NORBERTO RAMAZOTTI
El viejo bar
Barrio Sur Ediciones / Ediciones Artilugios
Título: El viejo bar Autor: Norberto Ramazotti Primera Edición: febrero de 2018 Tirada: 100 ejemplares © de los textos: Norberto Ramazotti © de esta edición: Barrio Sur Ediciones / Ediciones Artilugios Imagen de carátula: Original del autor, intervenida por Claudia Bursuk © (Imagen protegida con Licencia Cretive Commons) Imagen de solapa: Original del autor Arte de tapa: Caludia Bursuk Diseño y maquetación: Daniel Frini Imágenes del interior: Originales del autor (Bar “La Flor de Barracas” - Suárez y Arcamendia, Barracas, CABA, con autorización de los propietarios)
Ramazotti, Norberto Osvaldo El viejo bar / Norberto Osvaldo Ramazotti. - 1a ed . - Vicente López: Norberto Osvaldo Ramazotti, 2018. 150 p. ; 22 x 15 cm. ISBN 978-987-42-6698-9 1. Narrativa Argentina Contemporanea. I. Tmtulo. CDD A863 Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, ni incorporado a un sistema informático, ni transmitido en cualquier forma o cualquier medio, sea mecánico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares en copyright.
ISBN 978-987-42-6698-9 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina.
A mi familia. A los amigos, que me ayudan a mantener viva la llama de la inspiraciรณn.
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Cafetín de Buenos Aires «…Cómo olvidarte en esta queja…» —¡No, no, te juro que no prendo un solo pucho más! ¡Tendría que estar loco! Vos viste como sangraba Hugo por la nariz. ¿Sabés qué dijo el médico al dejarlo internado? ¡Que si no hubiera sangrado por ahí, podría haberle estallado una vena en el cerebro y…un ACV! ¡Ni loco vuelvo a prender uno y arriesgarme a quedar duro y tener que pedir ayuda hasta para mear! —Mirá, son muchos años de fumar y…sí, sí. Este tema del pucho empezó hace casi… ¡más de treinta años!, y en un bar tan antiguo como este Santa Paula, también sobre mesas de madera y con una barra de…¿Cómo era?, ¡Ah, sí, de estaño!. En aquel momento, los bares eran lugar de reunión. 7
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No, familiar no, de reunión de hombres solamente. ¡Y había cada personaje! —Carmen, decime, ¿vos sabes si Betito fuma?— pregunta Jose, tomando el mate de la tarde, raramente solos, con su mujer. —¡Pero no Jose. ¿De dónde sacás eso?— responde la tía, extrañada. —Fijate. Como en ese bar todos fuman, pensé que este pavote, para no ser menos… —¡Brrrr, qué tarde fría, che!. Y esta lluvia de mierda…¡Mirá como golpea el vidrio en el ventanal! ¿Esta calle cuál es? ¿Ayacucho? Se parece a la calle Tomas Liberti, también empedrada, del otro boliche. Como te decía, allí vivimos muchas cosas lindas y…de las otras. En ese bar, eehhh, «La Herradura», se llamaba, y en el barrio... Esperá, ¡mozo, tráigame…, ¿Vos querés café o una coca? Bueno, entonces, un café y un cortado. Perdón mozo, ¿tienen teléfono público? Aah, no Y… ¿no me dejarán hacer una llamadita? ¡Por supuesto que se la pago, porque… es para avisar cómo esta un paciente que internaron recién en el hospital, ¿sabe? ¡Gracias. Ya vengo, che. Voy a hablar ahora, antes que traigan los cafés. —¡Ya está, ya avise! Están preocupados pero más tranquilos, porque saben que está bien atendido. ¡Qué porquería el faso! ¡Y uno dale que te dale, prender uno atrás del otro! Sabés, antes del cigarrillo, en el barrio, allá en Barracas, hacíamos carreras alrededor de la manzana. ¡Les ganaba a todos! Y eso que había que subir escalones y saltar por las veredas desparejas. O esquivar veredas rotas. Pero, claro, flaquito como era, sin un solo pucho encima…Y, como te decía, hablando de la fauna que había en ese bar, como supongo que en todos, además del laburante, que se toma un feca a la salida del laburo con los amigos; o el jovato, que va a escolasear a la noche, para hacer más corta la soledad de su pieza de la pensión y que, tal vez como ha sido tacaña la vida con él, cuando le mangas que te enseñe a jugar al mus, te gruñe: «¡A jugar al mus no se enseña, pibe! ¡Se roba mirando!». Pero…especialmente de noche, cuando las luces se focalizaban en rincones; o, por ejemplo, se prendía la luz sobre el billar, el humo del faso se hacía visible como una bruma rodean-
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do todas las mesas. Te imaginarás que no podía faltar el inefable borrachín, que se pasaba una hora atornillado al estaño dándole vueltas al vaso de tinto, uno solo por noche, sin hablar, quién sabe dónde estaba su mente, y al que todos respetaban, un tanto porque no jode y otro por el temor reverencial que impone el hombre circunspecto, abismado en sus pensamientos. —Oíme, pibe, no te lo digo otra vez, si te canto «¡Jugate al 5 en la tercera de Palermo el domingo!», es porque me lo dijo el cuidador, haceme caso que paga un buen espor. —¡Sii, Ja, ja! En un bar llamado la Herradura, lógicamente, estaba también la otra fauna: los estudiosos, «La Cátedra», aquellos profesionales, maestros de la raza caballar, que todo lo sabían acerca de pedigree, vida, obra y milagros de cuanto burro corría en Palermo o San Isidro y que, a pesar de estar siempre pelados, aún conservaban la esperanza de salvarse este domingo, o… el próximo, manteniendo viva, como dijera el benemérito Adolfo Stray, la llama de «las más lindas malas costumbres porteñas». —¡Don Julio, sale un tinto y un especial de cocido y queso para la mesa tres! Y Olegario, el mozo, recorría, con su infaltable pantalón negro y la casaca te con leche, con años y unos cuantos zurcidos encima pero siempre limpia, de mesa en mesa, haciendo equilibrio con su bandeja. Creo que Olegario era el único que no pitaba. O al menos, no recuerdo haberlo visto fumar. —¡Betooo! Vení para acá. ¿Qué es esto? —Carmen, estupefacta. —¿Qué pasa, vieja? —.¿Como que pasa? ¡Mirá lo que se cayó de tu mesita de luz mientras la limpiaba! —me muestra un atado de Jockeys, con tres puchos, y una caja de fósforos Ranchera que escondía en la parte inferior, entre los zapatos. —Eeeehhh, me pidió que se los guardara Raúl, el hijo del gallego del
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bar. ¡Son de él, viejita! —poniéndome colorado por la mentira. —¡Mirá!¡En ese bar se aprenden muchas porquerías! ¡Tenés que saber que esto es malo para tu salud, así que tratá de no pescarte el vicio! ¿Oíste, pajarón? —didáctica. —¡Pero no, vieja! Los jóvenes íbamos llegando de a poco. Yo entré a los diez años, solamente porque era amigo de Raúl, el hijo de Julio, el gallego dueño del bar; que de la mañana a la noche se pasaba fregando el estaño del mostrador, brillante y sin un solo bollito, o sirviendo a sus parroquianos el humeante café, o ginebra, o moscatito con unos gigantescos pebetes de crudo y queso, rebosantes de manteca .¡Uy,! ¿sabès,? Recordé esos sánguches y me dio hambre. ¿Me acompañás? ¡Mozo dos pebetes de cocido y queso, por favor! —porque… ¿viste?, los de cocido son bastante más baratos que los de crudo, ¡Ja,ja,ja—. Eeh.. ¿qué te decía?. ¡Ah, sí!. En cuanto el gaita nos divisaba en la puerta, a Raúl y a mí, con ganas de subir a su casa del primer piso, a jugar a las cartas, los dados o, más atrevidos, a improvisar un jueguito al billar (en el de él, el propio del gallego, que tenia encanutado en su casa de la planta alta) subidos a un banquito y haciendo equilibrio con nuestras piernas y brazos cortos, para acertarle a la bola, con unos palos que nos parecían enormes; nos gritaba: —¡Joder, críos: si llego a ver un desgarrón en el paño, os juro que os llevaréis el culo lleno de patadas! Además, había varias barras organizadas ahí adentro. Es que la estructura de amistades era tan cerrada como las castas hindúes, y ni se le ocurría, a alguien de quince años, por ejemplo, salir con los más grandes, porque, fija, recibía, además de algún empujón y/o algún coscorrón, el consabido —¡Tomátelas, pendejo! Y así fuimos creciendo: conociendo, de a poco, las buenas y las malas cosas de la vida; compartiendo partidos de futbol, salidas con chicas, alguna tristeza, como cuando se le murió la mama al rusito Luis (en 10
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realidad se llamaba Ezra, pero como su nombre era muy raro lo rebautizamos) y también, era imposible que no llegara, el primer Cigarrillo. —Vieja, te saco de la latita unas monedas para viajar. ¿te puedo sacar para un café, antes de entrar al cole y uno o dos… —¡Dos y nada más! ¡Siempre con esa porquería de cigarrillo dando vueltas! ¡No te quiero sentir el olor cuando vuelvas a casa!, ¿eh? Que tu tío no se entere, justo él, que nunca probó un cigarrillo —cómplice—. ¡Fijate tu tío Tito como está de los pulmones por fumar! Como en el bar todos los grandes lo hacían, aunque mis viejos no fumaban, o quizá justamente por eso —vos sabes, la rebeldía típica de la edad—, casi al terminar la escuela primaria, una tardecita, después de la tarea escolar, le afanamos, con Raúl, un paquete de Jockey Club al padre y nos fuimos a fumarlos ¿ o quizá a toserlos? ¡Ja, ja!, al potrero de las Catalinas, a dos cuadras de la cancha de Boca. Fue decepcionante. Nos tosimos todo, pero… había que hacer la experiencia, porque era como firmar el pase a las ligas mayores, el “bart mizvah” que nos contara el Rusito, con admiración, o las ceremonias iniciáticas de los indios de la televisión. En fin, lo cómico fue que yo, que mis viejos no fumaban, agarré el vicio y Raúl, cuyo papa gallego fumaba como un escuerzo no quiso saber nada. —Che, Raúl, guardame el paquete de fasos donde vos sabés, que si me los encuentra el viejo, me faja y encima me tira al carajo los puchos y los Ranchera. Unos pocos meses después, antes de terminar la primaria, ya andaba yo mangando puchos y/o guardándome los vueltos cuando los viejos me mandaban a comprar, para agenciarme algunos jockey que Eugenio, el kioskero, me vendía sueltos y que fumaba, para cancheriar, cuando estaba en el Parque Lezama con algún amigo o tal vez amiga, pero siempre con sigilo. Este temor reverencial a que me descubrieran me duró hasta que una tarde, estando en la esquina del bar comentando un Boca-River medio fulero para nuestro boquita, prendo un pucho en forma maquinal, sin darme cuenta, y ahí nomas pasa mi tía Corina, her11
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mana del tío José, viejísima, toda arrugada y siempre con las manos heladas como un muerto. Pero,,, ehh, ¡no sabes que ricas sfogliatellas hacia!.¡Ja, ja, no sabes qué son ..ja, ja!. Son como unas empanadas con masa de ojaldre y rellenas de crema pastelera, ¡Hummm, se me hace agua la boca! Y, entonces, cuando pasa y me ve, se para sorprendida, me agarra de un cachete y se sonríe diciéndome: —¡Ay, Betito, que varonil se te ve con un cigarrillo en las manos! —y con un suave pellizcón en el cachete y un «asqueroso» beso en la frente se va, meneando la cabeza y con sonrisa cómplice me saluda desde lejos con su mano. «¡Ja,ja,ja!¡A ver, Betito, qué lindo cachetito! ¡Ja,ja,ja.!»,me cargaban. ¡Qué golpe! Por un lado, quemazón con los muchachos de la barra, que a toda costa me querían pellizcar el cachete (y en otros lados también), pero, por el otro, ¡Que lo parió! Con el pantalón corto casi hasta las rodilla, porque los largos recién venían al terminar la primaria, las piernas tapizadas de pelos largos como tarugos y con la voz en camino de pasar del falsete agudo del nene al más grave del hombre, quizá ayudado por el humo del faso, este fue el espaldarazo que necesitaba el pucho para devenir mi amigo inseparable, como el pasaje a la adultez y compañero de alegrías y tristezas. ¡Y así fue! —¡Beetoooo! ¡bajá un poco el tocadiscos que no se escucha nada! —¡Ya va vieja! —En el tocadisco atronaba «El Sargento Pepper» de los Beatles, que había salido el año anterior, 1967, pero que recién había juntado el dinero para comprar. Era un placer escucharlo pero, bueno, ¡justo el teléfono en la pieza de al lado!, así es que baje los pies de la cama y me acerque al Wincofón para bajarle el sonido. —Hoy vienen a comer tu hermano con la señora y tus tíos. ¿Te cuento para almorzar, no?— apunta la vieja abriendo la puerta para ventilar la pieza. —Si mamá, claro, contame. Y se va, limpiando sus manos en el delantal, a seguir cocinando. De repente, con sigilo, veo entrar a la pieza a mi tío, cosa rara porque, generalmente, los domingos a esa hora, el viejo suele estar muy
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entretenido en su tallercito, arreglando algo roto de la casa y, mirándome fijamente, lo piensa un poco, me extiende una mano con un paquete de jockey, un encendedor Carusita y una botellita de bencina y me sermonea: —Oíme, belinún, yo sé que no te hago ningún bien con esto. Fijate que sos el único que fuma en esta casa —Escucha viejo, yo… —Escuchame a mí, abombado Hoy, cuando terminemos de comer, nada de salir corriendo al bar para tomar un cafecito y fumarte un pucho, que yo se que te gusta. Después de comer te atornillás a la silla, te fumas Un pucho, uno solito, eh, y te tomás el café acá, con nosotros, que queremos verte la cara al menos el domingo. Eso sí, ahora mismo te vas a comprar un cenicero, que como nadie fuma, lo vas a usar y lavar vos y ¡Guay que te pesque fumando en el baño o en la pieza, eh! —¿Me entendés ahora por qué me cuesta tanto largarlo? Qué se yo. Costumbres, años, recuerdos…Mozo: ¿Qué le debo?
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Ella sabe para quién es La encontré por casualidad, buscando en el cajón de un mueble viejo un papel que, obviamente, no podía estar allí. No. No hay casualidades. El sobre viejo, amarillento, ajado, llamó mi atención, escondido bajo un montón de cosas: monedas antiguas (de centavos, claro), clips con herrumbre, una escarapela sin uso dentro de su envoltura plástica, un billete de un dólar doblado y hecho un nudo, de los que acostumbraba llevar en la billetera para la suerte. Al abrirlo, la foto en blanco y negro me atrapó. Catorce o quince años, tendría yo en ese entonces. El rostro serio me mira sentado en un camino del Parque Lezama. Trata de aparentar seguridad. Pero yo se que, en ese momento, mucho distaba de sentirla. Y atrás de la foto, esperando agazapado como un ladrón, escrito en 15
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una hoja cuadriculada doblada seis veces para hacerla pequeñita, con una letra desprolija de la que reconozco ser autor, me asalta él. Mejor dicho, el poema que me recuerda a ella. La instantánea la tomó Titín, mi padrino, un sábado por la tarde estrenando su máquina de fotos, (¿Minolta, Kodak, otra marca? Es irrelevante). Aquella mañana había pasado un mal momento, quizá como ahora, y por eso la foto, el recuerdo especial. Resulta que… —¡Ja, ja, ja!¡Siiii!¡No tienen idea de la trucha que puso el chabón cuando se desayuno que lo habían pasado!¡Ja, ja, ja! —se reía la mesa con las ranadas que contaba Ernesto, viejo chofer nocturno del taxi de don Juan— ¿Les conté de la loquita que lleve días atrás con el dorima? Lo dejo a él en su trabajo. A las dos cuadras subimos a otro tipo, el famoso pata e’lana, que le dicen, ¡y terminaron en un telo de Constitución, todo en el mismo viaje! ¡Ja, ja, ja! —seguía riendo la mesa. Y yo, uno más de los cinco sentados en las mesas metálicas redondas en la vereda de La Herradura, reía feliz la mañana de ese sábado, más por ser aceptado entre los conspicuos miembros del cafetín que por los chistes. —¡Uy! ¡Miren! ¡Ahí viene el dotor! —avisa Enrique, sentado en otra de las tres mesas de la vereda, al divisar a lo lejos caminando por Tomas Liberti, desde Hernandarias hacia Patricios, la figura enclenque del croto al que llamamos así, quizá porque siempre lleva bajo el brazo un diario doblado, no sé si para leerlo o porque sí, porque su locura se lo pide. Duerme en un vagón, o en una casilla solitaria o donde la noche lo pesque, entre el barrial, los arbustos espinosos y los viejos adoquines que hay en el potrero de Las Catalinas, atrás de la cancha de Boca. Pelo larguísimo, de un rubio descolorido, muy sucio; barba del mismo tono, también larga y sucia; pañuelo de color indefinido al cuello; un viejísimo traje, posiblemente tres talles más grande que su tamaño, desflecado, teñido de gris terroso por la suciedad, los pies envueltos en trapos atados con piolines y su pequeña estatura, completan la imagen entre cómica y patética que se aproxima. —¡Qué tal dotor! ¡Salú dotor! ¡Hola dotor!, ¡Ja, ja, ja! —la fila completa de contertulios de las mesas saluda con sorna su paso beatífico, mudo, desinteresado de las burlas. Al llegar en su camino hasta la última, la que da sobre Patricios, estiro una pierna y mi pie choca contra uno de los suyos. Entonces la esfinge trastabilla y cae. —¿Qué haces, imbécil? 16
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Olegario, el viejo mozo, al ver mi accionar, sale apurado del bar con un café en la bandeja, la deja sobre una de las mesas y toma del brazo al «dotor», para ayudarlo a ponerse de pie, mirándome con odio. Mi rostro, ahora blanco, tiene la sonrisa congelada. Rápidamente me levanto de la mesa y cruzo corriendo Patricios para meterme en mi casa, mi cuarto, mi cama, bajo las sabanas. ¡Tragame tierra! Minutos después es mi primo Pirucho, que también estaba en el bar, el que viene a charlar. —¡Que boludo, che! ¡Te sarpaste! —dice, no bien entra al cuarto— ¡Y justo con este tipo que no jode a nadie! —enfurruñado, pero más que nada avergonzado, escucho lo que él dice— ¿Nunca te contaron su historia? Éste, que cargamos diciéndole dotor, en realidad lo era. Hace muchos años, claro. Ocurrió un incendio en la casa en que vivía con su esposa, una hijita y hasta los padres, mientras él estaba de guardia en el hospital. Quedó solo y se piró. Fue terrible. Desde entonces vagabundea así. Pero además, ¿viste que el duerme en el potrero, en un vagón o donde sea? Bueno. Una noche, Josefina, la hija de Genaro, el tano del corralón, la que trabaja en Canale, salía después de una horas extras y caminaba por Irala, justo la calle del potrero, viniendo para su casa. Resulta que un tipo parece que quiso violarla o no sé que, este poligriyo los vió y se le tiro encima al violeta. Como no habla hace años no gritó pero lo tiró al fulano al piso y la piba pudo salvarse, aunque él se comió unos bifes del malandra. Así que, desde entonces, el tano, en agradecimiento, le tiene dicho a Julio, el de la Herradura, si, que le paga un plato de comida por día. Y además de eso, en el bar le dan todos los diarios viejos que tienen. ¡Y justo con él te mandaste esa cagada! ¡Oíme, nene: no necesitás ser el más rana de todos! ¿Me entendiste? Bueno, ahora ya lo sabes. Chau —y se fue, dejándome a solas con mi vergüenza. Las lágrimas comenzaron a rodar imparables por mis mejillas. La bronca por la chabonada era enorme. —¿Qué te pasa, Betito? —la que ahora entra a mi cuarto y se sienta en la cama a la que me acosté boca abajo a llorar, es la tía Carmen, hermana de mi mama, Sara, en cuya casa vivo con su esposo, tío Jose, sus hijos Pirucho y Olguita y mi hermano Oscar desde que, cuando yo tenía un año, al morir mi mama, mi viejo nos dejara con ellos. —¡Nada, mamá. Nada! ¡Andá, andá! —le dije, tratando de parar un poco el llanto mientras ella me acariciaba los cabellos. — Bueno, está bien. Me voy a preparar el tuco. Hoy tenemos ravioles, 17
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¿sabés, nene? No los amasé yo, pero...Lavate un poco la cara y vení a comer que ya llegó el tío del trabajo. Y…acordate siempre: lo importante no es no equivocarse sino tener la hombría de corregir el error. Dale, anda a lavarte la cara. No. No hay casualidades. Así que, tomo ésta como una carta que ella me envía para recordarme lo que un día me dijo. Y queda, a modo de homenaje a ambas, el poema que un chico que sufría por la pérdida de la madre, escribiera alguna vez contento por haber encontrado otra. Ella sabe para quién es. Un mal día se fue, y no pude llorarla. Se alejó para siempre de mí, sin yo saberlo. ¡Cuánto daría hoy por encontrarla Para el beso del adiós, para abrazarla! ¿Dónde están sus manos tiernas, sus caricias, ¿Dónde quedaron sus ojos, que velaban mi sueño? ¿En qué cielo vuelan hoy sus brazos fuertes que guiaban mis pasos con empeño? ¿Porqué yo, porque a mí, porque te fuiste? Fue injusto el destino al despojarme de tus besos, de tu olor, de tu sonrisa Condenándome a esta oscura noche, triste. Hola soledad, hola tristeza. Pero, ¿por qué el dolor de perderte aún me acosa? ¿Por qué sentir tu falta, tu ausencia, me desvela si en otros brazos encuentro hoy tu tibieza?
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Los códigos Verano. Calor. La tardecita estrellada invita a un alto en la huella. Absorto en mis cosas, sentado en una de las mesas de la vereda del bar París en la esquina de Azcuénaga y Melgar observo, indiferente, el desfile incesante de gente que va y que viene a la estación Vicente López y la cola de coches y colectivos que el cruce de barreras genera. De vez en cuando, una estridente bocina de alguien apurado en llegar, quién sabe dónde, me saca de mis pensamientos y, otra vez, un vaso de cerveza —negra, bien fría— y un puñado de maníes mediante, mi mente retoma el camino de la serenidad, de la introspección. Al levantarse las barreras del paso a nivel, un tropel de coches, motos, camionetas, se derrama por Azcuénaga en todas direcciones y unos pocos tratan de enderezar para Melgar donde un viejo y enorme ómnibus escolar, justo en ese momento, se encuentra atascado ante la doble fila de 19
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coches estacionados. Los bocinazos, pidiendo paso, se empiezan a escuchar. En especial, desde una hermosa (y muy nueva, por lo que aparenta) coupe Alfa Romeo roja, con sus cromados relucientes. El ruido aumenta y ya se escuchan algunos desaforados pidiendo el paso a los gritos, además de sus bocinas. De la coupe se ve bajar, entonces, a su conductor, un hombre mayor, flaco, morocho, pelo corto y escaso, vestido con un saco blanco, jeans ajustados, reloj, pulsera, anillos, lentes, todo en un brillante dorado, quien, dejando a su acompañante, rubia platinada, exuberante, unos cuantos años menor que él y ataviada con un vaporoso vestido color salmón sentada en el coche y diciéndole: «¡Vení amor, no pierdas los estribos!»; se dirige, claramente amoscado, hacia el ómnibus, dos coches más allá. Al pasar cerca de mi mesa, caminando por la calle, se saca los anteojos y…¡Aaah! ¡Este loco parece el negro Roberto! ¿Será él? Al momento de encaramarse al estribo del ómnibus-tapón, la cosa queda clara: ¡Pero sí! ¡Es el negro Roberto! Verano. Calor. La tardecita invita a seguir los juegos un rato más, a pesar de que el sol ya se fue. En la vereda de La Herradura, el bar de la esquina de Patricios y Tomas Liberti, la luz que sale por sus ventanales ilumina un cabeza de rompe y raja entre Raúl y Beto, su amigo. —¡Beto! ¡Tomá. andá a comprarme cigarrillos! —desde una de las mesas cercana al ventanal y enzarzado en un truco feroz, lo llama Pirucho, el primo mayor. —¡Ufa, che!.¿No ves que estoy jugando? —desde la firmeza de sus diez años le reprocha Beto — ¿Me querés hacer perder, vos? —¡Anda, che, que en un ratito, nomás, tenemos que cruzar en frente a comer! ¡Ya sabés cómo se ponen los viejos si llegamos tarde! —Dale, vamos. Yo te acompaño. Total, lo seguimos mañana —interviene Raúl. —¡Ufa! —Refunfuñando, entonces, Beto entra al bar, toma de mala manera el dinero de la mano a su primo y, junto al amigo, se encaminan a la otra cuadra, a lo de Eugenio, el kiosquero del barrio. —Mañana a la mañana venite que jugamos al billar en el de mi viejo, en el primer piso.
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—¡Que bueno! —Sí, pero acordate que nada de jugar masse, que si rompemos el paño mi viejo… —Si, si, ya se —y Beto remeda a Jesus, padre de Raul y dueño del bar—. ¡Oidme bien chavales, que si me rompéis el paño os voy a llenar el culo de patadas! Al llegar con los Jockeys encargados, la risa campeaba en la mesa. —.¡Ja, ja , ja! —reía Silvio, el hijo del peluquero Alberino — Y… vos sabes, rusito —ese era el apelativo de Luis, que se llamaba en realidad Ezra pero había cambiado su nombre para que no lo cargaran—: ¿Cómo vas a sacar «prendido»?¡Ja, ja, ja!. Si no querés convidar, no fumés, Sino, pone el paquete sobre la mesa y aguantate, pibe —y metiéndole la mano en el bolsillo del saco, que colgaba de la silla, le saca el atado y convida a todos en la mesa—. ¡Ja, ja, ja! Los gritos empezaron a oírse cada vez más fuerte y el transito sobre Melgar seguía detenido. —¡Pero qué querés que haga, viejo boludo, si hay coches a patadas! ¡Ese del Fiat debe ser otro viejo boludo como vos que se bajó a mear y dejó así, abierto, el coche! ¿Querés que le rompa la puerta para que vos puedas pasar? —el colectivero ya se había puesto nervioso. Escuchando esto, dejo la carpeta, el libro y mi celular al cuidado de Antonio, el mozo de la París y voy a interceder, por temor de lo que pudiera suceder a mi viejo amigo. —¿Qué pasa, muchachos? ¡Tranquilos! —trato de poner calma. —¿Y ahora qué? ¿Pediste refuerzos al Pami? —le grita, a mi amigo, el colectivero, también morocho pero joven, musculoso y muy, muy enojado. —¡Para Roberto! ¡Para! Vamos a buscar al dueño del coche en los negocios de la zona! Al oír su nombre, mi amigo, que aún no sabía quién era yo, se detiene, me mira, cambia sus lentes de lejos por otros de cerca (los llevaba ensobrados en un bolsillo interior de su impecable saco blanco) y baja del estribo al que se había trepado, me mira y… —¿Beto…..? ¡Beto! ¡Qué hacés! ¡Tanto tiempo…..! —Vení, vení. Busquemos al tipo del auto —le digo, para alejarlo
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del colectivero ¡Morocho, grandote, muy enojado!; en tanto que una señora, con un chiquito en brazos, se sube al coche que obstaculizaba el transito. —Mirá —le dije—, yo estoy en aquella mesa. Corré el coche y, si querés, te invito un café, a vos y a esa linda señorita —comenté, señalando a su acompañante. —¡Beto! —me dice, mientras sus ojos, miopes, recorren mi rostro, mi cuerpo envejecido, un poco más gordo y con menos pelo— ¡Justo vos! Toma, esta es mi tarjeta. Llamame y te invito yo. Ahora estoy con mi señora, ¿ves esa rubia? Gracias, che. ¡Llamame! —y se sube al coche para seguir camino por Melgar, que ya había quedado abierta al tráfico. — Lo que pasó, señora, es que unieron el escalón equivocado en la fractura de la tibia de esa pierna. Por eso quedó un centímetro y medio más corta. Y va a tener problemas con el tobillo también ¿Su hijo no tiene veleidades de futbolista, no? Una jugada desafortunada. Un golpe más fuerte de lo debido. Dos meses con yeso hasta la ingle, por supuesto, en la cama. Luego, un mes más con yeso hasta la rodilla, con un taco para poder moverme. Ese mediodía, munido de un bastón para sostenerme, con saco, corbata, pelito corto y libros y carpetas, espero el colectivo setenta para reintegrarme al colegio, en el Monolito que homenajea al Almirante Brown, en Martin García y Ruy Díaz de Guzmán, acompañado del negro Roberto, amigo del bar. —¿Así que hoy volvés a empezar?¡Qué cagada la pata, che! Y bueno, menos mal que a vos los brolis te gustan que si fuera a mi… Yo sabía que el negro andaba en alguna fulería con motos y autos, aprovechando que algo de mecánica manyaba porque su padre tenía taller. Pero él nunca lo decía, ni intentaba meter a nadie en esa, así que le seguí la corriente. —Si, claro. Y encima vos sos un croto para el futbol —lo cargue. —¡Avisa, che! ¡Como si vos fueras Silvio Marzolini! ¡Ja, ja, ja! —Ahí viene el bondi, negro. Chau —y tirando el pucho, tomo las carpetas y los libros bajo un brazo, en la otra mano el bastón, con el que también hago la seña de parar al colectivero y, con sumo cuidado, intento subir primero mi pierna enyesada. Claro que la falta de práctica habrá ayudado. Seguro que la pierna en-
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yesada en el talón es inestable. Obvio que libros y carpetas entorpecieron mis movimientos. Y es también cierto que el bastón no permitió a mi mano aferrarse, como es debido, del pasamanos. Así que, sumado esto a un violento arranque del colectivo, me vi caer sin remedio. —¡Qué hacés, boludo! —siento un grito cerca de mis oídos y dos brazos que atinan a detener mi caída, me dejan parado sobre la vereda y, al grito de —¡Que hiciste! ¿No ves que casi lo matás? —suben al bondi, toman al desprevenido chofer del cogote y comienzan a zamarrearlo —¡Casi lo matás, estúpido! ¡Qué momento! El chofer, pálido, temblando por lo que podría haber ocurrido. Los pasajeros, puteándolo, algunos, por su impericia. Temblando, otros por la violencia del ataque del Roberto y el Negro, joven, musculoso y entrenado en las lides boxísticas, enfurecido, zamarreándolo mas y mas. —¡Para negro, que lo vas a matar! —atine a decir, desde abajo, ante esta visión apocalíptica— ¡Para, por favor! —¡Tomátelas! Pero miralo bien, ¿eh? ¡Cuando veas al pibe, le parás bien y esperás a que suba, idiota! ¡Vení, Beto! ¡Ahí llega el diez, que te deja también! —y tomándome de la mano, para el otro colectivo y me ayuda a subir. Dos días después, contando en el bar lo sucedido, luego de las clásicas cargadas, surge en la conversación. «EL» tema. —O sea que, vos, además de andar «cojo», de «eso», nada, ¿Verdad? Es que la virginidad a los catorce, no era un tema del que enorgullecerse en ese ambiente. —¿Vos nunca le viste la cara a Dios, pibe? ¡Ja, ja, ja! —Sabés qué —salta Silvio, un conocedor de la materia dado su largo peregrinar—: sobre Ministro Brin, en un convoy, están trabajando unas minas bárbaras. Yo conozco a una. Si querés, le digo y vamos para allá. ¡Vas a debutar, pibe! Así que, unos días después, un sábado para ser precisos, fuimos para allá en patota, a vivir mi momento de gloria, todos bajo la batuta del idóneo. Yo, sumamente nervioso. Carlitos, en la misma, también nervioso. El resto —Juan, el taxista; Rafael, el albañil y Jorge, el mozo nocturno de La Herradura— a disfrutar y, de paso, a cargarnos a nosotros dos, los debutantes. El conventillo, como todos, un patio enorme rodeado de construcciones en madera y chapa, pintadas de todos los colores. Malvones y geranios daban un toque cálido a la pobreza que no se sentía tanto en ese momento. A un costado, en
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un primer piso por una escalera también de madera, dos habitaciones: una, sala de espera; la otra, sala de operaciones, diríamos. Ni bien llegar, entra el último de los impacientes que esperaban su turno, quedando la sala de espera sola para el grupo. —Bueno, chicos, ¿trajeron tizas del billar?— —¿Para qué, che? —inocentes nosotros. —¡Para que no pifien al tratar de meterla! ¡Ja, ja, ja! —se burlaban Silvio y compañía, parados sobre el linóleo del piso, mientras nos tenían a Carlitos y a mi sentados en un asiento largo, (el único que había) al lado de una mesita, en donde un velador con una bombita pobretona, llena de cagarutas de moscas y carente de pantalla, generaba las penumbras propicias a este oficio. Poco después, se abre la puerta del paraíso y se despide el anterior cliente. Rafael, se ve que con urgencias debidas a atrasos en sus funciones vitales, salta: —¡Primero voy yo, che! Al abrir aún más la puerta que el otro entreabrió, pudimos ver a la vestal, la pitonisa, Es decir, vimos a… —¿Julia? —dije—¡Esa es Julia, che! La hermana mayor del negro Roberto! —Si. ¿Y? —me increpa Silvio — Perdé cuidado que no te la va a morder, ¿eh? —me carga. —¡No! ¡Yo me voy! —¡Esperá! ¡No tengas miedo, cagón! —salta Juan. —¡Nooo! —contesto, muy enojado— ¡No es miedo! ¡Yo tengo códigos! ¡Justo la hermana del Negro! Para mí, las hermanas de mis amigos tienen pito, ¿entendés? —pegué un portazo y me fui.
