CUENTO
EL JUGADOR DE
BILLAR
Texto: Jerónimo García Riaño jeronimo.garcia@javeriana.edu.co Ilustraciones: Paula Andrea Tavera González p_tavera@javeriana.edu.co
La noche llegó estrellada y acompañada de un calor infernal clavado en mis poros. Quise apagarlo con una cerveza y decidí entrar al primer lugar que encontré: un billar. Era un lugar pequeño y limpio. Las mesas de la entrada estaban ocupadas por gente que también amortiguaba el calor con algunas bebidas. Al fondo, al lado de la barra, donde atendía un cantinero joven, había tres mujeres vestidas con faldas muy cortas, y por la forma en que miraban hacia la calle, y me miraron al entrar, deduje que buscaban clientes para esa noche. “Con este calor no creo que a las señoras les vaya bien hoy”, pensé. Me acerqué a la barra y le pedí al cantinero una cerveza. Sonrió, y de una nevera de la que salían hilos de vapor, sacó una con la que refresqué mi cuerpo seco de un solo empujón. Le pedí otra, pero solo me tomé la mitad de la botella. Y mientras saboreaba ese bálsamo amargo, vi las mesas de billar, al fondo, en un salón iluminado con una luz blanca; daba la sensación de que en esa parte del mundo no había caído la noche. Cuatro tipos estaban ahí: dos que veían tacar a uno de sus compañeros, esperando el turno para pegarle a las bolas también, y otro que estaba, después de la última mesa, desahogando sus riñones en un orinal viejo y amarillo. —¿Me alquila tiempo para jugar? —le pregunté el cantinero. —Claro —respondió—. ¿Cuál mesa quiere? Le señalé la que estaba al frente de los jugadores. El cantinero sacó de un estante una caja con las bolas, luego cogió la media cerveza que quedaba sobre la barra y con su cabeza me indicó que lo siguiera. Una de las mujeres me guiñó un ojo mientras pasaba por su lado. El cantinero me entregó dos tizas azules y luego soltó en la mesa las bolas, que corrieron libres por el paño. Elegí uno de los tacos recostados sobre una de las paredes y acomodé las bolas para iniciar el juego. Los cuatro jugadores, mis vecinos, me miraron con indiferencia. —¿Tiempo libre o va a jugar solo un rato? —preguntó el cantinero mientras ponía mi cerveza en una mesa pequeña. —Tiempo libre —le dije muy seguro, mirando las bolas y pensando por dónde comenzaba a jugar.
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