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Entre viñedos, lavanda y Mont Ventoux
from La clásica 03.21
by Diseño Equis
t: RAFAEL CUÉ
f: © @BOSCOCUEFOTO y ANDRÉS CASTILLO
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El país galo no sólo es su capital, sus regiones son inmensamente ricas en historia, está plagado de vestigios romanos, su agricultura, su vino, sus quesos, su lavanda. La Provéanse es quizá la campiña más representativa de Francia. Ubicada al sur y bañada por el Mediterráneo, podemos considerar que Marsella es su entrada desde el mar.
Les relataré lo que ha sido una de las grandes experiencias de mi vida. Por razones de amistad, o más bien hermandad, me une una relación de hace más de 30 años con Emilio Castillo, que además fue quien me introdujo al que considero un deporte bellísimo, plagado de valores, de sufrimiento y satisfacción, como es el ciclismo. Allá por 1987 me convenció de comprarme una bici, le di lata a mi padre como era mi costumbre, y con su fuera de lo común generosidad en cuanto pudo me dio el dinero para comprarme mi primera bici, una Benotto muy muy básica. A partir de ese momento cambió mi vida.
34 años después, seguimos siendo amigos, muy amigos, seguimos rodando juntos con amigos de entonces y nuevos. Nuestras familias se han unido a esta hermandad y las cosas se dieron para que lográramos cumplir un sueño: rodar en Europa, sin ser un viaje 100 % de ciclismo, obviamente cuadramos todo para no dejar pasar la oportunidad.
Los Castillo se instalaron en La Provéanse por un mes, una de las ventajas de poder trabajar a distancia. Los Cué fuimos invitados y aprovechamos el viaje que teníamos pendiente por los 50 años de Leonor, mi esposa, cumplidos en pandemia, aprovecharé la ocasión para agradecerle a la vida habérmela puesto en este camino, y un cuarto de siglo después de casados, seguir juntos con nuestro proyecto de vida.
Esto ya parece un capítulo de mi vida, pero sin duda ha sido una semana que me ha marcado por muchas razones y es pertinente exponer el entorno de la experiencia.
Francia es conocida por muchas cosas, su capital, París, “La Ciudad Luz”, es una, si no es que la ciudad más bella del mundo. Es abrumante su belleza, su estilo único más la riqueza visual y sensorial de sus calles, avenidas, puentes, monumentos, arboladas y el modo de vida de sus habitantes, desde lo clásico a esta nueva oleada de jóvenes que parece, como en muchos casos, tristemente intentar desligarse de su origen, esencia y tradiciones.
Concentrémonos en el ciclismo. Primero resolver la logística de las bicis. Emilio decidió llevar desde México la suya, buena decisión para estar un mes en este paraíso ciclístico. Al final por cuestiones de reglas migratorias de Estados Unidos por su regreso tuvo que abortar llevar su bici y contactó una empresa local en el precioso pueblo de Bonnieux, que resultó ser una joya y que nos brindó todo tipo de facilidades y logística para poder hacer este reportaje y rodar días previos y posteriores al Ventoux. Se llama Rent Bike Luberon, nos atendió personalmente Cyrill, uno de los socios, y entregaron a nuestro domicilio tres bicis Felt con Shimano Ultegra, frenos de disco y ruedas de carbón 2021. Si tienes pensado ir a rodar por allá, no lo dudes, la mejor opción para renta es Rent Bike Luberon, aquí el website: rentbikescooterluberon.com.
f: © AC
Emilio buscó rutas, las descargó, hizo levantamiento y planeó todo con precisión suiza. El plan era rodar, pero un día sí que lo íbamos a dedicar a cumplir un sueño: subir Mont Ventoux, montaña que veíamos a lo lejos desde nuestra llegada, a mucha distancia, imponente, implacable, parece que cuando la miras te sostiene la mirada.
El primer día hicimos un reconocimiento leve de la zona, no hicimos muchos kilómetros porque el viaje no era sólo ciclismo, así que decidimos rodar un par de horas diarias por la zona.
Aquello es alucinante. Como ciclista sabes la importancia que tiene la calidad del pavimento. Lo de Francia es impresionante. Te das cuenta cuando los impuestos se aplican e invierten para beneficio de los ciudadanos y no para comprar votos o mantener huevones —perdón, pero es que la comparación es dramática—. La zona está plagada de viñedos y de plantíos de lavanda, lo que pinta el campo de verde y lila, rompiendo la cromática, construcciones añejas bien conservadas, con plena armonía entre la añeja arquitectura rural, la vegetación, sus flores y el hombre. Subidas y bajadas entre flores, vid y castillos. Invita el paisaje a ir disfrutando la vista, pedalear sin llegar al punto de esfuerzo que no te permita gozar la experiencia visual que implica estar sobre una bicicleta en aquella parte del mundo.
