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Galardonadas Premio Idartes 2018
Crónicas seleccionadas. Antología 2018 / Ismael Paredes [... y otros]. — Bogotá : Cangrejo Editores, Ediciones Gato Azul, 2019. 104 páginas ; 21 cm. Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá 2018, Instituto Distrital de las Artes ISBN 978-958-5532-08-3 1. Crónicas colombianas - Colecciones 2. Emociones - Crónicas 3. Bibliofilia - Crónicas 4. Retratos - Crónicas I. Paredes, Ismael, autor 070.44 cd 21 ed. A1628608
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango Primera edición: abril de 2019
© Javier Díaz Pinto, Sergio Enciso Marín, Gabriel Pabón Villamizar, Ismael Paredes Paredes, Juan Camilo Rincón, 2019 © Cangrejo Editores, 2019 Transversal 93 núm. 63-76 Int. 16, Bogotá, D.C., Colombia Telefax: (571) 276 6440- 541 0592 cangrejoedit@cangrejoeditores.com www.cangrejoeditores.com © Ediciones Gato Azul, 2019 edicionesgatoazul@yahoo.com.ar Buenos Aires, Argentina ISBN: 978-958-5532-08-3 Dirección editorial:
Leyla Bibiana Cangrejo Aljure
Producción editorial
Víctor Hugo Cangrejo Aljure
Preprensa digital:
Cangrejo Editores Ltda.
Diseño gráfico:
Sandra Liliana González Bolaños
Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida en forma alguna o por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin previo permiso escrito de Cangrejo Editores. Impreso por:
Colombo Andina de Impresos S.A. Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Contenido Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Jav i e r D í a z P i n t o
El retratista . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Sergio Enciso M a r í n
Fotorama: de vuelta al futuro . . . . . . . . . .
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G a b r i e l Pa b ó n Vi l l a m i z a r
Crónica sentimental para leer con música de fondo . . . 41 I s m a e l pa r e d e s pa r e d e s
Usminia, la eterna Luna de Usme . . . . . . . . . 63 J ua n C a m i l o R i n c ó n
La secta de los bibliófilos . . . . . . . . . . . . 91
Presentación Presentamos al lector cinco obras ganadoras del Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá 2018 del Instituto Distrital de las Artes – Idartes. Con el firme propósito de estimular la producción artística en la ciudad de Bogotá y reconocer el trabajo de los escritores en el género de la no ficción, el Idartes, presentó en 2018 el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá, el cual hace parte del Portafolio Distrital de Estímulos que ofrece el sector Cultura en Bogotá, y a través del cual se hace una distinción a la labor literaria de escritores residentes en la capital. Este Premio, que se publica cada dos años, entrega un estímulo económico y promueve la publicación de la obra, como reconocimiento al trabajo de cada autor. De esta manera, se busca la articulación de escritores con editores y con el público lector, logrando fortalecer el sector literario en todos sus ámbitos. Los jurados, Paul Fabián Brito, Óscar Mauricio Durán y el periodista, Nelson Fredy Padilla, expertos reconocidos en la escritura en este género, escogieron estas crónicas entre 56 propuestas inscritas, por tener “una gran cantidad de voces reflejadas, variedad de temas y tratamientos con un equilibrio entre investigación y propuesta estética”. Además, resaltaron que estas obras eran innovadoras con una clara intención de salir de las formas clásicas, lo que da un valor agregado al ejercicio de la escritura. [7]
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Es de interés del Idartes que estas obras circulen y nutran la oferta literaria no solo en Colombia sino en países de habla hispana, en los que el lector podrá encontrar este título, como una muestra de la alta calidad literaria que se produce en Colombia.
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El retratista CRÓNICA HISTÓRICA Javier Díaz Pinto Belleza y dolor No sabremos en qué instante los pétalos se desprenderán de la rosa. Gloria Posada
“Recorrí un pasillo encharcado y oscuro y llegué al patio donde estaban reunidos los inquilinos”. Pedro Badrán
“Sady era, en esencia, un reportero gráfico. Poseía información visual del mundo de su época. Se nota en sus fotos. Aquí hay un ojo, un estilo”. Jorge Mario Múnera (Fotógrafo)
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Biblioteca Luis Ángel Arango. Bogotá, Colombia. Fotografía de dominio público. © Sady González
A Sady González. En memoria.
El retratista
Por el visor de su máquina de retratar, en cámara lenta, pasa un tranvía, resplandeciendo con un fragor de fuego invisible que se difumina —en sigilo— sobre la piel de la ciudad. Pasa una mariposa, rauda, sin destino, pasa (pesa), azotando el aire con sus frágiles alas, temblantes y grises. Por el visor de su máquina de retratar pasa una sombra —subterránea— siguiendo a un hombre. Pasa el tiempo, deambula, yerra… y él lo advierte, lo percibe, lo retrata. Percibe el instante lánguido y borroso que sucede en un paisaje a blanco y negro, en una Bogotá a blanco y negro, bajo un sol amarillo y opaco. Por el visor de su máquina de retratar percibe las grisáceas figuras que arrojan las nubes en el aire. Camina por unas calles rocosas; el paisaje frío va grabando imágenes en su retina. Días después, en su primario estudio de fotografía, con manos de alfarero, entre un olor a químicos y entre la sombra, revela un arcoíris en papeles gruesos y opacos —en escala de grises—; fotografías que van quedando impresas en ese papel indeleble llamado memoria. Luego, vuelve a la ciudad, a ese fantasma innumerable. Y vuelve al visor de su máquina de retratar para percibir las heridas entrañables, del agua o del hombre, de la piedra o las aves. Por el visor de su máquina de retratar ve los ojos de la historia y ve la piel desnuda de un país donde, a diario, asalta un paisaje polvoriento, gris y brumoso, velado y obscuro (frío país de viento). Por el visor de su máquina de retratar ve una pluma, zigzagueante, en las olas del aire. Ve las manos de un hombre y en ellas ve las venas pronunciándose en la piel. Ve un niño, un anciano, una mujer. Ve una bicicleta. Ve los nombres profundos de los elementos y los descubre y los revela en el papel fotográfico, como si estuviera traduciendo el mundo a un lenguaje de luz y de sombra, un lenguaje escrito en el papel: escrito sin palabras, pero con ellas. Por el visor
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de su máquina de retratar ve un reloj de leontina y en el reloj ve la muerte, y en el reloj ve la vida. Ve la luz de una Bogotá silenciosa y fría. Ve la cruz en la cúspide de una iglesia. Ve una ciudad. Ve la sombra de la ciudad, escucha su voz de mujer, escucha su latido a la intemperie y su cabello sonoro. Logra ver, logra escuchar. Escucha la edad de los muros. Escucha una lluvia de ecos. Escucha la voz en la raíz del árbol. Escucha el afónico estrépito profundo en las ciudades. Las ciudades: esos remolinos silenciosos, a blanco y negro. Y no sólo logra verlo y escucharlo todo. También da un matiz de eternidad al universo de su imagen. Logra decirlo, pintarlo… revelarlo todo. Pero también logra callarlo, logra esconderlo. La danza lenta de su imagen replica nuestra historia en una música que alcanza los enigmas. Por el visor de su máquina de retratar pasa la pólvora, el vino, el rostro, el vestido, la respiración, la sonrisa, la ciudad y el aroma. Hay movimiento en sus fotografías y cuando se reúnen las instantáneas de una de sus temáticas, nos damos cuenta que cada uno de sus trabajos es una película. Una película que se mueve y no se mueve. Una película rodada en la historia, en los ojos, en el tiempo. Una película. ¿En cámara lenta? ¿A blanco y negro? ¿A negro y azul? ¿A azul y rojo? Revelar una de sus fotos es desenmascarar el poema que calla la historia en sus raíces, la historia que dice “una máquina de retratar”, la incomprensible verdad que vierte una época a través de un hombre: Sady González.
El retratista
El retratista Nació en Bogotá en 1913. En ese mismo año en Buenos Aires se inauguró el Subte, primera red de trenes subterráneos de Iberoamérica y el hemisferio sur. Aparecieron las obras literarias: “El fogonero” de Franz Kafka, “Muerte en Venecia” de Thomas Mann, “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, “Tótem y tabú” de Sigmund Freud y “Del sentimiento trágico de la vida” de Miguel de Unamuno. Ese mismo año nacieron hombres como Albert Camus, el extranjero, y Aimé Césaire, poeta y político francés. Ese mismo año Rabindranath Tagore recibió el Premio Nobel de Literatura, para recordarle al mundo cosas esenciales, como que: El hombre en su esencia no debe ser esclavo/ ni de sí mismo, ni de los otros, sino un amante. Y eso fue Sady González Moreno (Salvador Isidro), un amante, verdadero y profundo, apasionado de su profesión, un amoroso de la imagen, de las “vistas”, de las revelaciones, del ser. Sady fue precursor del fotoperiodismo en Colombia. Creó la primera empresa independiente de este género en los años 40s. Su historia es muy curiosa; como para enmarcar. Su madre le confirió una “máquina de retratar” para que hiciera la última fotografía de su abuelo (algunos biógrafos dicen que de su padre), que acababa de morir. Así comenzó como fotógrafo. En su primer retrato puso el flash en la muerte. Quizá desde ese día comprendió que la vida era eso: un relámpago, el rayo eléctrico que aparece y desaparece, que viene, ilumina (no se queda) y se va.
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Estaba destinado, nada más y nada menos, que para fotografiar los días del Bogotazo y dejar la huella de una historia con su marca universal. Sady trabajó como fotógrafo de cedulación recorriendo Cundinamarca y Antioquia, donde conoció a Esperanza Uribe, su esposa (1941). Empezó haciendo retratos de cédulas de ciudadanía, tal vez sin saber que su obra se iría a convertir en la cédula histórica de Bogotá. Incursionó como reportero gráfico en un sinnúmero de periódicos: El Liberal, La Razón, Comando y El Siglo, hasta llegar en la década de los 50s a colaborar en el mismo género para el periódico El Tiempo y la revista Cromos, donde hizo una carrera intachable que lo proyectó luego a nivel internacional, en revistas clásicas como Life y Time. 14
Biblioteca Luis Ángel Arango. Bogotá, Colombia. Fotografía de dominio público. © Sady González
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También ocupó el cargo de “Fotógrafo de la presidencia de Colombia” por casi 16 años y, en paralelo, estuvo en la presidencia del Circulo de reporteros gráficos de Bogotá.
Bogotá, su musa Su suma y su resta. A blanco y negro. Su testimonio gráfico es infalible, valeroso e invaluable. Son fotografías que nos pertenecen a todos. Son imágenes que dejan, para siempre, una tinta que se mueve en la pupila. Con su ojo agudo y versátil retrata los bogotanos, que por lo general no sonríen en las fotos.
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Por el visor de su “máquina de retratar” pasa la gente. Gente a la que le gusta el bigote cerrado (alemán), tipo Chespirito. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan las mujeres, ligeramente complacientes, pero con líneas de temor en su rostro. Por el visor de su “máquina de retratar” pasa la gran primacía de la alpargata y los vestidos de paño color obscuro que campean en las ciudades. Su obra es una estupenda captura de la realidad y al mismo tiempo una captura del asombro, de lo imposible, social y estéticamente hablando. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan los pies de las personas y así sabemos la extracción social de las mismas, y así intuimos que su lectura política era más superlativa de lo que imaginamos. Su genio se revela en los detalles más nimios, en las metáforas de la sociedad de los 48s. Es el primer fotógrafo profesional independiente en una colectividad que está cambiando a un ritmo acelerado y él no intuye (o quizás sí) que la simiente de la violencia se desenvuelve silenciosa en la ciudad y se alimenta de los días y los meses del odio, para estallar definitivamente un abril, en un incendio.
En el incendio. El incendio de abril Desde el 4 de abril de 2014 hasta el 15 de enero de 2015, la muestra “Foto Sady: recuerdos de la realidad” estuvo en la sala de exposiciones bibliográficas de la Biblioteca Luis Ángel Arango (Bogotá), con un exordio fotográfico de altas dimensiones. En esta exposición se presentó una selección de sus
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cien mejores fotografías. Fotografías que son libros en metálico, acaso reliquias históricas y evidencias inenarrables de lo que fuimos. ¿De lo que somos? Naturalmente, su serie más conocida y alarmante es la que retrata los días de “El Bogotazo”; incluso, tengo una anécdota muy singular sobre la misma. Estando en la sala de la Biblioteca Luis Ángel Arango, cuando veíamos las fotografías más descarnadas del 9 de abril, un amigo me preguntó si el término “sadismo” se debía al nombre de Sady y su trabajo sobre los días violentos de Bogotá. De inmediato abrí Google en mi teléfono móvil, tecleé unas palabras en la caja de búsqueda y encontré al instante un artículo donde comprendí que el término “sadismo” debe su origen a la obra del Marqués de Sade. Pero no sólo violencia retrató Sady. Su lente multifacético retrató algunos de los hechos más relevantes de la memoria nacional. El fotorreportero más hábil de nuestro país logró circular sus obras en las fuentes de comunicación más prestigiosas. Sady fue un artista combativo, un guerrero del esplendor y de la sombra. Un fotógrafo callejero. Absorbió la cambiante Bogotá de los 40s, 50s y 60s. A la fecha está inédita gran parte de su obra, correspondiente a los años treinta. Además fue un artista social, que indagó el arte de la fotografía en reinados, cenas, bailes, fiestas y matrimonios de cualquier clase social. Se acercó incluso a los reportajes periodísticos de deporte y, dato curioso, fue campeón nacional de ciclismo alguna vez.
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A donde quiera que fue, Sady fue un artista, completo y combatiente.
Fue un hombre La vastedad de su genio le permitió hacer retratos en contextos como el de la lucha libre. Esperanza Uribe, su esposa, fue un complemento vital para su vida y su carrera. Fue su esperanza y su cómplice en el arte. Le acompañó para fundar y ver crecer el gran árbol de “Foto Sady”, la primera empresa independiente de reportería gráfica en nuestro país, en cuyas vertientes se formaron los mejores fotógrafos de la época. Hecho que nos habla de otro de su genios, la pedagogía.
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Su obra establece uno de los legados más severos, extensos, complejos y completos de Colombia. Comprende una miscelánea temática de alta gama.
El álbum familiar de los González Uribe, que tiene algunas imágenes icónicas del país, pasa a formar parte hoy de la colección fotográfica de la Biblioteca Luis Ángel Arango, abierta a todo el público. Este es un archivo que, gracias al cuidado de sus herederos, pasa de ser privado a convertirse en un acervo público.1 Su obra ha sido objeto de investigación para escritores, historiadores, cineastas, cronistas, archiveros, ensayistas y todo tipo de pensadores y artistas. Sady González plasmó la huella de una Colombia que fue mutando por la cólera de la violencia que se desató el 9 de abril de 1948, con el asesinato del caudillo liberal, o por la mal llamada “piqueta del progreso”. Su fotografía de Pedro Eliseo Cruz, sosteniendo la cabeza de un caudillo herido, casi muerto, es tan celebre como las tomas que hizo esos días en las calles, a pesar de las balas que resonaban mutantes en la piel de una Bogotá ametrallada por el odio, anestesiada por el fuego. Una Bogotá que hoy no existe. La Bogotá del antes y el después que retrató Sady en sus imágenes. La Bogotá que pasó por el visor de su “máquina de retratar” para inmortalizarse.
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Exposición “Foto Sady: recuerdos de la realidad”. Bogotá, 2014. BLAA.
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A pesar de la grandeza temática de su obra, de sus sensibilidades artísticas y su estética “de otro tiempo”, es finalmente el tema de la guerra lo que dispara a nivel mundial la reportería gráfica de Sady Gonzalez. Por el visor de su máquina de retratar pasa una mano, tocando un libro. Por el visor de su máquina de retratar pasa el viento, con alas irisadas, manos de polvo y silbidos mudos. Por el visor de su máquina de retratar deambula el mundo, con sus abrigos indecibles y sus rostros misteriosos, y él lo percibe, lo percibe todo, o casi todo. Mira por el visor. Y ve las bocas y ve los besos. Y ve las sombrillas y sus alambres y las cabezas y los sombreros. Y ve la gente de pelo blanco y ve la gente de pelo negro. Y ve las multitudes, pasando lento. Y ve las palabras que pasan en el aire: visibles, invisibles. Y ve los periódicos y las farolas. Y ve la alegría. Y el miedo. Y luego pasa, pasa, pasa, pasa Roa Sierra, a quien culpan de haber asesinado a Gaitán. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan personas en corbata y con machete. Pasa —sin pasar— un grupo de hombres de negro, exponiendo sendos cuchillos en sus manos. Por el visor de su máquina de retratar pasan los autos más austeros. Por el visor de su máquina de retratar pasan las iglesias y el clero, los ricos y los pobres, los gatos y los perros. Por el visor de su máquina de retratar pasa Dios y pasa el diablo. Por el visor de su máquina de retratar pasan y pasan y pasan los tranvías, primero brillantes, pasan, opulentos, y después pasan en llamas como almas reverberando en el infierno, los tranvías, como pequeños cometas de cuerpos de carbón con colas inverosímiles ardiendo en las calles.
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Los tranvías… Los antiguos tranvías… Por el visor de su máquina de retratar pasan las rosas, con sus aromas… y sus espinas. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan los días, las horas, los gritos, el grito. ¡Mataron a Gaitán!
