Cien años de soledad

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“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”

DOCUMENTOS

HOMENAJE A GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ EN EL 40 ANIVERSARIO DE “CIEN AÑOS DE SOLEDAD” Lunes, 23 de abril de 2007

“Tentación de los amores prohibidos”. RICARDO TORIBIO

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Cien años de soledad Las siguientes son las palabras pronunciadas por el nobel colombiano de Literatura, Gabriel García Márquez, durante el homenaje que se le rindió durante la apertura del IV Congreso Internacional de la Lengua Española.

“Ni en el más delirante de mis sueños, en los días

Gabriel García Márquez, durante su intervención en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española.

que escribía Cien años de soledad, llegué a imaginar... ... que podría asistir a este acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto, con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a todas luces una locura. Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores, y hacia un artesano, insomne como yo, que no sale de su sorpresa por todo lo que le ha sucedido. Pero no se trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un escritor. Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de Cien Años de Soledad no son un millón de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos, de este alimento. No sé a qué horas sucedió todo. Sólo sé que desde que tenía 17 años y hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que levantarme temprano todos los días, sentarme frente a un teclado, para llenar una página en blanco o una pantalla vacía del computador, con la única misión de escribir una historia aún no contada por nadie, que le haga más feliz la vida a un lector inexistente. En mi rutina de escribir, nada he cambiado desde entonces.

Nunca he visto nada distinto que mis dos dedos índices golpeando, una a una y a un buen ritmo, las 28 letras del alfabeto inmodificado que he tenido ante mis ojos durante estos setenta y pico de años. Hoy me tocó levantar la cabeza para asistir a este homenaje, que agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar qué es lo que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector inexistente de mi página en blanco, es hoy una descomunal muchedumbre, hambrienta de lectura, de textos en lengua castellana. Los lectores de Cien Años de Soledad son hoy una comunidad que si viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte países más poblados del mundo. No se trata de una afirmación jactanciosa. Al contrario, quiero apenas mostrar que ahí está una gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en castellano. El desafío es para todos los escritores, todos los poetas, narradores y educadores de nuestra lengua, para alimentar esa sed y multiplicar esta muchedumbre, verdadera razón de ser de nuestro oficio y, por supuesto, de nosotros mismos. A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté ante la máquina de escribir y empecé: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".

FOTO: AP

No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir ni un solo día durante 18 meses, hasta que terminé el libro. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica, calculé que me costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar. Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos, entre ellos La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final, la novela era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja, para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. Pocos años después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús, con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las re-

cogió, empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa. Lo que podía ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en que no gané ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa. Habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras incursiones al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con un rigor de cirujano, pasó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero: “Todo esto es puro vidrio”. En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo temblor en la voz: “Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses”. “Perdone señora -le contestó el propietario-, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?”. “Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto, esté tranquilo”.

Al buen licenciado, que era un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: “Muy bien, señora, con su palabra me basta”. Y sacó sus cuentas mortales: “La espero el 7 de setiembre (sic)”. Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien Años de Soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: “Son 82 pesos”. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: “Sólo tenemos 53”. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla. Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy. Muchas gracias”.


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Cien años de soledad

Andrés L. Mateo

Premio Nacional de Literatura

CIEN AÑOS DE SOLEDAD: CUARENTA AÑOS DESPUÉS E

n los años sesenta del siglo pasado nosotros teníamos muchas urgencias. El antitrujillismo era una épica inconclusa, y además, se había contaminado. De pronto descubrimos que la sociedad no se dividía entre trujillistas y antitrujillistas, y ese simplismo épico lo vinimos a descubrir después de haberlo pagado muy caro. Los que entonces éramos muy jóvenes y nos habíamos reunido en grupos literarios (La máscara, El puño, La isla, etc.) discutíamos sin cesar sobre la relación entre literatura y sociedad, pero curiosamente nos extasiábamos en los existencialistas franceses. Cuando Marcio Veloz Maggiolo nos habló de la novela llamada “Cien años de soledad”, escrita por un colombiano llamado Gabriel García Márquez, estábamos a mediado de 1968, y esa novela se había publicado en el 1967; en ese momento, lo recuerdo con toda nitidez, yo leía “El muro”, del escritor existencialista francés Jean Paul Sartre. Las revelaciones de Marcio sobre esta novela nos fueron hechas en la casa del intelectual recientemente fallecido Ramón Francisco, y de inmediato se apoderó de nosotros una enorme inquietud por leerla. Obtuve prestado un ejemplar que poseía Miguel Alfonseca, y que él no había leído porque no gustaba mucho de leer novelas, y entonces me embarqué en la aventura espiritual de leer este texto, dejando a mitad de camino la lectura de “El muro”, de Sartre. Hay un cemento invisible que une al lector con el libro, en particular de una novela, y probablemente se encuentre al principio y al final. En “Cien años de soledad” tanto el principio como el final te envuelven en una dimensión que mezcla una cronología simultánea de lo real y de lo mítico. Probablemente esto se ha dicho mucho de ese libro, y hasta hay un texto casi enteramente dedicado a comprobarlo (Mario Vargas Llosa: “Historia de un deicidio”), pero en el momento en que todavía eres un lector virgen, no condicionado por el torrente de la crítica que esta novela levantó de inmediato, y descubre envuelto como lector en esos dos planos de la narración, te entusiasma de tal manera que no puedes abandonar el libro ni un instante. La novela arranca hablando de este modo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Au-

ELIZAM ESCOBAR. A MODO DE SELLO CONMEMORATIVO “La imagen trata sobre Meme Buendía y Mauricio Babilonia, dos personajes de la novela que se enamoran perdidamente. Ella “Se volvió loca por él. Perdió el sueño y el apetito, y se hundió tan profundamente en la soledad, que hasta su padre se le convirtió en un estorbo.” Mauricio Babilonia muere de viejo en la soledad, separado de su amante. Un signo mágico o simbólico de este amor pasional serán las mariposas amarillas, pero sin la presencia del amado/amada, el espacio de los amantes no es otro que el de la soledad. En el dibujo, los amantes (que refiere a la escultura que hice en la prisión) se permanentizan en el tiempo, se enroscan para siempre sobre un reloj de arena suspendido y de ellos surge una mariposa gigante, negra, que sustituye a las mariposas amarillas del principio del calentón del enamorarse. Ahora, este dibujo está “diseñado como un sello conmemorativo” de la novela 100 años de soledad, de Macondo y a la vez simboliza la pasión de entrar en el trance, la levitación de los que se enamoran a pesar de lo que sea. No falta la ironía cuando todo termina en una especie de momificación, de eternizar lo pasajero y el tiempo existencial. Los amantes parecerán momias pero son las momias más hermosas como prueba de ellos mismos o como aquello que no necesita evidencia.”

reliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Ahora mismo que escribo estas notas, estoy citando el pórtico de la novela de memoria, porque la impronta de este inicio es imborrable. Y porque la novela arranca como si hubiera sido escrita de un tirón. Igualmente, ese final envolvente, en el que se desencadenan todos los misterios de la genealogía de los Buendía, porque Aureliano Babilonia, el último de la dinastía condenada, había corrido a leer los pergaminos de Melquíades, urgido por la necesidad de conocer su destino: “Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder tiempo en hechos demasiados conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Cuarenta años después, yo me pregunto, y le pregunto al lector, si un joven dominicano que aspiraba a ser escritor, y que leía a los existencialistas franceses, seguiría siendo el mismo después de haber atravesado la prodigiosa imaginación creativa que

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Cien años de soledad

(Viene de página 3) se despliega entre ese inicio y ese final. Todo cuanto va a ocurrir de aquí en adelante, se bambolea entre una realidad conocida de mil maneras, y un mito esplendoroso que se levanta desde ella. Carlos Fuentes ha dicho más de una vez que para apropiarse del universo de sentido que encierra Cien años de soledad hay que zambullirse en la segunda lectura, incluso llama a esta novela “la novela de la segunda lectura”. Y puede ser que así sea, pero desde la primera lectura que nos introduce en esa frenética línea genealógica de los Buendía, estamos seguros que algo nos ha estremecido profundamente. No creo que se pueda salir indemne, porque aunque el propio Gabriel García Márquez ha dicho que “nunca se me ha ocurrido ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad”, lo cierto es que Cien años de soledad quiebra la larga tradición realista de la literatura hispanoamericana, aunque es sobre esta misma realidad que se empina el narrador. Una característica fundamental de la literatura en lengua castellana, y no solo la latinoamericana, es el predominio de la tradición realista. Son pocos, muy pocos, los momentos de subjetivización que la literatura en lengua castellana tiene. Y no se trata de al-

go abstracto o de una opinión personal, sino de un dato histórico indudable, al que podemos añadir una infinita lista de autores. Por ejemplo, con la misma temática de Cien años de soledad se habían dibujado mundos obsesivos, de naturaleza selvática como el de José Eustasio Rivera, en La vorágine; de denuncia social, como el de Jorge Icaza, en Huasipungo; o de problemática de la tierra mezclado con la lucha de civilización contra barbarie, como en Rómulo Gallegos, en Doña Bárbara. Incluso, las guerras interminables y la figura del dictador habían entrado en la literatura latinoamericana desde el siglo anterior a la salida de Cien años de soledad, con Tirano Banderas, de Valle Inclán. Pero ninguno de estos modelos magistrales de la literatura latinoamericana superaba el realismo, y el dato antropológico no podía ser rebasado. Desde la primera lectura, sin embargo, Cien años de soledad era algo distinto; se atisbaba el discurrir de la historia común del mundo americano, estaba el dato antropológico común a la novela de la tierra, pero la aceleración de esta misma historia mediante la hipérbole, la desmesura de la imaginación desbordada, la memoria mítica que iba bordando los trazos del relato, dejaban al escritor bisoño en el paroxismo de la admiración. ¿Cómo no recor-

