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VENCEDORES Y VENCIDOS EXILIO Y DICTADURA, SETENTA AÑOS DESPUÉS Actas del Congreso celebrado en Huesca del 19 al 22 de octubre de 2009 Julián Casanova (coordinador)
iNsTiTuTo DE ESTUDIOS ALTOARIGONESES
Vencedores y vencidos: exilio y dictadura, setenta años después: actas del congreso celebrado en Huesca del 19 al 22 de octubre de 2009 / Julián Casanova (coord.). — Huesca: Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2010. — 158 p.; 19 cm DL HU-389-2010. — ISBN 978-84-8127-223-9 Franquismo — Congresos y Asambleas España — Historia — 1939-1975 — Congresos y Asambleas Casanova, Julián 329.18(460)(063) 946.0"1939-1975"(063)
Organizadores y patrocinadores del Congreso Instituto de Estudios Altoaragoneses Diputación de Huesca Amarga Memoria Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón
O Los autores De la presente edición, Instituto de Estudios Altoaragoneses P edición, 2010 Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Diseño y preimpresión: Nodográfico Imprime: Gráficas Alós. Huesca ISBN: 978-84-8127-223-9 DL HU-389-2010
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
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FRANCO: EL GRAN MANIPULADOR Paul Preston
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LA DICTADURA QUE DURÓ CUARENTA AÑOS Julián Casanova
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LAS MARCAS DE LA DERROTA: EL EXILIO DEL GENERAL ROJO José Andrés Rojo
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ESPAÑA EN BLANCO Y NEGRO. ¿HUBO ALGUNA VEZ UN CINE FRANQUISTA? Agustín Sánchez Vidal
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MORFOLOGÍA DE LA ANGUSTIA: EN TORNO AL EXILIO Jordi Gracia
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INTRODUCCIÓN
España vivió a partir de abril de 1939 la paz de Franco, las consecuencias de la Guerra Civil y de quienes la causaron. Atrás había quedado una guerra de casi mil días, que dejó cicatrices duraderas en la sociedad española. España quedó dividida entre vencedores y vencidos. A la Guerra Civil española le siguió una larga paz incivil. La destrucción del vencido se convirtió en prioridad absoluta y su examen minucioso ha dejado notables y cuantiosos estudios en los últimos años. La muerte se apoderó del escenario con total impunidad, la misma impunidad que había guiado la masacre emprendida por los militares sublevados desde julio de 1936. Comenzó así un nuevo periodo de ejecuciones masivas y de cárcel y tortura para miles de hombres y mujeres. No menos de 50000 personas fueron ejecutadas en los diez años que siguieron al final de la guerra, el 1 de abril de 1939. Convendría añadir, además, cientos de casos de muertes violentas debidas a asesinatos arbitrarios, no registrados por orden militar, especialmente en la primavera de 1939, y los miles de fallecidos en las cárceles y campos de concentración, donde se amontonaban en esos meses medio millón de presos. Excluidos durante mucho tiempo de la historia que se enseñaba e investigaba en las universidades, los relatos sobre los vencidos, y sobre la violencia que los militares rebeldes primero y la Dictadura después descargaron sobre ellos, se han Índice
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Introducción
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hecho un importante hueco en las librerías, en los medios de comunicación e incluso en los debates políticos. La intención de algunos de los que empezamos esos análisis era revisar la historiografía franquista, ampliar el foco de estudio e introducir la historia social desde abajo en la Guerra Civil y en la posguerra. Pocos podrán dudar de los importantes logros conseguidos. El territorio del historiador se ha ensanchado, pero al mismo tiempo se ha visto sometido a una invasión de información y opinión difícil de controlar, alejada de la construcción teórica y metodológica que debe guiar nuestra interpretación de las fuentes y de los hechos históricos. Las mentiras y distorsiones, las memorias de vencedores y vencidos, han coexistido en los últimos años con avances sustanciales en el conocimiento histórico. El congreso celebrado en Huesca en octubre de 2009, titulado "Vencedores y vencidos: exilio y dictadura, setenta años después", se propuso transmitir algunas de las mejores investigaciones sobre la historia y la memoria de la dictadura de Franco, su legado en la literatura y en el cine. Lo que se publica ahora son las aportaciones que entonces hicieron los ponentes invitados. Aquel congreso y esta publicación deben mucho al estímulo y apoyo que las propuestas de revisión rigurosa de nuestro pasado siempre encuentran en la Diputación Provincial de Huesca y en el Instituto de Estudios Altoaragoneses. Zaragoza, octubre de 2010
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FRANCO: EL GRAN MANIPULADOR Paul Preston
Una buena pista para descifrar el enigma que fue Franco se encuentra en las contradicciones entre el mito que él mismo y sus propagandistas crearon a lo largo de su vida y la realidad que subyacía al mito; o, directamente, en sus discursos y artículos. Por medio de las entrevistas públicas concedidas a periodistas o de las entrevistas privadas con sus hagiógrafos, Franco procuraba reescribir y, por supuesto, embellecer constantemente su propia biografía. A veces lo hacía por medio de los uniformes que se ponía. Sus actos eran síntomas de su ambición. En cuanto pudo empezar a influir en la percepción que la gente tenía de él, Franco adoptó la imagen desmesurada de sí mismo que construía su propia propaganda. Su afición a compararse con los grandes héroes guerreros y los forjadores del Imperio que ha dado la historia de España, sobre todo el Cid, Carlos V o Felipe II, se convirtió en un hábito solo en parte derivado de leer su propia prensa aduladora o de escuchar los discursos de sus partidarios más entusiastas. Se puede deducir que Franco disfrutaba con las disparatadas exageraciones de sus panegiristas al leer los discursos de su íntimo amigo y primer jefe de propaganda, el general José Millán Astray. Sin el beneplácito del mismo Franco, cuesta Índice
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Franco: el gran manipulador
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pensar que Millán Astray hubiera dicho del Caudillo que "Franco es enviado de Dios como Conductor para liberación y engrandecimiento de España", que "es el primer estratega de este siglo", o que repitiese hasta la saciedad que "jamás se equivoca".1 A lo largo de toda su vida, Franco se dedicó a reescribir periódicamente su propia historia. A veces la reescribía él mismo, pero con más frecuencia se valía para ello de las "confidencias" que hacía, directa o indirectamente, a sus hagiógrafos. A menudo, la única base posible para lo escrito era el testimonio del único testigo, el mismo Franco. En los casos, por ejemplo, de sus amigos José Millán Astray o Joaquín Arrarás, cabe deducir que las confidencias fueron directas. Unos buenos ejemplos serían los siguientes episodios referidos por Franco a Arrarás, de los que no había otros testigos. El primero se refiere al avance en mayo de 1912 de unas fuerzas regulares, entre ellas una sección dirigida por Franco. Supuestamente el coronel Berenguer, observando con prismáticos la marcha de las tropas, comentó: "¡Qué bien avanza aquella sección!", y uno de los suyos le dijo: "Es la de Franquito". Luego, durante una acción en octubre de 1914 en lzarduy, según Arrarás, "en opinión de don Dámaso Berenguer, se reveló el temperamento militar de Franco [al mando de su sección de Regulares], al conquistar, con una pericia que acreditaba su vocación de guerrero y con un brío que era reflejo de su valor, unas alturas que el enemigo defendía con acérrimo empeño". Como ha señalado el coronel Blanco Escolá, en mayo de 1914 Franco no estaba destinado a los Regulares ni
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José Millán Astray, Franco, el Caudillo, Salamanca, M. Quero y Simón, 1939, pp. 42-43.
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tenía como jefe al coronel Berenguer, y en octubre no estaba al mando de una sección.2 La otra anécdota no está ubicada ni en el tiempo ni en la geografía: "Un día, hallándose en un parapeto, coge un termo para beber del café. Una bala disparada con precisión diabólica le arranca el tapón de entre los dedos. El capitán no se inmuta: bebe el contenido y, mirando al campo enemigo, exclama: `iA ver si apuntáis mejor!".3 En el caso de quien posiblemente fue el panegirista más exagerado de todos, Luis de Galinsoga, las confidencias llegaron a sus oídos a través del primo y secretario de Franco, Pacón (Francisco Franco Salgado-Araujo). Pacón recordaba años después: "Como si fuese una zarzuela, Luis puso la música y yo la letra, que fue la verdadera vida del Caudillo, que conozco tan bien por haber estado siempre a su lado".4 Dado el control férreo que se ejercía sobre los medios de comunicación y el mundo editorial, es evidente que tanta adulación del Caudillo no habría sido posible sin el visto bueno del interesado. A la luz de todo esto resulta más notable el hecho de que, cuando algunos de sus allegados, como el mismo Francisco Franco Salgado-Araujo o su cuñado, Ramón Serrano Suñer, le recordaban, el retrato íntimo era menos heroico y más goyesco, más siniestro, más mezquino, más mediocre. El mejor ejemplo de la reinvención de su vida llevada a cabo por el propio Franco se encuentra en su obra Raza: 2
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Joaquín Arrarás, Franco, Valladolid, Librería Santarén, 1939, 7.a ed., pp. 25, 28; Carlos Blanco Escolá, La incompetencia militar de Franco, Madrid, Alianza, 2000, pp. 87-88. Joaquín Arrarás, Franco, obra citada, p. 29. Francisco Franco Salgado-Araujo, Mi vida junto a Franco, Barcelona, Planeta, 1977, p. 345.
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anecdotario para el guión de una película. Dictada durante los últimos meses de 1940 y los primeros de 1941, Raza era un intento inequívocamente autobiográfico de reconstruir su linaje y su infancia. En el guión, y en la película posterior, la figura del padre del protagonista, un oficial naval muerto heroicamente en la guerra de Cuba, le sirvió para sustituir a su verdadero padre y construir una trama central de romanticismo desenfrenado, capaz de plasmar sus fantasías y reparar las frustraciones de su vida.5 Raza no fue más que la manifestación más extrema y caprichosa de los incansables esfuerzos de Franco por crear un pasado perfecto. La elección del seudónimo bajo el que se publicó, Jaime de Andrade, un antiguo y noble apellido con el que estaba lejanamente emparentado por parte de ambos progenitores, constituye una manifestación reveladora tanto de las aspiraciones sociales como de la tendencia ególatra de Franco. En Raza, tiñe de romanticismo su parentesco, su niñez y sus orígenes a través del héroe, José Churruca. De hecho, en la cima del poder, Franco escribió un libro en el que fabricaba un pasado digno del Caudillo providencial. Sus triunfos no habían podido borrar su propio pasado, con todos los sinsabores que él atribuía a su padre. La lógica interna del libro y lo que explica el título es que el protagonista (José Churruca / Franco) y su familia encarnan la esencia de todo lo que hay de valioso en la raza española, y por tanto son capaces de liberar a España de los venenos extranjeros del liberalismo, la francmasonería, el socialismo y el comunismo. Hay un paralelismo entre la invención por
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Jaime de Andrade (Francisco Franco Bahamonde), Raza: anecdotario para el guión de una película, Madrid, Numancia, 1942.
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parte de Franco de su propia vida y su remodelación dictatorial de la vida de España entre 1936 y 1975. En el libro creó a la familia y al padre ideales que él no había tenido, mientras que en el poder gobernó España como si él fuera el padre autoritario de una familia estrechamente unida. Poco después de terminar el libro, se pusieron los recursos del Estado a disposición del director José Luis Sáenz de Heredia para llevarlo a la gran pantalla. La primera vez que la vio, Franco, siempre de lágrima fácil, lloró profusamente, como un niño; a lo largo de los siguientes treinta y tres años la vería con una frecuencia casi semanal. En 1950 la película se estrenó de nuevo con el título cambiado por el de Espíritu de una raza y con un nuevo doblaje de los diálogos para eliminar el tono fascista del original. No se sabe cuál de las dos versiones gustaba más a su autor.6 Tanto como Raza, Marruecos: diario de una bandera, el diario de guerra publicado por Franco en 1922, aporta elementos inestimables que permiten conocer mejor su psicología. En él cuenta una anécdota claramente inventada: "Es un legionario de edad madura y aspecto de hombre cansado el que cruza la calle, lleva la cabeza alta como los legionarios pero su paso es algo perezoso, la plata de los años blanquea sobre sus sienes y salpica su barba descuidada: al pasar ante un oficial del ejército, levanta el brazo para saludarle, el oficial se detiene, se miran unos segundos y se abrazan llorando"! Fue un ensayo de lo que 6 José María Gárate Córdoba, "Raza, un guión de cine", Revista de Historia Militar, 40 (1976), pp. 59-73; Román Gubern, Raza (un ensueño del general Franco), Madrid, Edic. 99, 1977, pp. 10-11, 124-125; Rogelio Baón, La cara humana de un Caudillo, Madrid, San Martín, 1975, p. 89. 7 Comandante Franco (Francisco Franco Bahamonde), Marruecos: diario de una bandera, Madrid, Pueyo, 1922, p. 21.
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culminaría en Raza. A la muerte de su padre de verdad, Franco se apoderó del cadáver e implícitamente reinventó la segunda parte de su vida —la parte posterior al abandono de su familia— al enterrarlo con una pompa militar poco apropiada para los bohemios años finales de don Nicolás Franco Salgado-Araujo. En el caso de Raza, no cabe duda de que el texto pasó por varias manos. Franco dictó el texto a Manuel Lozano Sevilla. Luego recibió la ayuda, como mínimo estilística, de dos periodistas, Manuel Aznar y Manuel Halcón. A continuación, el guión fue retocado por quien sería el director de la película, José Luis Sáenz de Heredia, y por Antonio Román.8 En cuanto a Diario de una bandera, corrían rumores de que no lo había escrito sino un periodista a sueldo. En su libro sobre el régimen de Franco, Stanley Payne apunta al "periodista catalán Juan Ferragut". No existía tal periodista. Juan Ferragut fue el invento del periodista y novelista andaluz Julián Fernández Piñero, cuyas historias, más tarde recogidas en el libro Memorias del legionario Juan Ferragut, tenían el mismo formato de diario, además de un estilo patriotero semejante, lo que bien pudo dar pie a los rumores.9 Es difícil saberlo con seguridad. Lo que sí es indudable es que en Raza, en Diario de una bandera, en sus otros textos firmados y en sus miles de páginas de discursos, así como en los fragmentos de sus memorias inacabadas y en incontables entrevistas de prensa, Franco adornaba constantemente el papel que había desempeñado y lo que había dicho en inci8 9
José María Gárate Córdoba, "Raza, un guión de cine", artículo citado, p. 61. Stanley G. Payne, The Franco Regime, 1936-1975, Madison, Wisconsin UP, 1987, p. 72; Julián Fernández Piñero, Memorias del legionario Juan Ferragut (novela), Madrid, Mundo Latino, s. f. [1922].
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dentes concretos. Se las arreglaba siempre para quedar de la mejor manera posible y suministraba la materia prima necesaria para garantizar que cualquier biografía se convirtiera en una hagiografía. La persistencia de tantas leyendas favorables da fe de hasta qué punto consiguió manipular a los medios de comunicación. La facilidad de Franco para crear leyendas ya empezaba a mostrarse durante los primeros años de sus servicios en África. El 24 de julio de 1916, hizo la solicitud para que se le concediera la Gran Cruz Laureada de San Fernando con motivo del combate librado apenas un mes antes, el 29 de junio, en El Biutz, en el que había resultado gravemente herido. Para que su solicitud llegara a buen término, él tendría que haber continuado luchando, después de que su unidad quedara reducida a la mitad por el número de bajas y, a pesar de sus heridas, haber seguido ejerciendo el mando hasta que aquella hubiera alcanzado el objetivo que le había sido encomendado. Esto era sencillamente imposible, porque Franco se contaba entre los primeros heridos y lo habían retirado casi enseguida del campo de batalla. En el juicio, el médico que le curó aseguró que Franco había sido el primero en llegar al puesto de socorro, y otro testigo declaró que las bajas sufridas por la compañía se habían producido después de retirarse Franco. Uno de los testigos juró que sabía "que Franco asistió al combate y que fue herido, ignorando que realizase acto alguno digno de estar comprendido en la Orden de San Fernando". Cuatro oficiales más manifestaron que "el capitán Franco no hizo más que auxiliar el avance de la caballería, sin ninguna cosa de particular en su actuación". Dadas las contradicciones entre su propia versión del incidente y las de otros testigos, su Índice
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solicitud fue desestimada y a él se le recompensó con la Cruz de primera clase de María Cristina. Después de dirigir una queja al propio rey Alfonso XIII, fue ascendido a comandante de Infantería por méritos de guerra el 28 de febrero de 1917, en sustitución de la Cruz de María Cristina, que le había parecido insuficiente recompensa.1° El no haber conseguido la Laureada era algo que le preocupaba y le causaba recelo." La parte pública del proceso comenzó tan pronto como sus aventuras en África empezaron a llamar la atención de la prensa. El joven comandante descubrió enseguida que poseía un talento para la manipulación que puso en práctica con los pe-
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riodistas. Logró convertirse en figura nacional por su papel como jefe de las operaciones de la Legión tras la derrota de Annual, en julio de 1921. La prensa gallega pronto elogió "la sangre fría, la audacia y el desdén por la vida" de "nuestro querido Paco Franco", después de un incidente en el que este liberó un blocao sitiado con la única ayuda de doce voluntarios. A la prensa le encantó saber que, a la mañana siguiente, Franco y sus doce voluntarios habían regresado llevando "como trofeos las cabezas ensangrentadas de doce harqueños". Franco iniciaba de esa forma una trayectoria dedicada a labrar su imagen pública, algo muy revelador del alcance de su ambición. La prensa empezó a interesarse por él. En las entrevistas, en los discursos que pronunciaba en banquetes celebrados en su honor y en los textos 10 Francisco Franco Bahamonde, Hoja de servicios del Caudillo de España, Excmo. Sr. Don Francisco Franco Bahamonde y su genealogía, edición de Esteban Carvallo de Cora, Madrid, Editora Nacional, 1967, pp. 37-38, 93-97; Joaquín Arrarás, Franco, obra citada, pp. 31-32; Carlos Blanco Escolá, La incompetencia militar de Franco, obra citada, pp. 95-103. 11 Pedro Sainz Rodríguez, Testimonio y recuerdos, Barcelona, Planeta, 1978, p. 324.
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que publicaba, empezó a transmitir de forma consciente la imagen del héroe abnegado." Poco después de recibir de Millán Astray el mando de la Legión, el comandante Franco recibió un telegrama de felicitación del alcalde de Ferrol. En medio del fragor de la batalla tuvo tiempo de enviar una respuesta aparentemente humilde: "La Legión se honra con su felicitación. Yo solo cumplo con mi deber de soldado".'3 Era una frase típica de la imagen que Franco tenía de sí mismo en aquella época, la del oficial valiente pero modesto, al que solo le interesaba encargarse de sus obligaciones. Él creía de forma implícita en esa imagen e hizo notables esfuerzos por proyectarla públicamente. Al salir de una audiencia con el Rey a principios de 1922, dijo a los periodistas que este le había abrazado y felicitado por su éxito al mando del Tercio en ausencia de Millán Astray: "Lo que se ha dicho de mí ha sido algo exagerado. Yo solo cumplí con mi deber. Los soldados son unos verdaderos valientes. Con ellos puede irse a cualquier parte".'4 Lo cierto es que ni en la guerra de África ni en la Guerra Civil española mostraba consideración hacia los soldados rasos que tenía bajo su mando. Sin embargo, sería un error pensar que, cuando Franco hablaba así, solo daba muestras de su cinismo. No hay duda de que el joven comandante se veía a sí mismo, sinceramente, como la figura propia de Bea u Geste que mostraba su diario. No obstante, su conducta durante las entrevistas periodísticas indica que era consciente del valor de una presencia pública en la deseada transición de héroe a 12 El Correo Gallego, 20 de abril de 1922. 13 El Correo Gallego, 19 de octubre de 1921. 14 El Carbayón, 23 de febrero de 1922.
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general. Es imposible decir si Diario de una bandera nació de una colaboración entre el joven héroe del Rif con el autor de las memorias de Juan Ferragut, pero el hecho de que a finales de 1922 publicara el libro y regalara ejemplares de él demuestra lo consciente que era del valor de la imagen. No hay duda de que Franco cultivaba activamente su imagen pública. Las informaciones sobre sus hazañas en la prensa contribuyeron a convertirlo en héroe nacional, "el as de la Legión". Un buen ejemplo es el perfil, enormemente halagador y elocuente, que ofrecía de él una entrevista concedida al legionario de ficción Juan Ferragut, ya convertido en novelista y periodista, aunque cabe suponer que detrás del seudónimo se hallara 18
Julián Fernández Piñero. El esmero con que el periodista enaltece la imagen de su entrevistado podría tomarse como indicio de una relación entre los dos, aunque el periodista recalca que es la primera vez que se ven en persona. La entrevista constituye un retrato de Franco en un momento en que, con el matrimonio a la vuelta de la esquina, el heroísmo empezaba a dejar paso a una ambición más calculada. En el perfil de Ferraguttodavía se puede oír la voz del hombre deseoso de acción, una voz que pronto desaparecería del repertorio de Franco. Sin embargo, el patriotismo y el heroísmo románticos y estereotipados de muchas de sus frases indican que el personaje del intrépido héroe del Rif no era totalmente natural ni espontáneo. Hay un elemento de afectación en las respuestas de Franco que evidencia el empeño consciente en construir una imagen pública de patriota abnegado: "—pero si yo no he hecho nada! —exclama como asombrado—. Los peligros son menores de lo que cree la gente. Todo se reduce a aguantar un poco. Índice
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—¿Cuál ha sido el día que más emoción le ha causado en esta campaña? —Yo recuerdo siempre el día de Casabona, tal vez el más duro de esta guerra... Aquel día fue el que vimos lo que era la Legión... Los moros apretaron de firme y llegamos a combatir veinte pasos. Íbamos una compañía y media y nos hicieron cien bajas... Caían a puñados los hombres, casi todos heridos en la cabeza y en el vientre, y ni un solo momento flaqueó la fuerza... Los mismos heridos, arrastrándose, ensangrentados, gritaban: `iViva la Legión!'... Viéndoles tan hombres, tan bravos, yo sentía que la emoción me ahogaba... Ese ha sido el día mejor para mí de esta guerra... No sé... El valor y el miedo no se sabe lo que son... En el militar, todo eso se resume en otra cosa: concepto del deber, patriotismo".'5 En el verano de 1923 Franco ascendió a teniente coronel para hacerse cargo del mando de la Legión. El 10 de junio La Voz de Asturias dedicaba toda una primera plana a su ascenso y sus triunfos. En ella aparecía una larga entrevista en la que se proponía mostrarse como la personificación del ideal público de joven héroe, vistoso, galante y, sobre todo, humilde. Expresaba una sorpresa muy teatral ante la atención que atraía. "Ahí —interrumpe prontamente, adivinando sin duda el elogio que brotaba en nuestros labios—, ahí hice lo mismo que todos los legionarios hicieron; luchamos con entusiasmo, con deseos de vencer, y vencimos... Sí, es verdad que mis muchachos me quieren mucho... ¿Planes?... Los acontecimientos serán los que manden; repito que yo soy un simple soldado que obedece... 15 Nuevo Mundo, 26 de enero de 1923.
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Al llamamiento que la Patria nos haga, nosotros solo tenemos una rápida y concisa contestación: 'presente!".'6 Esta abnegación está en plena contradicción con un comentario hecho por Pedro Sainz Rodríguez, que había trabado amistad con Franco cuando los dos se encontraron en Oviedo y que, años después, sería ministro suyo: "Toda su vida se la pasó preocupado por su carrerita. A don Alfonso XIII le estaba constantemente hablando de sus acciones, de sus méritos, de su expediente en África y le cansaba con sus recomendaciones"." El ascenso de Franco a general de Brigada, el 3 de febrero de 1926, a la edad de 33 años y dos meses, sirvió de base al mito de que era el general más joven de Europa desde Napoleón. De hecho, había generales más jóvenes que él tanto en el Ejército español como en los de otras naciones durante la Primera Guerra Mundia1.18 Ya designado general, dejó de ser centro de tanta atención periodística. No obstante, su nombramiento como director de la Academia General Militar de Zaragoza, en 1928, le transformó en una figura pública de bastante relieve. A finales de mayo de ese año la revista Estampa, antecesora de ¡Hola!, entrevistó a Carmen Polo y a su marido. A la pregunta de si estaba satisfecho de ser lo que era, Franco contestó, en tono sentencioso: "Estoy satisfecho de servir a mi patria al máximo". Cuando le preguntaron cuáles habían sido los tres mejores momentos de su vida, respondió: "El día que desembarcó 16 La Voz de Asturias, 10 de junio de 1923. 17 Julián Lago, Las contramemorias de Franco, Barcelona, Zeta, 1976, p. 145. 18 Alberto Reig Tapia, Franco: el César superlativo, Madrid, Tecnos, 2005, pp. 371372; Alberto Reig Tapia, "Historia y memoria del franquismo", en José Luis de la Granja, Alberto Reig Tapia y Ricardo Miralles (eds.), Tuñón de Lara y la historiografía española, Madrid, Siglo XXI, 1999, p. 196.
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el Ejército español en Alhucemas, el instante de leer que Ramón había llegado a Pernambuco y la semana que nos casamos". El hecho de que el nacimiento de su hija Carmen no figurase en la lista indica que estaba ansioso por proyectar una imagen de patriotismo libre de emociones poco viriles. Luego le pedían que revelara su mayor ambición, y él contestaba: "que España vuelva a ser todo lo grande que fue antaño". Cuando le preguntaban si era un hombre político, Franco replicaba con firmeza: "Soy militar", y declaraba que su deseo más ferviente era "pasar en todo momento desapercibido. Yo agradezco mucho ciertas manifestaciones, pero puede imaginarse lo molesto que resulta al cabo sentirse frecuentemente contemplado y comentado".'9 Esta supuesta modestia no encaja del todo con su afán de obtener distinciones. Con la llegada de la República, el uso de la prensa por parte de Franco se hizo mucho más defensivo. El 18 de abril de 1931 ABC publicó la noticia de que el nuevo Gobierno estaba a punto de nombrarle alto comisario de Marruecos, uno de los puestos más deseables del Ejército y ambicionado por el mismo Franco. Tres días después, él contestó con una carta cuyo texto le había preparado su cuñado, Ramón Serrano Suñer. En ella negaba que le hubieran hecho una oferta de ese tipo, para distanciarse del nuevo Gobierno republicano y para evitar posibles acusaciones de que se trataba de una recompensa por su implicación en el advenimiento de la República y una traición al Rey. Decía que "ni el Gobierno provisional ha podido pensar en ello, ni yo había de aceptar ningún puesto renunciable que 19 Estampa, 29 de mayo de 1928.
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pudiera por alguien interpretarse como complacencia mía anterior con el régimen recién instaurado o como consecuencia de haber podido tener la menor tibieza o reserva en el cumplimiento de mis deberes o en la lealtad que debía y guardé a quienes hasta ayer encarnaron la representación de la nación en el régimen monárquico".2° Así se distanciaba de figuras militares que sí se habían involucrado en la lucha contra la Monarquía, como el general Gonzalo Queipo de Llano, premiado con la capitanía general de la primera región militar, Madrid, y el general Eduardo López Ochoa, con la de la cuarta región, Barcelona. Franco dedicó menos tiempo a la construcción de su imagen entre 1931 y 1936, porque estaba demasiado ocupado sobreviviendo al ambiente hostil de 1931, porque en el periodo 22
de 1932 a 1935 desempeñó cargos de responsabilidad como comandante militar de las Baleares o jefe del Estado Mayor, y porque en 1936 se encontraba conspirando contra la República. Sin embargo, es interesante advertir cómo se preocupó de alimentar su leyenda a posteriori. Esto es algo que se puede ilustrar examinando su papel en la repetición de las elecciones que se celebraron en Cuenca a principios de mayo de 1936. En dicha población se había producido una falsificación de votos en las elecciones de febrero, y en la segunda convocatoria la lista de candidatos de la derecha incluía a José Antonio Primo de Rivera y al general Franco. El nombre del jefe de la Falange se había añadido con la esperanza de procurarle inmunidad parlamentaria, a fin de asegurar su salida de la cárcel, en la que se encontraba desde el 17 de marzo. Pero la inclusión de Franco en la lista fue, 20 ABC, 18 y 21 de abril de 1931.
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de hecho, consecuencia de una iniciativa propia. El 20 de abril, en una carta al secretario de la CEDA, Franco había expresado su deseo de presentarse a una de las elecciones que se iban a repetir, a poder ser por Cuenca. Ramón Serrano Suñer convenció a Gil Robles de que accediese a la petición del general. Cuando se publicó la lista corregida de los candidatos de la derecha, Gil Robles recibió la visita de Miguel Primo de Rivera, quien le informó de que su hermano se oponía firmemente a la lista y consideraba la inclusión de Franco un "craso error". José Antonio creía que probablemente el general sería un desastre en las Cortes, y amenazó con retirarse de la lista de Cuenca si no se suprimía el nombre de Franco. Varios dirigentes de la derecha, incluido Serrano Suñer, intentaron en vano persuadir al jefe de la Falange para que cesara de oponerse a Franco. Finalmente, Serrano se las arregló para convencer a su cuñado de que no se le daría bien el tira y afloja del debate parlamentario. El argumento de que se arriesgaba a sufrir una humillación pública había surtido efecto. Franco se retiró, consciente de la hostilidad del jefe falangista hacia su candidatura, y acontecimientos posteriores demostrarían que nunca lo olvidó ni le perdonó.2' La izquierda, y Prieto en particular, temían que Franco planeara utilizar su escaño parlamentario como base desde la que colaborar en la conjura militar.22 Y fue esta la interpretación adoptada por la propaganda franquista una vez que hubo estallado la 21 José María Gil Robles, No fue posible la paz, Barcelona, Ariel, 1968, pp. 563-567; Maximiano García Venero, El general Fanjul: Madrid en el Alzamiento nacional, Madrid, Cid, 1967, pp. 226-228; Ramón Serrano Suñer, Memorias: entre el silencio y la propaganda, la historia como fue, Barcelona, Planeta, 1977, pp. 56-58. 22 indalecio Prieto, Discursos fundamentales, Madrid, Turner, 1975, pp. 255-273, y Cartas a un escultor, Buenos Aires, Losada, 1961, pp. 92-110.