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Biblioteca Luis Ángel Arango. Bogotá, Colombia. Fotografía de dominio público. © Sady González
Por el visor de su “máquina de retratar” pasa un país. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan las llantas, los cueros, las plazas, los árboles, la luna, las estrellas blancas sobre los fondos negros de tinta. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan la sangre y sus gemidos. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan Bogotá y Colombia, todas manchadas de luz o sangre, de plomo u olvido. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan los presidentes y las reinas, las ruinas y los reinos, las lluvias y los ríos,
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las copas y los vinos, las celdas y las leyes, los caminos y los puentes, el amor y las guerras, los soldados y la luna, el fuego y los arcabuces, el cemento y la hierba, el humo y el cristal, las carrozas y los caballos, las aceras y los metales, las ventanas y las piedras, los cigarros y las cigarras, los deportes y el mundo, el boxeo y la reputación, el oro y la miseria, las montañas y las hojas, las condecoraciones y la prensa, el hielo y el sol, los periódicos y las granadas, las bicicletas y los piñones, las llantas y los motores, los vidrios y las máquinas, las multitudes y las soledades, las guerrillas y los ejércitos, los racimos de rostros como ametralladoras emplazando gritos en las azoteas del mundo, los cables y los machetes, las avenidas y las iglesias, las escuelas y las cárceles, las voces y los silencios, los llantos y las risas, los corbatines y las camisas, las cédulas y las actas de defunción, los relojes y los guantes, las bibliotecas y los libros, el esplendor y las ruinas, los pañuelos y las cortinas, las plazas y los micrófonos, los campesinos y el barro, la ciudad y la furia, la peste y la guerra, los carros funerarios y los semáforos destrozados, la noche y la sombra, los zapatos y las calles, los abrigos y las carrozas, la sangre y la memoria, y la tierra y las lágrimas rojas flameando en una exterminadora explosión de rabia. Las lágrimas. Rojas y azules. Y lágrimas negras. Por el visor de su “máquina de retratar” pasa Jorge Eliecer Gaitán, el caudillo, exclamando peroratas a los cuatro vientos. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan los micrófonos y las convulsiones, las palabras y los versos, las corrientes y las olas, la mar y la arena, las aves y los vuelos, los recuerdos y las realidades, los inquilinos y los fuegos. Los fuegos.
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Los fuegos Los fuegos que —en un instante— desprenden los pétalos de la rosa. Por el visor de su “máquina de retratar” pasa El Bogotazo. Por el visor de su “máquina de retratar” pasan —desbocadas— las legiones, los inquilinos de la ira, en la ciudad, inundados de fuego. Por el visor de su “máquina de retratar” pasa, pasa, pasa, el tiempo. El tiempo, ese fantasma que se replica en los parpadeos de la eternidad, ese espectro ondeante, que él observa, percibe, retrae y retrata. Y pasa, pasa, pasa, la historia. La historia, esa máquina de escribir que teclea la ruta de los hombres sobre el papel de la vida y acuña sus destinos en una moneda de humo, cuya cara puede ser la muerte, cuya cara puede ser la vida. Una moneda de humo lanzada a la suerte. Lanzada fuerte… Por el visor de su máquina de retratar pasa el incendio. Y los tranvías. Y la lluvia, con sus millones de gotas que quisieran ahogar el mundo.
Biblioteca Luis Ángel Arango. Bogotá, Colombia. Fotografía de dominio público. © Sady González
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Fotorama: de vuelta al futuro Sergio Enciso Marín
De vuelta al pasado María Inés Rodríguez estaba a punto de cumplir 60 años cuando fue por última vez a trabajar aquel 3 de junio. Esa mañana se dedicó a las labores usuales: hablar por teléfono con Emilio García —su jefe—, preparar café, hacer llamadas telefónicas, enviar correos electrónicos, lidiar con clientes, gestionar pagos y cuentas de cobro. Pero, a golpe de las 12, todo se detuvo en el escritorio para María Inés: la administradora de la Inmobiliaria San Diego moriría unos minutos después del medio día de un ataque fulminante al corazón. Después del fallecimiento de la empleada y gran amiga lo que vino para los García fue, de entrada, una profunda tristeza. Luego, el caos. María Inés era el pilar de la oficina, todas las operaciones técnicas y ejecutivas de San Diego recaían sobre sus hombros, todos los detalles operativos estaban archivados en su cabeza. Nadie más estaba al tanto de las finanzas, ni de las deudas o las propiedades. Aunque don Emilio a sus 85 años estaba informado del manejo de su empresa porque hablaba todos los días por una hora desde casa con ella, tan sólo conocía un panorama general. Por su parte, Ángel Quintero, el otro empleado de San Diego, tampoco dominaba con exactitud los [ 25 ]
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asuntos pendientes de la inmobiliaria y aquello que pudiera recordar se quedó bloqueado en su cabeza: el shock que sufrió por la súbita muerte de su compañera y amiga fue devastador. Así pues, los García decidieron que en esas condiciones y ya sin María Inés era mejor cerrar. Era junio de 2014. Cuando visitamos la oficina casi vacía de la inmobiliaria en 2015, lo primero que hizo Alejandro Arango García, nieto de don Emilio, fue tomar una olla metálica que había en el suelo, la llenó de agua y se dispuso a regar las plantas. “¿Será que son una causa perdida?”, me preguntó. Yo, que también temía lo peor, no respondí. El polvo acumulado en los vidrios apenas permitía que entrara la luz. Toda la oficina estaba cubierta de cierta extraña bruma melancólica común a los espacios inhabitados o abandonados. Un revoltijo de cajas con libros y documentos y varias bolsas plásticas negras cubrían el tapete gris. Sobre la alfombra, aún eran perceptibles las marcas de aquellos muebles que fueron desapareciendo poco a poco. Las tres matas secas —puestas una detrás de la otra de forma perpendicular a la ventana— marcaban el lugar que antes solía ocupar una biblioteca de madera que servía para separar lo que antes eran dos espacios. Mi abuelo compartía la oficina con mi papá y aquí estaba su escritorio —me contó Alejandro señalando el lado izquierdo de la oficina—, él hacía consulta de abogado. Y de este otro lado, justo aquí, había otro escritorio —dijo mientras se dirigía al otro costado de las plantas amarillentas— donde estaba montada la empresa de mi abuelo. Verás, en el fondo todo este lugar en, mi cabeza y para mi familia, aún sigue siendo la oficina de mi papá y el negocio de mi abuelo… Siempre se llamó Fotorama, incluso después de convertirse en una inmobiliaria. Cuando era niño esas cuatro sílabas eran muy importantes para mí porque significaban lo que él hacía: postales.
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Sin embargo, las últimas huellas visibles de lo que fuera el empeño de don Emilio en las décadas de los setenta y ochenta eran algunas máquinas grises anacrónicas y tres fotografías en blanco y negro en formato de un pliego colgadas en la pared. En la primera, la Rebeca, primera estatua de una mujer desnuda en el espacio público de Bogotá instalada en 1926, aparece rodeada de agua frente al edificio de los Seguros Tequendama y las Torres del Parque; en la segunda se ven las edificaciones de la antigua catedral de sal; y en la tercera brillan las fuentes iluminadas en plena noche del monumento a Uribe Uribe en el Parque Nacional. Después de la muerte de María Inés han sido tiempos duros —relató Alejandro mientras observaba con desanimo los remanentes del negocio familiar esparcidos por el piso—. Durante meses mi mamá, mis tías y mis abuelos han venido a revisar cajón por cajón para cerciorarse de todo lo que había y terminar con la liquidación. Los libros que quedaron fueron empacados, los muebles y las demás cosas útiles fueron enviados a lugares donde serían mejor aprovechados. Por esos días de limpieza, mi abuela me dijo “en la oficina hay unas planchas que tal vez quieras ver”. Ella tenía metido en la cabeza que eso solo podría interesarme a mí. Claro, yo siempre tuve una atracción por las cámaras de mi abuelo, por esa historia familiar y porque mi mundo es la imagen y la plástica. Entonces empecé a buscar con ella en medio de este polverío las famosas planchas. De los closets que permanecieron cerrados por más de quince años empezaron a aparecer planchas de litografía, cajas de bombillos para flash de los que se queman con cada exposición y material correspondiente a las cámaras que don Emilio había comprado en la década de los setenta como tecnología de punta. De los cajones de madera polvorientos manaron disparadores, fotómetros, soportes, machotes, un proyector y hasta
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un revolver diminuto —el cual alguna vez cargó doña Nelly, la abuela de Alejandro, en su bolso—. De entre todo eso, Alejandro logró rescatar algo más que lo dejó perplejo y emocionado: Encontré muchas transparencias de 6 por 7 o 6 por 9 centímetros de las que ya hoy no se producen —me contó—. De entrada uno las puede confundir con negativos porque el formato es similar, pero lo que encuentras en cada cuadro es una imagen donde los colores y tonos no están invertidos. Esas cintas son un material muy bonito porque representan un misterio. Te van dando indicios pero tú no sabes con precisión qué contienen sino hasta que las revelas, hasta que las amplías o hasta que las escaneas y lo puedes ver grande en pantalla. Aproveché entonces y mandé a revelar algunos rollos que quedaban allí de esa época, llevaban veinte o más años de haber sido disparados. El resultado fue frustrante al principio. “Ahí no hay nada” me dijo Efraín, el laboratorista, cuando recogí el material. Felizmente el escáner me mostró otra cosa: de entre velos opacos aparecieron imágenes fantasmales del aeropuerto El Dorado. Vi esas fotografías de Bogotá, vi las postales y empecé a revivir ese mito de Fotorama. Comencé a analizar todo el material con una intención detectivesca; empecé a ponerle imágenes a esa historia familiar que se había quedado archivada. Claro, yo no estaba pensando en hacer una obra artística, no estaba pensando en hacerle un homenaje a mi abuelo, ni siquiera pensaba en reconstruir la historia de Fotorama: yo estaba mirando un material que me intrigaba y quería ver que había. Punto.
De vuelta al presente Aquel escritorio de María Inés, frente al que murió, estuvo durante tres semanas en agosto del 2015 en la última sala de la galería de Chapinero de la Cámara de Comercio de
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Bogotá. Para llegar a él había que atravesar dos puertas de vidrio, pasar junto a una replica de la estatua de Leo Kopp y a una serie de videos y de fotografías inspirados o protagonizados por Bogotá. Era necesario dejar atrás un andamio que sostenía una chaza solo visible desde el exterior de la Cámara, un par de carros cartoneros y una acumulación de sonidos, canciones y discursos que emanaban desde las paredes y objetos. Toda esa composición de elementos pertenecía a Sal Vigua, la exposición curada por el Colectivo TransHistoria. El escritorio estaba escoltado por una sumadora marca Safeguard, una silla ejecutiva de cuero, una mesa de luz y cuatro cajas iluminadas en acrílico que sostenían algunas transparencias. En la parte superior, sobre la mesa de luz, un anuncio de madera le daba al espectador la bienvenida a ese espacio liquidado, reconstruido y reimaginado, que precediera a la inmobiliaria San Diego: fotorama promociones graficovisuales. Sobre el escritorio reposaba además —debajo de un vidrio— un collage de fotografías y postales a color de la época de Fotorama: vistas aéreas del Estadio Nemesio Camacho y algunos ángulos del Coliseo Cubierto el Campín (ahora en proceso de remodelación) con su ingenua gloria infantil; el antiguo aeropuerto El Dorado, con sus avisos rojos y sus jardines; la Rebeca en su esplendor de antaño frente a la muralla verde de los Andes; el Palacio de Justicia antes de la toma de 1985, la Plaza de Bolívar diseñada por Fernando Martínez y la Catedral Primada; Rafael Núñez desde el patio norte del Capitolio Nacional observando a Bolívar en medio de la plaza; el almacén Sears de la carrera séptima; el Planetario Distrital, el Museo Nacional y la Quinta de Bolívar; la biblioteca Luis Ángel Arango y la Casa de Moneda y sus calles adoquinadas alrededor; los andenes añejos; parques, calles y plazas vacías; un sin fin de lugares que existen aún en
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cemento, pero que ahora ya no se corresponden con esas imágenes de la memoria ni de las fotografías. Tales estampas, así mismo, evidencian, para Alejandro un cambio fundamental en el ejercicio y materialidad de la fotografía: Esas postales dan cuenta de un proceso fotográfico de impresión a cuatro colores que hoy por hoy ya es poco común y tienen fallas técnicas —me explicó—. Muchas de las planchas que se conservan fueron productos descartados por desfases en el acoplamiento del color. Esas fallas que se ven en el archivo empiezan a darle un contenido agregado a la imagen, digamos, pictórico o plástico. Ese proceso ha ido desapareciendo cada vez más y ha sido desplazado por la tecnología actual de laser o ink-jet. Claro, esa tecnología actual va en dirección contraria, tiende a la exactitud, al poro cada vez más poro, a tener aún más colores que los que percibe el ojo humano, a eso que llaman la hiperrealidad porque va más allá de lo que realmente percibimos frente al objeto real. Es una locura que la fotografía esté hecha ahora casi para la máquina. Los negativos y las planchas que Alejandro rescató de los closets exhiben los escenarios de una ciudad clara, brillante, limpia, pero sin personas. De los cientos de imágenes expuestas tan solo unas pocas contienen a sus habitantes y viandantes como protagonistas. Solo una exhibe a un grupo de jóvenes en uniforme exhibiendo diferentes disciplinas deportivas. Pero en las demás la gente es circunstancial. Algo similar parecía suceder con toda la instalación Archivo Fotorama. Algo faltaba, o mejor, alguien faltaba. La relación entre los elementos mostrados develaba una ausencia, como si fuesen una oración sin un sujeto, sin un nombre propio… o una oración lanzada al aire deliberadamente sin un objeto directo. Inicialmente no quería hablar tanto de mi abuelo como personaje —me contó el fotógrafo el día de la inauguración
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de Sal Vigua—. Cuando empecé a ver el material les conté a Camilo Ordoñez y a María Sol Barón, curadores del equipo TransHistoria, y ellos me propusieron que presentara un trabajo plástico. Acepté, aunque ni siquiera tenía una dimensión clara de lo que había. La intención era hablar de una época y de un material producido dentro de una empresa que sugería una visión de ciudad. La de él —la de don Emilio— es una perspectiva positiva, que cree en el progreso, que el mundo va evolucionando para bien, que Bogotá mejora cada día, y que está siguiendo los pasos de las grandes ciudades desarrolladas. Y en todas las postales y las fotografías se ven signos de eso: de una posición frente a la ciudad que mi abuelo aún conserva hoy, porque él no es un viejo cascarrabias, no es de esas personas que piensan que lo que vivió en su época fue mejor, por el contrario, para él todo ha de mejorar con el paso del tiempo. La tecnología viene a ayudarnos, todo es más organizado, cada vez hay más plata, cada vez estamos más cerca de un primer mundo, todo es una maravilla, pues. Entonces, yo sentía que esa visión no era exclusiva de mi abuelo como individuo, sino que correspondía un período histórico, a una época. A raíz de la invitación de Camilo y María Sol, Alejandro se propuso hacer de todo ese material un trabajo plástico exhibible. En ese proceso descubrió un nuevo sentido para su obra: poco a poco con esta exhibición, con lo que hemos hablado, con lo que decidí mostrar cuando me senté a escribir —para Alejandro el proceso creativo es algo un poco similar al psicoanálisis— me di cuenta que gran parte de lo que pasó, más allá de intentar contar una historia sobre Bogotá, muy en el fondo quería contar una historia sobre mi abuelo en los años más activos de su vida; encontrarlo en ese período en que él estuvo más lejano, años en los que yo ni siquiera existía.