José Rafael Lantigua

dar, a pesar de los cuarenta años transcurridos, la embriagante sensación de estar ante una verdadera obra maestra? ¿No eran estos registros fantásticos una larga metáfora de la historia objetiva del mundo americano? ¿Pero cómo lograba este hombre enhebrar una historia atravesada de tantos elementos populares, de tanto folklore, de tanta historia oral, de tantas leyendas comunes a los países latinoamericanos; y al mismo tiempo crear un lenguaje novelesco que extrae de la historia cronológica una dimensión fantástica que se sobrepone a lo real? Hemos visto que el propio García Márquez dice “que nunca ha podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad”, solo que la línea de la realidad que relata la genealogía de los Buendía se hunde vertiginosamente en el mito, y sin darnos cuenta, la realidad que hemos comenzado a percibir de forma natural en la narración, termina subvertida en un lenguaje novelesco que une realidad objetiva y ficción. Creo que no existe una experiencia de lectoría más enriquecedora. A mi modo de ver, únicamente comparable a la lectura de Don Quijote de la Mancha, de don Mi-

guel de Cervantes, obra con la que se ha equiparado Cien años de soledad. Pero mi referencia a don Quijote de la Mancha alude solo a mi experiencia de lector, y a las transformaciones que uno mismo experimenta en el acto de la lectura, junto a los personajes. La contraposición entre Sancho Panza y Don Quijote se resuelve al final mediante la quijotización de Sancho. Un verdadero lector de Don Quijote debe leer de pie ese discurso que Sancho pronuncia ante la imagen de Don Quijote moribundo, pidiéndole que no se muera, que todavía había mucha injusticia que resolver en el mundo, y que se levantara de esa cama para salir por los caminos a defender a tantos menesterosos que estaban necesitados del brazo y la espada

de un caballero de tan alto linaje. Sancho está ya irremediablemente quijotizado, y el lector ha visto esta transformación como el triunfo de la misión de Don Quijote. Ni Sancho, ni el lector, son ya los mismos. Y esto es lo que pasa cuando terminamos de leer Cien años de soledad. Aquellas palabras mágicas que abren la historia: “frente al pelotón de fusilamiento…” Y las que la cierran: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra,” son como el principio y el fin de una historia conocida. Hemos asistido a la fundación mítica de la historia americana, y visto desplegarse un lenguaje novelesco que va develando palmo a palmo otra realidad que teníamos ante nuestros ojos, pero que no podía ser aprehendida con la razón. Esa intrincada genealogía macondiana nos ha tendido un benévolo cerco, y terminamos habitándola sin resistencia. Somos, nosotros también, los lectores, habitantes de Macondo. Nos hemos macondialiazado. Y como Sancho, vamos de nuestra seguridad memoriosa de la historia objetiva, al torbellino fantástico que se lleva a Aureliano Babilonia.

Secretario de Estado de Cultura

UN GARCIAMARQUIANO IRREMEDIABLE “L eí Cien Años de Soledad probablemente hacia 1972, cuando vine a residir a Santo Domingo. Aunque la primera edición –que no es la de la E invertida que todos recuerdan, pues la primera en verdad fue la que tenía un barco encallado, que nunca circuló aquí (o sea, la que conocimos aquí como primera edición fue en verdad la segunda), salió en 1967, no creo que los dominicanos leyeran la obra hasta entrados los setenta. En esto coincido con varios amigos. “Ya habíamos leído con atención en el suplemento Aquí, de La Noticia, la entrevista que Bruno Rosario Candelier –que entonces estudiaba en Madrid- hiciera a Gabriel García Márquez, y el interés por conocer la novela se acrecentaba. “Cuando la leímos nos produ-

jo un impacto tal que creo ciertamente que todavía nos dura. Desde entonces, soy un garciamarquiano irremediable. Conozco toda la obra del Gabo, y en especial, de Cien Años de Soledad conservo ejemplares de distintas ediciones. Las dos últimas, la primera que hizo Círculo de Lectores de Barcelona para España, que adquirí en una feria de libros viejos y usados en el Paseo de la Castellana, en Madrid, hace dos años, y la más reciente, que es la edición conmemorativa de los cuarenta años de la obra, que me trajo de regalo de Cartagena el gran amigo Avelino Stanley. “Cuando abrí tan primorosa edición y leí la primera página, casi sin darme cuenta, seguí leyendo hasta completar la relectura de esta inmortal creación del Gabo. He vuelto tantos años

después a reencontrarme con la estirpe de los Buendía, con Macondo, con Melquíades, con Remedios, con Amaranta, con Úrsula, y aunque reconozco pasajes y me reencuentro con escenarios y momentos entrañables, me parece que han ocurrido cosas nuevas en Macondo, que hay vivencias nuevas en la vida atormentada y singular de los Buendía y que, en definitiva, la marca de Cien Años de Soledad sigue activa y renovada en nuestras propias vivencias lectoriales y humanas. “La magia del realismo garciamarquiano que nos tocaba por primera vez de cerca (hay pasajes que, de hecho, formaban ya parte de nuestros cuentos de camino y de nuestras propias realidades comarcales) cuando asumimos aquella primera lectura, cambiaron sin dudas la impron-

ta de la literatura en sentido general, y en el orden específico, ordenaron una nueva ruta, una ruta innombrable de sucesos mágicos y de episodios de ensueño, que es por donde se ha guiado –contra toda negación interesada- nuestra generación. Todo fue distinto después de Cien Años de Soledad. “Después vinieron Isabel viendo llover en Macondo, Los funerales de la Mamá Grande, El Coronel no tiene quien le escriba, y Cien Años de Soledad siguió creciendo, continuándose en una historia sin fin. Lo que algunos entienden como una repetición –de malos lectores están llenos los caminos del infierno literario- no es más que la continuación del genio creador irrefrenable, que ha cambiado con su historia la historia toda de la literatura universal”.


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Cien años de soledad

Luis Arambilet Escritor y cineasta

EL GABO ALECCIONADOR Y EL CAFÉ SANTO DOMINGO

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a primera vez que leí Cien años de soledad tenía 13 años y era la segunda novela de un autor del boom latinoamericano que pasaba por mis manos; la primera había sido Los premios, de Julio Cortázar, gracias a cursar los estudios literarios de secundaria con un profesor y mentor muy especial: José Alcántara Almánzar. Aquellas dos historias, pero en particular la del genial Gabo, a tan corta edad, pusieron patas arriba mi mundo adolescente e inocularon con un virus incurable mis dedos, a la sazón muy traviesos aunque poco diestros al desplazarse raudos sobre una máquina Olympia muy mañosa y reincidente en comerse la tecla “t”, con la cual trataba torpemente de emular estos nuevos héroes, los cuales, afortunadamente, parecían multiplicarse en el panorama de la literatura mundial en la década de los setenta. Al avanzar en mis lecturas, por alguna extraña razón, por demás muy válida, toda nueva obra de ficción tendía a compararla con aquella pieza literaria de García Márquez, claro está, para desgracia de los nuevos textos, incluyendo los míos. Al punto que, como uno de esos extraños pactos que hago conmigo mismo, decidí releerla una vez cada diez años más o menos. Lo hice a los 25, lo hice a los 35, compré una nueva edición a los 45 para poner en retiro la muy remendada anterior, y esta nueva edición cincuentenaria revisada ya tiene su lugar en el estante de mi librero para cuando cumpla los 55. En una celebración de cumpleaños del profesor Juan Bosch –creo que sus 70– en Jarabacoa, me tocó atencionar en casa de mi primer suegro, don Virgilio Díaz Grullón, a un grupo reducido de escritores, parte de una horda de políticos e intelectuales que se hospedaron en diversos sitios del pueblo con

motivo de aquella celebración. Así pues, con mi cabeza joven de veinte y pocos años, con un hijo recién nacido y ya con un par de cuentos publicados en Letra Grande, subí a la loma con una sarta de preguntas pueriles, toscas y osadas que había preparado una semana antes. Armado con ellas, enfrenté una vez muy temprano, con una bandeja de café, al simpatiquísimo Nicolás Guillén, al sofisticado Miguel Otero Silva y a mi héroe literario, el hosco Gabriel García Márquez. Luego de poner la bandeja en la mesa central de la terraza, me senté en un banco largo de pino muy dispuesto a insertar en algún momento prudente la pregunta –pensada para impresionar y ponerme a la altura de aquel gigante en compañía de otros dos gigantes extraordinarios– de cómo había logrado construir con tanta intensidad el erotismo que destilaba de Remedios Moscote, Pilar Ternera y Petra Cotes. Los ojillos duros del Gabo, combinado a su índice aleccionador, empeñado en apuntalar su opinión sobre gobiernos marionetas, proletarios sin futuro, Vittorio de Sica y el Centro Experimentale di Cinematografía de Cinecittà, las dictaduras más y menos jodidas, las injusticias más gruesas del momento, castillos en Italia y el último complot de la CIA, echaron por tierra mi intento. Lo único que pude decir, y fue por la posible piedad que me tuvo don Miguel Otero Silva al verme tan enano y absorto en aquel monólogo interminable –y que con mucho garbo probablemente él quería interrumpir–, al preguntar por la marca de tan buen café que había sido servido, un hilillo de voz amedrentada me alcanzó apenas para responder: –Santo Domingo – e irme a caminar hasta la confluencia del Yaque con Jimenoa.