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Marina o el fútbol —Pero…¿Qué pasa hoy que está pelado el boliche, che? pregunto a Olegario, que tiene un viernes aliviado, casi sin gente en el bar. —¿…..? ¿En qué país vivís, Pollo? —me contesta el viejo mozo, juntando los dedos de las dos manos en signo de interrogación— ¿No sabés que mañana está el desafío contra el bar «El Apolo» en la canchita de Casa Amarilla? Genaro les pidió a todos que fueran a dormir temprano para no pasar vergüenza, ¿viste? —¡Ahhh, claro! Uy, entonces….suspende el café. Voy a llevarle un broli que le prometí a Marina y me meto a apolillar. —Bueno. Y largá el pucho, que mañana no vas a tener aire, pibe. —¡Pero si vos sabés que voy al pedo! ¡Javier la rompió los últimos par25
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tidos! Y además, está el Tano, que tiene mucha marca. Así que yo… ¡relleno! —No importa. Vos andá con ganas. Si hace falta, tenés que estar bien. Y…¿esa Marina es la morochita que te saludó anteayer al pasar frente al bar? —¡Si! ¿Esta buena, eh? ¿Viste que culo que tie… —¡No seas guarango, Pollo! —me corta Olegario—¡Y empezá por respetarla vos!...¡que si no, no te la respeta nadie, salame! —Tenés razón. Qué gil. Me la presentó un amigo hace dos semanas. ¡Y vieras que macanuda es! —¿ Ya le metiste mano? ¡Ja, ja ,ja! —¡Ehhhh! —¡Ja, ja, ja! ¡Chau, pibe! Y me fui caminando hasta Martín García, con el libro de Filosofía que había prometido prestar. En la puerta del primer edificio de departamentos construido por la Cooperativa El Hogar Obrero, en Martín García, entre Defensa y Bolívar, enfundada en un simpático vestido floreado, el pelito negro, muuuy negro, brillando suelto sobre los hombros, una hermosa sonrisa que descubre la hilera de dientes chiquitos y blancos, ojos color café y largas pestañas, Marina sostiene mi libro entre sus brazos cruzados sobre el busto. Creo que lo hace a propósito porque descubrió mis miradas sobre sus pechos. —Bueno. Te dejo, así me pongo a leer —dice. —Esperá, esperá —intento tomarle una mano, pero me esquiva . —¡No, no! Que está por venir papá con mi hermano. Salieron hace un ratito para comprarle botines. Mañana juega un partido, su nene. Después…hablamos. —Mirá vos, yo también juego mañana a la mañana —comento. —¡Uf, los hombres con el futbol! ¡Me tienen repodrida! Papá está loco con mi hermano porque es muy buen jugador, ¿sabés? Y…eso le importa más que mis excelentes notas. ¡Grrrrrr! —y despidiéndose con un rápido piquito, se vuelve, abre la puerta de vidrios repartidos, la 26
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reja del ascensor y agita su mano a modo de saludo mientras éste la sube a su quinto piso. —¡Carajo, que esta bonita! Bueno, a casa, a dormir. A las ocho y media del día siguiente, sábado, la mañana de primavera se presenta espectacular. El cielo totalmente celeste, sin una nube, subraya el verde de los árboles que crecen en lo que fuera la estación de carga Casa Amarilla, atrás de la cancha de Boca. Ni bien traspuesto el alambrado perimetral, hoy engalanado de violeta y verde por las Campanillas de ferrocarril que lo visten, y dejando atrás el cúmulo de adoquines, reliquia de la antigua calle Patricios, ya totalmente asfaltada, se alcanzan a ver los postes de los arcos que levantáramos meses atrás, luego de alisar el terreno, quitar piedras y sembrar pasto. Temperatura agradable, nada de viento, todos presagios de una hermosa jornada futbolística. —E-esp-pero que no t-terminemo a lo boyo —dice (en cuotas, claro) Rolando, lento para hablar pero una luz como wing derecho. —¡Dale, dale. Vamos, che. Terminen de cambiarse, así calentamo un poquito! —insiste Genaro, preparador físico, entrenador y hasta sicólogo de los tres equipos que hoy compiten, divididos por edad. Todos, desparramados alrededor del field están vistiendo los pantaloncitos y las casacas del bar: blancos y verdes por mitades y con un vivo rojo en el cuello. —¿El Tano no vino? —pregunto al llegar, sentándome en el pasto que rodea la cancha recién demarcada con cal, después de mirar alrededor. —¡No viene!— comenta Eliseo, número cinco muy diestro, que termina de atarse los botines y raja para sumarse a la fila que corre, salta y practica cabezasos. —¿Por qué, che? —le grito a la distancia. —¡Creo que le cayó una nota fulera del cole y el viejo se calentó! ¡Por eso no viene! —Bueno, uno menos. A ver si, de pedo, entro —me digo y comienzo a trotar, saltar y moverme con el resto de los muchachos. —Primero juega la categoría de dieciséis a diecisiete años — avisa nuestro DT. 27
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El referí, como siempre que jugamos contra el Apolo, es el Ñato, fornido changarín que trabaja en la Cruz de Malta, donde levanta bultos de hasta cincuenta kilos. La importante musculatura de la que hace gala, logra que todos respeten sus decisiones. Sacan los contreras. Luego del pitazo inicial, el diez de ellos se la tira larga al once, morochito de pelo corto, nariz puntiaguda, flacucho, de piernas largas y con medias caídas (¡Humm, mala fariña!). El morochito la para de pecho, juguetea con la globa de un pie a otro y, repentinamente, se escapa por la punta, deja parado al cuatro, Javier, llega a la raya de cal y tira el centro, ¡de pedo el nueve de ellos llega forzado, remata y Pichin, nuestro arquero, logra manotear al corner! ¡Zafamos! —¡Javier, Javier! —a los gritos, Genaro— ¡No lo dejes recibir! ¡Encimalo, encimalo! — preocupado por el dribling endiablado del pibito. Pasados quince minutos, el morochito nos está volviendo locos. Se hamaca para adentro y sale hacia afuera. Otra vez se hamaca hacia afuera y raja para el centro. Bicicleta. Sombrerito. En fin, Javier no la ve. —¡Mama mía! —me dice Antonio, el arquerito suplente— ¡Se está comiendo un baile como el que le pega el loco Bernao a Silvio Marzolini! —Y si, era asi. Pero por suerte, hasta ese momento sin goles. Pasado veinte minutos de juego, ¡el desastre!: se escapa otra vez el once, se hamaca para afuera y se manda, esta vez para los tres palos. Pichin, que desde el arco lo ve venir rajando como una locomotora, sale a cubrir pero el pibito se la manda justo por un agujero que queda junto al palo. ¡Goool! La mitad de los sesenta (más o menos), personas que vemos el partido, estalla en gritos de alegría. —¡Goool, Goool! La otra mitad, clavando la vista en la cancha, trata de imaginar cuantos nos comeremos hoy. Para completar, pasada la media hora de juego, Javier sale a cortar casi a la mitad de cancha una pelota que viene de alto, pega el salto y al caer, se tuerce el tobillo. Paran el juego para atenderlo. El ga28
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llego Fermín entra con un poco de alcohol para masajearlo y lo venda para ver si puede seguir. Pero no. Le duele mucho. ¡Qué macana! Genaro mira al banco. ¿Me parece a mí o me está mirando con algo de asco y resignación? —Vení Pollo —los treinta (más o menos) muchachos que no gritaron el gol, ahora me miran y se toman la cabeza. —Hace lo que puedas — me ¿anima? Genaro, al entrar. Ya en la primera pelota que toca, Eduardo, que a esa altura ya le sabía el nombre porque la tribuna lo gritaba: ¡Bien Eduardo, Dale, marealos Eduardito, Volvelos locos Edu!, como digo, en la primera pelota, me amaga para adentro y sale sobrando por afuera. ¡Carajo! En estos casos, lo peor no es quedar desairado, porque, bueno, uno juega lo que puede y, si el contrario es tan bueno… Lo peor, es la sonrisa sobradora del que te marea, gozándote. Y ojo que yo estoy contento ya solo con jugar, ¿eh? Pero, bueno, como dice el viejo refrán: Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar la pierna de tu enemigo para golpear…o algo así. Cuestión que el morochito siguió amagando y amagando. Cerca del final del primer tiempo, otra vez el diez de ellos tira una pelota por alto para la escapada del once, y al disputar la pelota, para alcanzar altura, además de flexionar las piernas, agito los brazos, como el aletear de un ave, si, y, sin querer, claro, impacto uno de ellos en la cara de Eduardo. Ninguno de los dos alcanza el balón y al bajar, veo que el pibe se toma la cara ensangrentada hecho un ovillo tirado en el pasto y se pone a…¿LLORAR? Se armó la batahola. Los contreras se me vinieron al humo al grito de «¡Bestia, animal, patadura!» y otras exquisiteces. Los de mi equipo me tapan y tratan de disimular mi presencia entre el grupo. Pero uno de los exaltados, no muy alto aunque fornido señor de bigote cepillo, el padre del muchachito, después de ver que el pibe parara de llorar, me sigue con malas intenciones. —¡Fue sin querer, che! ¡Son cosas del juego! —decía yo, alejándome lo más posible al verlo sacado, a duras penas detenido por el enjambre de mis compañeros. —¡Frená viejo! ¡Ya le saqué la amarilla! ¿Qué más querés? —y 29
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para convencerlo de que se calme, el forzudo Fermin lo sacude tomándolo de la camisa. ¡Que poder de convicción! A poco de reanudarse el partido, suena el silbato terminando el primer tiempo. En el segundo, Eduardo, con un par de Curitas en un costado de su cabeza, comienza jugando por la otra punta, pero ni sombra de lo que hizo en el primero. A los pocos minutos, pasa de nuevo a mi punta. Pero… ¡no se atreve a encararme! —Se achicó— me dice Eliseo al pasar. —Apretalo, apretalo, Pollo, que te tiene miedo —me dice Genaro, desde la raya. El partido, después, se puso aburrido. Hay poco más que agregar. Rolando, con un zapatazo extraño como su parla lo empató casi sobre el final .Y yo, después de festejar como una victoria el empate, mirando para atrás por si me seguía el de bigote cepillo para felpearme, me rajé a comer los ravioles de mi viejita. —Hola. ¿Beto? Marina soy. Pasá a eso de las seis así te llevás tu libro, ¿Querés?—El teléfono me daba otra alegría. «¡Hoy se me da completa!», especulaba yo. A la hora indicada, mocasines nuevos, pantalón planchado con raya, camisa al tono, pelo peinado con Brilcream, para mantenerlo en su lugar y, como de costumbre, con un faso prendido en los labios, toco el timbre en la casa de Marina. —¿La llevo a pasear por el Parque, o tomamos un café, primero y luego…? —elucubraba. —Hola. Acá tenés tu libro —me recibe con una sonrisa que acelera mi corazón. —¿Tomamos un cafecito y charlamos? —comento. — Mejor caminemos un poco. Vamos al parque — contesta. Y nos encaminamos hacia allá por Martin Garcia. Llegando a la esquina de Defensa, —¡Hola, Pa! —saluda Marina a un señor…de bigotes cepillo, que nos mira a uno y a otra sin entender. —¿Qué hacés acá? —dice al verme— ¿Vos estás con este? —le pregunta a la chica— ¡Ya mismo te vas para casa! ¡No te quiero ver con 30
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este atorrante! ¿Me oíste? —le grita sacudiéndola tomada de los brazos. —¡Y vos, andate! ¡Si te veo con mi hija otra vez, te pego una paliza, bestia patadura! No me hice de rogar. Me fuí con mucha bronca. No vi más a Marina, pero mi mayor enojo es no saber si su odio fue porque le pegué al hijo…o por poner en evidencia que era un cagón.
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Perdón, don Ernesto —Hola —entrando al bar, casi arrastrándome del cansancio; saludo, desganado a los dos o tres amigos presentes—. Qué hacés, Ole —saludo al mozo—. ¿Me traes un café doble, por favor? Me estoy durmiendo. ¡Y viene mi Negrita a buscarme para salir! —¿Qué vas a hacer, Beto? Es viernes. ¡Julio! ¡Sale un café doble para la siete! —y Olegario va, chancletendo sus zapatones, a buscar el pedido. «Mejor me ubico en un lugar tranquilo», pienso, haciéndome cargo del sueño que me invade. Ocupo una mesa al fondo, del otro lado del estaño, cerca de la entrada al baño. —Creo que también te tendrías que tomar un Geniol, Pollo —comenta el viejo mozo, dejando en mi mesa el café, un par de galletitas y el agua —. Haceme caso. Si viene la novia y tenés que cumplir…¡Hummmm! ¡Me parece que hoy no das el pinet, pibe!.¡Ja, ja, ja! —y saca una pastilla con su envoltorio de celofán, del bolsi33
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llo— Tomá. Me queda justo uno. Vine temprano. Linda llega en cuarenta minutos, más o menos. Pero no da para ir a casa a cambiarme. Seguro que me van a hinchar para que coma algo….Y eso me va a dar más sueño aun. ¡No! La espero aquí. La modorra, mucha, los sonidos conocidos del bar, por eso mismo tranquilizadores, me ganan y cabeceo un par de veces. «¡No! Despertate, che. No hagas papelones», me digo. Al volver de uno de esos cabeceos, al entreabrir los ojos y tratar de ajustar la mente a la realidad, intuyo una presencia en la mesa. Pero la atribuyo, por la modorra, a alguno de mis amigos. Al rato, volviendo nuevamente, enfoco la vista y encuentro un tipo, con un escarbadientes a manera de cigarrillo y La Critica arrollada en su mano derecha. Nariz ganchuda y filosa y sus ojitos un poco laterales sobre los dos lados de una cara aplastada y huesuda. Nerviosísimo e inquieto como siempre; escarbándose los dientes, arreglándose la rotosa corbata. Con su nuez prominente subiendo y bajando. —¡A ver, Olegario! ¡Traeme un cinzano con bitter, por favor! ¡No hay má palabra!¡Qué paí, Don Ernesto! ¡Qué paí!— . —Sí. Es como usted dice, Tito. Al girar la cabeza para ver con quien habla, descubro, sentado al otro lado de mi mesa, a un anciano, un tanto encorvado, la frente surcada de arrugas, bigote ancho y lentes oscuros, con el rostro fatigado, como de haber vivido años luchando contra la iniquidad, descansando el mentón sobre una mano, la vista fija en su interlocutor. —¿Y estos? ¿Quiénes son? —me digo. Pero, algo que Tito dice atrae mi atención: —……porque, se lo digo yo, Humberto J. D’Arcángelo*, Don Ernesto, este paí asi no va má. ¡Aqui todo é cuestión de coima! Fíjese: cuando yo era chiquito así —y pone la mano abierta a la altura de la pantorrilla— ¿quiéne manejaban l’estofao? Lo conserva. Coima y robo. Cuando yo era así —y subió la mano de nivel—, lo radicale. Coima y robo. Despue, el Justo ese. Coima y robo. ¿Se acuerdan lo de la Corporación? Despué el chicato de Ortiz. Coima y robo. Má tarde, la Libertadora. Despué, la de reorganización nacional. Siempre, eso milico dicen que
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vienen a limpiá. Pero al final, coima y robo. Y ahora, ¡Mirá Olegario! —le grita al mozo, sacudiendo en su mano derecha la «Critica» abierta en un enorme titular— ¡Mirá! ¡Pobreza cero! ¿Ve Don Ernesto? ¡La palabra! ¡Cero mango le van a dar a lo pobre esto caradura! A esa altura, yo ya no entendía nada. Pero la cosa se complicó aun más, poco después. Al mirar al otro lado de la mesa, justo frente a Don Ernesto, que seguía meneando su cabeza, harto de tanta injusticia, otro hombre mayor, pelo blanco y escaso, barba candado del mismo color, lentes con bastante aumento, un poco entrado en carnes, también asentía a lo que Tito hablaba. «¿A quién se parece este?», me pregunté. Pero a pesar que buscaba y buscaba, no daba con el parecido. —¡Vo estudiá, hacete un Edison, inventá el telégrafo o curá cristiano, andate en el África como ese viejo alemán de lo bigote grande, sacrifícate por la humanidá, sudá la gota gorda y va a ver como te crucifican y como lo otro se enllenan de guita! —seguía diciendo— Ademá, ¡Cuchá, Olegario, ese que dijo que «si decía lo que iba a hacé, no lo votaba nadie»! La palabra, Olegario —y seguía sacudiendo, en el aire, la Critica —¡Ante lo hombre tenían una sola palabra! ¡Y la respetaban! Ahora… ¡Que paí, Don Ernesto! —En este paí hay que avivarse o te jodé pa todo el partido. Si no, juná éste —señalando al tercer personaje que hallé en la mesa, el hombre mayor —. Este pobre otario, así como lo ve, con tre pibe, laburó como un bestia. ¡Tenía hasta do laburo a la ve! Si se dormía parado el otario! Y ahora, de jovato, ni sabe si va cobrá la jubilación. ¡Que paí, Don Ernesto, que paí! —y los tres, meneando sus cabezas ante una realidad hostil, hicieron silencio. Como dejara de perorar Humberto J. D’Arcángelo, admirado yo también de lo que decía, me puse a observar con más detenimiento al anciano enfrentado a Don Ernesto. Ese rostro me era familiar. Pero…De pronto…¡No! ¡No puede ser! ¡Nooooooo! —¡Papi, papi! ¡Despertate, dale por favor, no me asustés! —brazos que me abrazan con amor, labios que me besan con pasión, y, abriendo los ojos encuentro a…¡Mi negrita! —¡Linda, mi amor, llegaste por fin! ¡Que sueño horrible, por Dios!
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—¿Qué soñaste vida? —¡No se! ¡Los militares, yo, el futuro, Sábato! ¡Qué se yo! —Bueno, ya pasó. Ya estamos juntos. Perdoname la demora. Es que tuve que salir un poco más tarde. ¿Te sentís bien? Bueno, vamos a cenar, y después…despues de después, vas a poder dormir un ratito— susurra Linda en mi oído. —¡Chau y gracias, Olegario!
* Humberto J. D’Arcangelo: notable personaje de «Sobre héroes y tumbas», del escritor argentino Ernesto Sábato.
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Palermo —¿Tenes algo pal’ primero? —don Juan me mira de soslayo. —Una puntita —contesto, tímido. —¡Pero ayudame con algo, cheee, que yo pal’ ¡truco! estoy cargado, pero pal rabón estoy cortao! —canta, haciéndose el amoscado. —Epa, epa, epa; no se apure compañero que el ¡envido! esta primero —mordió el anzuelo el rusito Elías. —¿Seguro que tenés, ruso? ¡Mirá que el Pollo anda de liga, eh! — Carlos, compañero de Elías, dudando— Te saco un pucho, Pollo —Normal. Carlos pecha a mansalva a todo el que se anima a dejar un atado sobre la mesa. —¿Vos tenés, aunque sea una puntita, Pollo?, porque me parece que nos corren. ¿Les cierro ahí, o subo algo? —don Juan, presumiendo —Por las mías, ando medio asustado, pero si es por las suyas, dese el gusto —yo, sumiso. —¡Envido, Carajo! —mi compañero reviró, decidido y eufórico. —¡Pará Rusito, que el Pollo debe tener 37
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algo, che! —Carlos, temeroso. —¡Dale viejo, dejame correr esta que me tengo fe! ¡Falta envido, carajo! —Elías, exaltado, saltaba contento creyendo que había ganado el partido. Carlos, burrero a muerte y pelado consuetudinario, temblaba pensando en pedir otra vuelta de café al fiado, mientras don Juan, simple peón de taxi (grande, negro y viejo Plymouth), hacia el que el “Don” era, simplemente, una fórmula de respeto y cariño, relojeaba el estofado, lo más campante. Al bajar, los 32 de oro y de mano del rusito se estrellaron, sin vuelta atrás, contra mis 33 de «simplemente copa». —¡La mierda! ¡Te dije que el Pollo venía cargado! —rezongaba Carlos. —¡También, con todo el afrecho que junta! —me cargaba, contento, don Juan, apuntando a mis últimos meses de celibato— Me voy a dar unas vueltas con el carro ¡El café lo tomo más tarde! ¡Chau! Elías, embroncado y entristecido, revoleó las cartas y me apuntó: —¡Cuando tengas una fija pa’Palermo, no me dejés afuera, Pollo! ¡Tenés más culo que cabeza, che! —Te saco el ultimo, Pollo —Carlos, juntando valentía para jetearle cuatro fecas al fiado al mozo, se llevó, efectivamente, el último pucho que me quedaba en el atado y, de paso, la cajita de fósforos Ranchera. A la mañana siguiente, laburando en el galpón que la «Viuda de Canale e Hijos» tenía habilitado para el armado de paquetes con regalos navideños para directivos, clientes, amigos y favorecedores, repleto de vinos, champagne y pan dulce, mientras con los compañeros tomábamos un café con leche acompañado de un pan dulce que, ¡Oh casualidad!, se había caído, roto y ya no estaba presentable para ser regalado, conversaba con doña Nelly, don Carmelo y Pedro, que miraba de costado, con la boca llena, (fanático del pan dulce) para no perder el ultimo pedazo que quedaba —¡No, don Carmelo, yo de burros no quiero saber nada! ¡Los veo en el boliche, todos los burreros, pelados, endeudados! Me cuesta tanto ganar un mango que de perderlo así, me pongo a llorar. Pero, la
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verdad, estoy cansado del papel del único gil que no sabe nada de carreras. —Mirá, nene. Vo sabé que yo, con cinco hijo, nunca pude pisá Palermo. ¡Lo que morfaban lo turro! ¡Si hasta tenía que laburá de noche, tenía! .Yo no sé lo que son lo burro. Pero mi hijo el Cholo, el del medio, te digo, bueno, ese tiene un culo infernal. Se estudia todo lo apronte, la «ro paler» y siempre un manguito saca. —¡Claro! —tercia doña Nelly— Si no, lo manga a usted. Total, casa y comida ya tiene gratis. ¡Darle, también, para puchos sería más barato!. Pedro, que ya se había agarrado el pedazo de pan dulce que quedaba, miraba a uno y otro con los carrillos llenos. —¡Callate, che! ¡Como si todo lo hijo tuyo serian una joyita! — se enoja don Carmelo. —¡Si, pero yo no tengo que mantenerlos! —doña Nelly, encocorada. —¡Pero de que me hablá! ¡Si tu hija la Tota hace la calle pa’ganarse el puchero! —grita don Carmelo. —¡Si! ¿Y qué? —acalorada y con el ceño fruncido, le retruca la vieja— ¡Bien que podría haber sido hija tuya! ¡Si te hubiera hecho caso…! ¡Como andabas meta agarrarme la cola, desgraciado! ¡Y yo, nada! ¡Salí!¡Salí! ¡Y como vos, varios que trabajaban aquí en ese entonces! ¡Pobre! ¿Será por eso que me salió medio calentita la nena? —entristecida. —¡La pucha que estabas linda en esa época! ¿Eh, Nelly! —Carmelo, terminando la discusión, miraba al vacio, como viéndola a la Nelly un montón de años atrás. —¡Ja, ja, ja! —aflojándose, ríe Nelly con sus recuerdos— Bueno, antes de ir a almorzar, les cuento de otra chica de mi época que estaba más linda que yo. Resulta que, en un conventillo de la calle California, había una morocha, muy bonita, que se puso de novia. Salía a la puerta a ver al novio, estaban la mamá y la hermanita. El novio la invitaba al cine, iban con la mamá y la hermanita; cuando entró a la casa, los días de visita estaban el papá, la mamá y la hermanita, y sin embargo quedó embarazada. —¡La virgen María! —saltamos Pedro, aun con la boca llena, y
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yo. —¡Cállense, sacrílegos!—siguió contando Nelly, luego de persignarse varias veces— Resulta que en ese conventillo, como en otros, el baño común, al fondo, lindaba con un pasaje entre calle y calle y, mientras la mama, a la noche, le tenía el farol desde arriba, el novio, que había saltado la tapia a un horario convenido la agarraba y…¿O ustedes pensaron que somos tantos millones de hombres y mujeres porque nos plantaban en macetas, che? —¡Ja, ja! ¡Je, je! —Mirá nene. Estuve pensando —don Carmelo, en un aparte—. Si queré, le pido al Cholo que me tire algún datito ganador, como pa que no seá el único tonto que no tiene una fija, y, de paso, te ganá uno pesito. ¿Queré, nene? —¡Gracias, gracias, don Carmelo! Como a los dos días, ya olvidado yo del asunto, don Carmelo me dice: —Nene, me dijo el Cholo que el domingo en la quinta carrera, le jugué al ocho, «Practicante». Lo vienen tirando al bombo y ahora le van a dar rienda pa que gane. ¡Pero no lo andé dechavando por ahí, eh! —No, no, me lo voy a guardar. Y gracias otra vez— contesté, contento, pero dudando. Así que, a la tarde, al llegar al café, después de los habituales comentarios estúpidos, chismorreos, bromas, varios café y varios mangazos de mis puchos, como quien no quiere la cosa, al empezar la conversa de costumbre sobre burros, los catedráticos de siempre empezaron a estudiar pal domingo. —El que tuvo buenos aprontes esta semana fue El Centauro, hijo de Sideral y Planetaria —tiraba Miguel. —A mí me gusta Vit Reina, que le ganó por un pescuezo a Charolais, la otra tarde —se apuntaba Carlos. Entonces, habiendo tomado color la discusión, suelto la bomba. —Bueno, a mí me dieron una fija: el domingo en la quinta de Palermo hay que jugarle al ocho, Practicante. La carcajada fue generalizada. —¡Ja, ja, ja! —¿Pero de que hablás vos, Pollo? Si sabés menos de burros que
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de bordar —Carlos, hiriente— ¡Ja, ja, ja! —¡Pará, pará, pará! —de pronto Miguel, el que menos se reía— ¿Sabés que puede ser, che? A este se ve que lo tiraron al bombo varias carreras y es posible que en esta, lo manden como un tapado para pescar el mango. —¡Dejate de jodeeeer! —Julio, negativo. —¡Miralo al Pollo! ¡Ya quiere ganarse el Pellegrini! —Carlos, muy negativo. —¿Vos sabés cuántas historias hay acá, Pollo? ¿Viste que hasta en el baño hay fotos de caballos? ¡No esperés acertar en la primera fija que te dan, eh! —don Juan, calmando los ánimos. Yo ya me había hecho chiquitito en mi silla, puesto colorado por vergüenza y por bronca y empezaba a putear a don Carmelo por la burrada que me había pasado, cuando don Alberto, el más callado de la cátedra, con muchos años de jornadas hípicas en el lomo, consultando sus papeles, suelta: —¿Saben, che? Este pingo es hijo de Pronto y Extrañeza. Tiene buen pedigree. Lo corre Jara, buena mano y además, tiene buenos aprontes. Me parece que en serio lo tiraron al bombo en las otras carreras y, si por casualidad llega a ganar, va a pagar un espor bárbaro. —¡Pero, que decís! —Julio, cabrero— ¿Vos le jugarías un céntimo al mancarrón que dice este pánfilo? —ya ofensivo. Don Alberto, sereno como siempre, dejando en la mesa la revista que leía, baja sus anteojos y, con un gesto de profesor que explica el Teorema de Pitágoras, mientras saca un pucho de la oreja que enciende (infaltable) con mis Ranchera, nos ilustra: —Mirá, che: yo no me jugaría todo el marroco, pero peores cosas he visto. Si a este, que jamás tuvo una fija, se la tiraron, por algo será. Suerte de principiante, que le dicen. Así que yo, decididamente, unos mangos me voy a jugar. Los que estén de acuerdo, quedemos pal domingo y a juntar algún manguito, che. Te saco un pucho pa la oreja, pibe — don Alberto, viejo manguero, pero se lo ganó por apoyarme. Me volvió el alma al cuerpo. ¡Gracias don Carmelo! Empezaba a ser tomado en cuenta en la Primera A del boliche. En fin. Vamos a ver que sale de todo esto.