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Todo estaba: las facturas, los libros, todo —me contó doña Nelly cuando Alejandro me llevó a conversar con ella y don Emilio en su casa de Cedritos, en 2016—. De Fotorama no se botó nada, ni un papel. Todo se convirtió en parte de la Inmobiliaria San Diego, incluso los empleados, quienes pasaron de una razón social a la otra sin mayores alteraciones. Lo demás permaneció guardado en closets hasta la muerte de María Inés. Para nosotros fue una cosa extraordinaria, de mucho cariño —agregó don Emilio con su marcado y sonoro acento cachaco mientras tomamos tinto. Sonreía al tiempo que recordaba la oficina—. Fotorama era nuestro hobby, más bien, más que nuestra empresa. Nosotros empezamos en 1969 con otro compañero que se llamaba Ricardo Boada Samper, quien ya murió. Éramos los dos socios y la familia. Comenzamos con una idea muy clara de hacer una empresa de tarjetas postales y artículos de publicidad. Lo hicimos porque nos gustaba la fotografía mucho y teníamos la oficina donde atendíamos asesorías, entonces decidimos ensayar. Fotorama fue, pues, el nombre que le pusimos. Nos surgió una noche, nosotros sentados por ahí pensando en qué nombre le poníamos a esta vaina, creo que fue María, la esposa de Ricardo, la que dijo “pónganle Fotorama, es decir, cosas de fotos”. El plan inicial que yo tenía era conversar con don Emilio. Me urgía que él me contara sobre su empresa. Sin embargo, desde los primeros minutos de la conversación descubrí una realidad diferente: ciertamente, Fotorama es la historia de un hombre y de una empresa, pero también es más que eso, es la historia de don Emilio y de doña Nelly, de sus amigos, sus empleados, su familia y de una ciudad imaginaria reflejada en fotografías antiguas. Esto hace que sea imposible conversar
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con don Emilio sin participar del contrapunteo de la memoria entre él y su esposa: él recuerda y habla, y cuando se detiene ella interviene, le hace preguntas, aclara. Ricardo y Emilio fueron empleados de Sears durante mucho tiempo —me explicó doña Nelly—. Ricardo y su esposa María fueron muy amigos nuestros. Ella no participaba casi pero yo siempre acompañaba a Emilio. Vendíamos muchas postales, en Bogotá todas las droguerías las tenían. Don Emilio la interrumpió: Teníamos dos vendedores especializados, en las droguerías también nos conocían y cuando se les acababan nos llamaban y nos decían “mándeme tal postal que se me está acabando”. Ricardo y yo tomábamos las fotografías, ése era un hobby delicioso, era estupendo. Yo era el gerente de personal de Sears de todo el país, por lo que tenía que ir a supervisar a Cartagena, a Cali, a Barranquilla. En esa época Sears tenía muy buenos almacenes, los más grandes que había en Colombia, entonces yo aprovechaba en esos viajes, llevaba la camarita y tomaba fotos de los sitios. Lo que nos gustaba lo sacábamos en postales. Y algunas se las compramos al arquitecto Carlos Salamanca —añadió doña Nelly con entusiasmo—, él era muy conocido en Colombia y también tomaba fotos por afición. Había otro fotógrafo importante en la carrera séptima como con setenta o setenta y nueve y ustedes le compraron fotos a él ¿cómo era que se llamaba? —preguntó Doña Nelly. Ruddolf. Un alemán que tenía un almacén de productos fotográficos. No se si exista todavía. —respondió don Emilio. El abuelo, de pelo blanquísimo, apoyaba la cara sobre su mano y se detenía a reflexionar en cada pregunta. Cuando respondía parecía como si describiera la inmensidad de la historia; con cada frase repasaba un poco de la vida que ha construido día a día durante 85 años. Nació en 1928; a los 22
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años se casó con Nelly Vezga, una santandereana de 19 años que conoció a través de sus amigos estudiantes; tuvieron tres hijas: Cristina —la mamá de Alejandro y la única de sus hijas que heredó la pasión por la fotografía—, Ángela y Adriana, la menor, quien nació en Medellín, donde vivieron seis años. Don Emilio estudió derecho, pero antes de graduarse entró a trabajar a Sears, allí ascendió desde vendedor hasta gerente de personal e hizo toda su carrera. Cuando Ricardo Boada perdió el empleo montaron Fotorama. Las postales eran un sistema de comunicación sencillo —me explicó don Emilio—, se usaban para mandar mensajes breves afuera de la ciudad y del país, no eran para guardar en Bogotá. Tú venías aquí y tenías que hablar con alguien que estaba en Nueva York y le escribías una postal diciéndole “llegué, estoy bien”. Todas las fotos las tomamos con mucho cariño para mostrar una ciudad que era la verraca. Ricardo y yo somos bogotanos, y queríamos mucho a Bogotá. Alejandro aprovechó para salir de una duda y le preguntó a su abuelo: ¿Cuál es tu percepción sobre cómo ha avanzado la ciudad en los últimos treinta años? Bogotá no es una ciudad rica, es una ciudad casi, casi pobre. Ha crecido, pero siempre con muchos defectos y mucha vaina —respondió el abuelo sin darse el placer de mostrar un disgusto. Sobre todo porque ha sido saqueada —añadió doña Nelly. ¿Por quién? Alejandro preguntó intrigado. Pues por todos los políticos, —concluyó doña Nelly. Después de un corto silencio, Alejandro le comentó a su abuelo, sin ocultar el desconcierto, que ésa era la primera vez que le escuchaba decir que sentía que Bogotá había crecido desordenadamente y que era pobre.
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Alejo.
¿En qué sentido sientes que es pobre? —volvió a inquirir
Los presupuestos de Bogotá no le alcanzan para hacer todas las cosas positivas. Claro que ha crecido y se ha desarrollado, pero tiene muchas dificultades —añadió el abuelo, ahora sí con un poco de decepción en el semblante—. Yo la quiero mucho, siempre la he querido, y aunque nací en Bogotá, creo que Medellín maneja mejor sus presupuestos; me refiero a los presupuestos públicos, calles y alcantarillados y todo eso. Aquí todavía tenemos mucho problema. Doña Nelly respondió también la pregunta: A mí sí me parece que Bogotá ha progresado muchísimo, no solo hacia el norte, ahora en el sur hay unos barrios muy buenos. Esa Bogotá que ustedes se imaginaban en los setenta que existiría hoy ¿existe? ¿o sienten que tomó una ruta diferente?— Preguntó Alejandro. Sigue en ese proceso —sentenció don Emilio—. Bogotá ha crecido muy bien, se volvió una metrópolis gigante y todo lo que tú quieras. Yo lo que digo es que el presupuesto de Bogotá siempre ha sido difícil a pesar de que los prediales son altos. Dicen que se roban toda la plata, eso no es cierto, yo no creo que se roben todas las cosas, pero es que las cosas son muy costosas. Así como Bogotá cambió desde 1969, también cambiaron las comunicaciones. A finales de la década de los ochenta el servicio telefónico se hizo más barato y eficiente y la Internet lo convirtió todo en inmediato. Las postales se convirtieron en objetos de colección y la gente dejó de comprarlas. El negocio dejó der ser lucrativo. La nostalgia se sentía en la voz de don Emilio cuando hablaba del cierre de Fotorama: Ya todo se manda por Internet, la gente coge sus fotos y se las pasa. Cuando cerramos el negocio de las postales fundamos
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San Diego para administrar arrendamientos de propiedades, entre otras, las nuestras. Don Emilio no dejó de tomar fotos pero si dejó de producir postales. Los empleados de Fotorama pasaron a formar parte de San Diego. Ángel Quintero, quien también trabajó gran parte de su vida con los García, ahora está pensionado. María Inés Rodríguez —quien llegó de Mesitas buscando colegio para terminar su bachillerato y comenzó a trabajar en Fotorama— se pensionó y siguió trabajando hasta el día que San Diego murió con ella. Por su parte, Alejandro nacido en Bogotá en 1979, estudió artes plásticas en la Universidad Nacional de Colombia y después, en 2013, terminó una maestría en fotografía en el London College of Communication en la Universidad de Arte de Londres. Luego, cuando ya estaba de nuevo instalado en Bogotá, se abrieron los closets de San Diego y Fotorama regresó por tres semanas a la Cámara de Comercio. Desde ese momento Alejandro ha seguido exhibiendo las fotografías de su abuelo en otras oportunidades y ha continuado realizando su trabajo. Igual que don Emilio, él también ha recorrido la ciudad y el país con cámara en mano para varios de sus proyectos, pero con un objetivo diferente al de crear postales. En abril de 2017 lo acompañé a realizar un registro en Chapinero: estuve con él durante poco más de una hora observando la destrucción de un edificio pintado de blanco, justo detrás de la bomba de gasolina que está al lado del Parque de los Hippies. De ese edificio tengo un vago recuerdo: tal vez un bar de shots que duró poco, una cafetería y, quizás, una peluquería. Ese día, al frente de nosotros, una excavadora amarilla martillaba centímetro a centímetro desde la plancha del tercer piso los últimos dos niveles que quedaban en pie del edificio contiguo a lo que era la Casa del Tango, también desaparecida.
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Alejandro esperaba tranquilo a que desde el parqueadero de la bomba de gasolina, la cámara registrara en video los lentos pero agresivos movimientos de la maquina que taladraba, mientras conversaba con los transeúntes y los vendedores ambulantes que no entendían por qué quería filmar la demolición del edificio. Poco a poco, los ladrillos que hacía varias décadas habían sido dispuestos por pacientes obreros se desprendieron como fichas sueltas de un juguete armable; al unísono, los ventanales tronaban, se caían a pedazos, y el polvo se levantaba. Una de las cosas recurrentes en Bogotá es la destrucción del patrimonio —me contó Alejandro después de varias sesiones de registrar la caída de aquella construcción—. Casas y edificios, que representan un momento histórico y una forma de habitar una ciudad de la que yo también he hecho parte, son destruidos constantemente. Todos esos inmuebles incluyen en su estructura una forma de pensar la ciudad, cada una de esas propuestas urbanísticas y humanas eran una forma de proyectar Bogotá; todas las personas que hicieron parte de su trazado y diseño creían y estaban trabajando para crear un tipo de ciudad correspondiente a su momento histórico, aunque Bogotá haya crecido en una manera espontánea y desorganizada. Sin embargo, nosotros, por lo menos a nivel estatal, no guardamos registro de esas propuestas y mientras más se destruyan esas capas la ciudad tiende a convertirse en un ente más uniforme y va perdiendo sus particularidades; ése es un patrimonio que si se destruye es irrecuperable. Esa destrucción es la que lleva a Alejandro a enfrentarse constantemente con una imposibilidad: la imposibilidad incluida en el esfuerzo por hacer arte o literatura, la imposibilidad de contar y conservar la realidad o la vida entera de las personas antes de que se rindan al paso del tiempo, la vida o la muerte.
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Por esa razón Alejandro también ha dedicado tiempo a tomar fotografías de inmuebles en diversos barrios de Bogotá, tal es el caso del barrio Santa Fe en la localidad de Los mártires. Barrio planificado en el lote en el que estaba la hacienda San Antonio de la Azotea, junto al Cementerio Central, y que era propiedad de la familia Tafur Villalobos. Ese lote fue dividido y urbanizado por la empresa Ospinas a finales de la década de los treinta. Sucesivas generaciones de inmigrantes europeos, entre ellos judíos que se quedaron atrapados en el país antes de la segunda guerra mundial, construyeron casas de habitación y locales comerciales. Con el tiempo, hasta llegar el siglo xxi, el barrio Santa Fe pasó de ser uno de los barrios más tradicionales de Bogotá a convertirse en el hogar de la prostitución legal en Colombia. En sus linderos fue instituida en el año 2001 la Zona de Alto Impacto. Alejandro ha registrado —junto con los miembros del Colectivo Sin Sala, al cual pertenece—, como lo haría un investigador, las casas de antaño que aún quedan en pie (a este recorrido también lo acompañé un domingo desde las 5 de la mañana, hora en que podríamos ver el barrio con luz de día, pero casi vacío y sin comercio). Para él, estos inmuebles, que tienen un valor patrimonial, han sido ocultados en muchos casos por el brillo del neón y el color de la baldosa reluciente de los clubes nocturnos y el comercio relacionado a la prostitución. Ese tipo de “invisibilización” los pone en riesgo de desaparecer. Alejandro también realizó durante 2017 un registro —que exhibió como parte de la exposición La ciudad en la ciudad realizada para el programa ARTBO por el Colectivo Sin sala— del estado actual de las casas construidas en la localidad de Kennedy por el Instituto de Crédito Territorial desde 1957. Tales casas se mantienen en pie, pero durante estas seis décadas, sus dueños las han transformado añadiendo pisos nuevos, habitaciones adicionales y todo tipo de decoración. Todo ese registro fue realizado
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por Alejandro con la intención de preservar un proyecto y una propuesta de ciudad diseñada y construida por una generación de personas. Tal fue el caso de los arquitectos Rogelio Salmona y Hernán Vieco, quienes trabajaron en el Instituto para generar los primeros proyectos de vivienda masiva de la ciudad. Mientras Alejandro intentaba conservar el proyecto inicial propuesto por ellos, también registraba su posterior transformación en medio de un desarrollo acelerado y descontrolado. Alejandro atesora, también, en su archivo fílmico cientos de horas de la cotidiana destrucción de inmuebles en la ciudad. Sin embargo, no deja de parecerme irónico que una manera para conservar el patrimonio sea la de registrar la forma en que desaparece. Ese registro de la destrucción evidencia una lucha por la memoria —me aclara Alejandro—, no una memoria solemne en la que se dice que algunas épocas de la historia de Bogotá o algunos barrios o casas eran mejores, sino una memoria que recuerda formas de vida de personas que pasaron por allí y ya no están. Esa destrucción me parece fascinante pero a la vez angustiante porque mientras se destruye yo no la estoy alcanzando a aprehender. Después de caminar con Alejandro por un largo tiempo y de observarlo conversar con su familia y sobre su trabajo, noté que en su léxico se repiten con insistencia dos palabras: melancolía y angustia. La Melancolía viene de su esfuerzo por intentar evocar y atesorar los recuerdos de una ciudad que ya no existe. Esa ciudad que él constantemente descubre en las fotografías que rescató de los closets de San Diego; una Bogotá que reconstruye e imagina diariamente en las fachadas de los edificios, en sus recuerdos de infancia, de entre los escombros de las habitaciones donde alguna vez muchas familias fueron felices, de las conversaciones
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que sostiene con doña Nelly y de la mirada de su abuelo. Esa misma que vislumbró miles de fotografías de Bogotá. Y angustia, la que siente en medio de la lucha que sostiene contra el olvido y en la carrera que libra constantemente contra la desaparición: mientras él más intenta registrar espacios que se desvanecen, más pronto aparecen nuevos anuncios de la curaduría urbana, “anuncios de desahucio” como él los llama, con los que se condena a las casas o a los edificios al ocaso. Con esos anuncios se le da la bienvenida y se abre paso a una nueva configuración de la ciudad, a una nueva visión de futuro construida por nosotros, los habitantes y arquitectos del hoy; una visión de futuro que corresponde a nuestra historia, a nuestra época y a nuestros sueños.
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Crónica sentimental para leer con música de fondo Gabriel Pabón Villamizar Los bogotanos los mirábamos con una envidia de todos los colores, los admirábamos. Se veían felices y, sobre todo, confiados. Lo compraban todo por docenas. Paseaban su riqueza por las calles y avenidas de Cúcuta, y entraban solo a los mejores restaurantes, hoteles y fuentes de soda. Visitaban a sus hijos en los mejores internados de la región, y regresaban a sus casas con sus baúles repletos de ropa y calzado. Cuando llegaban sin consorte o hijos a bordo, visitaban Casa de las Muñecas, prostíbulo reputado (literalmente) de ser uno de los mejores de Suramérica. Entonces terminaban de echar la casa por la ventana. Para los bogotanos, entrar a San Antonio era como llegar a Las Vegas, guardadas enormes proporciones y distancias. Cada cuadra estaba atestada de almacenes repletos de radios, equipos de sonido, juguetes, comestibles. Nos aprovisionábamos de licuadoras y sardinas, y el de menos recursos salía, al menos, con varias barras de Cocosette, o galletas Savoy, o enlatados Del Monte, o algunos productos de Nestlé, o, como mínimo, algunos minúsculos cilindros de sardinas Margarita. En diciembre, los juguetes los comprábamos en San Antonio o San Cristóbal. Mientras que los carros que rodaban por las calles bogotanas eran minúsculos Renault-4, o Simca, o esas miniaturas [ 41 ]
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denominadas Topolino, que parecían de juguete, los automóviles venezolanos, casi siempre marca LTD último modelo, parecían auténticas naves: relucientes, anchas, manejadas por turistas con gafas de sol y reloj de oro y “esclava” de plata en la muñeca, el brazo colgando fuera del carro mientras escuchaban música a todo volumen. Tenían lo mejor. Las mejores revistas, los mejores periódicos, los mejores canales de televisión, las mejores emisoras. Los imitábamos hasta en la manera de hablar, chamo. Alimentábamos los amores juveniles escuchando las emisoras venezolanas en onda corta: Radio Lara y Radio Barquisimeto, que emitía desde el “Palacio radial”, al que nos lo imaginábamos como una ciudadela de cristal y consolas espectaculares. Nos enamorábamos (o queríamos enamorarnos) escuchando Listen, ¿Do you know want to secret? de los Beatles, o los deseos de matrimonio que cantaban los alegres Tres tristes tigres, y viajábamos mentalmente por autopistas de película al escuchar a Tom Jones cantar “El Marionetero de Nuevo México”, y por el Gran Masala al escuchar al grupo Barrabás cantando Wild Safari, o nos entristecíamos con los lamentos de la balada George Jackson, de Bob Dylan, o Tren de medianoche rumbo a Georgia, de Gladys Knight. Hasta los nombres de los Estados y ciudades venezolanas nos parecían fantásticos: Nueva Esparta, Portuguesa, Porlamar, Aragua, Maracay, Barinas, Delta del Amacuro, Barquisimeto, Yaracuy. Consumíamos productos venezolanos, cada vez que podíamos. Bebíamos cerveza Polar, o Zulia, ron Cacique o Pampero, o malta Caracas, o jugos enlatados Yukery, o cajas de leche Táchira. Fumábamos cigarrillos Astor (doble filtro carbón absorbente) o Belmont. Envidiábamos a los cucuteños, que podían cambiar su carro de placas venezolanas cada año, por un modelo más reciente.
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Nos llegaban imágenes y noticias de Caracas; queríamos conocer sus lugares más emblemáticos: el Pulpo, la Araña, el cerro de El Ávila, las torres de El Silencio. Envidiábamos a Piero, el cantante de moda, que también se enamoraba de Caracas, y le dedicaba una canción con dejo lento, y notas largas y apacibles Mira qué color, Caracas Qué calor en sus mujeres, Caracas Qué ritmo tienen tus calles y valles Que se mueven, que se mueven así. Y es que en Caracas había movimiento, había ritmo. En contraste con Bogotá, en que la llovizna y el frío recogía temprano a sus habitantes, Caracas era una fiesta. Como París, antes de la guerra. Un París tropical. Sonaban La Billo´s y Los Melódicos por todos lados, que no se cansaban de cantarle a Caracas, la bella, ritmos pegajosos. La explicación mística la daba el maracucho Memo Morales en ritmo de pasodoble, cantando con la Billo´s: La canción de Caracas Todo el mundo la canta Porque un ángel risueño Le dio al caraqueño Su canto mejor. Para colmo, a hora y media de carretera el caraqueño podía estar disfrutando del mar. Qué envidia. En Bogotá, a hora y media, el viajero sólo podría estar en Ventaquemada o Chocontá, o sea, más páramo; y para comenzar a respirar las bisas marina todavía faltaban 20 horas por carreteras en regular estado.
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En cambio, en Caracas cualquiera que tuviera carro o moto (y eran muchos) podía coger la autopista, y en una hora estar en la costa, que allá llamaban litoral, chamo. Ese programa lo cantaba, feliz, la Billo´s, describiendo los detalles, uno por uno, de su ritual dominguero, cuando visitaba su novia en el pueblo costero de Naiguatá: El domingo tempranito Voy a misa Y al salir de la iglesia Agarro la autopista...
