomendación de boca en boca y mi participación en radio comercial han bastado para no contratar más Facebook Ads. Sí lo recomiendo muchísimo para iniciar cualquier proyecto; pero antes costaba 10 pesos al día y ahora anda como en 23 pesos el presupuesto mínimo. 102
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Tras ponernos al día, me pareció interesante pedir un análisis profesional de la empresa unipersonal de mi esposo, Asesorías Legales y Educativas. Pero me decidí por analizar mi caso, no como negocio sino como figura pública. El primer consejo que Diana me dio fue separar lo profesional de lo personal. Eso me recordó a una loca que reclamaba porque mi blog siempre ha sido de chile y de mole. Ahora tengo que borrar un montón de fotos de Instagram y planear mis publicaciones. Mi principal fuente de ingresos ha sido Facebook y, más reciente, Google Business (es gratis aparecer en Google Maps). El segundo consejo es concentrarse en tres plataformas. Twitter está muerto y solo sirve para quejarse. Instagram tiene buen potencial para cuestiones esotéricas, pero lo he utilizado más como álbum fotográfico familiar. Otra amiga convirtió su cuenta en difusora de podcasts. Veré si vale la pena transformar mi perfil. Le pregunté a Diana si le veía potencial a Tiktok. Subí mi primer vídeo en la madrugada del 1 de enero. En 48 horas gané 200 seguidores. Ya tengo casi 500. Claro que no hago retos ni bailes, solo cartas. Para todo lo demás saqué una cuenta personal.
Ahora que le dieron cuello a mi “jefe” (no, no me pagan) y redujeron mi tiempo al aire sin siquiera avisar, decidí hacer videos diarios en mi cuenta de chamba (@eltarotmx). ¿Quién no tiene 15 segundos al día para ganarse a otra generación de futuros compradores? Es un gran ejercicio de improvisación, síntesis y memoria. Si he de hacerle publicidad a alguien en nuevas redes sociales, mejor me la hago a mí misma. Mi etiqueta o hashtag #divinaadivina ha tenido unas 26 mil visualizaciones. Nada mal para “la señora de los ángeles” que ni enseña, ni tiene. En mi cuenta personal (@divinaadivina) hice dos videos de un minuto (tiempo máximo en Tiktok) con el Poema 5, de Pablo Neruda. La primera parte tuvo 500 visitas. Sincronizar fotografías y voz, tomó menos de 5 minutos. Tardé más buscando imágenes del Premio Nobel Chileno. Grabé a mi perro Max Pérez, que parece resorte, con la canción de Who let the dogs out? Hice un video de cuando conocí a Lupillo Rivera, pero fue silenciado porque la canción no tiene derechos en México (¿'tons para qué la muestran?). Hice uno golpeando mi saco de box, y otro mostrando cómo se usa el rodillo abdominal. Y uno más con datos curiosos sobre Steve Jobs. Tiktok es adictivo, sencillo, y con un gran alcance. Lo único que no tengo en claro es si renovaré TodoMePasa.com para su catorce aniversario. Ya casi no escribo, y ni falta que me ha hecho. Gracias al micrófono y a la cámara del teléfono he aprendido que el chiste es comunicar. Quien opine lo contrario, que ni pruebe las bondades del reconocimiento de voz para vencer al túnel carpiano.
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Incipit. El ahora y los placeres Para siempre está compuesto de ahoras. Emily Dickinson
Cuando despierto y recuerdo algo que he soñado siento un placer inmenso; sí, un sinfín de emociones golpean mi cuerpo y sonrío, tanto como si hubiera soñado con algo factible o bien, eso que parece inenarrable o de mundos posibles. De los sueños se ha escrito ya tanto y aún así seguimos sin saber por qué soñamos; el sueño se asocia con esa condición que no se alcanza pero que en ese instante onírico proporciona placer; esa palabra que a más de dos que leen Incipit les remite directo al sentido sexual, pero que sin duda los placeres no sólo están en ese espacio, la vida se encuentra rodeada de placeres, sólo hay que poder reconocerlos. Cada año que inicia ve aglutinarse en las agendas listados múltiples de sueños o deseos que esperan se cumplan durante el nuevo ciclo, pero ojo, nada se logra por obra mágica, la magia (por decirlo de una manera), la tenemos que realizar con acciones. El placer no es sino la felicidad de una parte del cuerpo, mencionaba Joseph Joubert, qué nos causa placer, cuándo, cómo… pueden ustedes contarme o quizá no, porque eso placeres pueden ser nuestro lado oscuro y no deseamos confesarlos. Se ha escrito que el placer en muchas ocasiones impide el deber, el deber ser y ser en la bienaventuranza, entonces ¿Eso es un placer negativo? No tengo respuesta, más bien varias 104
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interrogantes, porque si con el placer deviene la felicidad, por qué hemos de juzgarle negativo. Epicuro afirmaba que el placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma. Entiendo que si sigo desentrañando cosas sería el momento de preguntarme ¿Qué es el alma? ¿Existe? ¿Qué hay de mis placeres? Disfruto mordisquear un chocolate y sentir en mi boca cómo se derrite y ese sabor por un instante me pierde de todo contacto terrenal, me satisface mirar el horizonte, no importa la hora del día, es como si mis sentidos me gritaran que soy una partícula ante magnos universos; procuro encuentros con personas que motivan la risa y la conversación placentera, mujer u hombre tienen cabida en mi agenda y me complace compartir la existencia, me entusiasma sobre manera tener en mis manos un libro, bueno, primero, buscarlo, esperarlo y luego llevarlo hasta donde en algún momento esperará para tenernos juntos y ser leído, quizá parezca una locura, lo sé; me entusiasma saber que aquellos a quienes amo andan por este planeta, que viven aun cuando no crucen palabra conmigo, y sí, aquellos que ya no están me confortan porque tengo en mi memoria recuerdos.