SAID MUSA. “NO ES UN INCESTO”

Carlos Fuentes

EL QUIJOTE AMERICANO “He leído el Quijote americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar al mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas”, señala Fuentes en una carta que envió en los años 60 al argentino Julio Cortázar sobre la novela de Gabo. En el prólogo, que lleva por título “Para darle nombre a América”, el escritor mexicano recuerda que en la carta a Cortázar se refirió a la novela de García Márquez como una “maravillosa re-

creación del universo inventado y recién inventado”. “¡Qué prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pasaje continuo e imperceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario!”. “Es transatlántico, es español, es hispanoamericano, piensa y escribe en español, aunque se reconoce en el rostro del mundo”, expresó el autor de “La región más transparente” sobre su colega y amigo colombiano.


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Manuel García Cartagena

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ecuerdo que, en los primeros años de la década de 1970, la desaparecida revista ¡Ahora!, de la que mis padres eran lectores asiduos, publicaba con frecuencia encartes con entrevistas, fotografías y artículos de o sobre Gabriel García Márquez, quien ya para entonces era uno de los más célebres escritores hispanoamericanos. En una de aquellas revistas, hojeada o leída al azar de los encuentros fortuitos, me enteré de la existencia de un libro que tenía el curioso título de Cien años de soledad. Los elogiosos comentarios que había escuchado proferir a mi padre o a mi madre acerca de Cien años de soledad en sus conversaciones con sus amigos me provocaban una gran curiosidad creciente por la lectura de aquel libro, al que ambos, para colmo, me habían prohibido leer, ya que, según ellos, no era “apto pa-

Poeta y narrador

¿QUÉ PUEDO DECIR COMO LECTOR DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD? ra menores”. Quizás por eso, una noche lo saqué a hurtadillas del tramo de la modesta biblioteca familiar en donde lo encontré y comencé a leerlo. ¿Cuántos años tenía yo para aquel entonces? Diez u once años. Todavía me acuerdo de la pregunta que me hizo mi padre una noche en que me sorprendió leyéndolo: “¿Y tú entiendes lo que dice ahí?” Y de mi respuesta: “A veces sí, a veces no”. Y era cierto. No obstante, lo leí. Entero. Y

me gustó. Y mucho, aunque, a decir verdad, ya no recuerdo, lamentablemente, la impresión que me produjo aquella primera y precaria lectura de la novela señera de García Márquez. No puedo recordarla, porque, años después, en mi adolescencia, hice de su lectura un deber que realizaba anualmente, como una especie de extraño peregrinaje ritual a Macondo, durante las vacaciones escolares de Semana Santa. Sólo por eso, me atrevo

a afirmar aquí que ese libro me cautivó desde que lo leí por primera vez. Para mí, el caso está claro: la lectura de esa novela fue uno de los dos hechos determinantes (el otro fue la lectura de Rayuela, de Julio Cortázar) en mi formación como persona y como escritor. La huella del mundo macondiano resulta flagrante en mis primeros cuentos, sobre todo aquellos que me proporcionarían la materia prima para una novela que ti-

SAID MUSA.“CON COLA DE CERDO”

Subsecretario de Estado de Cultura

Avelino Stanley

LA PRIMERA NOVELA E

ra todavía un chico de no más de quince años. Partido del lado izquierdo el pelo ondeado venía hacia la derecha y le cubría casi toda la oreja y media mejilla de la cara, donde los extremos rebeldes se juntaban con las espinillas. Ya a esa edad llevaba y traía el entusiasmo con el que participaba en el grupo de poesía coreada de un club cultural al que pertenecía. Ciudad: La Romana; año: 1975. “Léete ese libro”, le dijo un día Miguel Pérez, uno de los miembros del grupo que le llevaba tres

tulé Almueje, de la que, en el año 2000, circularon algunos ejemplares distribuidos entre amigos y estudiantes. Ni el paso de los años, ni la permanencia prolongada en otros universos lingüísticos y culturales, ni los matrimonios, ni los divorcios, han logrado borrar un ápice del estremecimiento que me produce aún su relectura (en cambio, curiosamente, hoy día, me cuesta un trabajo enorme releer a Rayuela). La causa probable de esta preferencia es mi convicción personal, nacida en los años en que descubrí mi condición de caribeño, de que García Márquez realizó, al escribir Cien años de soledad, una proeza que muy pocos escritores en la historia de la literatura occidental han podido emular: logró encontrar, por la vía de la imaginación, una manera de comunicar, en una mezcla impecable de prosa y poesía, su mundo subjetivo personal, es decir, sus temores, sus sueños, sus ambiciones y deseos, pero también sus lecturas, sus recuerdos y su experiencia de lo social y de lo político, con el mundo subjetivo de un lector universal-atemporal, el cual es capaz de salvar, como en mi propio caso a los diez u once años, distancias culturales enormes. Esto explicaría, si se quiere, el portentoso éxito de ventas que ha tenido desde su aparición esta novela en lenguas y contextos socioculturales muy distintos y distantes respecto a los que conocemos en Hispanoamérica.

o cuatro años. Era un viernes por la tarde. El chico, como sin querer, se arrellanó en un sillón con el libro que le prestaron. Cuando apenas comenzaba la lectura, fue necesario que se armara de un diccionario. Cada vez que hallaba el significado de una palabra desconocida lo sentía como una pieza que en el futuro podría servirle para armar no se sabe qué rompecabezas. Algo le dijo que no podía botar esas palabras, y decidió anotar los nuevos vocablos en un cuaderno viejo una vez leía los significados. Las pa-

labras, cada oración, cada página y cada capítulo iban llevando al chico a un mundo mágico cuyo parecido con el suyo era cada vez mayor. Terminó la tarde, llegó la noche y ya de madrugada, vencido por el sueño, se vio precisado a soltar el libro. La misma acción se repitió durante todo el sábado. El domingo por la tarde, al término de la lectura del libro prestado, el chico estaba en shock. Tan electrizado quedó que cruzó al colmado del frente y se compró una libreta rayada de la grande. “Si apenas comienzan

las vacaciones, ¿para qué es esa libreta?”, le preguntó el amigo que le prestó el libro, que también era su vecino, con quien se tropezó al salir del colmado. “Acabado de leer la obra que me prestaste”, le respondió el chico, “y estoy tan impresionado que he decidido escribir una novela”. Esa era la primera novela que había leído el chico de manera consciente. Por esa razón la suya no pudo escribirla hasta pasados unos diez años, después de haber leído muchas obras de ese género. Desde entonces el chico no ha

podido olvidar la chispa que le encendió esa primera novela leída, sobre la que volvió en otras tres ocasiones, cuyo título era Cien años de soledad. En julio de 1982, ya menos chico, en Londres, le regaló un ejemplar de la obra en inglés y una hermana paterna y se la dedicó así: “para que disfrutes esta obra cuyo autor será el próximo Premio Nobel”. Apenas dos o tres meses después se confirmaba en Estocolmo su predicción. ¿Que quién era ese chico? ¡Oh, Inés, pero ese chico era yo!


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Diógenes Céspedes Premio Nacional de Literatura 2007

40º ANIVERSARIO DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD

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arcía Márquez produjo un texto conmovedor que tituló Mensaje, dirigido a los presentes que le rindieron homenaje en el Congreso de las Academias de la Lengua recién concluido en Cartagena de Indias, Colombia, el 24 de marzo de 2007. En dicho texto describió las peripecias ocurridas a Cien años de soledad desde su concepción hasta su remisión para fines de publicación a la Editora Sudamericana en Buenos Aires. Lo más desgarrador de este histórico testimonio reside en que el autor y su inseparable esposa tuvieron que empeñar en un montepío las joyas de Mercedes Barcha para poder sobrevivir en México y con lo que les quedó ni siquiera pudieron pagar las estampillas de correos para enviar el manuscrito completo, sino que tuvieron que dividirlo en dos paquetes y por inadvertencia remitieron la parte final de la obra en vez de enviar la primera. Pero fue tal el interés que ejerció la lectura de la obra una vez llegada a Buenos Aires, que los editores sellaron el contrato, enviaron el primer pago y aguardaron ansiosos la primera parte de la novela. El resto es historia y desde 1967, año en que apareció la primera edición, García Márquez y Mercedes Barcha no han vuelto a pasar ese grado extremo de escasez que sufrieron en México, según el verídico y conmovedor testimonio del Premio Nobel de Literatura. Festejar la buena fortuna que les ha sonreído desde entonces hasta hoy, fruto del talento del escritor y de la fidelidad y amor que ambos se profesan, es obligación de todo ser humano que no sea envidioso o mezquino. ¿Qué mujer de hoy, en esta era de la globalización y el neoliberalismo, le soportaría todas esas mi-

