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el otro carnaval

Bautizada por navegantes portugueses que vieron en sus ficus raíces barbadas, en la más oriental de las antillas caribeñas el verdor deslumbrante es hijo directo de impredecibles chubascos. Pero el sol y la costa coralina la han sembrado de playas que rechazan todo calificativo y no dejan lugar más que para la admiración y el asombro. Y bajo una elegancia sembrada por el más británico espíritu, irrumpe la pícara sensualidad del calypso.

En Barbados reina la discreción de los ingleses. Es difícil suponer lo que subyace debajo de la punta del iceberg en aquella isla de 260.000 habitantes. La historia viene de lejos: su denominación proviene de los portugueses que, en su navegación hacia las tierras ignotas que hoy forman Brasil, se detuvieron en la isla y les impresionó un ficus característico. De las ramas del árbol penden pequeñas raíces que buscan la tierra y parecen barbas. Al verlo, los lusitanos lo llamaron “barbados”. Desde entonces se identifica así a la isla situada más al extremo oriental de las antillas caribeñas.

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El verdor deslumbrante de la isla es fruto de unas lluvias de conducta impredecible: un torrente de agua puede caer sin previo aviso e irse como llegó. El día entero puede transcurrir entre chubascos y sol, entre el prodigio de la luz y las sombras. La costa caribeña es totalmente coralina, la atlántica lo es en menor medida. Cualquier calificativo sobre las playas de Barbados puede quedarse corto. La misma sensación de sobrecogimiento han debido experimentar los ingleses que llegaron a la isla en 1625, gracias al timón del capitán Henry Powell. Dos años después, 80 colonos se instalaban en la isla para siempre. Los mismos que constituyeron el sistema parlamentario en 1639, el tercero en orden de prelación en el mundo, después de Londres y las Bermudas. Quizás esta tempranísima asunción de un sistema civilizado explique los altos niveles educativos de los barbadenses: 98% de sus habitantes ha recibido instrucción, y el analfabetismo es prácticamente inexistente. El orden parlamentario británico ha sido ininterrumpido durante más de 350 años. La estabilidad es una de sus fortalezas.

Elegancia británica

No exagero si afirmo que Barbados es de las islas más aristocráticas del Caribe. Esto se expresa en la magnitud de las casas y el buen gusto de los hoteles. Las residencias que abren sus terrazas hacia la bahía de Sandy Lane le quitan la respiración a cualquiera. Entre ellas, la de los Mendoza de la Polar, construida con ladrillos compactados con restos de coral. Todas estas casas hermosísimas fueron, en su mayoría, levantadas en la década de los años 60, cuando Barbados dejaba de ser un secreto bien guardado. Entonces, se construyó un hotel legendario en el Caribe inglés: el Sandy Lane. Inexplicablemente fue derruido por sus nuevos propietarios irlandeses, y en su lugar prometen alzar uno de los mejores hoteles del mundo, con una inversión cercana a los 200 millones de dólares. En el mismo condado veranea el actor norteamericano Tom Selleck, un asiduo de la isla en mayor magnitud que el duque de York, el príncipe Andrés de la corona británica, que se ha bañado en sus playas en muchas oportunidades.

Al lado de los terrenos donde estará el nuevo Sandy Lane, enfrente de los 18 hoyos de golf, están dos hoteles preciosos: el Royal Pavillion y el Gliter Bay. De pocos pisos y extendidos sobre la playa, las tarifas oscilan entre 235 dólares por habitación doble y 1.770 dólares por una villa para seis personas. Los mismos dueños poseen el campo de golf Royal Westmoreland, concebido por la autoridad de Robert Trent Jones Jr. e inaugurado en 1994. Dicen los expertos que el arquitecto se inspiró en la meca del golf: el campo de Saint. Andrews, en Escocia, espacio donde nació este deporte que ya cuenta en su haber con más de 500 años de práctica.

Hoteles de menor categoría abundan, pero no por ser más económicos son desdeñables. En verdad, la atención de los barbadenses es esmerada. De hecho, el turismo desplazó al cultivo de la caña de azúcar del primer lugar en la pirámide de la economía. Esta lo fue durante todos los años de la colonia; prueba de ello son las casas de las viejas plantaciones, que hoy en día pueden visitarse.

