Etel Carpi
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Cuentos del Sur
CUENTOS DEL SUR (Cuentos infantiles)
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A los niños de mi país A los animalitos del Sur A mi hija Rocío
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Dibujos, diagramación y óleos de tapa (cerro Fitz Roy) y contratapa (pareja de pingüinos): Etel Carpi © Copyright 2010 Etel Carpi “Cuentos del Sur ” Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en Argentina - Printed in Argentina ISBN: Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del titular del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción, almacenamiento o transmisión parcial o total de esta obra por cualquier medio mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia u otro procedimiento establecido o a establecerse, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Etel Carpi Cuentos del Sur . - 1a ed. - Junín : De Las Tres Lagunas, 2010. 70 p. : il. ; 23x17 cm. ISBN 1. Cuentos infantiles. I. Título CDD A861
Ediciones de las Tres Lagunas España 68 - CP 6000 - Junín - Pcia. de Buenos Aires República Argentina Telefax 54-2362-631017 E-mail: ediciones@d elastreslagunas.com.ar www.delastreslagunas.com.ar Impresa en el mes de junio de 2010 en Bibliográfika Bucarelli 1160 - C1427CHR - Buenos Aires - Argentina TE 54.11.4523.3388
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1 La Pequeña Orca Había una vez una pequeña orca muy inquieta, juguetona y desobediente. Enloquecía a sus padres para que jugaran con ella. Nunca se cansaba de saltar por sobre el lomo de su corpulenta madre. Un, dos, tres... ¡plaf!, caía de un lado. Un, dos, tres... ¡plaf! caía del otro. Y levantaba una fina cortina de agua que vista a trasluz parecían finos diamantes iridiscentes. Pero... ¿qué es lo que más divertía a la pequeña orca? Llegar hasta las bahías calmas de transparentísima agua azul donde nadan y flotan felices y despreocupados los elegantes pingüinos. Le agradaba ver como se asustaban cuando la veían llegar y nadaban presos de agitación hacia la cercana costa donde desbandaban con el susto a los otros pingüinos que estaban tomando sol, durmiendo o descansando sobre el canto rodado. Y la orquita, llena de gozo, con una sonrisa pícara en su rostro travieso, se atrevía a continuar su marcha hasta el mismo rompiente y desde allí, se divertía haciéndole burla a los pobres pingüinos asustados. Su buena madre no podía descuidarse un momento cuando andaban cerca de la costa ocupada por pingüinos, porque en cuanto se distraía... ¡zas!, su pequeño ballenato desaparecía de su lado.
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Las inocentes incursiones de su hija en las playas la tenían muy preocupada: "cualquier día terminará varada en tierra y si no muere, la recogerá algún integrante de esa malvada especie llamada humana y pasará el resto de su vida haciendo tontas piruetas en algún acuario para divertir a los aburridos humanos" –pensaba. –No debes salir del agua, es muy peligroso –le repetía una y otra vez. –¿Por qué? –saltaba enojada la traviesa hija. –Porque tu mundo es el mar y allí en la tierra habita una especie que no nos quiere, dice que somos asesinas. –¿Y eso no es cierto? –¡Claro que no! Cazamos para comer, y sólo cuando escasea el pescado, que es nuestro alimento preferido. –¿No comemos hombres? –¡Noooooo…! tan sólo lobos o pingüinos enfermos o débiles. –¿Y por qué no puedo jugar con ellos? –Puedes... pero tienes que tener cuidado de no llegar a la playa cuando la marea está baja; después no podrás volver y si te ven los hombres que andan por ahí... –¿Qué me harán? –Querrán llevarte con ellos y vivirás el resto de tu vida en la pequeña pileta de un acuario trabajando para entretenerlos... Alejandro, un jovencito de seis años, de ojos negros y vivaces, estaba acostumbrado a los pingüinos, gaviotas, ostreros, guanacos, ñandúes y todo bicho de la zona porque había nacido entre ellos. Hijo de un
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guardafauna, creció amando a los animales y gozando de una amistad simple y pura. Su vida transcurría en la pingüinera, iba y venía por todos los rincones sin perderse y hasta se diría que los pingüinos lo reconocían como un integrante más de la colonia. Esa mañana, Alejandro caminaba por la costa del mar en busca de caracoles (tenía una colección de todos los tamaños y colores). En determinado momento levantó la vista hacia el mar y vio un bulto oscuro que se acercaba. Era la pequeña orca que por primera vez veía un cachorro humano y trataba de acercarse lo más posible a la playa para invitarlo a jugar. Alejandro caminó hacia el mar, hasta que la espuma mojó sus pequeños pies. Nunca había visto un animal tan grande y bello. Se quedó sorprendido y con los ojos muy abiertos miró como la orquita le rozaba los pies con su reluciente cuerpo. –¿Cómo te llamas? –preguntó el ballenato en gesto de amistad. –A... a... alejandro –tartamudeó el niño, que nunca había oído hablar a una orca. –Yo soy una orca, sube a mi lomo, te llevaré a pasear por el mar. –¿En serio? –preguntó Alejandro con el rostro iluminado de felicidad. –¡Claro que sí! Jugaremos a descubrir pingüinos y otros animales marinos. Verás como se asustan al vernos. ¿Vienes conmigo? Sin pensarlo dos veces, Alejandro trepó al brillante lomo de la orca y ambos partieron mar adentro. Cuando mamá orca los vio llegar no podía dar crédito a los que veía. Enfurecida por la travesura de su ballenato, gritó:
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–¡Devuelve ese cachorro a la playa o tendrás un castigo! –Pero… –protestó la orquita llena de miedo– si es mi compañero de juegos. –Obedece y que no vuelva a verte haciendo una travesura así. –Pero... –Pero... nada. Cumpla con la orden, señorita. Cuando los padres de Alejandro lo vieron llegar montado sobre el lomo de una pequeña orca se asustaron mucho, pero no pudieron contener la risa que esa tierna imagen reflejaba en sus rostros, hasta aquel momento preocupados porque no sabían dónde estaría su Alejandro. –¡Pá... má! –corrió el niño feliz a los brazos de sus padres. En sus ojos negros brillaban bichitos de luz. –He paseado por el mar y no saben cuántas cosas lindas vi. Y comenzó a narrarles su aventura, mientras atravesaban la ciudad de los pingüinos, camino del hogar.
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2 El Hombre y el Delfín En un pueblo muy hermoso y tranquilo de la orilla del mar, vivía un hombre joven que era feliz con su trabajo en el gran acuario que albergaba inteligentes criaturas marinas. Él amaba mucho a los animales y por eso le gustaba tanto trabajar en ese lugar. Era muy buen nadador y había estudiado práctica submarina. Es decir... le gustaba comportarse como un verdadero pescado. En las vacaciones se alejaba de su ciudad para emprender excursiones submarinas en aquellos lugares de la costa que más se prestaban para eso. Y estos lugares se encontraban muy lejos de su hogar, pero a él no le importaba, porque en realidad eso era lo que lo hacía feliz. Un día, cuando andaba en una de esas excursiones submarinas se encontró con un pequeño delfín en apuros. En esos mares no había muchos tiburones, pero nunca habría imaginado ver uno tan inmenso como el que nadaba tras el delfincito indefenso, el que seguramente había perdido a su mamá. El joven, a pesar del miedo que sintió al ver al inmenso tiburón, no titubeó un instante en perseguirlo para intentar el salvataje del simpático delfín.
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Por suerte, el delfincito logró meterse en una cueva de las tantas que había en esos escarpados fondos marinos; el tiburón intentó entrar pero como era mucho más grande que el delfín no pudo superar la estrecha entrada. Pero el hombre sabía que no estaba resignado y allí montaría guardia hasta que su presa, agotada de hambre, saliese al exterior. Escondido tras unas gigantes plantas acuáticas, el hombre observaba la escena sin saber cómo rescatar al animalito. Si encontrara alguna roca suelta –pensaba– trataría de desmayarlo con un golpe. De repente recordó el tubo de oxígeno que había dejado en la costa y nadando vigorosamente se lanzó en su búsqueda. Un gran esfuerzo le demandó regresar con la carga del pesado tubo, y cuando llegó todo estaba igual: el tiburón seguía esperando la salida del delfín. –Esperaré el momento oportuno –se dijo– para sorprenderlo.
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Y estudió cuidadosamente todos los alrededores, tratando que el tiburón no sospechara de su presencia. Se acercó sigilosamente y cuando el tiburón lo vio, con gran puntería le asesto un golpe en la cabeza antes de que pudiese atacarlo. Y el peligroso animal cayó al fondo cenagoso del mar El hombre entró entonces en la cueva donde encontró al delfincito temblando de miedo. Quizás pensó que sería víctima de él. El miedo lo paralizó y no pudo escapar, pero poco a poco fue serenándose cuando comprendió que en realidad, ese animal no quería hacerle daño. Se dejó acariciar y hasta se animó a seguirlo cuando el joven emprendió el regreso a la costa. Y cuando salió a tierra, frrrrrrr... el delfincito salió con él, resbalando en las rocas cubiertas de musgo. A pesar de lo mucho que le gustaba el delfín, el hombre sabía que no podía llevarlo con él porque el trayecto hasta el acuario era muy largo y se le moriría en el camino. Una y otra vez lo regresó al mar, una y otra vez el delfín volvía tras él. Resignado a hacer de madre, decidió hablarle tratando de imitar el lenguaje de los delfines que había aprendido en el acuario. Le pidió que se quedara en el mar; él, todos los días lo visitaría para darle de comer y jugar un rato. Desde ese día hombre y delfín fueron inseparables y poco a poco, el delfincito se fue convirtiendo en un apuesto jovencito que vivía libre y feliz en esos mares, gracias a los cuidados de su amigo. Pero un día en que andaban paseando juntos por las profundidades marinas, el hombre se sintió mal y perdió el conocimiento. El delfín, que era muy inteligente, supo enseguida que había llegado el turno de salvar de la muerte a quien una vez lo había salvado a él.
