Carlos irías

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Doctorado en Educación con Especialidad en Mediación Pedagógica

Chifladura El deseo de Infinito Aprendiente Carlos Irías Febrero, 2013



Quiero expresar un agradecimiento especial a las personas que me han acompañado a lo largo de este proceso de estudios. Ellos y ellas, de alguna manera, han hilvanado conmigo la narración de esta historia. Cruz Prado. Con su apoyo libre y generoso enriqueció, de manera importante, este trabajo; y con su amistad me ha ayudado a ser más humano. Aracelly. Por acogerme en su casa y ofrecerme un vino después de jornadas extenuantes de estudio y trabajo durante mis estadías en San José.

La comunidad de dominicos del Colegio los Ángeles, por financiar parte de mis estudios. Mis compañeros de casa, Modoalda y Gregorio, por brindarme su apoyo humano y laboral, para que pudiese cerrar este proceso habiendo llegado a vivir a Nicaragua. A mis amigos y amigas. Su complicidad me ha sostenido en días difíciles.



El deseo de Infinito


Contenidos Capítulo 1 Se derrumba un mundo

La crisis de los escenarios vitales I La máquina del mundo II La mirada patriarcal de la vida 1. El gozo de ser uno mismo 2. La mística no tiene sexo III Religarnos en un nuevo horizonte IV Retos a la espiritualidad 1. Romper con visión de dos mundos/dos realidades 2. Reconciliarnos con el todo del cosmos

Capítulo 2 Una religión que no va más

I La crisis de la religión 1. Desde el sistema de creencias 2. Desde la religión: hablar sin darse a entender II Otro horizonte epistemológico 1. Una mirada desde patrón, estructura y proceso 2. ¿Qué implica para la espiritualidad? III Cambiar el camino de lo religioso 1. Tocar a Dios con los dedos 2. Espiritualidad es vivir conmovidos 3. Vivir en amorosidad cósmica

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Pág. 39 Pág. 41 Pág. 41 Pág. 44 Pág. 49 Pág. 49 Pág. 54 Pág. 59 Pág. 59 Pág. 61 Pág. 63


Contenidos Capítulo 3 La emergencia de un mundo otro

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I En el principio era el caos II Aprendiendo a conocer quiénes somos III El asombro de mirar hacia el infinito

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Capítulo 4 La espiritualidad de la vida

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I Espiritualidad y vida II Reconocer nuestra dimensión planetaria III Lo cotidiano como nicho vital IV Cuidar la vida: horizonte ético de la espiritualidad 1. Cuidar nuestro nicho vital 2. Promover el cuidado del otro

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3. Cuidar de nosotros en la salud y en la enfermedad

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Epílogo: una confesión final

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Referencias Bibliográficas

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Y Dios vio que todas las naciones de la Tierra, negras y blancas, pobres y ricas, del Norte y del Sur, del Oriente y del Occidente, de todos los credos, enviaban sus emisarios a un gran edificio de cristal a orillas del río del Sol Naciente, en la isla de Manhattan, para estudiar juntos, pensar juntos y juntos cuidar del mundo y de todos sus pueblos. Y Dios dijo: Eso es bueno. Y ése fue el primer día de la Nueva Era de la Tierra. Y Dios vio que los soldados de la paz separaban a los combatientes de las naciones en guerra, que las diferencias se resolvían mediante la negociación y el raciocinio y no por las armas, y que los líderes de las naciones se encontraban, intercambiaban ideas y unían sus corazones, sus mentes, sus almas y sus fuerzas para el beneficio de toda la humanidad. Y Dios dijo: Eso es bueno. Y ése fue el segundo día del Planeta de la Paz. Y Dios vio que los seres humanos amaban a la totalidad de la Creación, las estrellas y el sol, el día y la noche, el aire y los océanos, la tierra y las aguas, los peces y las aves, las flores y las plantas y a todos sus hermanos y hermanas humanos.

Y Dios dijo: Eso es bueno. Y ése fue el tercer día del Planeta de Felicidad. Y Dios vio que los seres humanos eliminaban el hambre, la enfermedad, la ignorancia y el sufrimiento en toda la Tierra, proporcionando a cada persona humana una vida decente, consciente y feliz, controlando la avidez, la fuerza y la riqueza de unos pocos. Y Dios dijo: Eso es bueno. Y ése fue el cuarto día del Planeta de la Justicia. Y Dios vio que los seres humanos vivían en armonía con su planeta y en paz con los demás, gestionando sus recursos con sabiduría, evitando el despilfarro, frenando los excesos, sustituyendo el odio por el amor, la avaricia por el darse por satisfecho, la arrogancia por la humildad, la división por la cooperación y la suspicacia por la comprensión. Y Dios dijo: Eso es bueno. Y ése fue el quinto día del Planeta del Oro.


Y Dios vio que las naciones destruían sus armas, sus bombas, sus misiles, sus barcos y aviones de guerra, desactivando sus bases y desmovilizando sus ejércitos, manteniendo sólo una policía de la paz para proteger a los buenos de los malos y a los normales de los enfermos mentales. Y Dios dijo: Eso es bueno. Y ése fue el sexto día del Planeta de la Razón. Y Dios vio que los seres humanos recuperaban a Dios y a la persona humana como su Alfa y Omega, reduciendo a las instituciones, creencias, políticas, gobiernos y demás entidades humanas a su papel de simples servidores de Dios y de los pueblos. Y Dios los vio adoptar como ley suprema aquélla que dice: “Amarás al Dios del Universo con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Amarás a tu bello y maravilloso planeta y lo tratarás con infinito cuidado. Amarás a tus hermanos y hermanas humanos como te amas a ti mismo. No hay mandamientos mayores que éstos”. Y Dios dijo: Eso es bueno. Y ése fue el séptimo día del Planeta de Dios. Robert Muller


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Me asalta un deseo de Infinito Soy teólogo de profesión y dominico por vocación. Llegué al doctorado de la Universidad de La Salle por referencia de un teólogo que es, a su vez, una referencia para mí. Él estaba terminando su ciclo de doctorado cuando nos encontramos hace un poco más de tres años. Su chifladura va en la línea de repensar su paradigma teológico, tarea totalmente pertinente y necesaria en el quehacer teológico de hoy. Por eso mismo, por plantearse ese tipo de tópicos, él es un teólogo de referencia. En mi caso, más que la reflexión teológica, me interesa la construcción de mi horizonte inspirador, a partir, de mi propio escenario vital, es decir, desde lo que soy y lo que hago. Por ello, el mundo de la espiritualidad es mi fascinación. En términos llanos, la espiritualidad es, precisamente, la pasión abrasadora que alimenta mi sed y hambre de vivir, andar, dar, recibir, construir, tirar, recoger, amar. He tenido la fortuna de ser formado teológicamente en una corriente abrumadoramente sensible a la vulnerabilidad humana, y lúcida para apuntar las contradicciones sociales, políticas y económicas, que han sumido a todo lo humano en la “olla de la muerte”. La teología latinoamericana, en general, ha aportado particularmente eso al escenario teológico internacional. De ahí, lo problemático de su enfoque, pues es sumamente política, ya que hace análisis sociales apoyándose en sustratos epistemológicos poco ortodoxos para la teología, como el marxismo, por ejemplo, aunque no únicamente. 11


Hasta entonces, la teología se fundamentaba filosóficamente en la corriente aristotélico-

tomista. Sin embargo, a partir del siglo XX, las dos corrientes filosóficas que más influyeron fueron el existencialismo y el marxismo. La teología latinoamericana, en sus diferentes corrientes epistemológicas, coincide en tomar postura asumiendo a los pobres como lugar teológico, lo cual es absolutamente novedoso y, para la ortodoxia católica, al menos, una posición muy problemática. Es una toma de postura desde el reverso de la historia, desde el “sur del mundo”. Pero también es una reflexión que se hace desde la praxis, es decir a partir de lo que viven las personas y las comunidades en su experiencia de fe. Por eso mismo, también hay allí toda una dimensión espiritual. Gustavo Gutiérrez, llamado el padre de la Teología de la Liberación, escribió un libro que titula con esa intencionalidad: “Beber de su propio pozo”. Así, pues, la teología cristiana, construida desde América Latina ha enriquecido profundamente mi ser y visión de mundo. A la base mi ministerio de fraile predicador se la encuentra como “caldo de cultivo”, como leña generosa que no permite que se apague el fuego que da calor y luz a mi quehacer reflexivo ministerial.

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Sin embargo, con la misma honestidad con la que escribo estas líneas, tengo que decir también que mis búsquedas personales, humanas, existenciales y, evidentemente espirituales, han cruzado ya la línea de ese escenario que he descrito párrafos arriba y me mecen, cual embarcación frágil y artesanal, por mares turbulentos. Y, mientras más avanzo, me acompañan menos certezas de llegar a alguna parte segura. Paradójicamente, la teología busca la certeza de llegar a un lugar seguro donde Dios se revela diáfano e inmutable. Pero el deseo que me habita es de un infinito que no alcanzo, que siempre implica ir más allá, que no me da el camino seguro ni me devela el lugar inequívoco. Sino, la provocación de seguir andando, mar adentro,


sin saber a dónde voy. Las certezas sostenidas a partir de los sistemas de creencias y constructos doctrinales, aún ponderados y defendidos en gran parte del quehacer teológico, en lo real de la vida están cuestionadas por obsoletas. No dan más de sí. Es por ello que el mundo de la religión está cada vez más relativizado, no así la búsqueda espiritual, inherente al ser humano. En efecto, el horizonte motivacional, inspirador de nuestras gestas cotidianas, provocador de nuestras propias transformaciones internas es siempre necesario para realizar una vida con sentido. Por eso, todo ser humano tiene espiritualidad independientemente si es teísta o no. La espiritualidad es la vida desplegada y realizada con sentido y horizonte. Es por eso que he llegado al doctorado con este deseo abrasador, de búsqueda, que inquieta mi interior y despliega mis sentidos. Las certezas doctrinales no me satisfacen, porque quieren atrapar mi ser, aquietan mis búsquedas y pretenden llenar mi existencia con constructos epistemológicos que no conmueven mis entrañas ni electrizan mi piel. Así, pues, con esta chifladura pretendo transitar esos escenarios tratando de descubrir la emergencia de otros mundos que, con ellos y en ellos, el despliegue de mi vida sea como una crisálida que se abre al encuentro de los otros como legítimos otros, en complicidades sinérgicas y vitales. Donde nadie se sienta solo ni oprimido, donde todos y todas vivamos en el amor como una decisión cotidiana que se renueva con cada encuentro. Metodológicamente, daré una mirada a los escenarios de la vida enfocándome en el viejo

paradigma conocido como mecanicismo científico y la antropología desarrollada desde el patriarcado. Ambos modelos han orientado la visión de mundo que tenemos aún latente en 13


muchos de los escenarios vitales y regulan nuestras relaciones y visiones socioculturales. Posteriormente me acercaré al problema de la religión y su sistema de creencias, en tanto constructos doctrinales que orientan la vida y espiritualidad de las personas que se congregan en sus respectivas estructuras religiosas. En este capítulo pretendo analizar el tema desde la Teoría de Santiago, a partir de lo que tiene que ver con Patrón, Estructura y Proceso, cualidades características de los sistemas vivos. Posteriormente, atisbo la emergencia de dimensiones nuevas para poder barruntar, al menos, una espiritualidad en clave de nuevo paradigma. No pretendo aquí definir un modelo, sino, otear algunos elementos que dan paso a nuevas formas de ser y estar en esta vida y en este mundo con sentido otro. Descubriendo mis vinculaciones con los demás seres, habitantes legítimos de este planeta. Juntos, unos y otros en nuestra interacción e interdependencia constituimos una hermosa sinfonía cósmica. Y, finalmente, a partir de allí, intento vislumbrar cuáles son las implicaciones para la vida, en lo más cotidiano de ella. O, ¿acaso, es otro el escenario donde se construyen nuestra existencia y la convivencia con el todo de la comunidad biótica? No pretendo decir la última palabra sobre el tema, como si se tratara de sustituir un modelo, pues caería en lo mismo que cuestiono. Lo que me interesa es compartir los hallazgos de mi propia búsqueda, lo que me mueve y seduce, inquieta y conmueve, apasiona y desvela. Es decir, todo eso que me hace sentir vivo y alienta mi deseo de infinito.

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CapĂ­tulo 1

Se derrumba un mundo


La crisis de los escenarios vitales Desde finales del siglo XX asistimos a una crisis profunda con características inusitadas y de índole mundial. Tal crisis afecta todo lo de la vida. Es decir, la salud, la economía, la política, la vida humana y el medio ambiente en general. Por primera vez en la historia, la vida en todas sus manifestaciones en el planeta, está amenazada.

Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida. Silvio Rodríguez

La humanidad y sobre todo los grupos de poder han desarrollado una capacidad destructiva realmente alarmante. El armamentismo, ahora nuclear, se ha desarrollado de tal modo que, como dice Capra, se puede destruir el mundo entero varias veces. Se ha hecho de la guerra uno de los mejores negocios. Ahora bien, son indudables los adelantos que la humanidad ha tenido en los últimos siglos y, en particular, desde el siglo XX respecto del desarrollo de tecnologías. Sin embargo, los efectos provocados por ello son también indudables y estremecedores. La contaminación del aire, el ruido ambiental, los químicos, la radiación; todo ello nos está envenenando, a las personas y al medio ambiente. Los daños en la capa de ozono, el calentamiento global, la falta de agua; todo ese escenario me hace preguntar si la vida en el planeta está en su cuenta regresiva. Los procesos de producción generan enormes cantidades de desechos que no son tratados adecuadamente. A la par de ello, la producción implica un alto consumo de energía no renovable, lo que provoca, a su vez, el agotamiento de los recursos naturales. Los trastornos ecológicos que se derivan traen consigo destrucción y sufrimiento.

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“La obsesión por el crecimiento económico y por el sistema de valores en el que se apoya han creado un ambiente físico y mental en el que la vida se ha vuelto extremadamente malsana”(Capra; 1992: 134). Sin embargo, esto no es accesorio o accidental. Es parte constitutiva, en cuanto consecuencias, de los modelos de desarrollo que se han venido implementando. La situación se agrava, según Capra (1992: 213), por el hecho “de que la mayoría de los economistas, en una tentativa equivocada por lograr la exactitud científica, evitan reconocer el sistema de valores en el que se apoyan sus modelos y aceptan tácitamente el conjunto de valores extremadamente desequilibrado que domina nuestra cultura y que se encarna en nuestras instituciones sociales. Estos valores han provocado la excesiva insistencia en la tecnología <<dura>>, en el derroche consumista y en la rápida explotación de los recursos naturales, todos ellos motivados por la persistente obsesión por el crecimiento. La mayoría de los economistas creen aún que el crecimiento económico, tecnológico e institucional es signo de una economía <<sana>>, pese a que este crecimiento no diferenciado es hoy la causa de los desastres ecológicos, de la difundida conducta criminal de las grandes sociedades anónimas, de la disgregación social y de la creciente probabilidad de una guerra nuclear”. Esta situación lo que pone en evidencia es la decadencia del paradigma sobre el cual se sustenta esa determinada visión de la realidad. Los paradigmas “son síntesis científicas, filosóficas o religiosas que sirven de referencia modélica para determinada época o grupo humano”. (Betto; 1999: 15). Así, pues, en torno a un modelo o paradigma, se han articulado todas las áreas de la vida, del saber y de las ciencias. En la mayoría de los escenarios vitales, todas ellas han comenzado a hacer aguas, provocando una crisis, lo cual es sintomático de la emergencia de un nuevo paradigma.

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Según Leonardo Boff esto es sintomático tanto en el capitalismo como en el socialismo, los dos modelos o sistemas socioeconómicos vigentes contemporáneamente en el macroescenario mundial. “En el primer tipo de sociedad (liberal-capitalista) se ha generado una gran asimetría social, luchas de clases, de sexos y de generaciones, injusticia y una mala calidad global de vida. En el segundo (socialista), una gran masificación, autoritarismo, falta de participación y de creatividad de los ciudadanos. El estado socialista puede ser benéfico pero es escasamente participativo. Ha integrado a la mujer en el mundo del trabajo pero no ha superado la cultura machista y patriarcal. Socializa los medios de producción pero no los medios del poder (democracia) y del ocio” (1997: 91). Sin embargo, la crisis como tal no es negativa, es parte de un proceso de transformación. Efectivamente, el modelo de sociedad viene en decadencia y ya no es sostenible. Son varios los signos que ponen en evidencia el proceso de transición. Entre ellos se pueden mencionar la crisis del patriarcado, la disminución en las reservas de los combustibles fósiles, y el último y más importante: el cambio profundo de mentalidad, conceptos y valores que vienen a constituir una nueva visión de la realidad. Esto es lo que Capra llamaría un nuevo punto crucial. El fondo del problema se puede explicar a partir de dos enfoques paradigmáticos que, aunque en crisis, aún siguen vigentes en la sociedad. Me refiero aquí al mecanicismo científico y el patriarcado. Ambos han regulado y lo siguen haciendo, las formas de vida, modelos socioeconómicos y vínculos interpersonales desde los cuales se sustenta el ser y quehacer en este mundo. Intentaré darme a entender a continuación.