Otra gozada es la cultura y el respeto que hay entre el ciclista y los conductores. No son la mayoría de ellas carreteras principales, por lo que carecen de acotamiento, sin embargo los autos acostumbrados a las bicis tienen el civismo de no dejarse llegar a medio metro de la rueda trasera, se esperan, en cuanto ven que pasan se abren un par de metros y rebasan. No recibimos ni un claxonazo, ni una mirada retadora del conductor histérico, muchas veces incluso un saludo o una sonrisa. Para el segundo día decidimos ya irnos a una subida muy utilizada por el ciclismo profesional y en alguna ocasión por el Tour de Francia. Fuimos de nuestro destino hacia Lagarde-dÁpt. Rodamos 10 km chipotudos, para llegar a la base de la montaña y subir 10 km con una ganancia vertical de mil metros, dando un promedio del 10 %. Subimos a ritmo pero siempre sin dejar de disfrutar la vista, valorar el pavimento y emocionarnos cuando llegas a herraduras del 19 % y puedes leer el nombre de Alaphilippe, en ese momento tu mente imagina público en las orillas y la adrenalina de la competencia. Coronamos y vuelta en “U”. En esos primeros 20 km nos habrán pasado cuatro coches y nos cruzamos con un grupo de ciclistas que venían bajando y que amablemente saludaron, un equipo juvenil. Comenzamos el descenso y paramos para hacer unas fotos de la herradura antes mencionada, le pedí a Iker bajar un poco y subir de nuevo para hacer la foto que te presentamos aquí. Va
Iker con jersey blanco de La Clásica. Estando guardando celular (cámara) y a punto de enclipar, escuchamos el inconfundible sonido del avispero ciclista. Aparecieron de la curva anterior alrededor de 15 o 20 ciclistas, uniformados todos, el más joven habrá tenido 12 y el mayor no más de 18, bajaron como alma que lleva el diablo. Trazaron la curva perfecto, tendrá esa herradura unos 4 metros de desnivel, una vez que pusieron la bici vertical, se pararon en pedales al tiempo de lanzar un “bonjour” amable y pedalearon con gracia e impresionante potencia cuesta abajo.
Nos quedamos serios y reímos, entendimos muchas cosas del ciclismo galo y la penosa diferencia, no en capacidad y talento con los mexicanos, sino en infraestructura y apoyo. Qué lejos estamos. Continuamos el descenso gozando del vértigo de la velocidad y la felicidad que provoca el andar en bicicleta.
Mont Ventoux estaba a dos días. Previo a la excursión al Ventoux rodamos muy leve para aflojar piernas, disfrutamos del espresso y el croissant de rigor en la parada en Goult.
Llegó el día, el plan era acercarnos al pueblo de Bedoin, para lo que manejamos alrededor de 45 minutos, siempre viendo al Ventoux a lo lejos, cada vez más cerca, más gigante. Agradable sorpresa fue llegar a Bedoin, pintoresco pueblito infestado de ciclistas, de cafés con racks para dejar la bici, tiendas de ciclismo y un ambiente formidable. Nos preparamos y comenzamos, el plan era irnos adelantando en lo que Andrés, hijo de Emilio, y Bosco, mi otro hijo, se tomaban un “petit déjeuner” para hacer de fotógrafos durante la subida y conducir el auto con las precauciones y el respeto debido entre los cientos de ciclistas que ese día decidieron junto con nosotros subir el Ventoux.
Así fue, rodamos los primeros 8 km que ya son de subida, leve, pero subida. Ahí te vas encontrando a los intensos que en el pueblo te pasan y miran diciéndote: “quítate que soy la reencarnación de Mercx”, y al poco los rebasas y dejas. También, como es natural, te pasan otros que pensarán: “quítate, estorbo”, y no les ves el pelo hasta la cima o te los cruzas a ellos ya bajando mientras tu gozas en agonía la subida.
Existe un punto clave que es una curva a la izquierda, “virage Saint-Estève”, que es considerada el inicio de la subida a MV, y anuncia 19 km. En ese momento comienzan 11 kilómetros durísimos, promedio del 10 % sin 10 metros de descanso. Tremendos. Muchos ciclistas, sólo el ruido de cambios y alguna cadena mal aceitada. Ciclistas de todo tipo, muy pros, muy pachucos, muy novatos y muy aferrados, todos con el mismo objetivo, la única diferencia es la velocidad, pero el sufrimiento es parejo. El paisaje es arbolado, no es el famoso paisaje que reconoce al MV, esta parte es boscosa, pavimento increíble, pero de extrema dureza. No hay descanso y hay zonas del 16 %. Pasada la hora, a nuestro paso, tu cuerpo y tu mente ya van en “mode” ciclista sufridor y vas gozando, duele todo: piernas, muslos, espalda baja, sillín. La vista y el ambiente es precioso, muchas familias al lado de la carretera alentando a los suyos y a extraños. Los coches pasan incluso tímidos, como si fueran ellos los que invaden el terreno de los ciclistas.