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Con mucho esfuerzo logró empujarlo con la trompa hasta la superficie y luego acomodó su cuerpo sobre el lomo, y sosteniéndolo con una de sus aletas para que no se cayera, nadó hasta la costa. Cuando el joven despertó se encontró en tierra; y su amigo, que no lo había abandonado un segundo, empezó a dar grandes saltos de alegría en el agua. Luego salió a tierra y cubrió al joven de tiernos besos mientras le susurraba al oído su felicidad por verlo vivo. El hombre, emocionado, retribuyó los saludos mientras trataba de recordar lo que le había pasado. Recordó que se había sentido mal y después... el vacío de la nada. Sin duda –pensó– mi amigo me salvó la vida como aquella vez yo a él. El joven se recuperó enseguida porque no tenía nada grave, y la amistad entre ambos fue desde entonces mucho más fuerte. Los días pasaron y el hombre tenía que regresar a su trabajo; sentía una gran pena porque tenía que dejar a su amigo; las despedidas no le gustaban pero... ¡cómo partir sin dar las gracias! Aquel día le contó todo y prometió volver en cuanto pudiese; incluso le pidió al delfín que lo visitara por aquella zona. –Yo iré contigo –le dijo el delfín. –¿Cómo haré para llevarte? –preguntó el joven. –Yo te llevaré a ti. Irás sobre mi lomo. Convencido de que el delfín deseaba ir con él para trabajar en el acuario, telefoneó al director para decirle que lo fueran a buscar en un lugar de la costa que conocía muy bien. Hombre y delfín emprendieron el largo viaje hacia el norte.
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Cuando se cansaban de andar, descansaban flotando en el agua, el joven sobre el lomo de su amigo, y luego se prendía de la cola y continuaban el viaje. Cuando tenían hambre, el hombre se dirigía a la costa y comía de las provisiones que llevaba en una bolsa impermeable, mientras que el delfín salía a pescar haciéndose de sabrosos bocados, Y así anduvieron varios días, hasta que una noche divisaron la luz del faro que les indicaba el final del viaje. Su luz fue la guía que les indicó el lugar de la costa donde tenían que esperar la llegada de la gente del acuario. Y allí está Goliat (que es el nombre que se le dio en el acuario); con su joven amigo hombre hace las delicias de grandes y chicos con sus piruetas, juegos y pruebas. Y es feliz, porque fue su propia decisión la de trabajar en el acuario; es que los animales no olvidan jamás a quienes los tratan bien y los aman, más si ocurre en la etapa inicial de la vida, cuando están dispuestos para toda enseñanza y ejemplo. –¡¡Viva... viva!! –grita la gente. Y Goliat saluda alegremente con la aleta en alto, esperando el premio del sonido de los aplausos.
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3 Aventuras de un Guanaco Travieso Había una vez un joven guanaco que Juan José, el guardafauna de la reserva de Cabo 3 Puntas, había recogido cuando chulengo (así se les llama a los guanacos cuando son pequeños). Como el pobre hombre se encontraba muy solo en un lugar muy alejado, decidió llevarse al guanaquito para tener un amigo con quien jugar, conversar y compartir las largas caminatas que realizaba periódicamente por la extensa reserva, para proteger a tantas especies animales que allí viven de los malos cazadores que nunca faltan. Quico (ese es el nombre que le puso al guanaco) se crió tan, tan mimoso con los cuidados de Juan José que no se separaba de él por nada del mundo, Comía de todo, desde pan y fideos hasta cáscaras de duraznos y papas. Porque si bien los guanacos comen pastos y hojas, cuando se crían guachos se acostumbran a comer de todo. Salía y entraba de la casa cuando quería y jamás se acercaba a los grupos de guanacos salvajes que pastoreaban y ramoneaban en los alrededores de la casa; se había transformado en un guanaco civilizado. Pero poco a poco, Quico comenzó a celar de todo visitante de la reserva (donde llegaba mucha gente de visita turística), a quienes perseguía sin cansancio y
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cuando Juan José se descuidaba... ¡pláfete!, de un pechazo los hacía rodar por el suelo. Los desprevenidos turistas salían corriendo por las lomas vecinas en cuanto lo veían tomar el envión... y Quico más se entusiasmaba y corría tras ellos; parecía divertirse con el susto de los pobres visitantes. Con el paso del tiempo la situación se tornó insostenible para Juan José porque las quejas llovían y llegaron a oídos del jefe de los guardafaunas, quien lo amonestó a deshacerse del guanaco atrevido o sería destituido de su cargo de centinela de los animales. Como Juan José se negaba a abandonar al animal, por quien sentía un gran cariño a pesar de sus desagradables travesuras, y como el jefe, en el fondo, no deseaba perder los servicios del que consideraba el mejor guardafauna de su dotación, decidió por su cuenta y condenó a Quico al destierro. Así fue como sin pérdida de tiempo, el desdichado guanaco fue embarcado y luego liberado en una pequeña isla que se encontraba a 200 millas de la costa de aquel país. Cuando Quico quedó solo en la isla, donde no había ni un guanaco y mucho menos gente para divertirse, comprendió (porque era muy inteligente) que su comportamiento en aquella bonita reserva había sido muy malo y merecía el castigo de esa fría y solitaria cárcel natural que rodeaba el mar, Muerto de aburrimiento, de frío y de hambre (porque allí poco había para comer), pensó que su vida no duraría mucho tiempo más y llorando de arrepentimiento pasaba las largas noches en vela y tiritando, porque el helado viento no cesaba un momento de soplar y soplar...
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–Tengo que encontrar la forma de salir de aquí... pero… ¿quién me ayudará? –decía tristemente Quico. –¡Oh sí…! hablaré con los pingüinos que viven en la isla, quizás conozcan a los pingüinos de Cabo 3 Puntas y puedan ayudarme. Resuelto a no perder más tiempo, con la primera luz del día se dirigió al lugar donde sabía estaban los hombrecitos de frac. –Buenos días –los saludó con un brinco–, ¿alguno de ustedes conoce la reserva de Cabo 3 Puntas? Los pingüinos se miraron unos a otros y luego respondieron: –No... ninguno por acá. ¿Y tú quién eres? –Soy el guanaco Quico. Vivía en Tres Puntas, pero como me portaba muy mal me enviaron a esta isla, y yo necesito regresar o moriré. –¿Hablan de Tres Puntas? –preguntó un pingüino distinto que llegaba recién desde el mar y alcanzó a escuchar ese nombre. –Sí –le contestaron los otros pingüinos–, ¿tú has estado allí. –No, yo no. Pero conozco algunos de allí, me he encontrado con ellos en el mar. –¡Oh! –saltó Quico entusiasmado–. ¿Y tú podrías encontrarlos? –Bueno... no será fácil pero lo intentaré. Diciendo esto, el pingüino que pertenecía a una especie distinta de los que en esa isla vivían y que tenía un coqueto grupo de plumas amarillas en la cabeza, se internó en el mar para perderse de la vista de Quico y sus amigos. Pasaron varios días sin noticias del pingüino de la pluma amarilla... pero cierto día surgió desde el mar
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con otros pingüinos iguales a los que vivían en la isla. Cuando éstos lo vieron, varios corrieron a avisarle a Quico. Para llegar más rápido, palmoteaban con sus aletas en el suelo, como hacen los pingüinos cuando se asustan y desean huir. –¡¡Amigo guanaco!! –le gritaron desde lejos–, han llegado los visitantes que esperabas. Y sin pérdida de tiempo se dirigieron a la costa donde los demás los aguardaban. –Les presento a mis amigos de Cabo 3 Puntas –dijo a todos los presentes el pingüino de las plumas amarillas. –¡Mucho gusto! –contestaron a coro. –El señor guanaco desea hablarles –dijo volviéndose a los visitantes. Y Quico les relató lo sucedido, rogándoles ayuda para regresar a su hogar. –Está bien... –dijo uno de los pingüinos que era muy robusto y elegante– te ayudaremos pero tienes que prometer que no regresarás a tus andadas. –Lo prometo, lo prometo –se apresuró a contestar Quico–… nunca volveré a ser malo con la gente. –Tendremos que avisar a las orcas, sólo ellas podrán transportarte hasta la costa. Veremos... habrá que encontrarlas y convencerlas; tú espéranos que nosotros nos encargamos de que todo salga bien. Se despidieron de Quico, quien les deseó mucha suerte y partieron. Era un grupo muy grande, porque al pingüino de las plumas amarillas y a los de Cabo 3 Puntas se agregaron varios de la isla, deseosos también de colaborar. Después de andar durante unos cuantos días sin novedades de las orcas, una brumosa mañana avista-
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ron un grupo de varios ejemplares no muy lejos de ellos. –Amigos –dijo el pingüino que parecía comandar al grupo–… tendremos que acercarnos con mucha cautela para asegurarnos que no tienen hambre o correremos serios riesgos. –¿Y cómo haremos para llamar su atención? –preguntó el pingüino de las plumas amarillas. –¿Qué les parece si nos ponemos a gritar? –propuso otro. –Muy bien –dijeron todos juntos– y esperaremos que ellas se acerquen a nosotros. Y comenzaron a coro en un trompeteo (sonido que emiten, muy semejante a la trompeta) que llamó la atención de las orcas, porque jamás habían escuchado gritar así a los pingüinos en el mar. El macho jefe del grupo decidió acercarse a investigar, mientras los otros más jóvenes, hembras y cachorros, quedaban a la expectativa. Cuando los pingüinos lo vieron llegar callaron, y uno de ellos tomó la iniciativa de hablar con la temible orca. –Amiga orca, necesitamos tu ayuda –le dijo desde cierta distancia, con algún temor de ser atacado. –¿Qué ocurre? –preguntó la orca. –En nuestra isla hay un guanaco que fue desterrado de Cabo 3 Puntas por sus travesuras. Sufre mucho y está arrepentido. Quiere regresar y nos pidió ayuda. Y nosotros sabemos que los únicos que podrían transportarlo hasta la costa son ustedes. Después de pensar un rato, el gran jefe orca accedió:
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–Está bien, ayudaré al desdichado, que ya bastante castigo ha tenido, a regresar a su hogar. ¿Dónde está? –Síguenos, que te guiaremos. Al terminar el parlamento, todas las orcas rodeaban a los pingüinos y juntos, en alegre excursión, emprendieron la marcha acuática hacia la lejana isla. Quico se encontraba en entretenida plática con sus amigos pingüinos y otros animales marinos como lobos, elefantes, cormoranes y gaviotas, ya enterados de los acontecimientos, porque en la pequeña isla cualquier novedad corría de boca en boca y de pico en pico. Las peripecias del pobre guanaco se habían convertido en un acontecimiento y todos los animales se esforzaban por darle ánimo. –No te preocupes –le decían–, encontrarán a las orcas y seguro que no se negarán a ayudarte. En eso estaban cuando vieron un gran tumulto en el mar. –¡¡Allí llegan las orcas!! –gritó un lobo marino desde el agua, mientras intentaba salir a tierra. Pues los lobos temen instintivamente a las orcas ya que éstas, cuando hay escasez de pescado, llegan hasta las costas para intentar cazar algún lobito desprevenido. –¡Oh sí! –gritó con su voz ronca un cormorán, emprendiendo el vuelo para ver mejor; son varias, y también vienen los pingüinos. –Vamos a recibirlos –ordenó una gaviota. Y todos corrieron, volaron o se arrastraron hasta la costa, incluido Quico, que estaba muy contento pero algo nervioso por el viaje que le esperaba. No quiso confesarlo para no parecer cobarde, pero lo cierto que el mar y las orcas lo asustaban un poco.