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El domingo, después de los ravioles de la vieja y el café y el cigarillo en el bar, la caravana de pelados inicia su marcha, colectivos mediante, al H. NACIONAL, el hipódromo de Palermo. Yo nunca había estado y me maravillaron sus grandes y lujosas instalaciones, sus amplios espacios verdes, la enorme concurrencia de gente, las chicas lindas, los cuidados animales, todos con distintos colores, (no creí que fueran tan grandes y con ese cuero tan lustroso) y al pasear, al trotecito, frente a la tribuna, parecía imposible que pudieran desarrollar tanta fuerza y velocidad. La cantidad de banderas de colores, el bullicio de la gente en la largada y acompañando la puja de los pingos durante la carrera, me estaban mareando. Los catedráticos, tomándose un cafecito para hacer tiempo mientras llegaba la quinta carrera, fueron juntando el vento para la jugada y, en un momento, se me aproxima don Alberto y, como una reparación hacia mí por el dato ofrecido me tira: —Bueno, Pollo, ya que es la primera vez que venís y el dato es tuyo, toma la nuestra, poné la tuya y andá. ¿Ves las colas largas? En la ventanilla que corresponde, jugale todo a ganador y que la suerte nos acompañe. Eso sí, apurate que falta poco para que larguen. Puse mis morlacos (pocos) y salí corriendo para el lado de las ventanillas. ¡Qué bolonqui! Preocupados por apostar antes del cierre, todos se empujaban, y puteaban apurando a los de adelante. En una de esas, ya cerca del final, cuatro ROPEROS, con pinta de gente del bajo fondo, empiezan a cinchar para llegar, si o si, por sus boletos y me vi llevado en el aire, viajando hasta las ventanillas y al llegar, sin tiempo siquiera para pensar y empujado por el grito de los cuatro ROPEROS —¡Dale pibe, que se acaba! —cambie la plata por «ganadores» y salí, picando, para donde me esperaban los catedráticos. —¿Y pibe, y?—la cátedra, al unísono. —¡Ya está! ¡Aquí tengo los boletos! —mostrándolos en el aire y guardándolos en mi bolsillo. —Bueno —don Alberto, tranquilo como siempre, levantándose de la mesa donde varios pocillos vacíos habían ayudado al aguante—. Vamos, que ya están por largar. Maravilloso, el espectáculo. El bullicio, la euforia de la gente, el
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panorama multicolor, las esperanzas allí vertidas. ¡LARGARON! Yo no sabía nada de burros, ni chaquetillas ni colores ni jockeys, pero me contagió la emoción de la cátedra: —¡Vamos Practicante! —¡Practicante viejo y peludo, solo nomás! —¡Vamos Practicante por los palos! Por fin me sentía, y me contaban, como uno de ellos, gritando, cantando y sufriendo, abrazados. Pero, y siempre hay un pero, después de una magnifica largada, al llegar a la primera curva, nuestro crédito se olvidó de correr, empezó a paisajear, a retrasarse y la cátedra, sorprendida primero, empezó a preocuparse después y, a poco, comenzaron los reproches hacia mí, seguidos por las puteadas directas. —¡Viste, boludo! —me decía Julio, cabrerísimo— ¡Pensaste que te daban la chaucha y te encajaron un collar de calefones! —¿Cómo carajo le hicimos caso? —puteaba Carlos. Don Juan, con más años y otra tranquilidad, solo atinaba a mesarse los pocos cabellos que le quedaban en la cabeza, de la que había desaparecido la infaltable gorra, caída en el piso, miraba alternativamente a mi persona y al caballo que cada vez se distanciaba más del primer pelotón, haciendo cenizas sus sueños y los pocos pesos que había jugado. Al terminar la carrera, y habiendo perdido mi mancarrón por afano (llegó tres horas después, fue la sentencia catedrática), luego de comerme unas cuantas puteadas y algún coscorrón, vino don Alberto a salvar un poco las papas: —¡Muchachos, muchachos! ¡Escúchenme! Yo me siento un poco culpable, también, por haberlos impulsado a apostar por el burro del Pollo. Así que ¡Vamos, que les pago una ronda de café para calmarnos! Si bien no cambió la honda mufa del grupo, esto permitió, al menos, que pararan de putearme y, al ir a sacar los boletos para cumplir la antigua rutina de romperlos en mil pedacitos , otra vez don Alberto, con su ecuánime discurso, me frena: —¡Oíme, Pollo! ¡No los rompás! ¡Guardátelos como recuerdo de la primera vez que perdiste en el hipódromo!
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—¿Sabe que tiene razón?—refunfuñando y avergonzado aun por el papelón, saqué los boletos del bolsillo y, justo ahí, don Alberto que estaba a mi lado, viejo conocedor del hipódromo y las cosas del juego, los mira con atención: —¡Para, che! ¿A ver? ¡Dame acá! —y me los arrebata— ¿Qué carajo hiciste, pibe? ¡Estos boletos no son del 8, Practicante, sino del 3, Indian Chief! ¡Son del que ganó, pibe! ¡Del que ganó! —saltando, con los boletos en la mano. Conté lo que había pasado: los roperos, el apuro, mi desconocimiento, el mareo, qué se yo. Las sonrisas, estupefactas e incrédulas aún, retornaron a todos los rostros mientras don Alberto les mostraba, uno a uno, los boletos que tenía en sus manos. De boludo y otras yerbas volví a ser el Pollo y hasta hubo palmadas en la espalda. —¡Tenía que ser Julio! —saltaba, contento, Julio, porque lo había corrido el jockey Julio Fajardo, y hasta me abrazó— ¡Pollo querido! —Alberto, anda a cobrarlos vos, por favor. ¡No sea cosa que este abombado los cambie en el bondi! —apunta, precavido, don Juan. La vuelta fue a pura fiesta. Hasta ligue dos atados de Jockeys. Me habrán fumado muchos más, pero, ¡qué importa! Me harte de café y pasé a ser leyenda en el bar, creo que más por estúpido que por afortunado. Vaya uno a saber. Fue muy distinto al llegar a casa. La vieja (mi tía Carmen), con lágrimas en los ojos y en voz baja, el tío dormía y no había que despertarlo con semejante bolonqui, me preguntó: —¿Qué hiciste con los cincuenta pesos que había en la latita? —los dos sabíamos lo que había y donde estaba porque cuando necesitaba para puchos o el colectivo, sacaba sin siquiera avisar. —¡Nada, vieja! Mirá, tenía una fija y… —allí me estalló el primer sopapo. —¡Estúpido! —gritando en voz baja— ¡Ya pescaste el vicio de esos imbéciles del bar! —todo en sordina. —¡Pero no, vieja! Es la primera vez, y fijate, gane otros cincuenta ¡Tomá, tomá!...—ahí me estalló el segundo cachetazo; y siempre gritando en sordina, con las lágrimas corriendo por sus mejillas me arrebató la plata.
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—¡Dame los cincuenta que robaste, y con el resto te caminás la calle de arriba abajo hasta que consigas un empleo decente! ¡Atorrante! ¡Y ni una palabra de esto al tío, porque primero te mata y después se muere, él, justo, que ni siquiera sabe jugar a la quiniela! ¡Anda a dormir! ¡Abombado! Nunca dos castañazos me habían dolido tanto, pero sus lágrimas, fueron los clavos de mi cruz.
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Olegario —¡Che Olegario, mandame un feca, por favor! —Julián, a los gritos mientras pone tiza al taco de billar, entusiasmado por que va ganando. —Ole, traeme un cortado y una de manteca —Don Alberto, desde una mesa donde el mus abre el apetito. Y él va. Chancleteando sus mocasines viejos y agrandados sobre el damero negro y blanco del piso que recién barrió. Los pies planos y abiertos, lo llaman diez y diez, las piernas chuecas. Cada vez mas encorvado bajo el peso de la eterna bandeja que maneja con destreza de equilibrista; saco corto color te con leche abotonado hasta el cogote, pantalón y zapatos reglamentariamente negros, pelado y sin el bigotito finito que me parece recordar haberle visto hace añares, con la nariz ancha y achatada como un boxeador y con el eterno silencio a cuesta, típico de gente del interior, cosa que solo delata su tez medianamente oscura. —¡Sale una cristal con ingredientes para la mesa once! —el patrón, desde atrás del mostrador. Y la bandeja camina por el boliche con tres cerve47
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zas, varios vasos y una cantidad de platitos con maníes, queso, aceitunas, y pan. —¿Cómo hace para que no se le caiga nada? —pregunto, sorprendido, a don Juan; que mira, esperanzado, cómo el viento mueve la pollerita de la vecina del primer piso del peache lindero. —¡Son años, pollo! —contesta sin siquiera voltear la cabeza— ¡Y pensar que estuvo a un paso de abandonar todo esto! —continúa, suspiro mediante, resignado a que el viento sea escaso y que el paso rápido de la vecina lo deje sin espectáculo. Se da vuelta, mira al techo como queriendo recordar y sigue diciendo— ¡Todo por culpa del tango! ¿Qué me contás? —¿Cómo? ¿Qué me dice don Juan? ¿De cuándo me habla? —Uf, hace mucho, pollo. ¡Olegario, mandame un cortado liviano, por favor! —Espera que el mozo lo traiga a su mesa de siempre, al lado de la columna en mitad del salón y continúa— Alli donde lo ves, éste hombre, de joven, por supuesto, tenía su pinta. Cuando recién entraba a laburar acá, estaba flaco porque jugaba mucho al futbol, gastaba unos bigotitos...finitos, que se usaban en ese entonces, anchoítas les decían; tenía una linda porra negra; pero, además y sobre todo, bailaba muy bien el tango. —¿En serio? —¡Pero escúchame, otario! ¿Vos te pensás que el gallego Julio lo compró como parte del mobiliario del café? ¿Te crees que, tanto él como los otros, Honorio o Fermín, no tienen historia? ¡La pucha que sos abombado, che! —¡Bueno, bueno! Cuente que no le interrumpo más. —Si me parece verlo —comienza Don Juan, la mirada al cielorraso, la taza de café en una mano y el cigarrillo en la otra— bañadito, después del día de laburo; la melena engominada, camisa y corbata, saco cruzado cortito, los pantalones con una raya que más parecía una Gillette y los timbos lustrosos como un espejo. Así se iba a bailar. Y como bailaba muy bien, condición para que las minas te salieran, no había una que se resistiera. Una noche conoció; en un boliche por acá, por Patricios y Suarez, creo; a una bacana, una tal Silvia, a la que le gustaba la milon-
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ga. Y ella no lo soltó más. Era de doble apellido, pero de esos de peso, pollo. Y con mucho filo. ¡Pero mucho, eh! Fijate que la llevaba y la traía un chofer en una voiture enorme y lustrosa. A la mina, solterona de cuarenta años con un par de noviazgos fallidos y no muy agraciada, se le armó candombe con los hermanos cuando se enteraron de su fato con el Olegario. ¡No sabés! Un par de veces lo vinieron a encarar al bar. —¡No! ¿En serio? —pregunté embobado con el cuento. —¡Pero claro, otario! ¿Te crees que el tiempo lo dispongo para engrupirte a vos? —¡Perdón, perdón! ¡Siga, siga! —Pero, como en el tango, el amor pudo más y un buen día ella se lo piantó para su bulín. Imaginate. Libertador y Olleros, décimo piso, ¡Todo enterito para ella el piso, pollo! Que se yo cuantos dormitorios y un montón de baños. Balcones a los jardines de Palermo y todo. ¡Bacanazo! Así que este tipo largó el laburo en el bar. Mirá, una tarde que volvíamos de los burros con él, Olegario nos invitó a pasar. ¡Nunca visto! ¡Daba pena pisar la alfombra toda peluda que tenían en el comedor, che! Nos convidó unos güisquis, se puso su robdechamb y se acomodó en la cheslon. ¡Si estaba hecho todo un bacán! Pero, le duró poco. —Claro. La bacana se cansó del vago. —¡No! ¡Qué se va a cansar! Se ve que el vago le daba “mimo” tupido, que era lo que la Silvia necesitaba, además de la milonga, claro. Y allí estuvo el problema. —Que, ¿al tipo se le mojó la pólvora? —¡No, qué va! ¡Empezó a repartir el mimo! ¿Te acordás el tango que batia «…locuras juveniles, la falta de consejos…»? Resulta que la bacana tenía una sirvienta de nombre Juana… —¿Juana? ¿Como la mujer del Olegario? —pregunté asombrado. —La misma, pollo. Esta chica había iniciado a la patrona en el gusto por el bailongo. Y aunque no era despampanante, tenía lo suyo. Parece que el muchacho se la ganó y una tarde la Silvia los encontró en la cama. —¡Qué bolonqui !
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—Y…sí. Lo primero que hizo ella fue rajarlos a los dos del depto con lo que tenían puesto. Después les dijo a los hermanos que lo mandaran fajar. ¿Viste la ñatita gorda y hundida que tiene? —Si. ¿El perfil griego del Ole? ¡Ja, ja, ja! —¡Ese mismo, ja, ja, ja! Bueno, se lo dejaron así dos mafiosos que lo visitaron acá una noche. Porque el Olegario, al verse en la calle y sin un mango, a lo único que atinó es a verlo al Gallego, y pedirle el trabajo que había dejado casi un año atrás. —«Vuelvo vencido a la casita de mis viejos…..», ¿Le cantó ese tango, don Juan? —¡Si! Y, hay que decirlo, el Gallego se portó: le dio el trabajo y le consiguió una piecita en el convoy de Gualeguay y Azara. Allí se fueron a vivir con Juana, que se vino con él. —Mira vos la historieta del fulano —digo, levantándome para ir a mear y volver a mi casa a dormir. —Pará, ¿A dónde vas, pollo? Te perdés lo mejor. —Que, ¿lo volvieron a fajar? —No, ¡Ja, ja!, no. ¿Vos sabés que el Olegario tiene un depto de tres ambientes en Montes de Oca frente a la iglesia de Santa Lucia? —No. Nunca lo hubiera imaginado. —¿Y vos creés que lo podría haber comprado con el sueldo que el Gallego le paga, o con las monedas que le dejamos de propina? ¡Noooo!...Resulta que una noche, como a las tres de la mañana, al cierre del boliche (justo lo pesqué yo, porque volvía a casa, después de remar con el tacho), lo levanta uno de esos cochazos grandes y relucientes que usan los bacanes. Yo no conocía el nuevo bote de la Silvia, pero era ella que lo vino a buscar. —¡La flauta! —me salió de adentro. —¡Pero no, gil! ¡Era la Silvia que lo vino a buscar! ¡Ja, ja, ja! Y ahora vas a ver: Yo no sé que le habrá propuesto pero al poco tiempo se mudaron Juana y él al nuevo depto que te conté. —¿Y la Juana no protestó? —¡Pero qué va a protestar, marmota! Si pasó del cuarto de madera del convoy a un palacio como ese.
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—¿Y la bacana no pidió nada a cambio? —¡Qué sé yo! Me dijeron que, desde entonces, una vez por mes lo pasa a buscar un cochazo y el sale todo empilchado. Ahora, si va a bailar o…¡Qué sé yo! —¡Mirá vos el Olegario, que había sido bravo para el mimo…! Digo…para la milonga. —Viste pollo: todo gracias al tango ¡Ja, ja, ja!
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El azar —¡Qué dice, doña Margarita! —saluda Pocho a la viejecita desde el ventanal de Tomas Liberti, sentado como todas las tardes de trece a veinte horas, acumulando tazas de café en el Bar La Herradura. A la mañana, la misma mesa la ocupa la abuela Rosa, con el mismo fin. —Hola Pochito. ¿Cómo estás? —doña Margarita detiene su andar lento, deja la bolsa de las compras en el suelo, se acomoda la mañanita desteñida sobre los hombros y, calzándose los lentes que lleva en la cartera, saca un papel y lee— Jugame al…, al 12 y al 8. Cinco pesos cada uno a la cabeza, y cinco a los diez. ¡Ah! Nacional y Provincia. ¡No te olvidés, Pochito! —Tranqui, doña Margarita. Ya lo anoté. El soldado y el incendio por cinco, cabeza y diez, Nacional y Provincia. Chau, doña. —Como te decía, pibe —continua relatando Pocho—. Todo en mi vida se rige por el azar. Con solo veintiséis años, pocos más que yo, Pocho nos trata con displicencia. Su vida rara, con varias 53
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entradas en la cana por el trabajo, con aureola de tipo jugado, hace que los subveinte, los que jugamos en la B del boliche por falta de calle, esquina y buzón, como dicen, lo respetemos por demás. Y él se aprovecha. —Te aseguro que esto viene ya de mi bisabuelo…. —¡Ah, del Gallego! —¡Carajo! ¡El Gallego, el Gallego! ¡Te llegaba escuchar llamarlo así y te boseaba seguro! Fermín era de Cataluña. Catalán era. No gallego. —Bueno, este… si. Tu bisabuelo. —¡Que hacé, Pocho!— A los gritos mete la cabeza por el ventanal Juan, el carnicero de Pi y Margall— Jugame dié al cincuenta y cuatro y dié al veinticinco y ponele cinco a lo veinte a lo dó, che. —Bueno, don Juan. Diez a la vaca y diez a la gallina; y cinco a los veinte por dos. —Decime, ¿tené algún pálpito? —Y, si. El diecisiete hace un montón que no viene. —Bueno. Ponele dié y cinco a lo veinte. Todo a la Nacional, ¿oíste? Chau. —Gracias, don Juan. —Y como te iba diciendo… a ver…¿me bancás un café, pibe? ¡Che Olegario, mandame dó café!, el catalán se rajó de España porque se moría de hambre. Llegó acá y se conchabó en el Abasto. Entonce, entre cajón y cajón que llevaba de un lado a otro, fichó una señorita que yugaba en otro puesto. Como él era medio cortón, no se le animaba a hablar. Así que pasaba frente al puesto, cargado de cajone, la junaba y solo suspiraba pensando en ella. Hasta que un día…Eeh, decime pibe, ¿vo sabé que acá, al rio de La Plata también tenemo terremoto propio? ¿Ah, no? ¡Mirá cómo te desasno, pibe! Resulta que el cinco de junio de mil ochocientos ochenta y ocho, a la madrugada tempranito, cuando en el mercado ese empiezan a trabajar, iban llegando Fermín, mi bisabuelo y la señorita esa, de repente, ¡zas!, todo empieza a moverse. Fermín que se agarra de un árbol y la señorita, Carmen se llamaba, que se le desmaya en los brazos. Bueno, así empezó todo. Con un terremoto de 5,3 grado en la escala de que se yo que señor. ¿Viste lo que te decía, pibe? Todo es azar en mi vida.
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—Hola Pocho —doña Juanita, la coqueta esposa del verdulero de Patricios y Gualeguay se acerca a la mesa. Va saltando por encima del escobillón grandote con que Olegario esta barriendo el damero en blanco y negro del piso del cafetín, ayudado de serrín y kerosene para darle brillo y esquivando la basura acumulada. De paso, hace suspirar a todos los parroquianos que admiran el movimiento de sus caderas generosas —¿Llego a tiempo, si? Bueno, jugame diez pesos al cuatro, al veinte y al treinta y dos, a la cabeza para esta noche en la de la Provincia y ponele un peso a cada uno a los diez y otro peso a cada uno a los veinte. ¡No te olvidés, eh! —y se va, otra vez esquivando a Olegario y su escobillón. —¡Faaaa, que pedazo de culo, che! —babeaba Pocho, mirando alejarse a la verdulera—Bueh, ante que me olvide era…la cama, la fiesta y la plata. ¡Listooooo! —Y…te decía, pibe —continúa Pocho, tomándose de un trago el café que ya estaba medio frio y comiéndose los dos escones que le trajeran con él, más los dos escones que trajeran con el mío—. Mi vida es todo azar, che. Por ejemplo mi abuelo, Aparicio. Vo sabé que el tipo se hizo socialista. ¡También, con lo mal que se vivía en ese momento no era para meno! Bueno, el colaboraba con don Alfredo Palacios, pibe, el primer diputado socialista de America. ¿Vo sabé que era de aquí, de la Boca? ¿Ah, no? ¡Cómo te desasno, pibe! ¡Jua, jua, jua! Cuestión que en mil novecientos diecisiete estalla en el Dock Sud la huelga de la central eléctrica de la Compañía Alemana Transatlántica de Electricidad. Contaba el abuelo que le pagaban treinta centavos por hora a lo obrero y qué, para pedir laburo, algunos hacían la cola con la mujere y lo hijo, che. ¡Juná la fame que habría! Resulta que una tarde que el abuelo había ido a repartir volante, lo sacó corriendo un grupo de cosaco, lo cana con llobaca, pibe. El tipo se rajó y se metió en un conventillo de la calle Nuñez de allá, del Docke. Para salir, como tenía un montón de volante del partido, empezó a buscar donde dejarlo y una señorita se ofreció a ayudarlo. Mi abuela, che. ¿Te das cuenta que todo es azar, pibe? Bancame un ratito que voy a mear. Ni bien se fue al baño, Leandrito, el hijo del diariero de Irala y Arzobispo Espinoza, cae a buscarlo con un papel escrito con algo similar a un listado. Lo deja y se va. Al volver Pocho y como le preguntara de
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que se trata, vuelve a reírse. —¡Jua, jua! ¡Qué verde está, pibe! Mirá, mirá: acá tené el cura, el cuarenta; la cárcel, el cuarenta y cuatro; el serrucho, el cincuenta y uno, y así, ¿entendé ahora? Y fíjate, no sé porqué, pero hace rato que no sale y nadie juega al dicisiete, ¿Viste? —¿En qué estábamo? ¡Ah, si! Fijate mi viejo, Jesús, fue toda la vida lo que se dice un burro de carga. Laburar, laburar y seguir laburando. Nada de milonga, noche o joda. La única pasión que tenía era el fulbo. Por ahí por el treinta y nueve, cuando Boca se estaba haciendo la cancha y jugaba de local en Ferro, una tarde lo fue a ver contra Chacarita, creo. Le ganamo 3 a 1, pibe, y abrazándose en uno de eso gole, la conoció a la Ñata, mi vieja. ¿No te parece una locura, pibe? Uno va a la cancha siguiendo sus colores que son la pasión má pura que tenemo y vuelve e-na-mo-ra-do. ¿Viste? —Mi vieja sí que era brava. Cuando por la guerra comenzó la mishiadura y el viejo se quedó sin laburo, fue ella la que lo convenció de que se metiera en esto. Así que el viejo lo empezó y ahora estoy yo. Y… ¡Uuuy, mirá la hora que se me hizo! Bueno, te dejo, pibe. Me voy a entregar la planilla. Chau. Al rato, ya me iba para casa cuando me detuvo Anibal, como siempre enzarzado con Agustin en una partida de ajedrez. —¿Y? ¿Qué te parece mi posición, Beto? Soy un entusiasta del juego, pero todo un burro para practicarlo, así que, solo por seguirle el verso, luego de una detenida observación del tablero, tomándome de la pera y girando la cabeza de un lado para el otro, le dije: —¡Una cagada, che! Los dos se echaron a reír. En ese momento entra Carlitos a la carrera: —¡Un colectivo atropelló al Pocho! ¡Esta tirado sobre Patricios y Gualeguay! ¡Parece que fue un colectivo dicisiete! —¡Pero si esos no pasan por aca! —le digo. —¡Que no, babieca. Que el coletivo era el setenta. Pero el interno era diecisiete. ¿Entendés ahora? Al llegar, lo encontramos tirado en la calle con una pierna evi-
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dentemente rota, varios magullones y un humor de perros. —¡La puta que lo parió! ¡Meno mal que viniste, pibe! Tomá, llevale esto a don Rosendo, che, por favor. ¡Viste que te dije, pibe! ¡Mi vida la rige el azar! ¡Todo el dia con que el dicisiete no viene hace un montòn! ¡Justo tiene que venírseme la desgracia encima!