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Naiguatá. Macuto. Caraballeda. Para nosotros, eran lugares tan legendarios como Benidorm o Torremolinos. Oíamos hablar, en las propagandas radiales, del Macuto Sheraton y el Meliá Caribe en Caraballeda, hoteles míticos tan lejanos para nuestros bolsillos como los remotos hoteles de Miami o de la Costa Azul. Hubiéramos querido ser venezolanos. Pero nos sentíamos como Moisés, al que le había sido permitido asomarse a la tierra prometida, pero no disfrutar de ella. Solo verla, desde lejos. Era cosmopolita, Caracas. Después de la guerra civil española y de la segunda guerra mundial, habían arribado oleadas de europeos, especialmente españoles (“gallegos”, los llamaban en Venezuela), franceses, italianos, portugueses. Era un buen vividero, para decirlo en términos mundanos; para los europeos lo había sido desde que la primera oleada de alemanes había llegado a Venezuela hacia 1841, y fundado la Colonia Tovar. A Colombia, llegaban pocos europeos, con cuentagotas, y la mayoría se quedaban en la costa. Un cachaco repelente llamado Luis López de Mesa se había inventado
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tres condiciones para recibir a los refugiados de la guerra civil: que no fueran comunistas, ni judíos (para conservar la “raza” colombiana), ni pobres. A Caracas seguían llegando extranjeros. Y lo celebraba Alfredo Sadel regocijado, al ritmo de Los Melódicos: Bella Caracas Bajo tu cielo, tu luna y tu sol Todas las razas Buscan fortuna, aventura y amor Caracas ciudad hermosa Tu eres bella, Caracas, La cuna del Libertador. En cambio nuestra capital, ay, Bogotá, no inspiraba un par de versos (no digamos canciones) memorables, como no fueran aquellos que hablaban de subir la novia a Monserrate y, en una fácil rima, comer tamal con chocolate, desayuno lleno de calorías y más bien escaso de sutilezas románticas. En cambio Caracas sí tenía quién le cantara. Hasta el llanero Simón Díaz encontraba fácil inspiración para dedicarle a la ciudad un joropo/ piropo con todas sus cuerdas. Para cantarte a ti mi Caracas Puse al arpa todas las cuerdas de oro Para cantarte a ti mi Caracas Mi garganta recogió un ruiseñor Para cantarte a ti mi Caracas He pedido al poeta que le ponga A mi verso toda su inspiración.
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Y es que yo quiero tanto a mi Caracas Que mientras viva no podré olvidar Sus cerros, sus techos rojos, su lindo cielo Las flores de mil colores de Galipán… Caracas tenía ritmo; y, para colmo de peras en el olmo, tenía metro. Mientras en Bogotá los pasajeros nos colgábamos, como racimos humanos en buses destartalados, en Caracas terminaba la construcción del metro, y la ciudad entonces no solo era bella sino “salida de lote”, de las más modernas de Surámerica. Los venezolanos se gozaban, metro a metro, sus esperanzas, con la Billo´s: Cada metro que se avanza Es un metro de alegría… 46
Si vas a Petare El metro te lleva Si vas para un baile El metro te lleva A Sabanagrande El metro te lleva O a Chacaito El metro te lleva Mucha música, tenía Caracas, y toda Venezuela. En Colombia teníamos los mejores compositores, pero las mejores orquestas estaban al otro lado de la frontera. Y bailábamos con su ritmo. Nos daba envidia semejantes orquestas, hermano, a las que había que agregar el sexteto de Los Blanco de Maracaibo, con semejante sonoridad en las trompetas y saxos; admiradores de las notas de Charlie Parker y Paquito
Crónica sentimental para leer con música de fondo
Rivera, soplaban fuerte, los maracuchos. Tenían pulmones, esos zulianos. Sincronizaban muy bien los cinco hermanos y el vocalista Che Mattos. Gran sabor desplegaba esa orquesta, El heredero de Los Blanco sería Oscar de León y su Dimensión Latina, que nos ponía a soñar con la posibilidad de visitar alguna vez la isla de Taboga, que nunca supimos muy bien dónde quedaba (queríamos que fuera un anagrama de Bogotá) hasta que llegó internet. La verdad es que nos ponía a soñar, la música. Nos sentíamos muy cercanos y hermanados con los venecos. Ya que no podíamos llegar fácilmente a Caracas, donde García Márquez había sido feliz a pesar de ser indocumentado, podíamos soñar en otras opciones. Nos hacía ilusión imitar lo que nos cantaba el maestro Rafael Escalona: Tengo un chevrolito Que compré Pa´ir a Maracaibo A negociar… Podríamos comprar un chevrolito, fantaseábamos. Mientras tanto, nos conformábamos con adquirir un mapa escolar donde marcábamos con lápiz el recorrido que podríamos hacer: Tunja, Bucaramanga, Ocaña, Valledupar, Fonseca, Barrancas, Maicao y Maracaibo, ojalá a ritmo de Escalona, que nos complementaba en su canción el cupo ideal en el cacharro: Un puestecito adelante Ya aparté El que quiera un cupo Va pa´trás
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Queríamos ser otros, menos frustrados y más felices. Y nos mirábamos en el espejo vecino. A veces volvíamos los ojos a Colombia, y sentíamos algo de orgullo.
Los orgullos comunes
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Al lado y lado de la frontera nos copiábamos las cosas buenas. Los venecos nos copiaban el alborozo de la Vuelta a Colombia, y creaban la primera Vuelta al Táchira, donde los ciclistas colombianos se alzaban con todos los premios. El gran Cochise Rodríguez ganaba tres vueltas al Táchira, y otras tantas Álvaro Pachón. Los primeros diez ciclistas que llegaban a la meta de San Cristóbal eran todos colombianos, y los vecinos tuvieron que esperar ocho años antes que la Vuelta la ganara un venezolano, Santos Rafael Bermúdez, y luego apareciera el rubio veneco-portugués Fernando Fontes, a imponerse en 1975 y 1976, y a inagurar la época de los triunfos venezolanos. Venezuela era una potencia en béisbol, pero ese deporte no nos interesaba para nada en Bogotá. El béisbol en el interior no “pegaba”, era un deporte de costeños. Ahí los venecos nos daban las grandes palizas (¿mejor sería decir los grandes batazos?) cuando los enfrentábamos. El costeño que sí pegaba, a uno y otro lado de la frontera, era Kid Pambelé, que había hecho su carrera de boxeador en Venezuela, al lado del venezolano Ramiro Machado y “Tabaquito” Sanz. Con Pambelé, colombianos y venezolanos por fin teníamos un campeón mundial neto, sobrado, que le ganaba al “intocable“ argentino Nicolino Loche. Pambelé era un campeón distinto, disciplinado y de buena proyección, diferente a otros boxeadores, perdularios, que terminaban embriagados con su triunfo y tirando los dólares por la ventana. Los Melódicos le cantaban:
Crónica sentimental para leer con música de fondo
Pambelé tú eres orgullo De tu pueblo colombiano Y del mío, que es el tuyo Que es el pueblo venezolano Que te tengan como ejemplo Todos nuestros boxeadores …Tu corona La dejarás en la lona Pero nunca por la calle Pambelé tus hermanos De ti orgullosos estamos. La corona la dejó en la lona, cierto, pero la fortuna la dejó en la calle. En Bogotá lo podíamos ver, algunas noches, caminando solo y aturdido, mal trajeado, y bordeando los límites de la indigencia, por las inmediaciones de la calle 19, entre Caracas y Décima, buscando con quién “darse en la jeta” en las cantinas de mala muerte. ¿Será problema de los colombianos?, nos preguntábamos, pero no, Monzón en la Argentina se portaba como el campeón de los patanes y no solamente noqueaba a su mujer, la bella actriz Alicia Muñiz, sino que la mataba a golpes y la echaba literalmente por la ventana. El problema tal vez era de la mayoría de los boxeadores, que creían arreglar los problemas conyugales y económicos a puño limpio.
Sin peleas A pesar de los amagues crónicos, los venecos y los “caliches” no peleábamos. Nos entendíamos a las buenas. La
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tercera parte de los venezolanos tenían un familiar colombiano. Pero nos asombraba la peligrosa alegría con que los dirigentes del Palacio de Miraflores manejaban a veces la política exterior con Colombia. Luego de años de negociaciones, Colombia y Venezuela se repartían por las buenas la plataforma marítima de Los Monjes, aleluya. Pero el arreglo no le gustaba al magnate Miguel Ángel Capriles, que lanzaba desde su cadena de periódicos y revistas la consigna de un referendo para el diferendo, aplazaba el acuerdo per secula seculorum y luego se reunía con el presidente de turno a tomar whisky a puerta cerrada y, entre los dos, estar a un pelo de ordenar el bombardeo y hundimiento de la corbeta colombiana ARC Caldas. “Estábamos bastante palotiados”, reconocería años después Capriles. Hubiera sido pavoroso el guayabo; o, mejor, el “ratón”, como le decían en Venezuela. Fueron esos los momentos en que más cerca estuvimos de la guerra. Aquí en Bogotá escuchábamos a Ana y Jaime mezclar el café, el petróleo, y los giros dialectales para proponer, en son quejumbroso, una protesta antibelicista: ¡Cónchale, vale! ¡Cómo son las vainas! A cinco el saco A locha el barril Vendo, vendo Vendo, vendo ¿Quién da más? ¿Nadie da más? Entonces vendido A la Cofee Petroleum Company En otro nivel de elaboración, nos sorprendía Nelson y sus estrellas, cuando en ritmo tropical nos ponía a bailar una
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canción en homenaje a Bolívar, con letra tan abstracta como integracionista: …Emulada por las voces colombianas Melodiosas serenatas Proclamando que la aurora Entre celajes de tenues nubecillas Nacarados pintaron A tu ruana de mil colores … Histórico y trascendental Simbólico en tu gloria Estrella rutilante: Una luz Que trascendió de pronto brillando Allá en el Chimborazo Habíamos vivido también tiempos de entendimiento, cuando el “gocho” Carlos Andrés Pérez llegaba a ser uno de los presidentes más carismáticos del continente. El “gocho” (decían la buenas lenguas que había nacido en Chinácota), junto con López Michelsen y el panameño Omar Torrijos, se reunían en la isla Contadora de Panamá a preparar la sucesión política del somocismo en Nicaragua, entre whisky en las rocas y chapuzones en piscina de cinco estrellas. Los tres se complementaban, se necesitaban y se tenían confianza. Esa triple alianza de líderes tropicales aumentaba la popularidad de cada uno en el respectivo país. Nos sentíamos hermanados. En música, no nos quedábamos atrás. Los grandes compositores eran colombianos. Lo decía Nelson Pastor López, pidiéndole al colombiano Juancho Polo Valencia (que no tenía dientes ni tenía muelas), que le cantara a Venezuela:
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Le pido por su gran honra Que le cante a mi Venezuela Sus canciones tan bellas Que siempre canta a Colombia Nos dábamos parejo, pues hubo una época que se escuchaba, en cualquier emisora popular venezolana, las canciones de Claudia de Colombia. Pero si en Venezuela querían más a Claudia que en Colombia, con Tanía pasaba al revés: la queríamos más aquí que en su país. En Bogotá empezábamos a copiar la Navidad con las hayacas venezolanas y las canciones de Tanía
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Con mi botellita de ron Salgo a parrandear Agarro mi cuatrico compay Y me voy a gozar nada más Son para gozarlas Estas Navidades Porque el año que viene Se acaban los pesares Por no decir que al filo de la medianoche no se oía en Bogotá otra cosa que la canción del compositor venezolano Oswaldo Oropeza, interpretada con fondo de cuatro y maracas, y la voz inconfundible del cantante venezolano Néstor Zavarce, pidiendo disculpas para volarse de la fiesta, cuando nos advertía Faltan cinco pa´las doce El año va a terminar Me voy corriendo a mi casa A abrazar a mi mamá.
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La gota fría No todo era color rosa. Sabíamos que no había paraíso sin serpiente. Sabíamos que existían barriadas proletarias como Petare y el conjunto residencial 23 de enero. Y nos llegaban las canciones de Alí Primera, que nos hablaban de la inconformidad social, y el conjunto Los Guaraguaos, que nos pintaba con palabras la tristeza de las casas de cartón: existían magnates y una clase media poderosa, pero también niños millonarios… solo en lombrices. Por eso qué triste viven los niños En las casas de cartón Qué triste se oye la lluvia En los techos De las casas de cartón Qué triste vive mi gente En las casas de cartón Que lejos pasa la esperanza En las casas de cartón. Muchas canciones bellas para Caracas, habíamos escuchado. Los campesinos venezolanos (y muchos colombianos) habían llegado a la capital venezolana, y a las grandes ciudades, atraídos por tanta canción, tanto brillo, tanto boato. Durante décadas habían engrosado los cerros de Caracas. Luego llegaron los adecos y copeyanos a ponerles luz, agua y pavimento, y se habían ido con la conciencia limpia. Petare acumulaba un millón de habitantes. Y crecía la indigencia. En palabras del poeta bogotano Jorge Zalamea, Venezuela era “la rica, la mil veces rica, la riquísima —inesperado centro de musicalia, sede de la más audaz arquitectura, lonja de artistas, mecenas estrellado
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(¡oh antifaz, oh máscara, oh irrisión!)—”, y remataba con una ironía cruel: “humeante de petróleo y husmeante de pan”. Se acumulaba la tormenta. Comenzábamos a sospechar que se había idealizado demasiado a Caracas en las canciones. La ciudad era bella, sin duda, pero la miseria no, como tampoco la pauperización. El colombiano Noel Petro cantaba, en su momento, que una barriada limitante con la miseria, como Petare, era superior al lujosísimo y exclusivísimo Country Club, incluida la vista a la ciudad…
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…Y de allí yo diviso A Caracas. Qué lindo es Yo no cambio a Petare Por el Country Club señores A mí no me vengan con cuentos Pare en Petare, Oiga chofer Me quedo en Petare Cantar esas mentiras tan grandes como un cerro, solo era posible haciendo uso muy liberal de licencias “poéticas”. La masa de campesinos y pueblerinos que año tras año llegaba a Caracas pensando que en un barrio como Petare iba a encontrar ríos de leche y miel, y comodidades fantásticas, era enorme. Y se estrellaban con la realidad. Le llegaba, como una gota fría, la frustración de su vida.
La tormenta perfecta Luego de juntar millones de gotas, estalló la tormenta. Cuando el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez decretó un alza de la gasolina del ciento por ciento, todos los productos
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duplicaron su precio. Y ahí fue Troya. En los días inmediatos hubo estupor y parálisis. Luego fue el estallido, como nadie lo hubiera podido imaginar. O temer. Fueron días en que los bogotanos veíamos, en directo, por televisión, la avalancha humana que se desprendía de los cerros, y saqueaba los supermercados. Al tercer día vino la contraofensiva de la flamante Guardia Nacional, los tiroteos, las requisas, las masacres. El caracazo. Dos mil muertos. Fue casi una repetición al calco del bogotazo de 1948, tan solo que medio siglo después y sin la muerte de un Gaitán al otro lado de la frontera. Más de la mitad de los venezolanos vivían en los cerros populares de las grandes ciudades. Aquí en Bogotá, sin ir más lejos, no nos quedábamos atrás. Teníamos nuestros propios cerros donde campeaba la miseria. Tal vez la pobreza, la miseria y la desigualdad en Colombia era mayor, pero el inconformismo se manejaba, para bien o para mal, de manera distinta. En Colombia había muchas válvulas de escape, unas más violentas que otras. En Venezuela no había ese goteo violento, sino una olla que acumulaba presión hasta que reventó con el caracazo. Desde entonces se dispararon los saqueos, las colas, la delincuencia, el bachaqueo. Y los muertos. La mano que le llegó a los venezolanos, fue pesada. El aumento de la gasolina solo era parte del paquete. Se les vino encima una avalancha de medidas económicas escandalosas para una sociedad que nadaba en petrodólares. De un momento a otro el bolívar se vino en picada, y un día los venezolanos se despertaron con el bolívar en el suelo: de $17,50 pesos, caía a algo más de $5.0 pesos. Pasaban los años, y veíamos signos de decadencia en el otrora paraíso. En Caracas, el boulevard de Sabanagrande, por el estilo de las Ramblas barcelonesas, con sus terrazas
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de comida, era tomada por los buhoneros y los vendedores informales, y se lo llevara el mismísimo carajo. En pocos años Caracas se parecía menos a Barcelona, y más a Calcuta o a alguna de esas ciudades asiáticas, caóticas, ruidosas. Han cambiado mi Caracas, compañero Poco a poco se me ha ido mi ciudad
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Se quejaba anticipadamente el viejo Billo Frómeta, y añadía en los primeros versos de su lamento: “sus lindos techos rojos ya no están”. Y lo que faltaba, viejo Billo. Desaparecían los techos rojos, pero aparecería en Caracas y en toda Venezuela balcones, calles, fábricas que advertían en pancartas: “Aquí somos rojos, rojitos”. Y se pasaron de color. “Le vamos a mandar unos Zukoy, compañero”, amenazaba el comandante al gobierno colombiano cuando se ponían tensas las relaciones. Daba órdenes asustadoras: “Señor ministro de Defensa: muévame diez batallones a la frontera con Colombia, de inmediato”. Y recibía aplausos cerrados, cada vez que alzaba la voz. Pero en Bogotá ya estábamos curados de espantos, con tantos amagues de guerra, desde los tiempos de Rafael Caldera y Jaime Lusinchi. El concepto “patria” en la frontera era algo que nunca había puesto en nuestras manos el “retemblor en las lanzas”. Los venecos eran primos, cuñados, compadres, amigos de muchos colombianos. “No he de soltar la vida por estos pedregales”, podía pensar cualquier pimpinero, ignorante de los versos de Borges pero acostumbrado a transportar gasolina de un lado al otro del río fronterizo para poder sobrevivir, y con muy pocas ganas de morir por una demarcación abstracta o una palabra solemne.