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–Aquí están las orcas, listas para llevar a Quico a su hogar –explicó uno de los pingüinos de la expedición rescate. –¿Estás preparado? –preguntó el macho jefe desde el agua, al ver a Quico. –Sí, sí... –contestó algo titubeante y luego se volvió a sus amigos para saludarlos y darles las gracias. –Gracias por todo, espero que siempre me visiten en Cabo 3 Puntas. Será una gran alegría para mí. Y se despidió de todos con un alegre relincho. La orca jefe esperó una gran ola para acercarse a la orilla y le dijo a Quico que se preparara para de un ágil salto trepar a su lomo. Muchos animales decidieron acompañarlo en el periplo marino; les encantaba la aventura de un viaje que prometía ser muy divertido. Pero en verdad, no ocurrió nada especial durante la larga travesía y Quico llegó feliz y mojado a su añorado hogar. Se despidió de sus incontables amigos del mar, quienes le prometieron visitarlo pronto y se encaminó con paso ágil hasta la casa de Juan José. Cuando éste lo vio no podía creer que fuese él. Pero fue tanta la fiesta que le hizo que pronto su incredulidad desapareció. Quico relató su aventura en el lenguaje de los guanacos y le prometió portarse bien con los visitantes de la reserva. Y así fue como Quico, el guanaco travieso, se transformó en el amigo de todos, juguete de niños y guía de grandes, viviendo feliz y mimado hasta el momento de su muerte.
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4 El Cormorán Visitante Había una vez una gran colonia de cormoranes que vivían alegremente durante los meses estivales en una pequeña isla que compartían con otros muchos animales marinos. La gente que habitaba la zona la conocía con el nombre de Isla Roja, nombre que podría relacionarse con los amaneceres rojizos que tiñen de fuego la diminuta isla. Aquéllos pasaban el tiempo incubando los huevos y luego dándoles comida a sus pichones hasta que éstos podían volar y buscarse solos el alimento. Durante todo el tiempo que pasaban en la isla no se alejaban demasiado en sus vuelos y permanecían en tierra, atentos a la tarea de procrear. Había allí dos especies muy bellas: cormoranes blancos y negros; unos tenían ojos azules y pecho blanquísimo y otros cuello negro y una mancha roja muy pintoresca cerca de los ojos. El negro de alas, cola, lomo y cabeza, con hermosos destellos de verde y lila. Además de estas dos especies de cormoranes se conocían cormoranes negros y también grises. Entre tantos cormoranes había uno muy joven de ojos azules, de un espíritu inquieto y soñador. La monotonía de la vida que llevaban no le gustaba nada; él vivía imaginando aventuras y viajes por tierras lejanas. Su imaginación era tan fértil que pensaba emprender
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un vuelo ascendente que lo remontara hasta el cielo y abandonando la tierra, recorrer el espacio en busca de otros mundos. Claro, se cuidaba muy bien de no decir nada de sus sueños porque sabía que lo reprenderían duramente. El joven cormorán vivía infeliz y no veía la hora de crecer para obtener más fuerzas y poder hacer realidad esos sueños. Un día salió a pasear por la costa, alejándose bastante de la isla, y como se cansó mucho decidió posarse en una roca sobresaliente, bien en lo alto de la barranca, balcón al mar. Sus alas estaban muy mojadas porque se había zambullido varias veces en el agua para pescar. Abrió muy bien las alas, extendiéndolas para que el sol las secara y cerró los ojos para soñar, abrazado por la caricia del sol, el arrullo del mar y el canto del viento. En eso estaba cuando escuchó una voz ronca distinta a todas las que él conocía. Abrió los ojos y... ¡oh sorpresa la del joven cormorán!, cuando vio posado a su lado un bellísimo cormorán de tan extraños colores que creyó formaba parte de sus sueños. Lo miró asombrado, jamás había visto una especie así. Su color era verde esmeralda, con tintes anaranjados en el vientre y reflejos amarillos en colas y alas. Sus ojos de un rojo intenso... lo observaban con expresión amistosa. –¡Hoola! –le dijo el visitante– ¿viives poor aaquí? –Más o menos –le contestó el joven con su voz aterciopelada– mis compañeros habitan en una isla, no lejos de aquí. –¿Y cóoomo es que no estás con eeellos?
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–Es que... me aburro mucho allá, todos los días iguales me entristecen. ¿Y tú? ¿De dónde vienes? ¿No te aburres? –¡Nooo…! casi nunca. Viajo mucho, soy un eeexplorador deeel eeespacio. –¡¿Cómo?! –se interesó el joven, que veía hacerse realidad sus sueños de aventuras–. ¿Quieres decir que vienes del espacio? –Aaasí es... y ésta es mi priimera viisita a la Tiierra; y tú eeeres el priimer ser que veeo. –¡Oh, qué maravilla! –se alegró–. ¿Cuál es tu planeta? –Aaa varios aaaños luz de la Tiierra. –Habrás tardado mucho en llegar... –Noo, sii coonoces loos luugares poor doonde haay que deesplazarse y poosees la facultad dee pooder voolar a veelocidad ultraeónica. –¿Yo podría hacerlo? –preguntó el jovencito muy entusiasmado. –Síí, si vuuelas baajo miii atracción maagnética. –Entonces... iré contigo. –Miira que te seerá difícil viivir en un muundo muy diiferente al tuuyo. –¡No importa! Será mucho menos aburrido que vivir aquí; además tendré por fin la oportunidad de concretar mis sueños de aventuras. –Buueno... como quieras –le dijo el visitante feliz de llevar al suyo un ser de otro planeta. Para él sería una hazaña y recibiría muchas felicitaciones. El viaje fue tan rápido que nuestro amigo cormorán no tuvo tiempo de ver nada. Sólo la incolora inmensidad de un espacio que él imaginó distinto. ¡Qué
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diferente a sus "lentos" viajes por el cielo de la Tierra, con tantos colores, sonidos y habitantes! Cuando llegaron al lejano planeta, se asombró de no ver ni agua, ni árboles, ni flores, ni viento. Hermosísimos cormoranes, muy parecidos a su amigo, vivían en grandes ciudades muy extrañas que parecían de plástico transparente. "Ellos serán muy hermosos –pensó– pero su planeta... ¡qué feo es!" En cuanto lo vieron, comenzaron a burlarse de él, de su torpeza para volar, de sus feos colores... –¡Miren que ser más fiiero! –decían muertos de risa. –¡Y nooo saaabe haaacer nada! –gritaban indignados. Y lo pusieron a trabajar, porque si quería quedarse, tendría que trabajar. El joven cormorán terráqueo fue tratado como un esclavo. Todos lo despreciaron porque era feo y tonto. Poco a poco se sintió tan infeliz que las fuerzas lo fueron abandonando; sólo deseaba regresar a la Tierra donde la vida era tan hermosa. Pero... ¿cómo? Solo nunca podría regresar. Un día, su amigo lo encontró triste y silencioso. –¿Quiieres reegresar? –le dijo. Nuestro cormorán se alegró y preguntó: –¿Tú me acompañarías? –¡Claaro que sí! Yooo también deeseo irme de aquí poorque deesde que teee traaje nooo hacen más que echarme en caara que soy un inútil por el hooorrible y reetrasado ser que traaje del espacio. –Quiere decir que por mi culpa ahora tú eres infeliz.