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Franco: el gran manipulador
Guerra Civil. Sin embargo, se plantean legítimas dudas respecto a si la solicitud de Franco de un escaño parlamentario se debía a la necesidad de trasladarse de las Canarias a la Península para desempeñar un papel clave en la conspiración o a motivos más egoístas. Gil Robles pensaba que los deseos de Franco de meterse en política evidenciaban sus dudas sobre el éxito de una sublevación militar. Todavía sin haberse decidido por la conspiración, deseaba asegurarse una posición a salvo en la vida civil desde la que aguardar los acontecimientos. El general Fanjul confió una opinión similar a Basilio Álvarez, que había sido
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diputado radical por Orense entre 1931 y 1933: "Quizá Franco quería protegerse de cualquier inconveniencia gubernamental o disciplinaria, por medio de la inmunidad parlamentaria".23 Ciertamente, las cinco versiones posteriores del episodio de Cuenca, difundidas por Franco directamente o por medio de su amigo y biógrafo Joaquín Arrarás, dejan claro que todo el incidente supuso una constante fuente de incomodidad para una persona tan celosa de su imagen. La primera apareció al cabo de un año en la primera biografía oficial, escrita por Arrarás. En esta versión de 1937 Franco aseguraba que no había pedido un escaño sino que, por el contrario, los partidos de la derecha le habían ofrecido un lugar en la lista de Cuenca porque era un hombre perseguido y con objeto de darle libertad "para organizar la defensa de España". Franco "rechazó públicamente" la oferta porque "no creía en la honestidad del proceso electoral ni esperaba nada del parlamento republicano".24 Esta versión total23 José María Gil Robles, No fue posible la paz, obra citada, pp. 563-564; Basilio Álvarez, España en crisol, Buenos Aires, Claridad, 1937, p. 69. 24 Joaquín Arrarás, Franco, obra citada, p. 231.
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mente falsa de los acontecimientos que rodearon las elecciones de Cuenca daba a entender que, si el sistema electoral hubiera sido justo, Franco habría sido candidato. Por consiguiente, en la segunda versión, de 1940, Arrarás eliminó esta fortuita proclamación de fe en la democracia y afirmó que Franco había retirado su candidatura debido a las "interpretaciones distorsionadas" a las que se prestaba.25 Una década después de los acontecimientos el propio Franco presentó una tercera versión, declarando en un discurso a las Juventudes Falangistas de Cuenca que su deseo de convertirse en diputado parlamentario había estado motivado "por el peligro de la Patria".26 A principios de los años sesenta, en su borrador de autobiografía, Franco expuso su cuarta versión. En ella pretendía eliminar cualquier alusión a que hubiera estado buscando una vía de escape. Escribiendo en tercera persona, aseveró en cambio que el general Franco "buscaba un medio de abandonar legalmente el Archipiélago y que le permitiese tomar más directamente contacto con las guarniciones para estar presente en aquellos lugares donde el Movimiento amenazaba con fracasar". Este relato constituye una escandalosa remodelación de la historia. En él Franco se atribuye el mérito de que José Antonio Primo de Rivera pudiera presentarse como candidato por la derecha, lo cual es simplemente falso. Con la misma inexactitud, el Caudillo declara que el general Fanjul se retiró de candidato para dejar sitio a Franco, dado que él había hecho lo propio por José 25 Joaquín Arrarás, Historia de la cruzada española, 8 vols., 36 tomos, Madrid, Ediciones Españolas, 1939-1943, II, p. 488. 26 Francisco Franco Bahamonde, Textos de doctrina política: palabras y escritos de 1945 a 1950, Madrid, Publicaciones Españolas, 1951, p. 109.
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Antonio. Franco inventa los motivos de la retirada de su candidatura con la afirmación vaga e inexacta de que, la mañana en que se iba a anunciar a los candidatos, "los afectados" telegrafiaron "al general Franco la imposibilidad de mantener su candidatura, después de haber sido quemado su nombre".27 Es perfectamente comprensible que Franco omitiera mencionar el incidente con el jefe de la Falange. Al fin y al cabo, después de 1937, el aparato de propaganda de los nacionales trabajaba frenéticamente para convertirle en el heredero de José Antonio a ojos de las masas falangistas. Asimismo, al escribir que su intención era poder supervisar los preparativos del golpe, Franco manifestaba subconscientemente su deseo de reducir la gloria póstuma de Mola como único director del pronunciamiento. En el quinto y más viable intento de remodelar el episodio de Cuenca, Arrarás escribió que Franco se retiró "porque prefiere atender a sus deberes militares, con lo cual cree servir mejor al interés nacional". La insinuación de cualquier roce entre Franco y José Antonio Primo de Rivera siguió siendo tabú.28 Pero esta remodelación de la historia se llevaría a cabo después de la Guerra Civil. Durante la misma, el sentido instintivo de Franco acerca de lo importante que era la presentación de los hechos volvió a serle útil. No hay duda de que su ascenso al poder en la zona nacional se basó en sus indiscutibles cualidades y triunfos militares, y en su astuto e implacable empeño en ser Generalísimo y posteriormente Caudillo. 27 Francisco Franco Bahamonde, "Apuntes" personales sobre la República y la guerra civil, Madrid, Fundación Francisco Franco, 1987, pp. 34-35. 28 Joaquín Arrarás, Historia de la segunda República española, 4 vols., Madrid, Editora Nacional, 1956-1968, IV, pp. 165-166.
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Para este último fin, su manipulación de la prensa mundial iba a tener una importancia fundamental. Por su gran reputación como uno de los oficiales mejor preparados y más competentes del Ejército español, su decisión de unirse al Alzamiento en Marruecos sirvió para levantar la moral de los rebeldes en todas partes. Asimismo, su contagiosa "fe ciega" en la victoria y su capacidad de inventiva ante las dificultades ayudaron a los rebeldes a superar los reveses de los primeros días. Franco destapó su ambición cuando, al morir Sanjurjo, dio por sentado que él pasaba a ser el jefe de la rebelión e informó de ello a alemanes e italianos.29 La primera gran aportación de Franco a la causa nacional fue su solución al problema de transportar el Ejército de África a la Península, después de que el amotinamiento de la flota dejara el estrecho en manos de la República. Franco propuso la revolucionaria idea de que el Ejército cruzara el estrecho por aire rompiendo el bloqueo marítimo. Pese a las enérgicas dudas de sus ayudantes, decidió enviar un convoy de tropas por mar desde Ceuta. Fue una de las pocas ocasiones en las que Franco, el planificador precavido y meticuloso, asumió un riesgo lleno de audacia. A los pocos días de llegar a Marruecos, Franco había creado una oficina de prensa y otra de relaciones diplomáticas. La prensa internacional y la prensa española "nacional" recibían comunicados en los que se le calificaba de "comandante
29 Ismael Saz Campos, Mussolini contra la II República: hostilidad, conspiraciones, intervención (1931-1936), Valencia, Institució Alfons el Magnánim, 1986, pp. 191-193; Francisco Franco Bahamonde, "Apuntes" personales sobre la República y la guerra civil, obra citada, p. 39; Ángel Viñas, Franco, Hitler y el estallido de la Guerra Civil: antecedentes y consecuencias, Madrid, Alianza, 2001, pp. 343-353.
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supremo de las Fuerzas Nacionales".30 El 25 de julio, Franco informó a los italianos de que cinco de las ocho regiones militares, junto con las Baleares, Canarias y el Marruecos español, estaban "en su poder" (in suo possesso).3' Fue un factor esencial a la hora de obtener el apoyo de las potencias del Eje. Franco también era consciente de la influencia que la prensa podía tener en la moral de sus enemigos republicanos. Esto quedó claro en la entrevista concedida al periodista norteamericano Jay Allen en Tetuán, el 27 de julio, en la que se le presentaba como "jefe de los facciosos españoles". Cuando Allen le preguntó: "Ya que el golpe de Estado ha fracasado, ¿cuánto tiempo va a continuar la masacre?", Franco contestó, tranquilamente: "No puede haber concesiones ni tregua. Yo 28
continuaré preparando el avance sobre Madrid, avanzaré y tomaré la capital... Salvaré España del marxismo al precio que sea". "Le pregunté si no se había llegado a un punto muerto. Me miró francamente sorprendido y dijo: 'No, ha habido obstáculos. La deserción de la flota fue un golpe, pero continuaré el avance. Pronto, muy pronto, mis tropas habrán pacificado el país, y todo esto (el general movió la mano señalando hacia España) pronto parecerá una pesadilla'... Mi pregunta: ¿eso significa que tendrá usted que fusilar a media España? El general Franco sacudió la cabeza y, sonriendo, dijo: 'Repito, cueste lo que cueste". Sin embargo, parece que poco después Franco cambió de idea al 30 Dez anos de política externa (1936-1947): a Napaó portuguesa e a Segunda Guerra Mundial, III, Lisboa, Imprensa Nacional, 1964, p. 156; The limes, 11 y 17 de agosto de 1936. 31 De Rossi to Ciano, I Documenti Diplomatici ltaliani, 8.' serie, vol. IV (10 de mayo — 31 de agosto de 1936), Roma, Istituto Poligrafico e Zecca dello Stato / Libreria dello Stato, 1993, pp. 690-691.
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darse cuenta de que asociarse directamente con la crueldad y brutalidad de sus columnas podría ser contraproducente de cara al resto del mundo. Así que poco después de la publicación de la entrevista en el diario londinense News Chronicle, un oficial de Franco le dijo al cónsul americano en Tánger que, en caso de que lo detuvieran, fusilarían a Jay Allen. Se rumoreaba que los rebeldes habían puesto precio a su cabeza. A finales de octubre de 1936 un corresponsal del News Chronicle, Dennis Weaver, cometió el error de pasar de la zona republicana a la nacional. Cuando se lo comunicaron a Franco en su cuartel general de Salamanca, este, pensando que se trataba de Allen, dio órdenes de que lo llevasen ante él de inmediato. Al verlo, dijo: "No, no es este. El que busco es más alto".32 Para Franco, la lucha por el poder en el futuro era tan importante como la posible victoria. Tanto él como Mola consideraban evidente que, para librar eficazmente la guerra, eran necesarios un solo mando militar global y algún tipo de aparato diplomático y político centralizado. Franco ya había formado un equipo dedicado a ese fin. Además, pronto iba a inclinar la balanza por completo al desviar sus columnas africanas hacia Toledo para liberar el Alcázar sitiado, pese a las repercusiones militares de permitir que Madrid organizara su defensa. Para él era más importante alimentar su posición política mediante una victoria emocional y un gran golpe propagandístico que una rápida derrota de la República. Si Franco hubiera avanzado sobre Madrid inmediatamente, no le habría dado tiempo a consolidar su posición política de manera irrevocable. A petición suya, el 32 Nota sin fecha de Allen a Carlos Baker (archivo de Jay Allen).
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21 de septiembre se celebró, cerca de Salamanca, una reunión de la Junta de Defensa Nacional junto con otros generales nacionales, para resolver la cuestión del mando único. Escogieron a Franco convencidos, en aquel momento, de que con ello se limitaban a garantizar la unidad de mando necesaria para la victoria y la ponían provisionalmente en sus manos. El general dio un paso más con el golpe propagandístico que supuso la liberación del Alcázar el 27 de septiembre. Dos días después recrearon la operación para la prensa y los noticiarios de todo el mundo, cuya presencia se había prohibido el día de la acción real. Cuando le designaron "Jefe del Estado", el título completo, "Jefe de Gobierno del Estado Español", y la puntualización 30
"mientras dure la guerra" desaparecieron de los comunicados de prensa. La realidad la fabricaba el poder de la prensa más que el acuerdo entre los generales. Se utilizaron los medios de comunicación para ensalzar la figura del Caudillo. Su primer jefe de prensa y propaganda fue el general José Millán Astray, que dirigía la oficina de prensa como si fuera un cuartel militar: obligaba a los periodistas a alinearse cuando tocaba el silbato y les soltaba arengas disparatadas como las que le habían hecho famoso en la Legión. Se hizo uso de la prensa y los carteles para forjar una aparente similitud entre Franco y el Cid. Colaboradores como Dionisio Ridruejo, Ernesto Giménez Caballero y Fermín Yzurdiaga ayudaron a crear una iconografía que equiparaba la guerra contra la izquierda y las regiones con la reconquista de España contra los moros. Con sus guiones, se transmitía la imagen de un Caudillo invicto, enviado de Dios para luchar contra las fuerzas del mal. Esta imaginería se utilizó también con fines Índice
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nefandos, como la falsificación de lo que había ocurrido en realidad en Badajoz o Guernica. Sin embargo, sería absurdo suponer que Franco era todo imagen, sin nada de sustancia. Al asegurarse la ayuda del Eje, prácticamente garantizó su propio triunfo, pero su empeño también fue esencial para la victoria de los nacionales. Tenía la capacidad —la misma que posee un buen entrenador deportivo— de mantener en ebullición la moral de sus seguidores. La confianza de Franco en sí mismo quedaba aún más reforzada por su falta de imaginación y su convencimiento de que era un Cid contemporáneo que había salvado a su nación. Le encantaba la coreografía pseudomedieval que caracterizaba a muchas de las ceremonias públicas en las que participaba, de las cuales la más espectacular fue el desfile de la Victoria del 19 de mayo de 1939. La representación a todos los efectos de Franco como rey guerrero (rey-caudillo) le enardecía personalmente y, al mismo tiempo, era crucial para lo que pasaba por ideología en su dictadura. En cuadros y carteles, en las ceremonias de su régimen, se creó la impresión de que era omnipotente y capaz de verlo todo, mediante la difusión de una imagen de santo cruzado al que Dios había confiado una misión. Quizás el símbolo más emblemático de la proyección de Franco en ese sentido fuese el mural El enviado de Dios, de Reque Meruvia, pintado en los años cincuenta para la sala de la Guerra Civil del Archivo Histórico Militar de Madrid. Sin embargo, las reiteradas declaraciones en el mismo sentido por parte de importantes figuras de la Iglesia católica sin duda influyeron en él. El 1 de octubre de 1938 el arzobispo de Burgos le dijo: "En el momento en que la locura parecía empeñada en perder a España, Índice
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surgís por designio providencial para hacer la salvación de las almas". El 26 de agosto de 1943 el abad de Samos le llamó "Defensor de la Fe". El 8 de agosto de 1946 el abad mitrado de Santo Domingo de Silos declaraba que "Franco es el hombre providencial que no solamente ha salvado a España, sino que constituye el asidero de la garantía moral de Europa".33 Las alabanzas de este tipo no provenían exclusivamente de la Iglesia. En un discurso pronunciado el 18 de abril de 1944 en el monasterio de Guadalupe, donde se celebraba el octavo Congreso Nacional de la Sección Femenina de FET y de las JONS, Pilar Primo de Rivera describió a Franco como "nuestro Señor en la Tierra".34 Desde el punto de vista personal, tal vez el broche de oro 32
de toda la ceremonia del 19 de mayo de 1939 fue la concesión de la tan anhelada Cruz Laureada de San Fernando. De todas formas, Franco se la había autoconcedido ese mismo mes, aunque valiéndose del truco de abandonar la jefatura del Estado durante unas horas para que pudiera firmar el decreto el vicepresidente del Gobierno, el general Francisco Gómez-Jordana. El texto del Boletín Oficial del Estado comenzaba con estas palabras: "Ganada gloriosa y totalmente la guerra que la anti-España desencadenó en nuestra amada Patria", para pasar a ensalzar el papel en la victoria del Generalísimo, "iniciador y verdadero artífice de nuestro glorioso Movimiento, que, en aquellos angustiosos días en que el enemigo contaba con abrumadora superioridad de elementos y apoyos y dominaba en mar, tierra y aire, logró 33 Carlos Fernández Santander, Antología de 40 años (1936-1975), Sada (A Coruña), Ediciós do Castro, 1983, pp. 65, 136, 175. 34 Pilar Primo de Rivera, Discursos, circulares, escritos, Madrid, Sección Femenina de FET y de las JONS, s. f., p. 62.
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con su tenacidad y patriotismo iniciar la organización del nuevo Ejército, y, después, con singular pericia y audacia, transportar a la Península desde nuestra zona de Protectorado en Marruecos las fuerzas que, unidas a las que ansiosas esperaban, emprendieron las rutas victoriosas conducentes a la reconquista de gran parte de Andalucía y Extremadura, hasta lograr el enlace con los que denodadamente luchaban en el Norte. Y después, treinta y tres meses de guerra en que se derrochan arte y valor, no solo contra nuestros enemigos, sino contra gran parte del Mundo que los alienta y ayuda".35 Hasta el calendario se modificaba en aras del encumbramiento de Franco. El año 1939, antes llamado "tercer año triunfal" en su calendario, pasó a denominarse "año de la victoria" —evidentemente, de "su" victoria—. Las fiestas nacionales en España, aparte de las religiosas, eran celebraciones de la victoria de Franco: el 1.° de abril, Día de la Victoria; el 17 de abril, Día de la Unificación (para conmemorar la incorporación forzada de todos los partidos políticos en el Movimiento); el 1.° de octubre, Día del Caudillo. En las correspondientes celebraciones, Franco, ataviado siempre con algún uniforme fastuoso, sería el protagonista central o, en sus raras ausencias, el símbolo central. A través primero del Noticiario Español y luego del nodo (Noticiarios y Documentales), estas ceremonias se transmitían a todos los rincones del país.36 35 Francisco Franco Bahamonde, Hoja de servicios, obra citada, pp. 123-124. 36 Rafael R[odríguez]. Tranche, "La imagen de Franco 'Caudillo' en la primera propaganda cinematográfica del Régimen", en Vicente Sánchez Biosca (coord.), Materiales para una iconografía de Francisco Franco, 2 vols., Madrid, Archivos de la Filmoteca: Revista de Estudios Históricos sobre la Imagen, 42-43 (octubre de 2002 — febrero de 2003), pp. 77-95.
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En la práctica personal, Franco también se resarcía de insatisfacciones de su pasado, como el no haber podido entrar en la carrera naval. El 1 de octubre de 1943, el Día del Caudillo, se presentó a un cóctel para el cuerpo diplomático vestido con el uniforme de almirante de la Flota. En octubre de 1947 recibía a un grupo de senadores y diputados del Congreso de los Estados Unidos con idéntico atuendo. En octubre de 1948 se celebró el Día de la Raza con una conmemoración de la fundación de la Armada de Castilla en la que Franco pasó revista a veintiocho buques de guerra en el estuario del río Odiel, en Huelva. Después, en el monasterio de La Rábida, al que está asociada la figura de Cristóbal Colón, se concedió a un visiblemente complacido Franco los distintivos de Gran Almirante de Castilla: anillo, espada, estandarte y los ejemplares de las Siete Partidas. Un año después, el 22 de octubre de 1949, Franco hizo una visita a Portugal, y se organizó la coreografía de su llegada de tal manera que mostrara su estatus de almirante: viajó por carretera a Vigo, donde subió al crucero Miguel de Cervantes, que puso rumbo a Lisboa en cabeza de una flotilla de once buques de guerra.37 El poder que le confería la jefatura del Estado le permitía darse caprichos de ese tipo. Al finalizar la Guerra Civil, Franco estaba investido de mayores poderes —al menos en teoría— que Felipe II. Y así como antes se había presentado como un cruzado medieval que iba a reconquistar España, como paso previo a la construcción de un gran Imperio mundial, ahora empezó a
37 Paul Preston, Franco: "Caudillo de España", Barcelona, Grijalbo, 2002, 2.' ed., pp. 546, 624, 634, 643.
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equipararse a un gran constructor de imperios como Carlos I o Felipe II. La única forma de conseguir este objetivo era subirse al carro de Hitler. Fue una suerte para Franco que el Führer no estuviera dispuesto a concederle el Imperio francés en el norte de África, reconstruir el Ejército español y emprender la reconstrucción económica del país. Los medios de comunicación del régimen recibieron la noticia del final de la guerra en Europa con las más enardecidas exageraciones acerca de la obra del "Caudillo de la Paz" y las supuestas sabiduría y firmeza con las que había obrado para regalar la tranquilidad a España cuando el resto del mundo padecía los horrores de la guerra. Según Arriba, el fin de la guerra era la "Victoria de Franco". La portada del ABC mostraba una foto del Caudillo cuyo pie decía: "Parece elegido por la benevolencia de Dios. Cuando todo eran turbiedades, él vio claro y sostuvo y defendió la neutralidad de España".38 Pero Franco había evitado las consecuencias de su coqueteo con Hitler gracias a una debilidad económica y militar que disminuía su atractivo como aliado. Sin embargo, él mismo no tuvo ningún reparo en mentir descaradamente sobre su propia actuación durante la Segunda Guerra Mundial. En junio de 1945, por ejemplo, en una entrevista con el enviado de la oficina londinense de la United Press, dijo: "Es cierto que cuando pareció que Alemania ganaba la guerra, algunos afiliados de la Falange trataron de identificar a España con Alemania e Italia, pero inmediatamente cesé a todas las personas de esa tendencia".39 Durante el resto de su vida alimentaría la ficción de su esfuerzo
38 Arriba y ABC, 8 de mayo de 1945. 39 The Times, 18 de junio de 1945.
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por mantener la neutralidad española. Al médico Ramón Soriano le aseguraba: "Yo nunca pensé entrar en la contienda mundial". A su amigo Max Borrell le contó que, en el encuentro de Hendaya, disfrutaba poniendo nervioso a Hitler. Y esto a pesar de las fotos y noticiarios que muestran que el que estaba nervioso en presencia del gran hombre era el propio Franco, por no hablar de las documentadas ofertas que le hizo a Hitler de que España luchara de su lado en la guerra.4°
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De hecho, la derrota de Hitler en 1945 significó el final de lo que, hasta ese momento, había sido una cadena casi ininterrumpida de triunfos para Franco. Pero él siempre fue, ante todo, un pragmático. No tenía ninguna visión ideológica de largo alcance que le limitara en sus decisiones, a diferencia de lo que ocurría con Hitler y Mussolini. No consideró necesario morir en las ruinas del búnker. Franco decidió aguantar la hostilidad de los aliados y lo hizo con un grado de astucia e intuición que no admite dudas sobre su extraordinaria inteligencia política. No solía perder oportunidad de recordar a los españoles los esfuerzos que le costaba trabajar a su servicio, aunque sus sacrificios no eran tantos como él decía. En marzo de 1946 Franco presidió la apertura de nuevas salas de exposiciones en el Museo del Ejército. Todo el acto fue una glorificación de la causa de los nacionales durante la Guerra Civil, un recordatorio a sus partidarios de que la mejor defensa contra el regreso de las revanchistas izquierdas era la unidad. Al referirse a la hostilidad internacional, aseguró: "Jamás se nos 40 Ramón Soriano, La mano izquierda de Franco, Barcelona, Planeta, 1981, p. 159; entrevista con Max Borrell, en María Mérida, Testigos de Franco: retablo íntimo de una dictadura, Barcelona, Plaza y Janés, 1977, p. 225.
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habló de otra cosa que de sacrificios e incomodidades, de austeridad y largas vigilias, de servicios y de centinelas. Pero en este servicio, a vosotros os corresponde alguna vez el descanso, y a mí, no; yo soy el centinela que nunca es relevado, el que recibe los telegramas ingratos y dicta las soluciones; el que vigila mientras los demás duermen". En previsión de que alguien pudiera pensar que le movía el ansia de poder, hizo hincapié en resaltar el coste personal de su desinteresada dedicación. Omitiendo tener en cuenta sus jornadas de caza y pesca, su golf y las largas vacaciones que se tomaba, dijo al auditorio de veteranos militares que, a diferencia de él, ellos podían olvidar sus cuidados y preocupaciones. "Yo, como Jefe del Estado, veo limitadas mis intimidades y mis recreos: toda mi vida es trabajo y meditación". La glorificación de sí mismo con un toque autocompasivo era algo típico de é1.4' La imagen del incansable Caudillo vigilante, "el jefe del Estado, caudillo victorioso de nuestra guerra y de nuestra paz, reconstrucción y trabajo, se consagra a la tarea de regir y gobernar a nuestro pueblo", se emitía constantemente a través del nodo.42 Durante la llamada noche negra del franquismo, su círculo inmediato de colaboradores temió que llegara el fin de su poder, pero Franco decidió que lo mejor que podía hacer frente a las grandes potencias era reescribir la historia de su papel en la Segunda Guerra Mundial, y, frente a los españoles, reescribir la realidad de lo que ocurría en el exterior. Después de pasar casi diez años expuesto a la adulación diaria, era incapaz de ver las 41 Arriba y ABC, 8 de marzo de 1946. 42 Rafael Ríodríguez]. Tranche, "La imagen de Franco 'Caudillo' en la primera propaganda cinematográfica del Régimen", artículo citado, pp. 92-93.
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contradicciones entre sus necesidades políticas personales y las de España. Desechaba las críticas extranjeras contra su persona asegurando que eran obra de una conspiración masónica contra España. Durante la guerra fría hizo de la prensa una utilización vergonzosa, como instrumento para su supervivencia y para satisfacer sus caprichos políticos. Se repetía a diario la idea de que Franco —el hombre que con tanta diligencia había cortejado a Hitler— había salvado personalmente a España de la Segunda Guerra Mundial. Y el ostracismo internacional provocado por su adhesión al Eje se presentaba como un perverso asedio internacional a España, motivado por la envidia que los frutos de sus desvelos por la patria despertaba en los demás países. 38
Aunque una guerrilla luchaba contra su régimen, y pese al hambre que azotaba a grandes masas de la población y a la reaparición en España de enfermedades que se habían erradicado hacía siglos, Franco se congratulaba de "este orden, esta paz y esta alegría, que hace que en esta Europa atormentada seamos uno de los poquísimos pueblos que aún puede sonreír"» Incapaz de concebir que el descontento de otras personas pudiera tener una explicación objetiva, lo consideraba obra de agitadores comunistas extranjeros y siniestros francmasones. Este alejamiento de la realidad le daba a Franco una confianza total en sí mismo, sin el menor viso de autocrítica. La convicción de que siempre tenía razón le proporcionaba la flexibilidad necesaria para adaptarse sin cesar a las cambiantes circunstancias nacionales e internacionales. 43 La Vanguardia Española y The Times, 18 de julio de 1945; Francisco Franco Bahamonde, Textos de doctrina política: palabras y escritos de 1945 a 1950, obra citada, pp. 15-25.
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Este empeño le valió un éxito fulminante con la firma del Concordato con el Vaticano y el pacto con Estados Unidos de 1953. Franco, en la cima de su poder, empezaba a forjar una nueva imagen para sí, una nueva máscara: la de padre del pueblo, un papel que, con el paso de los años, se transformaría en el de bondadoso abuelo del pueblo. Sin embargo, a mediados de los años cincuenta, Franco no solo no había logrado hacer realidad sus sueños imperiales, sino que, contrariamente a lo que decía la propaganda del régimen, dirigía un proceso de empobrecimiento nacional gracias a la política económica de la autarquía. En 1957 saltaba a la vista que España estaba al borde de la bancarrota. Franco tenía 65 años, una edad en la que la mayoría de las personas piensa en la jubilación. La dimensión y la complejidad de los problemas económicos de España empujaron a Franco a reconocer que hacían falta mentes más expertas que la suya. En consecuencia, ante el temor de que volviera el gasógeno a las calles españolas, Franco entregó el gobierno cotidiano y concreto del país, muy a su pesar, a los tecnócratas. Ese fue el momento en el que, en la práctica, Franco se retiró del puesto de jefe de Gobierno ejecutivo para asumir el nuevo papel, mucho más ceremonial, de jefe de Estado. A finales de los años cincuenta pudo abandonar gran parte de las responsabilidades del Gobierno y dejó la administración del día a día en manos del almirante Luis Carrero Blanco y su equipo. Él quedó al cargo de numerosas obligaciones rutinarias que cumplía al estilo de un monarca: recibía a muchas personas en audiencia, inauguraba obras públicas, presidía las reuniones del Consejo de Ministros y asistía a oficios religiosos. Mientras otros se encargaban de las complejas tareas diarias de gobierno, Franco dedicó el resto Índice
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de su vida a cazar, pescar, ver cine, televisión y fútbol, a hacer quinielas y a trabajar en el gran proyecto político que le quedaba: la preparación del posfranquismo, una Monarquía franquista regida por un sucesor que él escogería. En 1964 se conmemoró el vigesimoquinto aniversario del final de la guerra de tal forma que consagraba de nuevo a Franco como el "Caudillo de la Paz", a pesar de que él mismo celebraba "veinticinco años de victoria".44 A través de exposiciones, incontables artículos de prensa y programas de radio y televisión, se reescribió la historia de su dictadura para subrayar sus triunfos. Tanto las celebraciones como la propaganda de los últimos veinticinco años quedaron resumidas en la película Franco, ese hombre, escrita por José María Sánchez Silva y realizada por el 40
director de Raza, José Luis Sáenz de Heredia. El filme presentaba a "Franco, ese hombre que forjó veinticinco años de paz con su espíritu de acero sobre el yunque de su vida", como el héroe que había salvado a su país, primero de las hordas del comunismo y luego de las del nazismo, para después convertirse en el benévolo padre de su pueblo. Entre las mentiras más descaradas se incluía una pequeña según la cual "la expresión de Hitler se transfigura" al recibir a Franco en Hendaya y una grande que afirmaba que "el resultado de esta entrevista entre David y Goliat" era que "la habilidad de un hombre contuvo al que no consiguieron todos los ejércitos de Europa, incluido el francés".45 La película terminaba con una entrevista a Franco, quien se prestaba a ello con entusiasmo. Una vez en el plató, 44 ABC, 1 de abril de 1964. 45 José María Sánchez Silva y José Luis Sáenz de Heredia, Franco... ese hombre (18921965), Madrid, Difusión Librera, 1975, pp. 14, 139.