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En qué parará la cosa, caballero ¿En qué momento se había jodido Venezuela? El protagonista de la novela peruana Conversación en la Catedral se hace una pregunta parecida, y al poco tiempo cambia la pregunta por otra: “¿en qué momento me jodí yo?”. Ese es el riesgo de intentar respuestas profundas: terminan devolviéndose hacia quien las hace, como un boomerang. ¿En qué momento nos jodimos, entonces? ¿En qué momento se jodió Colombia? ¿Bogotá? Para eso es preciso escribir uno o varios libros, y no una crónica sentimental de pocas páginas. Tan difícil como resolver preguntas dirigidas al pasado, es resolver las dirigidas al futuro. ¿Qué pasará con Venezuela? Esa pregunta la habíamos escuchado de la Billo´s, en la voz de Cheo García, a comienzos de los 80´s, cuando la tormenta aún no se había desatado: En qué parará la cosa, caballero, Ay, yo no sé En que parará. Unos dicen que fue Andrés y otros dicen que fue Luis… Premonitoriamente Andrés podía ser Carlos Andrés Pérez, y Luis, el presidente Herrera Campins, al que le había correspondido administrar el viernes negro en 1983, con la caída a pique del bolívar, y cuyos tres ministros de defensa, consecutivos, habían huido al exterior, acusados de robo al fisco. (¡Tres ministros de defensa! ¡Tres!). Con semejantes exabruptos, es lógico que hubiera terremotos políticos para que la sociedad reacomodara sus cargas.
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Todo cambia
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En todo caso, habían quedado atrás los años de la abundancia en el país vecino. Luego de un año del cierre de la frontera, los bogotanos vimos con estupor cómo el puente internacional se repletaba de miles de venezolanos queriendo comprar en Cúcuta cuanto producto de necesidad básica podía encontrar en los estantes de los almacenes, y hasta en las tiendas de barrio. Luego llegarían los venezolanos a Bogotá, y nos correspondería recibirlos, oleada por oleada. La primera ola de venezolanos, débil, la habíamos visto los bogotanos en las universidades o en algunas empresas. Eran venezolanos de alto nivel, pudientes, que igual podrían instalarse en Miami o en Bogotá. Llegaban en avión, con suficientes dólares para vivir el resto de la vida donde fuera, y haciendo lo que quisieran. Luego llegó a Bogotá una segunda ola. Comenzamos a ver a jóvenes venezolanos empleados en los almacenes y restaurantes. Venían del Zulia, o más adentro, del Estado Miranda. Se sentían incómodos con la temperatura de la ciudad y con el frío de sus habitantes, pero estaban decididos a aguantar todos los fríos, y quedarse. Para ellos, lo peor había pasado. Extrañaban algunas comidas y fiestas, pero podían viajar a Maracaibo o Caracas en Navidad, y regresar con energías renovadas. En Venezuela eran ingenieros, administradores de empresas, docentes, enfermeros. En cada regreso, venían más decididos a quedarse, a aguantar, cada vez con menos esperanza de algún cambio en su país. Muchos de ellos tenían doble nacionalidad, y conseguían trabajo con la misma dificultad que podría tener un colombiano. Podían ahorrar algunos miles de pesos y enviarlos. Atrás quedaba la época en que la gente del altiplano salía a aventurar a Venezuela. Los que habían atravesado la
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frontera, regresaban a su tierra, apresurados, antes de que las cosas se complicaran más. Esa sensación era la que transmitía el boyacense Jorge Velosa, que ya no se quejaba del éxodo de algunos de sus paisanos a Venezuela, sino que celebraba el retorno: Volvió de Venezuela Por fin la nada mía La que me quita el sueño La dueña de mi amor… El ofrecimiento que le hacía el carranguero a su amada para retenerla era muy modesto: una casa en la sabana con tres matas de alcachofa y una mata de curubo. Pero una posesión de esas, años después, para alguien venido de Venezuela podría ser una posesión soñada. Por ahora, el carranguero confiaba en el poder de la música para provocar la “operación retorno” mental, en caso de que surgieran falsos cantos de sirena: Para matar tu ausencia te cuento vida mía Que en una guacharaca yo el remedio encontré Y cuando mis adentros se van pa´Venezuela Con una tocadita me los vuelvo a traer. No tardó mucho tiempo para que llegara a Bogotá una oleada nueva de venezolanos, más fuerte. Llegaban a Bogotá al terminal, sin contactos ni familiares, con pocas maletas, probando suerte; si las cosas no se daban, podían seguir hasta Cali, Ecuador y Perú, quizá, o devolverse a Bucaramanga, o buscar algún pueblo de la sabana. Visitaban los almacenes y restaurantes de la ciudad, buscando empleos que ya comenzaba a estar copados por sus propios paisanos.
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La siguiente oleada no se resignaba al desempleo. Los veíamos en los buses y el Transmilenio. Se notaba la buena educación en la forma de pedir, sin amenazas y chantajes. Se podían distinguir a la distancia: piel “café con leche”, flacos, jóvenes, altos, con ropa ligera. Cualquier moneda o billete tenía para ellos otro sentido: si ahorraban 50 mil pesos semanales, a final de mes podían girar a Venezuela 200 mil, el equivalente a 10 salarios mínimos, una fortuna. La última marejada llegó a Bogotá con menos fuerza, pero con más insistencia. Lo que no saben muchos bogotanos preocupados, es que esos venezolanos son los sobrevivientes de Berlín. Del páramo de Berlín. Se han venido a pie desde el puente internacional, en la frontera. Han recorrido a pie los 554 kilómetros que separan a Cúcuta de Bogotá, con maletas al hombro. Han atravesado a pie los 80 terribles kilómetros del páramo Berlín-El Picacho (peor que el páramo de Pisba que atravesaron sus antepasados hace casi doscientos años, para liberar la Nueva Granada) antes de caer a Bucaramanga y sentir, al menos el alivio de un clima menos gélido. Son los “hijos de la infeliz Caracas”, como habría dicho el Libertador hace 190 años, al llegar a Cartagena. Los venezolanos de la última oleada se reúnen inicialmente en las inmediaciones de la estación terminal de buses, en Bogotá. Allí, al menos, cuentan con baños y sanitarios para asearse. De vez en cuando algunas comunidades religiosas se aparecen dos o tres veces por semana para llevarles ropa y comida. No saben todavía qué otro rumbo tomar.
Epílogo Es de noche frente al módulo cuatro, color amarillo, del Terminal. Los venezolanos se agrupan en las inmediaciones
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del Colegio Agustiniano y en el parque Alcázares, colindante con la avenida La Esperanza (¿símbolo de sus planes y proyectos?). Un par de jóvenes colombianos, con pinta de estudiantes, dejan sonar una guitarra, y cantan una canción de Mercedes Sosa. Quisiera ver en ese canto de lamento y esperanza, una promesa de cambio. Podría ser el resumen del vaivén de las vidas de los jóvenes venezolanos y de su país, que está cambiando (y nos está cambiando) a un ritmo tan doloroso como inesperado. Cambia lo superficial Cambia también lo profundo Cambia el modo de pensar Cambia todo en este mundo … Lo que cambió ayer Tendrá que cambiar mañana Así como cambio yo En esta tierra lejana.
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Usminia, la eterna Luna de Usme Ismael paredes paredes Por: El de la Ruana
La mañana estaba resplandeciente, finos y claros copos de nubes se formaban y desaparecían rápidamente en el azul celeste con que amanecen los campos andinos. Los primeros rayos del sol caían llameantes contra la cerca de árboles (sauce, tyhyqui, pauche…) que bordeaban la hacienda El Carmen, en la localidad de Usme al sur de Bogotá, y un grupo de sirirís, colibrís y copetones revoleteaban alegres el lugar. Una brisa suave pegaba, sin lastimar, en los rostros rojizos de los campesinos reunidos en el predio de 30 hectáreas, quienes dos días antes habían visto a las máquinas retroexcavadoras remover la tierra y sacar huesos humanos y moyas de barro antiguas; lo que suscitó varios rumores de que allí había una guaca enterrada o una fosa común. Siguiendo las huellas indígenas del territorio, los campesinos concluyeron que se trataba de un cementerio Muisca y se congregaron allí para evitar que las excavadoras de la empresa constructora dieran al traste con las huellas de sus antepasados. Ese día, 12 de marzo de 2007, se ‘hundió’ un proyecto urbanístico de 53 mil viviendas y “nuestros ancestros se levantaron de sus tumbas para protegernos”, dicen hoy los campesinos con satisfacción. [ 63 ]
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Parte I. Usme: “Tu Nido de Amor” “Las serpientes de oro llegan con las nubes, en épocas de lluvia…” Iván Niviayo.
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Una fuerte oleada de neblina y llovizna, procedente del río Chunso (Tunjuelo), golpeó a Saguanmachica; sus pómulos, hinchados y prominentes por la mascada de tabaco y hayu (coca), se helaron en aquel momento. La infusión de tyhyqui (borrachero), ingerida horas antes, no le hizo el efecto esperado y al parecer lo había chumado (emborrachado) más de la cuenta, pues no atinó a interpretar el sueño que tuvo antes del amanecer, cuando se quedó dormido por unos minutos. Este hecho, sumado a otros ocurridos dos noches antes, lo dejaron atónito y desconcertado. Saguanmachica era cacique de Useme1, un reino muisca de Bakatá. Dos días antes, en compañía de sus guerreros, habían entrado en disputa contra las huestes invasoras del zaque de Hunza (Tunja) y el cacique Ubaque, con quienes libraron un aguerrido combate: una lucha encarnizada, cuerpo a cuerpo, usando pocas veces las lanzas, dardos con veneno u otros artefactos punzantes utilizados en contienda. Había sido una batalla legendaria y, aunque sangrienta, se desarrolló cumpliendo las reglas y códigos de honor de las guerras ancestrales; sólo al final sus enemigos infringieron el honor raptando a la princesa del reino. Casi un centenar de guerreros usemeños murieron, igual número del otro bando. Antes del amanecer de la segunda noche de implacable lucha, los sobrevientes se dispersaron, los hombres de Saguanmachica se refugiaron en las montañas y 1
Useme viene del Muysccubun (lengua muisca) que significa tu nido de amor, y fue territorio indígena antes de la Conquista. De Useme y de Usminia, proviene el actual nombre de Usme.
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cuevas cercanas a Useme y sus quebradas, mientras sus escurridizos enemigos huyeron, orilla arriba del gran Río, hasta llegar al entorno de Chisacá, el lago donde las princesas muiscas se bañaban y contemplaban la luna que reflejaba su brillo en las sagradas aguas.
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Los primeros días de marzo de 2007 un súbito cambio de clima tomó por sorpresa a los campesinos de Usme, pues a un día de espléndido verano le seguía un amanecer lluvioso con intensas oleadas de neblina y frío provenientes del Río Tunjuelo y de las quebradas Fucha, Agua Dulce y La Requilina, que rodeaban en triángulo, la hacienda El Carmen. El inclemente y gélido ambiente les causaba punzadas de dolor y penetraba desde la punta de la nariz hasta el resto del cuerpo, haciéndoles buscar abrigo debajo de sus ruanas de lana, y frotando sus manos cerca de los fogones de leña en las cocinas. Al salir a caminar las veredas, apenas se veían medianas labranzas de quinua, cebolla, papa, arveja, arracacha, cubios y hortalizas; el entorno estaba rodeado de sauces, saucos, tyhyquis, pauches (arbolocos) y sangregados, entre otros árboles legendarios que sombreaban el monte y los pastos reverdecidos; mientras que pequeñas bandadas de aves como colibrís, barranqueros, atrapamoscas, carpinteros, azulejos, sirirís y tangaras multicolor, entre otras, se hacían notar con vuelos cortos y nutridos cantos. Un singular desorden se veía en la distribución de los diferentes elementos usados en la cotidianidad de los agricultores y amas de casa, pues en los corredores de las viviendas (algunas de bahareque) había garabatos de palo para colgar machetes, rejos y enjalmas; había cantinas con leche y múcuras de barro con mantequilla y cuajadas; había mochilas con amasijo que las campesinas envolvían en telas y guardaban para el consumo de
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la semana; había canastos con huevos y mercado; había atados de cardones y lana de ovejo en proceso de hilado; había tinajas de barro para preparar chicha y barriles para fermentar guarapo; había gorros, bufandas y guantes de lana para niños, así como ruanas de lana, alpargatas de fique y sombreros como el aguadeño que los campesinos usan en la finca o cuando salen al pueblo. En los corredores había bultos de semilla, papa y maíz seco, y tercios de cementera recogida; en una esquina había rastrojos y abonos orgánicos para el cultivo, así como leña, piedras y máquinas de moler, y hasta repuestos para carros. En la otra esquina había herramientas de campo como azadones, arados y hoces; había costales de fique y lasos para amarrar bestias, reses y cerdos. En cuerdas de cabuya en los patios había ropa extendida, también carne, vísceras, cabezas y patas de res y de ovejos que se secan al aire y al sol para conservar. Las gallinas, gansos, piscos y otras aves domésticas se pavoneaban curiosas y espantadas fisgoneando las lombrices y las babosas que abundaban con la lluvia; estiraban el pico para embucharse los granos de trigo, maíz o quinua que quedaban sueltos luego de la recogida y almacenada de las cosechas. Mientras tanto, los gatos y perros en un descuido se abalanzaban a las vasijas de suero y leche puestas en la cocina, se lamian entre sí e inventaban ardides para alcanzar las vísceras de reses y de gallinas que habían sido alistadas para cocinarle a los obreros, lo que hacía que los niños entre algarabío de asombro, groserías y rápidas maniobras les tiraran chanclas, palos y piedras para ahuyentarlos de las casas. Una de esas mañanas soleadas, de los primeros días de marzo de 2007, una mujer y dos hombres, raizales de Usme, darían un giro a la historia y a la cotidianidad del pueblo. Llevados por la curiosidad, infundada con tantas historias ancestrales sobre riquezas ocultas y visiones fantásticas, sobre serpientes
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de oro que vuelan envueltas en las nubes, o el carruaje dorado jalado por dos venados en las riberas del Tunjuelo antes de los amaneceres, pusieron al descubierto lo que en ese entonces era inevitable ocultar: el Hallazgo Arqueológico de la hacienda El Carmen, considerado uno de los más importantes de Latinoamérica.
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Aun cuando había dado muerte, después de 16 años de continuas guerras entre los reinos del sur y los del norte, a Michuá, su rival de Hunza, existía un detalle en el cual estaba la razón de la ira irreprimible de Saguanmachica; Ubaque había raptado a su hija Usminia, una afrenta contra la ética de la lucha. Antes del amanecer Saguanmachica pensaba, furioso e indefenso, en el rescate de la princesa Usminia. Agotado por la lucha, se quedó dormido unos instantes y tuvo un sueño en el que veía unas máquinas gigantes, extrañas para él, con fauces de dragón que levantaban los restos de sus ancestros para moverlos en carruajes similares, aunque más ostentosos, a los que usaba el venerable Bochica en sus viajes del cielo a la tierra. Llevaban en estos armatostes modernos los restos de sus ancestros, para arrojarlos en un lugar cerca de Useme, donde se amontonaban desperdicios de toda laya que emanaban un olor asqueroso. Al despertar sintió una angustia pavorosa. Estaba sentado en una piedra grande a orillas del Fucha y lo rodeaba una vegetación espesa; a su lado, un arrayan, un encenillo y un tyhyqui, le cubrían de la fuerte brisa del alba. El costado de la piedra que daba al arroyo contenía grabados artísticos que remembraban las enseñanzas del sabio Bochica, cuando vino a Useme a instaurar allí un lugar de ofrenda, y a enseñarle a los muiscas los preceptos y formas para comunicarse con otros pueblos y, de forma espiritual, con sus dioses. Pero, el sueño lo dejo más
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aturdido que aliviado: “no debo preocuparme, es el tercer ojo que, activado con la infusión de tyhyqui, ve más de lo que debería ver. Esto sucederá en unas seis centurias venideras”, se dijo para sí, y se aterró más de su propia reflexión que de lo que había soñado.
Parte II. El retorno de la memoria “De maíz son mis versos y de agua mi esencia. Canto hoy como antes cantaron, como fuerte semilla que esquiva la muerte. Así como gota que alimenta la fuente…”. Fredy Chicangana, escritor indígena, poema: Versos de mi tierra.
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“Yo fui la primera en darme cuenta que algo raro ocurría en la hacienda El Carmen. Ese día estábamos en la terraza con mi hermana Gloria, que en paz descanse; esos terrenos que usted ve hasta donde la vista alcanza, desde donde es el hospital de Usme hasta los barrios de allá: Usminia y Brazuelos, eran de mi padre Jaime y sus seis hermanos. Todos los días mirábamos para allá y recordábamos la tierra donde nacimos y crecimos, ¿qué hacíamos? jugábamos, veíamos animales, ordeñábamos, ayudábamos a mi mamá a preparar alimentos como arepas cuajadas y mazamorra chiquita. Ese día, en marzo de 2007, vimos una máquina removiendo y sacando tierra de la hacienda que antes pertenecía a Luis Cuesta, alma bendita; la persona que manejaba la retroexcavadora sacaba escombros y los cargaba a la volqueta, pero lo hacía despacio y con mucha cautela. Para echar una palada demoraban hasta cinco minutos; además los operarios separaban algunas cosas, entonces le dije a Gloria: ‘¡me creen pendeja! allí algo está pasando’, y recordé que un obrero que trabajó en esa finca, en cultivo de cebolla, había encontrado dos tumbas con restos
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humanos, pero las había tapado de nuevo y no se supo más. Eso me dejó muy intrigada y entonces me fui a avisarle al personero de Usme, el doctor Juan Carlos Ocampo Niño, alma bendita, mi amigo; le expuse el caso para que fuéramos hasta allá a ver qué estaba pasando”, así recuerda Doris Tautiva, los primeros momentos del Hallazgo. Para rememorar aquel momento, doña Doris señala desde el balcón de su casa, ubicada en una esquina próxima al Hospital de Usme, los terrenos donde vivió cuando era ‘joven y bella’. Luego, me invitó a recorrer las tierras que 20 años atrás fueron de sus viejos y fuimos hasta el sitio donde se hicieron las primeras excavaciones del Hallazgo. Mientras caminábamos con su nieta (de siete añitos), contaba que su abuela María Gutiérrez, quien murió hace 14 años, veía antes del amanecer un carruaje dorado con luces bruñidas, que era jalado por dos refulgentes venados con cornamenta legendaria; recorrían las orillas del río Tunjuelo hacia Sumapaz en un espectáculo inefable de la noche, cuya visión se diluía minutos después. En un comienzo, el personero pensó que se trataba de una fosa común e informó a la Policía y a la Fiscalía para que se hicieran las investigaciones iniciales. Los campesinos y pobladores exigían suspender la obra de construcción que hacía parte de la Operación Nuevo Usme; un ambicioso proyecto urbanístico, que, para entonces, había comenzado a ejecutar la empresa distrital Metrovivienda, con la aspiración de construir 53 mil viviendas de interés social.