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I. La máquina del mundo Los elementos fundamentales de la visión de la realidad que ha caracterizado la era moderna fueron formulados en los siglos XVI y XVII. Esto constituyó el paradigma que ha prevalecido en nuestra cultura en los últimos tres o cuatro siglos y que según los nuevos postulados científicos está en proceso de superación. Esta visión, sustentada en los aportes de Descartes, Copérnico, Galileo y Newton fue conocida por el nombre de la era de la Revolución Científica, dado el importante papel desempeñado por la ciencia en la realización de estos cambios. El eje fundamental de este paradigma se despliega sobre la concepción de un mundo similar a una máquina. “La naturaleza funcionaba de acuerdo con unas leyes mecánicas, y todas las cosas del mundo material podían explicarse en términos de la disposición y del movimiento de sus partes” (Capra; 1992: 31). De esta manera, fueron incluidos los organismos vivos dentro la visión mecanicista de la materia. “Descartes explicó detalladamente la manera de reducir los movimientos y las funciones biológicas del cuerpo a simples operaciones mecánicas, a fin de demostrar que los organismos vivos eran meros autómatas (Capra; 1992: 31). La figura más recurrente para explicar esta visión es el mecanismo de un reloj. Un cuerpo es concebible según la colocación y funcionamiento de sus partes. En ese sentido, una persona sana equivale a un reloj que funciona perfectamente.

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Si, por el contrario, sufriera algún tipo de deterioro en la salud, entonces es como un reloj

cuyas partes no funcionan correctamente (Cfr. Capra; 1992: 73).

Partiendo de esto, entonces, se puede decir que, los principios fundamentales que sustentan la visión científica mecanicista son el reduccionismo y el control. El reduccionismo consiste en la fragmentación del todo reduciéndolo a las partes. En otras palabras, la naturaleza, la vida, la realidad se estudian dividiéndolas a tal punto de intentar reducirlas a la dimensión más simple e indivisible. Según sus postulados, sólo a partir de aquí es posible conocer lo verdadero de las cosas. Al final de cuentas, lo que tenemos es una fragmentación en la cual las partes son autónomas, sin ningún tipo de vínculo entre sí. Al respecto dice Bohm (2008: 19): “La fragmentación está muy extendida por todas partes, no sólo por toda la sociedad, sino también en cada individuo, produciendo una especie de confusión mental generalizada que crea interminable serie de problemas, y que interfiere en la claridad de nuestra percepción tan seriamente que nos impide resolver la parte de ellos. Porque el arte, la ciencia, la tecnología y el trabajo humano en general, están divididos en especialidades y cada una de ellas se considera que está en esencia separada de las demás”.

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La misma teoría fue aplicada a los fenómenos sociales. “De la misma manera en que los físicos reducían las propiedades de los gases al movimiento de sus átomos o moléculas, Locke trató de reducir los modelos que observaba en la sociedad al comportamiento de los individuos que la forman” (Capra; 1992: 35). Locke creía en la existencia de leyes naturales para regular la sociedad humana del mismo modo como existían leyes referentes al mundo físico.


En cuanto al control, se puede decir que el modelo de nuestras instituciones corresponde con la forma de organización de la fábrica, cuya estructura se sustenta en una perspectiva lineal. Según este enfoque, la gestión se inclina hacia el logro de operaciones eficaces mediante un control de arriba abajo. De tal manera que las organizaciones resultan conjuntos de piezas engarzadas con precisión (departamentos clasificados por funciones como producción, marketing, finanzas o personal) y unidas por medio de líneas claramente definidas de mando y comunicación (cfr. Capra; 2003: 139-141). Aquí el ser humano aparece como el dominador de todo lo existente, y las relaciones se establecen, incluso entre el mismo género humano, a partir de relaciones de poder. Como afirma Capra (1998: 86), el paradigma mecanicista consiste en una “enquistada serie de ideas y valores, entre los que podemos citar la visión del universo como un sistema mecánico compuesto por piezas, la del cuerpo humano como una máquina, la de la vida en sociedad como una lucha competitiva por la existencia, la creencia en el progreso material ilimitado a través del crecimiento económico y tecnológico y, no menos importante, la convicción de que una sociedad en la que la mujer está por doquier sometida al hombre, no hace sino seguir la leyes naturales”. Esta visión mecanicista ha traído consigo consecuencias negativas en diferentes campos de las ciencias y de la vida. Reducir el todo a las partes genera dificultad para solventar situaciones complejas, por ejemplo, en la medicina, ya que hoy por hoy se sabe que las enfermedades tienen que ver con el todo de la persona: el cuerpo, la psicología, sentimientos, etc.

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De igual forma, esta visión mecanicista proporcionó “la autorización científica para la

manipulación y la explotación de los recursos naturales que se ha convertido en una constante de la cultura occidental. De hecho, Descartes compartía la opinión de Bacon en cuanto a que la meta de la ciencia era dominar y controlar la naturaleza y afirmaba que podía utilizarse el conocimiento científico para convertirnos en los amos y dueños de la naturaleza” (Capra; 1992: 31). De la misma manera, esta visión de mundo fundamentada en la fragmentación y el control ha generado relaciones desiguales y excluyentes. Aunque no es la única razón para explicar este fenómeno. El capitalismo, por ejemplo, surge a partir del mercantilismo, una forma de economía cuya base se fundamenta en la acumulación, generando exclusión y desigualdades sociales. De tal modo que el fenómeno tiene un origen multicausal. Se van entramando corrientes filosóficas, científicas con el capitalismo, lo cual le brinda fundamentos a este último para justificarse. De esta confluencia en los escenarios sociales se van asentando unas formas de vida y de comprensión de la misma que conducen hacia la construcción de un sistema de pensamiento, es decir, lo que hoy llamaríamos un modelo paradigmático. Así, pues, de este modelo mecanicista hemos heredado una sociedad con un sistema de valores que ha causado graves problemas sociales, tecnologías de punta pero perjudiciales por el uso que se hace de ellas y estilos de vida que, siguiendo esa hoja de ruta, se vuelven autodestructivos. Muchas de las situaciones que amenazan la vida en todas sus manifestaciones encuentran su origen y justificación en la particular forma de entender y relacionarse con la vida y el universo que se sustenta en el paradigma mecanicista.

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II. La mirada patriarcal de la vida El otro constructo paradigmático, modelador de las relaciones sociales es, como lo había mencionado, el patriarcado. Los hombres, gracias a la lectura patriarcal de la realidad y la historia, gozamos de privilegios que nos sitúan con una ventaja descomunal y desleal frente a las posibilidades individuales y grupales de las mujeres. Está bien comprobado, en los diferentes campos de la vida, las mujeres están supeditadas a las primicias del género masculino. Por ejemplo, en el campo laboral, los salarios de las mujeres son más bajos que los hombres aunque compartan las mismas responsabilidades; en los hogares, aunque ambos, hombre y mujer, trabajen fuera, la responsabilidad de las tareas de la casa en su mayoría recaen en la mujer.

Lo anterior lo expresa muy bien Elizabeth Shüssler-fiorenza (citado en Boff; 2004: 46-47): “Una encuesta de las Naciones Unidas de 1980, que abarca a 86 naciones incluyendo a Estados Unidos, reveló que las mujeres y las niñas, aún siendo la mitad de la población mundial, realizan dos terceras partes del total de las horas de trabajo y reciben una décima parte de la renta mundial, siendo propietarias de menos de una centésima parte de los recursos mundiales. De cada tres analfabetos del mundo, dos son mujeres. La importación de la tecnología y del desarrollo occidental no ha mejorado el estatus económico de la mujer. Por el contrario, oculta sus recursos económicos tradicionales y su influencia en el ámbito público. El sistema patriarcal económico está, encima de todo, estigmatizado por el racismo. Todas las estadísticas demuestran consistentemente que las mujeres de color ganan menos que sus hermanas blancas. Sufren por la opresión patriarcal tres veces más, pues el racismo y la pobreza son económicamente aprobados por el sexismo, dado que todos los hombres estadounidenses ganan más que todas las mujeres estadounidenses”.

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Si lo vemos en el ámbito de la religión la realidad no es diferente. En el cristianismo, por

ejemplo, el quehacer teológico ha sido históricamente una labor masculina. Los servicios de animación y liderazgo igualmente están en manos de los hombres. Esto, no es inocente, ni es de poca importancia. Porque lo que viene a significar es una lectura masculina de la vivencia espiritual y una visión de mundo claramente patriarcal desde el ángulo de la teología. En este punto me resulta interesante rescatar el testimonio de Ivone Gebara, teóloga brasileña, silenciada por la jerarquía eclesiástica, a raíz de las reivindicaciones que asumió a favor de las luchas de las mujeres: “¡Qué contradicción! ¿Cómo se puede sufrir por el hecho de ser teóloga y, además, <<teóloga feminista>>? ¡Qué extraño sufrimiento! Mi sufrimiento teológico comenzó con una cierta autonomía de mi pensamiento. La búsqueda de autonomía, experimentada como un bien, me condujo a padecer un mal. Mientras me limitaba a repetir las ideas de otros, particularmente de otros hombres, no hubo problema. Podía ser profesora de filosofía y de teología, es decir, podía contentarme con preparar bien mis clases a partir de otros libros de filosofía y teología escritos y publicados por hombres, y nunca tuve dificultades. Se me apreciaba y consideraba enormemente como una profesora muy competente” (2002: 78). Podemos llegar, incluso, a niveles de cinismo. Predicamos en nuestras iglesias el respeto por el otro en cualquiera de sus rostros, pero al interior de las mismas nos movemos bajo relaciones de poder, violando incluso derechos fundamentales a las personas. El primer efecto de nuestra predicación, debería surgir desde dentro.

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Además de esto, queremos decir a la sociedad cómo debe vivir y construirse, según unos postulados que hemos interpretado vienen de un Dios.


Sin embargo, la paradoja es que la misma sociedad en algunos de los ámbitos de la vida va mucho más adelantada buscando ejes de equidad que generen inclusión de quienes, en las mismas religiones e iglesias, son excluidos. Todo eso de lo que he hecho mención refleja la cultura bajo la cual hemos nacido y crecido. Hemos socializado la vida y la definimos desde allí bajo relaciones de dominación. Sin embargo, biológicamente la historia es otra. En nuestro proceso de formación, durante las primeras semanas todos los embriones poseen ambas posibilidades sexuales, la femenina y la masculina. Durante la octava semana si un cromosoma “Y” penetra en el óvulo femenino, la definición sexual resultará masculina. Si no pasa nada, es decir, en ausencia de andrógenos, el desarrollo seguirá su curso potenciando la base común, predominando la característica femenina. De tal modo que, en el origen, todos somos femeninos. En definitiva, pues, no hay un sexo absoluto, sino más bien, dominante. (cfr. Boff y Muraro; 2004: 31-33). Lo que sucede es que, mediante un proceso social vamos construyendo nuestro ser en clave de género. En otras palabras, una mujer no nace mujer, se hace. Lo mismo sucede con los hombres. De esta forma es que, tanto a hombres como mujeres, nos han “enseñado” cómo debemos ser y cómo comportarnos ante la dinámica de la vida. Cruzar esas fronteras nos lleva a vivir bajo sospecha. Podemos ser tildados de poco femeninos o masculinos, según sea el caso, o de poco correctos desde los modelos de conducta socialmente aceptados. A la base de todo esto lo que encontramos es el patriarcado como un sistema social

de dominación fundado en la apropiación y, por ende, en la exclusión desde el control, autoritarismo y violencia. Sin embargo, originalmente, es decir, en los comienzos de convivencia humana, se piensa que los seres humanos estaban integrados entre sí.

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Las relaciones eran solidarias e igualitarias, se compartían los bienes y la vida, y la mujer

estaba considerada más próxima a los dioses porque de ella dependía la reproducción de la especie. Con el surgimiento de las sociedades cazadoras comienzan las relaciones de fuerza y lo masculino, que pasa a ser el género dominante, se vuelve hegemónico a lo largo del período histórico iniciado hace ocho mil años, cuando destina para sí el dominio público y para la mujer el privado (cfr. Boff y Muraro; 2004: 12-14). Interesantemente, el patriarcado surge en escenarios donde las mujeres estaban empoderadas en matriarcado. No se tienen claras las razones para este paso. Lo cierto es que a la base de esto encontramos el empoderamiento del machismo y la dictadura del masculinismo. Según Boff y Muraro (2004: 45-46), probablemente la voluntad de dominar la naturaleza llevó al hombre a dominar a la mujer, identificada con la naturaleza por su proximidad a los procesos naturales de gestación y el cuidado de la vida. En esta dinámica los hombres consiguieron “naturalizar” y con ello también socializar la dominación histórica e introyectarla en las mujeres, de tal manera que esta situación llega a verse como normal. Lo crítico de esto es que no sólo se trata de una dominación en la relación binaria hombremujer. Sino una compleja estructura piramidal de dominación y jerarquización asentada en diferentes escenarios, tales como el género, raza, clase, religión. De tal modo que el patriarcado llega a constituirse en una realidad histórico social y como una categoría analítica. Este es el estadio y el instrumental a partir de los cuales la vida y la historia se leen y se asumen. 26


1. El gozo de ser uno mismo Sin embargo, a partir de nuestros campos morfogenéticos y a través de las redes conversacionales, existe también la posibilidad del propio discernimiento. Esa capacidad de decidir y elegir yo mismo, desde lo que siento, intuyo, anhelo, gozo y sufro. No toda la influencia exterior es nociva. Es más, resulta necesaria para ampliar criterio, pero la razón última de mis decisiones y opciones es mi propio discernimiento. Es decir, la capacidad de decidir desde lo que yo soy. Nuestra existencia, entonces, transcurre en un proceso de autonomía y de interdependencia con el medio. Desde la autonomía yo soy responsable de los cambios internos en mí ser. El medio lo que hace es gatillar los cambios, desencadenando procesos internos, pero la responsabilidad última es soberanamente mía. Así lo afirma Maturana (1999: 22): “Todo ocurre en nosotros en la forma de cambios estructurales determinados en nuestra estructura, ya sea como resultado de nuestra propia dinámica estructural interna o como cambios estructurales gatillados en nuestras interrelaciones con el medio pero no determinados por éste”. Así, pues, este es el dominio en el que transcurre la vida, en este proceso de interacción de mi propia autonomía y la interdependencia con el medio. En esta dinámica de interacción captamos, procesamos y devolvemos información. Así, de ese modo, unos y otros nos vemos modificados. No nos somos ajenos, pues como diría Heisenberg, observador y observado se modifican en el proceso.

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Convivimos, pues, en los escenarios vitales construyendo una comunidad biótica. En este ejercicio, la espiritualidad es fundamental. Porque la espiritualidad no es otra cosa que el movimiento más profundo del ser humano, que nos mantiene en el deseo de vivir, en el sentido de nuestra existencia, en la capacidad de abrirnos a los demás y de ayudarnos en la vida. Es la energía que nos hace buscar el amor y la justicia. La sed de anhelar un mundo en el que todos los seres tengamos un espacio de dignidad para vivir (cfr. Gebara; 2000: 32). Es decir, la espiritualidad tiene que ver con las dimensiones más profundas de mí ser, que me lleva a descubrirme quién soy y qué quiero de y con mi vida. La espiritualidad, por tanto, está más allá de las religiones institucionalizadas y me hace libre para sospechar de las religiones cuando sus postulados coarten y opriman mi integridad, dignidad y realización humana. Si la espiritualidad me abre a lo que más profundamente soy en mi interior, puede también entonces provocar el reflejo en mi exterior, sin ambigüedades. Es decir, ejercer la libertad de ser quien soy, sin experimentar miedo ni vergüenza, porque la espiritualidad ayuda a armonizar la vida. Ese mismo proceso me permite descubrir, valorar y ejercer lo que hay de femenino y masculino en mí. Pues, como dice Boff (2004: 59), lo “masculino y femenino existen en cada ser humano…, como fuerzas productoras de identidad y de diferencias, que se realizan en las muchas dimensiones de la realidad total”. Así, pues, estas son dimensiones que cohabitan al ser humano, están presentes en la estructura de la identidad de cada ser. 28


El problema es la manera en que hemos manejado esa realidad. Como sostiene Boff (2004: 60):

“El drama de la cultura patriarcal reside en el hecho de haber usurpado el principio masculino sólo para el hombre, haciendo que éste se considere el único poseedor de racionalidad, de mando y de construcción de la sociedad, relegando a la mujer a lo privado y a las tareas de dependencia, considerándola frecuentemente como un apéndice, objeto de adorno y de satisfacción. Al no integrar lo femenino en sí, el hombre se volvió rígido y se deshumanizó. Por otra parte el patriarcado identificó lo femenino con la mujer, impidiéndole una realización más completa mediante la inserción de lo masculino y sus valores en su proceso de personalización y socialización”.