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–No... graacias a ti coonocí un plaaneta maaravilloso para vivir. Y los dos amigos emprendieron el viaje con renovados bríos. El visitante porque soñaba con su nueva vida en aquel mundo azul de dulces colores, y el terráqueo porque había aprendido a no aburrirse y a descubrir toda la belleza que su pequeño mundo guardaba. Y ambos vivieron muy felices en Isla Roja, donde el visitante fue muy bien recibido por todos los cormoranes que allí habitaban; y desde entonces, para el joven cormorán la monotonía de los días en la Tierra fueron su mayor alegría... y además, tuvo un bello amigo para compartir sus paseos por el cielo y por el mar.
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5 La Lección de los Pingüinos En una gran colonia de pingüinos de un lejano país del hemisferio austral vivían Ton y Tina, una hermosa pareja de pájaros niños. Ambos eran muy inteligentes, educados y sociables. Tenían su cueva-nido debajo de una frondosa mata de Zampa, que le proporcionaba protección del sol y de las atrevidas gaviotas que siempre rondan las bulliciosas ciudades de los pingüinos para robarles huevos o pichones. La "casita" –que puntualmente llegaban a ocupar todas las primaveras después de la larga temporada invernal en mares más cálidos– tenía una ubicación privilegiada. Lindaba con una de las avenidas principales que usan ellos para ir y venir desde el mar cuando van a pescar, a bañarse y a tomar sol sobre el canto rodado de las playas. Por otro lado, tenía puerta a la senda principal que usan los visitantes de todo el mundo para recorrer parte de la gran ciudad que funcionaba como reserva ecológica. Es decir: Ton y Tina estaban acostumbrados a ver gente de todas las razas e idiomas; y por su ubicación tan especial, eran blanco de las cámaras fotográficas que llevan siempre los visitantes. ¡Y cómo les gustaba! Enseguida preparaban su mejor pose y hasta se dejaban acariciar por grandes y chicos, sin intentar el pico-
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tazo (medio de defensa común en los pingüinos cuando se sienten agredidos o molestados).
Su amigo Héctor, el guardafauna, se detenía todas las mañanas a dialogar y jugar con ellos, cuando muy temprano iniciaba su diaria recorrida por la reserva. Aunque tuviesen que cuidar sus huevos o pichones, siempre estaban dispuestos a jugar con él.
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La vida transcurría apacible y bella en la gran ciudad de los pingüinos, hasta que un día llegó la horrible noticia: una fábrica de conservas se iba a instalar en las cercanías para enlatar carne de pingüino. Héctor, el guardafauna, luchó hasta el cansancio junto a otros ecologistas y amantes de la naturaleza para impedir que el proyecto prosperara. Pero todo fue inútil... y la fábrica comenzaría a funcionar durante la próxima temporada. Héctor pasó largas noches en vela pensando y pensando cómo hacer para evitar que mueran tantos pingüinos inocentes. De repente, una idea iluminó su rostro tostado, aclimatado a los rigores del sol y del viento de aquellas comarcas. "Hablaré con Ton y Tina –pensó–, ellos tienen que enterarse de todo y harán correr la voz por la colonia para que ni un solo pingüino vuelva a este lugar la primavera próxima". Se levantó más temprano que de costumbre y con paso decidido se encaminó hasta donde estaba la pareja amiga; la primera claridad del frío día del mes de marzo se vislumbraba por el Este en las tonalidades rojizas del cielo y del mar. –Buenos días –dijo a Ton, que estaba en la puerta del nido. –Hola –le respondió con un educado movimiento de cabeza haría derecha e izquierda. Así hacen los pingüinos porque no pueden mirar con los dos ojos a la vez como nosotros. –Tengo que hablar seriamente con ustedes; de lo que puedan hacer dependerá la vida de muchos seres de su especie.
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Al escuchar esto último, Tina salió del nido apresurada y se unió a su esposo para escuchar con atención a Héctor, el guardafauna. Cuando Héctor terminó de relatar la historia, les dijo: –Quiero y debo ayudarlos, y sólo ustedes pueden lograr que la matanza fracase. Es necesario que ni un solo pingüino regrese a este lugar la próxima primavera. –Así será –prometieron a coro al entristecido guardafauna–. Nosotros nos encargaremos de dar la orden. Desapareceremos de estas costas hasta que esos hombres se olviden y desistan del proyecto. Cuando los pingüinos terminaron de decir con esa voz semejante al sonar de la trompeta, Héctor les deseó buena suerte y se despidió de la pareja con un cálido beso en el pico. Ton y Tina no perdieron tiempo, enseguida salieron a recorrer la colonia haciendo correr la voz. Antes del mediodía ya todos estaban enterados y cuando con la llegada del otoño partieron hacia el mar, sabían que no regresarían a esas costas, quizás por mucho tiempo. Durante el invierno se preocuparon de dar la noticia a todos los pingüinos de la zona, los que por unanimidad decidieron no regresar más a las costas de aquel país. Y llegó la primavera, y otra, y otra más... ni un solo pingüino llegó desde el mar; las ciudades estaban desiertas y tristes. Un gris silencio invadió los parajes que todos los veranos se engalanaban con la bulliciosa alegría de la vida, de una febril actividad. Los nidos va-
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cíos se cubrieron de pedregullo y el viento era un duende inquieto barriendo la triste soledad. El tiempo pasó y los hombres de aquel lejano país austral comprendieron cuánto necesitaban de los simpáticos pingüinos para ser felices. Además, habían perdido el gran atractivo turístico y la posibilidad de vivir en armonía con otros seres vivos. ¿Y qué pasó con Ton, Tina y tantos, tantos compañeros de su especie? Simplemente colonizaron otras tierras de otros países lejanos; tan, tan lejanos que no aparecen en los mapas. Héctor, el guardafauna, era el único que conocía el secreto, porque recibía periódicas visitas de sus amigos. Pero sabía que ya no volverían a anidar allí. Quizás con el tiempo, los descendientes de Ton y Tina vuelvan a habitar aquel lejano país austral; claro que para entonces, sus habitantes habrán aprendido la lección y los recibirán con los brazos abiertos.
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6 La Gaviota Distraída En una gran colonia de gaviotas cocineras o dominicanas de las costas patagónicas, vivía una joven gaviota muy distraída a la que todo le salía mal. Tan distraída era que un día confundió una piedra semienterrada por una almeja. Y como las almejas son uno de los manjares preferidos de las gaviotas, la gran distraída se apresuró a desenterrarla mientras soñaba con el festín que se daría. Las gaviotas usan las patitas para desenterrar de la arena a los moluscos que se esconden debajo, y eso trató de hacer nuestra amiga gaviota, pero como la almeja resultó ser una piedra, lo único que logró fue romperse una patita. La pobrecita sintió tanto dolor que sólo atinó a quedarse quieta y temblorosa echada sobre la arena húmeda. Una calandria que pasaba por allí la vio y se acercó para ofrecer su ayuda, –¿Qué te pasa? –le dijo. –Me rompí una pata –se quejó la desdichada. –¿Y... cómo fue? –Confundí una piedra con una almeja. –¡Si serás tonta! –No te burles, me da vergüenza regresar así a la colonia. ¿Qué les diré a mis compañeros?
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–No necesitas regresar. Yo conozco un lugar muy bello donde te podrás curar. ¿Te animas a venir conmigo? –Sí... pero ¿adónde iremos? –A la cordillera, hay muchos árboles, ríos, nieve, lagos... y hombres muy buenos que te curarán y darán de comer. –Jamás he oído hablar de un lugar así. Me encantará conocerlo. –Allí, los hombres te cuidarán. Cuando estés bien podrás regresar a tu hogar y nadie se burlara de ti –terminó de decir la calandria.
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La idea le gusto a la distraída gaviota y olvidada ya del dolor, inició la travesía junto a la alegre amiga. Cruzaron las vastas y desoladas mesetas con un poco de dificultad para la herida gaviota, porque el fuerte y constante viento del oeste frenaba su vuelo. Pero la gran distancia no fue problema para ella porque las gaviotas cocineras son muy viajeras y están capacitadas para emprender largas y agotadoras travesías. –¿Qué es aquello? –preguntó a la calandria, un día que bajaron a tomar agua en un río. –Esa es la cordillera, ya nos falta poco para llegar. –¡Qué montañas tan altas! –exclamó la sorprendida gaviota. Al poco tiempo estaban allí. Sobrevolando verdes y ocres valles salpicados de oscuros árboles, ríos transparentes, lagos encantados y nieves eternas. Al pasar sobre un idílico prado, se perdieron en medio de una vocinglera bandada de cauquenes. –¡¿Qué ocurre?! –inquirió la gaviota a los alborotados. –¡Andan cazadores! –gritaron varios. Sintió pena por los pobres cauquenes, víctimas de la persecución del hombre y pensó que ella –al fin– era una privilegiada porque formaba parle de una especie sin interés para quien dominaba la vida en la Tierra. Sobrevolaron luego un río de aguas color esmeralda bordeado por hermosos bosques, y desembocaron en un lago de aguas mansas y verdosas, en cuya ribera se elevaba una pintoresca casita de troncos con una humeante chimenea. –Aquí es –anunció la calandria–. Vive uno de los guardianes del bosque que con seguridad cuidará de ti.