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José Luis Sáenz de Heredia se dio cuenta de que la incipiente flaccidez del rostro de Franco no le favorecía y le preguntó si tendría inconveniente en que le maquillasen. Este accedió, ya que "ello sería en beneficio de la película".46 Hasta el final de su vida, Franco, por encima de todo, siguió siendo intensamente consciente de la importancia de la imagen. Da la impresión de que se creía su propia propaganda. Aunque, por otro lado, su astucia parece incompatible con semejante desconocimiento de sí mismo. Este es el contexto en el que hay que valorar las frecuentes afirmaciones de Franco de que no era un dictador. En marzo de 1947 le dijo a Edward Knoblaugh, de la agencia International News Service, que no había una dictadura en España: "Yo no soy dueño, como fuera se cree, de hacer lo que quiero. Necesito como todos los gobiernos del mundo la asistencia y acuerdo de mi gobierno". Habida cuenta de que la Ley de la Jefatura del Estado del 8 de agosto de 1939 le confería poder para promulgar leyes y decretos sin consultar siquiera con el Consejo de Ministros, esta declaración distaba bastante de la verdad. En junio de 1958 le aseguró a un periodista francés que "para todos los españoles y para mí mismo, calificarme como dictador es una puerilidad".47 Franco era capaz de juzgarse benévolamente a sí mismo con total sinceridad, convencido, en cierto modo, de que el hecho de que dejase hablar a sus ministros en las reuniones del 46 José María Gárate Córdoba, "Raza, un guión de cine", artículo citado, p. 60; José María Sánchez Silva y José Luis Sáenz de Heredia, Franco... ese hombre (18921965), obra citada. 47 Francisco Franco Bahamonde, Textos de doctrina política: palabras y escritos de 1945 a 1950, obra citada, p. 229, y Discursos y mensajes del Jefe del Estado, 19551959, Madrid, Publicaciones Españolas, 1960, pp. 496-497.
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gabinete compensaba con creces el Estado del partido único, la censura, las cárceles y el aparato del terror. Por otro lado, las decisiones que consideraba verdaderamente importantes las tomaba, muchas veces, al margen del Consejo de Ministros. Dado que podía leer a diario, en la prensa del Movimiento, que era el salvador de España, amado por todos menos por los siniestros agentes de las fuerzas ocultas, no es de extrañar que Franco no se considerase un dictador.
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Esa opinión quedaba reforzada por su autocomplacencia, que le permitía distanciarse con absoluta sinceridad de las consecuencias de sus acciones. Su actitud pudo apreciarse en la forma de abordar la lucha interna por el poder entre falangistas y militares en los años cuarenta. Cuando los militares se quejaban ante Franco, él —jefe nacional de FET y de las JONS— hacía caso omiso y decía que "con estos falangistas nada se puede hacer"; o replicaba —él, que era Generalísimo de los Ejércitos— a Ramón Serrano Suñer que algunas de las sugerencias que le planteaba eran irrealizables porque "con estos militares no se puede hacer nada". Es conocida la historia de que, cuando su amigo el general Agustín Muñoz Grandes se interesó por el destino del general Campins, en otro tiempo compañero suyo de estudios en la Academia Militar de Zaragoza, Franco contestó: "Le fusilaron los nacionales", como si él no hubiera tenido nada que ver en el asunto. Consecuencia de una vida dedicada a crear su imagen es la notable falta de una memoria popular duradera sobre Franco. El olvido colectivo del Caudillo es además, sobre todo, resultado del desarrollo que ha experimentado España desde 1975. Hoy en día Franco sigue siendo un personaje contradictorio, no como Índice
Paul Preston
consecuencia de su remodelación de la verdad, sino porque simplemente, para la mayoría de los jóvenes españoles, el hombre que había soñado con instaurar un régimen eterno parece pertenecer a un lejano pasado histórico.
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LA DICTADURA QUE DURÓ CUARENTA AÑOS' Julián Casanova
La dictadura de Franco salió de una guerra civil y en esa larga y sangrienta dictadura reside la gran excepcionalidad de la historia de España del siglo xx si se compara con otros países europeos capitalistas. Es verdad que España, al contrario que otros países, nunca pudo gozar del beneficio de una intervención democrática internacional que bloqueara la salida autoritaria tras el final de la guerra, pero conviene destacar por encima de cualquier otra consideración el compromiso de los vencedores con la venganza, con la negación del perdón y la reconciliación, así como la voluntad de retener hasta el último momento posible el poder que les otorgaron las armas. Como ya destacó Paloma Aguilar, la Guerra Civil fue "un acontecimiento fundacional para el franquismo [...] y, como tal, tuvo una presencia abrumadora y obsesiva" a lo largo de casi toda la Dictadura. Ese mito fundacional, el 18 de julio y la Guerra Civil, la victoria de Franco y su cultura excluyente, ultranacionalista, de 1
Se aborda en estas páginas una interpretación sobre las causas de la larga duración de la dictadura de Franco. Este texto es una versión abreviada del capítulo 12 del libro Historia de España en el siglo xx, de Julián Casanova y Carlos Gil Andrés, publicado en Barcelona por Ariel en 2009.
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represión física y económica, determinaron la identidad y naturaleza del franquismo, al menos durante sus dos primeras décadas, aunque ese terror y violencia, como han demostrado sólidos y valiosos estudios, no fue solo un fenómeno de la posguerra o de los primeros años de la dictadura franquista. Los vencedores de la guerra decidieron durante años y años la suerte de los vencidos a través de diferentes mecanismos y manifestaciones del terror. En primer lugar, con la violencia física, arbitraria y vengativa, con asesinatos in situ, sin juicio previo. Se trataba de una continuación del "terror caliente" que había dominado la retaguardia franquista durante toda la guerra y desapareció pronto, aunque hay todavía abundantes muestras de él en los años 1940 a 1943. Dejó paso a la centralización y control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por la legislación represiva del nuevo Estado. Ese estado de terror, continuación del estado de guerra, transformó la sociedad española, destruyó familias enteras e inundó la vida cotidiana de prácticas coercitivas y de castigo. Quedarían, por último, lo que Conxita Mir denomina los "efectos no contables" de la represión: el miedo, la vigilancia, la necesidad de avales y buenos informes, la humillación y la marginación. Así se levantó el Estado franquista y así continuó, evolucionando, mostrando caras más amables, selectivas e integradoras, hasta el final. Pero, por mucho que evolucionara y dulcificara sus métodos, la Dictadura nunca quiso quitarse de encima sus orígenes sangrientos, la Guerra Civil como acto fundacional, que recordó una y otra vez para preservar la unidad de esa amplia coalición de vencedores y para mantener en la miseria y en la humillación Índice
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a los vencidos. La represión no era algo "inevitable". Fueron los vencedores los que la vieron totalmente necesaria y consideraron la muerte y la prisión como un castigo adecuado para los rojos. El terror ajustó cuentas, generó la cohesión en torno a esa dictadura forjada en un pacto de sangre. Los vencidos quedaron paralizados, asustados, sin capacidad de respuesta. La represión fue, en palabras de Paul Preston, "una especie de inversión política, un terror productivo que aceleró el proceso de despolitización llevando a la mayoría de los españoles a la apatía política". La larga duración de esa dictadura resulta incomprensible además si no se tiene en cuenta el papel principal en ella del Ejército, del Ejército de Franco, construido en medio de una guerra civil y de una posguerra victoriosa, que garantizó en todo momento la continuidad de la Dictadura hasta el final. En ese ejército mandaba la generación de su Caudillo, los que realmente ganaron la guerra. Pero también una generación militar posterior, representada por Carrero Blanco, que hicieron la guerra de muy jóvenes o accedieron a la carrera militar en la inmediata posguerra, un sector en activo cuando Franco murió, para quien este era "el Caudillo providencial enviado por Dios, al que se debía la salvación de la Patria y del que había que lamentar", como escribió Carrero en varias ocasiones, "que debiera morirse un día". Ese ejército, unido en torno a Franco, no presentaba fisuras. Conforme Franco se iba haciendo mayor y cuando alguien le expresaba su preocupación por el futuro y la sucesión, la respuesta del dictador siempre era la misma: ahí estaba el Ejército, para defender el régimen y garantizar su continuidad. Se lo dijo a su primo Francisco Franco Salgado-Araujo en 1969: "Tengo la Índice
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seguridad que los tres ejércitos defenderán siempre al régimen, que desde luego podrá evolucionar con arreglo a futuras situaciones políticas mundiales, pero que mantendrá inalterables sus postulados esenciales". Volvió a insistir en lo mismo cuando se recuperaba de su grave enfermedad del verano de 1974 y el falangista Utrera Molina le alertó sobre la amenaza liberal: "No olvide que, en último término, el ejército defenderá su victoria". Y Carrero Blanco, en un discurso ante el Estado Mayor en abril de 1968, advirtió "que nadie, ni desde fuera ni desde dentro, abrigue la más mínima esperanza de poder alterar en ningún aspecto el sistema institucional, porque aunque el pueblo no lo toleraría nunca, quedan en último extremo las fuerzas armadas". Y así fue, aunque en septiembre de 1974, y al calor de lo que había pasado unos meses antes en Portugal, con la Revolución de los Claveles, un grupo de oficiales, tres comandantes y nueve capitanes, entre quienes se encontraban Luis Otero Fernández, Julio Busquets y Gabriel Cardona, fundaron la Unión Militar Democrática (UMD) y arrancaron con un manifiesto en el que hablaban de "superar un sistema político que nació con la Guerra Civil" y de crear una "nueva España en la que todos podamos convivir en paz sin que nadie pueda arrogarse el monopolio de la verdad ni del patriotismo, y siendo conscientes de que las Fuerzas Armadas deben colaborar en esta positiva y patriótica labor". La única disidencia militar seria durante toda la Dictadura no pudo ir muy lejos. Sus principales dirigentes fueron detenidos en el verano siguiente y juzgados cuando ya Franco había muerto. Ese ejército de Franco, que sobrevivió unos años a su muerte, complicando la transición a la democracia, no permitió que esos militares demócratas regresaran a sus mandos y Índice
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los dejó al margen en la Ley de Amnistía de octubre de 1977, poniendo de manifiesto, según apunta Paloma Aguilar, "la capacidad de los militares para defender sus intereses corporativos incluso contra la voluntad de la mayoría de la clase política". Franco y su ejército debieron también adaptarse a los cambios en la situación internacional. Soñaron con un nuevo imperio español y, en realidad, dado su escaso potencial, tuvieron que liquidar lo poco que quedaba de él, los territorios africanos, desde el Protectorado de Marruecos a Sidi Ifni y Guinea Ecuatorial, que fueron abandonados uno tras otro desde mediados de los años cincuenta, hasta que solo quedó el Sahara español, un territorio por el que España entró en conflicto abierto con Marruecos justo cuando Franco agonizaba. Aunque la pérdida del Protectorado en 1956 fue un duro revés para muchos oficiales españoles, que habían hecho allí su carrera militar, mantenerse al margen de las aventuras imperiales fue, al final, una gran ventaja para el franquismo, que no experimentó las graves fricciones en el seno del Ejército que a otras dictaduras, como a la portuguesa, les causó el conflicto colonial. La situación internacional, en verdad, fue muy propicia para el franquismo, desde sus orígenes hasta el final. En 1939, derrotada la República, el clima internacional tan favorable a los fascismos contribuyó a consolidar la violenta contrarrevolución iniciada ya con la ayuda inestimable de esos mismos fascismos desde el golpe de julio de 1936. Muertos Hitler y Mussolini, a las potencias democráticas vencedoras en la Segunda Guerra Mundial les importó muy poco que allá por el sur de Europa, en un país de segunda fila que nada contaba en la política exterior de aquellos años, se perpetuara un dictador sembrando el terror Índice
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e incumpliendo las normas más elementales del llamado "derecho internacional". En palabras de un alto diplomático británico, la España de Franco "solo es un peligro y una desgracia para ella misma". Por eso, a lo máximo que llegaron las democracias tras la Segunda Guerra Mundial fue a presionar al Gobierno de Franco porque, como bien precisó hace años Laurence Whitehead, en su estudio de los aspectos internacionales de la democratización, "una cosa era declarar a Franco un paria y otra muy distinta perder soldados en un intento de derrotarlo o de fomentar una guerra civil". Como señaló el mismo Whitehead, después de la Segunda Guerra Mundial los gobiernos de Europa Occidental "se acostumbraron a coexistir con una variedad de regímenes no democráticos" y ya no intervinieron. Conforme avanzaba la guerra fría, "siempre y cuando esos gobiernos se convirtiesen en aliados fiables en la contienda mundial contra la Unión Soviética, no se ejercería sobre ellos una presión irresistible para que se democratizasen". Franco y su régimen fueron, así, gradualmente rehabilitados, algo que se confirmó plenamente con los Acuerdos con Estados Unidos sellados el 26 de septiembre de 1953, la firma del Concordato con el Vaticano el 27 de agosto de aquel mismo año y el ingreso de España en la ONU en diciembre de 1955. Sin intervención exterior, la dictadura de Franco, como ya hemos tratado de demostrar, estaba destinada a durar. La contribución de la Iglesia católica a ese fin fue también inmensa. No se conoce otro régimen autoritario, fascista o no, en el siglo xx, y los ha habido de diferentes colores e intensidades, en el que la Iglesia asumiera una responsabilidad política y policial tan diáfana Índice
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en el control social de los ciudadanos. Ni la Iglesia protestante en la Alemania nazi, ni la católica en la Italia fascista. Y en Finlandia y en Grecia, tras las guerras civiles, la Iglesia luterana y ortodoxa sellaron pactos de amistad con esa derecha vencedora que defendía el patriotismo, los valores morales tradicionales y la autoridad patriarcal en la familia. En ninguno de esos dos casos, no obstante, llamaron a la venganza y al derramamiento de sangre con la fuerza y el tesón con que lo hizo la Iglesia católica en España. Es verdad que ninguna otra Iglesia había sido perseguida con tanta crueldad y violencia como la española. Pero, pasada ya la guerra, el recuerdo de tantos mártires fortaleció el rencor en vez del perdón y animó a los clérigos a la acción vengativa. Tres ideas básicas resumen la relación entre la Iglesia y la Dictadura en esos primeros años decisivos de la paz de Franco. La primera, que la Iglesia católica se implicó y tomó parte hasta mancharse en el sistema "legal" de represión organizado por la dictadura de Franco tras la Guerra Civil. La segunda, que la Iglesia católica sancionó y glorificó esa violencia no solo porque la sangre de sus miles de mártires clamara venganza, sino, también y sobre todo, porque esa salida autoritaria echaba atrás de un plumazo el importante terreno ganado por el laicismo antes del golpe militar de julio de 1936 y le daba la hegemonía y el monopolio más grande que hubiera soñado. La tercera, que la simbiosis entre Religión, Patria y Caudillo fue decisiva para la supervivencia y mantenimiento de la Dictadura tras la derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial. Como también se ha podido comprobar, la jerarquía eclesiástica, el catolicismo y el clero no permanecieron inmunes a esos cambios socioeconómicos que desde comienzos de los Índice
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años sesenta desafiaron el aparato político de la dictadura franquista. El catolicismo tuvo que adaptarse a esa evolución con una serie de transformaciones internas y externas que han sido analizadas por varios autores. En opinión de José Casanova, la "aguda secularización de la sociedad española que acompañó a los rápidos procesos de industrialización y urbanización fue vista con alarma al principio por la jerarquía de la Iglesia. Lentamente, sin embargo, los sectores más concienciados del catolicismo español empezaron a hablar de España no como una nación inherentemente católica que tenía que ser reconquistada, sino más bien como un país de misión. La fe católica no podía ser forzada desde arriba; tenía que ser adaptada voluntariamente a través de un proceso de conversión individual". 54
Esa secularización coincidió en el tiempo con tendencias generales de cambio que llegaban desde el Concilio Vaticano II. La opinión y práctica católicas comenzaron a ser más plurales, con sacerdotes jóvenes que abandonaban la ideología tradicional, trabajadores de la JOC (Juventud Obrera Católica) y de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) que militaban en contra del franquismo, y sectores cristianos que elucubraban con los marxistas sobre la futura sociedad que seguiría al derrumbe del capitalismo. Curas y católicos que hablaban de democracia y socialismo y criticaban a la Dictadura y sus manifestaciones más represivas. Todo eso era nuevo en España, muy nuevo, y parece lógico que provocara una reacción en amplios sectores franquistas, acostumbrados a una Iglesia servil y entusiasta con la Dictadura. Un documento confidencial de la Dirección General de Seguridad, fechado en 1966, ya advertía que de los tres pilares de la Índice
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Dictadura, "el Catolicismo, el Ejército y la Falange", únicamente el segundo aparecía "firme, unido como realidad y esperanza de continuidad", mientras que el catolicismo mostraba signos de división en torno a tres problemas: "el clero separatista; la lucha interna entre sacerdotes conservadores y sacerdotes avanzados; y la actitud de cierta parte del clero frente a las altas jerarquías eclesiásticas". Carrero Blanco llamó a esa disidencia de una parte de la Iglesia católica "la traición de los clérigos", porque el manto protector que la Dictadura había dado a la Iglesia no se merecía eso. Y para demostrar los servicios prestados, "aunque solo sea en el orden material", prueba de cómo Franco "quiso servir a Dios sirviendo a su Iglesia", Carrero daba cifras: "desde 1939, el Estado ha gastado unos 300 000 millones de pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto". Algo se movió en la Iglesia católica española en la última década de la Dictadura, después de que murieran la mayoría de los obispos que habían bendecido la Cruzada y se habían sumado con fervor y entusiasmo a la construcción del Nuevo Estado que emergió sobre las cenizas de la Segunda República. Enrique Pla y Deniel, por ejemplo, el principal artífice, junto con Gomá, de esa Iglesia de Franco, murió en 1968, a punto de cumplir los 92 años. Pero resulta muy exagerado concluir que la mayoría del clero, y de la Conferencia Episcopal, creada en 1966, abandonaron en esos últimos años el franquismo y abrazaron la causa democrática. Estaban Enrique Vicente y Tarancón, Narcís Jubany y Antonio Añoveros, en Madrid-Alcalá, Barcelona y Bilbao, a quienes la Dirección General de Seguridad calificaba en Índice
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diciembre de 1971 de "jerarquías desafectas", pero también pesaban, y mucho, en esa Iglesia obispos como José Guerra Campos y Pedro Cantero Cuadrado. José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, que había dirigido los ejercicios espirituales a Franco y a su esposa en 1949 y 1953, resumió en la homilía del funeral celebrado por Franco en su sede episcopal las tres principales virtudes del Caudillo, al que tanto admiraba: "ser hombre de fe; entregado a obras de caridad, a favor de todos, pues a todos amaba; hombre de humildad". No eran pocos los obispos que suscribirían por esas fechas esa definición de Franco. Por eso sería más correcto decir, como matizaba hace ya un tiempo Frances Lannon, que la Iglesia española había descubierto que sus intereses "podían estar mejor protegidos bajo un régimen pluralista que mediante una dictadura" que manifestaba ya importantes síntomas de crisis. Esa es la idea también que ha transmitido recientemente William J. Callahan: se trataba de reformar lo necesario pero preservando al mismo tiempo "todo aquello que pudieran salvar de la privilegiada relación que la Iglesia mantenía con el régimen". Cuando murió el "invicto Caudillo", el 20 de noviembre de 1975, la Iglesia católica española ya no era el bloque monolítico que había apoyado la Cruzada y la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el legado que le quedaba de esa época dorada de privilegios era, no obstante, impresionante en la educación, en los aparatos de propaganda y en los medios de comunicación. Lo que hizo la Iglesia en los últimos años del franquismo fue prepararse para la reforma política y la transición a la democracia que se avecinaba. Antes de morir Franco, la jerarquía eclesiástiÍndice
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ca había elaborado, según Callahan, "una estrategia basada en el fin de la confesionalidad oficial, la protección de las finanzas de la Iglesia y de sus derechos en materia de educación y el reconocimiento de la influencia de la Iglesia en las cuestiones de orden moral". Naturalmente, la Iglesia cambió mucho si se compara con el otro pilar básico de la Dictadura, el Ejército, que se identificó con Franco y con el régimen sin fisuras y lo sostuvo hasta el final. Pero en la larga perspectiva de los cuarenta años del régimen dictatorial, la Iglesia hizo mucho más por legitimarlo, afianzarlo, protegerlo y silenciar a sus numerosas víctimas y sus atropellos de los derechos humanos que por combatirlo. Proporcionó a Franco la máscara de la religión como refugio de su tiranía y crueldad. Sin esa máscara y sin el culto que la Iglesia forjó en torno a él como caudillo, santo y supremo benefactor, Franco hubiera tenido muchas más dificultades para mantener su omnímodo poder. Las dictaduras, no obstante, no se sostienen solo en las fuerzas armadas, en la represión o en la legitimación que de ellas hacen los poderes eclesiásticos. Para sobrevivir y durar necesitan bases sociales y la dictadura de Franco, larga y salida de una guerra civil, no podía ser en ese aspecto una excepción. Los apoyos del franquismo fueron amplios. Nada tiene de sorprendente que con los sublevados de julio de 1936 y después con los vencedores de la guerra estuviese la mayoría del clero, de los terratenientes e industriales más amenazados por las reformas republicanas y las reivindicaciones obreras, quienes, al fin y al cabo, ya habían ensayado durante los años anteriores diversas formas de desestabilización frente a la República. Pero junto a toda esa gente de orden, de orden por naturaleza, agradecidos Índice
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a Franco por restablecer el orden y asegurar la disciplina social, aparecían masas de propietarios rurales pobres y muy pobres, y clases medias y obreros urbanos que no parecían estar en el lado de la barrera social que les correspondía. Salvo los más reprimidos, perseguidos y silenciados, a los que la Dictadura excluyó y nunca tuvo en cuenta, el resto de esa España que había estado en el bando de los vencidos se adaptó, gradualmente y con el paso de los años, con apatía, miedo y apoyo pasivo, a un régimen que defendía el orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, la hostilidad beligerante contra el comunismo y un inflexible conservadurismo católico. La larga duración del régimen franquista, señalaba no hace mucho Juan Pablo Fusi, 58
se debió "a la acomodación de España al franquismo. Acomodación significa adaptación por conveniencias a una determinada situación más que identificación emocional con esta última". El "pueblo español" no fue, según este autor, "mayoritariamente antifranquista". Franco murió en la cama "y la transición a la democracia tras su muerte fue una reforma hecha desde el interior de la propia legalidad franquista, conducida, además, por hombres procedentes del franquismo". Las autoridades estatales modernas, además de gobernar, han de administrar a las sociedades y dirigir las economías. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, especialmente en la década de los sesenta, ningún régimen del mundo se quedó al margen del impulso del "desarrollo". La dictadura franquista también lo hizo y los cambios producidos por esas políticas desarrollistas ampliaron y transformaron sus bases sociales. El crecimiento económico fue presentado como la conÍndice
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secuencia directa de la paz de Franco, en una campaña orquestada por Manuel Fraga desde el Ministerio de Información y Turismo y plasmada en la celebración en 1964 de los XXV Años de Paz, que llegó hasta el pueblo más pequeño de España. Dos años después, tras sancionarla las Cortes, se pidió a los ciudadanos que aprobaran en referéndum la Ley Orgánica del Estado y de nuevo el ministro Fraga inundó de propaganda las calles españolas con la consigna "Votar sí es votar por nuestro Caudillo. Votar no es seguir las consignas de Moscú". Con todas las irregularidades propias del aparato político de la Dictadura, votó, según cifras oficiales, casi el 89% del censo electoral, con un 95,9 de votos afirmativos y 1,79 de negativos, y el referéndum fue utilizado como la prueba más palmaria del apoyo popular a Franco y a su régimen. El desarrollismo y la machacona insistencia en que todo eso era producto de la paz de Franco, dieron una nueva legitimidad a la Dictadura y posibilitaron el apoyo, o la no resistencia, de millones de españoles. Pese a los desafíos generados por los cambios socioeconómicos y la racionalización del Estado y de la Administración, el aparato del poder político de la Dictadura se mantuvo intacto, garantizado el orden por las fuerzas armadas, con la ayuda de los dirigentes católicos, de la jerarquía eclesiástica y del Opus Dei. También en eso la dictadura de Franco tuvo éxito, mucho más que el que tuvieron los fascismos derrotados en una guerra mundial: preservó las condiciones de su existencia, basadas en la represión y en la negación de la democracia, hasta el final, hasta el último suspiro del dictador. Esa dictadura "desarrollista", sin embargo, no supo "abordar con éxito las consecuencias del cambio económico y social" Índice
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que ella misma había inducido. Dicho de otra forma, surgió una contradicción o disyunción entre las estructuras socioeconómicas, modificadas en la década de los sesenta, y la política, que no se democratizó. Los cambios socioeconómicos hicieron "necesarios" los cambios en la política y eso es lo que provocó la crisis final, "profundizada", además, como señalaron José María Maravall y Julián Santamaría, "por la crisis de la sucesión en el liderazgo". El franquismo no cayó antes porque vivía Franco, que
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nunca estuvo dispuesto a ceder su poder, porque el Ejército y las fuerzas de Policía garantizaban su continuidad y la oposición política, dividida y con intereses enfrentados, no pudo organizar nunca una movilización amplia y decisiva contra la Dictadura. Eso sí, debido precisamente a esos cambios que se extendieron de forma imparable por la sociedad española, estaba claro, repiten muchos autores, que no podía haber franquismo después de Franco. Aunque la oposición antifranquista fue incapaz de crear una "amplia plataforma unitaria", los conflictos y movimientos sociales de esos años "erosionaron profundamente a la Dictadura", concluyen Carme Molinero y Pere Ysás. La España de 1939 y la de 1975 se parecían poco. Una profunda transformación económica y social había causado grandes cambios en las clases medias y trabajadoras y en la administración del Estado. Los sindicatos ya no eran agentes de la revolución social sino instrumentos para conseguir libertades democráticas. La República, el anarquismo y el socialismo desaparecieron de las reivindicaciones, como desapareció también el anticlericalismo, el anticapitalismo y el problema de la reforma agraria, algunos de los ejes fundamentales de las luchas sociales y políticas de los años treinta. La continuación del franquismo Índice
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se hizo imposible, en opinión de Stanley G. Payne, no tanto por la muerte de Franco "cuanto por la desaparición de la estructura de la sociedad y cultura españolas sobre las que se había basado originalmente en 1939". Los modelos históricos de sociedad y cultura de la derecha y de la izquierda habían quedado atrás, superados por la modernización. Según Santos Juliá, los valores democráticos, minoritarios antes de la Guerra Civil entre las clases trabajadoras y medias, "fueron incorporados en los quince años que precedieron a la muerte de Franco mayoritariamente por ellas". Había además otros factores que imposibilitaban la continuación del franquismo después de Franco. Con el abandono de la autarquía económica y cultural comenzó a desaparecer también, en palabras de José Casanova, la "resistencia tradicional y mayormente católica a la europeización". La integración en la economía europea, incluido el vital sector turístico, se convirtió en una necesidad para los principales grupos de la banca y de los grandes negocios. Una mayoría de los ciudadanos españoles habían mostrado una "creciente predilección por un cambio que condujera a la democracia sin quebranto del orden" o, dicho de otra forma, no deseaban ni la continuidad franquista ni la ruptura. Las luchas internas entre los gobernantes franquistas y la deserción a las filas de la reforma política de una buena parte de ellos impidieron plantear una salida unida a la muerte de Franco. El franquismo, por último, sobrevivió varias décadas a la época dorada del fascismo europeo y cuando Franco murió las posiciones fascistas, a las que podían agarrarse los sectores más duros de la Dictadura, habían perdido todo su atractivo. Índice
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Todas esas interpretaciones, en el fondo, sugieren que había un anacronismo y un desfase entre la estructura política de la dictadura franquista y los valores dominantes en amplios sectores de la sociedad española desde mediados de los años sesenta. Pero esos mismos sectores de la sociedad que querían el cambio estaban tan educados en los supuestos valores de la estabilidad, el orden y la paz —en el miedo, dirán otros—, que no deseaban arriesgarse a precipitar la muerte del franquismo por la violencia. La Dictadura acabaría cuando Franco muriese. Como en otras muchas dictaduras, la presencia del líder era esencial para la perpetuación de su sistema de dominio. Como el franquismo no pudo ser barrido por una guerra, como les pasó a Hitler y Mussolini, o por presiones externas, "se fue marchitando lentamente durante muchos años". Apenas muerto Franco, muchos de sus fieles partidarios dejaron el uniforme azul y se pusieron la chaqueta democrática. Otros escribieron sus memorias para descargar las responsabilidades personales y, según Gabrielle Ashford Hodges, revelar los trapos sucios del régimen, "ávidos de venganza en cierto modo de la multitud de humillaciones de que habían sido objeto durante su prolongada asociación con el líder". Nadie realmente importante, que pretendiera labrarse un futuro político, sostuvo por más tiempo el edificio autoritario. Esa salida democrática, no obstante, no tenía por qué resultar tan fácil. Más de una generación de españoles creció y vivió sin ninguna experiencia directa de derechos o procesos democráticos. Al Ejército de Franco, unido en torno a él y que no había sufrido una derrota militar, como ocurrió en otras dictaduras, le costó asimilar los cambios. Los gobernantes, encabezados Índice
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por Arias Navarro, conservaban casi intacto el aparato político y represivo del Estado. Las amenazas de golpe por arriba y de terrorismo por abajo iban a llenar de dificultades los años que siguieron a la muerte de Franco. Como concluye Preston, "inevitablemente, las dificultades más graves con las que la naciente democracia española tuvo que enfrentarse eran legado directo de la dictadura de Franco". Una idea que conecta con la tesis que aquí se defiende: que un gobierno autoritario prolongado tiene efectos profundos sobre las estructuras sociales y políticas, en los valores individuales y en los comportamientos de los diferentes grupos sociales.