La consecuencia de esto es evidente. Ambos géneros perdimos. Entramos en una maraña de relaciones mutiladas, sin permitir una construcción del concepto de ser humano con sentido de equidad, igualdad y pluralidad a la vez. Así, pues, superar esta realidad es el primer paso para alcanzar una relación y vivencia de género más integradora y justa para todos y todas.

2. La mística no tiene sexo La mística, pues, como experiencia espiritual es una vía extraordinaria para recuperar lo que hemos perdido. Eso mismo que culturalmente atrofiamos y mutilamos de nuestro ser antropológico. Desde la espiritualidad se abre una ruta para emprender el camino de reencuentro conmigo mismo y con mis semejantes para vivir más dignamente y con sentido de realización.

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Y este camino espiritual es posible para todos, hombres y mujeres, porque el asunto no es

cuestión de sexo, ni de poder, ni de privilegios. Es cuestión de humanidad y, desde allí, no caben las distinciones ni las superposiciones, sino un mundo y una realidad mejor donde quepamos todos y todas.

Los tiempos felices en la humanidad son las páginas vacías de la historia.G.Mistral

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En este aspecto, las iglesias, “lugares de lo espiritual”, tienen muchas lecciones pendientes. Riane Eisler, haciendo referencia a la conflictividad en los orígenes del cristianismo, menciona la protesta de Tertuliano respecto de la participación de las mujeres entre los herejes ya que compartían con los hombres cargos de autoridad. “Ellas enseñan, se traban en discusiones; exorcizan; curan; él sospecha que hasta podrían bautizar, ¡lo que significa que también actuaban como obispos!” (s/f: 144). Sin embargo, curiosamente en el catolicismo, a finales del pontificado de Juan Pablo II, se decretó la imposibilidad que las mujeres accedieran al ministerio ordenado. Las razones resultan una triste combinación de machismo con fundamentalismo bíblico.


III. Religarnos en un nuevo horizonte Ahora bien, con la decadencia del paradigma mecanicista y la crisis cada vez más profunda del patriarcado, sobrevienen visos de nuevos tiempos respecto del surgimiento de un nuevo paradigma en cuanto a la forma de entender la vida y nuestro lugar en el cosmos. De una visión reduccionista-mecanicista surge la posibilidad de abocarnos a una visión integral de la vida en la que el todo es mucho más que la simple suma de las partes. Siguiendo a Capra, sería tratar de pasar a una conciencia cósmica: “puesto que la visión integral de la vida no está limitada a organismos individuales y puede extenderse a los sistemas sociales y ecológicos, podemos afirmar que los grupos, las sociedades y las culturas poseen una mente colectiva, luego poseen también una consciencia colectiva… Como individuos participamos en estos modelos mentales colectivos y los plasmamos; ellos, a su vez, influyen en nosotros. Además, los conceptos de una mente planetaria y de una mente cósmica pueden relacionarse con una conciencia planetaria y una conciencia cósmica” (1992: 160).

Si no intentamos lo imposible, estaremos condenados a afrontar lo inconcebible. Grafiti Revolucionarios “Mayo del 68”, en Francia

Este nuevo paradigma en cuanto que pretende ser integral, implica entonces que ha de ser inclusivo. La disgregación social no tiene sentido si somos parte de un todo, estamos interconectados y somos interdependientes. Por tanto, es importante tener presente aquí a las minorías que han venido luchando, desde el reverso de la historia, por su reivindicación social. 31


Esta nueva visión paradigmática requiere también un sustento ecológico. “Una visión ecológica en un sentido que va mucho más allá de las preocupaciones inmediatas por la protección del ambiente. Para poner de relieve este profundo significado de la ecología, los filósofos y científicos han comenzado a hacer una distinción entre la ecología profunda y el ambientalismo superficial. Mientras el ambientalismo superficial sólo se interesa en un control y una gestión más eficaces del ambiente natural a beneficio del hombre, el movimiento de la ecología profunda reconoce que el equilibrio ecológico exige una serie de cambios profundos en nuestra percepción del papel del ser humano en el ecosistema planetario. En pocas palabras, requerirá una nueva base filosófica” (Capra; 1992: 226). Además de todo lo dicho, el nuevo paradigma también implica un sentido de pertenencia a un escenario mayor. “No hay seres solitarios. Cada criatura está de alguna manera relacionada y dependiente de las demás” (Capra; 1992: 150). Somos seres interdependientes y correlacionados y no sólo al interior de la comunidad humana. Interactuamos con el mundo exterior, la sociedad, la naturaleza y la cultura. Esta visión holística puede, entonces, incentivar nuestro sentido de responsabilidad para preservar, cuidar y acrecentar la vida del cosmos, pues de alguna manera, el cosmos soy yo.

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IV. Retos a la espiritualidad Este cambio de paradigma hacia una visión integral implica una modificación en todos los ámbitos de la vida. En ese sentido, la espiritualidad no es la excepción. Por espiritualidad entiendo aquí un modo de ser, estar y asumir la vida. Es la manera como los seres humanos asumimos y conducimos la vida a lo largo de nuestra existencia. Partiendo de ello, cabe afirmar que todo ser humano posee espiritualidad, pues a la base de las opciones fundamentales de cada uno hay un espíritu que le mueve, inspirando el proyecto de su vida. Por ello, comparto con Boff (2002: 81): “La espiritualidad es una dimensión de cada ser humano. Esta dimensión espiritual que todos tenemos se revela a través de la capacidad de diálogo que cada cual tenga consigo mismo y con su propio corazón, y se trasluce en el amor, en la sensibilidad, en la compasión, en la escucha del otro, en la responsabilidad y en la solicitud como actitud fundamental. Se trata de alimentar un sentido profundo de unos valores por los que vale la pena que sacrifiquemos nuestro tiempo, nuestras energías y, en último término, hasta la propia vida”. Tiene que ver, además, con el sentido que le damos a las cosas y a los acontecimientos. Y, finalmente, tiene que ver con la política de gestar un sentido para el todo social, y de los caminos o anticaminos que se edifican para ello. En suma, tiene que ver con la vida y su cotidianidad (cfr. Grácio das Neves; 2000: 86).

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Siguiendo el paradigma cartesiano, hablar de espiritualidad implica hacer una distinción

asentada en el dualismo del sujeto (que conoce) y el objeto (conocido). Esto debido a que la mente necesita del dualismo para sobrevivir, ya que todo lo que no es ella misma, es objeto.

De tal modo que, como dice Najmanovich (2008: 15), “en la modernidad se concibió el conocimiento como el reflejo interno en el sujeto del mundo externo, al que se suponía objetivo e independiente. El espacio del pensamiento moderno nació de una estética dicotómica que escinde al sujeto del objeto, al conocimiento de la realidad, a la forma del contenido. De este modo, el saber es una mera versión virtual de lo real. Esta forma dualista, polarizada y excluyente es más bien un monismo esquizofrénico, pues cada uno de los polos es pensado como absolutamente independiente del otro. Desde esta mirada se imposible pensar los vínculos, la afectación mutua, los intercambios. Esta forma de ver el mundo fue asumida como natural, a tal punto que ni siquiera se la consideró <<una forma de ver>>”. Es decir, según este paradigma todo queda objetivado en tanto que para el sujeto que piensa todos son objetos. Este modelo de cognición sujeto/objeto lo que genera es una realidad dual que se puede concretizar en la creencia de la existencia de dos mundos. Sobre esto se sustenta la creencia de la existencia de un Dios separado de este mundo: “La religión mítica está caracterizada por creencias rígidas que garantizan la necesidad de sentido; creencias en un(os) Otro(s) separado(s), habitante(s) de una “realidad paralela” perfecta y feliz, de la que este mundo sería un opaco reflejo; creencias literales y fundamentalistas, apoyadas de una forma autoritaria y rígidamente jerarquizada, que garantizan la cohesión del grupo, sobre la base de que la suya es la única religión verdadera” (Martínez Lozano; 2009: 63). 34


Esta forma de entender la religión y el teísmo en clave cartesiano (dualismo) ha entrado en crisis en los últimos años. En ciertos sectores resulta insostenible, sobre todo en el campo de la investigación teológica que estudia el pluralismo religioso. Para el oficialismo religioso (jerarquías eclesiales), en cambio, implica unos cuestionamientos a los que terminan respondiendo por el camino más fácil, que no es precisamente el más fraterno: la desautorización. Se aferran a la seguridad de lo conocido y aceptado como verdad de fe. Sin embargo, si se supera la distinción sujeto/objeto se estarían poniendo las bases para una percepción no dual de lo real. Esto, desde la perspectiva de Capra, implicaría que estamos ante un punto crucial para la espiritualidad. Porque se trata de algo totalmente novedoso. Es una ruptura epistemológica ¡que derrumba un mundo! Este punto crucial de la espiritualidad entendido como superar el modelo dualista modificando el modo de percepción de la realidad, requeriría, al menos, dos cosas.

1.Romper con visión de dos mundos/dos realidades Superar el modelo dualista significa tomar conciencia que nada está separado de nada. Por lo tanto, el Dios-separado es “en gran medida creado por el pensamiento” (Martínez Lozano; 2009: 69). Y una vez aceptado que Dios no puede ser pensado, “se abre el horizonte de la unidad, que habrá de modificar nuestra visión de la realidad y transformar nuestro comportamiento y nuestras relaciones” (Martínez Lozano; 2009: 69). Obviamente no es fácil tomar distancia de un modelo de cognición en el que hemos nacido. La tentación ante lo nuevo e incierto es aferrarse a lo seguro conocido aunque ya esté tambaleando.

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Para poder superarlo necesitamos dejar de considerarlo como la única alternativa y abrirnos con asombro a otras formas. En ese sentido, un ejemplo que viene al caso por considerarse no dual es la práctica meditativa, ya que es un ejercicio en el que la mente se aquieta y el pensamiento se detiene:

“Eso es precisamente meditar: atender lo que está aconteciendo. Y en cuanto se vive esa atención, empiezan a surgir consecuencias: se viene al presente, se detiene el pensamiento, se disuelve el dualismo, se crece en libertad interior, emerge una nueva percepción de la identidad en forma de testigo…, una Presencia autoconsciente, atemporal y aespacial, omniabarcante, plena: una nueva percepción de nuestra identidad más profunda” (Martínez Lozano; 2009: 73). Desde la perspectiva de este autor, se supera la percepción diferenciada de la realidad. Así, sujetos y objetos dejan de percibirse como realidades diferentes, y surge la no-dualidad. Esto trae consecuencias serias a la religión. Aunque este es un tema que abordaré en otro capítulo, adelantaré, al menos, una opinión al respecto. En efecto, la religión tiende a convertir lo que es experiencia de Dios en una creencia. De ese modo, se llega a concebir a Dios como un objeto en el que creer. Así las cosas, el riesgo latente consiste en reducir una experiencia a una creencia. Cuando la creencia es un acto pensado, mientras que la experiencia implica el todo de la persona en el proceso de percepción de la realidad, incluyendo también a Dios. Y a Dios sólo se le puede percibir y experimentar cuando, precisamente, se silencia el pensamiento. 36


2. Reconciliarnos con el todo del cosmos Lo anterior implica entonces una modificación en la manera de vivir, de entender la realidad y de relacionarnos con ella. Dicha modificación pasa por reconciliarnos con todo aquello que se ha visto como diferente, externo o ajeno y, peor todavía, como inferior y por tanto dominable. Adviene de ese modo la posibilidad de vivir en armonía con el interior de uno mismo y con todo lo que circunda en el entorno. Comparto, por ello, lo que afirma Leonardo Boff (1997: 99): “Necesitamos efectivamente una nueva experiencia fundacional, una nueva espiritualidad que permita una religación singular y sorprendentemente nueva de todas nuestras dimensiones con las más diversas instancias de la realidad planetaria, cósmica, histórica, psíquica y trascendental. Sólo entonces será posible el diseño de un nuevo modo de ser a partir de un nuevo sentido de vivir junto con toda la comunidad global”. De esta manera se abre el espacio para establecer nuevas relaciones con todo lo de la vida y el cosmos. Respecto del género humano se puede pensar en superar las relaciones de poder, estableciendo vínculos más fraterno/sororales, equitativos y solidarios. Y en cuanto al cosmos, se abre la perspectiva de verlo como algo que no nos es ajeno, que está allí porque tiene razón de ser su existencia y, por lo tanto, podemos convivir en armonía y en paz.

Escóndeme que el mundo no me adivine. Escóndeme como el tronco su resina, y que yo te perfume en la sombra, como la gota de goma, y que te suavice con ella, y los demás no sepan de dónde viene tu dulzura. G. Mistral

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“Así, pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que ilumina superficialmente la vida social, me di cuenta que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida”. P. Teilhard de Chardin 38


Capítulo 2

Una religión que no va más


“Una persona sumisa, con la mente sometida por las creencias; una persona devota, con los sentimientos sometidos por la entrega que supone la devoción; una persona de comportamientos regulados hasta el extremo por las leyes y los mandatos de Dios. Una persona así sólo es libre para someterse voluntariamente”. Marià Corbí


I. La crisis de la religión 1.Desde el sistema de creencias Desde hace mucho tiempo el campo de la espiritualidad, en la perspectiva religiosa, ha sido enfocado a partir del mundo de las creencias. Hemos sido formados con una serie de elementos venidos de afuera, muchas veces incomprensibles y otras distantes de lo real de la vida. Desde esa perspectiva, las creencias son doctrinas, datos de fe, conceptos y argumentos sobre los cuales las personas vinculadas a una tradición religiosa debemos orientar nuestra vida. Estos sistemas de creencias son constructos sostenidos por dogmas religiosos, argumentos morales y postulados teológicos validados y destinados a regir la vida y comportamiento de los miembros de un grupo espiritual. El cristianismo, en cuanto modelo religioso, es un ejemplo claro de ello. Una característica de este tipo de espiritualidad basada en los sistemas de creencias es la búsqueda de certezas. La certeza da seguridad y la seguridad, a la vez, otorga firmeza. Así, la espiritualidad es desarrollar la vida desde una serie de certezas que dan horizonte y sentido a la existencia. De esta forma, entonces, las personas deberíamos vivir teniendo la certeza que estamos haciendo lo correcto y, si no es así, deberíamos buscarlo. 41


La espiritualidad se transluce a través de nuestras actitudes, manera de pensar, de relacionarnos con todo lo demás, de sentir, de expresar, de vivir. Los sistemas de creencias influyen en las personas generando muchas veces posturas rígidas y normativas ante el acontecer de la vida. Porque en el horizonte de todo está lo correcto, lo perfecto, lo válido, lo querido por la divinidad. Desde este enfoque, entonces, aquí no hay cabida para la incertidumbre. Sería un absurdo. Todo ha sido revelado y está diáfanamente definido. Lo que corresponde es asumir esos contenidos programáticos y vivir acorde a ellos. Aquí tampoco tienen sentido las búsquedas personales, pues hay mediaciones autorizadas y validadas que dan razón de lo correcto y lo pertinente. Sin embargo, los sistemas de creencias se vienen derrumbando porque ya no llenan las expectativas de las personas. La secularización es una muestra de ello. Cada vez más se puede vivir sin religión (de creencias) y no por ello la vida deja de tener sentido. En 1944 el teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer escribió desde la cárcel una serie de cartas y reflexiones que posteriormente fueron publicadas bajo el título de Resistencia y Sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio. Allí menciona una de las primeras llamadas de atención respecto de la crisis de la religión: “Nos encaminamos hacia una época totalmente irreligiosa (…) Los hombres, tal como ahora son, ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican de <<religiosos>>, ya no practican en modo alguno su religión” (citado por Tamayo-Acosta; 1995: 17). 42


Siguiendo la hipótesis de Bonhoeffer, nos encaminamos hacia un mundo que ya no va a

necesitar de Dios. Pues sin Dios todo marcha ahora tan bien como antes. Desde el sistema de creencias el problema ha sido considerar a Dios como deus ex machina, recurriendo a él en no pocas veces como un tapa-agujeros de los límites humanos, incurriendo a su vez en una especie de religiosidad mágica. Se preguntaba Bonhoeffer: “¿Qué significan una Iglesia, una parroquia, una predicación, una liturgia, una vida cristiana en un mundo sin religión, esto es, sin las premisas temporalmente condicionadas de la metafísica, de la interioridad (…)? ¿Cómo hablar (…) <<mundanamente>> de Dios? ¿Cómo somos cristianos <<irreligiosos-mundanos>>?” (citado por Tamayo-Acosta; 1995: 17). Una consideración importante de esto es que se vuelve necesario un cambio en la percepción. Se trata de pasar del sistema de creencias que ve a Dios como un ser supremo, omnipotente y proveedor, a la percepción mundana de la religión, descubriendo a Dios en la vulnerabilidad, la impotencia, el dolor y la incertidumbre. Porque, para poner un ejemplo, Jesús de Nazaret, en quien se inspira el cristianismo, no llama a una nueva religión sino, a la vida. En lo real de la vida, esto significa perderle el miedo a no tener certezas. A vivir bajo el desamparo del Dios omnipotente y reconocer nuestras propias limitaciones y vulnerabilidad. Pues allí mismo, abriéndonos al insospechado universo de la mundanidad, en medio de nuestra pequeñez, la vida y su encanto, nos sale al encuentro, invadiendo nuestro ser.

