Evocaciones de una viajera libro electrónico

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EVOCACIONES DE UNA VIAJERA.

(DIARIO DE VIAJES Y AVENTURAS)



ETEL CARPI

EVOCACIONES DE UNA VIAJERA

Entre arte y naturaleza

Edici贸n de la autora.



Primera edici贸n: 1988.

Foto de tapa: Bautista Carpi. Ilustraciones, fotos y diagramaci贸n: Etel Carpi.


Edición electrónica. 2015. Narrativa. Tamaño Revista,21x29 cms. 306 páginas. Fotos del archivo personal de 3.000 diapositivas de la autora. En tapa: Bautista. Provincia de Santa Cruz. Un lugar de la costa marina. En contratapa: tres óleos pintados por la autora, donados a guardafaunas de Chutut.

ETEL CARPI. 2015. Todos los derechos reservados.

ISBN 950-593-174-2


A mi país: Argentina donde vivo y soy feliz. A sus habitantes, animales, vegetales, a sus paisajes… A quienes acompañaron mi derrotero a lo largo del viaje. A los seres puros de alma que encontré. A mis padres –in memorianque creyeron en mí y me acompañaron. A todos aquellos lectores que supieron valorar mi mensaje. Por último: a mi hija, que desde su nacimiento motiva mis sueños por cumplir.



Nos pasamos la vida buscando el paraíso… y sólo hemos de encontrarlo dentro de nosotros. Porque felices son aquellos que sueñan con algo y tienen el coraje de hacerlo realidad.



PRÓLOGO

Etel Carpi a lo largo de sus vivencias nos llevará a conocer nuestro país, no solamente su geografía, sino también su fauna y su flora. Los lectores encontrarán un relato ameno, descriptivo, que los hará viajar y los transportará por ignotos lugares. Se puede palpar a través de cada uno de ellos, la forma de sentir, de vivir la naturaleza. Las diversas anécdotas, muchas de ellas risueñas, contienen reflexiones sobre la acción del hombre frente al medio natural, a veces destructora y en otras en su defensa. La autora supo llevar al papel sus caminos recorridos y sus conocimientos, de una manera amena y entretenida. Desde la alta montaña en el Abra Acay, donde “algo aflora en mí y gozo al estar allí porque creo encontrar en medio de la aparente inmensidad sin nada, una semilla de vida que espera el riego de nuestras ganas de amar”, hasta la estepa patagónica, en ese lugar, en el que el “aire suave, algo fresco, endulzó el cansancio de tantas horas caminando, de tantas horas admirando y sintiendo en medio de ese edén”. Quienes aman a la naturaleza se sentirán reconfortados y quienes quieren descubrirla tienen la oportunidad de hacerlo leyendo las siguientes páginas. Sus seguidores valorarán y premiarán con la lectura su obra, como justo reconocimiento a su labor. Dr. Martín R. de la Peña En Esperanza, Santa Fe. 29 de Mayo de 1986.

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PRELUDIO EN VERSO Recuerdo esos días ya tan lejanos de horas muy quietas, días de infancia por los verdes campos sin una senda con mis tiernas alas batiendo alegre por la pradera. El frío supremo en tardes de invierno regando mi huella, el sol de la tarde rubio y liberto sobre mi testa, y en mis manos aladas, la ternura suave y pequeña. Recuerdo al silencio robando mi alma de primavera, el viento rugir entre los maizales con voz de quena y un aroma a tierra, profundo y largo era en mis selvas. Ensayaban las aves sus canciones y yo, pequeña, soñaba formar con ellas -¡oh cielos!toda una orquesta; y llegar sujeta a sus fuertes alas hasta una estrella. Recuerdo… natura me dio el brebaje de la belleza y desde entonces navego en el mundo como una muerta preguntando y esperando de los hombres justa respuesta.