serias en país extraño, o en el suyo propio, a un escritor? Sólo quienes viven, como ellos, una vida de ideales, compromiso y valores, puede soportar tantas miserias. El resto es historia y los lectores o quienes escribimos, solo podemos dar nuestro testimonio acerca de cómo vivimos nuestra primera experiencia con Cien años de soledad. Eso haré. Es tan confusa y contradictoria mi experiencia con esta novela, que todo me parece una ficción. No recuerdo ni siquiera en cuál año la leí. Ni siquiera si fue en Santo Domingo o en Bensaçon o en París. Lo único que recuerdo es que para poder plantearle al eminente crítico Jean Ricardou la pregunta que le hice cuando fue a dar una conferencia a la Universidad de Besançon en 1970 ó 1971, ya debía haber leído yo la novela de marras. Muy influido en esa época, 1969-72 por la nueva novela francesa y por las obras críticas de su crítico predilecto, Ricardou, la pregunta a este intelectual fue que si podíamos afirmar que la palabra oro era el vocablo generador de la ficción en Cien años de soledad. En este instante, no puedo recordar la totalidad de la respuesta de Ricardou, pero a menos que no confunda, me quedé con la inquietud y cuando entré al Seminario de Poética de Henri Meschonnic en 1977, mi prioridad era hacer mi tesis doctoral sobre la novela de marras. Pero en el segundo año 1978- cambié de parecer y decidí hacer la tesis doctoral sobre la teoría del lenguaje y la poesía en Latinoamérica por una razón estratégica: casi todo el mundo, desde Yukón a Tierra del Fuego, estaba embarcado en el análisis de Cien años de soledad. Y a mí me pareció que mostrarles al pú-

SAID MUSA. “TIEMPO-CULTURA” blico y a los intelectuales latinoamericanos cuál era la teoría del lenguaje y de la poesía donde cabalgaban, sin saberlo, era más estratégico. Pero al cabo de esos 29 años ya transcurridos, guardo todavía mecanografiado por la Olivetti internacional que compramos en París Ramonina y yo, los apuntes sobre todas las ocurrencias de la palabra oro y sus derivados, denotados o connotados, que aparecen en Cien años de soledad. En espera quizá de que me decida a actualizarlos un día. La edición que utilicé para estudiar la palabra oro posiblemente la regalé a la Biblioteca Nacional en 1997, porque la que tenemos actualmente en casa es la de Ramonina, que data de 1969 (y está extraviada, pues no aparece en el anaquel donde debe estar).

Luego de mi regreso al país en octubre de 1980, analicé durante varios semestres a los estudiantes de letras de la Facultad de Humanidades de la UASD el texto de marras, hasta que vino Crónica de una muerte anunciada y la desplazó. Estuve en casa de García Márquez en septiembre de 1982 y por supuesto que apareció el tema de Cien años de soledad. Me llevó al Pedregal mi amigo boricua, ya fallecido, Manuel Maldonado Denis. Recibimos las mejores atenciones, con bromas y veras, del eminente escritor y su esposa Mercedes. Todo lo conversado es pura ficción, al no poder precisar los diferentes temas de los que conversamos. Pero el portento que queda es la obra y esta y las demás publicadas luego, le valieron el Premio Nobel y la legítima bonan-

za financiera. Es el sueño de todo escritor, pero muy pocos lo logran. A esta imposibilidad se deben las distintas claudicaciones para lograr la supervivencia. Quienes desechamos la claudicación en nombre del valor y el compromiso de la crítica radical a la sociedad, elegimos el ser escritor. Mi opinión personal es que el ritmo-sentido con el que está escrita esta novela ejerce el embrujo que suscita en el lector tradicional toda obra escrita de esta manera: atraparle desde la primera línea hasta la última con el relato de una aventura; y al lector exigente que busca la aventura de un relato, le plantea la búsqueda de los sentidos ocultos de las palabras debajo de las palabras. Esa es, para mí, la gran significación de esta obra.


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Cien años de soledad

Abogado, publicista y agente cultural

Freddy Ginebra

CONVERSACIONES. Fecha: 4 de julio de 1981

El huésped de la habitación 18-14 M

aria Teresa Castillo de Otero Silva, Presidenta del Ateneo de Caracas, ha terminado de agradecer a Mariano Rodríguez, Director de Casa de las Américas, el homenaje que rinde esa institución por 50 años del Ateneo. Un abrazo. Aplausos. Fotos y quizás un beso. Hace un calor espantoso. Diantre, estoy en La Habana; es lunes, 22 de junio, son las 7 y 38 de la noche y converso con Silvia. Un Ron Collins, por favor. El salón está lleno de gente, inundado de teatristas latinoamericanos que han venido al encuentro. La noche huele a celebración y teatro, a cariño y alegría. En algún momento entró el huésped. No lo noté. Luego Io supe y quise conocerlo. Lo buscamos pero se había ido; alguien dijo se lo había tragado la noche. “Está alojado en el Riviera“, - me informó Fernando U. Me gustaría conocerlo, conversar con él. Mañana fue otra vez de noche. La fiesta de despedida para los 10 años de Teatro de Casa de las Américas, el encuentro de teatristas latinoamericanos y del Caribe. Los Jardines de 1830, bello restaurante de La Habana, nos servía de marco, Guitarras, tragos, un pedazo de mar. Le estreché la mano al huésped de bigotes. -“Freddy, de Santo Domingo”,- — dije a modo de presentación. -El huésped sonrió y brindó conmigo. -“Me gustaría que conversáramos”, agregué - de vez en cuando escribo para.... - “pero no querrá hacerlo ahora”, comentó el creador de Aureliano Buendía. -“Si pudiera ser mañana” -dejé caer refugiándome en un largo sorbo de un mojito. -“Estoy muy ocupado” -dijo sin asomarse al precipicio de la incertidumbre. -“Es que mañana me voy y no tengo..“. -“Llámame entonces, estoy en la habitación 18-14, concertamos la hora” -dijo cortándome la frase y abrazando a un compañero. Sentí una discreta alegría pero

no levité y con los pies en la tierra me sumergí en el bullicio de guitarras; y el conversar con los amigos. El 18-14 crecía frente a mis ojos. Toco la puerta, el hombre de Macondo la abre. Viste de blanco, se le confunde la sonrisa; Milquíades no está presente, tampoco Santa Sofia de la Piedad y ni siquiera Ursula o Amaranta. -Mercedes, su esposa y compañera termina de comer un mango. Nos sonreimos. El autor de El coronel no tiene quien le escriba es un hombre rápido. Se sienta y me invita a sentarme. Por la ventana entra el mar. La Habana color pastel se retuerce entre los últimos rayos del sol. En mis manos algunas preguntas, la ciudad a mis pies y no se por qué siento una tremenda tensión en este momento. El colombiano espera por mi, me doy vuelta mientras casualmente le dejo caer un comentario y me siento. (Sé que durante el día ha recibido a varios periodistas y bueno aunque yo no pretendo tanto pero...) - ¿Qué sientes cuando te hacen tantas entrevistas? Dispensa una sonrisa y contesta entre dientes: -“ Primero que me hacen quitar tiempo con seguridad de cosas más importantes y después que ya no tengo nada más nuevo que decir porque todo ha sido dicho y todo me lo han preguntado.” (Pienso que debo pararme e irme pero cargo las pilas y me aferro a la sonrisa) Estamos frente a frente. - ¿Estás satisfecho con todo lo que has escrito? - “Si, -lo piensa- con todo hasta la última letra”. - ¿Qué experimentas cuando terminas un trabajo? -digo queriendo aflojar el músculo de la espalda del cual tengo absoluta conciencia. - Qué cuál es el otro que voy a hacer -contesta rápido. - ¿No relees tus trabajos cada cierto tiempo y...? -“No, -dice categóricamente y agrega- yo la última vez que leo

mis libros es cuando corrijo las pruebas... las pruebas de imprenta, pues no corrijo las erratas, porque se me pasan siempre, porque ya lo he leído tanto que casi me lo sé de memoria, entonces las erratas se me saltan. Es para tener una última oportunidad de corregir porque la última lectura que hace el escritor generalmente es la de los originales y en cambio el lector lee ya impreso y hay una gran distancia entre el original y la letra impresa, entonces yo he pedido que me den a mi la misma oportunidad que tiene el lector que es la de leer en la letra impresa. Su esposa se sienta a mis espaldas frente a su marido. Le siento sonrerir detrás y aprovecho su presencia. - ¿Qué incidencia tiene Mercedes en tu trabajo? - ¿En mi trabajo? -sorprendido. - Las mujeres siempre... intento involucrarla. - La incidencia que tiene en mi trabajo es el horrible trabajo de contestar el teléfono.y decirle a los periodistas que hoy no, que mañana (Creo que todos reimos). - Yo por eso no canalicé esta entrevista a través de ella para evitar que me pospusieran, dejo caer y aprovecho la risa. - Al contrario, anoche, te dije que no hablaras con ella porque sabía que tenía ya tan lleno el dia de cosas que no había donde colocarte. Agradezco con una mueca. - ¿Pero no es ella ese tipo de mujer que chequea todo lo que haces, la persona con la cual discutes tus temas? - Mercedes lee los libros después que están impresos, nunca ha leido un original, contesta el de la Mala Hora. - ¿Ni ha tenido la tentación de comentar en algún momento lo que estás haciendo?, insisto. -Nunca ha leído un original ni sabe lo que estoy haciendo. Sabe qué libro estoy escribiendo pero no sabe exactamente de qué trata el libro. Le hablo muy poco de eso, porque ya con uno que se preocupe en la casa ya basta. Tener dos preocupados con lo mismo es bastante problemático.