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–¿Tú lo conoces? –Sí... porque le canto bellas melodías y él me tira miguitas de pan. Ven, llamaremos su atención para que te vea. La gaviota herida se echó sobre el umbral de la puerta de la bonita casa, mientras la calandria emitía su canto de llamada. El hombre, que estaba ocupado hablando por la radio que usan los guardaparques para comunicarse entre ellos, al principio no prestó atención. Pero luego reparó en el canto, ya que hacía tiempo que no escuchaba a la calandria, y por la insistencia con que cantaba le pareció que algo anormal estaba pasando. Cuando se acercó a la puerta, comprendió estaba muy, muy cerca... Abrió y... la calandria, que estaba posada en una rama de coihue, dejó de cantar y voló hasta sus pies. Entonces, el hombre bajó la vista y vio a la bonita gaviota que lo miraba con ojitos tristes. –¡Oh!, ¿qué haces tú aquí, tan lejos de tu hogar? –preguntó mientras la tomaba entre sus manos. –¿Así que tienes la patita rota? –siguió hablándole–. Bueno... bueno, no es nada, se curará pronto. Miró a la calandria que estaba a la expectativa y le dijo: –Eres muy inteligente, amiga. ¿Dónde la habrás encontrado para traerla hasta aquí? Claro... es tu amiga. La curaremos... ¿es muy bonita, verdad? La calandria emitió un gorjeo alegre y partió en un vuelo ágil rumbo al bosque de arrayanes cercano. El hombre entró a la casa con su nuevo huésped y con mucha paciencia y cariño curó y vendó la patita quebrada de la gaviota distraída.
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Sintiéndose protegida y mimada, la joven gaviota recompensó al hombre con compañía y cariño. La calandria llegaba todos los días y la saludaba con su melodioso canto. A veces salían juntas a explorar los idílicos alrededores. Un día, bajaron a tomar agua en un arroyuelo cantarino que se abría camino entre el encantador bosque de arrayanes. En medio del dulce silencio escuchó una voz desconocida que le gustó mucho. Miró y miró, hasta que descubrió al pájaro posado sobre una ramita de chilco. –¿Quién eres? –le preguntó. –Un zorzal ¿Y tú? –Gaviota. –Nunca vi una gaviota por aquí –se asombró el zorzal. –Bueno... ahora la estás viendo –se ufanó la viajera. –¡Ey... gaviota! –escuchó una voz que la llamaba. –¿Quién me llama? –preguntó. –¡Ey... aquí! El arrayán. Ven, sube a mis ramas. –¡Oh!, ¡un árbol que habla…! –se espantó la distraída. Llena de curiosidad voló hasta su rama. –Dime... ¿en qué consiste tu vida? –le preguntó. –Doy sombra; con mis raíces protejo la tierra de la acción devastadora de la lluvia y el viento. Doy abrigo a los pájaros, y con la belleza de mis troncos y la blancura de mis flores alegro la estética del lugar. Y lo más importante: libero oxígeno para que los seres como tú puedan respirar y vivir. Soy una purificadora del aire. ¿Te parece poco? –Sin duda tu función es muy importante. Me siento muy humilde a tu lado.
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–No lo creas –refutó el arrayán–, todos los seres que habitan la Tierra hemos nacido para cumplir una misión importante. –Y la mía... ¿cuál es? –preguntó la gaviota distraída. –La de perpetuar tu especie, para que una muestra inimitable de la creación no se pierda para siempre –le respondió seriamente el arrayán. Después de esa conversación, nuestra joven gaviota se sintió muy avergonzada, porque siempre había eludido sus responsabilidades reproductivas. Ella no pensaba regresar a la lejana colonia porque en ese rincón encantado había encontrado todo para vivir despreocupada y feliz con sus nuevos amigos. Pero el arrayán le enseñó a ver que la vida se construye cumpliendo con las responsabilidades y que no es bueno pasarla bien a costa del trabajo de los demás. Y entonces, cuando se sintió curada de su patita, decidió regresar para hacerse cargo de sus responsabilidades como corresponde a una buena gaviota. Nadie le dijo nada cuando llegó a la colonia, porque vieron que la que llegaba no era la misma que un día había desaparecido sin dejar rastros. Desde entonces fue la más atenta y trabajadora de las gaviotas. Y tuvo muchos polluelos, muy educados y trabajadores.
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7 La Historia del Ñandú Hace mucho, muchísimo, muchísimo tiempo... vivía un ave muy, muy grande, tan grande que cuando desplegaba las alas frente a la luz del sol, éste perdía su luz como cuando alguna nube nos oculta su enorme rostro amarillo. Era el rey de los cielos de la Tierra porque ningún otro ser viviente poseía hasta entonces la facultad de volar. En el país donde extendía sus dominios "el gigante de los cielos" había grandes extensiones de mesetas y llanuras cubiertas de exuberante vegetación y cristalinos lagos y ríos azules que reflejaban la imagen perfecta de unos árboles muy altos y verdes llamados Araucarites Mirabilis. Y en ese paraíso de vida y silencios vivían muchos, muchos animales, gigantescos animales que envidiaban a ese inmenso pájaro que tenía la mágica posibilidad de surcar los cielos misteriosos; y poco a poco comenzó a crecer el odio en todos los animales del país porque el enorme pajarraco se aprovechaba de su poderío para burlarse de todos, porque los veía muy inferiores a él y por eso los despreciaba. Su soberbia se volvió muy pronto intolerable para los animales terrestres que se veían molestados, engañados y humillados día tras día con las travesuras del
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ave insolente que se sentía tan orgulloso de su destino superior. Un día... ya cansados de ese pedante ser con alas, algunos animales decidieron convocar a todos los habitantes de ese extenso territorio a una asamblea, para tratar el tema de un castigo ejemplificador que le hiciera bajar para siempre el copete de la arrogancia a ese ser miserable. La asamblea tuvo lugar en un amplio valle de altos pastos rodeado de boscosas montañas de color verde, en una noche clarísima de luna llena. Era una corta y fresca noche estival. El amplio valle estaba muy concurrido porque llegaron animales desde todos los rincones de ese extenso territorio, de pampas y mesetas, los que acudían con la esperanza de encontrar el mejor castigo para el arrogante pajarraco que tanto los molestaba y los humillaba. –¡Hay que bajarle las alas! –gritaban. –¡Hay que cortárselas! –decían otros. –¡Debemos desterrarlo para siempre! –opinaban algunos. –¡Mejor lo condenamos a muerte! –pedían los más duros. –¡¡Silencio!! –ordenó el animal (un inmenso dinosaurio) que era presidente de la gran asamblea de los animales del territorio. Y todos callaron, esperando la palabra del presidente que era un PATAGOSAURUS. –Es necesario que no perdamos la calma, que actuemos con paciencia, pero con determinación y acuerdo hasta encontrar la mejor forma de castigo, un castigo que sea realmente efectivo.
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"¡La muerte!", "¡cortarle las alas!", "¡hostigarlo!", "¡obligarlo a buscar otro territorio!". Las opiniones estaban divididas y el presidente se las veía negras para poner orden. –Yo tengo una idea mejor –levantó la voz un CARNOTAURUS para hacerse oír entre el griterío. –¡Señor presidente... pido la palabra! –gritó.
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–Muy bien... concedido... ¡silencio! –pidió con decisión a los presentes–. Bien... lo escuchamos –le dijo al fin el PATAGOSAURUS. Considero que el mejor castigo es despojar a este ser de la facultad de usar sus grandes alas para volar. Y condenarlo a vivir para siempre en tierra con la dificultad de transportar sus pesadas alas entre la alta vegetación. De esa forma, nunca más podrá reírse de nosotros ni de ningún otro ser que en el futuro habite este territorio. Cuando terminó de hablar, todos hicieron un rato de silencio para reflexionar y luego comenzaron a apoyar la idea hablando todos al mismo tiempo. –¡Orden, orden! –gritó el presidente. Varios pidieron turno para hablar. Se le otorgó a un CINODONTES. –¿Cómo haremos para lograr ese objetivo? –¡Eso... eso! –dijeron varios. –Muy simple –habló el autor de la idea–. Convocaremos al Dios de los animales, y él seguramente nos ayudará. –Muy bien –ordenó el presidente–, se convoca al Dios de los animales para mañana a esta misma hora y en este mismo lugar. Todos los presentes quedan también convocados y si no hay oposición, declaro levantada la asamblea. No hubo oposición y todos respondieron con gestos de aprobación. –Muy bien –terminó el presidente–, se pasa a un cuarto intermedio por 24 horas. Llegó la nueva noche y la asamblea se reunió para invocar al Dios de los animales.
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Contaron la historia del pajarraco y pidieron que se le quitara para siempre la facultad de volar que tan mal había empleado en la vida. Y así fue... el Dios de los animales castigó ese pecado, imposibilitándolo a usar sus alas para surcar los cielos hermosos de la Tierra. Muchas, muchísimas especies se sucedieron en aquellos territorios desde entonces hasta nuestros días. Los gigantes se extinguieron hace tiempo y nuevos animales y árboles surgieron... algunos lograron el dominio del Planeta por su inteligencia: ese es el Hombre. Y también vinieron a surcar los cielos distintos tipos de pájaros, pero todos elegantes, majestuosos, hermosos, y en general dotados de bella voz y carácter apacible y sociable. Y allí en las mesetas y las pampas desoladas, los descendientes del arrogante pajarraco arrastran el peso del lejanísimo pecado, y su vida transcurre silenciosa por las estepas y praderas, condenados a caminar eternamente y a soportar sus inútiles y pesadas alas que usan como timón para correr más ligero cuando algo los asusta. Tienen que permanecer siempre alertas a la llegada de cualquier depredador porque ya no poseen los dominios de los cielos... y en la tierra se sienten muy vulnerables. Pero algo han aprendido... a vivir una vida humilde y a no burlarse de los demás animales.