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El curda —¡No sabés lo bien que jugaba éste, Pollo! —comenta don Juan, como para él mismo, con la mirada fija en el difunto pero perdida en la evocación de alguna mañana futbolera, de esas en las que el enfrentamiento contra el bar «El Apolo», en el potrero de Las Catalinas, solía provocar rispideces y tumultos, que agregaban un condimento al folklore de cargadas posteriores, en el barrio. La sala “C” —primer piso atrás, amplios ventanales y balcón sobre el garage, donde esperan, pacientemente, el furgón, el portacoronas y los remises de las Salas Velatorias Cánepa Hnos— parece una sucursal del bar La Herradura. Murió el «curda», uno más del variopinto grupo de asiduos concurrentes al boliche; y estamos todos en la despedida. Tampoco podía faltar, inevitable, la corona con la cinta «Los amigos del bar La Herradura» encargada, cuando no, en la florería del turco Raik. Velas ardiendo, la gran cruz atrás del féretro, flores, la tristeza del
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adiós temprano flotando en el aire contaminado de café, sudor y lágrimas. En fin, el escenario habitual. Con el sombrero en una mano y la otra acariciando el cajón, como apoyado en mi compañía, a don Juan, viejo habitué y, por tanto, conocedor de vida y obra de muchos de nosotros, le surgen los recuerdos. —¡El curda, el curda! ¡Eeh Cristo! —despotrica— ¿Vos lo viste en pedo alguna vez? ¡No, claro que no! Uno pone apodos a la gente así, medio en joda, medio en serio, como a vos, Pollo, porque de purrete te viniste al boliche, o como a Jorge, que le decimos Vicio, porque se fuma cuatro atados de puchos por día. Pero este tipo lo único que hacía era venir al bar después del trabajo, se acodaba al estaño y se tomaba un vaso de tinto ¡Uno solo, eh! Y se pasaba una hora u hora y media dándole vueltas y vueltas a su vaso, rumeando en su mollera ¡vaya uno a saber qué macanas!, sin molestar a nadie. Si hasta, ¡viste!, no hablaba con nadie. Los que conocíamos su historia —continúa, creo que más para sí mismo que para esclarecerme a mí— no lo molestábamos. Un poco porque respetábamos su silencio y la distancia que desde aquel día, como avergonzado, estableció con nosotros. Y otro poco porque no teníamos de qué hablar con él. Si no le gustaba la timba, el escolaso, los burros, ¡Nada! Y los que no lo conocían, respetaban su silencio y su aislamiento —¿Qué edad tenia, don Juan? —Ahora, en el hall de recepción del velatorio, mientras fumamos un pucho y nos ventilamos del calor de la abigarrada sala y del olor que ya empiezan a largar las múltiples coronas —Tus Padres, Tíos, Primos, Los Amigos del Taxi, etc—, empiezo a descubrir, don Juan mediante, al ser humano detrás de aquel que, hasta hoy, el día de su muerte, era, para mí, tan solo como una silla, una mesa, un mueble mas del bar. —Y…, creo que ya cumplió o estaba por cumplir los treinta. Parecía más viejo nada más que por el abatimiento. Aparte, desde aquel día, entró en un mutismo total y se encerró como una ostra. Tanto que hasta perdió la novia, la Leticia, que se cansó de andar con un palo vestido que no le daba ni la hora. Suerte que, para entonces, Efraín, el padre, le pudo conseguir el taxi para que labure. Y, vos viste, es un trabajo ideal para gente así. Tanto dar vueltas y vueltas, solo, de un lado para el otro, sin hablar con nadie o contestando con un «si» o un «no» cuando algún pasajero intenta un chamuyo, lo fue aquietando. ¡Si me parece verlo! De 60
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un pibe alegre, movedizo, jodón, fijate lo que quedó. —Pero, ¿fue tan duro lo que le pasó ese día? —pregunté. —¡Y qué te parece, nene! En el ambiente del futbol, y en la vida también, hay cosas que te marcan ¡para siempre! ¡Si ya llevaba diez u once años así! Esa tarde nunca la voy a olvidar. Lo que ocurrió fue que… 15 de septiembre de 1957 —¡La Doble Visera del Diablo Rojo de Avellaneda es una caldera! —el parloteo incesante de don Bernardino Veiga nos pintaba el panorama por radio Mitre. —Esta tarde la visita es nada menos que Boca Juniors, encumbrado y odiado rival de allende el Riachuelo. Como siempre, el team xeneize viene con el facón bajo el poncho, lanza en ristre y las boleadoras en bandolera, a llevarse el triunfo a base de empuje, garra y fuerza, esperanzados en la potencia de sus backs y rezando para que el nueve se inspire y concrete un gol, salido de la galera de un pase del siete o el once. Por otro lado, los Diablos Rojos, siempre con su juego de paladar negro, los esperan confiados en la pisada de sus habilidosos, la potencia goleadora de su centrodelantero y la velocidad de sus wines. El técnico de Boca Juniors, Bernardo «Nano» Gandulla, presenta una sola modificación, obligada, en el equipo que le ganara a Tigre en la Bombonera por 2 contra 1 la fecha pasada, la número dieciocho: por lesión del win derecho, Herminio González, hace debutar a una promesa de buen futbol del semillero xeneize. Con muy buenas actuaciones en la tercera y la reserva, hoy le da la oportunidad de mostrarse a un chico de 19 años, Rogelio Diaz. Un win veloz, habilidoso, movedizo, de esos que, se dice, llevan la pelota atada al botín. Curiosamente, el señor Sbarra, técnico de Los Rojos de Avellaneda, para reforzar su defensa, decide probar hoy con un muchacho joven, también de 19 años, que hace sus primeras armas en el equipo mayor del Diablo, muy aplaudido en anteriores presentaciones en la reserva: Alberto Iñíguez, aguerrido y rápido número tres, que aportará potencia y juventud a una experimentada defensa. —¡Si su piloto no es Aguamar, no es impermeable se lo puedo asegurar!— en la radio, atrás del vozarrón de Veiga se escuchaba, nítido, la Voz del Estadio con la propaganda del momento. —¿Te acordás, Pollo? —¡Claro! Yo era un pendejo y vivía los partidos que se jugaban 61
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afuera, como no había pesos para la entrada, con la oreja pegada a la radio. ¡Cómo no me voy a acordar! —¡La tarde es gris! —nos seguía retratando la escena don Bernardino— ¡El tímido sol que asoma sobre el estadio no alcanza a entibiar a los ilusionados hinchas que, unos por calle Alsina y otros por la calle Italia, van colmando las instalaciones del estadio de Almirante Cordero 751, mientras se disputa el partido de Reserva, un entretenido cotejo en el que vencen, hasta ahora, los xeneizes por un gol a cero. Aun más, poco a poco, el cielo de Avellaneda se ha ido cubriendo de densos nubarrones que presagian tormenta. Los cantitos de ambas hinchadas son feroces. Hablan de una rivalidad de años y, además de los puntos para el campeonato, está en juego el honor de cada equipo y la historia de cada institución. ¡Sr. Francis, por favor! ¡Díganos a mí y a los oyentes, la formación del primer equipo del Club Atlético Independiente de Avellaneda para esta tarde! —¡Con mucho gusto, Sr. Veiga! El técnico de la institución, Sr Roberto Sbarra, ha dispuesto el ingreso de los siguientes once jugadores: Julio Cozzi, al arco; la promesa, Alberto Iñiguez; Juan Bendazzi, David Acevedo, Víctor Rodríguez, José Varacka, Camilo Cervino, Norberto Raffo, Ricardo Bonelli, Oscar López y Osvaldo Cruz. —¡Muchas Gracias! ¡A ver, Sr. Rombis! ¿Qué jugadores presenta hoy la escuadra de la Ribera? —¡Como no, Bernardino! Hoy el equipo xeneize formara con Julio Musimessi al arco, Juan Fiaño, Federico Edwards, Francisco Lombardo, Eliseo Mouriño, Domingo Natiello, el debut del pibe Rogelio Diaz, Fausto Roselló, Miguel Basílico, Amadeo Colángelo y Eduardo Senes. Dirige el Sr Bernardo Gandulla. —¡Gracias amigos! Bueno, todo dispuesto para el comienzo del cotejo. ¡Mueve el dueño de casa! El árbitro, Sr. Hiegger pita y… ¡Comenzó el partido! Sale tocando Bonelli para López, quien amaga ante Natiello y la pasa en profundidad a Cruz y ¡Oh caramba! ¡Foul, foul! Pita y cobra el Sr. Hiegger. ¿Qué me dice, Rombis? —En las primeras acciones del partido y ante una pisada de López, que deja desairado a Natiello, Fausto Roselló, uruguayo llegado hace poco a Boca Juniors desde Nacional de Montevideo, le acarició los talones como avisando que no va a ser una tarde de jueguitos. Se empezó a jugar duro, Bernardino… Al rato: —¿Cómo lo ve, Sr. Francis? 62
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—Amigos —analiza—, han pasado los primeros veinticinco minutos de partido y se está jugando muy duro. A pesar de las cuatro tarjetas amarillas, tres para Boca y una para Independiente, que mostró el árbitro, ya son varios los jugadores que llevan tatuadas en sus piernas las suelas de los botines contrarios. Rogelio Diaz, el joven debutante número siete boquense, con sus regates y fintas, es uno de los puntos altos de los xeneizes. Amaga hacia fuera y se filtra para adentro; amaga hacia adentro, se corre por la punta y tira el centro a la olla para el cabezazo del centrodelantero o de algún mediocampista que entra a la carrera. Bicicletas, taquitos, caños, las conoce todas y las hace bien. El pibe nuevo, Iñíguez, el debutante marcador de punta izquierda de Independiente, a pesar de sus pergaminos de buen jugador, se las ve en figurillas y lo corre, lo pecha, lo empuja tratando de desestabilizarlo para quitarle el dominio de la pelota pero es en vano. —De pronto, el diluvio —continúa don Juan—. Imaginate, Pollo. Toda el agua que los densos nubarrones fueron juntando sobre el estadio, se descarga en un aguacero fenomenal. Los hinchas nos protegemos con lo que tenemos a mano: algún paraguas que otro, pero mayormente las camperas puestas sobre las cabezas, los sombreros apretados para que el ventarrón no se los lleve volando y hasta las banderas son usadas para cubrirse del chaparrón helado. En el césped, los veintidós jugadores, empapados, siguen empeñados en conseguir la gloria; y el árbitro, también calado hasta los huesos, tratando de enfriar los ánimos. La cancha está llena de agua. El drenaje, muy bien hecho, del estadio fue pensado para una cantidad normal de lluvia y no logra mantener sin charcos el campo de juego. Todo conspira para convertir la cancha en un lodazal, en el que el ímpetu de los jugadores, los hace resbalar y es ya muy difícil mantenerse de pie, pisar la pelota y está en peligro la integridad física de los conjuntos. —¡Qué despelote, don Juan! —¡Si hubieras visto! En el minuto cuarenta del primer tiempo, Eliseo Mouriño saca un largo pase para la corrida por la punta del chico Diaz que, a grandes zancadas, elude la marca de José Varacka y comienza a escaparse hacia el arco. El debutante Iñíguez, con desesperación y a la carrera, se arroja al piso para interceptarlo con la pierna levantada y, resbalando sobre la cancha inundada, impacta la suela de su botín sobre la rodilla de la pierna de apoyo del siete xeneize. Y ahí —continúa, como 63
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en trance—, ¡el desastre! Los rayos y truenos de la tormenta no logran tapar los gritos de dolor del wing y la torrencial lluvia no alcanza a borrar el rojo brillante de la sangre que mana de su rodilla izquierda. ¡Fractura expuesta! Las tribunas enmudecen después de un ¡Ohhhhh! de sorpresa. El joven tres, debutante del Rojo de Avellaneda, se toma la cabeza y llama con desesperación a los médicos, desolado, al ver el resultado de su desafortunada intervención. Tartjeta roja. Uno al vestuario, a llorar el horror de su error y el otro al hospital, con pronóstico reservado. Al rato, el encuentro sigue y las tribunas vuelven a rugir. Yo estuve en la cancha, pibe, pero no recuerdo bien cómo terminó el partido. Creo que hubo un gol para los rojos de Norberto Raffo, pero lo que si se es que el siete termino con la pierna tiesa y al tres le dieron varias fechas de suspensión, considerando como atenuante que la cancha estaba muy mojada y no había intención de lastimar. Pero, ante el recuerdo del horror de lo sucedido, el muchacho juró nunca más jugar al fútbol. —¡La puta! ¡Qué pedazo de historia, don Juan!— En ese momento, ya dispuestos a subir, otra vez, a la sala velatoria, vemos bajar de un taxi a un hombre con traje gris y corbata negra, quien durante años fue la única visita que el difunto recibía en su cuartito del altillo, al lado del bar. Mientras con una pierna tiesa, y ayudado por un bastón, va subiendo las escaleras Traen de la florería Raik, cuando no, una corona con una cinta donde se lee: En memoria de Alberto Iñíguez de un contrincante en el futbol y un amigo en la vida Rogelio Diaz.
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Filosofando —Hola, ¿me traés un cafecito, Olegario? —¿Dónde te vas a sentar, Pollo? Elegí. Hoy están casi todas las mesas vacías. Media mañana de un sábado soleado y ventoso de primavera. Al entrar, el bar luce solitario. Una sola mesa ocupada: sentado a ella, Egidio, el pintor, que entre papeles, un café y una ginebra con hielo, hace cuentas y más cuentas. Desde la radio, como un recordatorio ingrato, justo acá, en este Bar La Herradura, la voz gruesa de Don Edmundo, nos amonesta, «Por culpa del escolaso me quede bien en la vía. Las cosas que ¡mamma mía! me tuve que apechugar: ya no podía empilchar, andaba misho de fasos, y al no gustarme el pechazo ni las colas pa´filar, para poder escabiar, del wiskhy me fui al quebracho» —Qué hacés, Pollo. ¿Tenés 65
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ganas de jugarte una básica? —pregunta don Egidio, desde su mesa, acomodando los papeles, guardando la birome y terminando de meter unos billetes en el bolsillo de la camisa— ¡Ole!, traéme otro café y un mazo de españolas, por favor. Menos mal que caíste vos. Ya empezaba a aburrirme. Un sábado que no laburo y nadie en el boliche. ¡Que garrón, che! —comenta el hombre, mezclando los naipes, preparando una hoja, de esas en las que hacia sus cuentas, para llevar el tanteo y repartiendo la primera mano. —¡Si! A mí también me llamó la atención no ver a nadie. Pero… como hoy no hay futbol, supongo que los muchachos aprovecharon para apoliyar. Yo ayer rendí un examen complicado; así que hoy, ¡descanso! —¡Ja, ja! Claro. ¡Aprovechá, aprovechá! Y, ehh… me anoto una de pares, pibe. Bueh… contame, ¿Qué rendiste? —Filosofía. Me gusta, ¿eh? La verdad, me gusta. Pero…hay mucho para memorizar: nombres, fechas, datos, ¡Que se yo! Me costó bastante. Eso sí, terminé con una buena nota. —¡Bien, muy bien, muchacho! Tengo básica, nene. Y… decime, ¿qué tipo de filosofía rendías? ¿Clásica, medieval, moderna, contemporánea? ¿Mencionaste a los presocráticos, a los de la época helénica-romana o tuviste que hablar de Hume, de Locke, de Descartes? ¡Ja, ja, ja! No te asombrés, Pollo. Yo algún libro también leí. Tengo básica y pares, che. —¡No es para menos! Aquí no es común que la gente sepa de esto, ¿verdad? Anóteme una flor, don Egidio. —Escoba, che. Contá si querés, pero creo que hago 5 de adentro. Das vos, Pollo. Y si…a mí me gusta mucho la lectura. Leo de todo, ¿eh?, pero…¡mezclá bien, pelandrún! Te decía, leo de todo. Ayer justo terminé de leer algo sobre la lucha por el sufragio femenino que acá instituyó el peronismo. Y…te digo, la lucha por los derechos de la mujer se da en todo el mundo. Y ojo que nosotros estamos muy adelantados con respecto a otros lugares. —¿Ah si? Anóteme escalera y básica, don Egidio. —Oíme, ¿vos no sabes que en algunas culturas le cortan el clítoris a las mujeres para que no disfruten en el momento del sexo? —¡Que bárbaros!
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—Ni que hablar que el matrimonio se arreglaba, antes, no por amor sino por conveniencias familiares, negocios, ¡qué se yo! Y era costumbre que el padre de la chica pusiera una dote. Fijate, ¡como si tuviera que pagar por entregar un elemento fallado! ¿Te das cuenta qué barbaridad? Bueno, me dejaste otra escoba, ¡gracias! —Y…¡claro, ahora lo entiendo! Usted me parla del clítoris para ponerme nervioso y empernarme escoba tras escoba. Bueno, ¡anóteme otra flor, qué joder! —¡Ah, tigre! ¡Empezaste a mostrar las uñas! ¡Ja, ja, ja! Cuando la alegría lo asalta, a don Egidio la sonrisa le enciende el rostro anguloso, agranda sus ojos marrones de mirada buena y su metro ochenta de músculos acostumbrados al esfuerzo de la pesada brocha y la escalera larga de madera dura, pega como pequeños saltitos con cada carcajada. Todo un espectáculo. —Bueno, siga, siga. ¿Cómo hacían esos arreglos? ¿Los futuros esposos no se conocían? —No, eran arreglos entre clanes familiares para la continuidad del apellido, o para unificar la titularidad de tierras linderas, o por acuerdos políticos. Los contrayentes se conocían el día del matrimonio. —¿Y duraban? Anóteme pares. —Estate seguro que más que ahora. Básica, che. Eso sí, en la casa, la mujer siempre fue, es y será el centro. Cuando falta la mujer, todo se derrumba. —Puede ser. ¡Escoba! ¡Por fin una para mí! Y…dígame, ¿cuándo se empezó con esto de levantarse las minas, es decir, … —¡Si, si, te entiendo! Vos decís cuando se dejó de arreglar los matrimonios, ¿Es así? —Claro, eso. —Mirá, no estoy muy seguro pero…según yo creo, por la época del Medioevo comenzó lo que diríamos el amor cortesano, que, claro, más vale que empezó entre miembros de las cortes, no entre campesinos, que estos seguro estaban más ocupados en ganar su sustento que en el amor romántico. Tengo flor, muchacho. Y de allí, digamos, comenzó la cosa de ensalzar a la mujer, de rogarla, seducirla, en fin. —Ensalzarla…
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—Sí, es decir, sublimar, que quiere decir…. —Ya se, ya se, verla como algo grande, abnegada, importante. ¿Cuento? me parece que esta vez hice yo los cinco puntos de adentro. Da usted. —¡Si, si…eso !.No, no contés, Pollo. Está bien. Anoto… Bueno, y después de ahí, como te digo, fijate que en todas las canciones…a ver, esa que te gusta a vos, «Oi Mary, oi Mary, tanto suoño ca perdo per te….»; o esa canzonetta «…ma non me lascia…non darme esto turmiento…». Claramente te muestra que exalta a la mujer. Tengo escalera, nene. O… ese tango que vos cantas, «…si me parece verte la pollerita corta, sobre un banco empinadas las puntas de los pies, los bucles despeinados y contemplando absorta…». ¿Te das cuenta? No sucede al revés. No hay canciones donde una mujer pondere así la figura del hombre. —¡Una de diez! ¡Por fin… una de diez, anóteme don Egidio!— —Ah, caramba. Ya no solo mostrás las uñas sino que también empezaste a morder. Bueno, te decía que, además, la mujer es el centro del hogar. Ahora y antes. ¡Flor, al menos tres puntos de flor, carajo! Y como tal, con el respeto por el lugar que ocupa debe ser tratada, ¿me entendés Pollo? Porque la mu… —¡Atorrante! Me sobresaltó el grito que, viniendo de mi espalda que daba a la puerta del boliche, se acercaba acompañado del rítmico canto de unas chancletas «enojadísimas», las de doña Nora, una flaca tromba de metro sesenta, batón floreado, delantal rosa y redecilla en la cabeza cubriendo una pléyade de ruleros: la ofendida esposa de don Egidio. —¡Claro! ¿Dónde podía estar el señor? ¡Vago de porquería! ¡Ya vas a ver! ¿Cuántas veces te dije que no podés venir al bar sin terminar el trabajo? —¡Pero…No-norita…escu-cuchame… —tartamudeaba, el rostro colorado por la turbación, el marido pintor.—. ¡Pero…te-tesoro… cre-creeme, tengo to-todo listo…! —¡Ya te venís conmigo! —dijo ella, aproximándose a la mesa mientras se secaba las manos en el delantal para luego pellizcar la camisa del marido y llevarlo, cabeza gacha él, afuera del bar y a la casa, sin dejar de amonestarlo a los gritos
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—¡Babieca, cabeza hueca! ¡Me llamó doña Gertrudis a quejarse porque te olvidaste las latas vacías en su casa! ¿Qué querés? ¿Que no nos recomiende más? ¡Ya mismo vas a buscarlas, marmota! Me sacó del anonadamiento la risa de Olegario —¡Ja, ja, ja! ¿Qué pasa Pollo? ¿No conocés la historia de David y Goliat? ¡Ja, ja, ja!
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Julio, el mitológico —¡Oigan! ¿A que no zaben con quién Crishto me acabo de encontrar? —entra al bar, a grandes zancadas, el gallego Jesús; y, con su voz de pito, requiere la atención de todos los presentes— Pues que acabo de ver al Julio — determina. Y entonces, abstrayéndose de la sesuda concentración en que estaban, desde las dos mesas en las que el truco ha convocado a sus adoradores, por ser estos los más cercanos al mencionado Julio, son ocho pares de ojos, entre ellos los míos, los que miran azorados la precipitada entrada y otros tantos los pares de orejas que están dispuestas a escuchar la historia. —¿Ah, see? —dice don Alberto, mientras se hurga los dientes con un palillo, esconde boca abajo sus cartas, «para evitar tentaciones ajenas» según él, y observa la escena con displicencia. —¡Contá, contá, gaita! ¿Está bien? ¿Qué le anda pasando que hace 71
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quince días no aporta al boliche? —acota Carlos, muy compinche de Julio, mientras que el Ruso Elias y yo esperamos en silencio la palabra esclarecedora del gallego y, en la otra mesa, don Juan, Miguel , Carlos y Aníbal, guardan un silencio expectante. —Estoo…verlo, lo vi bien. Ahora, para mí, esta medio chiflado por un azunto. Io, fui a buscar la ierba que la Cruz Malta da a sus jubilados, allá, en Irala y Gualeguay y, al salir, topo con él en la calle. ¡Casi me voltea de un empellón, el muy bruto! —¡Para, para! ¿Pero…qué haces, hombre? —¡Uy! ¡Perdoname gaita! ¡No te vi! —Si, si, ya me he dao cuenta, claro. Pero…¿qué leches te anda pasando que no vienes al boliche? ¿Andas mal de dinero? ¿Enfermaste? ¿O te has encabronao con alguien? ¡Cuenta, hombre, cuenta! —Le dije, tratando de retenerlo, pues que se le veían las ganas de seguir camino —nos aclara el Gallego. —¡Nooo! ¡Graciadió la carpintería tira bien! Así que, por guita no es. Ademá, con lo muchacho está todo bien, che. ¡Noo! Tengo otro quilombo, ¿sabé? —Bueno, bueno. Si a ti te zirve de algo…pues, cuéntame. ¡Que nos tienes preocupaos, hombre! —Esteeee….. —Balbuceaba el Julio, mirando pracá y prallá, dudando si abrirze. ¡Y vieran los nervios con los que pazaba una mano por su cabeza, como tratando de borrar della algún mal pensamiento! Y de pronto…¡explotó! —¿Sabé qué pasa, Jesús? Yo creo que mi vida siempre se midió igual. Siempre me pasó lo mismo. ¡Pero esto no me lo puedo creer! ¡No me lo puedo creer! —Pero, dime, por fin, ¿qué es ezo tan duro que te ha pasao? —Mirá, vo sabé que yo soy un tipo tranqui, ¿no? Pero estoy repodrido que siempre me pase lo mismo que a ese tipo del lecho del Procusto… —¿Del lecho de qué? —pregunté, ante lo insólito del comentario 72
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del Gallego y la atónita mirada de Elias —¿Del qué? —sumamente extrañados, Carlos y Aníbal gritan al unísono, mientras que don Juan y Miguel abren desmesuradamente sus ojos. —¿De qué carajo hablás, Jesús? —tira don Alberto, un tanto ofuscado. —Hombre…¿qué puedo saber io dello? Si, si, también me asombré. El dijo haberlo leído en un libro de Mitología Griega; de Inés, la hija. —Pero…decime, Jesús ¿a qué viene todo esto? —reclama don Alberto, ya francamente amoscado. —Pues… escucha Alberto lo quel siguió contando—. —¡Toda mi vida igual! De pibe, me voy a probar a Boca. Vo sabé que siempre fui «manija» pal fulbo. La verdá, yo, como se dice en la jerga, la tenía atada. ¿Y sabé qué? ¡Los de Boca me querían enseñar a marcar! Y eso no es nada. Despué le digo al viejo que me habían fichado pal clu y…¿Sabé qué me dijo? Que ni loco. Que el fulbo es pan para hoy y hambre para mañana, y que me iba a enseñar el oficio, y que patatín y que patatán hasta que al final… ya ves, ¡minga de fulbo! —«¿Y…?», le pregunte. Porque…¡Coño! ¡Les digo que destas, io ya estaba sacao! —Pero esperá, que eso no es todo—continuo el Julio. ¿Vo sabé que yo soy zurdo? Si, si. No solo con la gamba. También escribía con la zurda. ¿Sabé la cabrón que me armaba la maestra hasta que empecé a escribir con la derecha? Y…¿Te acordá cuando íbamo a bailar y te median la patilla? Que si mide tanto no entrás, que si el pelo atrás toca la camisa, no entrás; que si no vas bien empilchado, no entrás. ¡Lo mismo en el cole! Que el saco, que la corbata, que el pelo corto, ¡minga de barba o bigote! Despué, te poné de novio y que tené que conocé al padre, le tené que gustá a la familia, que el compromiso, que el casorio por iglesia. ¡Qué sé yo cuánto mambo más!. Al final, la bronca de tu jermu «porque vos no me acompañas a comprar», «que no estás todos los domingos comiendo en casa como el marido de la Susi», «que no hablás con tus hijos como los padres de éste o del otro», ¡Ma si! ¡Todos te quieren acomodar a su gusto! ¿Viste? 73
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—«Si, si…, ¿Y?», volví a preguntar io, totalmente en ascuas. —Resulta que unos días atrás estuve hablando con Eduardito, mi pibe. Y le dije que no iba a ser tan turro de negarle la posibilidad de hacer lo que le guste, ¿mentendés? —Claro, claro,…pero… ¿y?», insistí porque iá, francamente, me había hartao la perorata. —Entonces le dije que él podía seguir con la carpintería, como yo. Que le iba a enseñar todo el laburo. O, si él quería, podía ir estudiá. Y entonce me dijo que ya lo habia hablado con la madre y que quería meterse a estudiar…¡EN LA RAMON FALCON! ¡MI HIJO QUIERE SER CANA! —¿Qué? ¿El hijo de Julio cana? ¡Nooo! ¡Ja, ja, ja! —Todo el boliche estalló en una carcajada ante lo que contaba el gallego. —¿Me entendé ahora, Gallego?¿Cómo le digo yo a lo muchacho que voy a tener un hijo botón? ¿Eh?