- ¿Qué disciplina tienes en el trabajo? -sostengo el ritmo. El autor de Los Funerales de Mamá Grande tiene paciencia, contesta por décima octava vez lo mismo. - Escribo desde las nueve de la mañana hasta las dos o tres de la tarde y después no vuelvo a pensar en eso hasta el día siguiente. - ¿Puedes realmente dejar de pensar en eso hasta el día siguiente? - Hemingway dijo que lo más importante del trabajo de escritor es aprender a no pensar más hasta el día siguiente, porque si no, te cansas y al día siguiente, cuando vas a trabajar el tema, ya estás aburrido de él. - ¿Qué sientes cuando no escribes? - Muchas ganas de escribir. - ¿Y cuando escribes? - Muchas ganas de seguir escribiendo, me pongo muy contento

de lo que va saliendo. - ¿No te ha sucedido que cuando estás escribiendo, se te escapa la idea o pierdes un poquito de ánimo, o quedas inconforme con lo que estás haciendo?. - Bueno, sí quedo inconforme con lo que estoy haciendo, pero entonces sigo trabajando y corrigiendo hasta que ya quedo conforme. - ¿Y cuando se te presenta algún problema serio de motivación? - No, cuando yo tengo un problema en un libro y siento que no puedo seguir es porque el libro dejó de interesarme por completo y entonces lo dejo. Y cuando yo estoy trabajando, una cosa no me interesa nada más en el mundo que eso que estoy escribiendo y en el momento en que no me interesa así, es porque algo grave hay en el libro, una falla grande y entonces lo dejo. - ¿Te ha pasado eso alguna vez?


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Cien años de soledad

CESTERO. “AUTORRETRATO CON EL MAESTRO GABO EN MI TALLER DE LUZ”

- Me ha pasado muchísimas veces - ¿No te produce frustración? - No me produce frustración porque inmediatamente trato de buscar otro tema que me interese y la verdad es que tengo muchos temas atrasados. No lo dejo respirar. - ¿Cómo investigas tus temas, cómo surgen? - La vida se encarga de metérmelos por la puerta de la casa. Contesta sin pensar. - ¿Cuando comienzas a escribir tienes el bloque completo de lo que va a ser tu trabajo o...? - No, yo solamente empiezo a escribir cuando ya conozco el libro como si lo hubiera leido. Yo sé exactamente cómo empieza, cómo termina pero mientras tanto no empiezo a escribirlo porque hay que tener mucha desconfianza, a veces uno se ilusiona con una cosa y empieza

con mucho entusiasmo y se encuentra con que lo que uno pensaba que iba a ser un libro de cuatrocientas páginas se condensa en cuatro o cinco frases que no tienen ninguna importancia. Entonces hay que desconfiar mucho de la primera impresión, esa es cosa que hay que moler durante muchos años hasta que llega el momento en que ya uno lo tiene completito y ya sabes exactamente cómo es y lo puedes contar, sobre todo un tema que uno pueda escribir en una cuartilla. Si uno no puede escribir toda la novela en una cuartilla es porque algo le está fallando a la novela. - ¿Qué te es más complicado escribir, novela o cuento? -El cuento es lo más complicado que hay que escribir, lo más difícil. - Hablando de cuentos, ¿cuáles escritores consideras que son los mejores, cuáles te han servido de modelo?

- Hemingway en cuento, Hemingway, Hemingway… los rusos, Henry James, pero como estructura de cuentos, Hemingway. - ¿Conoces los cuentos de Bosch? -digo poniendo mi bandera en alto. - ¿ De Juan Bosch? - Si,... no conozco otro -disparo. Y el escritor de Crónica de una muerte anunciada es expresivo hasta con las orejas. - !Hombre! Los cuentos de Juan Bosch no sólo son de los mejores cuentos que se han escrito en lengua castellana sino los más injustamente desconocidos. Además, Bosch no sólo es un gran cuentista sino uno de los mejores teóricos del cuento que yo conozco. Conocí a Bosch precisamente en una conferencia que dictó en Venezuela en 1958 y era una conferencia sobre teoría del cuento y era absolutamente magistral porque había logrado teorizar toda una serie de experiencias que uno intuitivamente sabía como eran, pero que no lograba explicarlo como él lo explicaba. Ahí fue donde lo conocí y desde entonces tenemos una gran amistad. - Tengo entendido que visitaste Santo Domingo una vez, precisamente en la celebración de su cumpleaños, - Sí, serio. - ¿Por qué no has vuelto a Santo Domingo? - Porque Juan Bosch no ha vuelto a cumplir setenta años. Esta vez la sonrisa es interna. Prosigo. - Cuando hablábamos ahorita de las injusticias en que se tienen algunos de los escritores latinoamericanos, en el caso específico tuyo, ¿a qué se debe fuera del talento en tu caso, a qué atribuyes el éxito? ¿A la publicidad? ¿A alguna editora en especial? o a... - Yo no sé a qué se debe pero sé con absoluta seguridad que no se debe a la publicidad. Mi mejor libro es El coronel no tiene quien le escriba y lo escribí unos diez años antes que Cien años de soledad y cuando publiqué Cien años de soledad se habían vendido setenta ejemplares de El coronel no tiene quien le escriba.” Entonces, no sé… Yo creo que lo que sucedió fue que Cien años de soledad abrió la brecha para los demás libros y me parece, conversando con la gente, que lo que les gusta de “Cien Años” es que es un poco la vida de todo el mundo. - ¿Te sorprendió el éxito de esa novela? - Me sorprendió el tamaño del éxito, pero no el éxito. Yo pensé de todas maneras que era un libro...

ahora -me explica-- es que yo juzgo el éxito en términos de lectores. Es decir, de entusiamo de los lectores. Entonces en ese sentido yo esperé que iba a gustar y que iba a tener muchos lectores pero no pensé que tantos. - Hablando de éxitos, ¿cómo te afecta en las relaciones con tu mujer, con tus amigos, con la gente que te rodea?. -Mira, yo he logrado preservar mi vida privada de la fama, de eso que tú llamas el éxito. Entonces a mi no me ha sucedido absolutamente nada en mi casa en relación con el éxito. Lo único que el éxito me ha llevado a la casa es más tranquilidad porque en fin, no tenemos ya la necesidad que teníamos antes. Pero todo es cuestión de conectar o desconectar el teléfono. - ¿Cuál es tu mayor debilidad como escritor? - El no lograr escribir ocho horas al día sino solamente cuatro. - ¿Y tu mayor debilidad como hombre? - ¿Mi mayor debilidad como hombre? Perder demasiado tiempo criando mis hijos. - ¿Perder demasiado tiempo? - no entiendo. - Es decir, ocupar demasiado tiempo criando mis hijos. Tiempo en el cual podría dedicarme a escribir. - ¿Consideras eso una debilidad? - Una debilidad de escritor. Silencio, nos miramos. Se ha hecho de noche. - ¿Cuál ha sido tu mayor fracaso? - El de La hojarasca -levanta la cabeza, mira el techo, entrecierra los ojos y sin titubear contesta. - No he tenido ningún mayor fracaso, todos son pequeños. - ¿Y cuál consideras tu mayor triunfo en la vida? - Mi mayor triunfo en la vida fue haberme casado con Mercedes pero ella no lo cree. Crece la sonrisa en la espalda; desgraciadamente no puedo verla pero la intuyo complacida. Respiro hondo, otra vez ese músculo de la espalda tenso. - ¿Qué piensas de ti mismo? - Huy! Que soy el tipo más cojonudo del mundo. La expresión de mi rostro le hace cuestionarse pues de inmediato me pregunta: - ¿De verdad, de verdad? Que soy el hombre más bueno del mundo. - ¿Verdad piensas eso? -Ahora soy yo el incrédulo. — Eso si, pero en serio. Y lo dice en serio. - Pero qué bueno, -digo quizás in-

genuamente, me alegra mucho oirlo porque generalmente uno... Me corta. - No solamente lo creo sino que es verdad,-casi lo jura al insistir. - Y Mercedes, ¿qué dice de esto? ¿Está de acuerdo? - Lo mismo. - ¿Estás de acuerdo?. -le pregunto a su señora. - Bueno, la entrevista no es con Mercedes... me corrige. - A ver su opinión, -no responde, sólo sonríe divertida. - ¿Eres hombre que tienes angustias? - vuelvo a centrarme en los bigotes colombianos. - Fíjate, no te lo digo por superstición, porque la verdad es que no tengo ninguna angustia y entonces pienso que por superstición esas cosas no se deben decir. - Está bien. (Cambio). ¿Tienes un motivo de alegría constante en tu vida?. - Sí. Tengo motivos de alegría constante. Es el de haber mantenido mi vida privada y de conservar a mis mismos amigos en medio del tropelín del éxito. - ¿Algun día te ha preocupado saber lo que piensan tus hijos de ti? - Pues es lo que más me preocupa porque nunca he logrado saberlo. Más aún, me preocupa muchísimo más saber qué piensa Mercedes de mí. Silencio. Ambos se comunican. Disimulo. - ¿Qué te hubiera gustado hacer que no hayas hecho? - !Huy! se le ilumina la cara- Ser prestidigitador. Lo que más me encantaría en este mundo es poder sacar conejos de un sombrero y nunca lo he logrado. - Bueno, ahora podemos pasar a otro tema. - Pero si has logrado una buena entrevista, ¿por qué la vas a dañar? ¿Por qué lo vas a j...? Estoy perplejo por su sinceridad, titubeo. - Bueno no, iba a hacer otros comentarios pero si ya de las demás cosas dices haber hablado, vamos a dejarlo así. Y pienso que mi entrevistado debe tener razón, por lo menos tiene toda la experiencia para decirlo. En ese momento llega visita, una hermana del autor, un amigo... El huésped de la 18-l4 me los presenta. Agradezco el momento, no me despido. Al momento de abrir la puerta, oigo la risa de todos, la familia está contenta y Gabriel García Márquez el que más.