Y aunque se difamen los placeres porque se les ha considerado el principio del mal, debemos repensar que en ellos están guardadas las emociones, y son ellas las que pueden decirnos que aún estamos VIVOS; díganme ¿Qué chiste sería sin gozarnos? Hay en ello un grado sumo de locura y siempre he creído que quien se considere tan cuerdo para habitarse entonces debe guardar una necesidad de placer. El placer es así, de pequeñas dosis o pequeños instantes, no dura tanto como se deseara, pero creo que ahí radica su fertilidad, porque qué terrible que nos viviéramos en un estado de placer constante, sé que seríamos tan desentendidos que ni siquiera tendríamos tiempo de disfrutarlo. Y ustedes se animan a contarnos ¿Cuáles son sus placeres? El ahora es un placer, si no, no estaría aquí con ustedes en delatripa, narrativa y algo más.
Itasavi1@hotmail.com Facebook: Blanca Vázquez Twitter: @Blancartume Instagram: itasavi68
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Desvaríos de la freaky neurosis Distante aprendizaje
En marzo cumpliremos un año de “aislamiento voluntario”. Aquel puente feriado del 2020 por el natalicio de Benito Juárez, fue celebrado con bombo y platillo por mis hijos y por mí, debo confesarlo; pues nuestra vida antes de la pandemia era muy agitada y apenas teníamos tiempo para descansar. Entre las clases y actividades extraescolares, nos la pasábamos corriendo. Como familia, atravesábamos una etapa muy difícil debido a mi separación de pareja; y mi hijo mayor había comenzado a somatizar los problemas a través de múltiples síntomas que le hacían faltar a clases dos días seguidos cada semana. Por eso, cuando inició el confinamiento, agradecí ese descanso que mis hijos y yo necesitábamos para sanar y entender muchas cosas. Nunca imaginé las consecuencias derivadas a raíz de la suspensión de clases presenciales. Todo se convirtió en una especie de cacería de brujas por parte de la SEP hacia los maestros, y de los docentes hacia los padres y alumnos. La estrategia de clases a distancia ha sido la peor decisión del gobierno. En un momento de crisis, donde la gente ha perdido empleos, o sufre por la muerte de sus familiares a causa del virus; la prioridad debería ser mantener la salud física, psíquica y emocional; sobre todo considerando que los niños y adolescentes se han visto obligados a permanecer enclaustrados. Se sabe que el encierro puede ocasionar ataques de ansiedad o depresión en los niños, y no se puede exigir la misma productividad en el 106
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hogar que en un salón de clases; pues el aprendizaje nunca será lo esperado. Las clases a distancia me parecen una forma estúpida de pretender que todo está bien, o que no está ocurriendo nada. A los estudiantes se les exige avanzar, ser proactivos e independientes. Sin embargo, la mayoría de los hogares no cuentan con los elementos necesarios para implementar clases a distancia. No hay empatía por parte de la Secretaría de Educación hacia los niños o a los maestros. A los profesores se les exige apegarse al plan de estudios e implementar estrategias nuevas de aprendizaje, cuando ni siquiera se les ha capacitado para ello. Muchos docentes son crueles al momento de dar clases por vía remota. Exigen cámaras prendidas, exigen concentración y participación de los estudiantes como si se encontraran en un salón de clases. Incluso hay profesores que nos exigen cambiar nuestro equipo o proveedor de internet, si la señal falla. Como si nosotros pudiéramos controlar las fallas de conectividad en la red. Cuando recién se implementaron las clases de “Aprende en casa”, eran una verdadera vacilada. La mayoría eran una serie de