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8 Los Hombres y los Lobos Marinos Esta historia que les voy a contar ocurrió en la Antártida hace muchos, muchos años, cuando llegaban a esos lejanos mares hombres de todo el mundo para cazar ballenas y lobos marinos. En las islas del Continente Antártico vivían felices y despreocupados miles y miles de lobos marinos de dos pelos, que se conoce como Lobo Fino o de Magallanes. Y por eso... por tener una piel muy fina, fue el más perseguido por aquellos hombres rudos que enseguida se acostumbraron a la hostilidad del clima antártico y cuya única comida era la carne de los lobos que mataban. A una pequeña isla llamada Laurie, donde distintas especies de focas (como se les dice a los lobos marinos) y aves marinas llevaban una vida de paz sobre la Tierra, llegó un día una especie desconocida para ellos, a la que veían por primera vez. Al principio miraban con cierta curiosidad el paso de algún "témpano" de color marrón o gris que no correspondía a los colores blancos o azulados de los que ellos durante milenios habían visto pasar. Pero un día, de uno de esos "témpanos" comenzaron a surgir extraños seres que arremetieron contra ellos valiéndose de palos, tiros y arpones. En poco tiempo, la alegre y pacífica colonia quedaba convertida
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en un campo de muerte y desolación donde pocos podían salvarse huyendo al mar, ya que el grupo de hombres los cercaban impidiéndoles escapar al agua que es en los lobos su único medio de defensa. Después de muchas temporadas de grandes matanzas, los lobos se dieron cuenta que tenían que hacer algo para sobrevivir o desaparecerían de la faz de la tierra. Porque los feroces cazadores habían invadido esos mares y no dejaban rincón sin recorrer sembrando el horror y la muerte. –¡Amigos! –habló el macho más viejo de todos, aquella mañana de primavera en la isla–. Tenemos que defendernos, sabemos que pronto llegarán en sus "témpanos oscuros" y nos matarán. Y nosotros no podemos abandonar la isla, porque si no cumplimos con la tarea de la reproducción nos extinguiremos mucho más rápido. –¿Y qué hacemos entonces? –preguntó un macho joven. –Tengo un plan –anunció el macho viejo. –¿Cuál es... cuál es? –todos quisieron saber. –Haremos que esta isla se convierta en su tumba. –¡¿Cómo?! –se sorprendieron. –Salimos ahora, varios de nosotros, a buscar a las ballenas, la Franca, la Azul, la Austral... todas las ballenas de la zona. –¡Está loco! –exclamó una hembra–. Si las ballenas son nuestras enemigas... –Eran… –contestó el viejo lobo– ellas también están sufriendo los ataques de esta especie desconocida. Por lo tanto, si es nuestro enemigo común, debemos unirnos para expulsarlo de estas regiones.
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–Muy bien –dijo otro macho viejo–, ¿cuál es el plan? –Vemos a las ballenas –continuó el primero– y les pedimos que cuando llegue el momento destruyan el "témpano" de los hombres; sin su "témpano", ellos no podrán huir y terminarán muriéndose de hambre. –No me parece –dijo un joven preocupado–… sabemos perfectamente que se alimentan con nuestra carne. Nos matarán. –No los dejaremos –continuó el viejo–, porque en cuanto ellos bajen a tierra, nosotros desaparecemos en el mar. Y para que dé resultado, avisaremos a todas las aves y focas y pingüinos de la isla para que también desaparezcan. Entonces no tendrán qué comer y morirán de hambre. –¿Y los pescados? –preguntó una hembra. –También les avisaremos para que no se acerquen a estas costas. –¡Bravo, bravo! –gritaron a coro mientras aplaudían con las aletas al inteligente viejo lobo de mar. Y el plan se puso en marcha... las ballenas enseguida estuvieron de acuerdo y olvidaron momentáneamente que los lobos formaban parte de su dieta. Pingüinos y otras aves marinas se ofrecieron gustosas para colaborar; ellas también estaban preocupadas por la suerte de sus amigos lobos y no deseaban que desapareciesen. Los lobos se instalaron en las roquerías como todos los años para esperar la llegada de los hombres. Uno de ellos tenía la tarea de vigía para anunciar el arribo del "témpano oscuro", y además debía anunciar a las ballenas que se encontraban alertas en aguas cer-
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canas cuándo era el momento de arremeter contra el "témpano". Y éste apareció puntualmente en el horizonte. El lobo vigía nadó ágilmente a dar aviso a sus compañeros. Estos comenzaron a rugir con un sonido especial con el que anunciaron a todas las demás especies de la isla que se prepararan para el éxodo masivo. Los pingüinos avisaron a las gaviotas, éstas a los cormoranes y los cormoranes a los petreles. Cumplida la primera etapa del plan, el lobo vigía se dirigió hasta el sitio donde esperaban órdenes las ballenas, y luego volvió para ocupar un lugar estratégico que le permitiese ver el desembarco de los hombres. Y en cuanto éstos pusieron pie en tierra, dispuestos a ocupar el precario campamento que todos los loberos instalaban en sus lugares de trabajo, el lobo vigía dio la orden y todas las ballenas de la zona, grandes y chicas, hembras y machos, iniciaron el ataque. Cuando los hombres se dieron cuenta nada pudieron hacer para evitar la pérdida del barco. Las ballenas, produciendo un gran remolino de agua, en pocos minutos dieron vuelta la frágil embarcación que muy lentamente se fue sumergiendo hasta desaparecer de la vista de los desdichados loberos, que presenciaban boquiabiertos la espeluznante escena. –Cuando desviaron la vista para buscar a los lobos, ¡oh sorpresa!, no quedaba ninguno. Todos habían huido al mar mientras las ballenas producían el naufragio. –Y ahora... ¿qué hacemos? –preguntó uno de los hombres. –Ya volverán. Se han asustado –aclaró otro totalmente despistado.
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–¿Qué comeremos? No pudimos bajar nada del barco... –se preocuparon. –Tendremos que cazar pingüinos u otras aves... ¡Qué poco comprendían esos hombres! Recorrieron toda la isla sin encontrar ni un ser viviente. Los días pasaban y ellos alimentándose de algunas lapas y mejillones. Mientras, esperaban que regresasen los lobos... Nadie supo lo que pasó después; cuando llegó la nueva primavera y todos los animales volvieron a la isla, encontraron los cuerpos sin vida de esos seres que tanto daño habían hecho a los pobres lobos. Las aves se dieron un festín y luego las focas arrastraron los restos al mar. Año tras año los loberos y sus barcos desaparecían sin dejar rastros. Así, durante un largo tiempo, nadie se animó a incursionar por esos mares y los lobos pudieron reproducirse con felicidad, pero habían quedado tan diezmados que los hombres buenos que llegaron muchos, muchos años después, tuvieron que crear una ley que les diera protección definitiva. Y esta es la historia de los lobos que derrotaron a los hombres. ¿Quién me la contó? Un viejo lobo de mar que conocí en Punta Norte, pero eso sí... es un secreto. Porque ellos no quieren que se sepa la verdad, ya que a la especie Hombre no le gustaría enterarse que alguna vez fue derrotada por un ser inferior.
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9 Elefantes Marinos al Rescate Corría el mes de diciembre de 1915. Tres bonitos cachorros de elefantes marinos jugueteaban en las aguas cristalinas y quietas de unos piletones que se forman cuando baja la marea en las playas de Punta Norte. Como en todas las alboradas luminosas, pasaban un largo rato nadando y topándose uno al otro en un juego inocente que con el tiempo se convierte en fieras luchas entre machos adultos para determinar quien se queda con los mejores territorios donde recibirán a las hembras que salen a tierra para tener las crías, amamantar, educar a sus cachorros y cumplir con rito de la procreación. Todavía no estaban autorizados por sus madres para alejarse de las aguas cercanas a la costa, pero ellos... tenían sed de aventuras y como eran muy audaces e inquietos se pusieron de acuerdo para iniciar un largo viaje por el mar buscando diversión. Esperaron las sombras de la noche para escapar sigilosamente sin que sus madres advirtieran y con una gran emoción se metieron en el mar. Mientras tanto, en un enorme témpano flotante en el sur... muy en el sur... varios hombres náufragos de un buque de bandera Irlandesa que quedó aprisionado por los hielos, llevaban casi dos meses como sobrevivientes a la deriva en esos peligrosos mares polares.
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Los tres elefantitos se cansaron rápidamente porque no estaban acostumbrados a nadar tanto tiempo; trataron de hacer un esfuerzo y esperar la llegada del día para salir a tierra a descansar. Pero no aguantaron y antes del amanecer, agotados, salieron del agua para tirarse en el canto rodado de la costa. Y muertos de cansancio, se quedaron dormidos. Cuando abrieron los ojos vieron que no estaban solos. El sol iluminaba bellamente un paisaje de rocas carmíneas, matas verdes y lomas blancuzcas cubiertas de bonitos seres vestidos de blanco y negro. Eran los pingüinos... pero los elefantitos nunca los habían visto, por eso quedaron asombrados ante tan bulliciosa ciudad de elegantes criaturas. –¿Qué serán? –se preguntaban confundidos. –Vamos a preguntarles –dijo el más decidido.
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No tuvieron que arrastrarse demasiado porque muy cerca de ellos, un grupo de pingüinos tomaba sol muy tranquilamente. –¡Hola! –saludaron alegres–, ¿quiénes son ustedes? Nosotros somos los elefantes marinos. –Sí... ya sabemos –respondió un pingüino indiferente. Nosotros somos los pingüinos, bienvenidos a estas playas. –¡Gracias! –contestaron a coro–, estamos muy contentos de conocerlos. Es la primera vez que dejamos nuestro hogar. –¿Y adónde se dirigen? –preguntó otro pingüino más joven. –A cualquier parte. Queremos recorrer el mar para conocer a sus habitantes. –Tengan cuidado con los tiburones y las orcas –advirtieron los pingüinos. –¡Oh sí!, las conocemos porque nuestras madres nos enseñaron a cuidarnos de ellas cuando éramos más pequeños. Y los tres elefantitos, después de saludar a sus nuevos y simpáticos amigos, volvieron al mar porque estaban muy ansiosos por seguir viaje. A poco de andar se toparon con un grupo de las temibles orcas. Pero no se asustaron y como las orcas habían comido abundante pescado en aguas más australes siguieron su camino sin mostrar interés por los tres pequeños excursionistas. –¡Miren! –gritó de repente un elefantito mientras se detenía para ver mejor–. ¿Qué será aquel bulto tan grande?