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Cien años de soledad

José Mármol

Poeta

CIEN AÑOS DE SOLEDAD EN MI RECUERDO

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recí en Macondo y no lo sabía. Lo descubrí cuando a inicios de mi adolescencia tuve entre mis manos un ejemplar de la edición pirateada en nuestro país de la novela del Gabo, su inigualable novela Cien años de soledad. Eran años de balaguerismo despótico con remanentes del trujillato, asesinatos selectivos e ignorancia rapaz. Cuando empecé a leer aquella inmensa aventura de la lengua, la cultura y el imaginario colectivo de Hispanoamérica, se me fue revelando, sin ningún esfuerzo, el hecho de que el realismo mágico era mi realidad cotidiana y que lo que buscaba por curiosidad literaria en los escritores del Boom Latinoamericano, y especialmente en García Márquez, no era otra cosa que la metáfora, la alegoría idiomática de la atmósfera social y política, los personajes y las leyendas de mi propio barrio de La Vega, históricamente llamado Pozo Verde, pero, en la denominación popular no era más que El Parquecito Hostos, y un tanto despectivamente, El Parquecito de los Burros, pues, en tiempos remotos se amarraban las bestias de los visitantes, venduteros y lugareños en las argollas colocadas a sus cuatro entradas señoriales. En ese fabuloso barrio, con calles polvorientas, casas de madera, un río furibundo y sin salida al mar convivían ricos y pobres en relativa armonía, lo que era una provocadora confrontación a las tesis marxianas y clarísima expresión de nuestro realismo mágico o maravilloso. Tuvimos epidemias, si bien no de insomnio, como pasó en Macondo, de poliomielitis, paludismo, dengue y colerín. Los niños nacían defecando lombrices; algunos con espina bífida, lo que igualaba el temor de los Buendía de que sus descendientes nacieran con colas de animales. Descubrí el hielo por quintales en la fábrica que llevaba nombre de santo, y en los veranos iracundos, con torrenciales e interminables aguaceros, como en Macondo o Aracataca, pensé más de una vez proponerle al profe Estrella, quien me sembró el misterio de la gramática, que construyéramos casas con barrotes de hielo por quintales, para aligerar las embestidas febriles del calor y sus estragos. Había familias idénticas a los Buendía, con Úrsula, José Arcadio, Aureliano, Remedios… Remedios, la nuestra, la que murió de tétanos y de pobreza. Y por supuesto, un Melquíades, también llegado de las lejanas e increíbles reminiscencias arábigas, así como gitanos de distintas procedencias europeas, quienes, en reposo aventurero de su trashumancia, por temporadas cortas e intensas colocaban en

el centro del parque una inmensa carpa de circo, con juegos de azar, estrella giratoria, sillas voladoras, hombres comecandela, un tiovivo y el motorista dentro del globo de acero que cada noche desafiaba la muerte y la ley de la gravedad. Tuve allí, en mi Macondo vegano, héroes de las guerras, gobernadores corruptos y amigos procreados en incestos delirantes y noches de desenfreno. Crecí en Macondo y no lo sabía. Hasta que una tarde lluviosa de agosto, con el río Camú creciendo amenazante, descubrí la novela que me haría despertar a mi propia realidad, ya sea esta mágica o maravillosa.

SAID MUSA. “JARABE”


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Cien años de soledad

Carmen Imbert Brugal

Abogada, narradora y poeta

EL UNIVERSO FEMENINO

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uchos años después, más cerca de Fermina Daza que de Remedios la Bella, Inés Aizpún, con ínfulas de Melquíades y lejos de Petra Cotes, reta recuerdos perdidos. Cual Francisco el Hombre relataré aquella experiencia de adolescente provinciana enfrentada a un texto leído con curiosidad y asumido como el resumen prodigioso de lo murmurado en tertulias familiares, en los susurros de iglesia, en los sainetes del parque… Algunos mencionaban una cola de cerdo e intrincados parentescos, capaces de confundir al más diestro genealogista. Ignoro cuántos ejemplares llegaron a las librerías, uno apareció en la casa -1971-. Lo conservo, repaso las palabras subrayadas cuyo significado buscaba en los diccionarios Salvat de mi abuela. Su lectura expuso las diferencias con el contenido de María y Cumbres Borrascosas. Para mí fue crónica. Con arrogancia pensé que GM no era un chismoso, como dicen que dijo su madre, ni un mentiroso, como dicen que dijo su padre, sino un fisgón portador de un lápiz divino. Nada nuevo me contaba pero lo contado era un portento caligráfico. Aquel torrente de imágenes, retratos a carboncillo, sintaxis alucinada y perfecta, resultó estremecedor. Si Lady Chatterly era quimera, Madame Bovary pecado y Los Miserables insinuación para perseguir en las alcantarillas parisinas a Jean Valjean, la apasionante redacción me ubicaba en la comarca. Era el recuento de las hazañas y enredos de ascendientes, colaterales, consanguíneos o impostados. Parientes perdidos en alguna guerra inventada, excesos de cualquier europeo convertido en padrote caribeño y disipador. Criaturas sin origen, el ir y venir de taumaturgos, espectros, amantes y vírgenes. Rencores legendarios, acreencias de sangre y honor. La soledad compartida en domicilios donde ocurría lo inimaginable. Nunca había leído un relato tan cercano, acto notarial de lo acaecido en mi entorno. Cada peripecia podía parafrasearla. Sucesivos repasos me enseñaron más: la novela consigna e insinúa episodios y protagonistas presentes en todas las obras del autor. Alude a Rayuela. El universo femenino es de tal riqueza que obliga un estudio para discutir y aprobar los arquetipos. Ahí está el culto a los convencionalismos, la fragilidad masculina escondida detrás de la alharaca sexual y la violencia. Libro irremplazable. Historiografía de poblaciones irredentas, intocadas por los atisbos de modernidad, a pesar de artilugios y mesías que pretenden conjurar un secular designio ominoso.

DANICEL. “ELEVACIÓN DE REMEDIOS LA BELLA” Medios mixtos / canva. 60x41.6 centímetros.

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Cien años de soledad

Pedro Antonio Valdez

Escritor. Premio Nacional de Cuento

MIS AÑOS DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD

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a novela Cien Años de Soledad entró a mi vida temprano. Era un lector casi virgen (bueno, físicamente virgen), con apenas un puñado de libros leídos que no pasaban de una docena. Si sacamos de ese paquete los Quince minutos en compañía de Jesús Sacramentado, que mi madre me hacía leerle algunas noches al pie de mi cama, mi lista de libros leídos eran Ludwig Fauerbach o el final de la filosofía clásica alemana y los cuentos de Bosch. Cien años de soledad los leería más adelante. Fue curiosa la manera en que las lecturas de Gabriel García Márquez llegaron a mi vida. Resulta que un camarada del Partido coleccionaba todas sus obras. Tendría yo a la sazón unos quince años y, como correspondía a un muchacho de esa edad, me identificaba con las prácticas comunistas. Creo que me tocó pertenecer a la última generación que llegó a creer que la revolución era inminente y se encontraba a la vuelta de la esquina. Como García Márquez, nombre que en ese entonces producía un mayor estremecimiento que el que provoca en estos días, como García Márquez se identificaba con los revolucionarios, pertenecía al canon de los libros que podía uno leer. Mi entrada al mundo garciamarquiano no fue estrictamente impulsada por todo lo arriba expuesto, sino por una película que agradó a mi papá cuando yo era más niño. Un canal de televisión local transmitió La mala hora. Fue a partir de aquella experiencia que conocí el nombre de Gabriel García Márquez. Recuerdo un par de tiros de aquella película. El primero, cuando el carcelero se le acerca a un tipo y le dice “¡Te jodiste, Pepe!”. Ahí descubrí que fuera del barrio se podía decir malapalabras, incluso en la televisión. El segundo tiro es la imagen de un joven con patines y los lentes rotos, asesinado a tiros en medio de la calle. De manera que cuando el camarada Rafael me dijo, orgulloso, que tenía todos los libros de García Márquez, y que me los podía prestar para contribuir con mi formación intelectual, de inmediato le pedí La mala hora. La devoré en el patio de mi casa. Por