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2. Desde la religión: Hablar sin darse a entender En la primera parte de este capítulo hice alusión al tema de las creencias, argumentando que, a estas alturas de la vida, esa manera de entender y relacionarse con lo sagrado y lo espiritual ya presenta serios visos de caducidad. Aunque los modelos religiosos tradicionales siguen sosteniendo sus contenidos a la base del sistema de creencias, cada vez somos más las personas que pasamos de ello, porque ya no nos comunica aprendizajes significativos. En otras palabras, ya no dice nada o muy poco a nuestras vidas. Ahora quiero abordar este tema desde el ámbito más amplio que es, precisamente, el de la religión. Pues si el sistema de creencias en cuanto lenguaje presenta fisuras de amplio espectro, la religión como tal, vigente y aún significante, no agota el universo de la espiritualidad. Cuando digo lenguaje me refiero al conjunto de señales que dan a entender algo, que expresa conceptos, imágenes, sentimientos. En otras palabras, es la forma en que los seres humanos manifestamos lo que pensamos y sentimos. Si abordamos este asunto de la crisis de la religión desde lo que plantea la teoría de Santiago, las consecuencias resultan más que dicientes. Esta teoría sostiene que la comunicación es la coordinación de comportamientos a través de un acople estructural mutuo. El lenguaje, por su parte, emerge cuando hay comunicación sobre la comunicación. Es decir, tiene lugar cuando existe una coordinación de las coordinaciones de comportamiento (cfr. Capra; 1998: 296-298). Desde aquí no resulta descabellado pensar que la religión a través de sus redes conversacionales genera mensajes para configurar relaciones que permitan condicionar los comportamientos. Quizá esta sea una razón de fondo, no sé si la única, para explicar porqué muchos encontramos grandes distancias o nos descubrimos ajenos a ese lenguaje. 44


Lenaers (2008: 11) refiriéndose al cristianismo dice lo siguiente: “El lenguaje de la tradición cristiana se ha vuelto un idioma extraño, una lengua para iniciados, accesible sólo para esa porción cada vez más pequeña de la población que todavía se maneja con las representaciones del pasado. En la actualidad, esto lo vemos y oímos a cada rato, pero rara vez sacamos las consecuencias prácticas de esta verdad. La mayoría de las veces nos quedamos en análisis que derivan en previsiones poco gratas o bien en llamados a una nueva evangelización, como si ésta fuera una nueva oportunidad, pero conservamos el lenguaje del pasado, dejando de lado algo absolutamente necesario, como la traducción del mensaje cristiano a un lenguaje en el que el hombre y la mujer modernos puedan reconocerse a sí mismos”. Las personas y los grupos expresamos lo que pensamos, sentimos, anhelamos, lo que nos satisface y genera alegría, pero también lo que nos duele, tememos y echamos de menos. Todo eso lo construimos y manifestamos a través de planteamientos doctrinales, prescripciones normativas, tradiciones, ritos, etc. Eso está a la base de los sustratos culturales pero, también, de allí vienen lo que llamamos las religiones. Así, pues, las religiones son constructos humanos para expresar nuestra relación con la divinidad, formulándolo a través de confesiones, doctrinas, ritos celebrativos, prescripciones morales, microsistemas de vida (como la vida religiosa), edificaciones tales

como iglesias, monasterios, conventos, etc. Todo ello constituye, de alguna manera, el lenguaje de la religión para expresar lo significativo, lo valioso, las esperanzas y expectativas de las personas en su vínculo con lo trascendente.

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En ese sentido, las religiones son de las cosas más valiosas que ha inventado el ser humano.

Amo a todas las religiones, pero estoy enamorada de la mía.

“Las religiones construyen edificios teóricos (las doctrinas), prácticos (las morales) y festivo-simbólicos (las liturgias y los ritos). Pero construyen también edificios artísticos, grandes templos y catedrales… A través del arte en general, de la música sacra y de las artes plásticas, las religiones nos han elevado hacia Dios” (Boff; 2002: 27). Por eso mismo, nosotros conocemos nuestras religiones porque nos habituamos a ellas. No nos resultan ajenas si hemos sido criados desde su propio entorno. Ellas nos ofrecen salvación y eternidad.

Teresa de Calcuta

Definen caminos éticos de comportamiento, dan una visión del ser humano y nuestro lugar y misión en el mundo y, sobre todo, quieren ser un camino que nos lleve a Dios. Hasta aquí todo bien. ¿Cuál es entonces el problema con las religiones? El problema con la religión es que no siempre es mediación para la espiritualidad. Desde la descripción presentada arriba, la religión es un extraordinario espacio para el desarrollo y despliegue de la vida. Pero, si todo ese entramado que constituye la religión no está en función de la transformación del ser humano, entonces la religión deja de tener sentido. Incluso, se vuelve absurda.

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Como dice Corbí (2001: 43): “...cuando las condiciones culturales han cambiado tan drásticamente ya no podemos hacer el camino religioso como lo hicieron nuestros antepasados, con jerarquías, papas, obispos, sacerdotes, sumisión a creencias y rituales agrarios, a iglesias exclusivas que excluyen. Esa fue la manera de caminar de otros tiempos. Eso hizo su servicio y, por tanto, no tiene sentido ni juzgarlo ni condenarlo; hay que aceptarlo como fue. Pero eso, en la forma en que se vivió y que se pretende que continúe, debe terminar, porque no es una forma adecuada a las nuevas maneras culturales. Hay que abandonar, con claridad y decisión, las viejas formas agrarias, autoritarias y exclusivistas de hacer el camino religioso”. A lo largo de la historia es posible constatar cómo la religión, utilizando el poder que le es inherente, se ha alejado del horizonte que dio su razón de ser. Así, desde la religión se ha generado violencia, sufrimiento, se han declarado guerras atroces. La religión también se ha aliado con otros poderes provocando sometimiento, opresión. Cuando la religión no ha estado al servicio de la vida, sino, a costa de ella, entonces no es fuente de espiritualidad. Leonardo Boff es muy lúcido al plantearlo. Si las religiones… “no quieren fieles creativos, sino obedientes; no propician la madurez en la fe, sino el infantilismo de la subordinación. Y el resultado es la mediocridad, la acomodación, la ausencia de profetas y mártires y el enmudecimiento de la palabra inspiradora de nuevos ánimos y nueva vida. Con sus dogmas, ritos y morales, las instituciones religiosas pueden convertirse en el túmulo del Dios vivo” (2002: 32).

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El camino religioso no tiene porqué ser una imposición a modo de un deber. No es una carga

que nos viene de los dioses y sus representantes como una inevitable faena a vencer para alcanzar la salvación. Mucho menos la visión negativa del camino de la vida como forma de purgar nuestras culpas para alcanzar en otra vida, la vida buena. A este respecto, todavía hoy tristemente se vende, y muy bien, el antiguo libro “La Imitación de Cristo”, atribuido a Tomás de Kempis, cuyo mensaje central se puede resumir así: “Si hubiera algo mejor y más útil, para el hombre, que sufrir, Jesucristo nos lo habría enseñado con sus palabras y con su ejemplo… Cuando llegues a encontrar el sufrimiento dulce y amarlo por Jesucristo, entonces considérate dichoso porque has encontrado el paraíso en la tierra” (citado por Castillo; 2002: 391). Entonces, si no perdemos de vista que la mayoría de las bases epistemológicas de la teología y la religión siguen fundamentándose en sustratos tradicionales, para decirlo con respeto y elegancia, entonces se entenderá la ausencia de este instrumental analítico proveniente de la nueva ciencia.

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El camino religioso de la vida, tendría que ser ante todo de alegría y fascinación pero porque nos inunda la existencia de horizontes inusitados y experiencias vitales que nos hacen caer en la cuenta que esta vida es hermosa y que vale la pena vivirla. Pero si la religión es un deber y, además, una tragedia, pues yo, al menos, paso. Por ello, como dice Corbí (2001: 37) “es preciso liberar a la religión de los patrones culturales de la sumisión; vamos a hacerle justicia para poder aprender de ella el supremo mensaje de todos los grandes maestros: el conocimiento que libera, que reconcilia, que llena de gozo y de amor por todo”. En consideración a lo que he dicho anteriormente, en adelante me propondré hacer un análisis de este tema desde otro enfoque, que no es habitual en los estudios epistemológicos de la teología y el mundo de la religión. Las razones por las cuales no es habitual son varias, al menos mencionaré dos: una de ellas es, precisamente, que se trata de un planteamiento bastante reciente; y, segundo, es un aporte desde un nuevo paradigma científico.


II. Otro horizonte epistemológico 1. Una mirada desde patrón, estructura y proceso Los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela desde inicios de los años setenta aportaron al mundo científico una nueva visión para comprender el fenómeno de la vida desde lo que llamaron autopoiesis. Por autopoiesis entienden la forma de organización de la condición de existencia de los seres vivos en la continua producción de sí mismos (cfr. Maturana; 1999: 23). Es decir, que los seres estamos vivos mientras estamos en autopoiesis. Esto es posible gracias al carácter de autonomía que nos viene de la autoorganización y la interdependencia con el medio. De tal modo que, los seres tenemos existencia en la medida en que conservemos nuestra organización autopoiética y al, mismo tiempo, permanezcamos en acople con el medio. En ese dominio de relaciones se construye el fenómeno de la vida. Ahora bien, para el completo entendimiento de esta teoría, requerimos de la visión del todo del sistema. Aquí entran en juego, entonces, los elementos característicos de dicho sistema, que son: el patrón de organización, la estructura y el proceso vital. Cada uno de ellos constituye perspectivas distintas pero inseparables del fenómeno de la vida.

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Una característica de este tipo de espiritualidad basada en los sistemas de creencias es la

búsqueda de certezas. La certeza da seguridad y la seguridad, a la vez, otorga firmeza. Así, la espiritualidad es desarrollar la vida desde una serie de certezas que dan horizonte y sentido a la existencia. De esta forma, entonces, las personas deberíamos vivir teniendo la certeza que estamos haciendo lo correcto y, si no es así, deberíamos buscarlo.

El patrón de organización El patrón de organización para un sistema, sea vivo o no, es la configuración de las relaciones entre sus componentes, que determina las características esenciales del sistema (forma, orden, cualidad) (cfr. Capra; 1998: 172). Así, pues, el patrón de organización es el que determina si un sistema es vivo o no lo es. Y lo que permite determinar esto es, precisamente, si el patrón de organización corresponde al de una red. Sin embargo, esto requiere de una matización. Si bien se asume que todo patrón de organización de un sistema vivo es siempre un patrón articulado en red, no todas las redes son sistemas vivos. De tal modo que la característica fundamental de una red viviente es que se está produciendo a sí misma continuamente (cfr. Capra; 1998: 174). De ahí entonces que, la autopoiesis, es un patrón en red en el cual la función de los componentes es participar en la producción y transformación de otros componentes de la red, ya que ésta se hace a sí misma continuamente. En otras palabras, es producida por sus componentes y, a su vez, los produce (cfr. Capra; 1998: 175). 50


Si trascendemos la visión biológica de la vida para analizar los sistemas desde el ámbito social nos daremos cuenta, sin mucho esfuerzo, que nuestros sistemas de organización responden a patrones de sistemas no vivos. En articulaciones jerárquicas, lineales y excluyentes es imposible la autoorganización. Aquí la autonomía en el continuo dominio de relaciones de interdependencia con el medio no es posible y, por tanto, tampoco hay espacio para la retroalimentación, entendida como la capacidad de autoproducción. Para que se pudiese generar un cambio en el patrón desde la perspectiva de un sistema vivo requeriría de un cambio en la cualidad de las relaciones. Aquí la solidaridad, sinergia, complicidad y colaboración de todos los componentes, constructores todos ellos de una autopoiesis social, no tendrían que ser aislados, sino, lo que estaría a la base de una forma de convivencia totalmente otra. En ese sentido, cabe rescatar aquí lo que plantean Maturana y Varela respecto de carácter autopoiético de los sistemas. Como decía más arriba, esta teoría viene dada desde la perspectiva de la biología. Desde aquí se entiende que los sistemas moleculares, en tanto fenómenos biológicos, son autopoiéticos. Pues resultan en el operar de los sistemas autopoiéticos moleculares, o de las contingencias históricas de su operar como tales (cfr. 1994: 18).

Sin embargo, los sistemas sociales también son o pueden ser autopoiéticos. Lo explico con una matización. El carácter de sistemas sociales les viene de la forma de relación entre los organismos que los componen. Sin embargo, el carácter autopoiético les viene dado por ser sistemas compuestos por organismos. En otras palabras, son sistemas autopoiéticos por la autopoiesis de sus componentes (cfr. Maturana y Varela; 1994: 19).

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Esto quiere decir, entonces, que desde la interdependencia yo necesito del medio para vivir,

pero no como proveedor de los insumos de subsistencia, sino, en tanto yo soy más de lo que me delimita a partir de la membrana semipermeable que es mi piel. Mi ser esencial está también en el otro, de la misma forma como el otro habita esencialmente en mí. Somos una red de redes que, desde la vinculación, permite el fluir de la energía que no sólo sostiene sino, además, procura la vida. Esta interdependencia es la que posibilita la autoproducción del todo del sistema. De tal modo que, cuando un ser vivo toma información, la procesa y la devuelve al medio, entonces altera al medio. De esta manera, se da una dinámica continua de cambio en un proceso que es, a la vez, adaptativo.

La estructura La estructura, por su parte, es la corporeización física del patrón de organización. De tal modo que, mientras la descripción del patrón de organización implica una cartografía abstracta de relaciones, la descripción de la estructura implica la de sus componentes físicos presentes: sus formas, composiciones químicas, etc. (cfr. Capra; 1998: 172). Ahora bien, la estructura de un sistema vivo es siempre una estructura disipativa, tal como la llamó Prigogine. Esto es lo que permite que los componentes cambien continuamente, dado que hay un flujo constante de energía y materia a través del organismo. En un sistema no vivo, por el contario, los componentes son fijos. En un sistema vivo, el flujo de energía y materia se da dentro de un proceso que es abierto y cerrado a la vez. 52


Abierto estructuralmente, pero cerrado organizativamente. La energía y la materia fluyen a través del sistema, pero éste mantiene una forma estable y lo hace de manera autónoma, a través de su autoorganización. Para explicar esta aparente paradoja de coexistencia de cambio y estabilidad fue que Prigogine acuñó el término “estructuras disipativas” (cfr. Capra; 1998: 182). Ahora, como venía afirmando, el patrón de organización sólo puede ser reconocido si está corporeizado en una estructura física, y esto es posible con el concurso del tercer criterio que completa la teoría del sistema. Me refiero al proceso vital.

El proceso vital El proceso es “la actividad que se ocupa de la continua corporeización del patrón de organización del sistema. Así pues, el criterio de proceso constituye el vínculo entre patrón y estructura” (Capra; 1998: 173). Estos tres criterios son totalmente interdependientes. Y es lo que define el ser y hacer de los sistemas vivos y especifica su modo de organización. El patrón se reconoce en una estructura y esto es posible gracias a un proceso continuo. De ahí que estructura y proceso estén inevitablemente unidos. La importancia de este aporte, como teoría de sistemas vivos, es que implica una

comprensión no mecanicista y por tanto también poscartesiana del fenómeno de la vida.