El Chalet Reynard es un punto de referencia, terminan los agónicos 11 km, es una curva amplia a la izquierda con un bar y restaurante, estacionamiento en explanada en la parte interior de la curva y cientos de ciclistas y acompañantes en punto de reunión.
En ese preciso lugar los árboles desaparecen y comienzan los últimos 8 km de ascenso, el cuerpo lo sabe y la mente comienza a jugar un papel clave. El porcentaje de inclinación disminuye, un seis o siete por ciento es una gozada después de más de una hora arriba del 10. La vista se llena de la inmensidad del Ventoux, al comenzar una curva a la derecha, amplia, ya no las hay cerradas, aparece la majestuosa antena en la cima del monstruo de piedra. Son menos de 10 kilómetros y sabes que ya llegaste. Lo que no te esperas es el peaje que el MV le cobra a todos.
Iker tuvo el gran detalle de esperarme e incluso bajar unos cientos de metros por mí para coronar juntos desde el Chalet Reynard hasta la cima. Subimos al ritmo que nos permitía la subida para disfrutar de la mítica trepada. ¿Cuánta historia se ha escrito en esa ladera llena de piedra blanca?
Bosco y Andrés eufóricos subían y se colocaban en sitios estratégicos para inmortalizar el momento, no sólo el nuestro sino el de muchos que como nosotros pagan el respeto al MV con dolor, sin aire, sufriendo y gozando al sentirnos ciclistas.
Los kilómetros avanzan lento, el tiempo no. Nunca dejas de ver la cima y parece que nunca llegarás. El Ventoux te mira, te respeta, pero sabe que para llegar a él tienes que sufrir, tienes que pensar en los que ahí han ganado etapas y perdido Tours. Pasas por el monumento en el que muchos dejan un bidón a manera de tributo. Ya estás más cerca pero la cima no parece ceder.
Durante la experiencia te pasan muchos y pasas a muchos. Te cruzas con los que ya van con cara de felicidad total por el placer del descenso y que haciendo memoria sabes dónde te pasaron en la subida.
Maravilloso fue ser rebasados por dos niños, hermanos que se traían un pique bárbaro y que comenzaron a subir desde el Chalet Reynard, los vi bajando las bicis del coche cuando su padre y madre llegaron en bici desde abajo. Los chavales iban soñando un día hacerlo en el Tour, no se daban tregua, les animé con un francés terrible y el clásico “alé, alé”, educadamente soltaron un “merci”.
Los dos últimos kilómetros fueron para mí muy duros, la pájara amenazaba con aparecer; para Iker fueron de paciencia, son miles de kilómetros juntos desde que él tiene 8 años y sabía que teníamos que llegar juntos. A la distancia vi a Bosco perfilarse para tomarnos una foto y lejos de meter panza le grité: “¡comida y agua, venga!”. Me pasó un bidón, pude experimentar tirar uno hacia el coche como hacen los pros, Bosco sólo se me quedó mirando como al niño que sueña. Me comí la barrita creo que hasta con envoltura, la energía que inyectó en mí fue más psicológica que física, ya que todos sabemos que hay que comer para prevenir, ya que resolver toma tiempo.
La cima era una fiesta, cientos de ciclistas, todos te animan y sientes que has conquistado el mundo. La tradicional foto bajo el letrero de Mont Ventoux toma tiempo, una fila ordenada va pasando donde el que será fotografiado le hace la foto al del turno y así sucesivamente, nadie se mete, nadie se agandalla.
Emilio llegó a los pocos minutos, con la mirada nos dijimos lo fregón y lo duro que había sido la subida. Nos tomamos la Coca Cola más cara y mas deliciosa que te puedes tomar, hicimos más fotos, platicamos las sensaciones y decidimos darle de bajada.
El clima estuvo magnífico. Sol pero no calor. En la cima por el viento y la altura es más fresco, pero nada grave, ese día por lo menos.
La bajada es una locura. Si disfrutas descender es lo mejor que te puede pasar. Bajas con la seguridad del respeto de los coches. No hay un tope, no hay un bache, no hay un perro. Emilio, que es el kamikaze del grupo, alcanzó los 90 km/h; “eses” bien trazadas, rápidas, emocionantes. Al volver a la “virage Saint-Estève”, bajamos el frenético paso y los tres volvimos con suave tempo a Bedoin para esperar a los fotógrafos y tomarnos una cerveza helada.
Espero hayas disfrutado esta crónica de un ascenso clásico en el ciclismo.