63 AUTORES Y OBRAS CITADAS EN EL TEXTO Aguilar, Paloma, Memoria y olvido de la Guerra Civil española, Madrid, Alianza, 1996; muy ampliada en la reciente edición, Políticas de la memoria y memorias de la política: el caso español en perspectiva comparada, Madrid, Alianza, 2008. Ashford Hodges, Gabrielle, Franco: retrato psicológico de un dictador, Madrid, Taurus, 2001. Callahan, William J., La Iglesia católica en España (1875-2002), Barcelona, Crítica, 2002. Casanova, José, "España: de la Iglesia estatal a la separación de la Iglesia y Estado", Historia Social, 35 (1999). Casanova, Julián, La Iglesia de Franco, Barcelona, Crítica, 2005. Franco Salgado-Araujo, Francisco, Mis conversaciones privadas con Franco, Barcelona, Planeta, 1976. Fusi, Juan Pablo, Franco: autoritarismo y poder personal, Madrid, Taurus, 1995 (1.a ed., 1985). Julia, Santos, Un siglo de España: política y sociedad, Madrid, Marcial Pons, 1999. Lannon, Frances, Privilegio, persecución y profecía: la Iglesia Católica en España, 18751975, Madrid, Alianza, 1990.
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Maravall, José María, y Julián Santamaría, "El cambio político en España y la perspectiva de la democracia", en Guillermo O'Donnell, Philippe C. Schmitter y Laurence Whitehead (comp.), Transiciones desde un gobierno autoritario, 1. Europa meridional, Buenos Aires, Paidós, 1989. Mir, Conxita, Vivir es sobrevivir: justicia, orden y marginación en la Cataluña rural de postguerra, Milenio, Lleida, 2000. Molinero, Carme, y Pere Ysás, La anatomía del franquismo: de la supervivencia a la agonía, 1945-1977, Barcelona, Crítica, 2008. O'Donnell, Guillermo; Philippe Schmitter y Laurence Whitehead, Transiciones desde un gobierno autoritario, 3. Perspectivas comparadas, Buenos Aires, Paidós, 1988. Payne, Stanley G., El régimen de Franco: 1936-1975, Madrid, Alianza, 1987. Preston, Paul, Franco: "Caudillo de España", Barcelona, Grijalbo, 2002. Tusell, Javier, Carrero: la eminencia gris del régimen de Franco, Madrid, Temas de Hoy, 1993.
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LAS MARCAS DE LA DERROTA: EL EXILIO DEL GENERAL ROJO José Andrés Rojo
UNO. Una de las imágenes que mejor resume el final de la Guerra Civil es la de las largas colas que se formaron en la frontera con Francia al terminar la campaña de Cataluña. Las tropas franquistas habían avanzado como una apisonadora y, pese a los afanes del Ejército Popular, resistir no había sido posible. El Estado republicano se había derrumbado. Tanto el presidente de la República, Manuel Azaña, como el jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo, utilizaron palabras muy semejantes para registrar aquel trágico colapso. Azaña lo hizo en la carta, incluida en sus diarios, que dirigió a su amigo Ángel Ossorio, residente en Buenos Aires. Le escribió el 29 de junio de 1939 desde La Prasle, en Collongessous-Saléve. Le decía allí: "Estando ya los facciosos en Arenys y Granollers, la desbandada cobró una magnitud inmensurable. Una muchedumbre enloquecida atascó las carreteras y los caminos, se desparramó por los atajos, en busca de la frontera. Paisanos y soldados, mujeres y viejos, funcionarios, jefes y oficiales, diputados, y personas particulares, en toda suerte de vehículos: camiones, coches ligeros, carritos tirados por mulas, portando los ajuares más humildes, y hasta piezas de artillería motorizadas, Índice
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Las marcas de la derrota: el exilio del general Rojo
cortaban una inmensa masa a pie, agolpándose todos contra la cadena fronteriza de La Junquera. El tapón humano se alargaba quince kilómetros por la carretera. Desesperación de no poder pasar, pánico, saqueos, y un temporal deshecho. Algunas mujeres malparieron en las cunetas. Algunos niños perecieron de frío o pisoteados. Un funcionario de la Presidencia, que volvía
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de Francia, pasó diecisiete horas dentro de su automóvil, preso en el atasco. Se tardó dos o tres días en restablecer la circulación. Las gentes quedaron acampadas al raso, y sin comer, en espera de que Francia abriera la puerta. Aún no había llegado a la raya el alud de los combatientes". El general Rojo, por su parte, llevó sus impresiones de aquellos caóticos momentos a su libro ¡Alerta los pueblos!,' que escribió en Francia poco después de que se produjera la derrota definitiva. Lo hizo en el pequeño pueblo de Vernet-les-Bains, donde había mandado a su familia unos meses antes y donde se instaló provisionalmente al llegar a Francia, en febrero de 1939. "Por todas las carreteras van procesiones de gentes, automóviles, camiones", apuntó en alguna de las distintas descripciones que hizo de aquellos momentos. "Los que no tienen posibilidad de ir en coche y disponen de armas, asaltan a los que no las llevan, obligan a bajar a sus ocupantes y siguen ellos en el vehículo. Mujeres, niños, viejos, hombres, carros, coches de todas clases, impedimenta, ambulancias, camiones, todo revuelto; algunos que viajan en coche, viendo la imposibilidad de avanzar rápidamente por la larga caravana que se forma y los 1
¡Alerta los pueblos!: estudio político-militar del periodo final de la guerra española se imprimió por primera vez en Buenos Aires en 1939, por Aniceto López, y posteriormente tuvo dos reediciones en España, en 1974 (Ariel) y 2005 (Planeta DeAgostini).
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atascos que se producen, abandonan el vehículo para seguir a pie y alejarse de un peligro imaginario, pues el frente aún estaba delante de la sierra de Montnegre y el enemigo muy ajeno a estas escenas que se producían a más de 50 kilómetros". El jefe del Ejército republicano vuelve sobre aquellos momentos mientras se ocupa de un término que abunda en muchos de sus textos: el pánico. Es una palabra que resume muy bien la fragilidad de las fuerzas que tuvo que construir sobre la marcha el régimen legal para enfrentarse a unas tropas que, como las que procedían de África, tenían mucha más experiencia y sabían del ardor de la batalla. Bastaba un rumor, y más si caía en poblaciones que cada vez temían más la brutalidad de las represalias, para que todo el mundo saliera escopetado, sin pensárselo mucho, sin derrotero definido, sin meta, empujados solo por el miedo. Y Rojo, que entonces procuraba que las ya debilitadas tropas republicanas hicieran lo posible para dilatar el avance enemigo y así organizar la retirada, veía que no había forma, que las autoridades civiles habían sucumbido también al terror. Así que observaba la larga cadena de coches y de personas y se preguntaba: "¿Adónde van?". "Se detendrán en el primer bosque", respondía, "o en cualquier refugio donde encuentren otras gentes serenadas y capaces de tranquilizarlas, o seguirán haciendo jornadas inverosímiles hasta caer deshechos, sin alimentación, fuera de todo cobijo, en el lindero mismo del camino". DOS. Es imposible referirse al exilio del general Rojo sin tener en cuenta esos momentos iniciales, su precipitada llegada a Francia al mando de un Ejército prácticamente destruido, la Índice
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población civil desesperada huyendo de cualquier manera, la descomposición de la burocracia estatal, la propia debilidad de un Gobierno dividido entre quienes querían prolongar la resistencia y los que consideraban que ya no había nada que hacer. La gran preocupación del general Rojo durante aquellos momentos fue, tal como explicó en ¡Alerta los pueblos!, "la salvación de nuestras tropas del desastre militar y quizá del exterminio". El 4 de febrero redactó las órdenes de retirada y procuró que el repliegue fuera, dentro del caos, lo más ordenado posible para salvar el mayor número de vidas y conservar la mayor cantidad de material bélico. A las dos menos diez del 9 de febrero, las tropas franquistas llegaron a la raya fronteriza de Le Perthus. En otros 70
sectores, la salida se prolongó todavía a lo largo del día siguiente. Fue ese día, el 10, cuando quedó cancelada la maniobra de Cataluña, escribe Rojo, "con el paso de las últimas tropas españolas a territorio francés". Lo hicieron de forma ordenada y con la cabeza alta, tal como había querido su principal responsable. El gran interrogante entonces era qué hacer con esas fuerzas. Hay que tener en cuenta que entre finales de febrero y principios de marzo cruzaron la frontera unas 450 000 personas. Las autoridades francesas separaron a los hombres que todavía conservaban buenas condiciones físicas de las mujeres, los ancianos y los enfermos. A todos estos, unos 170000, tras pasar por los campos de clasificación, los enviaron a centros de acogida dispersos en por lo menos sesenta departamentos franceses. A los primeros se los ingresó en campos de concentración. Se construyeron, sobre todo, en playas desiertas, batidas por el frío viento del invierno, llenas de humedad y donde olía a salitre. Sin agua potable, sin higiene. El de Argelés-sur-Mer, por ejemplo, Índice
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fue dividido en dos sectores, civil y militar. En este último, se organizó a los hombres en centurias según su arma de procedencia y se mantuvieron las jerarquías militares. El perímetro del campo estaba custodiado por soldados senegaleses. El general Rojo no regresó a España, adonde volvieron inmediatamente después de cruzar la frontera el jefe del Gobierno republicano, Juan Negrín, algunos de sus ministros y una serie de altos cargos militares. Volvieron para mantener la resistencia con las exiguas fuerzas que quedaban en la región central. Rojo recibió el encargo de ocuparse del Ejército en Francia. Fue entonces cuando se produjo la gran crisis que desencadenó una serie de malentendidos entre dos hombres que, hasta entonces, habían tenido la mayor de las complicidades, Negrín y Rojo. La primera marca del exilio del militar republicano fue justamente esa, la ruptura con el jefe de Gobierno. El primer ruido que se produjo en una relación que había sido decisiva para la suerte de la República desde que Negrín tomó las riendas del Gobierno en mayo de 1937 tuvo lugar, sin embargo, poco después de que las tropas franquistas iniciaran su avance por Cataluña. Para limitar los efectos iniciales del ataque enemigo, y para obligarlos a cambiar de planes, Rojo había planificado una maniobra sobre Motril que, con otras dos que habrían de ponerse en marcha poco después en las inmediaciones de Madrid y en Extremadura, pretendía devolver la iniciativa al Ejército republicano en el peor de sus momentos. Sin embargo, cuando las fuerzas marítimas habían dado ya los primeros pasos para poner en marcha el plan, el responsable de la región central, el general Miaja, se negó a cumplir las órdenes y abortó la iniciativa. Cuestionado como responsable del Estado Mayor central, Índice
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Rojo acudió a Negrín para que interviniera ante semejante indisciplina, aunque ya no tuviera mucho arreglo el estropicio que había hecho en sus planes. Y, acaso porque realmente la cosa tenía ya poco arreglo, Negrín decidió no hacer absolutamente nada. La autoridad quedó así quebrada. Aunque posteriormente se pusieron en marcha, tarde y mal, los ataques en Madrid y Extremadura, era como si el Ejército se hubiera dividido entonces en dos: el que permanecía en Madrid, y que luego al mando del coronel Casado se rebeló contra Negrín en los primeros días de marzo, y el que luchaba en Cataluña. Tras ese primer roce vino un segundo. Después de la caída de Rosas, y viendo que el enemigo era intratable, el 31 de enero Rojo le pasó a Negrín una propuesta de rendición. El jefe de Gobierno la rechazó, y seguramente empezó a establecer unas ciertas distancias con el militar que, finalmente, se tradujeron en la orden que le dio poco después. No contaba con él para seguir la resistencia, debía quedarse en Francia a cargo del Ejército. El 12 de febrero, Rojo escribió la primera de las cartas incendiarias que envió a Negrín durante aquellos dramáticos momentos de profunda crisis. "El Gobierno nos ha dejado absolutamente abandonados", le decía allí. Ha conseguido cumplir los preceptos institucionales y "ha puesto fuera de todo peligro al Presidente de la República, al de las Cortes, a los Gobiernos de la Generalitat y de Euskadi, a los diputados y a todos los altos, medios y bajos funcionarios de la administración; pero se ha olvidado de que la constitución no se escribió para esa minoría, como se ha olvidado también de que las reservas económicas del Estado no eran solamente de esa minoría". Índice
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Rojo no soportaba el trato que estaban recibiendo sus compañeros militares. A los jefes y oficiales republicanos que no habían sido internados en los campos, la policía los perseguía "como malhechores". Así que se puso en contacto con las autoridades francesas y, acompañado por el general Jurado, viajó a París a tratar con el embajador de la suerte del Ejército, y en Toulouse se reunió con alguno de los ministros del Gobierno que pasó por allí y con el cónsul. No consiguió nada. De ahí su irritación. Su furia, entonces, lo llevó en primer lugar a dimitir de todos sus cargos y luego a hacer una serie de exigencias que tenían que ver con la suerte del Ejército. Más adelante hubo más cartas. Como nunca llegaron a ponerse en marcha medidas que aliviaran la durísima situación que se vivía en los campos de concentración, el general no dejó de exigir un trato mejor para sus soldados. Siguió reuniéndose, y siguió chocando, con distintas autoridades civiles. Volcaba su frustración en nuevas misivas a Negrín, que este nunca contestaba. Fue entonces cuando, en Perpiñán, le avisaron de que el jefe de Gobierno lo reclamaba en la zona central. El general Rojo se negó a ir mientras no recibiera un documento oficial. Sospechaba que había una conjura y que querían quitárselo de en medio. Así que no fue en el viaje que salió de Francia el día 19, y la tensión volvió a crecer entre los viejos amigos. El 28, cuando se produjo la renuncia de Azaña, estalló de nuevo. "Me he quedado sin Patria y sin casa y sin dinero", le escribió a Negrín. Poco más tarde, sin embargo, el día 3, su tono había cambiado drásticamente. Le anunciaba haber recibido, por fin, su petición formal de que regresara a España y le decía que ya había hablado con Martínez Barrio, que sustituía a Azaña como presidente, para regresar cuanto antes. Índice
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Ese viaje no llegó a realizarse nunca. El golpe de Casado precipitó el final del Gobierno de Negrín. Poco después, se ini-
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ciaba el avance definitivo de las tropas franquistas, que fueron conquistando los últimos focos de resistencia. El 1 de abril todo había acabado. El general Rojo intentaba asimilar el significado terrible de aquella derrota en Vernet-les-Bains. Vivía allí con su mujer y seis de sus siete hijos (uno de ellos se había quedado en España). Su situación era mucho mejor que la de muchos de sus compatriotas. En aquella localidad, sin ir más lejos, había otro campo, uno de los peores. Los franceses habían enviado allí a los que consideraban más peligrosos, a anarquistas de la 26.a División y a 150 brigadistas internacionales. De ese campo, Arthur Koestler escribió: "desde el punto de vista de la comida, de las instalaciones y de la higiene, Vernet estaba incluso por debajo de un campo de concentración nazi". TRES. Cuando ya no hubo nada que hacer, cuando la República había sido definitivamente derrotada, el general que desde mayo de 1937 había sido la autoridad militar más importante en la lucha contra las fuerzas que se rebelaron el 18 de julio de 1936 se dedicó a ordenar sus ideas y a volcar en el que sería su primer libro sobre la Guerra Civil sus impresiones sobre la campaña de Cataluña. ¡Alerta los pueblos! tiene el nervio de los textos escritos con urgencia y, como quien dice, está hecho con sangre, sudor y lágrimas. Quizá sea esa, la de escribir, otra de las marcas que la derrota grabó en la vida de Vicente Rojo. Desde entonces, y durante largas temporadas, el militar fue desplazado por el escritor. ¡Alerta los pueblos! fue solo el primer paso. Índice
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El siguiente se produciría unos meses más tarde. Aquel dramático interrogante, "¿Adónde van?", que el general escribió en ese libro cuando trataba de las largas filas de españoles que peleaban por salir de España, se convirtió enseguida en una pregunta que le interpelaba a él mismo. Adónde ir, qué hacer, cómo reconstruir una vida deshecha. Eran cuestiones que obsesionaban a Rojo como obsesionaban a miles y miles de españoles. Había que empezar de nuevo. Ni patria, ni casa, ni dinero, le había dicho a Negrín. Y era cierto. Quizá Rojo hubiera tenido algunas facilidades para instalarse en México o la Unión Soviética, los dos países que más claramente habían apoyado a la República. Pero ninguno de aquellos destinos le resultaba estimulante. No quería saber nada de los políticos, y mucho menos de las pugnas partidistas que, tal como acababa de analizar en su libro, habían sido decisivas para debilitar al bando leal frente al enemigo. Por eso no quería ir a México: allí se habían instalado parte de las autoridades y muchos de los militares más politizados. Tampoco quería dirigirse a la Unión Soviética: no era comunista, ni le gustaban sus manejos, por mucho que hubiera apreciado la entrega de los combatientes de esa ideología, por mucho que valorara su disciplina y su compromiso con la causa que le tocó defender. En Argentina residía una tía de su mujer, que era monja, y aunque aquel país aceptaba refugiados con cuentagotas decidió probar. Lo ayudó también un paisano de Fuente la Higuera, el pueblo donde había nacido en 1894. Se trataba de don Pío Tortosa, un caballero del que jamás había oído hablar pero con el que inició una relación epistolar desde que, en 1937 y ya como jefe del Estado Mayor del Ejército republicano, recibió una Índice
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carta suya. Don Pío le contaba, en aquel primer contacto, que se había instalado en Tucumán y que iba a mandar a un hijo suyo para luchar por la República. Y le rogaba que le echara un cable. Más adelante fue don Pío el que ayudó al general. En cuanto supo que su paisano proyectaba instalarse en Argentina, se embarcó en la titánica tarea de conseguir los visados. Recurrió al intendente municipal de Tucumán, que tenía una estrecha relación con Marcelo Torcuato de Alvear, quien había sido presidente entre 1922 y 1928 con la Unión Cívica Radical. Y este no dudó en ayudar al militar republicano. El contacto con la tía Amparo tuvo una complicación, de alguna manera previsible: se trataba de una monja. Y, por tanto, veía como un monstruo a aquel marido de su sobrina que había peleado al lado de los que quemaban iglesias y mataban religiosos. El general no tuvo más remedio que encajar alguna regañina. "Tú en ese paso erraste, hijo mío", le escribió tía Amparo en una carta, "pues bien ahora sin descorazonarte haz frente a las humillaciones a que tengas que someterte". Así de claro lo tenía aquella monja, viviendo incluso tan lejos, en Argentina. Era la lógica del vencedor: quien no había estado con ellos se había equivocado, quien se había equivocado debía someterse a las humillaciones que le correspondieran. La de mirar a otra parte, y evitar gresca alguna con aquella monja, no era desde luego de las más graves. La tía Amparo fue, en cualquier caso, generosa. Les abrió las puertas de Buenos Aires y los alojó, cuando llegaron, en el sanatorio Calcagno, que era entonces regentado por las religiosas de la orden a la que pertenecía. El dinero para los billetes lo dio el Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles (SERE), que había puesto en Índice
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marcha Negrín. "Marcho a la República Argentina amparado en la hospitalidad de ese país, en la de un paisano mío, a quien no conozco, y en la de una religiosa pariente de mi mujer, que acoge en una residencia de niños a algunos de mis hijos menores", le escribió el general Rojo a su antiguo jefe antes de partir. "Me queda por saldar con usted una deuda y es justo que no la deje pendiente", le decía también. Había recibido del jefe de Gobierno al entrar a Francia un dinero para atender a jefes y oficiales. Así que le incluía una relación donde detallaba dónde habían ido a parar todas aquellas pesetas. "No se la llevo personalmente porque no es correcto que lo haga después de haberse negado usted a recibirme", añadía. Intentaba, además, aclarar cada uno de los supuestos equívocos que habían afectado a su relación desde que cruzaron la frontera. Y le agradecía la ayuda del SERE para el viaje. Partieron en El Alcántara, un barco inglés, desde el puerto de Cherburgo. Viajaron en segunda clase. Dejaban en España a uno de los hijos del general: no habían podido conseguir hasta entonces que se reuniera con ellos. En primera estaba José Ortega y Gasset, que iba a dar a Buenos Aires unas conferencias. Ahí lejos quedó Europa. Empezaba para todos otra cosa. Un nuevo mundo, una nueva vida, otras historias, otras batallas. CUATRO. "La colonia española se estructura por regiones y naturalmente cada región asume el deber moral de ayudar a los suyos", escribió el general Rojo en uno de los múltiples textos que pueden encontrarse en su archivo. Como había salido muy niño de Valencia, y no hablaba valenciano, sus paisanos se desentendieron de él. Pero, como era de aquellas zonas, los Índice
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castellanos tampoco quisieron saber nada. "Conmigo se han empeñado en que soy comunista", contaba allí. "Los verdaderos comunistas, que saben que no lo soy, es natural que no me ayuden porque tienen que ayudar a los suyos, mientras que los no comunistas tampoco lo hacen porque estiman que tal obligación debe recaer sobre mis supuestos correligionarios. Otros me han colgado el sambenito de masón. Los masones que saben que no lo soy no tienen por qué ocuparse de mí y los demás que me creen masón delegan en los masones la obligación de ayudarme en mis esfuerzos por hallar trabajo". Ni siquiera, afirmaba, los intelectuales le habían hecho sitio entre los suyos. Al fin y al cabo, era un militar. 78
Y, sin embargo, en Buenos Aires el general Rojo pudo sobrevivir gracias a la escritura. Nada más bajar de El Alcántara, el 29 de agosto de 1939, lo esperaban los periodistas de Crítica para hacer una amplia cobertura de su llegada. Fue en ese diario, fundado por Natalio Botana, donde empezó a colaborar el 4 de septiembre. La Segunda Guerra Mundial acababa de empezar. El militar republicano fue contratado como comentarista militar, y como tal siguió todas las maniobras que se iban produciendo en los distintos frentes. El escritor cubano Rafael Rojas explica en uno de sus últimos libros, Tumbas sin sosiego, que cuantos se ven obligados a salir de sus respectivos países se ven siempre asediados por esa patria que han dejado atrás. "Idealización del pasado, dilemas de identidad y asimilación, lejanía y regreso, inseguridad y desarraigo, nacionalismo y transculturación, heterogeneidad y consenso, espera y esperanza, politización y hostilidad": todo eso pesa en el exilio. Y está la sensación de provisionalidad, que, en Índice
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el caso español, era muy fuerte. Una gran mayoría confiaba en que la guerra que se lidiaba en Europa terminaría por liquidar al régimen de Franco. Así que había que estar preparado para el regreso. En realidad, la guerra estaba entonces demasiado cerca. Y, por pequeña que fuera la colonia española que se había instalado en Buenos Aires, los viejos conflictos que se acababan de vivir en España se reproducían con facilidad. Lo más lógico es que, ante ese eventual final de la Dictadura, que podría coincidir con el triunfo de los aliados en la guerra mundial que se estaba librando, los republicanos fomentaran lo que los unía. Y no lo que los separaba. Pero fue justamente eso lo que hicieron. Cada capilla defendió su credo; cada capilla levantó sus baluartes frente a los otros; cada capilla, por así decirlo, rezó a los suyos. Y detrás de eso venían los inevitables ajustes de cuentas. De quién había sido la culpa de la derrota. Y la culpa siempre era del otro. El general Rojo escribía sus crónicas sobre la Segunda Guerra Mundial para Crítica. La Nación, otro periódico de referencia, le encargó que contara lo que había pasado en España. Publicó a partir de ese momento, y con abundantes imágenes, cómo se libraron las grandes batallas: la de Madrid, el Jarama, Guadalajara, Brunete, Belchite, Teruel, Levante, el Ebro... Aquellos textos, que terminarían por convertirse en España heroica, su segundo libro sobre la Guerra Civil,2 constituyen un apasionado homenaje a los españoles que se habían visto forzados a defender a la República del asedio de las tropas de
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España heroica: diez bocetos de la guerra española, Buenos Aires, Americales, 1942 (reeditado en 1961 en México, por Era, y en Barcelona, por Ariel, en 1975).
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los militares rebeldes. Un canto al Ejército Popular, una celebración de la entrega del pueblo en armas, la tristísima crónica de una batalla perdida: la de detener el avance de unas fuerzas apoyadas por la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y Portugal, y donde las tropas más fieras eran las de los curtidos marroquíes que actuaban en vanguardia. Las democracias europeas habían mirado hacia otra parte. Esa era una de las heridas que más tardarían en cicatrizar.
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Idealizar el pasado, sufrir una profunda crisis de identidad, seguir atado al mundo que se ha dejado atrás y no poder integrarse en el nuevo. El general Rojo vivió también en Argentina de las conferencias a las que lo invitaron. En algunas de ellas empezaron a manifestarse, de manera más radical, los síntomas de esa terrible enfermedad, la de la guerra. Y es que algunas de las figuras republicanas con las que coincidió en este o en aquel lugar habían empezado ya a reescribir la historia. Y el militar, que había conocido de cerca el sacrificio de los combatientes, no podía aceptar que algunos de aquellos grandes oradores exaltaran a aquellos que habían conseguido librarse de sus obligaciones en el frente. Le ocurrió con quien había sido durante la República presidente del Tribunal Supremo y le tocó también oírselo decir a un ministro de Justicia: que era legítimo haber huido de los reclutamientos porque se trataba de una guerra injusta. Rojo empezó a sentirse cada vez más extraño entre aquellos que, de alguna manera, eran los suyos. Y cada vez empezó a ser más firme su afán de salir de los círculos del exilio para integrarse del todo en la sociedad argentina. Pero eso no habría de ocurrirle sino más tarde, cuando llegó a Bolivia. Índice
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Su iniciativa más ambiciosa en Buenos Aires fue la revista Pensamiento Español. Sus grandes objetivos fueron, de un lado, "acabar con las pugnas que hoy dividen a los republicanos españoles" y, de otro, luchar para rescatar "la libertad del pueblo español, restableciendo su derecho inajenable a pensar y expresarse libremente y a disponer por sí mismo de sus destinos". El primer número apareció en mayo de 1941 y no dejó de publicarse hasta enero de 1943. En uno de los primeros editoriales, que casi siempre escribía el general Rojo, insistía en la necesidad de la unidad. "Encontraríamos muy normal que los republicanos siguieran luchando encarnizadamente por la hegemonía de sus grupos, pero no en el extranjero, no cuando se hace necesaria la unión de todos para recuperar la libertad que perdimos". Y fue esa obsesión por la unidad la que precipitó la salida de Rojo, y del general Jurado, de ese proyecto que, en realidad, había sido sobre todo iniciativa suya. En septiembre de 1941, el ex presidente del País Vasco durante la República visitó Argentina. José Antonio Aguirre pronunció una exaltada conferencia, en la que prácticamente no hubo referencia alguna a España. Ahí, en el exilio, la secesión de los vascos parecía haberse consumado. Y el público no cesaba de dar vítores a lo que, en el fondo, no era más que un castillo sobre el aire. El número siguiente de Pensamiento Español era rotundo. "Nuestra profesión de fe española, democrática, republicana y popular nos exige afirmar que no admitimos otro nacionalismo que el español", se decía allí. "Nuestra República ha sido autonomista y autonomistas somos", afirmaban después. Y luego remataban: "hasta ahí llegamos nosotros porque esa es la Ley y la voluntad de la nación española". Y claro que todo eso podría Índice
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cambiarse, pero debía hacerse respetando las reglas de juego. En el parlamento. Y, para que este volviera a existir, para Rojo era esencial que la batalla contra la Dictadura la libraran bajo el signo de la unidad, y no del oportunismo. Los editoriales no sentaron bien. Mejor, no les sentaron bien a todos. Los miembros del consejo de redacción que se encontraban próximos a partidos nacionalistas, que los habían fundado, militaban o simpatizaban con ellos, se apartaron del proyecto. Las fisuras se hicieron cada vez más grandes, y Rojo y Jurado comprendieron que no tenía sentido continuar. Así que se fueron. Una nota más de amargura a la vieja amargura de la derrota. Otra marca del exilio. La incomprensión, las batallas partidistas, la falta de sintonía. Lo mejor de la época de Buenos Aires no ocurrió, sin embargo, en Buenos Aires. Sucedió en Uruguay, en un remoto paraje cerca del cabo de Santa María. Fue en el verano de 1941. Francisco, el hijo del general que había quedado en España, pudo zarpar por fin de Gijón en el Monte lgueldo, un barco que transportaba, entre otras cosas, unas 700 toneladas de cajones de sidra. Se dirigía hacia Montevideo, pero un fuerte temporal lo desvió de su trayecto y terminó encallando en unos bancos de arena en las costas de Rocha, frente a Garzón. El general viajó hacia allí. Su hijo desembarcó. Se abrazaron. La última cuenta pendiente había sido liquidada. La guerra separó a uno de los hijos de la familia durante cinco años. Temieron que fuera ya un extraño, que se hubiera alimentado del odio del otro lado, que no conectara más. Nada de eso. Paco se integró perfectamente. De alguna manera, fue a partir de ese momento cuando pudieron empezar de verdad una nueva vida. Índice
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CINCO. Esa vida nueva no comenzó hasta unos años más tarde. O, con mayor precisión, arrancó en enero de 1943, cuando el general Rojo llegó a Cochabamba, en Bolivia, para instalarse como profesor de su Escuela de Guerra. Lo habían contratado, inicialmente, durante cinco años. Estuvo allí hasta que terminó el curso 1955-1956. Llegó para ocuparse de una cátedra, la de Jefe de Conducción y Servicio de Estado Mayor, y por su prestigio se lo nombró enseguida jefe de profesorado en materias militares. Sus clases teóricas fueron muy celebradas, pero también tuvo fama por sus explicaciones sobre el terreno. Pudo viajar por Bolivia, y conoció cada uno de sus rincones como solo puede conocerlos un militar que ha de saber todos sus secretos, todas sus posibilidades y sus flaquezas. "He trabajado tan intensamente y tan a gusto, he forjado tan buenas amistades, me he compenetrado tan entrañablemente con el alma de Bolivia y los afanes de sus hombres [...]", escribió el general Rojo mucho después en su breve Autobiografía.3 La consideró siempre su segunda patria. "He tenido la fortuna de vivirla y gozarla manteniéndome absolutamente alejado de la permanente fiebre revolucionaria que la agita, de sus discordias políticas, de sus dramas sociales, no obstante haberlos vivido día a día y hora a hora, incluso en las situaciones más críticas, crueles y apasionadas". El general Rojo tuvo suerte. Cuando la situación en Buenos Aires se hacía, día a día, más insostenible, fue invitado en diciembre de 1942 por un viejo colaborador de la colección militar que puso en marcha en la Academia de Toledo en los años 3
Esta obra permanece inédita.