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La visión fragmentada, mecánica, lineal, a la que hice referencia en el primer capítulo, desde

esta nueva visión, queda superada. La vida, en esta perspectiva, es un entramado de relaciones donde el todo es más que la suma de las partes; las jerarquías son transformadas en relaciones horizontales, sinérgicas, de colaboración; y los afanes depredatorios y los deseos de poder se pueden superar ante el surgimiento de relaciones solidarias, sensibles y cálidas, capaces de producir la vida continuada.

2.¿Qué implica para la espiritualidad? De este análisis ya adelanté parte en el Rizoma “La travesía de la vida”, donde junto a mis compañeros y compañeras de “Travesía” rizomamos las chifladuras particulares. Nuestro planteamiento de fondo era evidenciar cómo una y otra realidad se han visto enriquecidas y afectadas, dado que la interconexión posibilita la transformación individual y colectiva. Siguiendo con la lectura crítica que vengo desarrollando de las religiones a lo largo de este capítulo, sumergiéndola en la teoría de los sistemas vivos, no resulta desatinado considerarlas como patrones inmóviles. En su perspectiva más originaria, las religiones teístas son extraordinarias invenciones humanas en tanto organizadoras de vida y mediaciones para la experiencia espiritual. A través de ellas, las personas nos comunicamos, expresamos lo que sentimos, vivimos, anhelamos y recibimos en nuestra relación con la divinidad. Pero su anquilosamiento y la poca posibilidad de permeabilidad las vuelven unos sistemas no vivos. En esa perspectiva, comparto con Jäger (2005: 67) cuando afirma que “los modelos religiosos y la forma de hablar de Dios deben poder cambiar. 54


Igual que las ciencias desarrollan permanentemente modelos nuevos, con los que intentan

verificar sus conocimientos, sin que se atrevan a identificarlos con la realidad, así también deberían las religiones cambiar sus modelos de comprensión y estar dispuestas a concebir nuevos modelos. El Dios que queda apresado en los dogmas considerados como absolutos es un modelo anticuado de comprensión, que ha muerto hace tiempo para mucha gente”. Desde la teoría de sistemas, las religiones se visibilizan a través de estructuras creadas para ello. Las podemos identificar a través de las diferentes iglesias y/o denominaciones religiosas desde las cuales se concretizan de manera cotidiana los modelos de vida. De esta manera, las iglesias se constituyen basadas en los principios doctrinales, morales, ritos, códigos normativos. Eso es lo que define y regula la forma de vivir y de ser de sus adeptos. De tal modo que, quienes allí participan, deben ceñirse a los postulados controlados por las autoridades competentes. En este tipo de organización las disidencias no se permiten, al contrario, distorsionan y amenazan el orden de las cosas. Es interesante que Jäger (cfr. 2005: 64-66), utilice la teoría de los sistemas vivos pero lo hace enfocando el análisis desde una formulación teísta. De tal modo que para él, Dios vendría a ser el patrón, el proceso de desarrollo del universo. Ve en Jesús de Nazaret al Cristo cósmico, como estructura, es decir como símbolo de todo lo existente. Y el proceso vital lo asume como un proceso espiritual. Como se podrá observar, mi enfoque es diferente en gran parte porque más que el teísmo, me interesa la religión como configuración de las relaciones. 55


Y Lo que quiero plantear con esto es que la forma de relacionarse entre los diferentes

miembros de las comunidades y grupos religiosos; su manera de entender la vida y de realizarla, está determinada por el respectivo modelo que sostiene la religión en tanto patrón y su correspondiente estructura.

Siguiendo ese argumento, lo que nos deja en evidencia es un sistema de relaciones desiguales, verticales, mutiladoras de la libertad y creatividad de las personas. El patrón se sostiene a base de establecer articulaciones unidireccionales, generando relaciones de poder con sus respectivos mecanismos de control. Aquí no es posible un proceso autopoiético en el cual broten nuevos alumbramientos a partir de experiencias disipativas de energía. La dinámica que se da en el dominio de relaciones no lo permite, es más, lo niega. Entonces, la espiritualidad que vendría a ser el proceso vital a partir del cual se articulan la estructura con el patrón de organización, resulta un camino cercado por ortodoxias que indican la forma de vivir, actuar, amar, ser y estar en este mundo. De esta manera, la espiritualidad se convierte en un proceso lineal, incapaz de surgir desde una interconectividad holística, validando las experiencias de todos y todas como legítimos otros. Lo cual resulta sumamente grave. Las estructuras y los patrones donde los liderazgos se construyen sobre la base de la obediencia, el control y el poder respecto de los componentes, conducen inevitablemente a la negación de la vida.

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Así las cosas, si las religiones y sus respectivas mediaciones no promueven la vida en todas sus manifestaciones, validando la libertad y legitimidad de los otros, entonces me atrevo a afirmar que sucumben en su intento por catapultarnos al esplendor de la vida. Mutilan nuestro deseo de infinito. Se vuelve necesario un cambio en la cualidad de las relaciones. Aquí es donde la espiritualidad, en tanto proceso vital, juega un papel fundamental.


¿Cómo visualizar escenarios que permitan formas nuevas de vinculación, desde la cooperación y solidaridad que hagan aflorar la vida? Ervin Laszlo (2004: 131), sostiene que: “el universo es un sistema coherente con un grado alto de integración, asemejándose a un organismo vivo. Su propiedad más importante es que la información es generada, conservada y transmitida por y entre todas sus partes…Todo lo que sucede en un lugar, acontece también en otros lugares; todo lo que sucedió una vez, vuelve a suceder también muchas veces después. Nada en este mundo es <<local>>, limitado a donde y cuando sucedió. Todas las cosas son globales, en efecto cósmicas, para que la memoria de todas ellas se extienda a todos los lugares y en todos los momentos. Esta es la sustancia del universo informado, la visión del mundo que será la señal de identidad de la ciencia y, a la postre, de la sociedad, en el transcurso del siglo XXI”. Este planteamiento que hace Laszlo desde la ciencia, afecta no sólo a la sociedad como él dice, sino también a todo lo de la vida, incluyendo la dimensión espiritual. Porque implica una manera diferente de relacionarnos, de comportarnos y de construir la convivencia entre todos los seres.

El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz. Teresa de Calcuta

Esto mismo es lo que nos queda por aprender en el mundo de la religión. Ensanchar

nuestra tienda para abrirnos en libertad y gratuidad a la fecundidad de la vida. Esa misma que se despliega más allá de nuestros limitados horizontes, que nos une a inusitados familiares cósmicos. Porque en los rincones del universo algo o alguien está ligado a mí.

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De nuevo, comparto con Laszlo (2004: 132) cuando afirma que “la combinación entre la percepción única y personal y la experiencia observable y repetible interpersonal nos proporciona la mayor seguridad de que vamos por el camino correcto: que un campo cósmico de información consigue conectar a los organismos y las mentes en la biosfera, y las partículas, estrellas y galaxias a través de todo el cosmos”. En ese sentido, la espiritualidad ayudaría a vivir en entornos multirrelacionales desde una amorosidad cósmica. Es decir, el amor como un atractor extraño, religando el mundo de las religiones, de las estructuras sociales y económicas, y todo el resto de escenarios culturales. Si eso fuera posible, entonces podríamos otear en el horizonte una vida totalmente otra. Abrigaríamos también con ello la esperanza de superar fronteras humanas, barreras ideológicas y dogmatismos religiosos que nos han fracturado y distanciado, causándonos demasiado daño a unos y otros. Esta visión supondría también la necesidad de replantear nuestro lugar y rol en el planeta. No considerarnos más el centro del mundo. Tomar distancia de la cultura judeo-cristiana de dominar “lo creado”, tal como lo plantea el Génesis. Por el contrario, generar relaciones sinérgicas y cómplices con todos los seres vivos de tal modo que todo este entramado se auto organice como un organismo vivo. Los alcances que vislumbro, al menos, de lo dicho hasta ahora, quiero desarrollarlos en las consideraciones que siguen, a manera de cierre de este capítulo.

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III. Cambiar el camino de lo religioso 1.Tocar a Dios con los dedos Todo lo que he venido argumentando implica necesariamente un cambio paradigmático. No es posible visualizar ni mucho menos abrirnos a otros escenarios con los mismos postulados racionales, los mismos credos doctrinales, ni seguir anquilosados viendo la vida y el horizonte desde el mismo ángulo. Habría que hacer un giro, al mejor estilo copernicano, para relacionarnos con las cosas de la vida y esto pasa por cambiar nuestras formas de percepción. El proceso de percepción es fundamental para captar lo que de la vida nos viene, tomamos, aprehendemos. Como recurso pedagógico, para intentar explicarme, me basaré aquí en la extraordinaria película iraní “El color del paraíso”, de Majid Majidi (2000). Particularmente, me centraré en el discurso del niño protagonista Mohammad. “Nadie me quiere, ni siquiera mi abuelita. Todos huyen de mí porque soy ciego. Si yo pudiera ver, iría a la escuela local con los demás niños, pero tengo que ir a la escuela de ciegos al otro lado del mundo. El maestro dice que Dios ama más a los ciegos porque no pueden ver, pero yo le dije que si eso era cierto, ¿por qué nos hizo ciegos para no verlo? Él contestó que Dios es invisible, que está en todas partes y podía sentirlo, que podía verlo a través de mis dedos.

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Y ahora extiendo mis manos en todas partes en busca de Dios hasta que llegue el día en que pueda tocarlo, y pueda decirle todos los secretos de mi corazón”. Mohammad es un chico ciego, pero su relación con todo su entorno es intensa, apasionada. Se interesa por percibir y conocer todo lo que le circunda. Mete sus manos en el agua de un río para percibir el sonido de las piedras en movimiento por las corrientes del agua. Escucha a los pájaros y dialoga con ellos. Con sus manos toca a las personas, al resto de la cosas, y se asombra de lo que siente, percibe y descubre. Mohammad es un extraordinario ejemplo de búsqueda de sentido a partir de lo que vive, siente, echa de menos, goza, le duele. Nada de la vida le resulta ajeno, y todo lo percibe con asombro. Percibe con todo lo que él es y desde cómo él es. Para la espiritualidad que busca superar los sistemas de creencias esto es importante. No se trata de tener respuestas correctas y seguras. El meollo del asunto no está en las respuestas, sino en las preguntas. Como sostiene Gelb (1999: 72-73), “si afinamos nuestra habilidad para formular preguntas, ampliaremos nuestra capacidad de resolver problemas, tanto en el trabajo como en la casa. Para muchas personas esto supone dejar de poner énfasis en la búsqueda de la <respuesta correcta> y empezar a cuestionarse acerca de si <ésta es la pregunta correcta>”. Las preguntas por la vida y sus avatares son el motor de la espiritualidad. Esa curiosidad por adentrarse en la profunda densidad de las cosas nos lleva a descubrir la maravilla y el sentido de todo lo otro y de nosotros mismos. Ya no bastan las respuestas dadas por el mundo de las creencias. Quiero permitirme la libertad de plantearme mis propias preguntas. 60


Como dice Gelb (1999: 73) “algunos se complacen en divagar en torno del acertijo filosófico: ¿Cuál es el significado de la vida? Pero los filósofos más prácticos se preguntan: ¿Cómo puedo hacer que mi vida tenga más significado?”. Esto pasa por realizar mi propia experiencia. Percibir desde todo lo que soy. Y esa experiencia es única e irrepetible. De esta manera aprendo de todo lo que vivo, en los aciertos y fracasos, en mis buenos y malos ratos. En lo que veo, oigo, tacto, huelo, gusto. En lo que intuyo, con todo mi cuerpo, con todo mi ser, con todo lo que soy. Esto es lo que podemos llamar una espiritualidad de la experiencia. Dejar que lo otro, la vida, yo mismo, seamos. Como apunta Capra (2007: 15), “la experiencia de estar conectado con toda la naturaleza y de pertenecer al universo, es la esencia misma de la espiritualidad”. En la experiencia religiosa el ser humano tiene que llenarse de silencio y pureza interior. Sin pureza de corazón no sólo no es posible “ver” a Dios, sino que es igualmente imposible percibir de qué se trata. Hay que silenciar los sentidos, el intelecto, la voluntad. La única mediación posible es nuestro propio ser, nuestra experiencia desnuda, nuestra propia entidad entre Dios y la nada (cfr. Panikkar; s/f: 8-10).

2.Espiritualidad es vivir conmovidos “La experiencia de Dios, surgida en el centro de la persona, está llamada a

transformar el conjunto de la vida y a desplegarse en el ejercicio de todas sus facultades y en todos los acontecimientos y todas las experiencias, incluso las más ordinarias de la vida”.Juan Martín Velasco

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Así, pues, la experiencia de desnudar mi ser para, con asombro, acercarme a la realidad de

lo otro, de mí mismo, es la condición a través de la cual puedo experimentar conmoción. La conmoción es la revolución de mi propio ser que se ve afectado por la densidad de la vida en sus diversas manifestaciones. Es captar lo profundo de las cosas, de la realidad, del cosmos, de Dios, de manera entrañada. No es el dogma por el dogma, ni la adhesión teórica del mismo lo que nos realiza, es la realización misma de lo que creemos, es la experiencia. Así, pues, el objeto de la religión no puede ser la verdad teórica sino la experiencia. Las grandes tradiciones religiosas tienen que convertirse a la experiencia de la que son testigos y portadoras, tienen que convertirse en espiritualidad (cfr. Robles; 2000: 57-58). La espiritualidad es, pues, vivir conmovidos, percibiendo la maravilla y dureza de la vida, con todo lo que es. Reconociéndome y aceptándome tal cual soy, con mi vulnerabilidad y mis yerros. Aprendiendo de todo ello, de todo lo que vivo. Afrontando con asombro y perplejidad, con incertidumbre y conmoción lo que de la vida percibo, lo que está por venir y no controlo, el horizonte que me mueve y motiva. El infinito que me seduce a intentar palparlo con la punta de mis dedos, que, aunque no lo alcance, me induce a seguir caminando, bregando, disfrutando, soñando, amando.

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Es decir, eso mismo que da sentido a mis días, porque cada día aprendo de lo vivido y, con cada experiencia me renuevo, construyo, renazco. La espiritualidad que nace de vivir conmovido me hace también caer en la cuenta que nada me es ajeno. Por tanto, desde la experiencia de la vida, la totalidad no es una teoría, sino una realidad que me circunda. Nos vincula el origen del todo y, aunque a simple vista no percibamos los lazos que nos unen, la sinergia de la complicidad cósmica o de Dios, nos hace partícipes de una conexión que nos


llega a lo más profundo de nuestras entrañas. Caer en la cuenta de esto nos vuelca hacia el otro, a cuidar todo lo que existe, a ser más responsable con la creación, a ser más solidarios. En definitiva, a vivir la vida con la piel entrañada.