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Sus compañeros miraron con atención y absortos vieron como desde el lomo del inmenso animal salía un gran chorro de agua que subía hacia el cielo. –Es una ballena grande –dijo el más inteligente–. Recuerden cuando éramos pequeños, las veíamos jugar cerca de la costa. –¡Ah... sí!, recuerdo haberlas visto –dijo el otro. –Yo no... –se lamentó el tercero. Una vez saciada la curiosidad siguieron viaje. Dos gaviotas negras se les unieron desde el aire. –¿Adónde van, elefantes? –preguntó una de ellas. –Paseamos... –¿¿Nos conocen? –No. Nunca las vimos antes. –Somos las temibles skúas, terror de pingüinos y otras aves porque nos agradan mucho sus huevos. –¿¡Oh…!? –¿Conocen a los lobos marinos? –Sí... tienen su hogar allá donde nosotros nacimos. Pero no tuvimos tiempo de jugar con ellos porque recién comenzaban a llegar cuando iniciamos el viaje. –Sígannos –dijo la gaviota negra–, los llevaremos a un lugar donde hay muchos. Les agradará verlos. Contentos con el ofrecimiento, nadaron vigorosamente para seguir el elástico vuelo de las gaviotas. Y llegaron a la costa... al pie de altas barrancas color ceniza; un grupo de lobos marinos estaban en plena actividad previa a los nacimientos y a la crianza de los cachorros. Varios machos de reluciente melena tostada se desafiaban entre sí tratando de defender –algunos– los territorios conseguidos y otros, de lograr algún lugarcito preferencial para esperar la llegada de las hembras que comenzaban a salir del mar.
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Los elefantes, que estaban muy cansados, se tiraron sobre la roca y observaron el espectáculo. Los lobos, absorbidos por sus problemas, no le dieron importancia y ni siquiera los saludaron. Solamente un macho joven, que por su inexperiencia había sido expulsado de todos los rincones, se acercó a ellos para saludarlos. –¡Hola! –los saludó levantando una aleta en señal de amistad–. ¿De dónde vienen? Nunca los había visto antes por acá. –Venimos del norte, lejos... lejos... andamos en viaje de aventuras para conocer el mar y su gente. –¡Ah…! ¡Qué bien…! ¿Se quedarán con nosotros? –Bueno... quizás unos días para descansar. Luego seguiremos viaje porque nos queda mucho por ver. Y así fue. Los elefantitos permanecieron unos días con los ocupados lobos marinos y luego... la ansiedad juvenil los empujó nuevamente a las aguas del mar. Anduvieron varios días sin novedades importantes. Pero una mañana... un inmenso grupo de gaviotas blancas y negras –que ellos conocían por haberlas visto en su hogar– aparecieron en el horizonte azul-celeste. Con gran curiosidad nadaron hacia ellas y vieron que un gran curso de agua más celeste desembocaba en el mar. –¿Qué será? –se preguntaron. –¿Qué les parece si vamos a investigar? –dijo el elefante más audaz. Y sin pérdida de tiempo se metieron en esa ría de aguas celestes, una entrada de mar en el curso de un gran río.
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A cada metro recorrido aumentaba el asombro de los elefantitos por ese mundo maravilloso tan lleno de vida... Aves de todos los colores surcaban los cielos alegremente y en el agua mansa... miles de pingüinos flotaban despreocupados, gozando de las bondades del mar y del sol. De repente... varios animalitos de mirada vivaz y alegre comenzaron a dar grandes saltos a su alrededor; mientras emitían armoniosos sonidos de gozo. –¡Qué bellos son! –dijo un elefantito–, parece que quieren demostrarnos su amistad. –¡¿Cómo se llaman?! –les gritó el otro. –¡Somos las toninas overas…! ¿Y ustedes? –¡Los elefantes marinos! ¡Venimos de lejos! –¿Jugamos un rato? –¡Bárbaro! –contestaron los tres, envueltos por el vértigo que le contagiaban las graciosas y bellas toninas. Y nuestros excursionistas recorrieron toda la ría con sus islas llenas de vida en compañía de las alegres anfitrionas. Al atardecer, agotados por tantas emociones, juegos y alegría, se tiraron en unas rocas musgosas al pie de altas barrancas donde anidaban los más hermosos cormoranes: los cormoranes grises. –¡Ey…! –les gritaron los elefantitos desde abajo–. ¡¡Cómo se llaman!! –¡¡Cormoranes!! –gritó uno de ellos desde arriba. Su voz ronca retumbó en el silencio del crepúsculo rojizo. –¿Podemos quedarnos aquí esta noche?
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–Por supuesto que sí –contestaron a coro–, que tengan un buen descanso. –Gracias... igualmente. A la mañana, las toninas arribaron para acompañar a los tres elefantes hasta el mar; se despidieron de los cormoranes, de las gaviotas, de los pingüinos... y continuaron la fructífera excursión cada vez más y más al sur... Al cabo de unos días de navegación entraron en un laberinto de canales, islas, montañas, bosques y nieves. ¡Qué hermoso! –exclamaron al unísono. Durante varios días, los tres amigos vagaron de un lado al otro descubriendo la grandiosidad del paisaje de aquella comarca, hicieron amistad con sus habitantes que resultaron numerosísimos y a punto estuvieron de quedarse a vivir para siempre en esas aguas; tanto, tanto les gustó el lugar. Pero... el afán de aventuras los impulsó a continuar viaje cada vez más al sur. Enseguida vieron como cambiaba todo; aguas heladas y embravecidas recibieron a los jóvenes excursionistas que tuvieron que apelar a la gran fortaleza que caracteriza a los elefantes marinos para poder continuar el viaje. Un grupo de leopardos marinos que descansaban sobre las heladas aguas los saludó cuando pasaron. Cuando ya se encontraban al borde del agotamiento total y sin aliento para continuar, divisaron un inmenso témpano que les pareció ideal para hacer un alto, reponer fuerzas y estudiar los próximos pasos.
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Allí se desparramaron, bajo la luz de un sol débil y frío. Cuando se sintieron mejor salieron a recorrer el resbaladizo y gélido témpano que navegaba sin rumbo por esos intranquilos mares. Y grande fue la sorpresa cuando encontraron una especie nueva que ellos nunca habían visto. ¿Recuerdan a los náufragos del buque de bandera Irlandesa? Bueno... los tres elefantitos habían llegado al témpano que les servía de hogar. Casi cinco meses viviendo sobre esa mole blanco-azulada con rumbo desconocido. Los tres se acercaron en señal amistosa para saludarlos, pero tenían ciertos temores. Los hombres, acostumbrados a los animales marinos, no se asombraron al ver a los curiosos excursionistas, preocupados como estaban por el futuro incierto que les esperaba. –Chis... chis... –trataron de llamar su atención. Los hombres siguieron indiferentes y tristes. –¡Hola! –los saludó el elefantito más grande. Enternecidos por la simpática presencia del animal, los hombres le devolvieron el saludo con gestos de amistad. –¿Quiénes son ustedes? –se animó a preguntar el otro elefantito. Perplejos ante la escena, ninguno atinó a contestar. ¿Se estarían volviendo locos en esas soledades, que habían escuchado hablar a un elefante? –¿Cómo se llaman? –insistió el elefantito. Al ver que aquello era bien real, uno de los náufragos contestó así:
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–Somos varios hombres que perdimos nuestro barco y no sabemos cómo volveremos a nuestro hogar. –Y... ¿dónde viven? Muy lejos, muy, muy lejos, en el otro extremo de la Tierra. Necesitamos que alguien nos recoja o moriremos. Los tres elefantitos se compadecieron de los pobres hombres condenados pero no le les ocurría nada para ayudarlos. –¡Miren!... ¡Una isla! –gritó un hombre señalando a lo lejos. –Nuestros visitantes parece que nos han traído suerte –dijo otro. –Al menos estaremos en tierra firme. Con gran alborozo cargaron todo lo indispensable en los precarios botes y rumbearon a la isla. Cuando tocaron tierra decidieron que tenían que bautizarla con un nombre. –La llamaremos isla Elefante –propuso uno. –Muy bien. Ese será el nombre, en honor a nuestros amigos que nos dieron suerte. Desde entonces, la pequeña isla se conoce como isla Elefante. Pero la historia no termina aquí, porque mientras tanto los tres elefantitos estaban pensando en una expedición rescate. –¿Cómo podríamos ayudar? –preguntaron a los hombres. –Si pudieran llegar con un mensaje a las islas Georgias... ¡allí tenemos amigos! –¡Claro que podemos!, sólo tenemos que saber qué rumbo tomar.
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Los hombres se fijaron en la carta náutica, ubicaron la isla Elefante y calcularon la distancia a las Georgias. Luego explicaron a los elefantes y escribieron un mensaje de socorro, lo metieron en una botella y la ataron al cuello de uno de los providenciales mensajeros. –¡Buena suerte amigos! –los despidieron con muestras de esperanza– y no tarden porque no sabemos si podremos aguantar mucho más. –No se preocupen, encontraremos a esos hombres y pronto los recogerán. Y partieron prestos y esperanzados. Sentían que estaban viviendo una verdadera aventura y se sentían los principales protagonistas porque de ellos dependía la vida de ese grupo de hombres buenos. Llegaron a las Georgias, encontraron a los amigos de los irlandeses y una vez leído el mensaje se organizó el rescate. Claro que no fue fácil; en aquellos años los medios de navegación (para esas aguas) eran muy precarios y el tiempo casi nunca acompañaba. Pero al fin... los náufragos fueron rescatados sanos y salvos y regresaron a su hogar en el otro extremo del planeta. ¿Y qué fue de los tres elefantitos valientes?...se quedaron a vivir para siempre en las lejanas islas Georgias donde año tras año sus descendientes llegan para poblar de voces y de calidez los helados y brumosos paisajes antárticos.