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veinte, y que se prolongó durante la República, a dar unas conferencias en La Paz. Allí lo escucharon el entonces presidente de la República, el general Enrique Peñaranda, y su ministro de Defensa y jefe del Estado Mayor del Ejército, Antenor Ichazo. Decidieron controlarlo. Y, francamente, lo hicieron a velocidad de rayo. Fueron catorce años los que vivió Vicente Rojo en Bolivia. Ahí en una casa del barrio de Muyurina, en la calle Aniceto Arce. Seis de sus siete hijos se casaron en el país andino. De allí son la mayoría de sus nietos. Fue tal el cariño que tuvo por esa tierra y sus paisajes que dedicó uno de sus libros, acaso el más entrañable, a contar los viajes que realizó y a rendir homenaje a sus gentes. Se titula Caminar 4 y en sus páginas puede encon84
trarse ese frío que "bate y arruga el ánimo", pero también el calor del trópico. Está la belleza de las cordilleras y está la dureza del Chaco. Están sus platos picantes y sus bailes (taquiraris, carnavalitos, waiñus...). Está la sencillez de un mundo que terminó siendo suyo: "tolares y paja brava, rediles y rebaños de ovejas, algunas tropillas de llamas cargadas con minúsculos hatos". ¿Qué decir de Bolivia? Algunos teóricos han sostenido de las novelas que solo tratan de fracasos y de dolor y de sufrimientos porque la felicidad no le interesa a nadie, y difícilmente se puede contar. Así que las cosas se podrían cerrar diciendo simplemente que aquellos catorce años fueron en la vida del general Rojo un oasis y que su vida allí fue una vida tranquila. Punto. No hay más. Sin embargo, siempre hay ruidos en el exilio. La novelista británica Eva Figes, que formaba parte de una familia judía laica, 4
La Paz, Empresa Editora Universo, 1965.
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tuvo que abandonar Berlín de niña unos años después de que los nazis tomaran el poder y se instaló en Londres. En un libro de corte autobiográfico cuenta que durante su adolescencia se llevó muy mal con su madre. Escribe de ella: "Parecía que no hubiera aprendido nada de la catástrofe que había sacudido el mundo. De 1945 en adelante, centró toda su existencia en la posición social, en las apariencias, en tener mejores posesiones materiales que sus vecinas y demás conocidos. Un amigo de la infancia, hijo de nuestro médico de cabecera durante los años de la guerra, la recuerda como una mujer 'muy refinada'. Se asombró cuando recientemente le conté qué se cocía de puertas para adentro". La historia de Eva Figes nada tiene que ver con la historia de la familia Rojo. Lo que se trata de recoger de esa experiencia es que, lejos de casa y en un país cuyas reglas se desconocen, nunca se sabe en realidad lo que en cada familia se cuece de puertas para adentro. La mujer del general Rojo, Teresa, nunca se adaptó, ni en Argentina ni, mucho menos, en Bolivia. Siempre añoró la España que había abandonado. Pudo regresar por primera vez, de visita, en 1953. Soñaba con recuperar aquel mundo que había dejado. El de sus amigas de Toledo, por ejemplo, las otras mujeres de los oficiales que, como su marido, enseñaban en la Academia. La ligereza de la juventud, la espontánea alegría de la complicidad, la ingenua seguridad de que todos los sueños son posibles. La decepción fue tremenda. Sus antiguas amigas no quisieron recibirla, los compañeros de su marido la ignoraron. Un día, cuando volvía de misa, tuvo que padecer un incómodo episodio. Vio de lejos que iba a cruzarse con un viejo amigo de Índice
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su marido, un militar de derechas al que habían refugiado en su casa de Madrid cuando estalló la guerra para protegerlo de los excesos revolucionarios. Iba a volverlo a saludar después de tantos años, pero cuando iban aproximándose y estaban a punto de encontrarse el hombre cambió de acera, no fuera a encontrarse con la esposa del general republicano. Como había ocurrido con la madre de Eva Figes, parecía que tampoco Teresa, la mujer de Rojo, hubiera aprendido nada de la catástrofe que había sacudido España. El exilio lo trastoca todo. El país que se ha dejado atrás sigue su marcha, se transforma, muda de piel. Pero el que está
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fuera sigue, en el fondo, habitando el mundo del que salió. O, incluso, quizá las cosas sean todavía más complicadas. El exiliado recoge las noticias que le llegan de su país y las incorpora como un pegote a la imagen que conserva del mismo. Coloca lo nuevo, lo que le dicen que es nuevo, en las viejas circunstancias, y en los valores y los paisajes que dejó atrás. Pero todo eso, en el fondo, es una locura. Porque nada se corresponde. El miedo que inoculó la Dictadura en los españoles no tenía nada que ver con el país que se quería abierto al mundo de la República, con ese país que procuraba conquistar la modernidad. Quien habita el exilio no está en ninguna parte. No sabe colocar las noticias que recibe en el lugar preciso, no tiene ya las coordenadas del mundo al que cree pertenecer. En enero de 1946, el general Rojo se ocupaba en Cochabamba de la redacción de un ambicioso proyecto. Lo tituló Momento español.' Tenía muy claro por qué tomaba la palabra: la Segunda Guerra Mundial 5
Obra que permanece inédita.
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había terminado hacía poco. "España tenía el derecho a ser el primer pueblo que exigiese sanciones y reparaciones a la Alemania e Italia vencidas porque fueron los primeros países que la agredieron", escribió allí. Afirmaba, después, que Franco ganó la guerra porque de no haber sido así "los que financiaron su subida al poder (Inglaterra, Estados Unidos, Alemania e Italia) no hubieran podido cobrar la deuda". La política de no intervención, pues, estuvo influida por los intereses de las empresas y de los financieros que colaboraron con el golpe de los militares rebeldes. "Tras cada éxito de nuestro ejército popular se apretaban las clavijas del bloqueo y el aislamiento hasta que perecimos asfixiados", recordaba el general republicano. Así que había llegado el momento de España. Si había de salir un nuevo mundo de las ruinas de aquella terrible guerra, España debía también reinventarse. La dictadura franquista no tenía, por tanto, ningún sentido ya. "A los seis años de victoria hay hambre, miseria, inconvivencia, odios profundos, falta de trabajo, desunión, todo cuanto puede acusar un pueblo caído en el caos y que se sostiene como colectividad organizada por el orden avasallador de la fuerza ejercida con terrorismo". Ese era el diagnóstico de Rojo. "Todos obedecen", decía también, "pero todos llevan dentro su rencor, su desconfianza, su quiebra moral, porque ninguno quería a España así, porque el español más lerdo sabe que España no puede ser así". En el libro aquel, Rojo se ocupaba también del "fracaso de los republicanos". "Nos cuesta mucho escribir este capítulo", confesaba utilizando el plural mayestático. "Quiero que la República se salve reapareciendo limpia de cuanto la ha corrompido y para ello será preciso saber quiénes, cómo y por qué Índice
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llegaron a corromperla". Y seguía: "Capillitas, camarillas, santones" y "aspiraciones de alcaldía de pueblo, de gobernación de provincia, de ministerio, a costa de lo que sea, adulando al amo futuro al que sirven de 'claque' [...1". Las huellas de sus desagradables experiencias en Argentina eran evidentes. Así que machacó a Franco, pero también fue en ese libro muy duro con los republicanos. "Admito la posibilidad de ser llamado algún día a desempeñar una función de responsabilidad rigiendo los destinos de mi pueblo", escribió en la primera página de aquel libro, "y lo admito, no obstante carecer de toda clase de ambiciones políticas, por razón de mi independencia y de la honrada intención con que he actuado siempre". Un poco después añadía: "Por si aquello ocurriese, he querido prepararme para actuar con buen sentido". Por eso volvió allí sobre la historia de España, por eso reconstruyó lo que había provocado la guerra. Y por eso concluía que la Dictadura no servía, ni tampoco la estéril división de los republicanos. El exilio, seguramente fue el exilio, lo llevó a pensar que acaso pudiera ser necesario, por su independencia, para construir un nuevo país democrático. Lo más probable es que, dentro de España, fueran ya muy pocos los que se acordaran del militar republicano. El terror de la Dictadura hacía tiempo que había acabado ya con la buena memoria de los españoles. Solo el exilio podía producir semejantes espejismos. SEIS. En marzo de 1957 Vicente Rojo, su mujer, Teresa, y su hija pequeña, María Dolores, regresaron a España. El general creía que volvían a casa. No sabía que, en realidad, se dirigían hacia otro exilio, acaso más duro, mucho más inclemente y triste. El enfisema pulmonar que padecía lo amenazaba de muerte. Índice
José Andrés Rojo
De hecho, cuando hubo terminado sus clases en la Escuela de Guerra el año anterior, los médicos le sugirieron que debía abandonar Bolivia. La altura lo podía fulminar en pocos meses. Rojo había dado los primeros pasos para volver en 1954. Entendía que los acuerdos con Estados Unidos y con la Santa Sede, y la entrada de España en la ONU, lo obligaban a estar presente para hacer algo contra la deriva en la que entraba la Dictadura. Tras mucho papeleo, consiguió que en febrero de 1957, y durante un Consejo de Ministros, se autorizaran sus visados. Salió de Cochabamba en tren con destino a Buenos Aires. El tren se detuvo en todas las paradas, donde el general era agasajado por la guarnición militar de cada lugar. Rojo había aprendido a amar Bolivia. Aquellos soldados que lo fueron a despedir cuando se iba le querían decir que Bolivia lloraba su partida. En Buenos Aires zarpó en un barco que lo trajo a Barcelona. Un mes después de su llegada fue citado a declarar por el coronel Eymar, juez instructor militar y responsable fundamental de la represión y castigo de los militares que habían permanecido leales a la República. El 16 de julio lo llamó el juez: su expediente informativo había sido elevado a causa criminal. Lo acusaban de rebelión militar. El Consejo de Guerra tuvo lugar el 5 de diciembre. En el fallo se lee que lo condenaron finalmente por el delito de "Adhesión a la Rebelión Militar" a la pena de "reclusión perpetua (30 años de Reclusión Mayor), con las accesorias, militar de pérdida de empleo y común de interdicción civil e inhabilitación absoluta". En febrero de 1958, el general Rojo recibió el indulto. Le perdonaron la cárcel, pero mantuvieron las condenas accesorias. Se clasificó a sí mismo, pues, como "muerto civil". No le estaba Índice
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permitido nada, sino seguir viviendo. Ni viajar fuera del país, ni firmar documento alguno, ni tener cuenta corriente. Ni, ni, ni. Se había instalado en la casa de su suegro, en Ríos Rosas. Ganarse la vida fue, para ese hombre ya mayor, una de las mayores dificultades. La hipótesis de que iba a morir pronto resultó fallida. Así que la marca de este último y peculiar exilio fue la escritura. Escribió una breve autobiografía, una novela que tituló con un signo de interrogación, una historia de España, aforismos sobre lo divino y lo humano, anécdotas de la Guerra Civil, cartas. En una de ellas, de 1965, que dirigió a un amigo sacerdote que vivía en Sucre (Bolivia), le decía: "Inevitablemente he ido cayendo en un estado de abulia, es el efecto fatal de los años y los estragos físicos, sin que la fortaleza espiritual, que gracias a Dios conservo, hayan podido impedirlo; así me veo cada día más solitario o más encastillado en esa fortaleza, lo que equivale a decirle que mi fe no se quebranta y menos ahora que gracias ala ayuda que recibo del Gobierno de Bolivia, la situación de paria a que me redujeron aquí se ha visto resuelta desde el año pasado económicamente". Al final fue su segunda patria la que lo ayudó a pasar sus últimos años. Y, claro, los que lo rodeaban. El 15 de junio de 1966, el general Rojo murió en Madrid. La necrológica que publicó en París el historiador Manuel Tuñón de Lara se tituló "Ha muerto un caballero". Terminaba con estas palabras: "Y en los más apartados rincones de España y del mundo, tanto los que fuimos sus soldados, como muchos a los que el destino deparó combatir frente a él, como los que pertenecen a las nuevas generaciones se cuadran respetuosos ante la memoria de quien pertenece a España entera, y dicen `iink sus órdenes, mi general!". Índice
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ESPAÑA EN BLANCO Y NEGRO. ¿HUBO ALGUNA VEZ UN CINE FRANQUISTA? Agustín Sánchez Vidal
La expresión España en blanco y negro se ha utilizado en ocasiones para contraponer dos de las visiones más arraigadas sobre nuestro país, no por tópicas menos operativas. Por un lado, una España blanca, meridional, luminosa, optimista, escapista, conformista. Y, frente a ella, otra España negra, norteña, sombría, pesimista, más comprometida y crítica. Así, por ejemplo, en 1998, cuando se cumplía un siglo del Desastre famoso, la Fundación Cultural Mapfre y el Museo de Bellas Artes de Bilbao utilizaron ese enunciado para titular una exposición en la que se contraponían las perspectivas sustentadas por dos de los pintores más representativos durante el cambio del siglo xix al xx: el valenciano Joaquín Sorolla y el vasco Ignacio Zuloaga. Y al rastrear sus itinerarios terminaba constatándose que, en realidad, el punto de partida de ambos no era tan diferente (Velázquez, sobre todo), ni tampoco el de llegada, ya que habían terminado convergiendo bastante más de lo que se cree. Otros partícipes de esa misma crisis finisecular recurrirían también al autor de Las Meninas como una de las referencias para establecer la citada polaridad entre las dos Españas. Ese Índice
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fue el caso de Ramón del Valle-Inclán en este elocuente pasaje de su novela Viva mi dueño: "Sobre la Pradera de San Isidro, gladiaban amarillos y rojos goyescos, en contraste con la límpida quietud velazqueña que depuraba los límites azulinos del Pardo y la Moncloa. La luz de la tarde madrileña definía los ámbitos en que se combate eternamente la dualidad del alma española... La unidad del credo religioso, que a lo largo de tres sombrías centurias pudo hacer las veces de vínculo político, se relajaba ya impotente para mantener la ficción, una vez abolidas las hogueras del Santo Oficio... Dos Españas acendraban sus luces en el horizonte de herrenales y tejares, dos almas opuestas dilataban hasta opuestas playas su vasto secreto, en el silencio de la tarde. Verdes fríos, pinares brumosos, adustos roquedos, muda94
bles mares, lluvias y vientos, intuía la sierra, frente a la llanura encendida de ecos africanos, vocinglera de zambras y majezas, amarilla de espartos, reseca de sedes". Este texto manifiesta idéntica contraposición entre lo norteño y lo meridional que la apuntada más arriba. O, si se quiere, entre la vocación europeísta y los atavismos africanos de la Península Ibérica. Y lo hace enfrentando lo velazqueño y lo goyesco, en un marco de referencias que revisa nuestro pasado imperial a la luz del noventayochismo. Después de todo, la llamada generación del 98 recibe su nombre de una fecha en la que coinciden el Desastre y el cuarto centenario de la muerte de Felipe II. Al año siguiente, 1899, se publicaría La España negra de Regoyos y Verhaeren. Su entorno semántico salpicará el término leyenda negra, que —aunque utilizado ya por Emilia Pardo Bazán y Vicente Blasco Ibáñez— se asentará años más tarde en Índice
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el idioma a través del libro de Julián Juderías y Loyot titulado La leyenda negra: estudios acerca del concepto de España en el extranjero. La citada obra de Regoyos y Verhaeren elude el color local o chillón, deja fuera a Andalucía y se centra en el norte y Castilla, procurando verlo todo de noche. Un espíritu que será retomado por el pintor y escritor José Gutiérrez Solana en su libro homónimo de 1920, La España negra. Esto, por lo que se refiere al título y propósito que encabeza En cuanto al subtítulo ("¿Hubo alguna vez un cine páginas. estas franquista?"), su interrogación se debe a las dudas sobre la verdadera especificidad de fondo de las películas rodadas durante el franquismo. 0, dicho de otro modo, la espinosa cuestión de si algunas de las más arraigadas constantes del considerado cine franquista no serían en realidad características residuales del republicano de corte populista consolidado antes de la Guerra Civil, a través de empresas productoras como Cifesa y Filmófono. El primer impulso ante dicha pregunta es contestar que, claro que sí, que algo o mucho debió haber, puesto que el propio Caudillo perpetró un guión de cine, Raza, dirigido en 1941 por el primo del fundador de Falange, José Luis Sáenz de Heredia, quien hubo de recaer en 1964 con la película hagiográfica Franco, ese hombre. A primera vista no se pueden pedir mejor marchamo ni mayores garantías ideológicas. Pero las cosas se tuercen un tanto cuando se repara en que la película Raza sufrió los cortes de la censura, dando lugar en 1950 a una versión mutilada, para acomodarla a las nuevas circunstancias internacionales resultantes de la derrota del Eje y la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Índice
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Para acabar de arreglarlo, debe recordarse que José Luis Sáenz de Heredia trabajó con Buñuel en Filmófono, donde en 1935 y 1936 aprendió el oficio dirigiendo dos películas a sus órdenes. Especialmente la primera, La hija de Juan Simón,
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porque en la segunda, ¿Quién me quiere a mí?, el realizador aragonés intervino menos. La contratación de Sáenz de Heredia se debió al despido del anterior director de La hija de Juan Simón, Nemesio M. Sobrevila. Y le indicaron con toda franqueza que sería un director más de nombre que de hecho: él haría en el plató lo que le dijera Buñuel en su calidad de productor ejecutivo, y luego aparecería en los títulos de crédito dando la cara como firmón. Así lo ha reconocido él mismo en varias entrevistas: "Cada día antes del rodaje veía a Buñuel y me decía exactamente cómo quería que se rodara cada escena. Yo supervisaba el rodaje en el plató. Por la noche Buñuel veía las tomas y hacía todo el montaje. También intervenía en el guión. Aunque no interfirió en el rodaje, fue él quien hizo la película". No solo eso: Sáenz de Heredia sobrevivió a la Guerra Civil gracias a que el realizador aragonés le salvó la vida. Se dirá que esto son circunstancias más o menos azarosas. Pero a ello cabría responder que en el tránsito de los años cincuenta a los sesenta, cuando los estudiantes menos adictos al régimen organizaron una huelga pidiendo el cese del director de la Escuela de Cine, fue al veterano realizador a quien recurrieron como candidato para tomar el relevo. La propuesta de ponerlo al frente partió de Basilio Martín Patino, José Luis Borau, Mario Camus, Miguel Picazo y Julio Diamante. O sea, los integrantes de las nuevas promociones y, en el caso de Patino, el organizador de las ConverÍndice
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saciones de Salamanca de 1955, que suelen postularse como la alternativa crítica al cine del franquismo. Y, en efecto, Sáenz de Heredia dirigió dicho centro de formación fílmica desde 1959 a 1963, en las fechas más decisivas para la consolidación del Nuevo Cine Español, siendo considerado el mejor padrino que tuvieron aquellos jóvenes de cara a la industria. Aclarados el título y el subtítulo de estas líneas, podría pensarse que quizá hubiera sido más adecuado algo así como "Continuidades y rupturas en el cine español antes y después de 1939". Pero eso habría hecho pensar que en ellas se iban a abordar los efectos de la Guerra Civil y la victoria franquista en el grueso del cine español. Lo que resulta una tarea manifiestamente imposible en el espacio asignado. Estas páginas solo se centrarán en uno de sus aspectos concretos, a modo de hilo conductor, estableciendo algunas comparaciones representativas antes y después de 1939. No se trata de una cuestión secundaria, ciertamente, sino central, ya que afecta al núcleo comercial del cine español. Esto es, lo que el público deseaba ver mayoritariamente, no lo que se le intentó imponer por diversas razones. En unos casos, como propaganda al servicio del franquismo u otras ideologías. En otros —el llamado cine de autor— por estar concebido más de cara a las subvenciones y a los festivales que para la taquilla. O bien planificado de cara a la obtención de licencias de doblaje para la explotación de las películas americanas. Lo que al final terminó abriendo de par en par las puertas al cine estadounidense en detrimento del propio. Además, ese aspecto concreto del que voy a ocuparme supone una cuestión nuclear en cuanto a la visión de España que se mantuvo en nuestras pantallas, al establecer los Índice
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oportunos subrayados, polarizando la visión sobre España hacia esos dos registros, aparentemente contrapuestos: el blanco y el negro. Todo lo cual nos lleva a una serie de interrogaciones nada baladíes. Como ya se indicó más arriba, en una primera instancia se tiende a identificar la España blanca con el sur, y en especial con Andalucía y toda una serie de fenómenos que se le suelen adjudicar por antonomasia: flamenco, toros, etcétera. Es decir, la españolada y el folclorismo facilón y populista. Mientras que la España negra suele remitir al norte o, si se quiere, de Despeñaperros y Castilla para arriba. Y se presenta con tintes más intelectuales. Todo ello —debe insistirse— en lo que se refiere a los cli98
chés, crudamente enunciados, a quemarropa. Que no siempre cuadran con la realidad. Porque, tomemos el caso de Antonio Machado: ¿dimite de sí mismo cuando tras la España negra de La tierra de Alvargonzález escribe con su hermano Manuel La Lola se va a los puertos? O, para ceñirnos al cine, a propósito de un director tan representativo como Buñuel. Este dirige en 1933 Las Hurdes, alegato feroz donde los haya sobre la España negra. Y al cabo de dos años se embarca en el populismo de sus producciones en Filmófono, donde adapta a la pantalla Arniches, sainetes, zarzuelas y cantables. Puras españoladas. "Nadie está libre de contradicciones", se dirá. Pero vayamos más lejos y planteemos otra pregunta: ¿solo cabe calificar de españoladas los productos que nos presentan la España blanca? ¿O cabría hacer extensiva esa denominación a la España negra? ¿Deja de ser algo menos tópico porque se pretenda más crítico y apele a la Inquisición, Bartolomé de las Casas, Antonio Pérez, Guillermo de Orange, Juan Antonio Llorente o José María Blanco White? Índice
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Tanto la España blanca como la España negra, ¿no son, en el fondo, dos corsés ajenos? Eso sí, construidos a menudo con materiales de procedencia harto hispana, como puede ser todo el sustrato picaresco que alimenta el costumbrismo y el llamado realismo español. Y, en consecuencia, al estar esos corsés construidos con materiales que proceden de casa, terminamos asumiéndolos como propios: una especie de masoquista síndrome de Estocolmo cultural e identitario. Lo que subyace es una pésima gestión de la propia imagen, haciendo que algunos de sus mitos más representativos vengan del exterior, como sucede con Carmen en lo que atañe a la españolada. Un menoscabo propio de un país en decadencia, incapaz de revisar su tradición ante cada nuevo dispositivo de divulgación que ocasiona una fuerte incidencia en el imaginario colectivo, ya se trate de la imprenta, el folletín, la novela realista, el melodrama, la ópera o el cine. Deteniéndonos en este último espectáculo, ¿qué papel ha desempeñado el cine extranjero en la configuración de esos clichés de lo español? No se trata de considerar solo las españoladas infames, sino también las películas neopopularistas estilizadas y de qualité, como La traviesa molinera de Harry d'Abbadie d'Arrast. O ese profuso y difuso apartado donde habría que proceder a las biopsias de productos tan diferentes como El Cid de Anthony Mann, Aguirre, la cólera de Dios de Werner Herzog o la soberbia versión que hizo Woiciech Jerzy Has del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki. Siguiendo con las preguntas: ¿Qué papel ha desempeñado al respecto el cine español? ¿Ha ignorado esos clichés? ¿Ha caído en ellos? O, por el contrario, ¿los ha cuestionado? Índice
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Y, más específicamente, ¿cuál ha sido la actitud al respecto del cine franquista? ¿Reforzó, sin pretenderlo, la España negra? ¿Trató de neutralizar esa imagen crítica y negativa forzando y reforzando el costumbrismo y el folclorismo, y con él un optimismo falso, superficial, anodino? Y, en este caso, ¿hasta qué punto fue responsable de él? ¿Lo inventó? ¿0 más bien —al igual que hizo con el folclore, los toros o el fútbol— reformuló los productos que en la etapa republicana ya habían demostrado su capacidad de conectar con amplias capas de la población? De eso es de lo que vamos a ocuparnos: no de contestar a estas preguntas, que desbordan ampliamente el ámbito cinematográfico y tienen más que ver con la gestión de la imagen de un país —su autopercepción y su proyección externa—, sino de enfocar mejor tales problemas. Para ello es necesario cobrar cierta perspectiva sobre algunas de las carencias del cine español, que terminarían convirtiéndose en problemas crónicos, pero que arrancan de sus mismos orígenes. Hasta la década de 1920 nuestra industria fílmica hubo de afrontar un lastre formidable: el público popular, que parecía connatural al nuevo espectáculo, prefería el teatro por horas y los géneros chicos. Los sainetes, zarzuelas y variedades reflejaban con gran inmediatez la actualidad del país, adaptada a la idiosincrasia del momento. A diferencia de aquel cine —mudo, en blanco y negro y de precaria legibilidad óptica o narrativa—, eran hablados y cantados, en color, de bulto e interactivos. Y contaban con formatos, hábitos y circuitos bien consolidados. Ante semejante situación, las salas oscuras hubieron de aplicarse fuertes dosis de lo que dio en llamarse homeopatía esÍndice
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cénica. Es decir, pasarse al campo enemigo con armas y bagajes, filmando sainetes y zarzuelas. O bien adaptando obras literarias que hoy llamaríamos best sellers: La Casa de la Troya, Currito de la Cruz, La hermana San Sulpicio... Cuando en la década de 1930 llegó el sonoro —y se desarrolló la radio comercial y una incipiente industria discográfica— esta línea de trabajo se reforzaría a través de productoras como Cifesa y Filmófono. Para ello recurrieron a intérpretes capaces de llegar al gran público, siendo los más apreciados quienes además de actuar ante una cámara podían cantar e incluso bailar, como Imperio Argentina. Momento que coincidió con el aumento del ocio popular propiciado por la República, cuando las salas de cine alcanzaron, por su magnitud y ambición, el calibre de auténticos espectáculos de masas. En esa tesitura, pronto se puso a prueba la capacidad de nuestro aparato cultural para revisar un pasado y unas tradiciones con las que no todos —ni siempre— se sentían cómodos, por parecer sinónimos de atraso y decadencia. Sobre todo al acelerarse la cadencia de los diferentes dispositivos de representación a los que se confían identidades y valores. Algo especialmente cierto en el caso del cine, donde Hollywood estaba llevando a cabo una voraz operación de reescritura, con una contundencia y despliegue de medios sin precedentes. Los EE UU venían encomendando al cine una auténtica articulación de su sentimiento nacional, a partir de la necesidad de integrar a los emigrantes que iban llegando mediante los esbozos de lo que llegaría a convertirse en una cultura de masas. Después de todo, la codificación del lenguaje cinematográfico por parte de Griffith había coincidido en El nacimiento de una Índice
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nación (1925) con la revisión del propio estatuto fundacional del país. Pero no es eso lo que aquí hace al caso la revisión de su propia historia por el cine americano—, sino la mundial, tras la consolidación de la hegemonía de Hollywood que siguió a la Gran Guerra. Y no solo a toro pasado. Ya habían acometido esa tarea, sobre la marcha y a pie de obra, durante la guerra de Cuba librada contra España en 1898, reproduciendo en estudio el hundimiento del Maine. Y continuarían haciéndolo con otros países, ridiculizando los valores europeos para mejor resaltar los de su joven democracia. El actor y realizador Antonio Martínez del Castillo, más conocido por su seudónimo de Florián Rey, ya avisó de ello en el artículo "ii¡Cuidado con América!!! El mejor diplomático", publicado en la revista madrileña Cinema Variedades en abril de 1925. Lo hizo en su calidad de director artístico de Atlántida, la productora asentada en la capital de España que tomó el relevo del foco barcelonés, el más activo durante la década anterior. En este sintomático texto, Florián Rey subraya la necesidad de un contrapeso y contraataque por parte del cine europeo, adaptando a la pantalla aquellos momentos, circunstancias o valores que debían ser actualizados y transmitidos a sus futuros ciudadanos. Comienza ponderando el alcance del nuevo medio de expresión, que ha superado con mucho el papel de la prensa o de la diplomacia a la hora de establecer la imagen de un país en el concierto internacional: "Preguntémonos primeramente: ¿qué es lo que constituye el crédito de una nación? Muy sencillo: el crédito de una nación, lo mismo que el de una persona, conÍndice
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siste en lo que de ella piensan las demás naciones o las demás personas... Expliquemos con ejemplos: ¿Qué es América del Norte? Preguntad esto a cualquiera que pertenezca a las nuevas generaciones. Sin vacilar os contestará: un país ideal donde todo es perfecto y rico; un país cuyas leyes debieran ser modelo en el resto del mundo, cuyas costumbres obligan a pensar que es forzoso transformar las nuestras; un país de espíritu sano y fuerte, de simpatía avasalladora, de sugestión. ¿A qué se debe este juicio universal y unánime de las gentes de todos los países? Única y exclusivamente al cine". De donde se deriva un peligro ya muy patente: "Consciente de la influencia que ejerce sobre el resto del mundo, esta gran nación ha comenzado descaradamente lo que podemos llamar su segunda época de diplomacia cinematográfica. Una vez que ha conseguido las simpatías del mundo entero, se propone, con poco esfuerzo, crear opiniones a su conveniencia y capricho, encauzar odios y acaparar juicios, a la manera de los grandes dictadores, con la diferencia de que aquellos utilizaban la fuerza para hacerse temer y esta esgrime la sugestión de su simpatía para hacerse amar". Por esa razón, sus primeras invectivas han ido dirigidas a los dos países que más podrían hacer sombra a su prestigio, Inglaterra y Francia. Los únicos que, por otra parte, parecen interesarles en Europa: "Recordemos las producciones americanas de dos años a esta parte. En todas ellas se plantean problemas entre europeos y americanos. La aristocracia inglesa, tan admirada en su rigidez, tan prestigiosa hasta ahora, queda siempre mal parada en este torneo internacional. El humorismo yanki se ceba con crueldad en la rancia nobleza británica hasta hacerla Índice
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odiosa y grotesca. El sprit y la gracia de la mujer francesa, tan admirados antes, han sido ridiculizados y expuestos a la mofa de todos los públicos por las ingenuas muchachitas de Nueva York. Y el público de todo el mundo ríe al ver en el suelo lo que antes nos parecía respetable; ríe y se presta dócil a mirar y juzgar el mundo a través del criterio yanki". En opinión de Florián Rey, solo Alemania ha sabido ver el juego, desgravando los impuestos de las producciones nacionales y aplicando a las extranjeras tasas adicionales en la aduana. Por el contrario, España no ha sabido verlas venir. El realizador entiende que se trata de una de las naciones más desprestigiadas y necesitadas de rehabilitación. Y, sin embargo, su industria fílmica no solo no reacciona, sino que parece empeñada en dar 104
la razón a quienes maltratan la imagen del país. Al final, en esa especie de turismo a la inversa que es el cine, el español no solo no reivindica adecuadamente sus propios valores, sino que refuerza los prejuicios a la contra. Florián Rey retomó tales consideraciones en su texto "En defensa de las películas españolas", leído ante los micrófonos de la emisora madrileña de Unión Radio en marzo de 1930, en conmemoración del décimo aniversario de su debut fílmico. Comienza comparando las películas españolas con una de esas muchachitas de los barrios típicos de Madrid: modesta en el vestir, pero lo suficientemente garbosa como para llevarse de calle a la gente, funcionar en las taquillas hispanoamericanas e incluso codearse con las rubias de Hollywood. Es lo que ha sucedido con adaptaciones de novelas populares, zarzuelas o piezas escénicas como La Casa de la Troya, La hermana San Sulpicio, Boy, Currito de la Cruz, Carceleras o Gigantes y cabezudos. Índice
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Pero, a pesar de esa vitalidad, no logran salir de su modestia, "esa modestia de clase media española, que tanto parecido tiene con la miseria". No logran universalizarse, "correr de punta a punta el mundo proclamando las virtudes del país que les dio vida". ¿Su mayor error? Tratar de conquistar afectos en lugar de crear intereses: "Y he aquí por qué la película española ha terminado la primera etapa de su vida en 1930 con la misma faldita de percal y el mismo mantoncillo de crespón que estrenó diez años atrás". Florián Rey hace estas reflexiones en el umbral de la década de 1930, cuando va a llevarse a cabo la adaptación al sonoro y la configuración del cine populista republicano del que él mismo será uno de los protagonistas, a través de la versión hablada de La hermana San Sulpicio, Nobleza baturra o Morena Clara. Las rueda para la productora Cifesa, a la que Benito Perojo aportará otros éxitos como La verbena de la Paloma. Sin olvidar que su competidora Filmófono recurre a fórmulas similares de sainetes, zarzuelas y cantables con Don Quintín, el Amargao, La hija de Juan Simón, ¿Quién me quiere a mí?y ¡Centinela, alerta! Todo un proceso de reencuentro del cine español con sus espectadores que, finalmente, es yugulado por la Guerra Civil. No es necesario subrayar aquí lo que ello supuso como trauma y ruptura, al igual que en tantos otros órdenes de la vida social y cultural. El desarrollo del conflicto y la victoria franquista de abril de 1939 supusieron la represión y el exilio de profesionales muy valiosos, como Luis Buñuel, Carlos Velo, Luis Alcoriza, Francisco Elías, Julio Alejandro, Eduardo Ugarte, Rosita Díaz Gimeno, Francisco Reiguera, José María Beltrán, Rodolfo Halffter, Gustavo Pittaluga, etcétera. Buena parte de ellos terminaron Índice
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integrándose en la cinematografía mexicana, que junto a la argentina era la de mayor entidad industrial en el área de habla hispana. En cuanto a aquellos que permanecieron en la Península, hubieron de atenerse a una normativa y circunstancias muy distintas de las que habían regido durante la República, régimen este último mucho menos intervencionista y represivo en materias fílmicas. En consecuencia, estas cayeron bajo el control de un conglomerado de muy variadas formulaciones burocráticas y dependencias ministeriales, pero esencialmente integrado por el Ejército, la Iglesia y la Falange. La articulación de estos componentes, los más activos del régimen desde el punto de vista ideológico, desembocó en una Comisión de Censura Cinematográfica cuyos modos de actuación —que no criterios: estos no se harían públicos hasta 1962— fueron completados en años sucesivos, hasta disponer de una batería de normas que le permitían incidir a lo largo de todo el proceso de escritura, rodaje y explotación comercial de una película. Por todo ello, parecería que el cine español se encontró ante una especie de borrón y cuenta nueva. Pero ¿fue realmente así en todos sus aspectos? Veamos un ejemplo, de la mano del propio Florián Rey, perfectamente representativo a todos los efectos, ya que había sido uno de los puntales del cine populista republicano y a raíz del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 se integró en el bando de los vencedores. Si hubiera que empezar por un hito para acotar los cánones del cine auspiciado por el nuevo régimen, ese podría ser Carmen, la de Triana, que se encomendó filmar a Florián Rey en Índice