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PRELUDIO EN PROSA

Ahora lo sé: es fácil amar a la naturaleza para quienes tenemos los ojos preparados para observarla, el corazón abierto para sentirla y el alma entrenada para admirarla. Y declaro aquí que la amo con todos sus misterios y matices, de la misma forma en que aseguro mi amor por el arte. Porque es belleza, pureza, luz y paz. Siempre pensé que la naturaleza es el arte perfecto porque es el canto a la armonía y al equilibrio, todas sus piezas ocupan el lugar que deben ocupar… ¿Acaso el arte no es armonía? Una buena composición musical, un buen cuadro, una buena poesía… respiran armonía, equilibrio, paz… como los elementos de la naturaleza que no han sido alterados por la acción del hombre. Y sin embargo, por ser el hombre el único ser pensante capaz de razonar, bien debería perseguir esa armonía creando y no destruyendo o alterando ese equilibrio perfecto que las propias leyes de la naturaleza se encargan de conservar. Nunca podré definir cuál de las dos cosas descubrí primero porque desde que tengo uso de razón siempre ocurre que una cosa me lleva a la otra: la naturaleza me lleva al arte y el arte me lleva a la naturaleza, y aquello que he perseguido –que sigo persiguiendo hoy- armonía, equilibrio, belleza, paz, lo encontré en el mundo sublime de natura y he podido recrearlo en el no menos sublime mundo del arte. En éste punto me gustaría agregar una perfecta explicación de esto que yo escribía en el año 1988, realizada por la profesora Silvia Long Ohni cuando escribió el prólogo del libro IMAGINARIO DE AMOR, en el año 2015; año en el que escribí esta nueva versión de EVOCACIONES DE UNA VIAJERA y que ella supo decir tan bien sin haber tenido la oportunidad de leer este libro. Palabras, que se adaptan muy bien al mismo.

“Desde Aristóteles, y posiblemente desde ante aún, se sostenía que el arte es imitación de la naturaleza y ningún artista se sentía ofendido por esta afirmación. Muy por el contrario, ellos se congratulaban si, acaso, algún pájaro intentaba picotear las frutas de alguna naturaleza muerta o las representadas en cualquier paisaje pues ello significaba que la imitación había sido perfecta. Pero Oscar Wilde, en “La decadencia de la mentira”, una teoría del arte presentada como un diálogo entre Cyril y Vivian y que vio la luz en 1889, sostuvo que es la naturaleza la que imita al arte pues hay dimensiones de la naturaleza que sólo somos capaces de ver cuando el arte las crea o, mejor dicho, cuando el arte nos enseña a verlas. Wilde ponía el ejemplo de las puestas de sol y decía que, hasta que un pintor genial no nos mostró su belleza no fuimos capaces de pasmarnos ante el espectáculo maravilloso de un horizonte encendido. De ahí la idea de algunos que no comprendieron ni la fina ironía ni la profundidad del pensamiento de Wilde, de que el artista es tan Creador como el Dios Creador.


Mucho se ha debatido entre intelectuales aficionados reunidos en alguna mesa de café acerca de esta inexistente dicotomía: el arte imita a la naturaleza o la naturaleza imita al arte y, en realidad, ambas concepciones son estrictamente verdaderas y, en cierta forma, el demostrárnoslo se encuentra ahora en la pluma de esta escritora y en este libro en particular. No en vano, la autora es, al mismo tiempo que escritora, pintora y fotógrafa, una viajera infatigable movida por unas ansias auténticas de ir en busca de las maravillas que nos provee por doquier la Madre Naturaleza. Etel tiene el don de saber descubrir en cada pájaro, en cada vegetación, en cada paisaje, en cada animal, la magia de la perfección, es decir, la armonía, el equilibrio, la coherencia entre las partes de un todo, descubrir y captar, retener esa belleza perfecta del mundo natural para devolvérnoslo convertido en arte, sea mediante el lenguaje de las formas y los colores, sea mediante la palabra escrita, porque es posible que muchos de nosotros no seamos capaces de advertir en un árbol, en un pájaro o en una flor esa obra de arte magnífica que la naturaleza, generosamente, nos regala. Está el amor y, con el amor, la paz, porque para Etel Carpi no hay ni debe haber fisuras entre la naturaleza, la armonía, la perfección, el arte, la paz y el amor. Estos son los vectores fundamentales de su mundo, de un mundo que ha elegido y que ha creado y, al mismo tiempo, de un mundo que nos ofrece con su escritura para que seamos partícipes de aquello que es esencial y que, por ello mismo, da sentido a la vida. La actitud, la disposición, es siempre la misma, inquebrantable y casi obsesiva captadora de todo cuanto la rodea, inquebrantable a la hora de disponer de todos sus sentidos, la vista, el olfato, el tacto, el oído, para que hasta el más mínimo detalle quede guardado en su interior. Luego, luego sí, lo volcará sin duda en colores y en palabras, tal vez con el deseo, confeso o inconfeso, de despertar el alma de otros seres humanos que, quizás sometidos por un tiempo asaz inclemente para con el mundo natural, sobreviven sordos y ciegos en una jungla de humo, de bocinas, de paredones, de luces de neón, de plástico y de negación de la vida natural. La autora, salvo en alguna ocasión, no nos cuenta hechos, acciones, sino que se deleita y se detiene en puntillosas y prolíficas descripciones, a tal punto que hasta podemos creernos nosotros mismos los viajeros. Sí, viajamos con ella, de su mano, y vemos, olemos y tocamos lo que ella misma ve, huele y toca. Y es que la magia de la escritura redunda exactamente en esto, en hacernos partícipes, en involucrarnos y, tal vez, Dios lo quiera, viajando con la autora lleguemos a ser capaces de descubrir y disfrutar de la belleza, la paz y la armonía que nos ha legado quienquiera que sea el autor de la Creación. Es un voto de fe en la capacidad del hombre de volver sobre sí mismo, de re-crearse, de com-prenderse dentro de un mundo del que forma parte y de la ineludible necesidad de reunirse con la naturaleza para conformar un todo. En este sentido, yo diría que Etel Carpi cumple una suerte de misión religiosa en el sentido de re-ligare, de volver a ligar el alma con el cuerpo, el cielo con la tierra, una evangelizadora de la paz y la armonía”. Hoy, como ayer, quiero compartir con los lectores las evocaciones de casi catorce años de aventuras por todos los rincones de mi patria, en busca de su naturaleza para vivirla y recrearla por medio del arte. Y éste: mi primer libro de relatos, guarda esa maravillosa etapa de mi vida de juventud. Y, como en todo, hay un principio…