recopilaciones de videos de youtube donde les explicaban a los niños conceptos muy sencillos. Parecía que la SEP solamente estaba metiendo contenidos de relleno; cuando bien pudo adaptar aquellos donde los alumnos ya trabajaban a distancia; como los programas de primaria, secundaria o bachillerato del INEA. Comprendo que la educación no debería detenerse; pero en una emergencia sanitaria de este tipo, lo menos que los niños necesitan es tener que estresarse por entregar tareas a tiempo. Muchos profesores saturan al alumno de actividades y ni siquiera se conectan a dar clases. A la SEP sólo le importa el envío de múltiples evidencias para justificar que se está trabajando. Pero lo cierto es que los alumnos no están aprendiendo. ¿Habría valido la pena suspender las clases por tiempo indeterminado? Sí, así lo creo. O al menos, la SEP hubiera tomado seis meses de prórroga para capacitar a los docentes sobre el uso de plataformas digitales, ajuste de los programas educativos; pero sobre todo, realizar un sondeo acerca de la viabilidad de la educación a distancia. No todas las familias cuentan con los recursos para comprar un equipo o contratar internet. Quienes han perdido su empleo, tienen prioridades mucho más importantes como conseguir el sustento para sus familias. ¿De verdad pretende la SEP que los padres funjan como educadores? ¿Qué ganas puede tener un niño de estudiar, si ni siquiera tiene para comer? ¿Y qué pasaría si todos los padres se negaran a enviar evidencias? ¿Qué pasa si los niños reprueban masivamente? Mantenernos sanos y vivos debería ser la prioridad en una pandemia de este tipo. El aprendizaje de los programas educativos no puede darse vía remota. Pero quizá sea momento de enfocarse a implementar estrategias de arte o deporte a distancia, que sí podrían canalizar el estrés por el encierro de una manera positiva. En lugar de saturar con tareas donde los alumnos ni entienden, ni aprenden. El aprendizaje a distancia se vuelve s distante para todos. Lejos se encuentran los alumnos de avanzar en esta modalidad.
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Nos vemos en el slam 2021, año de recuperar placeres musicales y el slam Inicia el 2021 y seguimos sin disfrutar toquines en su máximo espíritu. La pandemia que azota al mundo colapsó los escenarios que tanto disfrutamos amontonados entre amigos y desconocidos mientras sonaban nuestras rolas favoritas en vivo. El Covid-19 es un muro que nos impide llegar a ese placer musical, su potencial nivel de contagio nos tiene formados en una cola de espera interminable en la que cada uno está en su casa deseando los ayeres en esta actualidad. No es un silencio completo, los amantes y forjadores de eventos musicales son difíciles de derrotar, en medio de la crisis sanitaria que depende de vacunas se han organizado conciertos virtuales gratuitos o pagados para que la fiesta encuentre camino. Aunque es un distanciamiento obligatorio y que nos mantiene a salvo de un contagio, no es la respuesta a esa necesidad de ser parte sanguínea de la vida de un concierto o un toquín en el patio de un foro cultural. Acostarse o sentarse frente una pantalla en casa nunca será igual a estar parado frente a un escenario coreando canciones, mientras los vocalistas dan descanso a su voz, o gritando cualquier babosada aprovechando que eres un anónimo entre cientos de personas. Esta maldita pandemia nos tiene aislados como si hubiéramos pagado un VIP monumental y por varios meses ha evitado uno de los rituales más sagrados, particularmente, en los tocadas rockeras, el slam. Estamos lejos sin codazos o patadas, sin la oportunidad de demostrar esa hermandad de levantar al caído, estamos lejos de la danza violenta que complementan a legendarias canciones cuando suenan en vivo, estamos lejos de abrazarnos en hombros para un momento de descanso tras tanto empujón.
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El 2021 puede ser el año del regreso o de continuar formados en esa cola de espera extrañando los placeres de un concierto, criticamos mucho a las autoridades por su actuar pero en realidad está en nosotros que las puertas se vuelvan a abrir para que corramos de nuevo hasta lo más cerca del escenario. Que este nuevo año parte de nuestros objetivos sea volver un bonito recuerdo esos conciertos virtuales y regresar a la realidad que nos despojó la pandemia. En lo personal, extraño esas prisas por llegar antes de que se entone la primera rola y comprar una vasote de cerveza para tomar mientras llega el momento de entrar al slam con amigos y desconocidos para disfrutar este violento ritual.
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