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los estudios alemanes, con Imperio Argentina y Rafael Rivelles en los papeles protagonistas. Su rodaje en Berlín daría origen a malentendidos enormemente sintomáticos respecto al problema que pretendemos considerar. Para comprobarlo basta con recorrer las páginas de Radio y Cinema, que se presentaba como "Revista Ilustrada de la España Nacional". En un principio, durante la Guerra Civil, los ojos del bando franquista estaban puestos en aquella superproducción, tanto más oportuna por la circunstancia de que los nacionales no disponían de estudios fílmicos ni laboratorios propios, que habían quedado en el lado republicano. Y, de pronto, se les ofrecía la posibilidad de utilizar los platós de la mítica productora UFA, que se encontraban a la cabeza de Europa en recursos técnicos. El primer número de la citada publicación se abre el 30 de marzo de 1938 con una fotografía de Imperio Argentina, convertida en emblema de la pantalla nacional. Y este interés y apoyo se confirma en las entregas sucesivas, con auténticos alardes gráficos. Las tornas cambian radicalmente cuando los críticos de la revista tienen ocasión de ver el resultado. A esas alturas —diciembre de 1938— se ha transformado en Radiocinema, como si también a ella le hubiera afectado el Decreto de Unificación. Y su cabecera se manifiesta a través de unas muy alemanas letras góticas. Pues bien, a pesar de tan explícita germanofilia, no ocultan sus reparos a aquella Carmen pasada por las manos de Goebbels. Ellos habían esperado aquella coproducción como un faro para saber a qué atenerse sobre un cine nacional adecuado a las nuevas circunstancias. Y ¿qué es lo que se encuentran? No Índice
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ponen en duda la calidad técnica de la cinta, la profesionalidad de su director y el trabajo interpretativo de Imperio Argentina. Pero aquello es una recaída en la españolada. Conceden que quizá esto pueda complacer al público. Sin embargo, les parece inadmisible que se ceda la pantalla a toda una innoble chusma de toreros, contrabandistas y gitanas camorristas, estando pendiente de exaltación tanta historia imperial: "¿Y nuestros descubridores, nuestros misioneros, nuestros navegantes, nuestros conquistadores...?", claman. Ellos deberían ser quienes —en su opinión— representasen ante el mundo a la nueva España, fuerte y heroica, que, "añorando sus grandezas pretéritas, se ha lanzado sobre la fiera roja que amenazaba destruir en Europa la justicia, el orden y la civilización". Al lado de semejantes hazañas, resulta imperdonable que "nos rebajemos a conceder beligerancia a elucubraciones de un tipismo sospechoso y exagerado que nos ofrecen de España una perspectiva plebeya y deformada". Los ataques fueron tan duros que varios años más tarde aún escocían a Florián Rey. Y aprovechó la oportunidad que en febrero de 1944 le brindó Vértice, la revista de Falange, para salir al paso de tales acusaciones, en un artículo titulado "Españoladas". En él alzaba su voz de modo vehemente para condenar la ligereza con que se empleaba el término. Y, en especial, por la manera en que se hacía contra él. El hilo conductor de su argumentación no es precisamente nuevo, sino que plantea una cuestión tan antigua como espinosa: los ingredientes de la españolada, ¿no serán inseparables del núcleo más irreductible y específico de nuestra identidad cultural? Es decir, ¿no se correrá el riesgo de que, al limpiar de ellos la producción nacional, se tire a la criatura junto con el Índice
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agua empleada para el fregado? Y, así, afirma: "Se ha dado en llamar españolada a costumbres, hechos, fiestas y leyendas que responden a unas realidades raciales tan nuestras, tan dentro de la idiosincrasia de este pueblo, que si llegara el momento de rodearlas de silencio, de acallarlas o de suprimirlas en vicioso empeño de imitaciones extranjeras, de acercamiento a la vida de pueblos transpirenaicos, de paralelismo con modernidades trasatlánticas, España, nuestra España, habría dejado de ser en espíritu para convertirse en algo que los que sabemos amarla y sentirla con todas sus grandezas y defectos, recorreríamos sus caminos añorándola en ellos y por ellos perdidos en la angustiosa paradoja de vernos extranjeros en nuestra propia Patria". El segundo problema es el de la evolución de ese núcleo identitario. Es decir, cómo preservar lo que interesa sin restarle capacidad de adaptación a los nuevos tiempos, inevitable en un medio tan dinámico como el cine: "No soy de los que creen que España debe detenerse en un objetivismo contemplativo. Marchemos. Pero marchemos sin dejar de ser nosotros, los que fuimos, los que somos, los que seremos; abramos respetuosamente nuestras puertas a todas las enseñanzas técnicas, porque mucho tiene que aprender aún la cinematografía española; imiten los capitalistas nacionales a las productoras extranjeras, porque no pocos de los defectos que hallamos en nuestra producción se deben a la parquedad con que el dinero es empleado en las necesidades de nuestros rodajes y el perfeccionamiento de nuestros estudios...". Y ahí es donde se termina regresando al primer supuesto: nunca se estará en condiciones de competir con el cine americano en su terreno. Debe trabajarse en el propio ámbito, en la Índice
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propia geografía, historia y tradiciones, que nadie conoce mejor que los nativos. Momento en el que Florián Rey se despeña por la habitual retórica de la variedad de las gentes y tierras
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de España, sus marcos incomparables, tópicos y folclores, que más tarde inundarán las imágenes y locuciones del nodo y que todavía prolongan las actuales televisiones autonómicas en sus más rancias proclamas de exaltaciones de campanario. Entre los cuales destaca el andaluz, claro, que por algo es el núcleo de la españolada, y su artículo una defensa de Carmen, la de Triana. En esa manifestación regional abundan los materiales de lesa cinematografía patria: los toros, el baile de las sevillanas, los gitanos, los bandidos generosos que corrieron las sierras y que nada tienen que envidiar en potencial fílmico a "la lamentable multitud de gangsters que se nos sirve en las películas americanas". Pues bien, dado ese contexto, afirma: "Rechazo la palabra españolada aplicada al costumbrismo y al folklore españoles. Mi Nobleza baturra, mi Morena Clara, mi Carmen, la de Triana, mi Aldea maldita, mi Orosia, no son españoladas. Tampoco lo son muchas de las películas que sobre las costumbres y el folklore español han hecho mis compañeros de España. Españolada es la España que un extranjero recoge y presenta sin conocerla, sin haberla vivido, sin amarla como la conocemos, la vivimos y la amamos nosotros. Estimo que la apreciación contraria es una injusticia que trae aparejado un gravísimo daño: el de hacernos aparecer como avergonzados de lo que racialmente debe enorgullecernos para llevarnos a imitar lo que por raciales sentimientos harán, las más de las veces, los extraños mejor de lo que pudiéramos hacerlo nosotros". Índice
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La conclusión no puede resultar más previsible y tópica, por más que se hubiera oído antes en multitud de ocasiones y se volviese a proponer otras tantas: "Hacer España, cinematográficamente, significa filmar nuestra historia: el Cid, Colón, los Comuneros, los Reyes Católicos, nuestras guerras civiles, nuestra Cruzada de Liberación... Consiste en plasmar en fotogramas sus ingenios y sus valores: Cervantes, Lope, Goya... Supone recoger en nuestros bellos escenarios naturales las figuras populares representativas de nuestras costumbres y nuestro folklore: Pepe-Hillo, Candelas, José María, Pepa, la Naranjera, el gitano, el contrabandista de mediados del pasado siglo, Rinconete, La gitanilla... Todo aquello es España, todo esto es España. Nada de eso puede ser españolada si es un español, un digno español, el que lo plasma en el celuloide". Sin embargo, de nada le valdrían sus argumentaciones, y ese equívoco se convirtió en la tumba que sepultaría sus posibilidades profesionales. De ahí que supusiera para él una obsesión. Todavía al final de sus días le daba vueltas al asunto, cuando en 1961 declaraba en una entrevista a la revista Primer Plano: "Lo de la españolada es un fenómeno curioso que no se da en ninguna otra parte. En ningún otro meridiano cinematográfico se condena el costumbrismo nacional como aquí se ha condenado, aunque ahora quizá se empiecen a ver las cosas de otra manera. ¿Cómo va un español a hacer españolada porque cultive el costumbrismo de su país? La gente pide al cine español lo nuestro, lo español". De hecho, en nuestros días, aún es habitual presentar a Florián Rey como el máximo exponente de la españolada, el tipismo rural y el subdesarrollo. Y contraponerlo, dentro del Índice
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cine republicano, al liberalismo cosmopolita y urbano de Benito Perojo y al poco menos que izquierdismo de Luis Buñuel en Filmófono. Incluso se ha llegado a hablar del culto del primero a los modelos agrario-caciquiles. Un cliché quizá bienintencionado, pero que convendría revisar con calma, pues se trata de apriorismos que poco aclaran el fondo del debate. A título de ejemplo —que podría hacerse extensivo al resto de los eslabones de la cadena—, no se puede asimilar españolada con cine rural. Se han dado españoladas urbanas, y bien urbanas. Tampoco parece muy preciso confundir lo rural con el subdesarrollo: hay culturas agrarias muy elaboradas; y subdesarrollos muy vinculados a las ciudades. Véanse, si no, dos de las películas de mayor éxito de Florián Rey, La hermana San Sulpicio o Morena Clara: 112
nada tienen que ver con el ruralismo, sino con el tipismo sevillano, lo que constituye una rodera bien diferente. Tampoco hizo Rey tantos filmes rurales. Esa impronta la debe a La aldea maldita y Nobleza baturra. Pero junto a ellas se pueden apuntar otros registros bien distintos, igualmente refrendados en la taquilla. Y ese tópico enmascara lo esencial. Quiero decir: que no importaría tanto reconocer a Florián como autor de españoladas si esto no implicara el grave malentendido de olvidar que su cine de los años treinta deriva de injertar fórmulas cosmopolitas con temas costumbristas. Que la hermana San Sulpicio vaya disfrazada de monja un tanto dada a arrancarse por sevillanas, Pilar de baturra que canta y baila jotas en Nobleza baturra o Trini de gitana en Morena Clara está lejos de ser accesorio; pero no debe perderse de vista que supone ante todo una estrategia de reconocimiento de cara al público. Detrás hay mucho Hollywood (o su delegación parisina en Joinville) y Índice
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mucha técnica alemana, ofrecidos bajo el ropaje de géneros y personajes nacionales. Por ejemplo, la celebrada secuencia de la Cruz de Mayo de Morena Clara —aunque tenga lugar en un patio sevillano y las bailarinas vayan vestidas de faralaes— supone una asimilación de Busby Berkeley; el fotógrafo de dicha cinta, Heinrich Gaertner, apenas puede ocultar su pertenencia a la escuela alemana en la que se había formado; y una de las mayores influencias de la película a la hora de resolver las escenas de comedia es Lubitsch. Lo que sucede es que se trataba de un cine comercial que funcionaba por su pactismo, reconocibilidad e inmediatez, tanto en el orden social como en el de sus fórmulas cinematográficas. Por tanto —conviene insistir—, claro que se da este disfraz autóctono, e incluso no importa que se subraye; pero es un poco ocioso, dado que está en primer plano. Es el otro componente lo que debería destacarse, porque no se encuentra a la vista, sino subsumido en lo racial. En cualquier caso, si el debate aún sigue abierto en nuestros días, es fácil imaginar lo que supuso a la altura de 1938, en los umbrales de lo que debería haber sido la fundación o reformulación de un cine nacionalista, cuando la citada revista Radiocinema andaba a la búsqueda y captura de las esencias fílmicas de la patria y arremetía contra Carmen, la de Triana. Lo cierto es que en enero de 1939 sus críticos aún continuaban la polémica, y con no poco ardor. Para entonces, Carmen había tenido un considerable éxito en París (llevaba ya dos meses consecutivos en uno de los mejores cines). A pesar de ello, sentenciaban: "No creo yo que podamos exhibir en ninguna parte este film como propaganda del Imperio español...". Porque "ni Índice
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Morena Clara, ni Nobleza baturra, ni Carmen, tienen fuerza nacional, ni artística, ni cinematográfica bastante". Al citar Morena Clara y Nobleza baturra se introducen en el debate nuevos elementos de juicio, planteando explícitamente la continuidad o discontinuidad entre el cine anterior y posterior a la Guerra Civil. En nuestros días tampoco han faltado quienes han retomado la cuestión desde una ideología bien distinta a la de las revistas Vértice o Radiocinema, llegando a la conclusión de que Carmen, la de Triana es un modelo de transición entre las desenvueltas protagonistas femeninas de la aludida trilogía populista republicana de Florián Rey y la esclerosis del cine franquista español de los años cuarenta, preludiada en su caso con La Dolores (1939). Sin embargo, no está nada clara la articulación hasta mucho más tarde de modelos alternativos a los que habían empezado a cuajar en la etapa republicana. Quienes —como Florián Rey— siguieron haciendo cine en el franquismo de acuerdo con las pautas cuajadas durante los años treinta debieron haber previsto que lo mismo, en un contexto diferente, cobraba muy otro alcance. No fueron conscientes de ello hasta topar directamente con el consignismo o la censura. Pero, además, estas nuevas circunstancias provocaron una lectura retrospectivamente distorsionada de sus obras anteriores a 1939. Alfons García Seguí ha ensayado en nuestros días una explicación de este efecto bumerán, al caracterizar la producción de Cifesa durante el período 1939-1945: "Se intenta restablecer la continuidad con una producción que sigue fiel a los viejos y tópicos géneros cinematográficos españoles de siempre: sainete castizo, folklore, toros, comicidad burda, principalmente basada Índice
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en tópicos regionalistas. Naturalmente, se repudia la apertura llevada a cabo durante el período del llamado cine republicano o cine de la República —o sea, el sainete progresista dotado de cierta dosis de crítica social—, acusado por el nuevo régimen de cine frente-populista por su sistemático desprecio del orden jerárquico natural, y la comedia urbana burguesa, género en el que se habían especializado los estudios barceloneses, tildada de cosmopolita y acusada de constituir un auténtico y peligroso caballo de Troya para introducir en nuestra patria costumbres y modas extranjerizantes, fomentando el snobismo y minando los valores morales y religiosos seculares de España". Salvando los tópicos y apriorismos que se han cuestionado más arriba, esta cita contiene una buena enumeración de los obstáculos con los que habría de vérselas Florián Rey tras 1939. Fueron varios los factores que contribuyeron a que durante el franquismo no remontase su carrera hasta el nivel de su etapa republicana, y entre ellos no es el menor su separación de Imperio Argentina. Pero no debe subestimarse su decidida adhesión a unos supuestos populistas (por razones comerciales, más que por convicción ideológica) que chocaban frontalmente con el proteccionismo franquista. El realizador aragonés se convirtió en un inadaptado que creía profundamente en la necesidad de un cine popular no hipotecado por el doblaje ni las protecciones estatales. Y, aunque en un principio intentó seguir filmando como si allí no hubiera pasado nada, muy pronto se le impondría la evidencia de que las cosas eran bien distintas, como lo demostraría en 1942 la penosa versión sonora de La aldea maldita, que venía a ser una retractación de la de 1930. Índice
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Con el tiempo, el cine folclórico llegó a ser percibido por la resistencia cultural antifranquista como un todo que debía ser rechazado en bloque por suponer que representaba una propuesta del régimen, como lo serían —según esa estimación maniquea— el flamenco comercial, la copla, los toros e incluso el fútbol. Pero las opiniones que se han citado, de la muy oficialista Radiocinema, apuntan a lo que muy probablemente sucedió en realidad. Y es que la continuidad de los equipos técnicos, de la infraestructura de las productoras y de la inercia de los géneros en el patio de butacas propiciaron un tipo de cine que siguió operando con supuestos y formatos no tan distintos de los anteriores al 18 de julio de 1936. Esta constatación puede chocar con un cierto sociologismo mecanicista, pero vendría a suponer en el orden cinematográfico una matización similar a la que han intentado estudiosos como José María Martínez Cachero en otros órdenes de la vida cultural española, como el novelístico. Esa es, en cualquier caso, la propuesta en la que ha insistido con no poca lucidez el realizador Luis García Berlanga en distintos momentos de su trayectoria. Y si Florián Rey nos podía servir como ejemplo de las coordenadas anteriores a 1939 y el ámbito de la España blanca, tomaremos ahora como ejemplo simétrico a Luis García Berlanga, alguien que pertenece ya al otro lado, a la España negra y las coordenadas posteriores a 1939. Una de las declaraciones más explícitas del director de El verdugo tuvo lugar durante el Festival de Pesaro en 1977. Para él, tras la Guerra Civil, el franquismo habría intentado poner en marcha un cine de cruzada. Pero tal iniciativa feneció por sí sola porque carecía de atractivo: el público seguía ateniéndose a las fórmulas que tan sólida implantación habían conocido en Índice
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la República, y prefería ver Currito de la Cruz, Nobleza baturra o La verbena de la Paloma. Por lo tanto, una de las más amplias bases de lo que luego sería considerado cine franquista no eran sino las estribaciones residuales del cine republicano: "En modo alguno era el cine del franquismo, sino que procedía de los años de la República y como expresión de unas clases sociales no explícitamente vinculadas a los vencedores de la Guerra Civil". No haberlo sabido ver fue —según Berlanga— el gran error de su generación, la primera salida del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas en 1950 y que podría caracterizarse un tanto toscamente como neorrealista. En lugar de ello, procedieron a identificar ese cine con el régimen, desdeñando el potencial que encerraba. Por supuesto, no se trataba de continuarlo sin más, sino de considerarlo como un germen posible, tomar buena nota de él, observar cómo había respondido en su momento a los desafíos planteados a la industria fílmica en su traumático tránsito del mudo al sonoro. Para, a continuación, actualizar sus fórmulas a la medida de las nuevas realidades sociales, la evolución del cine y las expectativas del público vigentes en la década de 1950. Esa falta de perspicacia y ese exceso de prejuicios por parte de los realizadores progresistas habrían dejado en manos de la derecha toda una herencia populista duramente conseguida por la anterior generación, que en 1934, 1935 y 1936 había logrado sentar las bases de una industria fílmica. Ese había sido un cine que en su día logró para las taquillas colas más largas que el procedente de Hollywood y que hasta tiempos recientes seguía gustando "cuando se proyectaba en los cuarteles, en las zonas rurales y en los suburbios de las grandes ciudades", apostilla Berlanga. Índice
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Su capacidad de convocatoria se debía a todo lo heredado o fagocitado, fórmulas tan asentadas como el sainete, el teatro por horas y la zarzuela, a las que habían tenido que aferrarse incluso los vanguardistas más radicales como Buñuel en sus incursiones comerciales con la productora Filmófono. Fórmulas que podían haber continuado actualizándose, como sucedería mucho más tarde con algunos de los cineastas de la llamada tercera vía. O utilizándose con intenciones e ideologías opuestas a las originales y abiertamente críticas, como en cierto modo intentaron y consiguieron Rafael Azcona o José Luis García Sánchez. Siempre en opinión del realizador valenciano, diagnósticos como el muy conocido de Juan Antonio Bardem en las Conver118
saciones de Salamanca de 1955 ignoraban todo este contexto. En discrepancia con el raquitismo industrial achacado al cine español por su compañero de fatigas, Berlanga piensa que había unas muy aceptables instalaciones y un público que sintonizaba considerablemente con algunos de los resultados que se le ofrecían en las salas: "A mediados de los años cincuenta cometimos el gran error histórico —y en él me incluyo— de desmantelar, con nuestras propuestas, la infraestructura industrial que sostenía hasta ese momento el cine español". En una entrevista posterior, a la altura de 1994, ha abundado en esa misma línea, añadiendo, por lo que se refiere a las Conversaciones de Salamanca: "El corte traumático que se produjo tras este encuentro, en el que se decidió que todo el cine que saliera de la Escuela [de Cinel fuera testimonial lo que implicaba rodar en las calles en una imitación del neorrealismo italiano y abandonar toda la producción de estudios y decorados— fue nuestra perdición. Ahí nos derrumbamos. El Índice
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público se alejó en aquel momento de nuestro cine y todavía no lo hemos recuperado... Nos quedamos sin estudios, sin decoradores, que eran los mejores de Europa, sin ingenieros de sonido. Todo se fue al traste". En sus memorias aparecidas en 2002, Y todavía sigue, Juan Antonio Bardem apenas dedica a las Conversaciones de Salamanca poco más de una página, para citar a algunos de los participantes y reproducir el final de su ponencia, con el pentálogo repetido hasta la saciedad: "El cine español hoy es: políticamente, ineficaz. Socialmente, falso. Intelectualmente, ínfimo. Estéticamente, nulo. Industrialmente, raquítico". Frente a él, Berlanga no se ha mordido la lengua en sus Memorias caóticas, publicadas en 2005 de la mano de Jess Franco, despachándose a gusto: "Ya en aquellas pretendidamente maravillosas Conversaciones de Salamanca, organizadas y manipuladas por los marxistas más radicales, parecía que habían encontrado la piedra filosofal para hacer del cine español una fuerza de choque revolucionaria... Abochornaron a los directores que se habían dejado comprar por el cine comercial. Desde el escenario, el director del evento señalaba con el dedo acusador a 'estos pobres desgraciados' y los tachaba de vendidos, de escapistas, de haber abandonado el cine profundo y social que ellos propugnaban, para entregarse a Joselitos y Marisoles". Conminaciones que —siempre según Berlanga— llevaron a Antonio del Amo a pedir perdón públicamente, tras haber sido revolucionario en su primera juventud con películas como Día tras día o Sierra maldita, para degradarse rodando películas con Joselito: "A mí me daba pena verle llorando mientras su acusador seguía hurgando en su corazón con los peores epítetos... Índice
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Como si eso fuera lo más denigrante. Esas películas hicieron ganar al cine español millones y millones, no solo en España, sino en Francia, Italia, etc.". En otros momentos de dichas Memorias caóticas se refiere a los años en los que España atrajo a Hollywood o Roma por la eficacia de sus artesanos. Aquellas coproducciones en las que no solo primaban el sol de Almería o los llanos de Colmenar o las estepas de Hoyo de Manzanares, sino que —asegura— "había un plantel de técnicos y actores que asumían paulatinamente puestos más importantes: operadores, músicos, decoradores... hasta los efectos especiales eran ya españoles y se ganaba día a día mayor prestigio y la confianza de los jefazos de Hollywood o Roma". 120
Así vinieron a rodar Nicholas Ray, David Lean, Sofía Loren, Jean Moreau. Hasta conseguir varios premios Oscar. No los más rutilantes ni espectaculares, sino los asignados a los especialistas, que impulsan la producción media, tan necesaria para mejorar la competitividad: "Tuvimos los premios menos famosos, pero los más rentables dentro de la industria, siete, en muy poco tiempo: a la dirección artística, a los efectos especiales, al vestuario, a los decorados. A los medios técnicos, en fin". Puede parecer un punto de vista sesgado. Pero viene a coincidir con el del realizador citado en primer lugar, Nicholas Ray, manifestado a José Francisco Aranda en una entrevista aparecida en la revista portuguesa Celuloide en octubre de 1964. En ella, el director americano confiesa, con toda humildad, que su película Rebelde sin causa la habría hecho de un modo muy diferente si hubiese conocido Los olvidados de Buñuel, a quien había visitado en Madrid, mientras preparaba Viridiana. Índice
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Cuando Aranda se muestra sorprendido de que un hombre que lo ha sido todo en Hollywood se pueda sentir a gusto en la capital española, donde hay tan pocas cosas, Ray matiza: "Pocas, pero auténticas. Lo contrario que Hollywood, que siempre he detestado, donde siempre me he sentido un extraño. Además, no es poco lo que pasa en la vida intelectual de Madrid, en las letras, en la pintura, en el teatro. Creo que, en teatro, Dido y la dirección de José Luis Alonso son de primera categoría mundial. El teatro en Madrid es muy bueno. Y el cine está en buen camino. Me gustan Berlanga, Bardem, Jorge Grau, Summers y otros. La producción está muy bien organizada. En casi todas las películas españolas, incluso en las que no son buenas, se nota la fuerza de un pueblo con tradiciones y personalidad. El cine español está lleno de herencias plásticas, concepciones del espacio, sentido de la narrativa y realismo, de valor único". Como es bien sabido, a esas alturas de la década de 1960 no era ya esa línea industrial la que prevalecía en las aspiraciones de los jóvenes directores del Nuevo Cine Español. Ni siquiera en los desvelos de la Administración. José María García Escudero había regresado a la Dirección General de Cinematografía de la mano del ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, para poner en práctica desde dentro del régimen buena parte de los postulados de las Conversaciones de Salamanca. Merece la pena hacer un flashback de lo sucedido durante su primer y truncado mandato, diez años antes, cuando se produjo una de las más significativas fracturas o encontronazos en el seno del cine franquista, de nuevo a la búsqueda de cánones a los que atenerse, como ya vimos a propósito de Carmen, la de Triana a la altura de 1938. Me refiero al sintomático Índice
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enfrentamiento que tuvo lugar en 1951 a propósito de dos películas tan distintas como Surcos y Alba de América. Retomamos, con ello, el hilo conductor de esa España en blanco y negro. Pues no debe olvidarse que, al depender del Ministerio de Información y Turismo, uno de los objetivos primordiales de la Dirección General de Cinematografía era velar por la imagen del país, tanto la interna como, sobre todo, la externa. Y lo que ahora se le planteaba a esta facción del Gobierno a la que se encomendaba la propaganda era hacer frente a las estribaciones de la leyenda negra (a cuyo encuentro salía Alba de América). Alba de América (1951) surge como reacción contra la película británica Christopher Columbus (David McDonald, 1948), donde se escarnecía por extenso la empresa española del Descubrimiento, mostrando a Fernando el Católico como un mujeriego más bien obtuso al que Colón llega a abofetear en defensa de una cortesana que está siendo acosada. Tras una protesta oficial que no surtió demasiado efecto, se acordó producir una contrapartida hispánica de los acontecimientos, subrayando el aspecto evangelizador y misionero de la Conquista. El impulsor de la iniciativa fue el almirante Carrero Blanco, quien en esos momentos era subsecretario de la Vicepresidencia pero que ya se perfilaba como la eminencia gris del franquismo. Así surgió la idea de convocar a través del Instituto de Cultura Hispánica, creado pocos años antes, un concurso entre las productoras españolas e iberoamericanas para la realización, con el "asesoramiento debido", de una película sobre el Descubrimiento. El Jurado estaba presidido por Carrero y tenía como secretario a Alfredo Sánchez Bella, entonces director del Instituto de Cultura Hispánica. Índice
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Como no era difícil de prever, Cifesa ganó el concurso, y asignó al proyecto un presupuesto de más de diez millones de pesetas, una auténtica superproducción para la época. Su realización se encargó a Juan de Orduña, en apariencia el director idóneo, como responsable de algunos de los filmes históricos más famosos y taquilleros del franquismo: Locura de amor, Agustina de Aragón y La leona de Castilla. Ese es el contexto en el que se produjo el cese fulminante de José María García Escudero, al negar a Alba de América las subvenciones propias de la clasificación "De interés nacional" y otorgárselas, por el contrario, a Surcos de José Antonio Nieves Conde, donde se mostraba la sórdida realidad de la emigración del campo a las grandes ciudades. El nuevo director de Cinematografía, Joaquín Argamasilla, hombre de confianza del régimen, rectificó la decisión de su predecesor. Pero nada de eso evitó el rotundo fracaso en taquilla de Alba de América, que precipitó la decadencia de Cifesa. Terminado el flashback, podemos regresar ahora a 1962, cuando se produce la vuelta de García Escudero al frente de la Dirección General de Cinematografía. Para entonces, como ya se dijo, se había consolidado algún foco independiente en la industria, frente a los intereses establecidos. Lo que vino a reforzarse con la incorporación de los alumnos egresados de las aulas del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Este había sido creado en 1947 y, dado que era una diplomatura de tres años, su primera promoción —la de Bardem y Berlanga— salió en 1950 y empezó a rodar en 1951, dando lugar a Esa pareja feliz. Película que, no por casualidad, contenía una parodia de cine histórico al estilo de Juan de Orduña, con Lola Gaos Índice
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descalabrándose por un ventanal gótico al grito de "¡Muera conmigo el honor de Palencia!". Del mismo modo que su siguiente colaboración, ¡Bienvenido, míster Marshall!, supuso en buena medida una caricatura de la españolada, esta vez con Berlanga ya en solitario detrás de la cámara. Pues bien, retomemos sus opiniones sobre las Conversaciones de Salamanca y el Nuevo Cine Español propiciado en la década de 1960 desde la Dirección General de Cinematografía, tras el regreso de García Escudero. Tales circunstancias habrían producido una desconexión con el gran público, provocando la caída en manos de las subvenciones y del Estado. Por supuesto, todo esto habría que matizarlo mucho, considerando los innumerables problemas adyacentes, como el de la obligatoriedad del doblaje, el advenimiento de la televisión, cuya competencia empezó a ser operativa a lo largo de la década de los sesenta, junto a otras nuevas formas de ocio, etcétera. Fuesen cuales fuesen las intenciones originales de tales medidas, terminaron minando las bases del cine nacional, hasta desembocar en unas rutinas e inercias que impulsaban a los productores a perseguir la ganancia fija antes que el riesgo. Y a la pérdida de mercados como el de Sudamérica, donde se eliminaron sucursales y campañas publicitarias, cuando debería haber sido un territorio esencial, como ya se intuyó en la época de Cifesa y Filmófono. Sin la complicidad popular, se empezó a trabajar de espaldas al público y de cara a la Administración. Esa tierra de nadie sería letal para algunos de los cineastas fraguados durante la República, como el propio Florián Rey. Todavía en 1946 alzaba su voz contra el doblaje y, de rechazo, contra la intervención estatal: "Mi moral es esta: ninguna protecÍndice
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ción, ninguna intervención del Estado; nada más una censura lógica. A mi entender, la única protección es suprimir el doblaje: como se hace en todos los países del mundo. En Méjico y Argentina, donde no existe el doblaje, se produce cada vez más y mejor. Allá se proyectan las películas extranjeras con subtítulos. Prestamos el único valor, nuestro idioma, para que luego compitan con nosotros, que técnicamente somos y seremos inferiores. No doblando, el público estaría deseando oír en castellano, y mientras las películas extranjeras hablen en español, nuestro cine será raquítico". Simplificando mucho, y a modo de recapitulación, podría decirse que aquel cine de las décadas de 1920 y 1930 había tenido que atender a dos frentes de batalla. Uno, el interior, estaba constituido por los géneros chicos y otros formatos que cubrían las expectativas de ocio popular. Lo que le obligó a adaptar soportes literarios lindantes con el folletín y el sainete o recurrir a las zarzuelas filmadas (La verbena de la Paloma, La Revoltosa, Gigantes y cabezudos) y las novelas de gran acogida (La Casa de la Troya, Currito de la Cruz, La hermana San Sulpicio). El otro frente, el exterior, lo integraba el cine extranjero, especialmente el norteamericano, que esgrimía unos medios incomparablemente superiores al nacional. Esto condujo al nuestro a buscar lo específico, desembocando en un tipo de producciones que reforzaron las querencias anteriores, en su búsqueda de lo castizo. Y dando como resultado algo difícil de etiquetar adecuadamente, que suele calificarse un tanto por las bravas con el membrete de españolada. Pero ello no debe ocultar la complejidad de las fórmulas con las que se logró hacia mediados de la década de los treinta un equilibrio irrepetible. Pues bajo Índice
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la aparente sencillez de sus formulaciones se hallaban equipos que habían trabajado en Francia, Alemania o Hollywood (Florián Rey, Imperio Argentina, Miguel Ligero, Benito Perojo, Enrique Guerner, Edgar Neville, Luis Buñuel). O productoras como Cifesa y Filmófono, esta última con una estrategia que, en el contexto global de la familia Urgoiti, hoy calificaríamos seguramente de multimedia, al añadir al cine o Unión Radio una diversificación en el mundo editorial y de la prensa que comprendía la Papelera Española, Espasa-Calpe y El Sol. Los años de la inmediata posguerra, además de estar presididos por el cine, son tiempos de radio. Lo que impulsa en los años cuarenta un tipo de canción que Manuel Vázquez Montalbán, en su Cancionero general de la canción de consumo, ha denominado nacional o española. Sus melodías fueron capaces de llegar a todos los estratos sociales de un país, asentándose en el imaginario colectivo como patrimonio común. A menudo eran herederas de la tonadilla escénica, con un repertorio atendido por letristas como Rafael de León, Antonio Quintero o Xandro Valerio. Y no suponían una ruptura radical con las que acompañaron en la banda sonora a aquel cine republicano. Dichas canciones hace tiempo se han reivindicado adecuadamente, como sucede con las interpretadas por Imperio Argentina, Miguel de Molina o Angelillo. Sin embargo, solo en los últimos tiempos se empieza a detectar una actitud similar hacia su correlato visual y cinematográfico. Sus condimentos no son muy distintos de los del cine populista, que también se incrustó en el patio de butacas, sobreviviendo a una guerra tan devastadora como la de 1936.