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La lata de los deseos —¡A ver huesitos, ésta les pido! Mientras sacude el cubilete, desenfrenadamente, con los cinco dados a los que él llama «huesitos», su voz chillona va pidiendo a Dios y a todos los santos del cielo, acompañando el tintineo y la respiración entrecortada de los otros jugadores. Al bajar, golpeando la mesa con tal fuerza que hace saltar las tazas de café ya vacías, por suerte sin que ninguna callera al piso, el grito «¡Generala servida!» se confunde con los bufidos decepcionados de sus contrincantes. —¡Pero que culo que tenés, Pocho! —grita, enojado, Jorge; levantándose como un resorte de la mesa. —¡Ma qué culo ni culo. E calidad, chabón! —contesta el muchacho. Sebastián y don Esteban, más tranquilos, seguramente por la edad y también por no haber cargado al 75
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ganador antes del partido, se miran, negando con la cabeza y pelan la de cuero para pagar lo apostado. —No sé si calidad o culo, pero qué difícil es ganarte, pibe — comenta Sebastián después de pagar, tomándose los restos del vasito de agua que le trajeran, hace rato, con el café. —¿Quieren el desquite? —los incita Pocho. —¡Nooo! —contestan los tres a coro. Luis, que toma conmigo cerveza en una mesa de la calle, al verlo irse meneando la cabeza y refunfuñando, lo convida: —Vení, no renegués más, sentate Seba, ¿tomamos una cervecita con el Pollo? —como habitué de la mesa de generala, conoce el paño— Qué ojetudo, el pibe, ¡eh? ¡Che Olegario, traeme otra rubia y un poco más de manise! —Qué va a ser. Este Pocho tiene a su favor el azar. —Y si, Sebastián, no se olvide que él labura de lapicero — comento, mientras voy sirviendo la cervecita recién traída por Olegario—. Salud. Y me parece…..quién mejor que un quinielero para tener suerte, ¿no? Se me hace que debe ser como que alguien quiera competir con usted en contar historias, ¿no es cierto? —¡Ja, ja, ja! ¿Qué decís, Pollo? ¿Que tengo fama de mentiroso? ¡Ja, ja! —¡Nooo, Sebastián! Digo que usted, como periodista que es, y por haber publicado ya dos libros, tiene amplia experiencia en el tema. —Sí, claro, puede ser. Visto de esa manera. Pero todos podemos contar, mejor o peor, historias. Quizá mejores o peores, pero…Qué se yo. ¡A mí me gustaría tener un poco mas de culo, que querés! ¡Ja, ja, ja! —¡Seguro! ¡Ja, ja!. Y….¿sabías, Seba, que acá al Pollo también le gusta escribir? Leí algunas cosas lindas de él acerca del fútbol, ¿sabés? —¡No me digás! ¿Tenés algo aquí para leer? —¡Nooo! Yo escribo para mí. Creo que la literatura es curativa. Por eso escribo. —Si, puede ser. En algún caso. En otros es una tortura. Y a algunos les ha costado la vida. —Me imagino, Seba. Esos autores comprometidos con la realidad social que después los pasan por las armas, ¿no? —No solamente esos, Luis. Mira, ahora que lo digo, me acordé 76
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de un caso que vi, hace tiempo, y del que pensé, tal vez, para un libro. Pasó acá cerca. Si quieren, ya que la noche esta tan linda, les cuento. —¡Si, si, arranque Sebastián! —Bueno, con una concurrencia tan entusiasta… Resulta que… hace unos años… —¡Ala, levántate, hombre, que van para las cinco y veinte, joder! —¡Ya voy, ya voy, papa! A Manuel, veintinueve años de muchacho desgarbado, nariz ganchuda, nuez de Adán prominente, flaco, piernas largas y mirada un tanto aniñada que tapa parcialmente el pelo rebelde, le cuesta levantarse y es Marcial, el padre, quien, haciendo honor a su nombre, lo encarrila. —¡Vamos, vamos, que luego pierdes tu tranvía! Se lava apenas, peina como puede el pelo revuelto, se encaja el uniforme de Guarda y sale a esperar que el tranvía en que trabaja pase por la esquina de su casa, en Osvaldo Cruz y Montes de Oca y lo levante para cumplir su horario. —¡Oie! ¡Espera, espera, que te olvidas tu gorra! Su trabajo es simple: vender los boletos a los que viajan, recolocar el trole cuando este se desengancha del cable que alimenta de electricidad a la maquina y, a veces, hacer los cambios de vía con el fierro largo que en una punta tiene una manija. Él disfruta porque le alcanza para hacerlo con las pocas luces que Dios le dio. —A ver cuando te consigues una novia, hijo, que no te voy a durar para siempre —le machaca Hilda, la mamá, mientras le ceba unos mates. El muchacho, entre cebada y cebada le dedica una tibia sonrisa y sigue escuchando la radio en la que Racing, empata uno a uno con Independiente. El sábado siguiente, a la noche, como tantas otras, con un par mas de muchachones del barrio, de los que es el mayor, lejos, van en «procesión» a los piringundines de Isla Maciel, o tal vez al «The Marine», del Dock Sud, para una visita «sanitaria», luego de la cual, aterrizan en «El Progreso», el bar de Montes de Oca y California, a terminar la farra, jugando a los naipes o a los dados. —¡Vamos, vamos, levántate hombre, que has venido tardísimo! ¡Lávate un poco que viene el tío Pedro con la familia, tu prima Remedios con el marido y traen a una amiga con ellos! ¡Ala, vamos! Se levantó como pudo. Un poco por el recuerdo de los cazotes recibidos en la infancia para que aprendiera a respetar a los mayores; quizá porque ese 77
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respeto el padre se lo había ganado en la medida de sus esfuerzos para mantener a la familia y también, por qué no, por falta de la rebeldía necesaria para negarse. Pero al mediodía, para recibir a los invitados, el muchacho estaba de la mejor manera que él podía estar. Así fueron llegando el tío y la tía, la prima y su esposo y…¡apa!, Matilde. Fue toda una sorpresa. El encontrarse fue un evento del que hablo después toda la familia: se miraron sorprendidos, cohibidos pero entusiasmados y anhelantes uno de lo que el otro hacía o decía. Fue un flechazo total. Los veintiocho años de Matilde la ponían muy cerca de la edad en la que la mujer, en ese entonces, pasaba de soltera a solterona. La nariz prominente, los lentes con mucho aumento, el pelo ajado por el poco cuidado atado con un moño atrás; busto pequeño aunque de caderas importantes, no era ella un dechado de belleza. Pero...su ternura gano el corazón de Manuel y del noviazgo pasaron, rápidamente, a la boda. Simple, sin lujos y sin más luna de miel que una cesta con comida para pasar el día en costanera sur, tomando el sol y disfrutando del rio. Consiguieron una pieza en un conventillo de Suárez y Luzuriaga; y su existencia, en adelante, se tornó dulce y apacible. Él se subía a su tranvía y ella hacía unas pocas horas como ayudante de contador en el almacén de Pedro, el tío de su esposo. A la tarde, al volver el marido, matecitos con algún bizcochito, unos mimos, luego la cena, algún arrumaco, y a dormir hasta el otro día. —Te quiero, Matilde —era todo el poema que le dedicaba el marido. A diferencia del esposo, ella era una romántica. Soñaba con su príncipe al escuchar, por la radio, las novelas de la tarde. Tal vez, solo tal vez, los mimos del esposo eran pocos. Tal vez, solo tal vez, el despertar de una mujer tantos años ignorada por el amor, generó en ella ansias mucho tiempo reprimidas. Lo cierto es que todo esto volcó ella en una actividad secreta: escribir. Cierto día, trajo Manuel a la casa una lata de Bizcochos Canale, con los que todas las tardes acompañaban sus matecitos. Al verla, recordó la muchacha una costumbre de su familia: poner en un frasco recuerdos de momentos felices para leerlos a fin de año. Ella modificó un poco el asunto: ¿por qué no meter momentos lindos que se desea vivir, a ver si el año próximo se convierten en realidad? Puso la lata, una vez vacía, en su sector del ropero y, cuando llegaba del almacén, redactaba unas pocas líneas, que invariablemente, ocultaba de la vista del esposo, guardadas en la lata. 78
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«Cuando me abrazaste, cuando tu lengua jugueteó con la mía, cuando tus manos fuertes acariciaron firmemente mis pechos, creí morir». «Cuando tus manos recorrieron mi sexo, casi me desmayo de placer». «Quiero que, como ayer, me penetre nuevamente tu sexo duro para hacerme sentir tuya». —¡Mati! ¿Me planchaste la camisa del uniforme? —¡Si, Manu! ¡Fijate de mi lado del ropero! Ayer la puse allí porque, con el desorden que tenés, se iba a arrugar —contesta Matilde, desde el baño. El muchacho revisa bien de su lado, por las dudas, pero entre el desorden de cosas tiradas o mal colgadas, no la encuentra. Abre una de las puertas del ropero, cuatro puertas y una gran luna-espejo central, donde guarda sus cosas Matilde y nada. En la otra, ¡por fin!, prolijamente colgada su camisa. Al devolver la percha a su lugar, y como tiene que abrir un poco las restantes, abajo, en el piso del ropero, ve la lata que le había regalado. De la tapa mal cerrada sobresale un papel. La curiosidad lo lleva a tomarlo y leerlo: «Cuando me abrazaste…» —¿Qué es esto? —se dijo. Rápidamente dejo todo en su lugar, se vistió y se fue a trabajar. —¿Qué te pasa, Manuel, que andás tan serio? —le pregunta su «motorman», al dejar el tranvía en la estación de Montes de Oca y Río Cuarto. —Nada. Comí mucho anoche. Chau. —¡Claro! ¡La mujercita le cocina bien y el morfa como un buey! Cuidate. Hasta mañana. Durante los dos días siguientes no prestó atención al tema. —Bah, quién sabe de dónde copió eso ésta loca —pensó. El sábado por la tarde, al llegar del trabajo, como Matilde había salido a hacer unas compras, se preparo un mate y, sentado en la mesa de la cocina, le atacó, nuevamente, la curiosidad. Fue al cuarto, con sigilo (en vano, porque sabía que estaba solo; pero el simple respeto a la esposa le impuso ese cohibimiento). Abrió el ropero y, allí donde la vio el otro día, la lata lo esperaba. La abrió y saco un papel: «Tu sexo en mi vientre, tu cuerpo pesando sobre el mío y tu deseo desenfrenado de ayer, elevaron mi goce al paroxismo». —Pero, ¿qué es esto? ¿De dónde saca Mati todo esto? —se preguntó. Guardó los escritos con presteza, volvió a la cocina y siguió tomando mate como si nada. El domingo, luego de jugar al futbol en las canchitas del Luna, Barracas al fondo, tomando una cerveza con un amigo, le pregunta: —Che, ¿qué quiere decir «paroxismo»? 79
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—¿Ma qué sé yo? ¿Qué? ¿Hablá en difícil, ahora que te casaste? ¡Ja, ja! —No, boludo. Lo leí no sé dónde y...como no sé, pregunto. —¡Agarra el mataburro, gil! —y terminaron esa cerveza; y pidieron otra. Dos días después, al llegar a la terminal, pide en la administración un diccionario. —Paroxismo —lee—: Exaltación extrema de los afectos y pasiones. —Ese fue el comienzo, muchachos —continua contando Sebastián—. Un hombre simple, sin luces. Una mujer que, aunque no es muy bonita, el descubrir el sexo exacerba su deseo pero lo lleva para el lado de la literatura, de una forma de la literatura como son esos «mensajes o deseos para el futuro». Después, condimentado todo con falta de comunicación, vergüenzas, ¡qué sé yo! Contó Manuel que un día, medio pasado de cerveza, comentó con alguien que su mujer escribía esas cosas y el tipo, malpensado o con malas intenciones, le tiró a bocajarro: —¡Te mete los cuernos, estúpido! —Claro, el sabía que sus simples y espaciados encuentros nocturnos no eran lo que ella reflejaba en las notas, pero….se había aferrado a ella con desesperación. Los dos eran, tal vez, perdedores que se juntaron para esquivarle a la soledad; y ahora, según él creía, ella tenía a otro. Empezó a tomar y en sus momentos de embriaguez, los compañeros le hacían pullas sobre su supuesta desventura amorosa. «Cornudo», comenzó a escuchar a sus espaldas. ¡Se imaginan! Esto fue fermentando en su cabeza. En general, cuando llegaba borracho, era sumamente manso. Sabía que estaba en falta aunque nunca le dijo a su mujer qué era lo que purgaba con la bebida. Y dejaba que ella, pacientemente, lo ayudara a acostarse. Pero esa noche la efervescencia fue demasiada. «Una sola palabra le dije, al llegar», me contaba tiempo después, cuando entró en confianza, luego de pasar un tiempo en mi taller literario: «¡PUTAAAA!», le grité. Y le di un sopapo; con tanta mala suerte que, al caer, golpeó su cabeza con el mármol de la mesada de la cocina, y murió al momento». Después, como ya se imaginan — 80
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continúa Sebastian a punto de terminar el cuento y la cerveza—, juicio, cárcel, peleas internas en el Penal de Máxima Seguridad, brutalidad, caída en las drogas, para evadirse de la realidad. Eso hasta que, de casualidad, otro interno lo acerca al taller que comienzo a dar en la cárcel y entonces... ¡Milagro! El muchacho inculto y simple comienza a leer. A poco, se aleja de las drogas. Con el tiempo, otro milagro, surgen dos o tres líneas de su pluma. Más tarde, un cuento de su autoría sale premiado y le publican un libro. ¡A él! ¡Un premio por su producción! ¿Ven el milagro que es la literatura? A ella, de una u otra forma, su amor por la literatura, la llevó a la muerte y a él le dan un premio. —¡Qué bárbaro, Sebastián! —comento, mientras me peleo con Luis por los últimos maníes. —Pero, esperá Pollo, que hay más. De esto ya hace tiempo, pero lo recuerdo como si me hubiera pasado ayer. Una tarde, viendo el desarrollo enorme que tuvo éste hombre con la literatura, después que le publicaran su segundo libro, le pregunto qué fue lo que lo acercó a mi taller; y él, pensándolo un poco, me dice: «Quiero ir con usted, su esposa, la mía y mi hijo a comer a una parrilla». Y se va. Me dejó helado. ¿Qué tiene esto que ver? Entonces, me llevó tiempo entenderlo, ¿sí? Me dí cuenta que la única forma en que él podía cumplir esto, con una condena de por vida, su mujer muerta y sin hijos, es a través de la literatura, ¿Entienden? Solo a través de sus cuentos él es libre. —¡Maravilloso, Seba! Y... decime, che: ¿De qué escribe este hombre sus cuentos? —Sus dos libros tienen cuentos infantiles.
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Espejos Mi primo Raúl y yo éramos iguales, casi como dos gotas de agua. Aún más, de chiquitos él era mi imagen en el espejo y yo la suya. Somos hijos de dos hermanas cuyos esposos son hermanos entre si. Los dos hijos únicos. Barracas es el barrio donde dimos nuestros primeros pasos y en el Parque Lezama nos hamacamos lado a lado y corrimos, subiendo y bajando juntos, sus caminos bordeados de arboles. La primaria la hicimos en la escuela «Provincia de la Rioja» de la calle Hernandarias, bien que, por cuestión de los apellidos, a el lo mandaron al aula A y a mí al B. Recuerdo las tardes de café con leche, con pan y manteca, en su casa o en la mía (vivíamos a dos cuadras de distancia). En los patios de cualquiera de las dos, nos desgañitábamos corriendo atrás de una pulpo de goma, obvio que después de terminada la tarea. Mi mama o la tía se encargaban de vigilar el cumplimiento de esto. Y también se encargaban, claro esta, de comprarnos la ropa, aun a costa de 83
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nuestro disgusto, para que estemos siempre bien vestiditos. Nos criamos muy apegados a la familia y algo caprichosos. Nunca nos faltó nada, gracias a Dios. Y si a uno le regalaban algo, con el simple recurso de un pequeño llanto y un «¡Al primo se lo compraron, Buah!», enseguida, el otro lo tenía. Cuando mama decidió anotarme en la Academia para el estudio del idioma inglés, no me extrañó ver entrar al aula, pocos días después, a Raúl. Y con las mismas escasas ganas que yo. ¡Si nos habremos rateado! Eso sí, los dos nos diplomamos, pero a fuerza de castañazos de nuestras madres. Pasó lo mismo cuando a mi primo lo mandaron a tomar clases de guitarra. Mama demoró en mandarme, también, el tiempo de decidir que guitarra comprar. ¡Qué bien la pasamos después, juntando chicas con el guille de la música y el canto! Donde nos diferenciamos fue en el futbol. Si bien los dos somos hinchas de Boca, como nuestras madres, (a papa y al tío les gusta el rugby) él, zurdo habilidoso, era un diez con gran visión de toda la cancha mientras que yo, diestro con mucha ida y vuelta, jugaba alternadamente de cuatro o de ocho. ¡Como nos divertimos en el equipo del bar del barrio! Pero, como mamá insistía en que ése bar La Herradura era un antro de perdición, jugaba en el equipo sólo porque era en el único lugar en el que podía practicar deporte y ella había leído por ahí acerca de la importancia de la práctica deportiva en el crecimiento de un niño. A mi primo tampoco lo vi nunca sentado a sus mesas. La época de la escuela secundaria no me dejó muchos recuerdos importantes. Una vez que mamá averiguó que del nacional Buenos Aires se salía muy bien preparado para la universidad, no tuvo dudas. Aceptando su idea, estudié concienzudamente y aprobé el ingreso. Raúl también rindió e ingresó al establecimiento. Pero el obtuvo notas más bajas que yo, así que mamá, comenzando una costumbre que mantuvo después, me premió con unos pesitos. Luego, cada vez que rendía con mejores notas, pasaba lo mismo. Si era al revés, ¡ay, Dios, el lío que me armaba! Años después, Raúl me contó que, secretamente, su mama hacia lo mismo. Terminada la secundaria, ambos con muy buenas notas, (esta 84
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vez los pesitos se los llevo Raúl), hubo que pensar qué estudiar. Las hermanas habían decidido, por unanimidad de ellas dos, que sus hijos serian profesionales, y que trabajarían en su momento, de la carrera que eligieran. Mientras tanto, ellas solventarían. Por mi parte, aborrecía que mama siguiera comprando mi ropa a su gusto. Pero ella decía que me vestía acorde al profesional que sería en su momento. Así que, cuando le comenté que quería ser músico, ¡casi se desmaya! La discusión fue ardua. Las posibilidades abiertas no eran muchas: médico, abogado, ingeniero. Yo no me veía en ninguna de ellas, pero, haciendo caso a los sabios consejos de mamá, me fui a anotar en Abogacía. ¡Cosa rara! Al llegar a la facultad para inscribirme, en la misma fila, encuentro a mi primo. Pero, ¿no había comenzado las clases de dibujo y pintura en la escuela de arte de la Boca? En una discusión con los dos, las hermanitas dejaron en claro que el look con el que nos vestían no era para musicastros y pintorzuelos. Comenzada la carrera, se produjeron muchos cambios en mi vida. Ya no tuve tanto tiempo para jugar al futbol. Iba de vez en cuando. Así que, aun estando en la cancha, a veces me ponían y otras no. Peor le fue a Raúl. En un partido contra unos «indígenas» de Parque Patricios, se fracturo el peroné. Claro, un tipo con su calidad, siempre recibe muchas patadas. El tiempo que el yeso y la recuperación le demandaron, lo privó de algunos exámenes (esa vez, le saque plata fácil a mama). Una vez recuperado, la tía le pidió que no arriesgara la carrera por «correr atrás de una pelotita con unos zanguangos», según le dijo. Así que, en una práctica que tuvimos en Casa Amarilla (atrás de la cancha de Boca), vino a despedirse del equipo de La Herradura. Al poco tiempo, mamá empezó con su letanía: «¡Viste! ¡Vos deberías seguir el ejemplo de tu primo! ¡No arriesgar tu carrera por unos estúpidos! y bla, bla, bla». Cuestión que, por no escucharla, un mes después yo también me despedía del once del bar. En cuanto a las fiestas en las que la guitarra y el canto nos ponía en el foco de la atención, mamá insistió que debía tener cuidado con las chicas. Podría llegar a enamorarme de alguna de ellas y, claro, como la mujer madura antes que el hombre, es más astuta, a ver si alguna se embarazaba para pescarme. «¿Quién no quiere casarse con un fututo 85
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abogado?» decía, con mucha razón, mi mama. Raúl sufrió en carne propia este tema. Empezó a salir con una morochita, muy bonita, pero para nada recomendable como esposa de un abogado. Estaba muy enamorado de ella. Así es que: «Tuviste suerte de que ella te plantara por otro», le dijo la madre cuando mi primo se enteró que lo engañaba con un compañero de trabajo. «Se salvó», decía mamá, «¿Ves lo que pasa? Aprendé y tené cuidado». Mi primo anduvo un tiempito apesadumbrado. Así que dejo pasar un par de exámenes. Esto me hizo ganar, otra vez, unos pesos fácilmente. Mamá siguió con la costumbre de vestirme a su gusto; y sé que mi tía hizo lo mismo con su hijo. Una broma común, al encontrarnos en los pasillos de la facultad, era mirarnos las corbatas y, riendo, decirnos «¡La compró mama! ¡Ja, ja, ja!» Una vez terminada la carrera, ambos con muy buenas notas (debo reconocer que la platita esta vez se la llevo Raúl), instalé mi bufete en la calle Montes de Oca, en un sector comercial de Barracas. Mientras tanto, empecé a salir con Clara, una hermosa rubia de ojos verdes y andar sensual. A poco de conocerla, mamá me explicó que un abogado debe tener una esposa que, aunque no sea tan bonita, en su andar y su vestimenta, estuviera a la altura de la profesión del marido. Una semana después, no sin pena, terminé con Clara. Sé que a mi primo le pasó algo parecido. En una fiesta a la que concurrí (ya sin Clara) vi salir llorando a Guillermina, en ese momento su novia, y más tarde lo vi salir a Raúl por su lado. Un par de años después y como el éxito de mi bufete lo permitía, mama insistió en que debía mudarlo al centro, cerquita de Tribunales. Me pareció correcta su idea así que le pedí buscara una oficina. No me extrañó en lo absoluto, una vez mudado a la calle Lavalle, a dos cuadras del palacio de Tribunales, encontrar, a una cuadra y media de mi oficina, la de mi primo Raúl. Subí a saludarlo y, luego del efusivo abrazo, (hacia un tiempito no lo veía), mirándonos las corbatas y los trajes, surgió entre nosotros la vieja broma: —¿Mamá? —¡Mamá! ¡Ja, ja, ja! 86
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Hasta hace un rato, hoy era un día especial. Tengo cita con mama y con Virginia para comprar un anillo de casamiento. Después de cuatro años de novio es lógico dar este paso. Pero una terrible noticia enturbió mi alma: Raúl asesinó a su madre. ¡A su propia madre! ¿Qué motivos puede tener un hijo para actuar así contra la persona que le dio la vida? No lo comprendo. Mamá, muy dolorida, me prohibió que lo defienda, como seguro el me pedirá. Yo le expliqué que todo criminal tiene el derecho de ser defendido en un juicio justo, pero ella se ofendió muchísimo. —¡Asesinó a mi hermana! —gritó. Igual voy a pasar a visitarlo. Está en la alcaldía de tribunales. Y luego, voy a ir con mamá y con Virginia a comprar un anillo de bodas a la calle Libertad.
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Morriñas Verano. Sábado por la noche, Baile en el «Darling Tennis Club». Con veintidós años, las expectativas son muchas. Baño, ineludible. Una buena afeitada, patillas medidas para no superar la métrica permitida. El pelo atrás, que no toque la camisa. Corbata. Saco. Todo un muñequito de torta. —¡Vamos, hoy puede ser mi noche! Al llegar al bar a buscar a los amigos, la primera macana: —Oíme, Beto, yo no voy —defecciona Enrique—. Me llamó Susana. Quiere que la acompañe al cumple de una prima, en Sarandí. ¡Es un garrón, viejo, pero….! Por ahí, nos arreglamos, qué sé yo. La piba me sigue gustando. Vamos a ver. Mañana te cuento. —¿Lo viste a Juan?— pregunto a Olegario, el mozo. —No, hoy no vino para nada. ¿Te traigo algo? —Mandame un cafecito, mientras lo espero. Media hora después, sólo en la mesa, las cartas están echadas. 89
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—Chau, Olegario. Si viene, avisale que estoy en el Darling. Casi tres horas después, después de esperar en vano a Juan, después de saludar a varios conocidos, después de bailar con algunas conocidas, trencito incluido, por el cumple de una de ellas, después de varias cocas (los tragos me caen mal), después de no encontrar a alguna personita distinta con quien comenzar algo nuevo, después… Al salir, el calor me golpea. Tal vez un poco por el cansancio, quizá también algo de tristeza, decepción, ¡Vaya uno a saber! Claro que el mismo lugar, la misma gente, la misma música, ¿Por qué iba a haber un resultado distinto, repitiendo lo mismo? Bajo un farol de la calle Brasil, antes de cruzar Paseo Colon, saboreo el primer pucho prendido en soledad, tomando conciencia de todo lo que lo acompaña: la apertura del paquete, golpear el faso contra el encendedor, prenderlo con el «carusita», la pitada larga…Otra vez la misma soledad. ¡Ah, pero me acompaña una luna enorme! Me trae a la memoria aquella vez que, siendo un chiquilín, los tíos me llevaban en tren, no me acuerdo dónde; y como a las tres de la mañana me despierta de mi sueño, en brazos de alguno de ellos, un ruido de la máquina que se detuvo en vaya a saber qué estación perdida. La misma lunaza, el calor y la humedad en el ambiente; los grillos y las chicharras cantando; zumbido de mosquitos revoloteando. Del lugar se veían (o creo recordar), las siluetas de unas pocas casas desperdigadas en el campo. El vagón a oscuras y una sola luz en la estación, la del jefe que recibía y despedía el tren con un pito o una campanada en la mayor de las soledades. «Hombres islas» los llamaba Marechal. Seres fuertes como rocas que viven bajo sus propias premisas, sus ideales, a su aire; bah, en medio de un montón de gente que suena con otra nota. Caminando despacio para casa, al dejar Martín García para tomar Patricios, ya de lejos se empieza a ver, contra la oscuridad de las casas de la barriada obrera mal iluminada, con solo una bombita pobretona por esquina, el resplandor sobre la vereda de las luces que se escapan por los ventanales: el viejo bar, como faro que orienta el camino del navegante, me invita a visitarlo. Al llegar, solo la mesa de dominó está ocupada con los eternos jugadores prendidos en otra partida. Julio, el dueño, que esta noche le hace el aguante a Olegario que rajó temprano a su compromiso milonguero, 90
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como uno más de esos «hombres isla» en los que pensaba, pasa el trapo al estaño mientras charla con Gerardo Cornejo, el martillero que no más de dos años atrás instalara sobre Patricios su «Cornejo Bienes Raíces». —Tú sabes —cuenta Julio—; te consta, pues has intervenido en varias de mis operaciones, que no me puedo quejar… —¡Vení Pollo, dejá de espiar a los jovatos, lo tuyo es el truco, che! —me invita el martillero, amigo de mi tío, y un ex patrón. ¡Las veces que repartí volantes para la inmobiliaria!— ¿Qué te pasa nene? ¿Te fue mal? ¿Perdiste, che? ¡Ja, ja, ja! ¡Julio! mandame un café con un Boussac para el Pollo, que esta triste ¡Ja, ja, ja! ¡Olvidate! ¡Las minas son así! ¿No dicen que hay siete para cada tipo? ¡Yo justo me quedé con la mas gorda de las siete! ¡Ja, ja, ja! —¡Tú te has quedao con la que te ha aguantao más de una macana, coño! —salta el Gallego, a la sazón, tío político de Silvana, la gorda, pero bonita y gaucha, esposa del martillero. —¡Si, si! ¡Y claro que la quiero! ¡Dale, che! ¡Traele el café al Pollo que se nos pone a llorar! !Ja, ja, ja! —Vale, vale. Y después de traer mi café con la copita; sentados, Gerardo y yo, en los bancos altos; acodados a la barra mientras limpia una tras otra las copas, las tazas y los platitos con un repasador, Julio continuó su historia. —A ti te consta, decía, pues has estado en varias transacciones, que no tengo de qué quejarme. Este país me ha dao mucho, además de una familia, digo. Pero…ya tú ves que todo lo hago a base de esfuerzos. Fíjate que son como las dos y media y aun de pie; y mañana a las cinco y media canta el gallo. Claro, que…¿Nunca te he contao de dónde vengo, no? —No, y podría ser un buen momento, che. ¡Dale, Julito! Servinos otra vuelta de café con Boussac. ¡Y servite vos también! ¡La vuelta la pago yo, viejo! ¡Y desembucha! —Pues mira: la familia la componían mi padre, mi madre y ocho hermanos, cinco varones y tres mujeres. Vivíamos en una aldea, una más de las que había en Galicia en aquel momento. Iglesia, destacamento de los gendarmes, plaza, alcaidía, alguna tienda y unas pocas casas. En fin, de lo más común. La nuestra, que la había construido mi abuelo, el padre 91
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de mi padre, era una casa grande, eso sí, pero de las comodidades que se usan acá, hombre, pues nada. La huerta nos daba alimentos, pero… De a uno, mis hermanos se fueron marchando en busca de un mejor empleo, o más comodidades. Hasta dos de mis hermanas se marcharon a vivir con una tía que, hermana ella de mi papa, casó y partió junto al esposo a la ciudad. Un buen día un primo, también de aquella aldea y que se fuera años atrás, ofreció que viniera para acá a trabajar con él. Dudé mucho. Quedaban allá una de mis hermanas y el más chico de los varones. Supuse entonces, y lo confirmé luego, que no vería a mis padres con vida nuevamente y que no era seguro que volviera otra vez a la aldea. Entre todos ellos me convencieron de dar el paso y pudimos juntar para el pasaje con ayuda de tíos, primos y amigos. En tercera, claro. Me quede con unas pocas pesetas que en su mayoría invertí en comida. En el viaje, un paisano cortaba el cabello a aquellos que lo pedían para estar más presentables a la llegada. Cobraba cuatro pesetas. Yo tenía dos y cuando termino, como me reclamara, le dije «¿Qué? ¿Me vas a pegar el pelo que me has cortado?» Ya en Buenos Aires, fui a dar al bar del primo, chiquito, pocas mesas pero con una buena barra y allí trabajaba, comía, y dormía a la noche, por lo que poco era lo que gastaba. Con el tiempo, ahorré unos pesos y le compre una parte del bolichito aquel al primo, pero seguí viviendo de la misma forma, por lo que los ingresos siguieron creciendo. Y me aferré tanto a ese bolichito, que aún conservo en el centro que, cuando mi primo quiso vender para hacer otra inversión, le compre su parte. Fíjate que esa fue la base de mi tranquilidad. El barcito aquel. Y que, como en ese momento no tenía aun familia, seguí viviendo allí y ahorrando, claro está, unas buenas sumas. Tal es así que compre, en sociedad con mi primo y otros paisanos un bar, ya más importante y, con uno y otro, ya después pude comprar otros bares y aún las propiedades en las que ellos estaban montados. Este bar, tú lo sabes, fue comprado así y, como ya veía la necesidad de formar una familia, pues, me he mudado arriba y allí vivo ahora con mujer y dos hijos. Sin embargo, hay algo que debo reconocerte: si bien he pasado de una choza, quizá, en una aldea en medio de un cerro de Galicia a este Buenos Aires tan moderno, lo he hecho todo a base de esfuerzo. Créeme que no sé lo que es ir una noche al centro, al teatro o al cine; y doy gracias que mi mujer, también ella de origen muy humilde y trabajadora, no se queja, así como la que tu llamas 92
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tu gorda te acompaña y aguanta de ti. Mi única diversión es juntarme a jugar a las cartas con un par de paisanos que además son socios en alguno de los bares que tú conoces. ¿Entiendes lo que digo cuando hablo de sacrificios? —¡La pucha, Gallego! ¡Mierda que te rompiste el culo para ganarte el mango! En fin, te juro que es mucho para mí. Hay pocos que lo harían, ¿no, Pollo? —La verdad que si. Bueno, gracias Gerardo, te veo mañana, che, hasta mañana, Julio —y ya iba saliendo cuando escucho que mi amigo preguntaba: —¿Qué te pasa? ¿Qué tenés gaita? —Miro hacia la barra y lo veo a Julio fregar y fregar el estaño mientras un par de lagrimas resbalaban por sus mejillas. —Pero… ¿Qué tenés, Julito? —¡Que naa, naa, hombre! Es que aun extraño mi casa, mi aldea y mi tierra.