DANICEL. “RETRATO DE MAURICIO BABILONIA” Medios mixtos / canva. fin daba con un libro que no hablaba de plusvalía ni de áridas categorías filosóficas. Por primera vez entré al mundo mágico del libro. Me habían prestado ese ejemplar con la condición de que debía devolverla en un mes. Lo devolví en una semana. Y luego vinieron Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una

muerte anunciada, La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada... Por aquel tiempo, descubrí, gracias a un estudiante de medicina que vivía en la otra calle, qué era la tortícolis, un nombre que me pareció gracioso porque era una mezcla como entre tórtola y tortuga, y que especialmente le

daba a los lectores que mantenían el cuello en la misma posición durante mucho tiempo. Venía libro tras otro... hasta que un día, gravemente, mi amigo me dijo que ya era tiempo de que leyera Cien años de soledad. Me habló maravillas del libro. Honestamente sus palabras no me parecieron motivadoras. Ya

el simple hecho de saber que era un libro de García Márquez me era suficiente para adivinar la maravilla. Tan pronto me introduje en el libro me fui dando cuenta de que, en efecto, la motivación de mi amigo había sido redundante, y que mi adivinación también. Cien años de soledad era una novela que sacaba la pelota de aire por la pared de los cuatrociento cincuenta. Fue una lectura afiebrada. Maldecía la hora de comer, la hora de dormir, la hora de cumplir con cualquier ocupación que me alejara de aquel libro endemoniado. Nunca temí que se terminara. Porque es una novela que nunca se termina. O sea, no es como esas en las que uno sigue un argumento que se va consumiendo hasta desaparecer en un clímax. Esta novela se cuenta y se termina en cada historia, en cada personaje que desarrolla su vida y de pronto desaparece, sea huyendo en la selva, sea fusilado en un pelotón de fusilamiento, sea elevado por una sábana que flota en la brisa. Cuando he tenido que explicar de qué se trata Cien años de soledad, he dicho que se trata de la historia de una familia. Una familia como todas, en las que cada miembro es diferente del otro del que es parte. De las tantas historias que componen el libro, hay algunas que me vienen siempre a la mente. Recuerdo el personaje que estudiaba alquimia y se la pasaba fundiendo monedas de oro para hacer pescaditos de oro, los cuales vendía por monedas que de inmediato fundía para hacer más pescaditos de oro. En esa imagen comprendí que el dinero sirve para algo más que simplemente comprar cosas que se detienen en nosotros. Recuerdo la imagen del Buendía que, tras su esposa Pilar gritarle por cuarenta días y cuarenta noches que saliera a buscar comida, se paró tranquilamente de su mecedora y procedió disciplinadamente a romper cuanta cosa rompible había en la casa. Él, que siempre se había mantenido callado durante la alharaca de su mujer, rompió todo, y entonces, sin decir nada, salió de la casa y regresó con un saco lleno de víveres. Ahí vi a tantos gobernantes, jefes y maridos a los que hay


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Cien años de soledad

Marcio Veloz Premio Nacional de Literatura

que protestar con fuerza para que, tras rompernos la madre, hagan lo que tienen que hacer. Y he hecho reír a mucha gente contándole la historia del Buendía que le compró a un gitano una supuesta fórmula que curaba la picada mortal de la tarántula. Confiado, convenció a un general para que probara el remedio mágico. Y el general se hizo picar por una tarántula venenosa. Cuando el otro, muy tranquilo, le dio a probar el medicamento, huyó en la selva al darse cuenta de que el gitano en verdad lo había engañado. Ese libro se me quedó en la vida. Lo he leído tres veces. Nunca he podido leerles las páginas entre las 340 y la 345. Resulta que las primeras ediciones que leía eran pirateadas, y en esas faltaban esas hojas. Desde entonces nunca he querido leer el contenido de esas páginas. Incluso, cuando leía la novela por tercera vez, en un ejemplar que paga los derechos de autor, me volví a saltar el contenido de esas páginas, como un extraño homenaje a la primera edición que me introdujo a la maravilla. Siempre sentí una profunda gratitud por el escritor de esas bellas narraciones. Lo imaginaba generoso, de buen humor, pleno de vida. Lo figuraba un hombre bueno. Luego, al empezar a escribir, me di cuenta de que influía a los escritores de aquellos tiempos. Y me di cuenta por mí mismo, que en mis inicios fui incapaz de escribir una página narrativa sin que me saliera el perfume garciamarquiano. Tengo la impresión de que la nueva generación no lo está leyendo. Y la prueba es que Cien años de soledad no aparece en las librerías del país desde hace tiempo. Ahora que viene una edición especial publicada por la Real Academia de la Lengua y Alfaguara, espero que las lectoras y lectores jóvenes descubran de la gran cosa de la que se han estado perdiendo. Un día me tocó saludar al escritor de Cien años de soledad. Sucede que a mediados de la década de 1990 iría yo a La Habana a un coloquio teatral. En el aeropuerto Las Américas me dijo Noé Zayas: “Mira, Pedro, ese es García Márquez”, señalando a un señor que se encontraba como a veinte metros de nosotros. Yo me

EL GUARDIÁN FONÉTICO

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SAID MUSA. “JUGO DE MARIPOSAS PARA EL TIRANO” volteé incrédulo y le dije que eso era un disparate. Pero mirando bien, me di cuenta que sí era él. “Ve, dale tu libro”, me dijo Noé. Yo me acerqué al escritor. Si la memoria no me está haciendo otra de sus trampas, García Márquez iba acompañado del Bacho y de Carlos Márquez. Me acerqué. Imaginan bien que tembloroso. “Señor Márquez”, le saludé, “Yo soy un escritor dominicano que le admira mucho, y quisiera regalarle mi libro”. Él me dio la mano y recibió el libro. Se trataba de Papeles de Astarot. Leyó la portada y lo hojeó. “Pero dedíquemelo”, me dijo. Y yo, todavía en el aire, me puse a buscar un lapicero en la mochila. Uno de sus acompañantes me acortó la búsqueda al prestarme uno. Cuando le volví a pasar el libro, se detuvo a leer la dedicatoria. “Gracias”, me dijo con una sonrisa, “Lo voy a leer”.

Entonces, pisando sobre las nubes, retorné a mi lugar. Nunca creí que tuviera tiempo ni real deseos de sentarse a leer el libro de un carajo desconocido. Pero me sorprendió su humildad, nada aparatosa; le agradecí siempre que le dirigiera la palabra, aunque fuera por unos segundos, a un muchacho que había crecido con sus palabras. Siempre tengo pendiente volver a leer Cien años de soledad. Es un libro que leeré toda la vida. Es el mejor libro de autoayuda que puede una persona leer. La novela ahora cumple sus cuarenta años. Yo estoy lejos de esa cifra, pues me falta un par para cumplir las cuatro décadas. Pero cuando cumpla mis cuarenta de haberla leído, también serán como cumplir mis cuarenta años de Cien años de soledad. Y los celebraré también por lo grande. Como debe ser.

onocí los primeros libros de Gabriel García Márquez a finales de los años sesenta. Venían publicados por la pequeña editora de Jorge Álvarez, en Argentina. La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba e Isabel viendo llover en Macondo. Cuando salió la edición de Sudamericana de Cien años de soledad, me incorporé a su lectura. De inmediato me di cuenta de que la tradicional novela de la tierra, con temática social y realista, había dado paso a un nuevo modelo narrativo. Con Cien años de soledad, Gabriel García Márquez ponía el sello final a la narrativa de los estilos de Icaza, Gallegos, Alegría, y otros. A partir de Cien años de soledad la novela de la tierra alcanzaba niveles de imaginación que obligaban a la revisión de la nueva literatura hispanoamericana. Según narra Carlos Fuentes, cuando recibió el manuscrito de la novela de García Márquez, se lo envió a Julio Cortázar señalándole que era una especie de Quijote hispanoamericano. Lo mismo pensaba nuestro Juan Bosch. Cien años de soledad como El Quijote cambió el destino de la novela realista, incorporó la ruralidad de modo diferente, convirtió en imaginación los recuerdos de infancia, y como lo hiciera Cervantes al superar para siempre los libros de caballería, García Márquez superó el realismo sociológico de la novela de la tierra, convirtiéndola en lo que se llamó realismo mágico, cuyos inicios parecen remontarse a escritores como Eca de Queiroz, y Machado de Assis con obras como El Mandarín y Quincas Borba, respectivamente. A partir de este texto fundador, hemos respirado un aire nuevo, y podemos crear una lengua nueva sin temor a la crítica académica más represiva. Nos podemos convertir, gracias a la magia que nos brinda el autor de El general en su laberinto, en desmedidos manejadores del idioma, o en domadores de la propia memoria. Durante el 70 aniversario del nacimiento de Juan Bosch, García Márquez estuvo con nosotros en las celebraciones. Para mi fue un gran momento la lectura del discurso que se me pidiera para homenajear al gran maestro del cuento en aquel acto inolvidable celebrado en el club Mauricio Báez, donde García Márquez volvió a repetir que había sido Bosch quien la había enseñado cómo debía de hacerse un cuento. Ahora que Cien años de soledad ha cumplido cuarenta años, me doy cuenta de que un libro puede ser un compañero durante gran parte de la vida, y de que éste de Gabo, es una especie de guardián fonético, porque lo leo en voz alta en ocasiones para sentirme hispanoamericano por cuenta del novelista.