3.Vivir en amorosidad cósmica Desde lo dicho hasta ahora, entonces, no tendríamos que prescindir necesariamente de las religiones. Si ellas nos llevan a Dios, nos ayudan a descubrir nuestro horizonte y lugar en la vida, entonces hay que seguir cultivando nuestra participación en ellas. Lo que sí es importante, es que tendríamos que desaprender y deconstruir todo aquello que, desde la religión, no nos permita religarnos amorosamente con lo otro ni con nosotros mismos. Comparto con Jäger (cfr. 2005: 45) que una religión es auténticamente válida cuando aclara el misterio de lo que somos nosotros mismos: ¡somos vida de Dios! No hay nada que profesar, nada que rogar, se trata únicamente de vivir a Dios. Cuando no hay un lugar de culto especialmente establecido, porque el individuo es un apátrida, un vagabundo que se encuentra en su casa en cualquier sitio y en ninguno. Su patria es él mismo. Cuando no hay un lugar que no sea la revelación de Dios, porque a Dios se adora aquí y allá, se hace y deshace en cada instante en nosotros y en las cosas. Por eso, los credos deben caer en pedazos para que las personas podamos volvernos profundamente religiosas. La religión es válida y necesaria cuando se vuelve un canto de la vida misma. Canta en todos y cada uno de nosotros su melodía cósmica. 63


Si como dice Laszlo (cfr. 2004: 135), somos y estamos en el entramado cósmico, participamos de una red vital organizada y vinculada de tal modo que todo lo que sucede en ella afecta a todo lo demás, entonces nuestra relación en lo real de la vida, tendríamos que repensarla. Si el entramado de la vida es complejo; si tenemos genes comunes entre todos los seres vivos; si lo que sucede por este lado del cosmos afecta la vida en un recóndito espacio del universo, al mejor estilo de un efecto mariposa; entonces se abre la posibilidad de aprender a relacionarnos desde un horizonte en el que nadie ni nada obstruya el fluir de la energía. El poeta Ernesto Cardenal (2004: 23) lo expresa de manera conmovedoramente fascinante: “En toda la naturaleza están las iniciales de Dios, y todas las criaturas son cartas de amor de Dios para nosotros. Son llamaradas de amor. La naturaleza toda está inflamada de amor, creada por el amor para encender el amor en nosotros. Y no tienen otra razón de ser todos los seres y no tienen otro sentido; y no nos pueden brindar otra satisfacción ni darnos ningún otro placer más que éste: el encender en nosotros el amor de Dios”. Retomando la expresión acuñada por Teilhard de Chardin, podríamos vivir en una continuada “misa cósmica”. Donde todo fluya a base relaciones construidas en amorosa atracción, en una convivencia donde todos y todas podamos ser y existir percibiéndonos en todo y el todo descubriéndolo en nosotros. Como lo narra poéticamente Ernesto Cardenal (2004: 55), el amor tendría que ser la única ley que rige el universo. 64


“La ley que mueve al sol y las demás estrellas, como dice Dante, porque es la ley de cohesión que une todas las cosas. La materia de la que está hecho el universo es amor. Todo cuerpo en el universo ejerce una fuerza de atracción gravitacional sobre todo otro cuerpo. La tierra atrae hacia sí a todos los objetos que están en ella y todos ellos se atraen también hacia sí mutuamente. La tierra atrae a la luna y el sol atrae a la tierra y la luna y los demás planetas, y a todas las estrellas del cielo, aun a las más lejanas. Y todas esas estrellas están también atrayendo al sol y a los planetas, y a la tierra con todo lo que hay en ella, y a todas las demás estrellas, con atracciones iguales pero opuestas. Y cada partícula de materia en el universo atrae a toda otra partícula de materia”. La espiritualidad no niega la religión, pero la segunda no agota a la primera. La espiritualidad es el motor de la religión y de la vida. Sin espiritualidad la religión es un sin-sentido. Y, podemos vivir sin religión, pero lo que no nos es posible es vivir sin espiritualidad. Lo que da sentido y fundamento a la espiritualidad es el amor, como dice ese poeta cósmico que es Ernesto Cardenal. El amor nos atrae a unos y otros, nos seduce, fascina, conmueve y transforma. El amor religa todas las cosas.

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“Todas las cosas se aman. La naturaleza toda tiende hacia un tú. Todos los seres vivos están en comunión unos con otros… Y todos los seres vivos se aman o se comen unos a otros y todos están unidos unos a otros en ese vasto proceso del nacimiento y del crecimiento y de la reproducción y de la muerte. En la naturaleza todo es mutación y transformación y cambio de unas cosas en otras, y todo es abrazo, caricia y beso. Y lo mismo que las leyes que rigen a todos los seres vivos, las leyes que rigen a la naturaleza inerte (que también está viva, con una vida imperceptible para nosotros) son también una misma ley de amor. Todos los fenómenos físicos son un mismo fenómeno de amor. Lo mismo la condensación de un copo de nieve que la explosión de una <<nova>>, el escarabajo abrazado a su bola de estiércol y el amante abrazado a su amada: todo en la naturaleza es un querer rebasar los propios límites, traspasar las barreras de la individualidad, encontrar un tú a quien entregarse, transformarse en otro. Las leyes de la termodinámica y de la electrodinámica y de la propagación de la luz y de la gravitación universal son todas una misma ley de amor” (Cardenal; 2004: 19).

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CapĂ­tulo 3

La emergencia de un mundo otro


Mirar la vida con otros ojos Con el análisis crítico del capítulo anterior respecto del mundo de la religión y su sistema de creencias, a partir de los nuevos planteamientos científicos, particularmente de la teoría de los sistemas vivos, aportado por Maturana y Varela desde la Teoría de Santiago, me resulta necesario el esfuerzo de replantear el horizonte de comprensión de la vida. ¿Qué es la vida? Para mí la vida no es comprensible ni sostenible si no se la asume desde su cotidianidad. Pero para comprender lo cotidiano de la vida es necesario visualizarla a partir de su horizonte primero, es decir, desde lo que la define como fenómeno. Hurgar en su origen fecundo y creativo para entender su despliegue en el tiempo y el espacio. Sólo así podemos entender el fenómeno de la vida y sólo así podremos, también, dimensionar nuestro lugar e identidad en ella. Porque ver el fenómeno de la vida es preguntar por nuestro ser e identidad. En el entramado cósmico mi existencia y participación en el proceso de producción autopoiético de la vida no es accidental ni mucho menos accesoria. Aunque desde la magnitud del todo del cosmos, yo pueda parecer una “insignificante micropartícula”, sin esa micropartícula este escenario cósmico no sería el mismo. Como dije en otro momento, todos los seres que habitamos este nicho vital participamos en la creación de la hermosa melodía de la sinfonía cósmica. Así, pues, cómo entender la vida desde un nuevo horizonte y escenario vital; y cómo mirarme a mí mismo en ese espejo cuántico, es la razón de ser de este capítulo. 68


I. En el principio era el caos El origen de la vida sigue siendo un misterio hasta el día de hoy. Tenemos múltiples aproximaciones, pero nadie goza de los derechos reservados de la razón última, certera e infalible de las explicaciones. Para la tradición judeo-cristiana Dios fue haciendo la creación a partir del caos. A cada elemento de la creación Dios la fue nombrando al mismo tiempo que adquiría vida. Al nombrarlas nacían, y al nacer participaban de un nuevo orden otorgando belleza al conjunto de todo lo creado. Así, pues, desde la mirada de la fe, la vida es el don mayor otorgado por las manos fecundas y generosas del Creador. Desde la mirada de la ciencia, la vida surgió hace aproximadamente unos cuatro mil millones de años, proveniente también del caos y las turbulencias, pues es muy probable que la Tierra no fuera un lugar tranquilo donde la vida pudiera surgir lentamente. Pero seguimos ignorando cómo las micropartículas inanimadas se combinan entre sí a partir de mecanismos intrincados hasta el punto de posibilitar la multiplicación. ¿Cuál es la estructura básica de la materia? ¿Cómo funciona el universo? Estas son preguntas que se hace Lederman a partir de las cuales escribió la “La partícula divina” (1993). Y, aunque recientemente han anunciado el posible descubrimiento de esta partícula conocida originalmente como el bosón de Higgs, la búsqueda del átomo invisible e indivisible data de mucho tiempo atrás.

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Génesis 1, 1-2.

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En efecto, fue Demócrito hace más o menos 2500 años el primero en proponer tal teoría. De tal modo que el átomo está en el centro de las cuestiones básicas de la física de partículas. A partir de allí los filósofos y científicos se han devanado los sesos intentando componer el rompecabezas. Pero, todavía hoy seguimos ante el misterio que representa la partícula que orquesta la sinfonía cósmica (cfr. Lederman; 1993: 40-41). Sin embargo, se dice (cfr. Capra; 2003: 44-46) que hay consenso entre biólogos y bioquímicos respecto de la tesis que la vida se originó como resultado de una secuencia de acontecimientos químicos, sujetos a las leyes de la física y la química, así como de la dinámica no lineal de los sistemas complejos. La hipótesis plantea que mucho antes del incremento de la complejidad molecular, algunas moléculas se reunieron y formaron membranas primitivas que constituyeron espontáneamente burbujas cerradas, y que la complejidad molecular tuvo lugar en el interior de esas burbujas precursoras de la vida. A esas burbujas, los científicos llaman “vesículas”. De este proceso deviene una dinámica de crecimiento y replicación. Sin embargo, ésta será posible sólo mientras haya un flujo de materia y energía. Así, las vesículas no sólo se replican, sino, además, persisten en estructuras estables. De tal modo que las vesículas son sistemas abiertos, sujetos a flujos continuos de materia y energía, mientras que su interior constituye un espacio relativamente cerrado, en el que resulta posible el desarrollo de redes de reacciones químicas. En ambas propiedades podemos reconocer las raíces de las redes vivas y de sus estructuras disipativas, como las llamó Prigogine. 70


A partir de aquí, según esta teoría, se despliega la evolución prebiótica. “En una gran población de vesículas pueden darse numerosas diferencias entre sus propiedades químicas y sus componentes estructurales. Si estas diferencias persisten en el momento de dividirse las burbujas, podemos comenzar a hablar ya de una memoria pregenética y de especies de vesículas, y puesto que esas especies competirán por la energía y por determinadas moléculas de su entorno, se pone en marcha una especie de dinámica de competición y de selección natural darwiniana, en la cual determinados accidentes moleculares serán amplificados y seleccionados por sus ventajas <<evolutivas>>” (Capra; 2003: 46-47). Margulis y Sagan (cfr. 2005: 91-93) se distancian en lo último del planteamiento anterior, porque sostienen que la evolución no es fruto de la competencia y la selección natural, al estilo darwiniano. Para ellos, la evolución es consecuencia de la simbiosis y colaboración de los organismos. De tal modo que el fenómeno de la vida tendría su origen en una simbiogénesis. Así, pues, la vida viene de un proceso complejo de multiparticipación de moléculas. Así nos llegó, resuelta a enfrentarse a los riesgos que circundan por allí, dispuesta a habitar este mundo nuevo y desconocido. Mientras tanto, el mundo de la ciencia continúa la búsqueda fehaciente de la explicación final del origen de la vida, y los teólogos pretenden explicar la obra de Dios creada de la

nada. El Génesis, por su cuenta, nos relata míticamente con pormenores la creación en siete días. Hay muchos relatos confluyendo en el intento de explicar el origen del universo. Con estas narraciones la humanidad busca dar sentido y orden a la vida.

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Ante semejante misterio, dado que hasta ahora no tenemos certeras conclusiones, mejor

guardo silencio. Sin embargo, la vida es aquí y allá. Fluye y transcurre en cada ser y en cada espacio. Tiene estatus de existencia y es, además, inteligente. Desde los orígenes la materia inerte tiende a estructurarse para convertirse en materia viva. Pero, además, cada partícula, átomo, molécula o cualquier forma de vida poseen el mismo tipo de código genético. Lo cual viene a decirnos que no somos un conjunto de elementos existentes ajenos entre sí. Participamos de un parentesco aunque muchas veces no nos resulte tan evidente al vernos unos a otros. Al respecto, Betto (1999: 171) dice que “la ciencia todavía no logra explicar cómo se reúnen los átomos y las moléculas para formar la célula, hija de moléculas replicantes. En las bacterias y en los seres humanos hay proteínas semejantes. Hay algo cierto: todas las formas de vida poseen el mismo tipo de código genético. Eso demuestra que hay un parentesco evolutivo entre bacterias y camarones, ballenas y cocoteros, orquídeas y mujeres”. Sin embargo, el hecho de que tengamos un origen común no significa necesariamente que seamos iguales. La complejización del fenómeno de la vida produce la organización de sistemas abiertos a procesos cada vez más complejos de interacción e intercambio de información, materia y energía. Como dije en otro momento, en esta relación con el medio recibimos, procesamos e intercambiamos información. Así no sólo se modifica la realidad, sino, además, se complejiza el entramado de la vida.

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Hoy por hoy sabemos que el universo está en expansión, aunque no hay suficiente información para saber hasta dónde llegará. En todo caso, el universo desde su primer momento vital es dinámico. En él confluyen orden y caos a la vez, desarrollando una dinámica de evolución y transformación.


“El universo se compone de azar y disipación. El azar con dirección llega a producir complejidad asombrosa… y la disipación es agente de orden” (Gleick; 2012: 331). Así, como tal, entonces, se puede decir que el universo es auto organizado. En él actúa el proceso de producción autopoiética responsable de la emergencia y evolución de todos los seres. Lo mismo sucede con nuestro planeta. Efectivamente, la tierra es capaz de autorregularse. Usando mecanismos poco comprendidos hasta ahora, el planeta controla muchos aspectos vitales de su funcionamiento, manteniéndolos justo dentro de límites que aseguran las mejores condiciones para que sobreviva y florezca la vida. Así, pues, ha ido surgiendo y haciéndose este asombroso fenómeno que es la vida, y así hemos aparecido nosotros. Unido a un elemento nuevo que es el apareamiento, la vida se multiplicó hasta que asomó la muerte como amenaza a la permanencia, para dar paso al cierre del ciclo vital. Para los humanos, la muerte es la amenaza al deseo de infinito, a la posibilidad de búsqueda y encuentro. Por eso, la muerte es un determinante en el otorgamiento de sentido a lo que hacemos y vivimos. Le damos valor, espacio y lugar a las cosas, porque tomamos conciencia de la finitud, que no estaremos para siempre, que la muerte nos espera en el algún lugar. “Individualmente considerada, la vida es un abrir y cerrar de ojos. Pero su multiplicidad a lo largo del tiempo se traduce en una bella historia de adaptación a situaciones diversas” (Betto; 1999: 175).

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Con su glorioso pasado no humano y su incierto pero prometedor futuro, esta vida, nuestra vida, estĂĄ ahora integrada, como siempre lo ha estado, en el resto de la sinfonĂ­a sensible de la vida. Lynn Margulis y Dorion Sagan

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II. Aprendiendo a conocer quiénes somos Los seres humanos somos lo que hemos vivido. A través de las experiencias de la vida vamos aprendiendo a conocernos, a saber quiénes somos y qué queremos; qué es lo que nos vincula al resto del cosmos y qué es lo que nos distancia de él. Como dice Morin (2009: 55), “comprender lo humano es comprender su unidad en la diversidad, su diversidad en la unidad. Hay que concebir la unidad de lo múltiple, la multiplicidad del uno”. La vida que nos ha sido dada, que la hemos recibido y que ahora vemos para atrás buscando comprenderla, reconocerla; esa vida que comenzó caótica y microscópica; esa vida es hoy toda en mí. A partir de mi proceso de vida, de búsqueda, de asombro y de preguntarme por el todo es que voy haciéndome consciente de lo real, es decir, lo que es y de nuestros lazos conectados al vientre del cosmos. Por ello, comparto con Morin (2009: 51) cuando afirma que “somos resultado del cosmos, de la naturaleza, de la vida… Llevamos en el seno de nuestra singularidad no solamente toda la humanidad, toda la vida, sino también casi todo el cosmos, incluyendo su misterio, que yace sin duda en el fondo de la naturaleza humana”. Este proceso de vivir se vuelve pues, al mismo tiempo, un proceso de aprendizaje. La vida misma conlleva una pedagogía. Al fin y al cabo, aprendizaje es todo aquello que nos queda de las experiencias vividas. Cuando somos conscientes de ello, cuando sacamos en limpio. 75


Así nos damos cuenta que la vida es compleja y que, por tanto, los seres humanos no podemos vivir sólo a base de racionalidad o únicamente de emociones. Ni sólo del trabajo, ni sólo del ocio. Somos el conjunto de todas las dimensiones que hay en nuestra identidad. Desde todas ellas aprendemos y desde todas ellas nos vamos haciendo, renovando, y con todas ellas también vamos muriendo. Ya no es posible asumir la vida en sentido lineal. Nacemos y morimos continuamente. Crecemos con cada experiencia y en nuestro interior siempre queda algo de infantiles. Somos capaces de reír y llorar, de amar y odiar, de soñar y construir. Pensamos, sentimos, deseamos, añoramos. Vamos y volvemos; caminamos y nos detenemos. Somos todo eso y más. Y es el mismo proceso de la vida lo que nos permite descubrir que somos capaces de ello. Por eso mismo, vivir es aprender y aprender es vivir. De tal modo que, como apunta Dee Hock (2001: 38): “la vida es incertidumbre, odio, interrogantes, especulación, amor, alegría, pena, dolor, misterio, belleza y mil cosas más que no llegamos a imaginarnos. La vida no consiste en controlar. No consiste en conseguir. No consiste en tener. No consiste en conocer. Y ni siquiera consiste en ser. La vida o es convertirse eternamente, perpetuamente, en otra cosa o no es nada. El hecho de convertirse en otra cosa no es algo que deba conocerse o controlarse. Es una odisea magnífica y misteriosa que experimentar”. 76


Pero esta vida que soy, vivo, habito y realizo no es en solitario. Desde mi singularidad soy un individuo único e irrepetible, pero también me define mi ser ontológico la participación en el tejido de la humanidad, que a la vez, se entreteje en otra red de redes mayor que asume todo el cosmos. “En efecto, el tejido de la humanidad se constituye no sólo a partir de la nebulosa espiral planetaria en gestación, sino también a partir de los individuos, cuando cada uno reconoce en todo aquel que entra en el campo de su comunicación a un prójimo, es decir, un ego-alter potencialmente alter-ego. La humanidad se teje a partir del alter-ego y del meta-ego” (Morin; 2011: 73). De aquí, entonces, emerge una nueva humanidad que es una humanidad otra. A mí ya no sólo me define lo humano. Soy eso y más. Desde este nuevo horizonte mi ser esencial es también universal.