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Maldeamores ¡Plac, plac, plac! ¡Chac! —A ver, a ver. Batí qué me falta, Pollo. —Te faltaaan… el tres, el cinco, el seis, escalera, póker y generalas, Julio. —A ver, a ver… ¡Plac, plac, plac! Julio sacude, otra vez, el cubilete, con decisión, después de dejar, en la primera de las tres tiradas, dos dados en el paño verde. —¡Pórtense huesitos! ¡Plac, plac, plac! ¡Chac! —¡Esooo! ¡Escalera! ¡Anotame, por favor, che! Tomá, a ver qué hace vos —dice, muy jocoso, pasándome el cubilete —¿Dejaste algo para mí en el vaso, loco? —¡No jodá! ¿Con el culo que tené vos? ¿O miento, Juan? Te saco un pucho, nene. —¡Siii! ¡Tenés razón, Julito! ¡Ja, ja! Bueno, dale, Pollo. Anotá y… jugá, dale. ¡Si no, se hace el partido de la madrugada, che! Siete de la tarde en el bar. Están casi todos. Poco a poco fueron 95
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cayendo después del laburo, el colegio o la changa del día. Antes del morfi, un café, un cigarrillo (jeteado mejor) y un juego de dados o un truquito, sirven para abrir el apetito. ¡Plac, plac, plac! ¡Chac! —¡Póker servido! ¡Miren, póker servido! ¡Ja, ja, ja! —mi grito viene seguido del gesto de resignación de Julio y una sonrisa sardónica de don Juan , ya acostumbrado a mi suerte, y de don Alberto, otro de los integrantes de la cátedra del boliche. —Bueno, Pollo, parece que sigue tu racha. Te saco un pucho — me manguea el catedrático. —Si, si, don Alberto —y el lápiz anota los cuarenta y cinco del servido a mi favor, mientras la mente está en otro lugar «Si. Sigue la racha de mangazos, carajo», digo para mí. Pensé en dejar de fumar, pero no. Otras veces, me decidí a no poner el atado sobre la mesa. «¿Qué? ¿Tenés, un cocodrilo en el grilo, nene?», fue la pregunta descalificante. La solución que encontré fue traer un atado con solo cuatro o cinco puchos. Yo fumaré menos pero los otros van a tener menos para jetearme. Y después emparejo con los café que me pagan, ganándoles a los dados o al truco. —Carajo, pero…¿Qué pusieron estos boludos? —y mientras yo anoto y don Alberto bate el cubilete para su tiro, don Juan comienza a mirar a un lado y a otro del cafetín, al momento que, desde la vitrola, Néstor Fabián entona «Piel de Jazmín»: Estoy pagando mi culpa, borracho, sin razón, perdido. Ya no tendré lo que he tenido, ya nunca, yo sé que nunca. Y en el silencio se quedó la queja amarga de tu adiós, como un castigo... Estoy pagando mi culpa, y sigo sin poder olvidar. Me faltas tú, con tu piel de jazmín. Me faltas tú, 96
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con tu voz, tu reír. Y en la terrible tortura de mis noches, tan dramáticas y oscuras, escucho siempre tu voz, toco tu piel, tu piel de raso y de jazmín… —¡Saquen eso, che! Pero… ¡Gallego! ¿No les avisaste a estos giles que no pongan eso en la vitrola? —¡Que sí, hombre! ¡Pero, por Dios! ¡Que nunca falta un idiota! ¡A ver, desenchufen eso, Cristo! —el gallego, el dueño del bar, a las puteadas desde la barra. En ese preciso momento, y sin dar tiempo a parar la vitrola, desde una de las mesas del fondo, justo al lado de la entrada al baño, surge un sollozo acompañado de amargos quejidos e hipos que, poco a poco van ganando en intensidad y tapan todos los ruidos del bar. El que allí llora, hombre de unos cuarenta y tantos años, pelo blanco ralo, camisa también blanca, traje y corbata que deschavan, junto con sus manos pequeñas y cuidadas, a un oficinista, vuelca de un puñetazo la copa de Boussac y el pocillo de café, que Olegario le había llevado. El rostro anegado de lágrimas, el gesto crispado, la boca abierta en el grito del llanto y el hipo, intenta, de pronto, desatar la corbata, como si lo estuviera ahogando. Las manos buscan desprender, ahora, el cuello de la camisa, batallando con el botón, rebelde, que por su tozudez rueda, al fin, por el piso. Empuja, de un golpe, la mesa hacia adelante. Trata de ponerse de pie y trastabilla, cayendo nuevamente en la silla. De su boca salen, en ese momento ronquidos, aspiraciones forzadas, y los ojos abiertos de par en par denotan sorpresa. O quizá temor. Tambaleando, se quita el saco que queda enganchado en el respaldo; y se toma el pecho, luego la cabeza, de la que caen gotas de sudor. Entonces, dos cosas suceden al unísono. Grita —¡Rosaaa! Y cae, inerte, al piso. —¡Ta que lo parió! ¡Llamen a un médico! ¡No! ¡Llamen a la cana! —todos los que estamos en el bar, espectadores forzados y asombrados del evento, corremos a un lado y al otro sin atrevernos a tocar al yaciente; 97
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y sin saber qué hacer. Es Olegario, poco pelo en el mate y muchos años de bar, broncas y entreveros varios, el que toma el teléfono y da aviso a la 26 y al Argerich. —¡Qué garrón! ¡Qué terrible garrón! —dicen unos. —¡No! ¡Qué soberano boludo! —murmuran otros, por lo bajo. Al rato, cae el autito de la comisaria 26, de la calle Montes de Oca; y pocos minutos después, de una ambulancia, bajan la camilla, donde acomodan al hombre para llevarlo al hospital. —Olegario, cuando puedas, alcanzame un cortado, por favor. —Dame dos minutos, Pollo. Como todos, conmovido y anonadado por semejante suceso, pedí algo para recuperar la calma y me dispuse a escuchar para ver qué era lo que había pasado —Sí, sí Oficial —al que interrogan es al gallego Julio, el dueño del boliche—. Este muchacho es habitué de la casa. Si. Un muy buen hombre. Buen trabajador, claro. Tuvo un problema con una mujer, hace un tiempo, si, si, y…bueno…un desencuentro. Usted sabe. Y él quedó muy dolido, si. Mire, entre usted y yo, aquí los muchachos le habían puesto «Maldeamores», porque no era la primera vez que se ponía a llorar cuando escuchaba este tango. ¡Si hasta habíamos prohibido tocarlo en la vitrola, caray! Pero esto de hoy, pues…En aquel momento, el del problema, trabajaba aquí cerquita, en «Viuda de Canale e Hijos», si, en las oficinas claro. Y dicen que se enamoró de una compañera. Una tal Rosa. Creo que era encargada de las operarias de la fábrica, sí. Estaba un tanto alejado de ellos, asi es que comencé a parar la oreja porque me atacó la curiosidad. —Esto…¿La conoce? ¿a la Rosa?. Sí, sí, esa misma. Si, pues, aunque no era para nada agraciada, este….a decir la verdad, a mí siempre me pareció fea, ciertamente, y vea que ha venido varias veces con él al boliche, ¿eh?. Y que, además, era como diez años mayor que él. Pues… nada, que él se enamoró a lo loco. Claro, claro, ella es brava, si, si. Dicen que una vuelta, en un baño de la fábrica, de las oficinas, mejor dicho, pues… que ella lo encontró y… ¿cómo se dice?, pues…perdón, ¿de esto no se van a enterar en la fábrica, no? Porque, imagínese usted…bueno, que ella lo obligo a tener sexo. ¿Ve lo que le digo? Y…claro, cuando la muy señora se cansó, lo largó. Y el muchacho andaba hecho un alma en 98
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pena. Pues que…mire —continuaba el gallego—, llorar sobre las mesas lo hizo varias veces. ¡Pero esto de hoy, nunca! —¡Que lo parió! —¡Pobre pibe! —¡Qué pelotudo! Las opiniones, de los más variados gustos, iban y venían. Los parroquianos estaban alborotados con el suceso y la mayoría había olvidado, no solo el juego que llevaban entre manos, sino, también, la cena que los esperaba en sus casas. De pronto, irrumpe corriendo al bar, una mujer ataviada con el uniforme de las operarias de Sociedad Anonima Viuda de… Incluso el gorro en la cabeza, pero con un delantal floreado atado a la cintura y un repasador en la mano como muestra de su tarea culinaria y encara a Olegario a los gritos —¡Ricardo, Ricardo! ¿Dónde está Ricardo? ¿Qué le pasó a Ricardo? —¡Noo! —le digo por lo bajo a Julio, el manguero— ¡Cayó la Rosa! —¡Pero no, boludo! ¡Qué va a ser la Rosa! ¡Si esta es rubia, tiene treinta y tantos, un par de tetas buenísimas y hasta, fíjate, buenas patas! ¡Noo! ¡Esta es Luisa, la jermu del gil! Quede pasmado. ¿Con una mujer tan bonita enamorarse de una fea? Don Juan, avivado de mi asombro, me dice por lo bajo —Aprende, Pollo. El amor tiene estas cosas. —Si, pero…¿Vó sabé la cama que debe tener la Rosa? —acota, soñador, Julio. Justo que me dice esto, algún otro estúpido, como si fuera joda, vuelve a poner en la vitrola a Néstor Fabián cantando «Piel de Jazmín» Estoy pagando mi culpa, borracho, sin razón, perdido. Ya no tendré lo que he tenido, ya nunca, yo sé que nunca. Y en el silencio se quedó la queja amarga de tu adiós, como un castigo. 99
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Estoy pagando mi culpa, y sigo sin poder olvidar. Me faltas tú, con tu piel de jazmín. No fue más que arrancar el tango, y la mujer se cae redonda al piso. —¡No! ¡No! ¡Dos veces, no! —dice Julio, tomando mis Jockeys y mis Ranchera. Y sale, a la carrera, del bar.
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Ramón —¡Hola! —un pucho colgando de los labios, quitándose la gorra y el camperón con el logo de la empresa en la que trabaja, llega Ramón al boliche; con una amplia sonrisa— ¡Qué decís, Olegario! ¡Mandame un café, bien calentito y una ginebrita, por favor! —¡Que hacé, viejo! Justo che. Sentate que me falta uno pal truco —lo invita Silvio. Típica escena vespertina en el bar La Herradura. Después de las seis, o seis y media de la tarde, al ir dejando sus trabajos, se llena el bar de los parroquianos habituales, y se arman las mesas de truco, a las que, a veces, me invitan y también las de mus, tute, dados y el infaltable tres bandas en la mesa de billar. Mientras, en la radio se oye un tango, como fondo al parloteo, a las risas, al ruido de los cubiletes, algún «¡Truco, Carajo!», la eterna discusión futbolera, las bolas chocando sobre el paño verde y la máquina de café escupiendo vapor, Olegario va y viene con su bandeja cargada de café, cervezas, especiales de jamón y queso, 101
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ginebra. —Olegario, traeme otra ginebrita, ¿querés? —y el mozo trae, a Ramón, una nueva copita, limpiando la mesa con su repasador, cuidando de no tirar ni uno de los porotos del conteo. Pocas manos después: —Y…decime —orejeando sus cartas—, ¿qué tenés pal rabón, Silvio?— —Por las tuyas, mi viejo. —¡Falta envido, entonces, señores! —salta Ramón— ¡treinta y uno y a cobrar! ¡Chau muchachos! ¡A ver si aprenden! —cargando a los atribulados perdedores— ¡Olegario! ¡Traeme otra ginebrita, porfa! ¿A ver? ¿Quién le quiere jugar a los campeones? ¡Ja, ja, ja! —Hagamos otro treinta, como revancha, suertudo —le cantan; y se arma otro partido. Al poco rato, —¿A ver ahora? ¿Quién tiene que decir que es suerte? ¡Jua, jua, jua! —grita, mostrando el ancho de basto pegado en la frente, para ganar la revancha. —¡Baah! ¡Es increíble, loco! —¿Jugás uno más, viejito? —insiste Silvio. —No, che. ¡El campeón prefiere probar en el billar! ¡Olegario, mandame a la mesa del fondo la ginebrita que les gane a estos! —y allí se va Ramon, con el camperón y la gorra en una mano, la copita de ginebra que está tomando en la otra, a acomodarse en la mesa cercana al billar, la que da al ventanal sobre Tomas Liberti, al ladito del baño, a esperar la otra copita, la que ha ganado, mientras pone tiza en su taco y prepara las bolas para un «tres bandas» —¡A ver, muchachos! ¡Que pase el que sigue! Ninguno de nosotros los jóvenes, los que conformamos la “B”, la segunda categoría del bar, por edad y por conocimiento del juego, ninguno, digo, nos atrevemos a aceptar el convite. Así que Ramón, se conforma practicando en soledad sus tiros hasta que, llegados Ricardo o Bocha, a eso de las siete y media, después que salieran del taller, copan la parada. Entre tiro y tiro, mientras tanto, el hombre va cantando su tango favorito: La Mariposa:
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No es que esteee arrepentido de haberte querido tanto... —Empezá vos, que voy al baño, Bocha. ¡Ole, mandame una ginebrita, che! —antes de llegar al baño unos golpecitos en el vidrio del ventanal llaman su atención. Cachito, el hijo mayor, con la ñata pegada al vidrio, llamándolo a comer— Avisale a tu vieja que voy en un rato —le dice, con voz que ya muestra algún titubeo debido al acohol—. ¿No vés que recién empiezo una partida de billar? —y el pibe, acostumbrado, se vuelve para la casa. Le cuesta ganar. Sus golpes ya no tienen la firmeza de todos los días, al menos la de los días en que esta sobrio. Pesco, al pasar, una conversa entre Julio, el dueño del bar y Olegario: —Diles que no se permite tirar Massé. Anda. Recuérdaselos. Mira como se está poniendo este hombre. —¡Bueno, carajo! ¡Me costó pero te gane, chabón! ¡Otra vez se impone el campeón! —a los gritos, con la voz enturbiada, dando saltitos y caminando alrededor de la mesa para apoyarse en ella, porque ya le cuesta mantenerse firme de pie, Ramón festeja el triunfo— ¿Quién sigue? —pregunta. —Hombre, vete ahora a casa, que ya vino por segunda vez Cachito a buscarte —le dice Julio. —¿Cuándo vino? ¿Sabés que no lo vi, gayego? —pregunta con cara asombrada. —Es que estabas muy entusiasmado con el tiro. Le dije que en cuanto terminabas, ibas a tu casa. ¡Vete, ya vete, hombre! —¡Si, si, ya me voy! Dale, Ole, mandame la ultima ginebrita. ¡Escuchá, escuchá che! ¡Este lo conozco: «como con bronca y junando…» —arranca a cantar acompañando a Edmundo Rivero que, desde el «Glostora Tango Club», llena el boliche con su voz. —¡Dale Edmundo! —lo empuan los muchachos, riéndose de su voz gangosa. Entusiasmado por el festejo, deja la silla, toma el taco y se pone a bailar, pero engancha sus piernas con el abrigo y cae al suelo. Yo tenía la mesa más cercana al mostrador y una visión perfecta del fondo y el ventanal. En ese momento, como una instantánea, veo en 103
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simultaneo la cara de sorpresa de Ramón al caer, la sangre que brota de su mejilla, cortada por el filo metálico de una silla y los ojos llorosos de Selva, la hija menor de Ramón que, con doce años, encuentra al padre gritando, bailando, con la camisa afuera del pantalón, despeinado; y a la muchachada riéndose de las pavadas que él hace. Fue Olegario el que lo ayudó a levantarse. Le secó la sangre con dos o tres servilletas de papel y le alcanzó la gorra y el camperón. Yo le abrí la puerta y, entre el silencio lúgubre de todos los habitúes, él se fue para su casa, caminando con la cabeza gacha, atrás de la hija.
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Encrucijada —¡Terminala con la pelotita, que me rompes todos los zapatos! ¡Pero mirá como te pusiste jugando con esos atorrantes de la placita! ¡Miraaa, miraaa! ¡Otra remera rota! Pero... ¿Vos te creés que tu papá caga la plata? —las duras palabras de mamá resonaban en mi cabecita de niño. Fui, casi, un chico modelo. No abundaron pibes tan prolijos, en Barracas, en ese tiempo. Claro que esto se debió, más que nada, a una madre inflexible, Rosa, y a un padre ausente, Alberto. En realidad, ausente… ausente, no. Exiliado en su negocio, la ferretería de Iriarte y San Antonio. Es que el país de aquel momento —me enteré mucho mas tarde, claro, con el derrocamiento del presidente Illia— alternaba buenos y malos momentos; y obligaba al esfuerzo. El premio, un ingreso mayor, venía acompañado, para mi padre, por la tranquilidad que la lejanía de la mandona esposa suponía. Mi carrera como zurdo habilidoso se vería trunca, entonces, por pedido expreso de mamá. Obvio 105
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que alguna rebeldía esbocé, pero… como hijo obediente que era, espacié la participación en el equipo de futbol de la plaza Colombia hasta que deje de ir, porque ya tampoco me tenían en cuenta para armar el equipo. También pidió Rosa que cuidara la ropa. Así que solo jugaba en las hamacas y el tobogán cuando vestía pantalones y camisas viejas. Todo esto era doloroso, pero comprendía el esfuerzo de mama y papa para mantener la casa, así que… bueno, habría que sacrificarse. Lo más duro fue que la barra me tildara, lisa y llanamente, de cagón. —¡Mirá, mirá! ¡Ahí viene la mariquita! —se atrevió a gritar Elías, el turquito de la tiendita de Herrera y Vieytes, cuando me vio pasar con la bolsa del pan. «¡Pero! ¡Si a este boludo lo cague a palos cuando jugamos contra la placita de Don Pepe!», pensé mientras veía a mis ex compañeros pateando, sin mucha calidad eso si. Yo era mucho mejor jugador que ellos, claro. Tal vez debería haberlo encarado. Quizá hubiera debido golpearlo nuevamente para recordarle que la otra vez le sangré la boca. Sin embargo, miré mi camisa nueva, el pantalón recién lavado y planchado y preferí dejar el asunto para otro día. «¡Si es un imbécil!», me dije, y seguí caminando hasta la panadería. Al volver a casa di vuelta a la manzana para no pasar por donde estos tontos pateaban la pulpo. Poco a poco, me fui aislando; y solo ocasionalmente llamaba un compañero del colegio preguntando por alguna tarea escolar. —Y, nene, ¿te preparaste para el examen de mañana? — custodiaba mamá mi dedicación al estudio. Crecí entre libros, que me encantaban, y la televisión. Mamá, ama y señora del hogar, me mandaba a comprar todo lo que se necesitaba en la casa; y mi papá, Alberto, seguía ausente. Mejor dicho, ausente no. Trabajando en su ferretería. Tendría… creo que catorce o quince años cuando papá murió. Un día después de haberlo llamado varias veces, preocupados por su excesiva demora, lo encontramos muerto en el cuarto de atrás de la ferretería, en Iriarte y San Antonio, con las cuentas del día a medio hacer. Fue un golpe, aunque no demasiado grave. —¿Y ahora qué vamos a hacer, mamá? 106
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—Seguir viviendo como hasta ahora, nene. Pero desde ahora, vos, Eliseo Pérez, sos el hombre de la casa —contestó mamá, aun moqueando; cuando, recién llegados de La Chacarita, enfrentamos por primera vez la soledad de la casa. Cambiaron muchas cosas desde ese día, pero, claramente, a pesar de que pasé a ser «el hombre de la casa», los pantalones los siguió llevando ella. Fue su deseo vender la ferretería y, cuando, con mucha sorpresa descubrimos unos importantes ahorros que papa había logrado amasar durante años de esfuerzo y mezquinar, compramos un par de propiedades; y con el producto de sus alquileres vivimos holgadamente, como nunca hasta entonces. Pasé los siguientes cinco o seis años entre la escuela, la universidad y la compañía de mamá, visitando museos, cines, teatros; o de vacaciones en el nuevo departamentito de San Bernardo. Siempre al lado de ella. —¡Dejá de mirar así a esa chica! ¡Pareces un degenerado! Respetá, al menos, que estás con tu madre, ¿Querés? —protestó Rosa, levantando su voz en la coqueta confitería Carlos V, de Santa Fe y Callao, a la que entramos por una coca después de una tarde de cine. Un intenso rubor tiñó mi cara. Además, desde ese día me acompañó el tick de guiñar el ojo izquierdo cuando algo me ponía nervioso. Flaco, desgarbado, pelo muy corto, vestido al gusto de mamá, no era raro que pasara desapercibido para las chicas del secundario, primero, y, más tarde, de la facultad de Ciencias Económicas; en la que, a instancias de ella, entré a estudiar para contador. —Eliseo, vamos a comer algo a The Embers, ¿venís? —No puedo, Raúl. Todavía no estoy bien preparado. ¡Y este tipo es tan exigente! Gracias —rehuía, con cualquier pretexto, las invitaciones de los compañeros de la facultad, menos por timidez que por falta de costumbre. Entonces, poco después de cumplir los veintidós años, la muerte de mamá me golpeó fuertemente. «¿Y ahora?», me pregunté. Pero ya no estaba ella para responder. Me encerré en la rutina. Trabajar, estudiar, cocinar, lavar la ropa, televisión, libros, algún que otro viaje a San Bernardo, y nada más. —¡Ay, si, gracias señor por ayudarme con estas cajas! ¡Mudarse 107
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es tan complicado! Y tiempo después, una mañana, descubrí a Carla, la nueva inquilina, vecina del peache de atrás del mío, joven y voluptuosa, que, en agradecimiento por la ayuda me invitó a tomar mate a su casa por la tarde. Repetimos esas mateadas, en su casa o en la mía, en unas cuantas oportunidades. Con el tiempo, ella supo de mi triste historia de tímido solitario; aunque, con los años lo descubrí, yo hable de mi mucho más que ella de sí misma. Luego, entonces, de varias tardes de mate con Carla (y su mamá, Susana), pasamos a salidas al cine, cosa en la que yo era versado. Recorrimos el teatro under, museos que había visitado a menudo con mamá y, a poco de andar, Carla me hizo conocer el placer del sexo. Yo era virgen. Carla no. La soledad e inexperiencia me llevaron a pedirle a que nos casáramos casi sin conocerla. Y entonces empezó otra historia. Vendimos el peache de mis padres, el departamentito de San Bernardo y compramos una casa sobre la calle Salmún Feijoo con varias habitaciones y mucho terreno. Obvio que la mamá de Carla vivía con nosotros. El camino de los mayores pesares está plagado de buenas intenciones. —¡Pérez, quédese! ¡Necesito que termine un trabajo para esta tarde! —la voz del jefe de contaduría me llamó a la realidad. —Pe-pero hoy no pu-puedo, señor Ordoñez… —¿Cómo que no puede? ¡La empresa lo necesita, Pérez! Vamos, siéntese en su lugar y termíneme este papeleo para las siete; y después se puede ir. —Bu-bueno, señor Ordoñez —recuerdo claramente ese día porque ella me dijo algo que me hizo temblar de rabia. —¿Dónde te quedaste, babieca? ¿Te olvidaste que me tenías que acompañar a lo de la modista? ¡Tenía que hacerme la segunda prueba! A vos no te importa nada, ¿no? ¡Pues a mí sí! Dame unos pesos que me voy volando para allá en un taxi. ¡Prepará algo de comer, que en un rato volvemos con mami! —y allí partieron las dos, no sin antes tomar la billetera del bolsillo de mi saco, con todo el dinero. Después de diez años de matrimonio, la vida no me resultaba 108
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fácil. Nunca fui un tipo de mucho carácter; pero prontamente doblegaron el poco que tuve. Acostumbrado a ser gobernado, reemplacé esposa por madre y me dejé llevar. Entonces, pasé a ser la sirvienta de la casa, además del sostén. Ese mismo día, algo más me lastimó muchísimo: Carla, desde que nos casamos, juraba que quería tener un hijo. Yo intenté de todo, pero nada. Ella, entonces, se hizo estudios y resultó ser sana. Con lo cual, pasó a tomarme por estéril. Ese fue el día en el que, por primera vez me dijo: —Un hombre que no puede hacerle un hijo a una mujer sana, no es hombre Después, muchas otras veces me lo echó en cara. Y con esto, además de rebajarme, espació lo más que pudo el pobre sexo que teníamos Ella tenía varios amigos que le andaban atrás, aunque nunca comprobé infidelidad alguna. Cierto es que tampoco me interesé en buscar si las hubo o no. Yo, entre tanto, había encontrado un respiro a mis dolores. Una tarde, caminando por el barrio, cabizbajo como siempre, vi una mata de pelo marrón oscuro que apenas respiraba contra la cerca de un terreno baldío. Me acerqué, lo tantié con la punta del zapato y, como vi que aún se movía, lo lleve conmigo. —¡Sacá esa porquería de mi casa! —dijo, a los gritos, Carla; ni bien entré. Así que fui al galponcito de atrás. Lo lavé, le curé dos o tres heridas y le di de comer. Desde ese momento, Tobi, que así le puse al perrito, fue mi único compañero. El único que me veía cuando, cansado de las burlas y las faltas de respeto de Carla y su madre, iba al cuartito del fondo y daba rienda suelta a la bronca. Arremetía entonces, a golpes contra unos maniquíes que encontré, por la calle, una noche, paseando al Tobi, descargándome hasta caer extenuado. Ellas nunca me vieron en ese trance, ya que estaban poco en la casa y no se molestaban en ir al cuartito. Así, poco a poco, los niveles de violencia fueron en aumento. También golpeaba con los puños las 109
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paredes. Con eso gane unos cuantos despellejamientos y hasta la fractura de una de las muñecas. Mentí una caída para no dar explicaciones que, por otra parte, nadie me pidió. Esto se convirtió en una droga. Llegaba a la casa cargado de la oficina, preparaba la comida para los tres, cuando ellas estaban, claro, o para mí solo cuando no venían a cenar. Entonces, estuvieran o no, llevaba mi cena al cuartito del fondo y comía con el perro. Después, el vendaval. Comenzaba a pensar en mi esposa, su madre, el jefe, subía mi presión, veía turbio y golpeaba maniquíes, paredes y cualquier objeto como un poseído, mientras el párpado de mi ojo se abría y cerraba sin cesar. Una noche, en medio de la locura de odio, pisé una patita del Tobi y este, que siempre se recluía en un rincón para cubrirse de los golpes, salió aullando. El llanto me trajo a la realidad. Paré los golpes, entablille la pata fracturada del animal y, tremendamente dolorido por el mal hecho a mi único compañero, esa noche no pude pegar un ojo. Días después, luego de otra discusión, en particular degradante, con Carla; que saco a relucir nuevamente mi supuesta infertlidad, (mas tarde descubrí que tomaba pastillas para no quedar embarazada, ya que odiaba a los chicos), llegue al fondo más loco que nunca. El Tobi ni bien me vio, corrió a ocultarse con su pata aun inmovilizada, porque entrevió mi desesperación. Comencé a golpear paredes, muñecos, mesa, destruí dos sillas e iba a destruir la tercera cuando, quizá alertada por mis gritos o los aullidos del perro, Carla abrió la puerta del cuartito. —¿Qué estás haciendo, pedazo de estúpido? —me increpó. . El ojo izquierdo comenzó a cerrase y abrirse con un ritmo infernal. La sangre subió a mi rostro, me abalance sobre ella, le rodee el cuello con las manos y apreté; era ella, mi mamá, el jefe; y apreté, y era otra vez ella, los chicos que se reían de mí, mi suegra, y apreté… —Pobre Tobi. Me enteré que la bruja de mi suegra lo echó a la calle ¿Sabés…? Sos la primera persona a la que me atrevo a revelarle esta historia. Después de veinte años entre rejas, pensé que nunca iba a poder contárselo a nadie —en una de las mesas de La Nueva Herradura, café mediante, otra vez el ambiente es propicio a las confidencias. —Lo importante: ¿te hizo bien hacerlo? —pregunta Abelardo, 110
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el mozo. —S-si, no sé. Me avergüenzo de mi error, aunque pague con creces por él… Pero, ¡mira que venir a encontrarte aquí, después de tantos años! ¿Cómo estará la placita donde peloteábamos? Y… ¿sabés qué? Todos estos años me pregunté qué habría sido de mi vida si me hubieran dejado ir a jugar al futbol.
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Afiche —¡Hola, Hola! ¿Me escuchás? ¡Hola!...¿me escuchás, Nelly? —¿Hola? ¿Si?... ah…sos vos. Esperá que me corro, a ver si hay mejor señal. Cruel en el cartel la propaganda manda cruel, en el cartel, y en el fetiche de un afiche de papel… —¿Dónde estás, Nelly? ¿Qué es eso que se escucha atrás? —Naaaada. Estamos cenando en un restorán y hay música. Es una comida de trabajo de todo el equipo. ¿Pasó algo, Jorge? —No. Pasar…no pasó nada. Pero…como hace dos días que no llamás…y Luisito preguntó por vos… —Bueno, bueno. Decile a Luiyi que estoy muy bien y mandale un abrazo grande. ¿En la facu no tiene problemas, no? Bueno, mirá, estamos con mucho trabajo. Vos sabés que coordinar un grupo de gente no es cosa fácil y estas presentaciones son muy 113
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importantes. —Si, si. Está bien. Pero…¿demorás mucho en volver, por fin?— — Oíme, Jorge. Ya te dije que el viaje era de diez a quince días. Creo que en una semana estoy de vuelta. En fin. Además, alguien tiene que trabajar, en esta casa, ¿no? —¡Pará! ¡pará, che! Que yo también trabajo, ¿eh? ¿O te pensás que poner la cola doce horas en un tacho es un paseo? Pero…no peleemos. Te llamo porque te extraño, que jorobar. — Eh…si, si. Está bien. —¡No, en serio! Y te quería contar que me ofrecen empleo en un banco, en el HSBC, como ayudante de contador. No es gran sueldo, pero al menos…— —¡Hola, hola! Ya da la luna a la cancel su piel de ojeras ya moja el aire su pincel… —¡Hola, hola! Correte de ahí, Nelly, que se va la señal. Y además con ese ruido… —Hola. Bueno. ¿Qué más querías decirme? ¡Dale, apurate que me esperan, che! —¡Eh, cuanto apuro! —Y, es que yo me tomo en serio lo que hago. No me paso las horas y horas en ese bar de mala muer… —¡Para, para, che! ¡Que yo voy al bar solo a entregar la recaudación del día! A lo sumo me tomo un café y me juego un truquito porque...¡Si vos no estás nunca en casa! —¡Es que yo trabajo en serio! ¿Me entendés? Porque tengo aspiraciones, ¿te queda claro? Tengo ganas de viajar, de cambiar el departamentito, todo eso. ¡Cambiar estos celulares de mierda, viejos, con los que no escucho un cuerno! Y para todo esto, hay que sacrificarse, ¿oís? —¡Uufaaa! ¡Cortala con esa cantinela, querés! En definitiva, vos sabes que yo trabajo en serio. ¿Cuándo falto al pedo, o llego tarde? ¿O cuántas veces hago horas de mas con el culo pegado al asiento del coche, 114
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por ejemplo? —Eh…No es eso, Jorge. No es eso. Mira, no es momento de discutir… —¡Pero me da bronca lo que decís! Pucha… Te llamo porque te extraño y… —¡A mí también me da bronca tu conformismo! ¡Desde que perdiste el trabajo de la consultora…! —¡Yo no perdí nada, che! ¡La cerraron, como a tantas otras! No te olvidés las cosas que pasan en este país, ¿eh? —¡Claro! Como olvidar que no quisiste seguir estudiando. ¡Tantas veces te lo pedí! Si hubieras tenido el titulo… otra hubiera sido la situación. —Oime, vos te casaste con un simple empleado, ¿te acordás? —Sí. Claro que sí. Pero… teníamos sueños… —Mirá: mi mayor sueño era hacer una familia y trabajar para mantenerla. Y, hasta ahora, la tengo. No sé vos qué sueños tenías, claro.— —Pst, mirá, dejalo ahí. Hoy por hoy, creo que no somos compatibles. Creo que, cuando vuelva, vamos a tener que conversar seriamente. —Pero… ¿Qué decís? ¿De qué querés conversar «en serio», che? —De… ¿Qué? ¿Qué decís Aníbal? ¿Cómo? —¿Qué pasa Nelly? ¿Con quién hablas ahora? —Esperá un segundo, Jorge. A ver, si, decime Aníbal. ¡Esperá un poco, Jorge!... Hola Jorge, te llamo en diez minutos. —Pero, llamame, ¿eh? —Si, si, chau. ... ...