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Usminia sintió el frío espectral del lago sagrado. Varias veces se había bañado allí desnuda, o empelota como decían los guechas o guerreros muiscas que merodeaban el lago y se ocultaban tras los grandes frailejones, para ver la
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voluptuosa forma y belleza de esos cuerpos femeninos. Pero ahora, esclava del cacique Ubaque, veía que la Luna reflejaba en espiral su esplendor en el Chisacá, y llamó al lago: Luna ondulante. La primera noche en cautiverio, durmió cerca de la laguna, custodiada por una escuadra de los más diestros guechas, quienes debían asegurar la “conquista” más valiosa obtenida por el cacique Ubaque, hasta entonces.
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Doris Tautiva, Jairo Camacho y Jaime Beltrán (con edades entre 50 y 55 años), fueron las primeras personas del pueblo que dieron a conocer el Hallazgo; primero ante la Alcaldía y la Personería de Usme, y luego ante La Fiscalía y el Instituto Colombiano de Antropología e Historia -ICANH-, entidad a la cual le pedían proteger el Hallazgo que ellos consideraban un patrimonio inmemorial e invaluable, dejado por sus ancestros a sólo mil metros del parque principal de Usme, pero que databa de unos mil años antes del presente cosmopolita del pueblo. El descubrimiento y la permanencia del patrimonio cultural contenido en el Hallazgo Arqueológico, se le debe en gran medida a estas tres personas quienes representan la típica idiosincrasia del pueblerino que ha batallado para salir adelante, y son herederos de familias agricultoras y comerciantes tradicionales de Usme. Son amables, sencillos y dicharacheros, y a ellos hay que acudir para escarbar la historia del Hallazgo y de este pueblo agrario. Jairo Camacho, por ejemplo, fue quien entró primero al predio, pues le llegó el rumor que estaban desenterrando restos humanos, y que la empresa que adelantaba la obra los estaba sacando a la basura. Fiel a la memoria de su abuelo Aníbal y de su padre del mismo nombre (quienes fueron trasmisores orales de la historia usmeña), Jairo es conocedor de las variadas historias
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míticas de espanto, animas errantes, serpientes que vuelan en mágicas nubes y otras apariciones en la hacienda El Carmen, y en otros lugares de Usme. Por eso, el día que supo del desenterramiento de los muertos, paró sus actividades y fue al predio, que antes del hallazgo y de pertenecer al Distrito, era propiedad del hacendado Luis Cuesta, quien le dio un uso agropecuario. Inicialmente los operarios de Metrovivienda le cerraron el paso, pero él con firmeza avanzó y llegó al lugar donde las máquinas removían la tierra. Vio una piedra orillada que tenía forma de laja, “muy bonita”, allí encontró la quijada de un niño con la dentadura abierta y había esqueletos humanos y de animales, así como vasijas de barro antiguas. Luego advirtió a los operarios que ninguno de los elementos encontrados se podía tirar a la basura y que por favor pararan las obras. Posteriormente, se dirigió a la Alcaldía a informar sobre el Hallazgo. “En el camino me encontré con mi amigo Jaime Beltrán, veterano líder campesino, quien estaba justo con dos antropólogos de la Universidad Nacional. Le conté lo del Hallazgo, y dijimos ‘hay que parar eso ya’, vamos para allá…”, recuerda. Al día siguiente se hizo público lo ocurrido, y lo que hasta entonces había sido un rumor se convirtió en el acontecimiento de más larga data e importancia, no sólo por el alto nivel de restos y elementos arqueológicos encontrados, que fueron muchos, sino por el impacto que generó en la gente. El hallazgo fue apropiado por la comunidad, para afianzar sus raíces y escarbar la memoria histórica. A los campesinos les ayudó a fortalecer su cultura rural y permanencia en el territorio “amenazado por la expansión urbana”, explica Beltrán.
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La princesa Usminia sabía que no lograría su libertad, pero quería dejar una huella en Chisacá y pidió permiso a
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Ubaque para bañarse allí por última vez. Ubaque era un guerrero alto y jactancioso, especializado en el arte de la guerra para invadir pueblos y reinos vecinos; había adquirido una destreza extraordinaria para raptar princesas, y así vencer militar y moralmente a sus enemigos. Si bien Ubaque raptó a Usminia con el fin de derrotar a Saguanmachica, y menguar la moral de sus guechas, en realidad estaba enamorado de ella; así que para ganar su voluntad le concedió su deseo de bañarse en el lago, que él y su pueblo veneraban, pues allí ofrendaban tunjos y alhajas de oro. Obtenido el permiso, Usminia dejó sus mantas antes de salir del bohío, y en pompa de belleza se trenzó su larga y negra cabellara para sumergirse y desaparecer en la profundidad de las aguas, ante la mirada atónita de los guechas que le vigilaban y la reacción furibunda de Ubaque, quien de súbito comprendió que había sido derrotado por la audacia de Usminia al ofrendar su vida al lago sagrado.
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La piedra que llamó la atención de Jairo Camacho el primer día que entró a la hacienda El Carmen, también fue objeto de especial atención por parte de Jaime Beltrán, de Doris Tautiva y del, hoy fallecido, personero de Usme que ostentaba este cargo cuando ocurrió el Hallazgo. “Era una laja preciosa, incluso le pedí permiso al personero para llevármela a mi casa, pero él me dijo que no, porque incurriría en un delito de saqueo”, recuerda doña Doris. Pero al día siguiente, cuando ella y Ocampo visitaron de nuevo el terreno para recabar más datos para el informe, la piedra ya no estaba allí. El informe que preparaba la Personería de Usme estaba dirigido a las autoridades y tenía por objetivo solicitar la suspensión de la obra para precisar el origen de los restos y elementos descubiertos, mediante un estudio antropológico.
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En estos casos, explica Laura Paloma Leguizamón —arqueóloga del área de Patrimonio del ICANH, cuando se trata de una construcción de vía pública o una intervención ingenieril de más de una hectárea, se debe hacer un estudio de prospección arqueológica antes de iniciar la obra. Pero en el caso de Usme, Metrovivienda no hizo ningún estudio arqueológico, y por ello el ICANH, una vez la comunidad hizo la denuncia, solicitó a la Administración Distrital que se detuviera la construcción y se ordenara el respectivo estudio.
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Usminia fue hija única del Cacique Saguanmachica y la Sazipa (princesa) MacheKé, quienes le adoraron con profundo fervor. Siempre fiel a sus convicciones y principios ancestrales, fue la Guaricha más hermosa y estimada en Useme y en casi todos los reinos Muiscas de Bakatá. Desde muy niña Usminia supo que estaba destinada a trascender la inmortalidad de su reino, pues a ella las Madres: Chía (Luna) y Bachue, que dieron origen al mundo Muisca, le habían encomendado una loable misión: instaurar el rito de iniciación o luna femenina, con lo cual sería recordada eternamente por las futuras guarichas y mujeres. Por ello antes de sumergirse en el Chisacá, les rezó a Ellas y les pidió el valor para ofrendar su vida a las purificadas aguas; también se comunicó, espiritualmente, con su padre Saguanmachica para recordarle el acuerdo al que habían llegado nueve días antes de ser raptada, cuando el gran Consejo Muisca le había concedido la palabra a la princesa del reino para exponer su pedido a la Asamblea. Saguanmachica y los chyquys (sacerdotes) Muisca concedieron a Usminia, tal como ella lo pidió, el permiso para instaurar el ritual de iniciación o luna menstrual de las mujeres; desde ese día, la sangre que cada mes le viene, desde su primera
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menstruación, sería consagrada en el rito de luna femenina como un acto de ofrenda y agradecimiento a las Madres dadoras de vida (Bachue y Chía) y que redundará en comprensión, protección y amor hacía las Furas (mujeres), pues en los reinos muiscas existía una complementariedad dual, en la que el agua y la luna se asocian a la mujer, mientras que el aire y el sol se relacionan al hombre.
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Para los Muisca que habitaron los territorios del Altiplano Central, antes y después de la conquista española, las piedras y el agua son elementos sagrados. En varias piedras, como la del Fucha, dejaron un sinnúmero de jeroglíficos pintados con tinta roja, que dieron origen a la escritura por medio de símbolos, pues estos pueblos idearon una forma de expresión gráfica para perpetuar sus ideas; así lo explica Miguel Triana en su libro la Civilización Chibcha. Pero, así como expuso el auge de la escritura jeroglífica, también advirtió la inminente destrucción de estos grabados: “no hay piedra, de las señaladas con jeroglíficos por los indios que no haya sido violada estúpidamente por los buscadores de tesoros”, señala. Lo mismo ocurriría en Usme; los campesinos han denunciado la destrucción de piedras que contenían jeroglíficos de gran valor arqueológico en la hacienda El Carmen, lo cual para la cultura indígena es una profanación intencionada a los lugares de culto, pues “cada piedra o elemento de este lugar son sagrados y están dispuestos allí para cuidar las lagunas y el páramo de Sumapaz”, señala Dwe Wiby Paleluz, sabedor muisca de Bakatá. La pérdida del fragmento de piedra, de algunas reliquias de oro, y de otros restos y vestigios arqueológicos, marcaron el comienzo de una fuerte tensión entre los campesinos de Usme y los representantes de Metrovivienda y de la Administración
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Distrital. Si bien hubo algunos acuerdos en el manejo del Hallazgo, como la preservación del patrimonio y la suspensión, transitoria, de construcción de vivienda en predios rurales, también se presentaron diferencias insalvables entre dos intereses opuestos. Por un lado, la Administración Distrital justifica el proyecto urbanístico para solucionar un “gran déficit” de vivienda y cumplir lo establecido en el Plan de Ordenamiento Territorial de Bogotá. Los campesinos, por su parte, se oponen a la expansión urbana sobre su territorio y defienden su cultura rural, además del derecho fundamental de permanecer en sus parcelas, y conservar su identidad agraria, antes que ser absorbidos por edificios de cemento.
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Piedra de Fucha. Foto El de la Ruana
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Usminia trascendió para la memoria Muisca como la fortachona guaricha de su pueblo, que en vida fue la envidia de otras princesas no menos hermosas, pero que no rivalizaban con ella en fulgor y grandeza. Muchos siglos después un gran monumento fue erigido en su honor, y las mujeres que heredan y guardan su legado la veneran como guardiana de su luna menstrual.
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Por zanjar la amenaza y la pugna que veían venir los campesinos, constituyeron en el año 2007 la Mesa de Patrimonio Cultural y Ambiental de Usme, que no tardó en tener su primer ‘rifi rafe’ con las entidades del Distrito por el manejo del Hallazgo. “Metrovivienda prefirió arrojar al basurero Doña Juana algunas piedras que contenían jeroglíficos de gran interés arqueológico, restos de nuestros ancestros y otros vestigios, antes que informar y dialogar con la comunidad”, ha reiterado desde entonces Jaime Beltrán, fundador y coordinador de la Mesa. También ha venido denunciando “esta y otras anomalías ocurridas en el manejo del Hallazgo por parte de Metrovivienda desde el mismo momento de su intervención en el territorio, cuando se pasó ‘por la galleta’ el estudio antropológico estipulado por ley, además de haber ocultado en un comienzo pruebas fehacientes del tesoro patrimonial”. Metrovivienda, por su parte, argumenta que desde el mismo momento en que fue notificada de suspender la obra, lo hizo, y desde entonces ha procedido en concordancia con las normas que rigen el manejo y conservación del patrimonio cultural, procurando construir de manera conjunta con la comunidad. Así lo señala Adriana Guzmán, arquitecta de la hoy Empresa de Renovación y Desarrollo Urbano, ERU, que sucedió a Metrovivienda desde 2016, y quien además
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afirma que el ejercicio de participación es prioridad para la Administración Distrital.
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Esa mañana, desde la Piedra del Fucha, Saguanmachica, al salir del trance, vio a su hija esbelta e inmaculada volar a la morada de Bachue, madre de su pueblo. Al día siguiente de su sueño premonitorio, concertó con los chyquys Muisca la realización del primer ritual de iniciación, o luna femenina, en ocasión a que, por esos días, a algunas jóvenes furas les había llegado su primera menstruación, lo que las convertía en ‘guarichas’ del reino. La ofrenda de apertura al ritual se hizo en homenaje a Usminia como creadora y guardiana de la sagrada tradición; se danzó y se ofrendó también a las Madres que originaron la vida en la tierra. La celebración ritual duró nueve días en razón a que la vida humana se gesta en nueve ciclos lunares completos. Al décimo día, el gran Consejo consagró a Saguanmachica como Zipa de Bakatá, quien a su vez dio órdenes a Güecha, alto mando militar, y a Neméquene, quien sería su sucesor, de preparar una tropa cualificada para afrontar los imprevisibles tiempos que se aproximaban. Además, ordenaba fortalecer la Federación Muisca, conformada por un zipazgo central en el cual confluían varios pueblos y reinos, que tenían también, sus propios cacicazgos; había que avanzar al norte de Bakatá para repeler las invasiones que se fraguaban. Con la orden dada, Saguanmachica obedecía el consejo de los sabios, quienes le explicaron que el sueño que había tenido anunciaba el fortuito ocaso del reino y la ruptura de la memoria muisca, aunque también inducían que trascurridas cinco o seis centurias renacerían las raíces del ‘Nuevo antiguo orden de Bakatá’, como llamaría el sabedor Kulchavita al nuevo tiempo.
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Parte III. La reconstrucción de la memoria “Todo indicaba que la nación Chibcha estaba a punto de hacer cristalizar una impresionante civilización”. Orlando Fals Borda (escritor y sociólogo colombiano).
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La noticia del Hallazgo Arqueológico en la hacienda El Carmen se conoció el 12 de marzo de 2007 y fue reconocido como uno de los patrimonios culturales más importantes de Latinoamérica, señala Jairo Camacho, quien también explica que no hay una memoria completa sobre el Hallazgo ni sobre la historia de Usme. Este es un pueblo agrario con 84% de territorio rural, y que, en palabras del Alcalde local, Jorge Eliécer Peña, es la despensa agrícola y productiva más grande que abastece del mayor porcentaje de alimentos a la ciudad, comparada con otras localidades rurales o con municipios cercanos. Usme es una de las 20 localidades que conforman Bogotá; cuenta con 14 veredas y una extensión de 18 485 hectáreas en su zona rural, y 3 024 en su zona urbana (150 barrios aprox.). Por un lado, el pueblo se ha resistido a ceder su cultura agraria, pero, por otra parte, ha tenido que adaptarse a los cambios del tiempo y al auge urbanístico que sólo desde 1992 hasta 2015 le cercenó 331 898 hectáreas de sus mejores suelos rurales, para la construcción de vivienda, según cifras recientes de la Alcaldía local (Revista Informativa Usme Ambiental, noviembre 2017).
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Durante su reinado, Saguanmachica había procurado la justicia y mantenido la gobernanza en la Federación de pueblos y reinos muiscas, a los que condujo a un gran desarrollo espiritual e intelectual, instaurando en Useme un Centro de culto ritual y de Comunicación con Bachue, Chiminagagua, Chibchacum,
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Bochica y Cuchavira, entre otras deidades que conferían a los Muiscas el honroso título de hijos del agua. Había llevado al reino a un alto nivel de progreso financiero, político y militar; a un apogeo agrícola, orfebre y textil; así como al auge artístico y artesanal con el uso de fibras y tintas naturales para decorar prendas, y de semillas o dientes de animales emblemáticos para elaborar collares.