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La palabra sigue estando unida al Padre mientras se desborda por el mundo. Nada humano le es ajeno. Maestro Eckarth

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III. El asombro de mirar hacia el infinito Así, pues, los seres humanos nos conocemos cuando nos permitimos ver para adentro, a las profundidades de nuestro interior, pero también cuando lanzamos nuestra mirada hacia el más allá exterior. Hacia el fascinante infinito. Allí donde oteamos lo totalmente otro y donde nos vemos a nosotros mismos. La realidad última de las cosas supera nuestro aforo aprehensivo y la capacidad de construcción verbal resulta una limitada descripción de lo vivido o experimentado. Pero no así nuestro deseo de ir más allá, de acercarnos e intentar tocar con la punta de los dedos eso otro que se muestra allí, como buscando un encuentro. La dimensión universal de la vida asombra y seduce, abruma y conmueve por su esplendor, belleza y magnicidad. Aunque haya quien, como Stephen Hawking, que quisiera condensarla en una cáscara de nuez. Aunque la vida es incertidumbre, no certezas, me descubro en comunión con la intencionalidad argumentativa de Betto cuando afirma que “es conveniente no dudar que al otro lado de la puerta, en el Punto Cero, Dios sonríe ante nuestras inquietudes y, en su infinita paciencia, tiene la certeza de que habremos de aprender esa lección que es tan obvia como inevitable: el transcurso de la existencia nos llevará a todos, sin excepción, al final del enigma. La muerte sería la suprema revelación. Tan simple y evidente que prescindiría de cualquier demostración” (1999: 216). 79


Porque ese mismo encuentro con el Otro y de descubrirme vinculado a él me

Llegará un día en que la raza humana Se habrá secado como planta vana, Y el viejo sol en el espacio sea Carbón inútil de apagada tea. Llegará un día en que el enfriado mundo Será un silencio lúgubre y profundo: Una gran sombra rodeará la esfera Donde no volverá la primavera; Alfonsina Storni

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hace ver la vida desde otro ángulo. Una mirada más amplia, donde veo mi existencia y su obra, su presencia. Esa relación le da matices nuevos a mi ser porque avizoro horizontes nuevos y descubro lazos que me hacen pertenecer a todo lo que es. Soy parte de todo y todo está en mí. Eso mismo me invita a asumir la vida desde una armonía cósmica. De ese modo la vida adquiere sentido y plenitud al ver hacia el origen de todo, cuando caemos en la cuenta de lo andado, de lo que hemos recogido en el camino, de lo que hemos entregado. Pero también cuando miramos para adelante, hacia lo que está más allá, lo que está por venir y no sabemos cuándo ni cómo. Esa fascinante incertidumbre de mirar más allá con asombro y perplejidad, hace ver que no todo está hecho, que aún nos queda por vivir, recoger, entregar, amar. Mientras no llegue el momento de nuestro último suspiro, lo mejor que podemos hacer es vivir dando y recibiendo lo mejor de cada uno. Dejándonos sorprender con asombro infantil de toda la maravilla que se posa ante nosotros. Habitar este mundo y esta historia con deseo de infinito.


CapĂ­tulo 4

La espiritualidad de la vida


Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.

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Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo y de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.

Mueve una mano y hace el mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía de su aliento. Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos que la lagartija grande se traga a la pequeña, desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. que el hombre se traga al hombre. Y por eso Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia inventó la muerte: para que la vida -no tú ni -y se agita y crece- cuando Dios se aleja. yo- la vida, sea para siempre. Dios siempre está de buen humor. Por eso es Ahora los científicos salen con su teoría del el preferido de mis padres, el escogido de mis Big Bang... Pero ¿qué importa si el universo se hijos, el más cercano de mis hermanos, la expande interminablemente o se contrae? Esto mujer más amada, el perrito y la pulga, la es asunto sólo para agencias de viajes. piedra más antigua, el pétalo más tierno, el A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las aroma más dulce, la noche insondable, el galaxias y distribuye bien el tránsito en el borboteo de luz, el manantial que soy. camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho Jaime Sabines -frente al ataque de los antibióticos- ¡bacterias mutantes!


I. Espiritulidad y vida Preguntarse por la vida es también preguntarse por la espiritualidad. La espiritualidad es nuestra manera de ser y estar en la vida. Es vivir, sentir, pensar, buscar, dar, recibir, querer, amar, construir; todo ello desde un horizonte. Ese horizonte que inspira, motiva, seduce, provoca a buscar es, en un ser humano, su espiritualidad. Hacernos preguntas implica estar vivos, deseo de aprender y búsqueda de sentido. Nos preguntamos porque no estamos satisfechos con las respuestas dadas, ya que estas hasta ahora no han logrado resolver las contradicciones en las que nos toca vivir. Los modelos de convivencia, es decir, las relaciones que establecemos entre los y las habitantes de este planeta no siempre pasan el filtro de la equidad, justicia, respeto y validación del otro. Unos somos más iguales que otros. He dicho en otro momento que es necesario superar el orden establecido cuando éste no nos deja la libertad de plantearnos nuestras propias preguntas. Porque son absurdas las respuestas a preguntas que no nos estamos haciendo. De ahí la importancia de validar nuestra particular experiencia, lo que vivimos en la propia piel. Las estructuras institucionales del mundo de la religión tienden a suplantar nuestro lugar como sujetos de nuestro propio proceso de búsqueda. Pretenden definir y dirigir nuestro horizonte referencial. 83


De ahí la insistencia en brindar respuestas, porque ellos son los que saben lo que nos conviene y lo que debemos hacer. Pero si somos sujetos conscientes y comprometidos con nuestras propias indagaciones, a partir de lo que vivimos y anhelamos, entonces tendríamos que desconfiar de los mandatos dominadores que circundan nuestra búsqueda. En ese sentido, cabe decir que con los nuevos hallazgos científicos, se redescubren valores de la espiritualidad. Y esto implica, de alguna manera, superar los dogmas, doctrinas y mandatos que nos vienen de tiempos pasados. Hoy es un nuevo tiempo que requiere no solo nuevas respuestas sino, ante todo, nuevas preguntas y nuevas maneras de formularlas. Eso pasa por preguntarnos por nuestra condición. ¿Qué es lo que esencialmente somos? ¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? Cómo vivir aquí y ahora con sentido y satisfacción sin ser cómplices del maltrato y destrucción que ha padecido la biodiversidad producto de concepciones dominantes de nuestro rol en el planeta. Desde este horizonte pretendo desarrollar la parte final de esta chifladura.

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II. Reconocer nuestra dimensión planetaria Uno de los aspectos más importantes descubiertos recientemente es el hecho de ver al planeta tierra como un ser vivo. Gaia, es el nombre griego con el que identificamos nuestro planeta para reconocer que le es propio como cualquier otro ser vivo, un intrincado de relaciones energéticas confluyendo e interactuando desde su propio proceso de organización. Así lo expresa Capra (citado por Gutiérrez y Prado; s/f: 77): “La conciencia de que la tierra es un sistema vivo constituye en nuestros días una extraordinaria experiencia mística que modifica en profundidad

nuestras relaciones con la tierra. El planeta no solo bulle la vida, sino que también parece estar vivo por derecho propio. Gaia, como un ser viviente

planetario, constituye el eje central de la profunda conciencia ecológica que en definitiva es una conciencia espiritual”.

Esta manera nueva de ver el planeta replantea también nuestra relación con él. El planeta no está al servicio nuestro como si fuéramos sus dueños. El planeta es un ser vivo, al igual que nosotros. Una nueva manera de relación adecuada con él pasa por una re-ligación. Todos somos parte de un proceso cósmico que en su capacidad creadora-generadora, con su inteligencia y comunicación amorosa nos ha dado el ser. 85


De tal modo que “somos resultado del cosmos, de la naturaleza, de la vida, pero, debido a nuestra humanidad misma, a nuestra cultura, a nuestra mente, a nuestra conciencia, nos hemos vuelto extraños a este cosmos que nos es secretamente íntimo” (Morin; 2009: 51). Esto pasa entonces por superar el antropocentrismo, pues aún en el intento de validación del mismo, lo que nos deja es una estrecha y limitada visión de lo humano, solitario y desvinculado del resto de la sinfonía cósmica. En realidad, el meollo del asunto va por otro lado. Puesto que, como afirma Boff (1997: 37): “el universo se endereza hacia el ser humano de la misma manera que el ser humano está vuelto hacia el universo de donde procede. Nos pertenecemos mutuamente: los elementos primordiales del universo, las energías que están activas desde el proceso inflacionario y el big bang, los demás factores constituyentes del cosmos y nosotros mismos en cuanto especie que irrumpió tardíamente en la evolución… Partiendo de aquí, deberemos pensar cosmocéntricamente y actuar ecocéntricamente, es decir, pensar a partir de la complicidad del universo entero”. Lo anterior quiere decir que tenemos una nueva percepción de la vida y su despliegue en el universo. Se trata de una comunidad en la que los humanos somos miembros convivientes con otras especies vivas y con otros elementos con los cuales corresponde establecer relaciones respetuosas y responsables desde la sinergia que permita una convivencia en armonía y paz. No somos un cúmulo de soledades infinitas. Tenemos una conexión umbilical con el universo y con todos los seres que lo habitan. 86


Por ello declaro con Boff: “Sentir la tierra desde nuestra propia experiencia: sentir el viento en nuestra piel, saborear las aguas de la montaña, penetrar en la selva virgen y captar las variadas y ricas expresiones de la biodiversidad. Hacer resurgir ese encantamiento especial que lleva a descubrir la sacralidad del universo despertando sentimientos de intimidad y gratitud” (citado por Gutiérrez y Prado; s/f: 86). Por tanto, no basta con ser humanos. Durante mucho tiempo, precisamente en esa búsqueda de honestidad, coherencia y armonía con nuestra identidad, se ha insistido en profundizar y construir dicha identidad a partir de lo humano, como horizonte vital y ético de realización. Hemos aspirado a ser humanos para vivir con sentido y plenitud. Aspirando a lo humano, hemos movido molinos aún sin viento a favor. Desde la perspectiva de la teología cristiana, incluso hemos llegado a afirmar que lo humano es el lugar por antonomasia para el encuentro con Dios. Este esfuerzo que ha sido además epistemológico, ha buscado también equilibrar nuestras relaciones interhumanas desde la perspectiva de equidad de género, lo cual es sumamente importante. Este proceso de transformación sigue inconcluso. Aún nos quedan demasiadas contradicciones; relaciones de poder y dominación en clave patriarcal incluida la violencia salvaje, insensata y atroz; y muchas puertas cerradas a lo femenino. Ese escenario descrito, por sí solo ya es vergonzoso. Y, sin embargo, en el horizonte de la convivencia holística universal, estamos también en rezago. 87


Esa dimensión de equidad, justicia, respeto y armonía no sólo hay que buscarla ya en el plano meramente humano. Porque hoy por hoy, nuestra identidad está más allá del horizonte que logramos otear con los ojos. Más que humanos, somos seres universales. Nuestra materia, energía, espíritu, sensibilidad: todo ello se ha ido incubando en el útero del universo. Estamos hechos de material cósmico.

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III. Lo cotidiano como nicho vital Ese ser cósmico que somos habita y se realiza en este lugar concreto que es la tierra. Aquí nacemos, aquí vivimos los años que nos es posible, y también aquí morimos. Teológicamente diría que Gaia es nuestra casa y cobijo. Nos recibe y acoge con su calidez y ternura. De su fecundidad nos nutrimos y en ella nuestras historias cobran vida y dejan sus huellas, al mejor estilo del caminante del poeta Antonio Machado. Los científicos suponen y presumen que hay vida más allá del planeta tierra. Es demasiado majestuoso el sistema universal, son tantos los universos como para que sólo aquí se pose la vida. No lo sabemos aún con seguridad, aunque la búsqueda continúa. Lo que sí sabemos es que esta es nuestra casa. Aquí transcurre nuestra existencia. Así como somos seres universales, también somos terrenales. Por ello es que, “como seres vivos de este planeta, dependemos vitalmente de la biosfera terrestre; debemos reconocer nuestra muy física y muy biológica identidad terrenal” (Morin; 2009: 51).

Así, pues, lo que vivimos, hacemos, damos y recibimos en este mundo, en esta historia, y en este planeta constituye el escenario cotidiano de nuestra existencia. 89


Vivir es, al fin y al cabo, desplegar nuestras alas al viento en el microcosmos de cada día. Allí donde nos jugamos la supervivencia, donde nos asentamos buscando un asidero para poner lo hallado; allí donde la noche nos arrulla y los días nos estremecen con su advenimiento: allí mismo, ese lugar habitado es nuestro nicho vital. En él nos construimos de a apoco, con cada aprendizaje impregnando nuestra piel. Nuestra vida es la gestación de un mundo a partir de pequeñas vivencias, de historias compartidas, sueños amasados y complicidades hermanadas. En eso consiste vivir, en impregnar de sentido lo que nos sucede, lo que fraguamos y lo que generosamente recibimos. Realizar la vida es ver para atrás y experimentar un estremecimiento vital por todo lo andado; ver para adelante y emocionarnos con lo incierto que está por venir. “Encontrarle sentido a la vida es saber responder día a día y momento a momento al por qué y al para qué vivimos; es hacer esfuerzos para salir de la postración, la indiferencia y la desgana de vivir; es generar el entusiasmo como portador de vida personal y como el potencial sinérgico para irrumpir positivamente en la vida de los otros seres del planeta” (Gutiérrez y Prado; s/f: 75). Impregnar de sentido nuestro mundo cotidiano es también caer en la cuenta de la maravilla que le aporta a nuestra vida la existencia de los otros seres vivos. Y viceversa. La cultura de la muerte, que destruye día a día, los escenarios cotidianos de nuestra existencia, no puede imponerse al esfuerzo de darle calidez y ternura a este lugar que es nuestra casa y a sus habitantes que son nuestros hermanos y hermanas. 90


“Sólo gracias al desarrollo de la capacidad de imaginar podremos

sumergirnos libremente en el torrente de la vida desde donde podremos recrear nuevos caminos y descubrir motivaciones internas cada día

diferentes para disfrutar de las nuevas formas de vida que entre todos tenemos obligación de crear”

(Gutiérrez; s/f: 10).

Como he dicho en otro momento, la vida tiene su pedagogía. Tendríamos que ir aprendiendo las lecciones que nos deja lo vivido con su tragicidad y belleza. No todo es hermoso en la vida, pero tampoco tiene por qué ser trágico y doloroso únicamente. Lo que sí está en nuestras posibilidades, es aprender a afrontar lo que nos viene de tal modo que no nos robe la alegría, el gusto por la belleza y el deseo de aspirar a lo infinito aunque esto apenas se avecine con su borrosidad en el lejano horizonte. No importa que veamos lejos o incluso inalcanzable al infinito, si con su solo deseo inunda de color y sentido nuestro mundo más terrenal y cotidiano. Impregnar de sentido nuestro mundo cotidiano es, entonces, afirmar la vida. Es vibrar y conmoverse con todo lo que existe y con todo lo que trae de bondad aportándole belleza a los parajes de la vida. Implica promover el ánimo de la cultura de la vida allí donde los intereses mezquinos y miopes vulneren y afecten los entornos naturales y generados para acunar la vida. Supone también distanciarse de las prácticas y actitudes de los detractores de los escenarios vitales: no ser como ellos. 91


Finalmente, la vida en su cotidianidad hay que validarla, gozarla y agradecerla. La vida cotidiana no es el despliegue de actividades mecánicas y aburridas en un mundo gris y pesadumbroso. Cada día nuevo con sus afanes y luchas es un rito de iniciación a la vida. Con cada gesto o experiencia que llegan los días, transforman en algo nuestra existencia. En cada día está naciendo la vida, por eso también a la vida hay que cuidarla.