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Agustín Sánchez Vidal
COMENTARIO BIBLIOGRÁFICO —La expresión España en blanco y negro fue utilizada en 1998 para titular una exposición organizada por la Fundación Cultural Mapfre y el Museo de Bellas Artes de Bilbao, con motivo del primer centenario del Desastre de 1898. Yo mismo he tratado aspectos parciales de algunas de las cuestiones aquí abordadas en los siguientes trabajos: "El Bosco, de la leyenda negra a la España negra", pp. 305-327 de El Bosco y la tradición pictórica de lo fantástico, Madrid / Barcelona, Museo del Prado / Círculo de Lectores, 2006. "Cine franquista y cine republicano", pp. 255-267 de lmaginaires et symboliques dans l'Espagne du franquisme, número monográfico del Bulletin d'Histoire Contemporaine de l'Espagne, 24 (diciembre de 1996), París, Centre National de la Recherche Scientifique. El cine de Florián Rey, Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1991. —Para la contextualización de las películas y realizadores mencionados, se pueden consultar con provecho las siguientes obras colectivas, que proporcionan panorámicas y detalles sobre nuestro cine: Historia del cine español, Madrid, Cátedra, 1995. Antología crítica del cine español, 1906-1995, edición de Julio Pérez Perucha, Madrid, Cátedra / Filmoteca Española, 1997. Diccionario del cine español, dirigido por José Luis Borau, Madrid, Alianza, 1998. Clásicos y modernos del cine español, Madrid, Comisaría General de España en la Expo Lisboa, 1998. La nueva memoria: historia(s) del cine español (1939-2000), La Coruña, Vía Láctea, 2005. —Para José Luis Sáenz de Heredia y su vinculación con Filmófono, Raza y la Escuela de Cine: Luis Fernández Colorado y Josetxo Cerdán, Ricardo Urgoiti: los trabajos y los días, Madrid, Filmoteca Española, 2007. Roger Mortimer, "Buñuel, Sáenz de Heredia y Filmófono", Sight and Sound (Londres), 44 (1975), pp. 80-82. Manuel Rotellar, "Luis Buñuel en Filmófono", Cinema 2002 (Madrid), 37 (1978), pp. 37-40. Jo Labanyi, "Buñuel's cinematic collaboration with Sáenz de Heredia, 1935-1936", en Isabel Santaolalla et álii (eds.), Buñuel, siglo XXI, Zaragoza, PUZ, 2004. Román Gubern, Raza (un ensueño del general Franco), Madrid, Edic. 99, 1977. Película documental De Salamanca a ninguna parte, dirigida en 2002 por Chema de la Peña. —Para la españolada y la productora Cifesa: Juan Piqueras dedicó bastantes páginas al problema de la españolada, como en sus artículos "Tauromaquia cinematizante" y "Prolongación de la falsa españolada",
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España en blanco y negro. ¿Hubo alguna vez un cine franquista?
en Juan Manuel Llopis, Juan Piqueras: el "Delluc" español, Valencia, Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1988, vol. 1, p. 237, y vol. 2, pp. 15 y 18. Félix Fanés, Cifesa, la antorcha de los éxitos, Valencia, Institució Alfons el Magnánim, 1981. Alfons García Seguí, "Cifesa, la antorcha de los éxitos", Archivos de la Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 4 (diciembre-febrero de 1990). —Para el estudio de este mismo proceso en la novela española: José María Martínez Cachero, La novela española entre 1939 y 1969: historia de una aventura, Madrid, Castalia, 1973.
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—Para las opiniones de Berlanga a las que se alude: "El cine español de posguerra", Contracampo, 24 (octubre de 1981), pp. 16-17. Entrevista de Rocío García a Luis García Berlanga, El País, 30 de enero de 1994, p. 34. Jess Franco, Bienvenido, míster Cagada: memorias caóticas de Luis García Berlanga, Madrid, Aguilar, 2005, pp. 114-116 y 235-236. Punto de vista que puede contrastarse con los de Juan Antonio Bardem en sus memorias Y todavía sigue, Barcelona, Ediciones B, 2002, pp. 140-141. La opinión de Nicholas Ray, en la entrevista que le hizo José Francisco Aranda para la revista portuguesa Celuloide, 82 (octubre de 1964), pp. 10-11. Recogida en José Francisco Aranda, La fabulación de la pantalla: escritos cinematográficos, edición de Breixo Viejo, Madrid, Filmoteca Española, 2008, p. 319. —Para la polémica entre Surcos /Alba de América: Santiago Juan-Navarro, "De los orígenes del Estado español al Nuevo Estado: la construcción de la ideología franquista en Alba de América, de Juan de Orduña", Anales de la Literatura Española Contemporánea, 33/1 (2008), pp. 79-104.
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MORFOLOGÍA DE LA ANGUSTIA: EN TORNO AL EXILIO Jordi Gracia
La angustia del vencido ante el futuro no empieza en 1939 sino que se gesta a medida que van cayendo nuevas y más irreversibles derrotas militares a lo largo de 1938 y, sobre todo, después del verano de ese año. Y sin embargo el bando vencido vive, sobre todo al final, una escisión crucial pero que será reversible: la etiología y el comportamiento de la angustia de la derrota serán muy distintos para quienes se exilian sin nada a cuestas y para quienes se quedan aquí con toda la derrota encima. No cesará con los años la angustia, pero variará su morfología y hasta su gramática y su sintaxis: vivirá dependiente o subordinada a cambios que escapan a su capacidad de intervención o de control, y solo tras la posguerra mundial, entre 1946 y 1948, el derrotado recuperará alguna forma de estabilidad. El exiliado carece de ella por razones obvias: porque ha de encontrar los modos de subsistencia en un lugar ajeno y nuevo; la derrota en el interior es adaptación y sumisión. Aunque sea para mal, tras la evidente inactividad de Europa hacia las dos dictaduras peninsulares, la realidad ha dejado de tomar decisiones por él y puede empezar a ser él quien decide sobre su biografía, aunque ninguna de las opciones sea deseable Índice
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por sí misma. Es una angustia de otro tipo, menos aguda o intensa, porque la propia vida no sigue ya suspendida de una guerra mundial y su resultado, pero será más desesperanzada con res-
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pecto a España. La derrota desde entonces se hace indefinida y el franquismo se consolida con el blindaje internacional de la guerra fría. Desde la segunda mitad de los años cuarenta, el arraigo en el exilio deja de ser superficial y la instalación deja de ser solo provisional. Es también el momento de decidir una vuelta que podría ser suicida o directamente envilecedora. Lo que con seguridad no podrá ser es ni segura ni confiada en lo que halle a la vuelta. El exilio conoce muy bien qué es lo que encontrará si regresa porque esa imperturbabilidad franquista ratifica el fracaso integral del proyecto de sociedad y cultura que encarnó la República. Conocer el final de las sacudidas de los años treinta y cuarenta no alivia nada, desde luego, pero abre una nueva fase histórica. La angustia sigue ahí también desde entonces pero volverá a experimentar una nueva mutación a lo largo de los años cincuenta, cuando los exiliados no solo estabilicen a la fuerza sus biografías —ahormándose a otros países y otras vidas como la derrota del interior se ha ahormado a su nuevo país— sino que se sorprendan a sí mismos descubriendo que también ha cambiado la derrota en España. Aparecen con voz y actitud propias derrotados culturales y sentimentales que habían sido niños o muchachos en la guerra. Incluso algunos pocos vencedores de 1939 parecen querer sumarse a los vencidos o actúan con una honradez con los vencidos y exiliados insólita hasta entonces (Dionisio Ridruejo, José Luis Aranguren, José María Valverde). A esa nueva y rara forma de la derrota se la ve muy poco, porque Índice
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carece de audiencia y de publicidad, como es obvio, pero incluso el exilio se entera de ella casi desde que existe, y la anima y apoya en cuanto puede, que es solo por vía testimonial. Cada vez más esa solidaridad sucede en tiempo real, sin el desfase del primer exilio, cuando el contacto entre unos y otros es escaso, con informaciones retrasadas e intermitentes, además de profundamente receloso. A mediados de los cincuenta es ya el propio sistema quien da muestras de empezar a temer esa nueva dinámica civil y cultural que ha generado el paso mismo del tiempo en algunas minorías universitarias, intelectuales y profesionales. Al régimen le escaman primero y le sublevan después esas imprevisibles intersecciones entre la resistencia juvenil, antifranquista y politizada, y esa disidencia nueva que procede de sus propias filas, o de los vástagos de sus propias filas. Está viendo resucitado en un formato inimaginable al enemigo que creyó exterminar en la primera etapa de la posguerra. O cuando menos reacciona como si temiese de veras la capacidad de contagio de la autocrítica de la Victoria, sumada a la emergencia de jóvenes que han crecido en familias de la victoria y de la derrota. La actitud de los vencidos en el interior ha empezado también a ser otra cosa veintitantos años después de 1939. El régimen quiere celebrar en 1964 la paz y el triunfo próspero que ha traído el franquismo, pero los vencidos nuevos y viejos lo que celebran mucho más discretamente es un éxito de propaganda que ninguno imaginó: la celebración del Congreso del Movimiento Europeo de Munich en 1962 ha sido imprudentemente reprimida por el régimen de Franco, con intervención personal del propio Franco, y ese ha sido un error político grave porque Índice
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ha dado una resonancia insólita en España y fuera de España a una reunión de antifranquistas celebrada en Alemania. En Munich se reunieron, en una semana de junio, 80 opositores del interior y 40 exiliados históricos para decidir con una declaración conjunta por primera vez tras la guerra buena parte del futuro del antifranquismo. Lo hacen bajo el auspicio sospechoso de financiación por parte de la CIA (como se confirmó en 1966) del Congreso por la Libertad de la Cultura, que tiene su revista, sus bolsas de ayuda económica, sus oficinas en París. En Munich y a instancias de este grupo —Gorkin, Gironella, Ridruejo— se pusieron de acuerdo todas las fuerzas políticas (excluidos los comunistas, aunque estaban presentes con dos testigos) sobre la democracia como condición innegociable del futuro, más allá de la forma institucional de ese futuro democrático. Hacía apenas unos meses que el franquismo había iniciado sus gestiones para ser aceptado en el Mercado Común Europeo, pero ahí quedaron abortadas sus aspiraciones de ingreso. Desde ese año, 1962, nadie ignora en los círculos intelectuales y políticos que existe una oposición que no está hecha solo de descamisados y rojos puros sino de antiguos vencedores, burgueses, semiaristócratas y comunistas, monárquicos y también socialistas y democratacristianos, ex falangistas y socialdemócratas. ¿Es la hora de volver del exilio, si se puede, o es ya demasiado tarde para intervenir en los circuitos de una oposición que el exiliado conoce mal, que le cogen con el pie cambiado, consumada la readaptación biográfica y con explicable recelo ante algunos de los que figuran como nuevos y desconcertantes opositores? ¿Es inteligente poner en riesgo la instalación en sus nuevas vidas con la aventura de un regreso Índice
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incierto y a un lugar profundamente inhóspito? ¿No se parecería demasiado a un nuevo exilio disfrazado de regreso a la patria? La decisión de algunos jóvenes del interior que han escogido el exilio en plena posguerra, al menos desde 1946, no anima tampoco al viejo exilio a regresar. Los jóvenes profesionales escapan en busca de la libertad, de horizontes y vidas mejores, lejos de la órbita del miedo y asqueados de la estrechez cultural y civil franquista. Tampoco ahora parece haber modo de acertar con la solución correcta para los exiliados de primera hora porque ni la hubo ni la había, y es esa naturaleza trágica la que hace más amarga la experiencia misma de la derrota, tanto si se protege en el exilio como si se ahorma al interior. Pero todavía queda una penúltima mutación de la angustia del vencido, y es quizá la más descorazonadora y cruel para el exilio ensimismado en su tragedia vital. Le queda la amargura de ensayar el regreso y sentir cuando regresa que no regresa a su país, la sospecha aguda de que la vida de veras en España ya no va a existir como la soñó al soñar con la vuelta. La fantasía angustiosa del regreso, una y otra vez proyectada en la imaginación del exiliado, fue desde el principio una ilusión incombustible pero también fue falsa, y se despeña cuando se enfrenta a la misma evidencia que los derrotados del interior han vivido desde el principio. Su país ha dejado de ser su país precisamente desde que lo abandonaron. La decepción o el asco estuvo con los vencidos del interior desde el principio, pero estuvo también en la conciencia de muchos exiliados que no dejaron que la amargura confundiese la lucidez y supieron que no había salida buena para la encrucijada de la derrota. Unos vivieron el exilio cuidando una ilusión imposible, como Max Aub o León Felipe, y otros vivieron Índice
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el exilio sin ilusión alguna sobre lo que podía dar de sí el regreso, como José Gaos, Francisco Ayala, Adolfo Salazar o Ferrater Mora, y encontraron la energía para reanudar la labor del futuro. Supieron en seguida que no regresarían ya nunca al país que abandonaron, aunque acabasen volviendo. Solo quedaba vivir de veras donde se había ido creciendo y madurando en los últimos veinte o treinta años: en la vida que se ha hecho fuera, que ha aprendido a hacerse fuera, como los vencidos del interior aprendieron a hacerse una vida cauta en el interior. Y la paradoja final es que esa vida fuera, de nueva planta y sin tóxicos franquistas, es la que también soñaron hacer muchos de los que se quedaron dentro, o de los que crecieron dentro siendo muchachos. Esa crueldad final a varias bandas es una vuelta de tuerca última y desesperante de igual modo para exiliados y vencidos del interior. Pero es más grave para el exilio ensimismado porque tuvieron tiempo de comprobar a lo largo de los años sesenta, y sin duda en los setenta, la riqueza de una novedad que conocían pero no habían interiorizado: quienes viven dentro padecen menos una angustia que un síndrome de impaciencia y de hartazgo, y hasta desarrollan una vaga forma de optimismo esperanzado y movilizador a medida que suceden cosas imprevistas, nuevas publicaciones, nuevas acciones, nuevas fisuras en el régimen. Los vencidos del interior, mezclados o no en las lentas redes de la resistencia militante, no viven desde luego ninguna euforia, y son y seguirán siendo siempre pocos, pero pierden buena parte de sus angustias pese a la ferocidad represiva porque ni todo sigue igual bajo Franco ni España es todavía e irreductiblemente una enferma incurable. Las lesiones en los mayores son graves sin duda porque han sido expuestos largamente al terror, Índice
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al embuste y a la doble moral, al ocultamiento y a las medias verdades, a la corrupción innata y contagiosa de un sistema de poder autoritario en todos sus escalones (incluidos los más débiles o subalternos), pero al mismo tiempo son innegables las semejanzas de sensibilidad e imaginación que los jóvenes del interior exhiben desde la década de los sesenta con respecto al resto de jóvenes de la Europa democrática contemporánea. Y algunos mayores ya han aprendido a arrepentirse en voz alta de las consecuencias de su victoria y se ponen a prueba frente al poder; los vencidos fortalecen su capacidad de mantener la dignidad y actuar como antifranquistas decididos, y los jóvenes saben casi solo con la intuición biológica que vivirán el final de la pesadilla porque verán en vida la muerte de Franco, y esa será su vida de veras. El largo ciclo biológico de la Dictadura jugó a favor de los vencidos del interior y a favor de quienes fueron engrosando el antifranquismo en todas sus modalidades (desde la blanda del liberalismo intelectual burgués hasta la armada de los grupúsculos de extrema izquierda de los setenta). Tanto si procedían del exilio como si procedían del interior supieron que estaban acercándose al final: sintieron que cambiaban las cosas sin cambiar a Franco, mientras que el exilio que siguió en el exilio, que supo lo que pasaba en España solo desde fuera, y desde una edad avanzada, sintió que las cosas cambiaban pero siempre sin ellos, al margen de ellos y nunca en el fondo para ellos (como no fuese en forma simbólica) porque ya no iban a vivirlo. Una perspectiva que añade desasosiego al relato de los derrotados es la evidencia de que algunos de ellos rompieron los patrones generales de conducta tanto en el interior como Índice
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en el exilio.' Para un puñado relevante de nombres el exilio no equivalió necesariamente a desgarro y desintegración vital: algunos se reintegraron a sus profesiones con rapidez y certidumbre, buscaron colaborar con el interior resistente, concibieron el futuro en términos de alianza y reconciliación y supieron identificar los focos de gestación democrática y cultural que crecieron en la Península en la larga Dictadura, pero sobre todo desde mediados de los años cincuenta. La vuelta al trabajo, el regreso a sí mismo, el intento de ser de nuevo un hombre libre fuera de un país natal medievalizado, se fragua en muchos más escritores y profesionales de los que tendemos a pensar, y sin que esa evidencia rebaje la ejemplaridad ética e ideológica de su exilio (incluso diría que al revés) ni desde luego eclipse la angustiosa dificultad de muchos para hacerse cargo de sus nuevas vidas. Pero es verdad que suele haber un ingrediente crucial en el modo de reanudar la vida tras la derrota: la comezón política en el exiliado fue un factor de desgaste y amargura tan hondo que arruinó parte de la voluntad y la capacidad de salir a flote tras el hundimiento moral y material de la derrota. Sin embargo, no parece fuera de lugar evocar algunas reacciones inmediatas a la derrota, netamente republicanas pero con perfiles políticamente menos beligerantes o menos cautivos de consignas o agrupaciones. Para la vitalidad exaltada de un hombre joven como el cartelista Caries Fontseré, el exilio es de inmediato una suerte de aventura vivida como fortuna y no como adversidad. En su caso, el acento de la voz política es más agrio,
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Con algunas enmiendas, las páginas siguientes reproducen parte del primer capítulo de mi libro A la intemperie: exilio y cultura en España, Barcelona, Anagrama, 2010.
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quizá porque su travesía del exilio la narró muy tarde ya, en los años noventa, y cuando pudo vivir las formas de subsistencia en democracia de una izquierda atrapada en el pasado sentimental mechado de lealtad política. Contra ella habla Fontseré poniendo por delante la experiencia de las personas antes que su disciplina ideológica o su fidelidad a causas difusas (y perdidas). Su retrato del exilio no encaja con la resistencia heroica fundada en la solidaridad política o la utopía revolucionaria e introduce de vez en cuando la reflexión sobre las dificultades que la tradición comunista ha tenido para digerir la decencia y la dignidad de quienes fueron liberales o socialistas, republicanos radicales, nacionalistas liberales catalanes o vascos, socialdemócratas o democratacristianos en el exilio y fuera del exilio sin la menor tentación de apoyo político o intelectual al franquismo de la victoria. La desesperación de un liberal tranquilo, con apariencia incluso de demasiado tranquilo, como Benjamín Jarnés, también pone a prueba estas reacciones emotivas, porque su desamparo fue grande, como el de tantos, y en su caso más agudo porque careció de protección política o de partido. Y pese a ello, fue de los últimos escritores republicanos en salir por la frontera de Portbou, colaborador en alguna ocasión de Hora de España y durante la guerra en La Vanguardia. Desde Limoges, busca ayuda tanto en viejos amigos como Gregorio Marañón como en más jóvenes, como Guillermo de Torre, vencedores y vencidos, si se quiere. Siente activado el cepo político porque es —le escribe a Marañón en marzo de 1939— "un español republicano, sin partido, sin documentos, sin dinero, sin trabajo —apenas, salvo La Nación [de Buenos Aires]—y, lo que es más gracioso, sin ningún antecedente político del cual pueda sacar partido favorable y sí Índice
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todos los desfavorables". Por eso se define a esas alturas como un "español leal a una fe republicana... y mártir —totalitario— de esa fe".2 Y, aunque no ha podido publicar durante la guerra ninguno de los libros escritos, estará embarcado en el Sinaia... Pudo haber sido un Marañón más, un liberal tentado de aceptar el franquismo como mal menor, y en cambio fue un republicano que optó por la virtud mayor de la democracia, aunque estuviese tan averiada y descompuesta como lo estuvo durante la guerra. Caries Riba también había salido por Portbou —cerca de Antonio Machado y Corpus Barga— al final de la guerra y era una autoridad intelectual con poca disposición a la parálisis desolada. Por eso siente el estímulo no solo de ayudar en el exilio a 140
los exiliados sino también de ayudar a los derrotados del interior mientras está fuera. A otro viejo amigo vencido en España, Santiago Pey, le describe en febrero de 1940 y desde su exilio de Francia el propósito que debe regir la relación entre dentro y fuera, o arriba y abajo, como tiende a decir Riba en sus cartas a los derrotados del interior: "necessitem aixó els uns deis altres: sentir-nos amb una sang i un esperit comuns, com membres d'un mateix cos. Prop, ádhuc físicament". Esa cercanía física es una de las razones de peso por las que no ha querido aceptar la invitación a ir a la Casa de España en México (como le sucederá con las universidades norteamericanas a un hombre más joven, como Rafael Lapesa, y por razones semejantes): "em mantindré aquí tant com podré: ens devem també a vostés que s'han quedat a sofrir. No desdirem". El plan de acción no pasa por 2
Benjamín Jarnés, Epistolario, 1919-1939; y Cuadernos íntimos, edición de Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya, Madrid, Residencia de Estudiantes, 2003, pp. 219-220.