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Las primeras tensiones que, posteriormente, conllevarían al Hallazgo Arqueológico se dieron en el Concejo de Bogotá durante 2003 y 2004, periodo en el cual se debatió y se aprobó el actual Plan de Ordenamiento Territorial - POT (Decreto Distrital 190/2004), el cual contempla la expansión urbana hacia lo rural. Fueron discusiones acaloradas entre los 45 concejales de la ciudad; la mayoría de ellos pensaba que la solución de vivienda era ampliar la construcción en la periferia rural, incluyendo Usme. Quienes se oponían, argumentaban que al campo bogotano no se le debía quitar más tierras para construir, sino que se debía densificar la ciudad en su desarrollo interno; como quien dice construir sobre lo construido. Los campesinos recibieron otra “puñalada” el 01 de junio de 2007 con la emisión del Decreto 252 por parte de la Administración Distrital, que adoptó la Operación Estratégica Nuevo Usme y el Plan de Ordenamiento Zonal Usme, para ampliar la urbanización y construir el pacto de borde urbano-rural para ‘proteger’ el entorno ecológico y la cultura rural; pero el mismo decreto establecía el derecho de preferencia y expropiación, como acto administrativo a favor de terceros, en este caso a favor de Metrovivienda. Esta medida fue considerada por los campesinos como un incumplimiento a los acuerdos adelantados con el Hallazgo;
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afirmaban que, con la urbanización, las veredas cercanas a Usme como La Requilina, Chiguaza, Los Soches, El Uval y Olarte en pocos años ya no serían el espacio en el cual ellos habían construido sus hogares, su territorio, sus principios y sus tradiciones agrarias. “¿No será capaz la ciudad de convivir con su ruralidad?”, se preguntaban entonces; mientras que los jóvenes de la localidad como Katherin Camacho, miembro de la Mesa de Patrimonio Cultural y Ambiental de Usme, plantean un sentido de pertenencia, de solidaridad y congruencia por parte de la ciudadanía usmeña y bogotana frente a la coyuntura agraria y urbana que están viviendo Usme y otras localidades con territorio y vocación agraria de la capital colombiana: “es importante apropiarnos del territorio como espacio en el que vivimos, conscientes de sus valores y potenciales ambientales y culturales, y a partir de los conocimientos del territorio determinar qué tipo de desarrollo queremos”, señala Katherin.
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La preparación del viaje y del entrenamiento de los guerreros había durado cuatro lustros y tuvo un costo incalculable, por lo cual se debió someter a varios pueblos a pagar un alto tributo al zipazgo central de Bakatá. Una noche, sin previo aviso, el Zipa Saguanmachica dio la orden perentoria de partir. Los mandos Guechas pidieron tres días para preparar la logística y reunir los guerreros. Al tercer día en la mañana, el gran Consejo convocó al ritual de ofrenda y de partida del Valle Sagrado del Tunjuelo, a celebrarse en el arroyo Fucha. Saguanmachica y los chyquys rodeaban y veneraban la piedra sagrada. El Zipa lucía una blanquísima y fina manta de algodón tejida por su amada MacheKé, cargaba un pectoral de oro al cuello, portaba una corona de plumas y vistosos collares de dientes de venado y una esmeralda preciosa en forma de péndulo,
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que había comprado a los Muzos de más allá del reino del norte; igual pompa lucían los sabios del Concejo y los mandos Güechas. Diez mil guerreros lucían pulcras mantas blancas, delicadamente trenzadas por las mujeres muiscas; portaban su armazón e indumentaria artesanal, ornamentos y pinturas marciales. Así partían de Useme en desfile solemne, para internarse por las sabanas de Bakatá donde librarían grandes hazañas que los conducirían a fortalecer el esplendor del reino, o al declive de su florecimiento. Con el fuerte viento que hacía y la marcha de los guechas, no se oían ya las últimas instrucciones del gran Quenehé, instructor marcial y religioso de la Federación.
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La Resolución 096 fue emitida por el ICANH en 2014, previa realización de tres cabildos populares en las comunidades locales, a través de la Mesa de Patrimonio Cultural y Ambiental de Usme, en los cuales pedían que el Distrito y la Nación declararan el Hallazgo Arqueológico como patrimonio del país y como zona protegida. En concordancia al mandato ciudadano, el ICANH declaró la hacienda El Carmen como Área Arqueológica Protegida, y estableció el uso permitido para la investigación arqueológica, así como la construcción de senderos y vías peatonales para recreación y turismo cultural y ecológico. Además, prohibía, entre otras cosas, actividades agrícolas, industriales y de minería; adecuaciones forestales; y construcción de infraestructura vial. La Resolución 096 orienta la salvaguarda del patrimonio cultural de acuerdo al Plan de Manejo Arqueológico, aprobado por el ICANH en 20092.
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Informe: “Reconocimiento, visualización y prospección arqueológica hacienda El Carmen, Usme - Bogotá” (Universidad Nacional de Colombia y Metrovivienda, 2009).
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Desde que partieron de Useme por el Altiplano central, transcurrieron nueve meses, y ahora irían al norte. Habían realizado tareas de caza, pesca e intercambio con otros pueblos para abastecerse de merienda, mantas, armas y joyas. Saguanmachica y sus guechas habían librado incontables luchas para evitar que se desintegrara la Federación Muisca y para contener las rebeliones de los pueblos que no querían pagar más tributo al zipazgo central. También hizo alianzas con pueblos como los Sutagaos del cacique Fusagasugá, los Doas, Sumapaces y Cundaís para repeler las sublevaciones de los Panches que, por esos días, habían tomado Tena y Zipacón (feudos de Saguanmachica), y avanzaban al centro de Bakatá para tomar por sorpresa al Zipa, y para defenderse del Zaque de Hunza y de los caciques Ubaté, Zipaquirá y Guatavita, enconados enemigos suyos. Pero ese día en la cruenta batalla de Chocontá el Zipa no pudo contener su muerte, una flecha envenenada le atravesó el pecho, mientras que el cacique Chocontá con su lanza le abría de tajo el vientre, y le presentaba su corona a Hunza. Como premonición de su viaje definitivo al Valle Sagrado de los Ancestros, la noche anterior Saguanmachica había dado instrucciones a su sobrino Neméquene, quien por sucesión matrilineal ocuparía el trono. Quenehé también murió en esa batalla y el gran Consejo estaba diezmado, los tiempos difíciles habían llegado.
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Entre junio de 2007 y agosto de 2009, unas 3500 personas visitaron la hacienda El Carmen, periodo en el que la Universidad Nacional realizo la investigación que dio como resultado el Informe Antropológico y el Plan de Manejo Arqueológico, PMA, presentados y aprobados por el ICANH a finales de 2009.
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Con la Investigación antropológica se confirmaba, entre otros resultados, que el lugar era una necrópolis indígena con gran concentración de vestigios arqueológicos, y que este habría sido un espacio de culto ritual y de comunicación con los dioses, por parte de los Muiscas del Altiplano y otros pueblos vecinos. En conclusión, una gran biblioteca prehispánica. También se confirmó la interacción de estos ancestros con su medio, y se pudo establecer el uso y las adecuaciones del suelo para construir sus bohíos o viviendas, así como para la agricultura. Se encontraron huellas de construcción de canales de riego y de desagüe, y rastros de eras (círculos) para trillar de granos y surcos para los cultivos. También se hallaron una cantidad de vestigios y objetos de cultura material: vasijas hechas en barro con diferentes figuras geométricas en alusión a la Madre Bachue, a la fecundación y a animales emblemáticos como la rana, el venado y la serpiente; se hallaron fragmentos de objetos de alfarería y roca pulida, materias primas en piedra, adornos, dijes, alhajas y cuentas de collar en conchas terrestres y marinas; utensilios y collares en cuernos y huesos de venado, o dientes de león y roedores, objetos de arcilla y fragmentos de madera y carbón vegetal. Se encontraron también diferentes tipos de enterramientos, y restos óseos humanos que contaban la historia de complejos rituales en torno a la muerte; como si del antiguo Egipto se tratará, se hallaron sarcófagos, tumbas con cámaras de luz, urnas funerarias y túmulos de tierra. Finalmente, los rasgos de inhumaciones y los vestigios detectados por técnicas de excavación, recolección, sondeo, limpieza de perfiles y medidas con radar de profundidad, prevén la existencia de unas 2000 tumbas de sepulturas prehispánicas, que corresponden a los periodos muisca temprano y tardío que van desde los siglos viii o ix, hasta el xvi.
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En Colombia, además de la hacienda El Carmen de Usme, única Área Protegida en Bogotá, existen otras 21 Áreas Arqueológicas Protegidas como la de Pupiales en Nariño, el Templo del Sol en Sogamoso y la Serranía Lindosa en Guaviare, entre otras. La Lindosa fue declarada como tal, el 29 de mayo de 2018 (Resolución 120 del ICANH), al cierre de este escrito, ya que es uno de los lugares con mayor concentración de arte rupestre en el mundo. También existen cuatro parques arqueológicos: San Agustín, Alto de los Ídolos y Alto de las Piedras (Huila), Tierra dentro en el Cauca, y Teyuna en la Sierra Nevada de Santa Marta, los cuales se han logrado preservar y hoy se protegen, a pesar de la “flagrante” violación y destrucción de muchos sitios arqueológicos de culto y otros poblados indígenas, que fueron disminuidos a ruinas, en un comienzo por parte de los españoles en la época de la conquista, y posteriormente, por el auge de la colonia, la guaquería, el desarrollo extractivo y la minería, tal como explica el Dr. Eliécer Silva Celis en su libro Estudio sobre la cultura Chibcha.
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Para realizar el estudio arqueológico se tuvieron en cuenta los conocimientos y opiniones de las comunidades de Usme, pues la proyección del trabajo está, y ha estado, orientada a ellas, según Virgilio Becerra de la Universidad Nacional, quien coordinó la investigación. Del proceso participativo surgió el Plan de Manejo Arqueológico, PMA, que en sus dos primeras etapas tendría una duración aproximada de cuatro años, y se orienta a ampliar la investigación y el conocimiento sobre el Hallazgo, y a adecuar el suelo para las obras requeridas. La tercera fase, y la más ambiciosa, sería el desarrollo de investigación científica y de actividades pedagógicas de difusión. Es en sí, la
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puesta en marcha del PMA, que entre sus principales metas contempla construir un centro cultural, una biblioteca, una sala de exposiciones, un laboratorio de arqueología, un museo de sitio y un parque arqueológico. Desarrollar este Plan llevará un tiempo aproximado de 10 a 20 años y un costo estimado de 32.5 mil millones de pesos, según el cálculo de la Universidad Nacional. Lo anterior se dio a conocer en la presentación pública del predio El Carmen como Área Arqueológica Protegida por parte del ICANH, el 09 de junio de 2014, cuando el alcalde mayor de entonces, Gustavo Petro, visitó el Hallazgo y anunció que el Distrito invertiría 2000 millones de pesos para construir el Museo, un primer paso para el desarrollo del Plan de Manejo Arqueológico. La Alcaldía local de Usme recibió la hacienda El Carmen, en la figura de Comodato, con el objetivo de ocuparse de las adecuaciones dispuestas, pero cuatro años después de que el Fondo de Desarrollo Local recibiera el dinero, no se ha presentado ningún avance en obra, ni en implementación del PMA. Si íbamos tan bien, ¿qué paso?, ¿qué pasó con los 2000 millones de pesos?, se preguntan los habitantes de Usme y los miembros de la Mesa de Patrimonio Cultural y Ambiental. El dinero está, no se ejecutó, pero fue devuelto a la Secretaría de Hacienda Distrital, responde la Alcaldía local de Usme. ¿Por qué? La dispendiosa explicación que dan la Alcaldía Local de Usme y la Empresa de Renovación Urbana - ERU (antes Metrovivienda), sobre el manejo de los recursos y la razón por la cual no se ha puesto la primera piedra del Museo para implementar el PMA, se resume en que una vez la Alcaldía local recibió los recursos y el Comodato (094 de 2014), se abrieron, en cuatro ocasiones, las licitaciones para recibir y evaluar los proyectos del Museo. En las cuatro ocasiones la licitación se declaró desierta, bien porque no se presentaron proponentes o
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los que se presentaron no cumplían los requisitos de la convocatoria. Así pasaron los años 2014, 2015, y cuando en abril de 2016 se posesionó el actual alcalde local, el tiempo del Comodato estaba a punto de vencer, pues iba hasta junio de 2016. Entonces la Alcaldía liquidó el Convenio que había firmado para el desarrollo del proyecto. Este Convenio Interadministrativo (No. 138), se firmó en agosto de 2014, entre la Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte; el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural; Metrovivienda y el Fondo de Desarrollo de Usme, con el fin de aunar esfuerzos técnicos, financieros y administrativos para construir el Museo y el Parque Arqueológico en la hacienda El Carmen, con una duración de tres años. El alcalde de Usme, Jorge Eliécer Peña, resume que: “la Alcaldía local no es competente para administrar proyectos arqueológicos, ni turísticos, ni para crear infraestructura de ese tipo. Lo que auspiciamos es la participación de instituciones expertas en el tema para que estructuren un proyecto sostenible en el tiempo”. Pero estas explicaciones, que también fueron socializadas en un Foro por parte de la Alcaldía de Usme a finales de 2016, no dejaron contentos a los habitantes, quienes a través de la Mesa de Patrimonio Cultural y Ambiental, se han propuesto resignificar el territorio y visibilizar el Hallazgo. Aseguran que ‘las trabas’ en el manejo de los recursos obedecen realmente a la falta de voluntad política, pues la ERU, por ejemplo, se comprometió a establecer un nuevo Convenio con la Universidad Nacional y a entregarle en Comodato el predio para poner en marcha el Plan de Manejo Arqueológico, pero no ha cumplido el acuerdo y se ha cerrado al diálogo con las comunidades, hasta el punto de negarles el permiso de acceso al predio para visitar el territorio de sus ancestros. En respuesta, el IDPC, la ERU y la Alcaldía local de Usme señalan que: “con el fin de programar y
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desarrollar acciones conjuntas entre las entidades del Distrito para el manejo del Área Arqueológica Protegida de Usme, se está empezando a hacer la actualización del PMA, como lo solicitó el ICANH a comienzos de 2017. En este proceso tendrán participación las comunidades, para que una vez actualizado y aprobado el Plan, se dé inicio a su ejecución y se busque que sea sostenible en el tiempo”.
Parte IV. El Arco Iris y la serpiente de oro El sol brillará de nuevo, magnífico y radiante, en Iraca, derramando tesoros de luz y de fecundidad sobre la tierra . (canto del cacique Sugamuxi, compilado por Eliécer Silva C.).
En Usme, como en otros lugares de la ciudad, se cuentan diversos relatos orales que contienen una memoria ancestral portentosa. Una de estas narraciones da cuenta que fue precisamente en frente de la piedra del Fucha, ubicada en un costado de la quebrada del mismo nombre (en el predio donde está el Hallazgo), donde el dios Cuchavira se bañó sus sacros pies y de allí salió el Arco Iris. Desde entonces es creencia muisca, que a través de Cuchavira se curan los dolores físicos y los del alma, y que el Arco Iris es el camino para el encuentro con los dioses, pues éste sale de la matriz del agua en la tierra y a ella vuelve, en espiral, luego de fecundar las nubes para traer de nuevo el agua a la tierra en finas hebras plateadas. También se aduce que lo ocurrido en Usme es el cumplimiento de la profecía Muisca. Los antepasados se levantan para reavivar la memoria ancestral y el tejido del territorio, tal como lo explica el abuelo Muisca Wibi Paleluz, quien además asegura que a la hacienda El Carmen, traían muertos de diferentes partes del Altiplano Cundiboyacense que comprende
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desde el Cocuy en Boyacá, hasta el páramo de Sumapaz. Allí, en acto ritual, les preparaban su ajuar funerario o elementos con los que enterraban a una persona; estos eran comida, joyas, vasijas y semillas que le serían útiles “al viajero” que retornaba al Valle Sagrado de los Ancestros, al inframundo o Tynaquyca, como conciben los muiscas al mundo de los muertos, antes de alcanzar a Guatquyca, lugar de los dioses. Pero para llegar allí, hay que atravesar un valle oscuro que conduce a las entrañas de Quyca (tierra), y cruzar un río sobre balsas de tela de araña, animal emblemático para ellos.
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Foto El de la Ruana
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El viaje a Tynaquyca, explica cómo concebían la vida y la muerte los antepasados indígenas que habitaron el territorio de Usme antes de la conquista española. Dejaron una huella muy diciente de ello en el Hallazgo, cuya importancia para la ciudad radica en que éste “conecta los hilos de la memoria que se diluyó en la historia, y es un lugar sagrado que se conecta con otros territorios”, explica Iván Niviayo, joven gobernador del Cabildo Muisca de Suba. Para comprender la conexión territorial con otros pueblos como los U’wa, al norte de Boyacá, o con los Wiwa, Iku y Kogui, al norte de Colombia, Niviayo expone el relato de la serpiente dorada, conocido en Suba, en Usme y en otros territorios muiscas. En épocas de lluvia una gran serpiente dorada inicia su vuelo en la laguna de Tibabuyes, en Suba, y en un mes alcanza con su cabeza el lago de Fúquene; hecho el recorrido su cola se desprende de Tibabuyes. Para conectarse con otras lagunas como la de Chisacá en Usme, la de Guatavita en Sesquile o la de Iguaque en Boyacá la serpiente vuela hasta por seis meses en nubes resplandecientes, tiempo en el que los observadores que la ven pasar le piden algún deseo. Este legado, contenido en el Hallazgo Arqueológico, es el que salvaguardan los campesinos y pobladores de Usme, como memoria patrimonial ligada al cordón umbilical de su territorio, y a su ser campesino, para entregar, de forma infalible, a las generaciones venideras.
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La secta de los bibliófilos Juan Camilo Rincón Las grandes ciudades de Latinoamérica guardan en sus entrañas las páginas de maravillosos libros viejos. En este lado del continente no solamente fueron publicadas en fascinantes primeras ediciones las magnas obras de esta región, sino además las de algunos de los más reconocidos escritores españoles del siglo xx, quienes no pudieron dar a luz a sus obras en la Madre Patria debido a la censura ejercida por el dictador Francisco Franco. Muchos de esos libros no han sido descubiertos y permanecen guardados en los anaqueles de las librerías especializadas en preservarlos como tesoros. Una primera edición de Cien años de soledad o de Poeta en Nueva York cuyo precio en los mercados europeos alcanza los miles de dólares, puede estar a la mano para un amante de la literatura que visite estos universos de letras añejas. Son lugares de belleza escondida y a veces discreta que no solo guardan joyas invaluables, sino que además generan una atmósfera en la que se respiran magia y recuerdos. Es el olor de los libros, los colores en sus solapas, las portadas poco pretenciosas pero llamativas. El misticismo de este conjunto se complementa magistralmente con el librero, hechicero que embruja al lector cuando lo guía por los mares de sus gustos, interpretando sus deseos. Recorrer las librerías [ 91 ]
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es un placer que me acompaña cuando viajo; es mi otra forma de encontrar y entender la literatura de un país y de descubrir las anécdotas que guardan las firmas, las dedicatorias, las correcciones, los dibujos casuales, las ediciones originales.