El primer llamado de la naturaleza creo haberlo sentido entre los 10 y 11 años, cuando ya había comenzado mis estudios de música; las inquietudes por la pintura y la poesía despertaron algo más tarde, entre los 12 y los 15 años. Por aquel entonces, mi padre Bautista, descendiente de italianos, acudía con bastante frecuencia al campo situado en el paraje denominado “La Tribu”, a unos 10 kilómetros de nuestro pueblo Los Toldos, en el N.O. de la provincia de Buenos Aires. Estos nombres tienen mucho que ver con la historia de la zona. En ese lugar, que hoy llamamos Cuartel II La Tribu, tenían sus tolderías los integrantes de la tribu del Cacique Mapuche Ignacio Coliqueo, llegado de Chile en el siglo pasado. Su familia, en su momento colaboró con la defensa de nuestras precarias fronteras con el territorio indio de una nación naciente. Mucho ya se ha escrito sobre el tema por lo tanto no ahondaré en el mismo, ya que no es ésta la temática del libro. Sí, mi abuelo, fue vecino y conocido del fundador del pueblo, don Electo Urquizo, a quien le compró unas cuantas parcelas del mismo cuando aquel realizó el loteo para la fundación de Los Toldos, hacia fines del siglo 19. En esos viajes “al campo” comencé a sentir la alegría de vivir con la naturaleza. Me fascinaba recorrer el terreno en todas direcciones dejándome acariciar por el viento, el sol y acompañar por el gritería de los teros a quienes perturbaba nuestra presencia. Me gustaba ayudar a mi padre en las mediciones para fijar el lugar donde irían los alambrados porque tenía la libertad de sentir a la tierra muy cerca de mi. Me hacía feliz ese aroma silvestre del campo, ese sabor a vida que llegaba con diafanidad plena a colmar todos mis sentidos y, a pesar de mi corto entendimiento, aquellos días estaban alimentando a ese duende que años más tarde guió mis pasos por los senderos puros de la naturaleza. Con nosotros –infaltable-iba siempre un gran personaje. don Julio Pérez, un maravilloso gallego que adopté como el abuelo que nunca tuve, porque cuando nací los dos abuelos habían fallecido. Él fue el primero en enseñarme los nombre vulgares de las aves y otros animales que veíamos en el campo y que recuerdo tan abundantes en aquel entonces. Teros, patos, mirasoles, jilgueros, urracas, calandrias, horneros, benteveos, chimangos, lechuzas, chingolos, liebres, perdices, peludos, cuises, comadrejas, armadillos, etc.