AMÉRICA, no invoco tu nombre en vano. Cuando sujeto al corazón la espada, cuando aguanto en el alma la gotera, cuando por las ventanas un nuevo día tuyo me penetra, soy y estoy en la luz que me produce, vivo en la sombra que me determina, duermo y despierto en tu esencial aurora: dulce como las uvas, y terrible, conductor del azúcar y el castigo, empapado en esperma de tu especie, amamantado en sangre de tu herencia. 92

Pablo Neruda


IV.Cuidar la vida: horizonte ético de la espiritualidad Esa manera de vivir en lo cotidiano con sentido y plenitud requiere de un horizonte ético. Con frecuencia se ha entendido la ética como un conjunto de postulados restrictivos que nos dicen qué es lo que nos está permitido hacer o hasta dónde llegar. Una ética de la obligación y la prohibición no genera entusiasmo y pasión por la vida. Al contrario, provoca miedo, inmovilismo, escrúpulos y otro montón de sentimientos que no nos dejan disfrutar la vida en toda su dimensión. La ética es ante todo una construcción valórica y vital a partir del proceso de aprendizaje que vamos haciendo y la transformación que éste va generando en nuestro ser. No es la obligación moral que determina mi comportamiento hacia uno u otro lado. Porque la moral, de hecho, nace de la organización social. En cambio la ética está en el corazón, porque priva el amor. Así, pues, el horizonte ético es siempre una invitación abierta a situarse en el lugar del otro. Ponerse en el lugar del otro es sentir al otro, ser el otro. En definitiva, nace del amor, que es el dominio de relaciones más auténticamente humano. Pues el amor nos acerca, vincula, reconcilia y religa. El amor nos asalta de tal modo que nos conmueve y nos mueve hacia la otredad. 93


Lo cual implica fijarse más en las entrañas de los sentimientos del amor que en la elección del ser amado. Pues al fin y al cabo, el amor no define su objeto, lo descubre. Y, en ese sentido, coartar la libertad para amar, y negar que las entrañas amorosas nos lleven al encuentro del otro, es de algún modo, negar la propia humanidad (cfr. Irías; 2006: 94). Esa es la manera en que realmente nos interesaremos con auténtica honestidad por la vida. Cuando nos preocupa el otro, nos duele el otro, nos conmociona lo que le pasa al otro, entonces ahí podemos decir que somos personas éticas. Desde esta perspectiva, se puede

No cabe duda. Ésta es mi casa aquí sucedo, aquí me engaño inmensamente. Ésta es mi casa detenida en el tiempo. Mario Benedetti

afirmar que el cuidado de la vida es la dimensión ética de la espiritualidad. Como afirma Boff (2003: 217):

“La espiritualidad funda una nueva óptica que rescata el sentido filológico

originario de ethos: el cuidado de la casa común, la familia, nuestra ciudad, nuestro nicho ecológico, nuestro ecosistema y nuestra Tierra, gran Madre, Gaia, patria y matria común de todo lo que existe y vive”.

Una ética del cuidado de la vida, desde lo que vengo diciendo implica al menos tres dimensiones.

1.Cuidar nuestro nicho vital Desde lo que llamamos Teología de la Tierra, diría que el planeta Tierra es nuestro nicho, el hogar que nos acoge globalmente. 94


Entonces Gaia, como madre fecunda que nos cuida y alimenta, así también debe ser cuidada y amada por sus hijos e hijas. En esta tarea, habría que reconocer, con honestidad histórica que, como sociedad, no hemos estado a la altura de su generosidad. Porque, como señala Boff (2002b: 107), “nuestro planeta Tierra merece un cuidado muy especial. Es el único que tenemos para vivir y habitar. Es un sistema de sistemas y un superorganismo de complejo equilibrio, tejido a lo largo de millones y millones de años. En virtud del asalto depredador del proceso industrial de los últimos siglos, este equilibrio está a punto de romperse en cadena”. Necesitamos conectarnos nuevamente con este asidero de la vida. Cada uno de nosotros y nosotras tiene que descubrirse parte de este sistema ecológico y todos sus habitantes. Caer en la cuenta que convivimos en el mismo lugar y que todos necesitamos de él y tenemos derecho a vivir en él. Pero si habitamos el planeta no es para depredarlo. Nuestras prácticas de producción y de establecimiento habitacional no pueden pasar por alto el cuidado de los recursos y de toda la comunidad biótica. Tenemos que relacionarnos reconociendo nuestra procedencia de un mismo útero planetario. Somos los hijos e hijas de la tierra. Cuidar nuestro nicho ecológico, como expone Boff (2002b: 109), implica “experimentarlo con el corazón, como una extensión o prolongación del propio cuerpo; descubrir las razones para conservarlo y promover su desarrollo, obedeciendo a la dinámica del ecosistema autóctono”. 95


2. Procurar el cuidado del otro La otredad no es un concepto para precisar algo o alguien más allá de mi piel. Ante todo el otro es un rostro con una historia y un proceso de vida marcado en su propia piel. Se ha ido haciendo al igual que yo a partir de las experiencias hermosas y dramáticas que le han

Llega el otoño y me defiende, la primavera y me condena. Tengo millones de huéspedes que ríen y comen, copulan y duermen, juegan y piensan, millones de huéspedes que se aburren y tienen pesadillas y ataques de nervios. Mario Benedetti

devenido en su existencia. Nada de lo suyo me es indiferente. Nada de lo que yo haga o deje de hacer le resulta ajeno. Bregamos la misma lucha y nos jugamos la vida en cada faena. No importa nuestro color de piel, la geografía en la que nos movemos, los bagajes culturales que nos amparan. Los movimientos que generamos en cualquier rincón del mundo, como en un efecto mariposa, terminan rozando la piel de alguien al otro lado del horizonte. Somos responsables de lo mejor de nosotros con lo cual construimos una mejor sociedad, y también debemos asumir la responsabilidad de aquello que, en detrimento de la convivencia social, hemos generado con nuestras propias manos. Así, pues, cuidar del otro implica un esfuerzo ingente por superar la dominación entre géneros, por desmontar, por un lado, el patriarcado y el machismo, y por otro lado, el matriarcado y el feminismo excluyente. Exige inventar relaciones que propicien la manifestación de las diferencias entendidas no ya como desigualdades, sino como riqueza de la única y compleja sustancia humana. Esa convergencia en la diversidad crea espacio para una experiencia más global e integrada de

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nuestra propia humanidad, una manera más cuidada de ser (cfr. Boff; 2002b: 114).


3. Cuidar de nosotros en la salud y en la enfermedad Este es un aspecto también al que es importante ubicar en su real dimensión. La salud y la enfermedad no son dos estados opuestos de la vida. En realidad, ambos ni son estados ni son opuestos. Con mucha frecuencia vemos la enfermedad como un mal, un estado que nos roba la salud. Y ésta última la entendemos como un estado de bienestar donde predomina la ausencia de enfermedad y debilidad. Pues esa visión aquí la pongo en remojo, porque no necesariamente tiene que ser lo uno o lo otro. Como indica Payán (2000: 4), la enfermedad “no es lo contrario a la salud sino el proceso vital por el cual ese ser, compuesto de mente y cuerpo como unidad, busca y mantiene la armonía con él mismo y con su entorno”. En otras palabras, es el proceso mediante el cual el organismo busca adaptarse a los ambientes y medios tanto biológicos como

No cabe duda. Ésta es mi casa. Todos los perros y campanarios pasan frente a ella. Pero a mi casa la azotan los rayos y un día se va a partir en dos. Mario Benedetti

socioculturales en los que se sitúa. Desde esta perspectiva, entonces, la enfermedad se interpreta como un suceso vital. Es la forma como el organismo busca solucionar sus conflictos internos. De tal modo que lo evidente a nosotros: los virus, las infecciones, fiebres, etc., son las expresiones de los conflictos y no sus causas. La enfermedad entonces, no es un enemigo a vencer, sino la evidencia de nuestro proceso de adaptación a las condiciones de un nuevo orden vital (cfr. Payán; 2000: 4-7).

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Esta perspectiva de la enfermedad modifica significativamente nuestra forma de ver y afrontar la vida. Porque la salud no es ausencia de enfermedad en un estado ideal de vida. La salud es, en parte, aprender a vivir con las enfermedades de tal modo que no nos roben o signifiquen la pérdida de sentido.

Y yo no sabré dónde guarecerme porque todas las puertas dan afuera del mundo. Mario Benedetti

La salud es acoger ese don hermoso que es la vida con amorosidad, alegría y tenacidad tal como se nos presenta. Con sus días buenos y sus malos ratos. Hay que saborear la vida, disfrutando la riqueza que contiene con sus satisfacciones y fracasos, salud y enfermedad, vigorosidad y vulnerabilidad. La dialéctica de la vida no tiene porqué negarnos la oportunidad de crecer en sabiduría, paz y libertad. Como opina Boff (2002b: 118), “la fuerza de ser persona significa la capacidad de acoger a la vida tal como es, con sus posibilidades y su entusiasmo intrínseco, pero también con su finitud y su condición mortal. La fuerza de ser persona traduce la capacidad de crecer, de humanizarse y de convivir con estas dimensiones de vida, de enfermedad y de muerte”. La vida entonces es la búsqueda continuada de ese modo de ser en plenitud. Ese es el eje de nuestra espiritualidad. Es cultivar nuestro deseo de infinito. No desmayar en la tarea de hacernos y realizarnos en comunión con el todo. Contemplar con asombro lo que somos, lo que existe más allá de nosotros y descubrirlo con desmesurada fascinación enraizado en nuestra piel. Cuidar la vida es resonar armoniosamente en la sinfonía cósmica.

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Epílogo

Una confesión final


Comencé esta chiflada narración hace tres años. Muchas experiencias he vivido desde entonces. Al iniciar, no sabía para dónde iba y, en realidad, ahora, finalizando el proceso de doctorado, tampoco sé para dónde voy. Lo cierto es que tres años después aquí estoy, sintiendo en todo el escenario de mi ser el eco de aquellos versos de Neruda: porque nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Cuando aún me encontraba dubitativo, discerniendo mi ingreso al programa de doctorado, Cruz Prado me invitó a un conversatorio que tendrían con Jorge Wagensberg. Asistí y escuché atentamente el diálogo. Fundamentalmente él habló de física, filosofía, la realidad, complejidad, caos, sentido de la vida, aprendizaje, conocer, vivir… Mucha información para hora y media de diálogo. Me sedujo. Allí decidí mi ingreso al programa. Siempre tuve claro cuál sería el tema de mi investigación, de hecho, me lo pidieron para ingresar. Lo que no sabía era la inusitada ruta que tomaría mi reflexión y mi vida a partir de esta convivencia junto a compañeros y compañeras de la Octava Generación, los y las mediadoras, y, sin duda, los autores y autoras que comenzaron a acompañarme en el proceso con sus propias narraciones e investigaciones. La espiritualidad para mí, tal como he intentado dejar sentado en este trabajo, es el motor de la vida. Sin espiritualidad, la vida no es. La espiritualidad hace sentirme y reconocerme vivo. En cada cosa que hago, y en cada experiencia que vivo, la vida, con su pedagogía, me asalta. Por eso, como he dicho, los seres humanos somos lo que hemos vivido. Somos eso y más. Lo que anhelo, deseo, sueño; todo aquello que me mueve, inspira, conmueve; lo que comparto, recibo; 100

en la forma que sea, me construye, me va haciendo con cincel y paciencia histórica.


La espiritualidad a lo largo de mi vida ha sido transida por el horizonte cristiano. La figura de Jesús de Nazaret sigue cautivándome desmesuradamente. La espiritualidad cristiana, cuando se funda en Jesús de Nazaret y su proyecto que llamó el “reino de Dios”, es enormemente rica, profunda, transformadora. Ese es el pozo del cual intento beber en la faena de lo cotidiano de mi vida. Y a esa fuente no renuncio a acudir. Sin embargo, el cristianismo en su devenir histórico ha ampliado sus fuentes para beber el “agua de la vida”. De tal modo que, en el catolicismo, por ejemplo, junto a la preponderancia de la Palabra de Dios, se le suma la Tradición con todo su instrumental doctrinal para desplegar una visión de la fe y la religión que resulta más institucional y controladora del orden, que una comunidad al estilo del reino que Jesús predicó. En los años ochenta, Leonardo Boff escribió un libro titulado “Iglesia, carisma y poder”. El eje temático de esa obra va en línea de lo que estoy argumentando. Ese fue el desencadenante de la “invitación al silencio” que recibió de parte de la curia romana. De nuevo insisto, la espiritualidad que mana de la experiencia fundante Jesús de Nazaret es tremendamente inspiradora. Él fue un hombre libre que amó profundamente la vida y vivió apasionadamente intentando poner las bases de un reino que, según él, vendría a religar todas las cosas. Su gran sueño fue hacer de este, un mundo otro. A lo largo de la historia del cristianismo, grandes hombres y mujeres, conocidos y anónimos han inspirado su vida en este proyecto fundante y han dejado trazos indelebles, inspirando a otras generaciones, provocando, con su vida y testimonio, cambios en la sociedad.

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Muchos murieron por ello. Pero la violencia no puede silenciar su voz, ni borrar sus huellas… Así, pues, el cristianismo, como macro-relato es un aporte sumamente valioso en la construcción de los escenarios sociales, con miras a una convivencia solidaria, equitativa y participativa. Lo es, si lo hace desde su fuente primaria e inspiradora que es Jesús de Nazaret. Cuando se distancia de ello, y asume posiciones construidas sobre pilares institucionales, respondiendo a intereses más histórico-eclesiológicos que al carisma profético de su “fundador”, allí pierde capacidad de ser un referente que recoge el anhelo y necesidades de los excluidos y vulnerados. Un mundo que se construye sobre la base de la preponderancia de los intereses de unos a costas de otros; que excluye y domina para que otros, minoría además, vivan en la abundancia y el derroche. Una sociedad que produce riqueza a costa de destruir el planeta; que mata la biodiversidad para generar supuestos progreso y bienestar. Una sociedad humana que se construye desde las relaciones de poder, porque es patriarcal y niega la dignidad de los otros por su diferencia. Un mundo así sólo puede ser absurdo e injusto. De tal modo que, con el ejercicio de construir esta chifladura, poniendo en palabras, sobre papel, lo que me duele y preocupa, lo que sueño y anhelo, lo que me conmueve y seduce; con todo eso en el fondo no hago otra cosa que articular las razones y sinrazones que inspiran mi deseo de infinito. La manera en que quiero vivir, ser y estar en este mundo, pero sin ser cómplice de todo aquello que lo niega en su dimensión cósmica y vital. 102


Somos parte de un todo y nos vincula un entramado de relaciones desde las cuales coexistimos y nos acuerpamos entre todos y todas. De tal modo que, negar o ignorar esos vínculos, de alguna manera es también negar la vida. Resulta necesario, pues, hacer un giro, o los que haga falta, para recuperar nuestra religación con el todo. No importa el lugar de donde partimos ni el escenario desde donde nos movemos. Ya sea que nuestra participación e incidencia en los entramados de la vida sean inspiradas desde el ámbito de lo religioso, o desde los movimientos sociales, o si provenimos del mundo de la ciencia. El lugar de procedencia no tendría que ser un problema si lo que nos vincula es un deseo común por hacer de este lugar el asidero de la vida, nuestro nicho cósmico. Podemos ser cómplices, pero de una nueva forma de vida, donde la violencia es transformada en convivencia; los conflictos se afrontan desde el interés común, la diferencia es asumida como una riqueza; la conciencia de cada ser humano se respeta como su fuero más interno; y donde todo lo vivo es reconocido en su auténtica dignidad. Es la forma en que podemos detener el proceso destructivo e intentar reencontrarnos desde nuevos horizontes para que todos y todas podamos vivir en alegría, armonía, paz, justica, solidaridad y colaboración. Ese es el motor de mi vida que me hace ver más allá, albergando el anhelo de mejores tiempos para todos y todas. Ese es mi más profundo deseo. Mi deseo de infinito.

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La vida es un viaje, una travesía, Miramos para atrás, lo andado, un recorrido lleno y también para adelante, de pequeñas y grandes vivencias. lo que está por venir. Vamos y venimos entre encuentros y destierros, abrazos y adioses, sueños y anhelos, logros y frustraciones, orden y caos, días y noches. Así vamos transcurriendo, así nos vamos haciendo, así crecemos y aprendemos. Vemos para adentro y para afuera, definimos horizontes y miramos más allá de ellos, y nos ponemos en ruta y nos detenemos. 104

Nos gusta amar y nunca falta quien nos ame, reímos, lloramos, damos, recibimos, tiramos, recogemos. Al final nos queda lo andado, lo vivido, lo aprendido, todo eso que nos recuerda que no somos un cúmulo de soledades infinitas, que somos parte de un todo, que nada nos es indiferente porque estamos hechos del mismo material cósmico, porque viéndote a ti, me veo a mí. Carlos Irías


Referencias Bibliogrรกficas


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