—Sniff, sniff. Hola…. —Hola. ¡Hola! ¿Sos vos, Nelly? ¿Qué tenés? ¿Qué te pasa? —Nada, sniff, es que, es que… ¡Son unos hijos de mil puta! Snif, snif. —¿Qué tenés, Nelly? ¿Qué te pasa? ¡Decime! —¡Noo! ¡No lo puedo creeer! ¡Noo! ¡Snif! ¡Despidieron a todo 115
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el equipo! ¡Mañana recibís en casa el telegrama! ¡Snif, snif! ¡Después de casi diez años de sacrificio! Sniff. —Pero… ¿Por qué? ¿Cómo… fue? ¿Justo a vos? —Snif, snif… Una fusión de empresas… Restructuración del personal… Sniff, sniff. Y lo peor —¡que atorrantes, carajo!—, suspendieron el viaje de vuelta en avión y…¡Nos dicen que saquemos el pasaje en micro, que después lo reintegran!… Sniff. Como gastos…. ¡Hijos de puuuutaaaa! — ¡Increíble! Bueno, en casa hablamos. Pero quedate tranquila, porque el tipo que me ofrece el trabajo es un muchacho que conocí ahí, en el bar. Y creo que, con suerte, también te puedo encontrar un lugar para vos. Ahora, mirá…¿Tenés para el pasaje o te lo saco yo desde acá? ¿Volvés mañana? ¿Está pago el hotel? Bueno… No llorés mas… Averigualo y llamame. Chau.
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Selva —¡Hola, hola! ¿Doctora? —ruidos, interferencias— Soy Clelia, doctora. El doctor Zavala le pide que visite al señor Robles. La espera en la casa, allá en La Boca, entre las seis y las siete de la tarde. ¿Me escucha doctora? —más ruidos y más interferencias. —¡Está bien, está bien! ¡Ya te escuché! Gracias, Clelia —bocinazos, gritos, más bocinazos—¡Avisale al doctor Zavala que voy para allá! ¡Ah! ¡Y buen fin de semana! —contesta poco menos que gritando. —¡Ya le aviso! ¡Hasta el lunes, doctora! —concluye Clelia —¡Carajo, carajo, carajo! Dentro de su Suzuki Fun, la doctora Selva Chávez golpea, con odio, el volante; después de atender el llamado a su celular. —¿Por qué no se lo pidió a Daniel? ¡Machista de mierda! ¡A el nooo, claaaro! ¡Que vaya la estúpida del buffete! Total… ¡yo no tengo vida social! Un viernes, y con todos estos piquetes —Sube los vidrios y prende la radio. La música clásica la calma— ¡Hermoso «Claro de Luna»! ¡Gracias, 117
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Debussy! Llegar al Parque Lezama y los lugares conocidos, también. —¡Si me habré hamacado aquí! —recuerda. Hora y cuarto después, con el tema resuelto, comienza el retorno a su casa de Martínez. —¡Siete y media! ¡Qué taaaaarde! En casa no tengo nada. ¿Paro a comprar algo o como por algún lado? —se pregunta— Nooo. Nada de ir a comprar ahora. Mejor como cualquier cosa. Vivir sola tiene algún beneficio. La primavera alarga la luz del sol. Reconoce las cuadras que va haciendo, despacio, tomándose su tiempo, por haber paseado por ellas tantas veces. Las casas coloridas, las subidas y bajadas, los adoquines mal colocados. Para evitar las calles más poceadas, toma la avenida Patricios. —¡Qué bien la dejaron! —se dice— Más alta en casi toda la extensión y más iluminada. Seguro que por acá encuentro algún restorán o… pizzería. Con sesenta y tres años, cuerpo flaco y elástico aún, gracias a la hora de gimnasio diario y a cuidarse en las comidas, se permite, sin embargo, algún que otro desliz. La pizza es uno de ellos. Sucumbiendo a la tentación, observa a un lado y al otro de la avenida y al llegar a la esquina de Tomás Liberti, algo le llama la atención: —¡Nooo! ¡Acá no me quedo ni loca! ¿Una pizzería, ahora? Mejor vamos para Martinez, compro una pizza por el camino y la como en casa. La sorpresa es grande. —¡En el mismo lugar del viejo bar! ¡Cuántos recuerdos! ¡Y cuántos años negándome a pasar por acá! Dobla en Martín García y gira, luego, por Paseo Colón, rumbo al norte. Inesperadamente, los recuerdos la acometen: se ve a sí misma, chiquita, dos trenzas rubias, un moño rosa en cada una, pollera cortita, piernas flacas, ojos verdes mirando todo con asombro, caminando feliz de la mano de su papá, Ramón, con la mamá Hortensia y el hermano Jorge —«Cachito»—, la calesita, el tobogán…¡Cuántos momentos lindos! Hasta que Ramón empezó a tomar. —¡Cachito, anda a buscar a papa que ya está la comida!— y el muchacho iba al bar de la esquina de la casa a buscar al padre, retenido 118
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quizá por un truco feroz, o un mus, o simplemente una discusión de fútbol o política. Con el tiempo Selva, aun con nueve años, olfateaba el alcohol en las ropas de su padre. Luego, Ramón comenzó a llegar mareado, las palabras se trababan en su boca. El grito y el insulto se hicieron algo cotidiano. También la mano rápida para el castigo. «Eso fue como atravesar una puerta», piensa, ahora, Selva; desde la distancia que proponen los años. «Una puerta que me introdujo en un mundo gris, triste, por el dolor de la caída de un ídolo, de mi Príncipe Valiente». Cuando Cachito, su hermano tres años mayor, consiguió empleo, algunos días no podía pasar a buscar al papá, que cada vez alargaba más su permanencia en el boliche. Así que comenzó a ir a buscarlo ella. Le daba mucha vergüenza verlo, al llegar al bar, despeinado, la camisa marrón afuera del pantalón de trabajo, sudoroso, ojos brillosos, riéndose a los gritos de las guarangadas propias o de algún amigo. Lo llamaba desde el ventanal, y, después de varios intentos y mientras los otros parroquianos reían a costa de padre e hija, Ramón, como resignado a dejar el escenario de sus triunfos, haciéndole caso, salía tambaleando del bar e iba atrás de ella con la cabeza gacha. Al ir creciendo, notó que algunos ojos la miraban de forma diferente, y allí se le presentó una nueva puerta a atravesar. «Si. Otra nueva puerta. La de la vergüenza, esta vez». La avergonzaba que miraran su cuerpo, ahora abultado en algunos sitios; y sus piernas largas y bien formadas. Por eso, después de llamarlo desde la ventana, esperaba al padre en la vereda de la casa vecina al bar, la de la panadería, rezando para que ninguno de los parroquianos saliera a acompañarlo o, peor aún, a ayudarlo en su penosa caminata hasta la casa. —E-esp-pera que tengo que co-comprar cigarrillos —dijo Ramón. —Vamos, papá, ¡Dale, que se nos enfría la comida! —Ya-ya vamos. La noche que el padre murió atropellado por una camioneta, al intentar cruzar, borracho, la avenida para comprar cigarrillos, lloró mucho. Pero se sintió aliviada pensando que ya no tendría que pasar a buscarlo. Allí entreabrió otra puerta y un nuevo desafío: llorar la pérdida 119
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pero aceptar la felicidad de no volver a verlo borracho. —¡Que horror! —le vienen a la mente el ruido de la frenada, el impacto, su grito. —¡Papa! El padre tirado en el asfalto como un muñeco roto. La gente agolpándose a su alrededor. Hortensia, la madre, que llega un momento después en una carrera inútil ya. Y Cachito. «¿Y Cachito?», piensa y piensa; y no lo puede ubicar en el lugar del hecho. Después de eso, evitaba todo lo posible pasar por el bar, a pesar de estar a no mas de media cuadra de su casa. La hacia sentirse sucia que alguno de esos estúpidos que se pasaban el día con las cartas, los dados, las apuestas de caballos gritando y riendo con o «de» su padre, la saludara al verla pasar por la vereda de enfrente al ir o volver de la escuela secundaria. —¿Sabés qué pasa, mamá? Que es una oportunidad única. Desde Rosario hasta te puedo enviar unos pesos todos los meses. Para ayudarlas, ¿me entendés? Acá… lo que gano acá, es poco y nada, ya ves. —Está bien, Cacho, pero prometeme que vas a llamar, o escribir y que vas a venir todas las veces que puedas, ¿si? —¡Pero claro, mamá! Al término de la escuela secundaria, se dio de bruces con otra puerta cerrada que tuvo que abrir: la pensión del padre era poca y Cachito mandaba algún peso muy de vez en cuando, así que, no hubo más remedio que salir a trabajar. —Pero ¿de qué?… ¿de qué podré emplearme? —conversaba, tomando mate con Hortensia en la cocina del departamentito de dos ambientes que alquilaban, ahora, en un segundo piso por escalera de Martín García y Tacuarí. —No sé, nena. Mañana compramos el diario y nos fijamos los clasificados. Dios nos va a ayudar. Yo seguiré cosiendo, como hasta ahora; y con la pensión y tu trabajo vamos a estar bien. ¡Hasta vas a poder estudiar abogacía, como querés! Después de presentar su currículum en distintos anuncios, logra un puesto de secretaria con el Dr. Yacobbe, un abogado con oficinas en la calle Montes de Oca, no lejos de la casa. Así conoció el esfuerzo detrás 120
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de esa nueva «puerta». Trabajaba, estudiaba y trataba de colaborar en su casa acompañando a su mamá. Creció de golpe y a los golpes. En aquel momento, no hubo tiempo en su vida para muchas cosas. «Igual que ahora», piensa, mientras maneja por Leandro Além rumbo a su casa. El amor no figuraba en su libreto. Había salido muy pocas veces con muchachos, (a los del barrio nunca les permitió ningún «avance», quizá porque le recordaban la vergüenza vivida con la «enfermedad» y la muerte de su padre). De vez en cuando, la invitaba alguna compañera del secundario, haciéndole gancho con el hermano, pero nada de importancia había surgido. La excepción que hizo con alguien cercano le trajo mucho dolor. Carlos. Lo conocía desde pequeños, cuando salían a jugar a la vereda en compañía de mamá y los hermanos. ¡Cuántas veces, jugando con su hermano Cacho, le habían pateado la cabeza de sus muñecas, o quitado sus juguetes para hacerla llorar! —¡Mamaaaaá! ¡Quiero mi muñecaaaaa! ¡Buaaaahh! Claro, el tiempo pasa. La sorprendió encontrarlo trabajando en la carnicería. Después recordó que era el negocio del tío. —¿Qué va a llevar, doña? —le pregunto él. —¡Doña tu abuela! ¿Cómo estás, Carlos? Alto, musculoso, pelito bien cortado, (en la carnicería el tio no permitía el pelo largo), llamó su atención. Después de verse varias veces en el negocio, el muchacho, algo cortón, por lo visto, empujado por el tío, la invitó al baile, ese sábado, en el Darling Tennis Club. No supo qué decir. —¿Y? —le preguntó él mientras le entregaba el kilo y medio de milanesas de paleta. Después, hubo varios bailes en el Darling. También paseos por Costanera sur. Pero, como el muchacho era demasiado tímido y ella no tenía mucho conocimiento, las cosas no avanzaban. Hasta que un sábado, húmedo, caluroso, los grillos cantando alrededor de la pista rodeada de pasto y bajo un cielo arrebatado de estrellas, como son los veranitos porteños, el destino la empujó a cruzar otra puerta. Altemar Dutra cantaba:
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Mira bien, lo que hacemos los dos, siempre peleando así... Y la pista se llenó de chicas y muchachos abrazados al sueño que cada uno estaba forjando del que tenia al lado. Ellos seguían la música también abrazados. Sus bocas se buscaban con ardor pero cuidando de no cruzar la barrera que el decoro del lugar imponía. Sus manos buscaban conocer, pero estaban trabadas por cientos de ojos vigilantes. Salieron del Darling y, caminando por Brasil, luego de cruzar Paseo Colon, entraron al Parque Lezama. Y allí se produjo el desborde de la pasión. Carlos, que era poco ducho en el tema, mejor sería decir «bruto», la acomodo contra un ligustro en la subida al mirador de Martín García. Allí, valido de su fuerza, manoseó el cuerpo de Selva a mansalva. Ella, al principio, consintió, por lo nuevo e intenso del placer de la caricia. Pero pronto ésta se tornó agresión. Luego, se sintió forzada, usada, y quiso poner límites, pero Carlos ya no podía detenerse. —No, por favor, dejame, no quiero —decía la muchacha mientras él, desorbitado, le apretaba los senos, el sexo, las nalgas— ¡No! ¡No quiero! —comenzó a decir, ya elevando su voz. Pero Carlos no paró. Rompió la delicada bombacha, sacó su miembro y, levantándola en vilo, sin hacer caso de los gritos de ella, la penetró. Allí estaba la nueva puerta. La del dolor más agudo, el atropello, la indignación. Por los gritos que pegaba la muchacha, varias parejas reunidas allí, en los mismos menesteres, apiadándose, se fueron acercando y Carlos salió huyendo con el pene aún en la mano. Nunca más quiso verlo. Y hasta cambió de carnicería, sin decirle a la mamá el porqué. —¡Estan recareros en lo de Carlos, mamá! Pasó mucho tiempo sin salir con hombres. Y por eso descubrió otra puerta a trasponer: la de quien está solo luego de haber conocido el placer, aunque éste la desilusionara. —¡No quiero más uno de estos desgraciados a mi lado! —le dijo, un día, a Ofelia, amiga y confidente de la facultad. Y durante un año y medio se metió para adentro. Echaba flit a todo hombre que se le acercara. 122
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Esto cambio cuando conoció a Tito. —¡Humm…Tito! —susurro a bordo del Suzuki, aminorando la marcha ante el semáforo de Corrientes. Cinco o seis años mayor que ella, era todo un personaje. Flaco, alto, siempre de jeans, camisas rayadas, pelo largo, cigarrillos negros (sin filtro) y fósforos de cera. Había entrado a la facultad unos años antes que ella pero, como también trabajaba, hacía su carrera lentamente, así que coincidieron en el curso de Derecho Constitucional II. —La UBA daba para todo —pensó, arrancando con cuidado porque el tráfico, otra vez, se hacía intenso. Se encontraron pegando unos afiches para la organización estudiantil a la que ingresara, menos por coincidir políticamente —«¡Qué carajo sabía entonces de política!», piensa mientras toca, por enésima vez, la bocina—, que por relacionarse con el entorno. «¿Era el FAUDI, Frente de Agrupaciones Universitarias de Izquierda? Si, era el FAUDI», recuerda, mientras toca, otra vez, la bocina. —Pero, ¿no piensan avanzar más? Él era el responsable de la pegatina y, después de recorrer pasillos, aulas vacías, baños (ella entraba a los de chicas y el a los de hombres) y llenarse las manos de engrudo, se fueron a tomar un café al bar de la facultad. —¿Cómo dijiste que te llamabas? ¿Selva? Bueno, desde ahora tu nombre de guerra va a ser…,ehhhh,….. Mecha. ¡Nooo!, tonta, no es que vayas a combatir. Lo que pasa que para confundir a esta dictadura de mierda, usamos «apodos» —la bautizó en una de las mesas del atiborrado bar de Abogacía. Siguieron, después, muchas otras pegatinas, actos estudiantiles y marchas callejeras en las que Selva —perdón, Mecha— fue tomando confianza con el muchacho. Tito se preocupaba por todos sus compañeros: llamaba a cada uno al final de cada acto o marcha callejera para saber si habían llegado bien; era el primero en las citas y el que siempre llevaba el grueso del peso a cargar, sea este latas de pintura, engrudo, banderas, afiches, folletos. Claro que en la célula (así llamaban a esa pequeña organización), eran cinco, tres de ellos mujeres; pero…él siempre era el más sacrificado. «Fue él» recuerda Selva en su Suzuki, detenido ahora en Retiro, frente a la plaza del Reloj, por otra manifestación, «quien me 123
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rescató en el tumulto que se produjo en Filo (la Facultad de Filosofía y Letras) con el PC, cuando nos arrancaron los cartelones colgantes contra el Centro de Estudiantes por….¿por qué era?, ¡qué sé yo!» Pero recordaba, y muy bien, el calor de su cuerpo contra el de ella en una concentración multitudinaria en plaza de mayo para escuchar al Viejo (así llamaban al general Perón). —¿Y lo de Once? —sonríe Selva, evadida del mundo que la rodea, más que resignada a la demora. Once. Otra manifestación callejera, esta vez en la plaza y contra la burocracia sindical. La montada atacó y se produjo un gran desbande. Unos para un lado, otros para otro, fueron escapando de la embestida de los cosacos. Y ellos dos. Él la tomaba de la mano, corrieron hacia Pueyrredón. Al llegar a Banchero, la metió de un empellón al local; la hizo sentar en una mesa recién desocupada de la que el mozo, cómplice, no quitó los platos y cubiertos sucios, colgaron los abrigos de las sillas y aparentaron ser clientes del local. El muchacho se ubicó dando la espalda a la entrada pero frente a un espejo en el que la veía perfectamente. —Sonreí y dame un beso —le dijo, por lo bajo, al ver entrar a dos ratis; seguramente a pedir documentos—. Ahora, limpiate con la servilleta como si tuvieras la boca sucia de la pizza. Mirame y seguí sonriendo. Tranquila —la guiaba y la serenaba él. —Buenas noches. Documentos por favor —los interpeló un policía grandote, con cara de odio y una pistola bien visible colgada de su cinto. A Selva, que nunca había tenido una en las manos, le pareció doblemente enorme y peligrosa. Mostraron los documentos, él tranquilo, ella temblando. —¿De dónde son? ¿En qué trabajan? ¿Por qué vinieron? — preguntas que él respondía mientras le tomaba una mano y se la acariciaba para que se serenara. Una vez devueltos los documentos, retirada del local la autoridad llevándose a dos muchachos que ni siquiera habían estado en la marcha, se levantaron para irse, no sin antes agradecer al mozo y a varios parroquianos por no delatarlos. Las piernas de ella temblaban como un papel. En la parada del colectivo que los llevaría para la casa, el llanto la desbordo. El la apretó contra su pecho mientras ella se sacudía, llorando 124
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casi en silencio. —Ya está. Ya pasó. Tranquilizate, que ya se fueron —le susurraba, mientras acariciaba su cabeza. Dejaron pasar dos colectivos. Una vez que cesó el llanto, aquietado el desborde del miedo, suavemente le levantó el rostro con una mano, le ofreció un pañuelo y, mientras Selva se secaba las lagrimas, Tito volvió a abrazarla, mas fuerte aún. —¿Querés que te deje en tu casa o… preferís venir a dormir en la mía? —le dijo al oído. Ella lo miró. No dijo nada, pero se apretó aun más a él y asintió con la cabeza. «He ahí otra puerta que atravesé. La dicha de la pasión compartida. La satisfacción de los sentidos. El deseo», piensa Selva, en medio del caos, pero olvidada de la traba en el tráfico. —Esa fue la primera vez que me besaste, caradura —le decía ella sonriendo, recordando el momento; con mezcla de alegría y tristeza, un año después, cuando se despedía de él en Ezeiza, en la obligada huida del muchacho, después de dos amenazas de muerte. —Venite conmigo—le insistió Tito. —Sabés que no puedo. ¿Qué hago con mi vieja? Con mi hermano, ya ves que no cuento —fue el dialogo, resignado, en el aeropuerto. Después… Después, otra puerta. La desazón, el dolor, nuevamente, del amor contrariado. Pero mucho más fuerte, porque no hubo alejamiento, discusión, enfriamiento; si no un destino cruel que se opuso a la felicidad. Y luego, las cartas, distanciadas, poco a poco mas distanciadas. Un retorno abortado por aviso del partido que corría riesgo su vida. E, inevitablemente, el olvido. Algún día, lejano ya, una carta que habla de alguien más, un pedido de perdón por la traición motivada en la distancia, el desamparo y la soledad. Poco después, el definitivo adiós. Los años siguientes los dedicó por entero al estudio. Ya con el título en la mano, encontró un buffete en el centro, con mayores posibilidades y se encerró en el trabajo. Y trabajó, horas y más horas. Cambió el estudio por otro más importante aún, pero con más carga horario, si se puede. No le alcanzaba el tiempo para estudiar caso tras caso y presentarlo en los juzgados, corriendo de uno a otro. Reuniones exploratorias, informativas, mediaciones, café, café y más café para mantenerse activa en todo 125
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momento. «Hay años de mi vida de los que no recuerdo nada. Es como que, por ser un día tan igual al otro, la uniformidad me hizo olvidarlos a todos», razona para sí, escuchando, otra vez, a Debussy. Toma una decisión: ya que no puede avanzar, se vuelve a comer algo allá, en La Boca. «Total, da lo mismo; en ningún lado me espera nadie». Y haciendo una maniobra no permitida, lo que le genera bocinazos, puteadas y los consabidos «¡Anda a lavar los platos!», retoma el camino por Ramos Mejía, Juncal, hasta la Nueve de Julio, esperando no encontrar nuevos piquetes. Acababa de cumplir los veintinueve años cuando el deseo de ser madre se despertó con ella una mañana. «¿Pero cómo? Para eso necesito un hombre. ¿De dónde lo saco?». —¡Ja! ¡Que tonta, pero que decidida era! —se sonríe ahora, recordando ese despertar— Claro, hoy hubiera sido todo mucho más fácil: fecundación in vitro, adopción por madre soltera, ¡Qué sé yo! ¡Todo más fácil! En cambio… en ese entonces… Andaba como loca buscando un tipo más o menos lindo, serio, trabajador, de buena posición… ¡Yo lo quería perfecto! Y, al fin, lo que conseguí fue… Renzo. Pasando por Plaza Constitución, lo cual equivalía a decir que ya estaba cerca de su destino, La Boca, se acordó del Samil, un hotelucho de mala muerte en el que por primera vez durmió con su hombre, Renzo. Porque es distinto tener sexo y «huir» después, a pasar horas charlando, compartiendo un café, una comida, un cine… o toda una noche, después de tenerlo. —Renzo fue muy bueno conmigo, un buen padre —se dijo, al tomar la calle Brasil—. Pero… como todos los hombres de mi vida, demasiado simples, y débiles. Al nacer Mariela, hermosa criatura rubia y de ojos verdes, «¡Como los mios! ¡Que bella muñeca!», recuerda, la nueva puerta que se abrió, la maravilló. Los sentimientos que brotaron en ella al tener a su hija en brazos, la sorprendieron. —La maternidad es lo mas importante en la vida de una mujer —se dijo en ese entonces. Sin embargo, al cabo de poco tiempo, las cosas empezaron a 126
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andar más o menos. Ella quería que Renzo se acomodara a sus proyectos y él, que no tenía ningún otro que no fuera vivir para su esposa y su hija, notaba cómo a ella, poco a poco, la maternidad le iba pesando. A poco de andar, a Selva le dolía que su hija le quitara tiempo a su desarrollo profesional. —Voy a tener que cambiar de estudio. En este no me permiten tantas ausencias y me obligan a más horas de trabajo —le dijo, ella, una tarde en la que, raramente, confluyeron los dos en la casa y, luego del mate, Renzo le pidió que bañara a Mariela, a quien generalmente bañaba él, que llegaba siempre mucho más temprano a casa. Dos años más tarde, luego de mucho tiempo sin sexo y cuando ya empezaban a pelear por pavadas, Selva le pidió que se fuera. «Menos mal que vivimos en mi departamento, así me lo pude sacar de encima. ¡Ja!», con una amplia sonrisa en el rostro, recuerda la salida de Renzo de su vida: lo ayudó a buscar algo que alquilar y le prestó algún dinero. «Parecía la madre, más que la ex esposa. ¡Y menos mal que nunca tuvimos papeles que si no…seguro me pelea la mitad de todo!» «Todo» era un tres ambientes sobre Rodríguez Peña, en Martínez, cerca de la estación, donde aún vivía; y un Chevrolet Corsa de cinco años. Pero lo cierto es que él nunca estuvo interesado en sacarle nada. Es más, le pasaba cuánto podía de su magro sueldo de oficinista, con gente a cargo; no le hacía faltar nada a la nena, y se encargaba más de una noche de Mariela, porque a Hortensia, con los años, se le hacía muy difícil lidiar con la nieta. La chiquita pasaba la mayoría de los fines de semana con el padre. Muy divertida, eso sí, porque Renzo vivía para ella. Iban de un lado a otro: cine, teatro para niños, títeres, se divertían mucho juntos. Esto le trajo a Selva dos puertas para abrir: en una, celos, porque su hija estaba mejor con el padre que con ella. En la otra, tranquilidad, ya que podía seguir con sus viajes de trabajo segura de que la nena estaba a buen recaudo. Y así creció la niña. Prueba de ello es que, cuando tuvo su primera menstruación, no lo habló con la madre, ni con la abuela. Estaba en la casa del padre que, en ese momento había armado otra pareja, así que Mariela habló de eso con Julia, ¿su madrastra? No, Julia nunca quiso ese título y Renzo no permitió que le robaran ese sitio a Selva. Julia era 127
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la nueva pareja de su padre. —Y bueno —maquina Selva cruzando Martín García—. Solita pero bien. Ya, a esta edad, no me interesan las sorpresas. La única puerta que quiero abrir es la ultima. Y esa, no sé si es linda o fea. Veremos. —La «Cruz de Malta» ¡Qué pedazo de fábrica! ¡Mira cómo la dejaron! ¡Claro! ¡Si hace un montón de tiempo que no vengo por acá! —y andando por Avenida Patricios, al llegar a Tomás Liberti, la esquina del antiguo bar; un poco por mirar al boliche, o tal vez porque estaba mirando para adentro, a sus recuerdos, cuestión que no vio un Ford Ka que doblaba y… se lo llevó puesto. El golpe no fue grande. Los coches no se hicieron mucho, por cierto. Pero Selva golpeó su cabeza contra el lateral del Suzuki y perdió el conocimiento. En medio del batifondo que se arma siempre en estos casos, la aglomeración de curiosos y los infaltables bocinazos de los conductores a los que les importa un pito si hay muertos o lastimados, la gente del bar son de los primeros en llegar. Pedro y Ramiro, propietarios de la zapatería próxima a la esquina, llaman al SAME y a la policía, desde sus celulares. También se aproximan Abelardo, escapado un momento de la atención de la pizzería y Carlos el dueño de la Vaquería, que deja una de las dos porciones de muza que pidió enfriándose en el plato. «No importa», piensa, «después le pido a Abelardo que la caliente». La escena es simple: dos coches chocan, un conductor con sólo el susto y escoriaciones en una pierna y una conductora desvanecida. Los «curiosos» observan la esquina, echan un vistazo a cada uno de los coches y, al mirar a través de la ventanilla del conductor del Suzuki, contra la que esta Selva desmayada, uno de ellos queda sorprendido. Trata de abrir la puerta pero lo detiene el grito de alguien —¡No, no! ¡Que puede tener problemas en las vértebras del cuello, y es peligroso moverla! ¡Esperemos a un médico! —así que va del lado del acompañante, se mete con cuidado al auto y la sorpresa lo aturde. —¿Selva? ¿Sos vos, Selva? —la llama, tocándole apenas una mano que descansa sobre el regazo de la mujer— ¡Selva, Selva! ¿Cómo estás? —insiste. La mujer trata de incorporarse con un gemido. Hay un hilo, apenas un hilo, de sangre bajando de su frente y un enorme moretón se 128
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está formando. Abre los ojos, aun mareada, —¿Qué pasó? —pregunta con vos trémula. Mira alrededor, tratando de enfocar los ojos. —¿Cómo te encontrás, Selva? —repregunta. Carlos, atrás de él, lo mira asombrado —¿La conocés? ¿Quién es? Pero, sin dar explicaciones, insiste con la pregunta —¿Cómo estas, decime, me oís? —¡Me duele la cabeza! ¡Mucho! Pero… ¿Me conocés? ¿Quién sos?... Vos sos…¿Tito? ¿Sos…Tito? Es decir… ¿sos vos, Abelardo? Menea la cabeza, con cuidado y se deja caer nuevamente en el asiento diciéndose— No, no, no. Yo ya estoy preparada para la última puerta. Para esta… no —y se vuelve a desmayar.