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armar grandes conspiraciones o "fer follies" porque es mucho más raso: "que la simple irradiació de la nostra dignitat destrueixi aquí i ací!— ('única cosa que té fowa contra nosaltres: les calumnies que els nostres enemics han teixit al nostre entorn". También añade que el editorial del nuevo número de la Revista de Catalunya, que ha redactado él sin firmarlo, "és l'expressió de l'esperit d'uns quants d'ací, que voldríem que fos també el de molts d'aquí". La carta es de febrero de 1940 y, como si fuese verdad la indistinción que usa entre aquíy ací (porque todo es derrota y naufragio), ese papel corrió de mano en mano entre Rosa Leveroni o Joan Vinyoli, futuro gran poeta y entonces modestísimo empleado editorial, o el escritor López-Picó. Aporta una perspectiva semejante a la de Salinas: aunque ninguno de ellos era rojo marxista, me temo que todos eran para el régimen rojos separatistas. En abril de 1940 Caries Riba ha recibido ya un puñado de cartas enviadas clandestinamente desde Barcelona y se lo cuenta a otro antiguo amigo, Joan Gili, que vive en Inglaterra y es destinatario de una de las Elegies: "estudiants, llicenciats joves, etc. És commovedor com sofreixen: alguns exclosos de biblioteques i universitats, i tots sentint-se dins un ambient d'invasió (no es tracta d'extremistes!), de fástig, d'horror (mots literals!); peró també com es defensen amb armes espirituals i com esperen d'ells mateixos i de nosaltres. Una paraula nostra d'encoratjament que els arribi, en prosa o en vers, circula per tot de petits `grups de fe' i té una ressonáncia immensa". Y a Eduard Valentí, prestigioso latinista y cuñado de otro latinista, Joan Petit (y futuro cofundador de la Biblioteca Breve de Seix Barral), le cuenta que sobre todo se dedica "a contribuir al manteniment i endegament Índice
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de la unitat dins aquesta pátria dispersa que és l'emigració Espero que l'experiencia de l'exili no em será estéril; si no ho esperés, acceptaria qualsevol oferiment d'América", le escribe el 29 de abril de 1940, cuando sin duda Valentí y Rosa Leveroni, Joan Vinyoli y Josep Palau i Fabre, Josep Janés (el fundador de Editorial Janés, que encarga ya desde entonces algunas traducciones a Riba) y algunos más han leído y releído las Elegies de Bierville. Riba ha ido haciendo llegar sus poemas de exilio a Barcelona, mezclados con cartas escritas en francés, y los habrán visto también en el primer número de la Revista de Catalunya, de diciembre de 1939. Serán esos derrotados del interior quienes decidan imprimir las Elegies clandestinamente en una primera edición en Barcelona y en 1942, aunque el pie de imprenta diga Buenos Aires y aunque no estén todavía en ese breve volumen todas las elegías que escribió Riba desde abril de 1939 cerca de Boissy, en Bierville.3 La distancia entre la esfera privada y la práctica pública sigue siendo un instrumento indispensable para comprender los comportamientos bajo una dictadura montada sobre el terror militar y policial. Sin esa herramienta analítica es imposible hacerse cargo de lo que sucede en la derrota del exilio y en la derrota del interior. Ese laberinto de concesiones y de lealtades ha de hacer conciliable la lucidez compasiva de Salinas hacia la permanencia de Dámaso Alonso en España (o de Riba con sus jóvenes amigos del interior) con esta otra crudelísima observación sobre la decrepitud intelectual de la España de posguerra,
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Cartes de Caries Riba, 1939-1952, edición de Larles-Jordi Guardiola, Barcelona, La Magrana / Institut d'Estudis Catalans, 1991, pp. 103-104, 108 y 114-115.
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porque tiene razón otra vez el Salinas de 1940. Realmente "sería estupendo que la mejor Historia de la Literatura Española se la hiciera a España un emigrado [que es Américo Castro], mientras aquella ralea se entrega a la retórica menendezpelayesca de segunda mano, revolcándose en el neoacademicismo de d'Ors".4 La ralea no incluye a Lapesa ni a Dámaso Alonso ni a Menéndez Pidal, pero sin duda sí al catedrático Joaquín de Entrambasaguas, a las debilidades del escritor Azorín o las claudicaciones del crítico e historiador Melchor Fernández Almagro. En el exilio no faltó piedad por los vencidos del interior, por los que se han quedado en España sin ser ni querer ser franquistas. Y tampoco los exiliados contaron indefinidamente en clave heroica o con una sola voz sus biografías de expatriados y perseguidos en relación con los vencidos del interior. 0, cuando lo hicieron, hubieron de soportar a su vez la irritación o la censura (casi siempre privada) de otros tan exiliados como ellos mismos, pero también menos propensos a los sentimientos autocompasivos y más enteros en la comprensión del significado de perder la guerra. Un poco más adelante, buena parte del exilio aceptará la pervivencia muda, atada y vejada de la razón derrotada en el interior y ese dato presta un acercamiento complementario al relato antiheroico de la reconstrucción de una cultura en libertad y para un futuro sin Franco. Ese fue, incluso antes de 1945, el objetivo de cada vez más exiliados: regresar a una España libre y no a una casa que hacía muchos años que había dejado de ser su casa pero que fue haciéndose más habitable precisamente
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Pedro Salinas, Obras completas, ui. Epistolario, edición de Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, Madrid, Cátedra, 2008, p. 806.
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con algunos de los exiliados regresados y algunos de los vencidos. Zenobia Camprubí no deja de repetir eso una y otra vez desde el primer momento del exilio y en las infinitas cartas que manda y recibe desde el mismo 1939 del gran amigo, de ella y de Juan Ramón Jiménez, Juan Guerrero Ruiz. Y hasta parece que la revista más valiosa e interesante que recibe de España (además de los libros de la colección "Adonais" y revistas que van desde la Revista Nacional de Falange Vértice hasta Destino o la literaria Santo y Seña) es precisamente Reconstrucción, que sigue los proyectos de la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones, bajo la dirección entonces de José Antonio Coderch.5 Sin embargo, y evidentemente, el exilio se hizo fuerte 144
detrás de sarcasmos justos muy parecidos al que Adolfo Salazar formuló desde México. Identificaba dos monstruosidades inminentes de las que hay que huir igualmente y por las que insta a sus escasos amigos a huir de España o de Portugal en octubre de 1939 (como secreta o explícitamente pensaba Salinas para Dámaso Alonso, o Emilio Prados para Vicente Aleixandre, o Américo Castro para Rafael Lapesa): "pronto llegará por ahí la felicidad europea nazicomunistafrancofascista, y ya veréis qué gusto da un bombardeo cada media hora, hambre, paseos y demás ventajas de la novísima civilización cristianorrusogermanoitalianoespañolacriminal. No os durmáis, que todavía es tiempo".6 5
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Zenobia Camprubí, Epistolario, Cartas a Juan Guerrero Ruiz, edición de Graciela Palau y Emilia Cortés, Madrid, Residencia de Estudiantes, 2006. El dato concreto sobre Reconstrucción, en página 266, pero las mil páginas siguientes deberían ser, junto a los epistolarios de muchos otros exiliados, aprietos graves contra las versiones más tercamente aislacionistas sobre el exilio. Adolfo Salazar, Epistolario, 1912-1958, edición de Consuelo Carredano, Madrid, Residencia de Estudiantes, 2008, p. 450.
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La fe política y la nostalgia de lo que debió haber sido y no fue se comieron las energías que muchos necesitaban para rehacer sus vidas. La guerra fue el disolvente que puso a prueba en los vencidos exiliados la capacidad de reintegración a una vida nueva: desintegró la inminencia de una vocación que hubo de aplazarse o la madurez de una trayectoria que debió reconstruirse con sacrificio de una parte mayor o menor de pasado. La sociedad moderna, conflictiva y europea que España llevaba camino de ser hasta 1936 se aplazaba sin remedio, pero ese fracaso no podía atar la biografía de cada uno de ellos, ni excluir enteramente a los que se quedaron. Incluso podía vivirse con la conciencia de que el primer paso para la restauración del futuro en libertad era hacerlo por cuenta propia y cada uno desde su propia fortaleza. Era la garantía de futuro, y no mermaba ni la solidaridad política ni la lealtad ideológica a los valores democráticos y liberales de la República vencida. Algunas biografías tempranas del exilio invitan a comprender una aclimatación flexible y pragmática ala realidad histórica de la derrota, sin que esa aclimatación rime con traición ni comporte debilidad ideológica o flaqueza egoísta. El profesor y pensador José Gaos apenas padeció esos males, o los combatió muy pronto. Había sido discípulo de Ortega y rector de la Universidad de Madrid durante la guerra, fue miembro también del Consejo de Colaboración de Hora de España y, a la altura de noviembre de 1939, un año después de haber llegado a México, le pidió a Alfonso Reyes algo de tiempo para decidir la renovación de su contrato anual como profesor en El Colegio de México. Esa encrucijada comprometía el futuro en términos materiales, pero mucho más en términos éticos, de recolocación en el mundo y en su propia Índice
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vida. Su adopción de la palabra transterrado como identidad frente a la común entre los demás de desterrado o refugiado o exiliado, procede de una percepción íntima expresiva: "La aceptación de la invitación actual representa para mí la resolución de radicarme en este país por un tiempo literalmente indefinido. La importancia de esta decisión se le alcanza a usted", y acto seguido formula extensamente su plan docente para el año 1940 con meticulosidad industriosa y agradecida, la misma que ha empleado para describir sus actividades docentes e intelectuales del año que ha pasado ya en la Casa de España en México.' En el otro momento de inflexión clave del exilio, 19461947, y en sus Confesiones de un transterrado, José Gaos no va a variar la sustancia de lo dicho. Había llegado al exilio casi 146
con 40 años, y "la estancia en México, no tanto por cuanto iba a durar, según las previsiones, sino sobre todo por la decisión de emprenderla en plan definitivo, iba a representar una segunda vida". Y más aún, con lucidez que no todo el exilio pudo asumir tan tempranamente: "La vuelta a España nunca sería la vuelta a la primera vida" porque la España del regreso no iba a "ser la España dejada". Gaos reflexionaba como lo hacía entonces Salinas o como lo hacían Juan Ramón Jiménez, Adolfo Salazar o Rafael Bergamín, u otros más jóvenes como Francisco Ayala, Ferrater Mora, María Zambrano o Tomás Segovia. Sentía que vivir fuera de España era un trastorno más leve que el traslado "a cualquiera de las ciudades" españolas: "¿No sería más razonable aceptar el destino mexicano efectivamente como un destino?". En 1947
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José Gaos, Epistolario y papeles privados, tomo xix de sus Obras completas, México, UNAM, 1999, p. 214.
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no hay ya duda posible sobre la imperturbable continuidad del vencedor y todo sigue igual que en 1939: "Franco y su régimen continuarían hasta un día, natural o catastrófico, de muerte natural del usurpador, o de nueva revolución o guerra, en todo caso absolutamente imprevisible entonces con cualquier precisión cronológica". Es Gaos quien habla en ese texto de 1947, pero volvió a ello en 1953, en un curso titulado Confesiones profesionales y publicado cinco años después. Recordó de nuevo la determinación de seguir en México porque era un destino tempranamente asumido y que "desde luego, aceptaba hasta con entusiasmo".8 No sentirse desterrado sino transterrado no comportaba abandono de la sociedad española a su suerte, ni desidia patriótica ni deslealtad con la República, sino más bien todo lo contrario, dada la profunda verdad del racionalismo de Gaos en torno al lugar del regreso. Que Gaos se adapte a su nueva vida lo pone en el extremo emocional de una basculación cuyo otro polo es la pérdida insoportable o quizá ya el quebranto inasumible. Para Juan Ramón Jiménez fue asumible, como lo fue para Américo Castro o para Pedro Salinas, y los tres desisten de regresar. Pero no lo fue para un viejo maestro liberal todavía dispuesto a actuar, Ortega y Gasset. Él sí volvió, y lo hizo en coherencia con su análisis político de 8
Las Confesiones de un desterrado fueron a parar al tomo VIII de las Obras completas de José Gaos, México, UNAM, 1996, preparado por su discípulo Fernando Salmerón, y la cita de Confesiones profesionales procede de la edición en Gijón, Ediciones Trea, 2001, p. 34. Un enfoque semejante se halla en el capítulo de Antonio Monclús incluido en la obra dirigida por José Luis Abellán El pensamiento español y la idea de América, Barcelona, Ánthropos, 1989, vol. 2, p. 33 y ss. Por lo demás, un artículo célebre de Gaos, y aparecido ya en España ("La adaptación de un español a la sociedad hispanoamericana", Revista de Occidente [mayo de 19661), se extendió en estas consideraciones.
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la guerra, y de acuerdo con algunos otros amigos y fundamentales referentes de la España liberal. Azorín, Baroja o Ramón Menéndez Pidal hubieron de estudiar desde 1939 con mucho cuidado las condiciones de su regreso porque el nuevo régimen no transmite la menor confianza y sus primeras iniciativas son realmente disuasorias, desde la censura y la represión impunes hasta la hegemonía tiránica de la peor Iglesia católica. Por eso tardarán un poco más algunos, como Gregorio Marañón, que a mediados de 1942 llega a Madrid, o el escritor Caries Riba, que vuelve a Barcelona en esas fechas pero como derrotado. Y, por razones diversas y no fáciles de establecer fuera de cada circunstancia personal, algunos otros todavía tardan más, o la construcción misma del franquismo les desanima a regresar, 148
pese a haberse alineado en guerra con los vencedores, como Ramón Pérez de Ayala o Ramón Gómez de la Serna. Pero sin duda el regreso más traumático habrá de ser el de Ortega, porque es simbólicamente el más fuerte: el exilio supo que Ortega estuvo en Buenos Aires entre 1939 y 1942, aunque su actitud no fue ni combativa ni explícita sobre el franquismo. Pero todo saltará por los aires cuando Ortega decida viajar a Lisboa, a principios de 1942, mientras nada hacía prever una modificación sustancial del régimen franquista en España ni todavía empezaba siquiera el declive nazi en la Guerra Mundial. Guillermo de Torre había sido un ensayista importante en la España anterior de la guerra, casado con la argentina Norah Borges pero inequívocamente ligado al exilio, y fue quien se hizo entonces portavoz del sentimiento de la inmensa mayoría de los exiliados. Publicó primero en España Republicana y después en los recién creados Cuadernos Americanos de Juan Larrea un artículo muy Índice
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duro en torno a la deserción de Ortega. Cuando Guillermo de Torre le mandó el artículo al fundador de El Colegio de México, su amigo Alfonso Reyes, este se sumó al duelo sin fisuras porque era el suyo también: "su deserción es un golpe en el corazón para nosotros, tiene usted razón", le escribe el 27 de abril de 1942. De hecho, tanto Reyes como Guillermo de Torre desde Buenos Aires, como José Gaos desde México de nuevo, viven ese regreso como el desvelamiento final de un falso enigma. Todos ellos intuyeron en ese gesto de Ortega un mensaje político que ratificaba sus viejas intuiciones, "a pesar del afán de alargarle el crédito moral hasta el último instante a ese hombre que tanto hemos admirado", escribe Reyes en abril de 1942 a Guillermo de Torre. Reyes mantuvo por la figura intelectual de Ortega un respeto intacto hasta el final de su vida, a pesar de algún otro percance posterior. De momento, la vivencia del regreso de Ortega a Lisboa era simbólicamente dura, y la frase final del artículo de Guillermo de Torre hablaba por todos: "mientras tantos escritores españoles —se dirá en el futuro inapelablemente huyeron de sus patrias cerradas y se sumaron con su esfuerzo a las abiertas patrias de América, hubo una excepción dolorosa, un hombre que desertó"» El hecho pesó algunos años en el exilio todavía, y a Gaos debió pesarle también porque había sido discípulo y amigo del maestro, y maestro en el sentido fuerte de la palabra. Pero en 1945, mientras le dedica a Alfonso Reyes una hermosa antología del pensamiento español contemporáneo (cuyos últimos 9
El artículo de Guillermo de Torre está reproducido en el libro de José Luis Abellán Ortega y Gasset y los orígenes de la transición democrática española, Madrid, Espasa, 2000, p. 141.
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nombres, y más jóvenes, son precisamente Ortega y Reyes), le escribe con una rotundidad que promedia la gratitud y el realismo. Si Ortega fue en España "uno de los órganos regulativos de mi vida" intelectual, "en América ha venido siéndolo usted".1° Gaos tuvo razones para volver a sentirse defraudado por la conducta o la actitud de Ortega, que empieza a frecuentar España en temporadas largas desde 1946, y se lo hizo saber a Alfonso Reyes en una carta que tiene aire de ser pública porque la manda con disculpas "por el retardo con que va a publicarse". Ortega ha declarado a un periodista de México que no tiene nada contra Alfonso Reyes pero que "ha hecho tal porción de tonterías" que no lo considera ya amigo propio en América, y tras preguntarle por alguna de esas tonterías se limita a decir que han sido "gestecillos de aldea"» No es una carta agradable de recordar ahora ni de citar, pero disipa cualquier forma de irresponsabilidad política o de abandono de lealtades republicanas y democráticas por parte de Gaos —hecho a su exilio—. Gaos pudo llegar a entender que Ortega regresase a Europa e incluso a España, aunque le resulta mucho más difícil de digerir el desdén por la labor de protección y acogida de los españoles impulsada desde México por Reyes y lo que todo ello significa: "¿es, entonces, que Ortega condena esa actitud y actividad de usted, intérprete e instrumento, no solo 10 Itinerarios filosóficos. Correspondencia José Gaos /Alfonso Reyes, edición de Alberto Enríquez Perea, México, El Colegio de México, 1999, p. 140. 11 El sentido del pudor habitual en Reyes se rompió para confesarle a Amado Alonso su perplejidad por la frialdad de Ortega incluso después de haber contado con él materialmente para su estancia en Buenos Aires; véase la carta que transcribe Barbara Bockus Aponte, Alfonso Reyes and Spain, Austin (Texas), University of Texas, 1972, p. 94.
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de la oficial de México, sino incluso de la de los mexicanos que habiendo recibido a los refugiados españoles con recelo, cuando menos, han acabado por rectificar en punto a la mayoría de ellos, ya que no a la absoluta totalidad? ¿Es que Ortega comparte la saña, y donde no alcanza esta, el resentimiento del franquismo?". La sintaxis retorcida de Gaos exige un esfuerzo suplementario pero seguramente por una vez la sintaxis es también una metáfora del dolor de escribir la decepción por el maestro: tantas veces ha habido que justificar el silencio de Ortega durante la guerra y después de la guerra que para una vez que habla en público podría haber dicho algo distinto, o al menos algo que no comprometiese no solo a Reyes sino al resto de los exiliados protegidos por él. Cada vez quedan menos razones para que subsista la especie de quienes "nos esforzábamos por no dejarnos contagiar. Qué fondo y sincero pesar encontrarnos empujados hacia la pérdida de un respeto que creíamos necesario". Pero ha sido Ortega quien ha dilapidado su crédito de silencio, y de ahí derivará Gaos un diagnóstico más amargo todavía porque desde ahora "en la España antifranquista, con seguridad en la de fuera del territorio nacional y con probabilidad que parece muy alta en la prisionera en su propio territorio, o entre los dos tercios de españoles, según mi leal convicción, pero en todo caso entre un número de compatriotas lo bastante elevado para que no pueda despreciarlos el sensato, en esta España ha perdido Ortega su autoridad intelectual y sobre todo moral casi íntegramente".12 Pero ni Gaos ni Juan Ramón Jiménez simplificaban la lectura del caso Ortega. Tras su fallecimiento en Madrid, en 1955, 12 Itinerarios filosóficos, obra citada, pp. 143-145.
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Gaos afina su análisis, más allá de la decepción y seguramente más completamente informado. Subraya entonces el fracaso del magisterio de Ortega tras la guerra sobre dos certezas: "la doble imposibilidad de alistarse entre los defensores de la República y entre los sostenedores del régimen actual de España, ha debido de ser un patético drama entrañado en lo más radical y sensible de la intimidad de Ortega, que ha debido de hacer singularmente penosa su vida de los últimos lustros en el fondo incluso de su éxito internacional de los últimos años". Ortega ha visto fracasar el sueño de ser "maestro de su patria, sentir haberlo sido en la madurez de la vida, y acabar, ya senecto, entre destierros voluntarios y estancias en la patria inoperantes, contra su voluntad, sobre esta".'3 Cuando José Gaos escribe así paradójicamente Ortega es lectura crucial para muchos jóvenes de la resistencia intelectual del interior. Y al mismo tiempo Américo Castro todavía no se ha resuelto a cambiar de actitud con respecto a escribir en España y rechaza la mínima colaboración con el interior. Ya ha cambiado sin embargo la actitud de Juan Ramón Jiménez, que escribe alguno de sus artículos en revistas del interior y oficiales, como Cuadernos Hispanoamericanos o Clavileño, y manda y recibe frecuentes cartas; como han cambiado de actitud Salinas y Guillén (como hizo Caries Riba tan temprano). Pero bastará un año y la presión persuasiva de Camilo José Cela para que Américo Castro, y con él María Zambrano o Emilio Prados, Guillermo de Torre o Rafael Alberti, Max Aub o León Felipe, empiecen a escribir en la nueva revista de Cela en 1956, Papeles 13 José Ortega y Gasset. Una conferencia del Dr. José Gaos", Boletín de Información de la Unión de Intelectuales Españoles (México), 1 (15 de agosto de 1956), p. 6.
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de son Armadans y asuman las consecuencias de esa colaboración sin vergüenza ni presunta candidez: adivinan el uso político y propagandístico que el régimen puede hacer de esa colaboración, pero no seguirán inhibiéndose ya más de la resistencia del interior con su silencio. Frente al retraso con el que otros exiliados reconocieron la posibilidad de una vida "libre y digna", en palabras cruciales de Pedro Salinas (o del exiliado e historiador Vicente Llorens), Gaos identificó desde el primer momento esa posibilidad, incluso si el precio de hacerlo era el rechazo a la actitud política y humana de Ortega en relación con el exilio y en relación con el franquismo. Había asumido una derrota que hacía inimaginable a corto plazo un cambio de situación tan radical como para favorecer el regreso de los exiliados o restituir nada de la vida anterior (sus hermanos Vicente, Alejandro y Lola Gaos se quedaron en España). La ausencia de dogmatismo ideológico o una militancia política poco radicalizada hizo circular mejor el aire fresco y animó una vitalidad alimentada de expectativa y no de nostalgia; facilitó la protección contra los cortocircuitos neurotizantes de los refugiados más aprensivos y permitió una lectura fértil pero no egoísta del significado del exilio. Había que detener la turbina política que la guerra había puesto en marcha sin control, y había que detenerla sin perder ni identidad ideológica ni perfil político. Esa reintegración de cada uno a su ser civil y a su proyecto de vida buscó cancelar la fiereza de la guerra pero no los convertía en meros oportunistas; ni esa actitud comporta desatención o juicio derogatorio a los equipos que actuaron de otro modo, más comprometidos con la actividad de la República en el exilio o el antifranquismo desde el exilio. Se expresaron posiciones dispares de Índice
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forma simultánea, y entre ellas estuvo la readaptación a la vida civil fuera del campo de batalla, en una suerte de tregua que significó volver a vivir pero en las nuevas condiciones que había impuesto la derrota. Significativos exiliados que mantuvieron su lealtad a la República hasta el final desactivaron también en el exilio la urgencia de lo político. Pusieron sus vidas en un disparadero que no era ya el intento de ganar una guerra perdida sino el de no perder algo más que la guerra: el futuro propio como personas, como familias o como profesionales. Los casos que revisan estas páginas muestran experiencias de exilio que han vivido la derrota sin que la frustración política e ideológica anulase o bloquease la propia vida. En cada 154
uno la propia biomorfología ética, profesional, emotiva y familiar intervino de modo distinto, y eso incluye a quienes fueron menos propensos a buscar la compañía de otros exiliados, a compartir recuerdos o intercambiar memorias en infinitas horas muertas de duelo y de melancolía. Fueron y han seguido siendo incómodas las experiencias de esos exiliados quizá más altivos, más independientes o menos emocionalmente quebradizos. Prefirieron evitar los círculos de exiliados para evitar también el desgaste de una espera indefinida, para paliar la amargura contagiosa de la nostalgia del pasado o de un futuro iluso, mientras las noticias de la Segunda Guerra Mundial alimentan alguna expectativa feliz que será fugaz y mientras simultáneamente se comprueba la imposibilidad de regresar a una España que no existe porque la que existe vive bajo el terror, la vulgaridad y el integrismo católico. Y esa es la única patria a la que cabe regresar desde Buenos Aires o México, Puerto Rico o Santiago de Chile, desde París, Londres o Nueva York. Cuando Salinas recibe el primer poemaÍndice
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rio de Rafael Alberti en el exilio, Entre el clavel y la espada, lo examina desde el peso que la nostalgia y la amargura tiene en los poemas. Salinas reconoce el intento de salir de esa horma y recobrar la elevación de la lírica; pero no, a Rafael Alberti "no le es posible escaparse", aunque lo intente: "veo a Alberti peleando por evadirse de la historia, por alzarse sobre la altura de las nubes de la historia". Pero no llega a estar por encima de ellas, no llega a ver el sol que brilla por encima de ellas, como si Salinas estuviese manejando premonitoriamente la imagen que Claudio Guillén utilizará en El sol de los exiliados para explicar dos modelos potenciales de vivencia del exilio: "me pregunto si habrá seres que por cualquier razón de milagro (no por inconsciencia, o ignorancia o estupidez, no al modo americano, no) sepan vivir a estas horas por encima de las nubes, de lo histórico en ese sol que se nos niega"» La despolitización de la experiencia del exilio fue una de las herramientas para empezar a ver ese sol esquivo y reemprender sus vidas salvándolas para un futuro regreso, incierto e imprevisible. La integración en otro lugar y la vida en otro país modula de otro modo su compromiso político o su militancia porque tienden a percibir la coacción política como esterilizante, desgastante y poco útil, y sin embargo no se suman a ninguna deserción ideológica: readaptan sus vidas a unas circuntancias que escapan a su control sin alterar sus convicciones democráticas y republicanas (incluso si son críticos con otros exiliados). Pero todos supieron también que su vida seguía vinculada a la cultura española, aunque estuviese sometida al franquismo.
14 Pedro Salinas, Obras completas, edición citada, ui, p. 911, en carta de 28 de julio de 1941.
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De la fortaleza de esa resistencia interior injertada en el sistema iba a depender no solo su futuro sino el del cauce cultural de la España contemporánea que encarnaban ellos en el exilio. El crítico musical y ensayista Adolfo Salazar termina una carta de noviembre de 1938 a su colega Jesús Bal y Gay, cuando todavía no ha terminado la guerra, abogando por el futuro porque es lo que justifica la actividad en presente y la proyección de libros y cursos, de actividades y preguntas en su caso sobre música: "Quién sabe si podremos entre todos reconstruir en México una isla netamente española, que tan buena cosa sería para España y para México". Un año después, sigue siendo la convicción del trabajo productivo la que guía al ensayista. A Alfonso Reyes le manda otro libro reciente, uno de los muchos que tiene en 156
marcha, con una precisión casi turbadora: ha sido un "esfuerzo patriótico" que quiere "restituir a la vieja cultura española lo que es suyo y le quitaron los historiadores musicales de los demás países", aunque se publique en el exilio y aunque casi nadie vaya a verlo en España. Pero a la espera de que eso suceda, como sucederá, Higinio Anglés o Luis García Abrines o incluso Manuel Sacristán, tan joven a principios de los años cincuenta que aún le quedan resabios falangistas, sí han de verlo y leerlo con admiración.15 Esa isla netamente española y eficaz para España y para México fue El Colegio de México y en el fondo la misma que creyó Rafael Lapesa irrecuperable en 1939, y es la misma que evocó José Gaos en 1969 como reincorporación del Centro de Estudios Históricos. Trabajaron en ese centro mexicano como si lo hicie15 Adolfo Salazar, Epistolario, obra citada, pp. 373 y 572.
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sen en la España real, cuando ni en España ni en el exilio existía esa patria. Pero vista desde hoy es tan real y operante como la que quedó abolida con la guerra, y hemos vivido de la herencia de ambas: del exilio rehecho en México y de los precarios esfuerzos de Menéndez Pidal por mantener en su casa de Chamartín alguna forma de continuidad del Centro de Estudios Históricos de antes de la guerra, con seminarios en su casa y la asistencia de profesores depurados como Dámaso Alonso y Rafael La pesa (aunque allí no estén ya ni Américo Castro ni Tomás Navarro Tomás). Madrid desde luego no podía igualar ni las actividades ni la potencia creativa de El Colegio de México, pero sabían todos que trabajaban por encima de la guerra y de su resultado en un proyecto cultural de continuidad que se había dividido y repartido, que había cobrado fuerza mayor en el exilio que en el interior, pero que, cuando todo acabase, aunarían los esfuerzos y cada uno habría ido fortaleciendo desde su lugar la tarea regeneradora que el nacionalismo liberal había puesto en marcha y levantado durante la Edad de Plata: "sentir-nos amb una sang i un esperit comuns, com membres d'un mateix cos", como explicó desde 1940 Caries Riba.'6 Esa continuidad fragmentada que fue la patria dispersa del exilio se puso en práctica con plena conciencia, de la misma manera que se entendió desde el exilio que los refugiados del interior la necesitaban mientras organizan en los años cuarenta unos Cuadernos de Adán que inspira Julián Marías, se reanudan las ediciones de Revista de Occidente desde 1940, se funda una colección de poesía como "Adonais" en 1943 y una revista catalana que se llama Poesia y otra que 16 caries de Caries Riba, obra citada, u, pp. 103-104.
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se llama Ariel. En todo ello venía a encarnar el pasado cultural y literario, pero no en el exilio sino dentro de España. Era el objetivo también de Ínsula desde 1946, y por eso fueron publicando todos ahí, porque El Colegio de México era un instrumento concebido de forma coyuntural como refugio de exiliados, pero su sentido último era, no se sabía bien cuándo, que dejasen de vivir en vilo y empezasen a vivir de veras.
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España vivió a partir de abril de 1939 la paz de Franco, las consecuencias de la Guerra Civil y de la actuación de quienes la causaron. Atrás había quedado una guerra de casi mil días, que dejó cicatrices duraderas en la sociedad española. Nuestro país quedó dividido entre VENCEDORES y VENCIDOS. Las mentiras y distorsiones, las memorias de vencedores y vencidos han coexistido en los últimos años con avances sustanciales en los estudios históricos. En el CONGRESO celebrado en Huesca en octubre de 2009 se presentaron, y se publican en este libro, algunas de las mejores investigaciones sobre la historia y la memoria de la dictadura de Franco y sobre su legado en la literatura y en el cine, setenta años después del inicio de aquella larga dictadura. Son sus autores Paul Preston, Julián Casanova, José Andrés Rojo, Agustín Sánchez Vidal y Jordi Gracia.
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