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Lunes, 23 de abril de 2007

Cien años de soledad

MIRNA LEDESMA.

José del Castillo

Sociólogo y escritor

40 AÑOS DE SOLEDAD COMPARTIDA

S

antiago de Chile, junio de 1967. Tenía 19 años y era estudiante de sociología en la Universidad de Chile. Acostumbraba visitar la Librería Universitaria ubicada en Alameda a dos cuadras de mi apartamento. En una mesa de novedades encontré Cien años de soledad recién editada por Sudamericana. Nos hallábamos en período de exámenes y debía concentrarme en repasar textos académicos y notas de clases. Sin embargo, la novela me atrapó y la leí casi de un solo tirón. Desde el primer párrafo sentí la fuerza subyugante de la narración garcíamarquiana. Ante el pelotón de fusilamiento no estaba el coronel Aureliano Buendía,

sino mis bisabuelos, los generales Benigno del Castillo y Manuel Rodríguez Objío, uno ejecutado junto a Sánchez por órdenes de Santana, el otro en solitario por mandato de Báez. Personajes que desfilaban en la saga macondiana tenían una réplica entre miembros de mi familia. Ursula Iguarán era Mamacita, la tía paterna generosa que acogió en su casa grande a los vástagos de sus hermanos, asesinados por Trujillo. O mi hacendosa abuela Emilia Sardá Piantini, criando hijos y nietos. Ambas tenaces, intuitivas, con don de autoridad. Los ayuntamientos endogámicos de Macondo eran los mismos que viví en San Carlos. Primos con pri-

mos. Algunos tarados. En la imaginería del autor era el fenómeno nacido con rabo de cerdo. La fecundidad del coronel Aureliano Buendía –quien tuvo 17 hijos de igual número de mujeres- semejaba la leyenda de un tío. El contexto de violencia, la plantación bananera, la novelería aldeana y las supersticiones, me remitían a la historia dominicana con sus horrendas dictaduras, a los ingenios azucareros y al espeso contagio de la cultura de barrio de puertas abiertas y sociabilidad amable en la que me formé, con sus historias de muertos y aparecidos. Era como si, de repente, todo el mundo vivido y el contado por mis mayores se me reve-

laran en las páginas de un libro cautivante y maravilloso, en el cual los personajes circulaban en dimensión atemporal. Tras el éxito editorial inicial, Sudamericana reeditó otras obras de García Márquez -El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande, La hojarasca, La mala horaque devoré con fruición, bocetos del gran mural que es su obra mayor. Luego vinieron la cándida Eréndira, el otoño, el general... Ya entonces el mundo garcíamarquiano era tema de conversación cotidiana en las calles de Hispanoamérica, de cumbias y vallenatos, de debates literarios y estudios académicos. Había nacido el mi-

to que lo catapultó al Nobel. Han transcurrido 40 años desde la aparición de esta obra clave del boom de la narrativa latinoamericana que hermanó los nombres de Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Benedetti, Donoso, Carpentier, al de García Márquez, colocando a su alquimista en el centro del imaginario colectivo, traspasando fronteras lingüísticas y culturales, para así universalizarse. Como si fuera ayer, conservo todavía el impacto hipnótico de esa historia cautivante que me tuvo a punto de hacer fracasar en los exámenes, enfebrecido por la lectura de sus páginas, en el invierno seco de Santiago de Chile.


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Cien años de soledad

Adriano Miguel Tejada

Director de Diario Libre

Cáceres se había empeñado en hacer de Moca, -un Macondo rodeado de aguas-, una ciudad. Y le hizo un viaducto, y le arregló calles, y ayudó a construir su iglesia cargando piedras en los “corvees”, y finalmente vino a presidir la llegada del hielo.

Historia del hielo en Macondo, Moca M

oca nunca olvidará el día en que el presidente Ramón Cáceres la invitó a conocer el hielo. No es que no se supiera de su existencia, sino que por primera vez en la historia, Moca, la novia del valle que se creía reina del Cibao, iba a tener hielo permanente para refrescar las champolas de tamarindo y los jugos de limón que tanto le gustaban a José María Michel y a Blás De la Maza. Habían pasado diez años del lance heroico del 26 de julio en el cual los muchachos, que luego fueron llamados “los héroes de Moca”, cortaron las alas de la tiranía. Quizás fue porque a Evangelista López (La Cigua), nunca le revolotearon mariposas amarillas, y a esos héroes antes de tiempo tampoco le gustó el hombre que estaba trayendo la ruina al país. ¿Dónde encuentra el hombre el traje de héroe? En estos Macondos tropicales, donde “siempre seca lágrimas el sol”, la naturaleza vive creando coroneles, aunque pocos se casan con la gloria, y que como Aureliano Buendía, talvez recuerdaran los detalles valiosos de sus vidas si se enfrentaran a un pelotón de fusilamiento. Pues en 1909, Moca se preparaba para recibir al ferrocarril, ese juguete del llano, que realmente eran dos, como nos ha contado un holandés que na-

Inauguración del Hotel Marconi. En el centro de la imagen, el presidente Ramón Cáceres. die supo cuando vino por aquí, pues por esas cosas que solo ocurren en estos Macondos, la línea del Nordeste, la que transportaba las vegas hasta Sánchez, tenía un ancho de rieles distinto a la que llevaba los tabacos al puerto de la plata, y ambos trenes se juntaban en el Macondo mocano, en la estación de la calle Duarte, a la que de madrugada se levantaba

OMNIMEDIA Av. Abraham Lincoln esq. Max Henríquez Ureña, Santo Domingo, República Dominicana

Piocoff Michel, un personaje que no ha inmortalizado el Gabo porque nunca lo conoció, a ver su salida. Y como los distinguidos pasajeros del Ferrocarril Central Dominicano tenían que pernoctar en Moca, había que crear un hotel “digno del grado de desarrollo a que ha llegado esta ciudad”, y así nació el Hotel Marconi, a unas tres cuadras de la es-

Tel: 476 72 00 Fax: 616 1520 Apartado: 20313 Santiago: 276 4278 www.diariolibre.com

tación, donde se oía el pito soñoliento del tren y se olía el guarapo del ingenio de los Rojas. Ah, pero el Macondo mocano tenía unos genios del marketing que pensaron en una atracción moderna para el lujo que constituía el hotel, y ¡hay algo más moderno que el hielo!. Es por ello que, los hermanos Schiffino, los propietarios, pensaron que como atrac-

PRESIDENTE Arturo Pellerano VP: José Miguel Bonetti Secretario: Salvador Dájer Tesorero: Pedro Haché Administrador: Juan Cohén

ción de taquilla debía ofrecer a sus distinguidos huéspedes lo mejor del siglo XX. No podría ser de otra manera, provenían de ciudades más cosmopolitas y aunque no era en un “tren amarillo, … laminado de plata, con poltronas de terciopelo episcopal y techos de vidrios azules”, viajaban en carros Pullmann. Y para tan fausto acontecimiento, el mesonero invitó al mismísimo presidente de la República, al general Ramón Cáceres, un hombre tan emprendedor y tan guerrero que el mismo José Arcadio Buendía habría admirado. Cáceres se había empeñado en hacer de Moca, -un Macondo rodeado de aguas-, una ciudad. Y le hizo un viaducto, y le arregló calles, y ayudó a construir su iglesia cargando piedras en los “corvees”, y finalmente vino a presidir la llegada del hielo. No sabemos, si la memoria del hielo recorrió su mente cuando una bala asesina lo mató inútilmente lejos de su Macondo mocano, o si por el contrario, el recuerdo de su viaducto lo elevó entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que pasaban a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde y se perdieron para siempre en los altos aires donde no podían alcanzar ni los más altos pájaros de la memoria…

VP Comercial: Gina Lovatón Producción: Elius Gómez DIRECTOR: Adriano M. Tejada Sub-directora: Inés Aizpún Diseño: Yolanda Garisoain

Coordinación: María Josefina Ramírez Fotografía: Alexandra Ramírez Tratamiento de imágenes: Daniel de los Santos Miguel Oleaga


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Lunes, 23 de abril de 2007

Cien años de soledad

“... Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”

DOCUMENTOS HOMENAJE A GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ EN EL 40 ANIVERSARIO DE “CIEN AÑOS DE SOLEDAD”

100 agradecimientos a Andrés L.Mateo, Avelino Stanley, Carmen Imbert Brugal, Diógenes Céspedes, Freddy Ginebra, José del Castillo, José Mármol, José Rafael Lantigua, Luis Arambilet, Manuel García-Cartagena, Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Antonio Valdez y Adriano Miguel Tejada por el cariño con que acogieron la petición de Diario Libre de describir su historia de amor con esta novela mágica. Diario Libre agradece a Juan José Mesa y Fernando Casanova, -director y editor de Mirada al Arte respectivamente- el entusiasmo con que acogieron la idea, y su intermediación para que los pintores Danilo de los Santos, Said Musa, Mirna Ledesma, Elizam Escobar, José Cestero y Ricardo Toribio colaboraran con su arte en este trabajo.

SAID MUSA. “MARIPOSAS ESCONDIDAS”


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