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La larga lluvia —Dale, Beto. Venite. Es un ratito nomas. Quiero que lo veas y me digas si sirve o no. El precio, después lo hablamos. —Bueno, Miguel. Dame una hora y estoy por tu oficina. La música hace más llevaderos los cuarenta minutos largos de viaje. Semáforos, calles cortadas, lloviznas intermitentes, en fin, lo de siempre. Pero la propuesta es interesante. Un departamento bien ubicado en Barracas, a buen precio, es negocio. Hay que verlo. —¿Un café? —propone mi amigo, abriéndome la puerta de su inmobiliaria sobre la Avenida Patricios. —No, gracias. Vamos a ver el departamento y, en tal caso, después lo tomamos por ahí. Yo invito. Un rato después, saliendo del edificio, terminada de ver la unidad ofrecida, lo infaltable: —Vamos, ¿Tenés tiempo? Caminemos tres cuadras, así tomamos
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café en un lugar nuevo y conversamos. ¿Te parece? El nuevo bar, en la esquina de Tomás Liberti y Patricios, es la planta baja de un edificio, no tan nuevo, pero importante en la zona. Al llegar, otra vez lluvia. Una cortina espesa de agua nos moja, ensucia los zapatos y salpica los pantalones. —¡Justito, che! Después que nos trajeran los cafés «apenas cortados» a la mesa; y justo cuando nos disponemos a conversar, entra al bar una jovencita, trayendo a un señor mayor que a duras penas camina, lo ayuda a sentarse en una mesa junto a la ventana, se acerca a la barra, deja un dinero, seguramente para pagar lo que consuma el anciano; y, luego de volver a su mesa, y con cariño evidente, secarle la cara y los pocos cabellos blancos que aún le quedan, ayudarlo a quitarse la campera y dejarla colgada del respaldo de una de las sillas, dándole un beso en la frente, escucho que le dice: —Bueno abuelo, en un ratito te paso a buscar, ¿sí? —y se va corriendo bajo la lluvia. —¿Qué pasa? ¿Viste un fantasma? —pregunta Miguel, al verme abstraído por el episodio. —Perdoná. ¿Sabés que me parece conocer al viejito ese? Pero, pienso y pienso y…no. No acierto a saber quién puede ser. —Claro. Hace cuarenta años te fuiste del barrio y te olvidaste de todos. Ese es Juan, el taxista. ¿Te acordás ahora? Claro que mucho más viejo. Debe andar por los noventa, o algo más. ¡Es duro el viejo! Y la que se fue es la nieta. —¡No me digas! ¡Qué flaco esta! Claaaro. Ahora que lo decís… La nariz y los ojos me lo traían a la memoria. Pero, así, encorvado…casi sin pelo… —¡Che! ¡Como si a vos te quedara mucho! —¡Si! ¡Ja, ja, ja! —¿Y cómo esta del marote? ¿Tenés idea si razona bien todavía? ¿O está perdido por la demencia senil? —pregunto. —¡No, todavía pesca alguna! A veces tiene lagunas. Pero…vení, vamos a saludarlo —y nos fuimos para la mesa del viejo taxista. —¡Qué dice don Juan! Al escuchar su nombre, el anciano, que hasta ese momento tenia la mirada perdida en algo de la calle, da vuelta el rostro con parsimonia, levanta la mirada hacia nosotros y, pasados unos instantes, como si hubiera 132
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tenido que buscar algo perdido en un estante, encuentra un nombre en su memoria y responde. —Ah, hola Miguel. —¿Sabe con quién vine a tomar café hoy, don Juan? ¿A ver si lo reconoce a éste? —y me zamarrea sonriendo y tomándome de los hombros— ¡Es el Beto! ¿Se acuerda de él? El anciano me mira con detenimiento, o tal vez con pereza por tener que revolver el «cajón de los recuerdos» otra vez, pero sin éxito. —N…no. No me acuerdo de usted. —Es que… usted me llamaba Pollo, don Juan. ¿Se acuerda ahora? Soy el Pollo. —¿El Pollo? —y renueva la observación y el recorrido por las fichas del recuerdo para encontrar la correcta hasta que, ¡bingo!— ¿El Pollo? ¡Ahh, si! Claro. El tiempo pasó para todos, ¿No? ¡Tanto tiempo! Los dos estamos cambiados, ¿verdad? Si, si. El Pollo. Claro. ¡Pero, qué suerte tenías al truco, carajo! —dice meneando la cabeza. —¡Ja, ja, ja:! ¡No, don Juan! ¡No era suerte! Era calidad ¡Ja, ja, ja! Mirá de qué se acuerda este hombre ahora —digo a Miguel que también se sonríe. —Pero…siéntense —invita el viejo taxista —. Tomensé un cafecito. Miren que no se los puedo pagar, ¿eh? —nos dice, medio tristón— Mi nieta me deja sólo para los dos cafés que yo me pido. Desde hace un año, cuando abrieron este barcito, dos o tres veces por semana me vengo a tomar algo, paso un rato tranquilo y recuerdo. Mi vida ahora está más en el pasado que en el presente, ¿saben? ¿Te acordás, Pollo, que acá estaba La Herradura, no? Y bueno, vengo acá —nos dice, ya francamente tristón—. Y… pienso. Hoy, con tantos días seguidos de lluvia… recordaba… ¿no los aburro, no?— —¡No, no! ¡Cuente, nomas! —dijimos, a dúo, con Miguel. —Bueno. Ustedes se acordarán que La Herradura siempre fue un bar para muchachos. Quiero decir, que nunca entraban mujeres. No sé si por el ambiente del billar, de timberos, burreros, qué sé yo, pero era un bar de hombres, ¿no?...Recuerdo patente que aquella tarde llovía. Hacía varios días que caía una garua persistente. Al terminar mi horario, llego al bar para hacer los números y, como ser, en aquella pared, ¿ven? —y nos señala una pared del bar donde estamos, como si fuera la del viejo bar, hoy inexistente— En aquella, cercana al baño, en la mesa más alejada del billar, una señorita tomaba un café. ¡Increíble! Nunca había visto una chica en 133
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este bar. Bueno, estuvo como una hora tomando su café, mirando el reloj y la puerta de entrada y después se fue. Pero eso no es nada. Al otro día, otra vez lo mismo. Con la carterita en la mano, su ropita, que se la veía pobretona, pero bien puesta; una piba decente, bah. Habrá estado algo más de una hora y se fue. El colmo fue que al otro día volvió y, habrá estado como otra hora cuando… de pronto… ¡se hechó a llorar, desconsolada! ¡Imagínense! Todos en el bar estábamos asombrados. «¿Y ahora?», se decían unos a otros, «¿Qué hacemos?» Hasta que Julio, el dueño de la Herradura, ¿se acuerdan?, mando llamar a Clara, la esposa. Así que Clara se acercó a la mesa, la serenó, le sirvieron otro café y… un anisito, creo. Sí, una de esas cosas que les gustan a las mujeres, sí, y… la Clara, que era una mujer sufrida, trabajadora y con tres hijas, además del «demonio» más chico, que… ¿era muy buen amigo tuyo, Pollo, o estoy patinando? —¡Noo! Digo, sí. ¡Tiene razón, don Juan! Pero…siga, siga. —Bueno, así que como les decía —continuó el anciano, quitándose los gruesos lentes para secarse los ojos que le lagrimeaban—. Perdonen, cosas de viejos, me llora el lagrimal. Bueno, así que la Clara calmó a la muchacha y le empezó a sonsacar qué le pasaba y la piba, ¡zas!, otra vez a llorar. Hasta que, entre hipo e hipo le cantó a la Clara que estaba embarazada. Que el padre, Honorio, se llamaba, era novio de ella desde hacía un año y que cuando le dijo que tenía un atraso, se esfumó. Que ella conocía el departamentito que alquilaba, una piecita en un convoy de la calle Irala, pero que hacia como dos semanas que no estaba allí y que como ella sabía que él entregaba la liquidación de su taxi en este bar, lo vino a buscar. Pero nada, se había volado. —¡Qué macanón! Al Honorio, nosotros lo conocíamos. Parecía un buen muchacho. Era tropero de la flotilla de un tal Sosa, buena gente, y sabíamos que había cambiado de horario, por eso no estaba en las horas en que la piba lo buscaba. Pero no lo hacíamos un don Juan. Eso sí, era bueno en el billar, ¿eh? ¡La pucha si se habrá ganado vermús con las tres bolas! Pero, ¡vaya a saber lo que había pasado! De metida nomas, la Clara le dijo que le dejara el teléfono y la dirección que ella iba a ver qué se podía hacer y, como se había hecho de noche, apiadándome de la futura mamá, la llevé hasta la casa. ¡En Ezpeleta vivía la piba! ¡Mamita, que otario! ¡Un viajón! —¿ Y… qué pasó después, don Juan? —preguntó, muy curioso, Miguel. 134
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—Y qué pasó… ¿con qué, che? —preguntó el viejo, medio aletargado, pensando en vaya a saber qué —¡Con el Honorio y la piba, Juan! —contestó, medio ofuscado, mi amigo. —Ah… si, si… Inés. La chica se llamaba Inés. Bueno, paso que la Clara lo esperó al muchacho. En cuanto llegó, dos días después, le contó, le habló, lo ablandó, y el muchacho éste, Honorio, también se puso a llorar, seguro que pensando en la responsabilidad que significaba un hijo; y decidió ir a hablarle. Unos meses después, se casaron. En el bar hicimos una colecta para lo que necesitaban, ¡que era tanto, pobrecitos! Y se fueron a vivir a la piecita que Honorio alquilaba. En el convoy los querían mucho. Pero, esas cosas que tiene la vida… —y se quedó el anciano otra vez como perdido. —¡Don Juan, don Juan! ¿Qué pasó? ¡Cuéntenos, don Juan! — pregunté yo esta vez, mucho más necesitado de volverme a casa que de saber el final de la historia. —Bueno, bueno, sí —volviendo a la realidad—. Perdón. Es que a veces me enredo en los recuerdos. Si. En el conventillo los querían mucho. Jóvenes, prolijitos, trabajadores. Pero… resulta que la criatura se murió antes de nacer. En el vientre de Inés. Pobre. Ellos siguieron juntos, dos o tres años más. Pero entonces, ella se enamoró de un empleaducho de su oficina y se fue. Pobre…La verdad que lo que más lamento… es… es… —¿Qué? ¿La muerte del pibe, Juan? —pregunta Miguel, inquisitivo. —¿Que Honorio se quedara solo? —pregunto yo. —No… no… Lo que lamento es que la llevé gratis. ¡No le cobre ni un peso cuando la lleve a Ezpeleta! ¿Saben qué viajón que es?
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Abelardo —Pero… decime, ¿vos lo viste bien a este tipo? Es flaco y largo como un fideo. La cara es… es… un pergamino, Ricardo, llena de arrugas. Y esa cola de cabello atada atrás. ¡Si arriba no le queda ni un pelo! Es un mamarracho. Siempre con las zapatillas de tenis, el vaquero ajustado. ¡Esas camisas rayadas multicolores! ¿Pero… tiene todas así? ¡Ja, ja, ja! ¡Y esos chalecos oscuros y brillosos que gasta! Menos mal que aceptó ponerse el delantal negro, para que lo vieran como mozo del bar, ¡porque más parece un payaso! —Sí, sí, Luis. Tienes razón. Pero el hombre es de fierro. Allí donde lo ves, acusa sesenta y siete pero creo que tiene más, no faltó un solo día en estos seis meses que pasaron desde que lo tomé, y va y viene con la fuerza y la alegría de un joven. Cómodamente sentados en las sillas de madera y tela ubicadas sobre la calle Patricios, los amigos «diseccionan» al actual mozo del Bar Pizzería La Nueva Herradura, que poco antes les sirviera un vermouth y la clásica picada. La noche templada 137
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invita a la conversación y el disfrute. —¡Y no rompió, siquiera, una tacita! Piensa tú la diferencia con Luciana. ¡Todas las semanas iba al centro a reponer lo que ella rompía! —¿Y tu señora se quedó tan tranquila en la casa? —¡Si! Es que a Luciana, mi mujercita, nunca le ha gustado este negocio. ¡Fue ella la que, cuando él se vino a ofrecer, insistió en que lo tomara! —Contame. ¿Así que acá había otro bar? —Eh… ¡así me dijeron, hombre! La forma en que lo llamé a este recuerda al nombre que tenía aquel otro. Antes que el edificio de diez pisos que ves ahora, hubo una construcción de planta baja y un piso donde, durante muchos años, vendieron rezagos del ejército. Y antes de eso, calculale cincuenta años atrás, funcionó aquí el bar del que hablamos. Justamente, Abelardo lo conoció porque vivía a unas pocas cuadras. Y cuando vio mi pizzería, pues que se le ocurrió trabajar acá, a pesar de estar jubilado Ya había tenido experiencia en esto. Y la verdad, estoy más que conforme. —Buenas noches, ¿cómo estás Ricardo? Hola Luis. —Buenas noches, muchachos. Tomen asiento. Ya viene Abelardo. Y con bochinche de risas y comentarios de todo tipo, Federico, Aníbal, Joaquín y Carlos, dueños de negocios cercanos y habitués del bar, sentados en una mesa contigua, se aprestan para la ceremonia de la cerveza con ingredientes del final del día viernes que, apenas con señas, piden a la barra. —Prestá atención, Luis —dice Ricardo, acercándose a su compañero mientras pincha con su palillo otro jamoncito con un cuadradito de queso y una rodaja de pan—, Verás que filin tiene con la gente y qué bien los atiende. Entre sonrisas y algún bostezo por el cansancio del día, la charla de los nuevos parroquianos fluctúa entre la subida de los precios, problemas con algún cliente o con el personal, los impuestos y, por supuesto, la figura de alguna chica, siempre con respeto por ser los cuatro muy conocidos en el barrio. Así que, después de que el anciano mozo les trajera los vasos enfriados, la cerveza con el protector térmico, los platitos con maníes, queso, jamón, aceitunas, rodajas de pan, palitos y 138
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papitas saladas y pickles, Joaquín, para introducirlo en la conversación, le pregunta: —¿Es cierto que vivía por acá, hace años, Abelardo? ¿Esta calle ya era tan comercial como ahora? —Sí, sí —contesta él, mientras termina de armar las dos mesas que junta para los habitués—. De chico vivía en Gualeguay y Hernandarias, aquí nomas. Luego, mis padres nos mudaron a Patricios e Iriarte; y poco después terminamos en San Telmo. Pero sí, en esta calle siempre hubo muchos comercios. Allí, en esta esquina de enfrente, por ejemplo, había una zapatería. Claro que hablamos de hace cincuenta años, ¿eh? —aclara con una pícara sonrisa, llena de dientes muy parejitos— «Fontana», se llamaba. Todavía recuerdo que cuando me llevaban a comprar zapatos, me gustaba jugar a esconderme atrás de unas cortinas que separaban los probadores. Y en la otra cuadra había otra que se llamaba… «Mandara», creo. Mercería, había una justo enfrente, allí, cruzando Patricios —y señala el lugar donde se ubicaba el negocio— Florería, una cuadra más hacia el rio. Tres cuadras más allá, la Joyería. «Carimatti», se llamaba. Y… claro, panadería, farmacia, sastres, peluquería, heladería. ¡Uf! Sí, había muchos negocios. Y todos caminaban muy bien. —¿Y ropa de jóvenes? Jeans, ese tipo de cosas, ¿había también? —pregunta Carlos, preocupado porque su Vaquería no camina muy bien. —¡Oh, sí! ¡Me olvidaba! Ustedes no lo conocieron, son muy jóvenes. Aquí, a cuatro cuadras, nomas, estaba Kleinman, una firma muy importante en ropa informal Los fines de semana se llenaba. No sé porque cerró pero,,, si, había de todo. En ese momento, caminando por Patricios con rumbo al Parque Lezama, cargada de bolsas de compras, una hermosa señorita acierta a pasar, desviando las cabezas de los cuatro amigos y la conversación que mantenían. —¡Pero cosas como ésta, seguro que no había! ¡Con esa pollerita, el top ajustado y el pelo largo y rubio al viento! —comenta sonriendo Carlos. —¡Ja! —sonríe el mozo— Me olvidé de contarles que aquí, en esta misma esquina, había un bar. Claro, también hablamos de hace como… cincuenta años, o más. Yo era muy pibe en ese entonces. Obvio que no venia al bar. Pasaba, cuando me mandaba el viejo, a buscar a mi 139
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hermano mayor, ya fallecido, pobre, que tenía… ocho años más que yo. Y escuchaba lo que hablaban de dos primas que vivían acá a la vuelta, sobre la calle Hernandarias. ¡Las hubieran visto! Las dos muy bonitas. Una de ellas, que trabajaba en la fábrica de chocolates «Águila», a unas cuadras de acá, nomás. Se casó con un compañero del trabajo, pero tuvo mala suerte. A los pocos años se le murió el marido y se dedico a la iglesia. Vivía rezando y trabajando en la parroquia Santa Lucia, en la calle Montes de Oca. La otra prima, que trabajaba en una oficina del centro, se ve que agarró el mal camino y los muchachos hablaban de los kilómetros que se había comido. —¿Cómo? —saltaron los cuatro amigos a la vez— ¿Qué es eso de los kilómetros comidos? —preguntaron, riéndose. —Bueno, con todo respeto, muchachos, vieron que el pito… —¡Ja, ja, ja! ¿El qué? —pregunta Federico, soltando la carcajada. —Eh... el miembro del hombre, el pene, bah, bueno, vieron que tiene comúnmente, supongamos, quince centímetros. Como a esta chica se le conocieron tantos… eh…. pongamos novios, sumando quince, más quince, más quince, los muchachos se preguntaban cuantos kilómetros se habría comido. —¡Ja, ja, ja! —reían todos. —Y decime —pregunta Aníbal, con malicia—, de la otra prima, ¿Qué se hablaba? —Bueno, de ella, de la santurrona, se hablaba… de la cantidad de orgasmos que se había perdido —¡Ja, ja, ja! —¡Abelardo! —se escucha. —Bueno… eh… ¿Si?... Sí, sí, ya voy. Eh…perdón, me llaman de otra mesa. —Buenas tardes… —se presenta, limpiando la otra mesa con el trapo rejilla. —¿Y? ¿Te diste cuenta? Trabaja muy bien, tiene filin, y hasta cuenta cuentos. ¡Ja, ja, ja! —comenta Ricardo, más que satisfecho de su empleado. —¡Sí! Simpático, sí. Y… ¿Qué más sabés de su vida? —Lo que él contó. Ya te he dicho que de chico vivía aquí cerca. Según él, la primaria la hizo, acá nomas, en la escuela de Hernandarias. 140
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Jugaba, como todos, al futbol. Mira, sin ir más lejos, días atrás vino un señor que lo conocía de cuando chicos jugaban a la pelota en la Placita Colombia, sobre Montes de Oca. Después la familia se mudó a San Telmo. Por allá hizo el secundario y se metió en la Universidad. Y ahí empezaron sus problemas. Militaba en un partido de izquierda y tuvo que exiliarse. —¿Ah, si? Bueno, como tantos. —En el medio, años de estudio perdidos, varias novias, un par de entradas en la policía por pintadas, pegatinas. En fin, activismo. —¡La pucha, no parecía! ¡Con esa pinta estrafalaria! —Sí, sí. Y… a estar por lo que el contó, parece ser que hubo una novia importante. Que le dejo huellas, bah. En el camino, en una de las detenciones, algunas palizas, varios miembros de su grupo desaparecido, aun hoy… —¡Ah, caramba! —…y la recomendación de su partido que se fuera al exterior. Acuérdate, fueron miles los que tuvieron que irse en aquel momento. Pero el exilio duele a cada uno distinto. —¡Sí, sí! —Se fue a España, como tantos, por el idioma. Y empezó a trabajar de mozo, ¿sabes? Igual que lo hicieron tantos españoles que vinieron para acá, huyendo de algo, como siempre. Que, últimamente, son más los que huyen que los que buscan trabajo. ¡Hombre, así le pasó a mi padre, que tuvo que salir pitando de España por el franquismo! Y… fíjate, repetimos la historia pero al revés. —Increíble. Después, una vez establecido en Madrid, vivir con temor; ya que, como sabes, los militares argentinos habían establecido en Francia el… Centro Piloto Paris, creo lo llamaban. Montado por Massera y sus muchachos. Se dice, y que, al cabo, denunciarlos le costó la vida a esta señora… eh… ¡Elena Holmberg! ¡Cristo, que no me salía! —¡Qué tiempos aquellos, che! —Pues,…no te creas que ya han terminado, ¿eh? Como decía, esto matizado por el recuerdo de su amor en Argentina, con cartas… ¿cómo cantas tú en ese vals? ¡Ah, sí! «…primero la cita lejana de Abril / tu oscuro balcón, tu viejo jardín, / más tarde las cartas de curso febril, / jurando que 141
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sí, mintiendo que no…» —¡Ja, ja, ja! ¡Te sale bárbaro, gallego! —Hombre, que yo soy argentino, pero mi padre, que es Asturiano, te muele a golpes a poco que te escuche, joder, ¡Ja, ja, ja! Bueno, te decía que….¡Ah, sí, las cartas! Hasta que, un buen día, se enamoró de una española, mandó aquí la nota de despedida, tuvo un hijo y a los pocos años falleció la esposa. O sea que crió solo al chico, al que dio estudio; y ahora, ya grande y con su título, vive con su esposa e hijos en Alemania. Entonces él, Abelardo digo, decidió volver al país porque, soledad por soledad, le daba lo mismo acá que allá. Pero en Argentina están sus recuerdos de la infancia. Y, como ves, al ver mi pizzería quiso trabajar en ella ¡Y bienvenido que es! —Qué pedazo de historia. ¡Mira vos lo que se tenía guardado este hombre! —Claro, si cada uno tiene su historia. Anda tú a saber. En ese momento, un Suzuki Fun que circula por Patricios desde Martín García, un poco por mirar al boliche, o tal vez porque su conductor —o conductora— está mirando para adentro, a sus recuerdos, no ve un Ford Ka que dobla y… se lo llevo puesto. El golpe no es grande. Los coches no se hacen mucho daño, por cierto. Pero la conductora, que de una mujer se trataba, golpeó su cabeza contra el lateral del Suzuki y perdió el conocimiento. En medio del batifondo que se arma, la aglomeración de curiosos y los infaltables bocinazos de los otros coches a los que les importa un pito si hay muertos o lastimados, los del bar son de los primeros en llegar. Pedro y Ramiro, propietarios de la zapatería próxima a la esquina, llaman al SAME y a la policía desde sus celulares. También se aproximan Abelardo, escapado un momento de la atención de la pizzería, y Carlos, el dueño de la Vaquería, que deja las dos porciones de muza que pidió, enfriándose en el plato. «No importa», piensa, «después le pido a Abelardo que las caliente». La escena es simple: dos coches chocan, un conductor con solo el susto y escoriaciones en una pierna y una conductora desvanecida. Los mirones observan la esquina, echan un vistazo a cada uno de los coches; y, al ver a través de la ventanilla del conductor del Suzuki, a su conductora desmayada, uno de ellos queda sorprendido. Trata de abrir la 142
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puerta pero lo detiene el grito de alguien —¡No, no! ¡Que puede tener problemas en las vértebras del cuello, y es peligroso moverla! ¡Esperemos a un médico! —así que va del lado del acompañante, se mete con cuidado al auto y la sorpresa lo aturde. —¿Selva? ¿Sos vos, Selva? —la llama, tocándole apenas una mano que descansa sobre el regazo de la mujer— ¡Selva, Selva! ¿Cómo estás? —insiste. La mujer trata de incorporarse con un gemido. Hay un hilo, apenas un hilo, de sangre bajando de su frente y un enorme moretón se está formando. Abre los ojos, aun mareada, —¿Qué pasó? —pregunta con vos trémula. Mira alrededor. —¿Cómo te encontrás, Selva? —repregunta. Carlos, atrás de él, lo mira asombrado —¿La conocés? ¿Quién es? Pero, sin dar explicaciones, insiste con la pregunta —¿Cómo estas, decime, me oís? —¡Me duele la cabeza mucho! Pero… ¿me conocés? ¿Quién sos? —la mujer trata de enfocar la vista— Vos sos… ¿Tito? ¿Sos….Tito? Es decir… ¿sos vos, Abelardo? —menea la cabeza, con cuidado. Y se deja caer nuevamente en el asiento diciéndose— No, no, no. Yo ya estoy preparada para la última puerta. Para esta… no —y se vuelve a desmayar.
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Son cosas olvidadas —¿Se encuentra bien, Antonio? —Eh… sí, sí. Gracias, Abelardo, sí. —Pregunto, porque ni tocó el café que le traje. Ya esta frío. Deme que se lo cambio. —Sí… no… bueno, sí. Tráigame otro, calentito. —Pero… ¿usted se siente bien? —Si… pasa que hoy me encontré con alguien… un viejo amigo. Uno que conocí en el bar que había hace muchos años aquí mismo, ¿sabe? —Yo también lo conocí a ese bar, Antonio. —¿Ah, si? Bueno, hoy encontré a un amigo de aquella época, que no veía desde hace muchos años, y… y… —¡Hooola! ¡Pero mirá con quién me vengo a encontrar en esta mañanita soleada! ¡Qué hacés por acá, por la Placita Colombia! ¡Pará, pará! ¡Soy Pocho, che! —¡Uy, disculpá! No te reconocí. 145
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Vine a pagar y… —¡Tanto tiempo, che! ¡Yo estoy algo cambiado, pero vos estas rechicato! —se reía— ¿Cómo andás, Chiche? — Bien, gracias. Con achaques de jovato pero…bien. ¿Y vos? —¡Tratando de subir a la lona! —seguía riéndose— Bien también. Aunque… ¡ya se me va a pasar! ¿eh? —y reía más aún— Bueno, bien; salvo el bastón por esta rodilla tiesa, regalo del futbol, y las cuatro o cinco pastillas que tengo que tomar por día. Pero… como se me para una vez cada seis meses, está todo bien. ¡Ja, ja, ja! —ya, francamente, me resultaba pesada tanta risa. —Siempre de buen humor vos —le dije, para ver si la cortaba. —¡Siempre! Te cuento el último: ¿sabés quién inventó el corpiño? Pitágoras. —¿Quién? —Pitágoras. Para que no se escapen los senos por la tangente — continuó riendo. —Los años no te cambiaron, ¿eh? ¿Cuántos tenés?. —Y…me falta un cuarto para los cien. ¿Y vos, chicatón? —Dos menos. —¿Dos menos que yo? —Noo… me faltan dos menos. —¡Ahora sí! Porque recuerdo que en La Herradura, eh… el café, ¿te acordás?, vos estabas con la barra de los muchachos más grandes. Y en el futbol también, ¿no? ¡Ah! ¡Qué tiempos lindos, carajo! —¡Cómo olvidarlos! Tuvimos una hermosa juventud —Claro. Me vienen a la memoria las tardes de truco, de dados, de café y amigos. Qué cosa… pasan volando los años. —Se. —¡Claro que sí! ¡Y qué de personajes que había! ¿Lo tenés al chueco Olegario, el mozo? ¡Qué maestro con la bandeja! ¡Y que bailarín, che! ¿Y la vez que le rompimos el paño a la mesa de billar? ¡Cómo se cabreó el dueño! E-el gallego, digo. —Sí, sí. Cómo olvidarlo. Y bien caro se lo tuvimos que pagar. —Y… ¿cómo era que te dijo el gallego: «Que al mus no se enseña a jugar, hombre. Que se lo roba mirando» ¡Ja, ja! —¡Qué memoria tenés! —Esperá. A ver si pescas esto: «Somo del barrio e’Barracas, / de Patricio 146
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y Gualeguay. / Dándole la bienvenida / al publico en general…..» —¡Si!, lo que cantaba la murga del Apolo, ¿no? —¿Y los sábados de futbol y boxeo contra El Deporte o El Apolo, en la canchita del potrero de Casa Amarilla, atrás de la cancha de Boca? ¡Ja! ¡Que buenos equipos de futbol tenían esos cafetines, che! ¡Hasta las piñas contra ellos eran lindas! —reía aún más con su recuerdo. —Si te habrán pateado los tobillos, ¿cierto? —Y… sí. Como uno jugaba bien… —Me acuerdo. Después vos jugaste en… ¿Platense? —Si, en Platense, Tigre y más tarde fui a Independiente Medellín, de Colombia. Hablando de patear…allí fue lo de la rodilla. —Ah, caramba. —Naa. Todo bien. Me traje unos verdes y me compré un depto en Suárez y Montes de Oca. Me casé, enviudé, y aun estoy allí. — Bien. —Vos Chiche, ¿seguís en lo de tus padres? —Si— Me casé y… Son cosas olvidadas, esos viejos amores. Y al recordar tiempos mejores se van nublando nuestras miradas. Son cosas olvidadas que vuelven desteñidas. Y en la soledad de nuestras vidas abren heridas en el corazón «VIERNES 27 Y SÁBADO 28 LOS ESPERAMOS EN LA FLOR DE BARRACAS. CENA SHOW CON RAUL LAVIÉ. OBTENGA DESCUENTO MENCIONANDO ESTA PUBLICIDAD CALLEJERA...» ¡Lo hubiera visto, Abelardo! De repente, mi amigo se quedó duro y callado. Después de un instante, lo zamarrié y… —Pocho… ¡Pocho! ¡Volvé! ¿Qué te pasa? Te quedaste mudo. —Justo ese lugar… 147
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—Pero…¿qué te pasa, viejo? ¿Por qué esa cara, ahora? —Nada. Justo ese lugar…la propaganda… —¿No fue allí donde te presenté a … —¡Ni la nombres! Año tras año luché para olvidarla. Me fui a jugar a Colombia, más solo que un perro tratando de encontrar un consuelo, pero no. Siguió en mi cabeza. Y… ¡Vos me la robaste! ¡Vos me robaste su amor! —Pero… ¿qué pavada decís? Si cuando te presenté a Sofía allí, sí, justo en ese bar «La Flor de Barracas», sabías que yo estaba saliendo con ella. Vos me jugaste una mala pasada a mí. Por un momento, ella se deslumbró con tu verborragia, tu estampa de gran jugador. —¡No! ¡Ella me amaba a mí! ¡Vos le llenaste la cabeza, y por eso me dejó! —Pero… fue hace cincuenta años, Pocho. Y ella eligió. Eligió el amor, eligió al que le ofrecía un hogar, una familia. Y ahora… se fue. Sofía murió hace casi dos años. —¿Queeé? ¿Murió? —¿No sabías? Sí, hace casi dos años. —Al menos… ¿La hiciste feliz? —Creo que sí. —Bueno. Me parece que no hay más nada que decir. Chau, Chiche (viejo ladrón). —Chau.
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Índice Cafetín de Buenos Aires Ella sabe para quién es Los códigos Marina o el fútbol Perdón, don Ernesto Palermo Olegario El azar El curda Filosofando Julio, el mitológico La lata de los deseos Espejos Morriñas Maldeamores Ramón Encrucijada Afiche Selva La larga lluvia Abelardo Son cosas olvidadas
7 15 19 25 33 37 47 53 59 65 71 77 85 91 97 103 107 115 121 135 141 149
Este libro se terminรณ de imprimir en el mes de febrero de 2018, en Bibliografika Carlos Tejedor 2815, B1605CJI, Munro, Buenos Aires, Argentina.