Ciudad de México busca aire en las letras
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Ciudad de México que, como un monstruo de muchos brazos, es tan grande y guarda en su interior tantos misterios, se caracteriza como la urbe más extensa de Latinoamérica y ciudad de los museos, después de Londres; los muralistas la retrataron en su cotidianidad y sus luchas, enfatizando su color, su mestizaje, su diversidad. Es, como lo parafraseó Fuentes, la región más transparente —ya no del aire, como lo dijo Humboldt, porque este se hace a veces irrespirable a causa del esmog— pero sí de la cultura que se respira en todas las esquinas. Es, al final, la ciudad que inspiró muchas obras que la relatan y que se alojan en las más de 500 librerías distribuidas en la capital azteca. Una de esas tantas es aquella librería oculta cuyas puertas los amantes y cazadores de reliquias de la literatura latinoamericana esperan traspasar al menos una vez en su vida, en lo que puede equipararse a una gran hazaña. Habían pasado 15 años desde la primera vez que oí hablar sobre ella, en Bogotá. Sentado en la última silla de la biblioteca de la Universidad Externado de Colombia, disfruté una charla del escritor y caricaturista argentino Roberto Fontanarrosa en la que comentó sobre los años y los pasos que gastó buscando el libro Discos visuales del poeta mexicano Octavio Paz, obra diseñada como un juego óptico por el exiliado artista español Vicente Rojo. Recuerdo sus palabras así: “Fue una sorpresa.
La secta de los bibliófilos
Una tarde, un viejo amigo mexicano, escritor, me llevó a un lugar maravilloso, lleno de pinturas por todos lados, hasta en las puertas. Era un departamento antiguo en uno de esos viejos edificios hermosos de Ciudad de México donde estaban todas las joyas que un coleccionista quiere tener. El asunto es que se trata de una librería secreta a la que muy pocos pueden acceder”. Esa leyenda me acompañó los años siguientes. Alejandro, joven librero dueño de Árbol de Tinta en Bogotá, me contaba las historias que a su vez le relató algún cliente lector sobre el lugar donde había visto cartas escritas por la mano poeta de Federico García Lorca y las primeras obras de Julio Cortázar. En 2017, después de haber viajado en dos ocasiones anteriores a la capital mexicana y sin la suerte de encontrarla, me impuse como tarea ineludible regresar a Bogotá habiendo cruzado la puerta mítica. Organicé un plan que me permitiera llegar al lugar donde Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y el reconocido coleccionista y escritor Carlos Monsiváis compraban los más codiciados tesoros. Caminé por todos los anticuarios de libros del centro histórico de la ciudad manita, cercanos al zócalo y refugio de bohemios. Después de comprar uno que otro texto necesario, pregunté a los dueños sobre El Burro Culto. Todos admitieron haber oído hablar sobre el lugar, pero ninguno conocía su ubicación exacta. El mito crecía y, con él, mis ganas de conocerlo. Desesperanzado después de un mes de cateos, decidí cambiar de estrategia. Acudí a lo obvio: Internet. En algunos diarios importantes se destacaba la belleza del sitio, pero ninguno de ellos proporcionaba datos para su localización. El mito seguía nutriéndose. Una tarde, después de caminar por Coyoacán para encontrarme con Elena Poniatowska y tomar el té con galletas que me ofreció la creadora de La noche de Tlatelolco,
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decidí indagar con ella sobre lo que se había convertido en un desafío obsesivo. Me respondió como solo esa mujer magnífica y enigmática podía hacerlo: “No vas a encontrar El Burro Culto. Él te encuentra a ti”. Salí ya de noche y transité de nuevo por el famoso barrio, destacado referente cultural de la ciudad, donde residió Frida Kahlo y pasó sus últimos días León Trotsky. Sentado en el Jardín Hidalgo, frente a la Fuente de los Coyotes, esperé que la librería me encontrara. El tiempo corría en mi contra y se acercaba la fecha de mi vuelo de regreso. Aposté a medidas desesperadas; busqué en las redes sociales cuanto grupo de libros usados, raros o primeras ediciones existiera. Puse carnadas a decenas de vendedores que podrían ofrecerme libros casi imposibles de conseguir, como los santos griales de la literatura latinoamericana: una primera edición firmada de Pedro Páramo o Rayuela dedicada por el autor a alguno de sus amigos. Tras días de pesquisas, algo picó. Ocho días antes de volver a Colombia, alguien me dejó un mensaje corto y directo. Era una invitación a encontrarnos el jueves siguiente a las dos de la tarde en la estación de Bellas Artes. Tras tres días de zozobra y abrumadora ansiedad, llegué una hora antes al lugar acordado. En mi recorrido me encontré con cuadros recurrentes: gente leyendo en el metro o en los parques, y abundantes puestos de comida callejera en los que los tacos sirven de almuerzo para los transeúntes apurados en una ciudad enorme de tráfico imposible. En cada persona que se bajaba de los vagones del metro buscaba los rasgos que, según él, lo describían. Reconocí a Vicente; me llevó a un café cercano donde me mostró algo de lo que vendía. A una charla sobre literatura, extensa y pasada por tragos, le siguió la compra de una primera edición de Alfonso Reyes, lo que me concedió el visto bueno que me daba
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la entrada a la cofradía. “Conozco un lugar en el que puedes encontrar lo que quieres, pero no es fácil entrar. Antes tienen que aprobarte. Es así”. Me citó al día siguiente a las tres de la tarde en la estación Cuauhtémoc de la Línea 1. Caminamos unas cuantas calles en silencio y bajo esa lluvia de Ciudad de México que, pese a lo tenue, te deja empapado. Llegamos a la librería Jorge Cuesta en la calle 12 Liverpool. El dueño actual adquirió el sitio que ahora lleva su nombre, de manos del mismísimo químico, poeta, ensayista y editor. El local, de exquisito gusto y calidez única, tiene dos pisos con repisas colmadas de valiosas obras. Mi guía me instó a recorrer las estanterías mientras él hacía algunas preguntas. Simulando revisar algunos libros de Neruda, miré de reojo a Vicente y vi que se acercaba a alguien que tomaba café al fondo de un pasillo. Después de intercambiar algunas palabras entre ellos, el hombre me miró e hizo un gesto de aprobación, asintiendo. Transcurridos 20 minutos, ambos se acercaron a mí. El desconocido puso en una mesa dos ediciones del mismo título del poeta peruano César Vallejo; me preguntó cuál de los dos era más importante. Recordé las palabras de Álvaro Mutis en una entrevista en la que describe la primera edición de aquel libro y lo señalé. Max Ramos, el dueño de la mítica librería, esbozó una tímida sonrisa y me dijo: “Te espero mañana aquí, a esta misma hora. Tengo un lugar donde puedes encontrar lo que necesitas”. Había pasado la prueba. Llegué cinco minutos antes de la hora establecida. Estaba hablando por teléfono y me pidió que lo esperara en la puerta. En su carro nos dirigimos al norte. Me contó que es dueño de tres librerías, entre ellas Jorge Cuesta; dos están abiertas al público y una más, la secreta, esa que esconde como su mayor riqueza, es visitada por escritores de todo el mundo, quienes
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le piden citas personales para poder ingresar. Joaquín Sabina pasó una tarde completa en un encuentro con los escritores de la “generación del 27” que tanto admira. Monsiváis compró allí más de una de las obras que hoy en día están expuestas en su colección del Museo del Estanquillo. Alguna vez, Gabo entró para buscar ediciones originales de diversos autores, con las que alimentaría varias de las obras que escribió. Mientras me hablaba, mi atención se dividía entre sus palabras y un intento por memorizar el trayecto y cada calle que recorrimos. Mi desconocimiento de la ciudad me estaba costando caro. Sé que vi la estación Sevilla. Max parqueó sobre la calle Durango en la lujosa colonia Roma. Caminamos algunos pasos hacia un edificio viejo al que entré con inocultable emoción; tras pasar por los jardines interiores, llegamos a una puerta de madera, la frontera que creí infranqueable y que era lo único que me separaba del mito. Cada espacio del apartamento incógnito aloja una temática específica y en cada rincón hay obras de las culturas prehispánicas; máscaras y pequeños tótems vigilan con celo los cientos de libros atesorados por sus paredes. Nada está fuera de sitio; todo se encuentra perfectamente ubicado. Puertas y muros con imágenes al estilo de El Bosco hacen exquisitamente oscura la atmósfera y siguen alimentando la tradición de espacio accesible solo a unos pocos privilegiados. Es inevitable sentirse en una obra de novela negra ante lo clandestino del lugar que, según el propio Max, ni siquiera sus vecinos conocen en su condición de librería. El hecho de acceder solo bajo cita previa y con recomendación de otro bibliófilo, alimenta la imagen casi arquetípica de la librería-secta. En mis manos tuve primeras ediciones firmadas de Juan Rulfo, Octavio Paz, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Roberto Arlt, Pablo
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Neruda, Gabriela Mistral, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Mario Vargas Llosa y muchos más. Frente a mis ojos y en cada página estaban los últimos 200 años de la literatura latinoamericana. El momento idílico se vio interrumpido cuando Max me advirtió que solo admitía un visitante a la vez pues esto permite un encuentro más íntimo en la triada libros-librero-comprador, y ya estaba en su puerta otro de los afortunados miembros de la congregación. Al salir, puedo jurar que vi entrar a Gay Talese. A un bibliófilo consumado no le importaría perderse entre las incontables calles, los casi 21 millones de habitantes y los 4,1 millones de vehículos que circulan a diario por la tumultuosa Ciudad de México, para luego desaparecer tragado por los cientos de miles de páginas que alberga El Burro Culto –¿oculto?– sin sentir la menor angustia, como si habitara el paraíso borgeano.
La magia de Merlín en Bogotá A la primera librería que me maravilló la conocí en 2005 en Bogotá. En las faldas de los cerros orientales rezuma el centro de la ciudad; de las montañas baja el río San Francisco que, tras su entrada a la urbe, se torna en pavimento para convertirse en el Eje Ambiental. Al llegar a la carrera octava, a pocas cuadras del lugar donde fue asesinado el caudillo Jorge Eliecer Gaitán y estalló el Bogotazo, se encuentra la librería Merlín. Es una enorme casa de estilo republicano con tres pisos y un sótano. En cada uno de los cuartos hay estantes atestados de libros organizados por temáticas o áreas del conocimiento y, dentro de esa categoría, ordenados alfabéticamente. Sin importar la hora, de un radio viejo se escapan melodías de jazz o de música clásica que inundan el ambiente y van llevando al
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visitante en un recorrido casi laberíntico en el que fácilmente puede perderse extasiado. En su subsuelo hay una pequeña galería con cuadros de Alejandro Obregón, Luis Caballero y Enrique Grau, fotografías de Leo Matiz y Manuel H, esculturas de Ramírez Villamizar y Negret, e inesperadas obras de internacionales como los dibujos de aves que hacía el poeta español Rafael Alberti. Cada vez que se suben las escaleras cruje el piso de madera y termina uno topándose con montañas de libros de historia universal o literatura contemporánea, partituras y revistas, alguna edición antigua de la Biblia o un libro infantil de los años 80. Alrededor de doscientos mil libros organizados en once zonas esperan a los lectores para atraparlos entre sus hojas. A Célico Gómez, su dueño, lo conocí cuando Merlín era una casetica ubicada a una cuadra de donde está hoy. Él, de memoria prodigiosa, recuerda cada nombre y el gusto de cada cliente. Frente a su escritorio suele haber una fila de estudiantes y lectores extranjeros enunciando en voz alta su deseo: ¡La Divina Comedia! ¡Rayuela! ¡Historia del Derecho Constitucional colombiano! Él, con el talante sosegado de aquellos a quienes no los aqueja el paso del tiempo, indica dónde está el libro y cuántos ejemplares tiene. Célico, como un sabio de cuento, camina ojeando títulos y actualizando el vasto inventario que tiene en su cabeza. De vez en cuando se agacha para recoger un libro y llevarlo a su lugar o se detiene para enderezar un cuadro torcido. Siempre anda con una llave en la mano, que guarda con profundo recelo; es la que abre un cuartito especial donde conserva las que él considera sus verdaderas joyas. Pinturas de Picasso, libros dedicados por autores que hasta ellos mismos olvidaron que existían, estampillas centenarias, las primeras ediciones de los libros
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más importantes de nuestro país… todo en un cuarto de dos por dos. Toca cada cosa con mucha delicadeza, refrendando la imagen que se convierte en recuerdo, revisando hasta el más mínimo elemento que lo diferencie de otros, porque saber eso es poder… es lo que maravilla al coleccionista cuyo deseo no es saciado con facilidad.
Laberintos de La Habana La Habana es una ciudad para almas viejas; el tiempo se detuvo en los años 60 y en eso radica parte de su encanto. No importan todos los intentos que ha hecho el mar para desgastar las cosas, pues sus calles guardan el esplendor de cinco décadas atrás, con una nostálgica y delicada decadencia. Partiendo desde el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, el caminante puede empezar un recorrido por la calle Obispo, donde algunas librerías viejas sorprenden entre sones y guaguancós. Es la ciudad de Nicolás Guillen y José Lezama Lima; la capital que grandes de la literatura de nuestro continente visitaron para dar su apoyo a la Revolución cubana. Desde Julio Cortázar hasta Camilo José Cela, pasando por Mario Vargas Llosa y el mismo Gabriel García Márquez, muchos ofrecieron conferencias en sus plazas y teatros, fueron aplaudidos por muchedumbres apabullantes y se dejaron impregnar por el olor a mar y a historia en el malecón. Al final de la calle Obispo está la Plaza de Armas. Es fácil encontrarla porque siempre hay música; a veces es la Orquesta de Cámara de La Habana; otras, un grupo local de guajira. Allá llegué buscando un libro de Alejo Carpentier, quien me enamoró desde que leí El reino de este mundo. Termina la estrecha Obispo y desde ella se despliega una plaza llena de puestos con mesas de libros antiguos.
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El cubano siempre encanta; después de un par de palabras te ofrece un poco de ron y algún consejo para la vida. Estos son libreros curtidos con esos turistas que quieren llevarse consigo un pedacito diferente de Cuba. Además del ron, ofrecen carísimas primeras ediciones o libros de un peso, en medio de charlas desprevenidas. Ahí conocí a uno de los más enigmáticos libreros; jamás me dijo su nombre y, sin ningún afán de vender me dijo que, si deseaba encontrar algo realmente valioso, debía ir a su librería en el barrio Vedado, a una hora que él designó. Escribió la dirección en un papelito y se fue con su pequeño perro de raza criolla que no se separaba de él. Con el deseo urgente de cumplirle la cita al misterioso personaje, llegué al hotel Habana Libre y caminé por la calle M hasta Rampa. Crucé la avenida, me refresqué con un helado de Copelia y bajé por la calle L, siguiendo rigurosamente sus indicaciones. Me dijo que reconocería la casa porque afuera estaría la Chuchi, la perra madre, junto con varios de sus hijos y nietos. En efecto, frente a una especie de portón había alrededor de veinte canes de diferentes colores, olores y tamaños. Al entrar a la sala encontré montones de altísimas columnas de libros que formaban un laberinto para sus mascotas; uno de ellos, Borges, pese a su ceguera, recorría los recovecos con total familiaridad. Pregunté al librero por alguna obra de Carpentier y me dijo que no había encontrado el libro que buscaba, pero que había decidido venderme uno de Cortázar. Pensé que había perdido el tiempo yendo hasta allá y que tal vez iba a mostrarme cualquier libro del argentino, pero mi malestar se disipó cuando me entregó una joya del gran cronopio: una primera edición de uno de sus primeros libros de cuentos.
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Él decidía qué le vendía a quién, y el precio variaba de acuerdo con la disposición del cliente para escuchar sus interminables historias sobre lo que había soñado la noche anterior, las premoniciones que tuvo a la hora del desayuno, alguna entrevista o documental que alguien hizo sobre él, o la forma en que consigue comida para sus veintitantos compañeros pulgosos. Buscando volver al tema de mi interés, traté de aterrizarlo preguntándole qué libros tenía, pero terminaba hablando de cine o de música. Al final, me fui con tres maravillas que encontré gracias a Borges en el laberinto tropical que, sin querer, creó para él aquel librero a quien no le interesaba vender libros sino crear lectores. Ernest Hemingway colgaba en las paredes de su casa en Finca Vigía las cabezas de los animales que había cazado; nosotros, los de la secta de los bibliófilos, somos un poco más discretos. Guardaremos en nuestras bibliotecas los tesoros encontrados, durante los años que nos queden de vida. Sus páginas llenas de anotaciones, firmas, dedicatorias, dibujos e incluso fisuras y pequeñas grietas, serán mapas en los que leeremos la verdadera historia de nuestro continente bajo el velo de la ficción. Al final, cuando muramos, estos libros seguirán su camino en un ciclo eterno que nos sobrevivirá.
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Estos textos resultaron ganadores del Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá 2018 del Instituto Distrital de las Artes, conforme a la Resolución 1216 del 17 de septiembre de 2018. Mediante Resolución 1218 del 17 de septiembre de 2018 se designaron como jurados del concurso a Nelson Fredy Padilla Castro, Óscar Mauricio Durán Ibata y Paul Fabían Brito Ramos.
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Crรณnicas seleccionadas se terminรณ de imprimir en los talleres de Colombo Andina de Impresos S.A. ubicados en la Carrera 37 No. 12 - 42, Bogotรก D.C., Colombia. El tiraje fue de 1000 ejemplares.