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10 La Niña y El Pudú Frank Skorcha es un viejo alemán-argentino que ha decidido terminar su vida en los lagos del sur. Cuando yo lo conocí en Bariloche tenía setenta y cinco años. Hacía apenas unos años que se había retirado de su larga y fructífera labor en la estación de Recría del Pudú en Puerto Radal, Isla Victoria del Parque Nacional Nahuel Huapi, estación que él fundara en el año 1937. Al hablar con Frank, uno percibía enseguida la corriente de afecto que lo unía a los animales; como defensor incansable de los seres perseguidos por el hombre, dedicó su vida a reproducir en cautiverio al ciervo más pequeño del mundo: nuestro pudú de los bosques australes. Cuando éstos alcanzaban la adultez, los dejaba en libertad en distintos puntos de los bosques andinos y de esa forma logró repoblar con el simpático ciervo de 10 kilogramos, aquellos lugares donde por la persecución despiadada del hombre habían desaparecido. Sin embargo, ¡qué distinta era la actividad que don Frank gustaba de practicar en su juventud! –Voy a contarle –me dijo un día– cómo llegué realmente a este país y cómo llegué a amar tanto a los animales y a tomar la decisión de protegerlos. Se sorprenderá al oír la historia.
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Ansiosa por escucharla, me senté frente suyo y puse atención. Don Frank comenzó a narrarla así: "Yo era un apasionado de la caza deportiva; había acumulado durante varios años los mejores trofeos de las especies más preciadas de la tierra. Gozaba en el placer de acechar a la presa, por eso buscaba aquellos animales más difíciles de cazar. Y pasaba días y días en la más magnífica soledad persiguiendo a la mejor presa, paladeando el sabor salvaje de perseguirla en su hábitat, sabiendo que en cualquier momento obtendría mi trofeo. "Un día me hablaron del ciervo más pequeño del mundo, habitante de las espesuras inaccesibles de los bosques andinos del sur, donde casi nadie lo podía encontrar. "Entusiasmado con la noticia, comencé a soñar con poseer ese trofeo inigualable. Ahorré dinero y con mi mujer y mi pequeña hija Rosie de cinco años, partí hacia el lejano sur. "Instalamos el campamento en las cercanías del lago Cisne, en medio de un paisaje sobrecogedor. Salía a recorrer los bosques día tras día, buscando ansiosamente al codiciado ciervo. El tiempo pasaba y con él mi esperanza de encontrarlo. Pero ya se había transformado en una obsesión y decidí que no me iría del país sin mi trofeo. "–Papá –me pidió Rosie una mañana cuando me vio preparando el equipo para iniciar la exploración–. ¿Me llevas contigo? "–Bueno –le dije–. ¿Prometes portarte bien y obedecer a papá? "–¡Sí... sí…! –me contestó feliz.
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"Ambos iniciamos la caminata. La corta edad de mi hijita me obligaba a caminar lento y cuidarme mucho más. Pero era reconfortante ver como disfrutaba de las maravillas de esa región privilegiada. "De repente, unas huellas llamaron mi atención; sin duda –pensé al analizarlas– son de mi ciervo, no puede andar lejos. Una gran alegría me invadió y ordené a Rosie quedarse en un claro a esperarme. Necesitaba revisar cuidadosamente la zona si quería tener suerte. "No te muevas –le ordené– hasta que papá regrese. "Cuando después de una hora de infructuosa búsqueda regresé al lugar donde había dejado a Rosie, observé alarmado que mi hija ya no estaba. "Grité, llamé, disparé al aire, pero no contestó. La busqué como enloquecido, con la misma mala suerte con que había buscado al pudú. "Alertamos a la gente de Parques Nacionales y Gendarmería, y enseguida se armó una expedición de búsqueda. Dos meses después, encontraron a Rosie sana y salva en la profunda espesura del bosque en compañía de una hembra pudú con su cachorro. "Me contaron que la niña lloraba con desesperación cuando la separaron de la cierva, y que ésta parecía como desconcertada al verla partir. "En cuanto me vio... mi hijita me pidió llorando que deseaba regresar con sus amigos. Y entonces le pedí que me contase lo que había vivido en el bosque. "–Cuando quedé sola –me dijo Rosie– y como tú tardabas mucho en regresar, me sentí aburrida y comencé a caminar. Al querer volver, ya no sabía corno hacerlo; veía árboles por todos lados; te llamé pero no me contestabas. Muy triste, me senté en un tronco y
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me puse a llorar. No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando levanté los ojos vi dos hermosos animalitos que me miraban con asombro. Uno era tan pequeñito que me gustó mucho y caminé hasta su lado para acariciarlo. Y él comenzó a correr y saltar alegre como invitándome a jugar. Su madre lo llamó y entonces decidí irme con ellos. Jugábamos todo el día y la mamá nos alimentaba con leche, frutos, flores, ramitas... yo al principio no quería comer, pero después comencé a sentir mucha hambre y acepté la comida que se me brindaba... son muy buenos y yo los quiero mucho, ¿me dejarás tenerlos conmigo? "Después de escuchar a mi hija me sentí el más miserable de todos los humanos. Yo, que había vivido persiguiendo a los animales por puro deporte, me invadió un sentimiento de culpa insoportable y prometí a Rosie que tendría su pudú. "Como me enteré que este animal estaba en peligro de extinción, pensé que debía hacer algo por ellos, y nació la idea de crear la estación de recría de Puerto Radal en colaboración con Parques Nacionales y otras entidades conservacionistas que apoyaron el proyecto. "Y así fue como me convertí en defensor de los animales, enterrando para siempre mi deprimente pasado y haciendo de este país mi hogar, porque aquí aprendí a encontrar el paraíso." Cuando don Frank terminó el relato, mis ojos estaban empañados por las lágrimas, porque su hermosa historia nos demuestra cuánto, cuánto nos pueden enseñar los animales. ¿No les parece?
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11 Pinfín: mi Tonina Amiga Roxana era una pequeña de ocho años que junto a sus padres se encontraba visitando la riquísima fauna de Puerto Deseado (allá en la lejana Santa Cruz), un hermoso lugar frente a la ría de aguas celestes (entrada de mar en el río Deseado), un mundo maravilloso, lleno de vida y de paz. Aves de todos los colores surcaban el cielo, en el agua quieta miles de pingüinos flotaban desesperados gozando del sol y unos hermosos animalitos de mirada vivaz y alegre daban grandes saltos en el agua mientras emitían bellos sonidos de felicidad. Eran las TONINAS OVERAS, parientas de los delfines y amigas de los niños. Roxana veía todo eso pero estaba triste. Ella quería llegar hasta el centro de la ría donde en una alta barranca de una isla llamada Elena, anidan los más hermosos cormoranes y los más difíciles de ubicar porque es una especie en peligro de desaparecer de la Tierra: ellos son los cormoranes grises, elegantes y bellos como ningunos. El papá de Roxana le explicaba que no tenían medios para llegar hasta ellos; era un lugar muy peligroso e inaccesible y que tendrían que emprender el regreso al día siguiente, lamentablemente sin poder verlos. Pero la niña no se conformaba con verlos en las fotos o embalsamados en la fría sala del Museo de Cien-
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cias Naturales. Ella quería ir hasta donde vivían y por eso rompió en llanto cuando sus padres le repitieron que era imposible llegar allí. Pinfín era una tonina traviesa y juguetona que cuando paseaba por la ría celeste de aguas calmas, escuchó el llanto de la niña que estaba sentadita sobre el canto rodado, llorando porque no la llevaban a conocer los cormoranes grises. –¿Qué te ocurre, niña? –le preguntó con su voz armoniosa. Roxana se sorprendió un poco cuando vio a Sinfín hablarle, pero enseguida le agradó su sonrisa y le contó lo que pasaba. –¡No te preocupes! –le dijo Pinfín–. Todo tiene solución. Sube, yo te llevaré y nadie se dará cuenta, volveremos pronto. –Avisaré a mis padres que están en el campamento preparando la partida de mañana. –¡Vamos, no digas nada, no te creerán…! Volvemos enseguida. Y así partieron, Roxana llena de felicidad abrazada a la tonina amiga y Sinfín jugando a dar grandes saltos para divertirla. Muertos de risa llegaron a las barrancas de los cormoranes grises, un balcón al río donde vivían durante esa época del año para cuidad los nidos, con sus pequeñas crías. –¡Qué bonitos son! –exclamó Roxana embobada–. Gracias amiga por traerme. Saludó a los cormoranes y luego regresaron, otra vez saltando en el agua muy divertido. Ya en la costa, se despidieron con tristeza, pues se tenían que separar después de haberlo pasado tan bien. Sin embargo Roxana había cumplido su sueño, y
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Sinfín de había divertido tanto con la niña… se dieron un besito de despedida y ambos partieron alegres por caminos diferentes, pero con el alma iluminada por la dicha de la aventura pasada juntos en ese mágico lugar de la Tierra. Y colorín colorado… ¿este cuento habrá terminado?
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Índice
1 La Pequeña Orca/ 5 2 El Hombre y el Delfín / 9 3 Aventuras de un Guanaco travieso / 14 4 El Cormorán Visitante / 22 5 La Lección de los Pingüinos / 27 6 La gaviota Distraída / 32 7 La Historia del Ñandú / 38 8 Los Hombres y los Lobos Marinos / 44 9 Elefantes Marinos al Rescate / 50 10 La Niña y el Pudú / 61 11 Sinfín: mi Tonina Amiga / 66
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