El Festival de la Cosecha

El carnaval de Barbados no ocurre cuando ocurre el carnaval. Los barbadenses lo celebran, siguiendo la pauta de una secular tradición, cuando adviene el fin de la cosecha. Los últimos días de julio y los tres primeros de agosto, todos los años, tiene lugar la fiesta que llaman Crop Over. La celebración tiene varios matices: una noche acaece un maratónico concurso de calipso, en el que los intérpretes cantan dos veces, y la función comienza a las ocho de la noche y puede terminar a las tres o cuatro de la madrugada. Los jueces se toman su tiempo, y finalmente emiten su veredicto. El ganador se lleva un carro y el aprecio fervoroso de su pueblo. El calipso, por naturaleza, en sus letras recoge tanto el hecho social como el político. Especialmente este último entusiasma a sus cantantes. Las letras pueden ser abiertamente críticas, aunque a veces olvidan el tema exterior y se adentran por senderos eróticos.

En verdad, la sexualidad está más presente dos noches después, cuando los mejores intérpretes de música caribeña se dan cita en el mismo Estadium Nacional donde ocurre la fiesta. Entre todos destaca uno llamado John King: un verdadero innovador del género, que se aparta del tono estridente y toca regiones más cercanas al corazón. Algunas de sus canciones son conmovedoras, íntimas, sentimentales. Salvo King, a todos los demás los llama exclusivamente la picardía sexual. Lo que puede verse en el Estadium es notable. El baile de moda es francamente erótico; intento describirlo: la mujer, naturalmente dotada con unos prominentes glúteos, los levanta hasta más no poder, buscando rozar con sus movimientos el lugar del centro masculino. Se parece al baile del perrito del merengue, pero no le hace concesiones a la gracia: es abierta y definitivamente sexual. Ver a multitudes de parejas bailando en la posición del coito de los canes puede llegar a ser insólito, sobre todo si las mujeres se apoyan con las manos en las rejas para mover mejor sus partes traseras.

Si el turista busca experiencias multitudinarias catárticas, es muy probable que las encuentre en las noches de Bridgetown. A la puesta en escena se suma un detalle altamente erótico: llueve y no llueve. El baile y la música ocurren cuando escampa, y los pasos se dan sobre una grama mojada que ya es lodo, y las franelas se mojan dejando al descubierto lo que seco se oculta.

La pasión musical y dancística continúa expresándose luego con las comparsas del carnaval. Casi 30 desfilan frente a un jurado, y no sólo están compuestas por gente del patio. De hecho, todos los años un contingente de peluqueros puertorriqueños se anima a disfrazarse de Batman y salir de su cueva a expresar su alegría. Los vi servirse el vino desde unas botas taurinas hasta unas copas de champañas con una delicadeza que no había visto antes.

Sunbury y el Jardín Botánico

Una de las casonas que puede visitarse es la de Sunbury Plantation House. Con 300 años a cuestas y la supervivencia a varios huracanes y un incendio, la mansión aún conserva sus muebles de caoba, sus camas con techo y mosquitero, un largo comedor con espejos y mucho del clima de distinción que trajeron los ingleses al Caribe. A su alrededor los tablones de caña de azúcar prosperan año tras año.

Prueba de la fertilidad barbadense es el Jardín Botánico, que se encuentra en una de las montañas de la isla. Digno de visitarse el muestrario de plantas tropicales, recuerda la variedad asombrosa de palmas que contiene el Jardín Botánico de Caracas. Bien vale un paseo vespertino, cuando el calor amaina y el sol deja ver a lo lejos las playas atlánticas. Allí constaté la nobleza de la flor de cayena y la textura imprevisible del bastón del emperador. Los helechos me devolvieron a mi infancia, cuando mi madre se esmeraba en regarlos y celebraba sus ramas felices.

La cueva de Harrison

Especialmente recomendada para los niños, la cueva de Harrison ofrece una experiencia que se debate entre la espeleología y las atracciones de Disney World. Por entre la caverna se adentra un trencito en el que vamos sentados con un casco en la cabeza. La visión de las estalactitas es hermosa y la aventura puede ser un abrebocas de expediciones más profundas. No está mal, las visiones que ofrece son hermosas, pero la intervención del hombre en estos espacios cavernosos luce exagerada. De hecho, la iluminación, lejos de ser con antorchas o linternas, es con focos de alta intensidad y de distintos colores. Pero, si para los adultos puede resultar levemente chocante la incursión, para los niños es un prodigio. Para ellos, y los adultos como lazarillos, vale la pena.

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