El abuelo Julio, con sus casi 80 años, sin temerle al cansancio, al viento, al frío intenso del invierno, bajo el sol del verano, siempre preparado para ayudar a mi padre, para compartir. Es que el abuelo había gambeteado muchas veces a la muerte soportando enfermedades, guerra, pobreza, estafas y hasta un terrible terremoto que lo dejó sin nada estando en Chile, y desde allí llegó para instalarse definitivamente en Los Toldos, para morir aquí, pasados ya los 90 años, en su tierra prometida a la que tanto amó. A la que había llegado desde España –como tantos otros- trayendo tanta esperanza… como en la canción de Alberto Cortéz, don Julio nunca pudo volver a España. Y como no tuvo hijos, nadie volvió por él. Ni siquiera yo, su nieta postiza que nunca sintió el atractivo de viajar a Europa. Hoy sigo volviendo al campo, pero en 48 años pasaron tantas cosas… ya no hay liebres, ni perdices como antes. Los teros siguen acompañando mis pasos, pero una nueva especie del norte vino a quedarse por acá: la cotorra. Consecuencia del cambio climático, del calentamiento global, del desmonte… la tecnología ha reemplazado el trabajo manual. Los cultivos tradicionales fueron reemplazados por otros como la soja que casi ha invadido todo el país y los suelos también cambiaron, al igual que las malezas. En fin… ese es otro tema que no viene al caso tratar acá. Lo único que efectivamente ocurre es que el melodioso canto de tantos pájaros que me alentaron a soñar –aquel lejano tiempoen formar toda una orquesta, ya no existe, a veces reina el silencio gris y agobiante. A pesar de ello, la naturaleza sigue floreciendo a mi alrededor y yo acudo cada momento en busca de ella en ese rinconcito que me enseñó a amar y a crecer colmada de sueños. Con la llegada de las fumigaciones, agroquímicos, fertilizantes y el ansia desmedida de ganancias; la magia de vivir en armonía con el medioambiente se ha roto. Pero poco a poco, el hombre, irá retornando a la tierra, ya está comprendiendo y aunque el camino no será fácil, se volverá a ella para volver a equilibrar la naturaleza.

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I TAN CERCA DEL CIELO

El Acay. Ha estado dando vueltas en mi cabeza durante casi dos años, desde el momento en que estudiando el mapa de Salta se presentó a mi vista ese nombre muy unido a la enigmática Ruta 40 cuyo trazado, que atraviesa todo el oeste del país, despertó mi deseo de descubrirla poco a poco. Y ya llevaba bastante conocido de ella cuando el nombre de ese nevado apareció ante mis ojos, como abriendo las ventanas del norte hacia los magníficos valles calchaquíes. Más adelante encontré las referencias del Abra Acay en la Guía de turismo y aventuras del explorador F. Kirbus y así me enteré que era el paso más alto del país y de América con sus 4.900 metros, y si bien el ascenso parecía bastante complicado estuve segura que lo haríamos por la gran experiencia de mi padre en los caminos de montaña. Además, él es una garantía de seguridad, pero esta vez la gran altura me preocupaba… ¡podría soportar la falta de oxígeno en esas alturas? Un día, estando en Buenos Kirbus. Cuando le conté mi tomar bocetos de pintura se mis padres para afrontar con

Aires, fuimos a visitar a Federico intención de ir hasta arriba para mostró muy entusiasmado y alentó a éxito la empresa.

-Pero traten de no permanecer más de quince minutos arriba, el viento es insoportable después del mediodía y el frío casi siempre muy riguroso. Después de su sabio consejo seguimos hablando de nuestro común amor por recorrer el país, y como la época en que yo planeaba ir al Acay ( y a gran parte de nuestro norte)coincidía con la que él pensaba recorrer el “futuro” paso de Jama, nos despedimos con la esperanza de encontrarnos en algunos de esos caminos desolados de nuestra Puna. -Si vemos un Falcon amarillo –dijo- sabremos que son ustedes. Y entonces podremos compartir algunos mates antes de seguir nuestros caminos. Prometí escribirle al regresar para contarle las alternativas del viaje, entonces ya estaba segura, de alguna manera llegaría al Acay. -------------Imposible poder contener las lágrimas que espontáneamente me brotaban empañando la visión del majestuoso entorno. Mis padres permanecían mudos y mi llanto triunfal era el cauce por donde transitaba la gran emoción.


Miré el reloj: las 9.15 horas, habían pasado setenta y cinco minutos de tensiones desde la partida en San Antonio de Los Cobres a unos cuarenta kilómetros de distancia. Me abrigué bien, tomé el equipo fotográfico, el cuaderno para bocetos, la libreta de apuntes, la lapicera y me dispuse a descubrir el paisaje en el menor tiempo posible. El viento era soportable y el termómetro marcaba 5º C. con sol espléndido. Les ordené a mis padres quedarse en el auto, pero papá salió a observar y terminó junto a mí. Al rato escuché sus gritos en el silencio: -¿Qué estas alturas?

haciendo,

cómo

se

te

ocurre

correr

en

estas

Me doy vuelta para observar y era mamá que corría como si estuviera a la vera del mar. Le grité que se volviera inmediatamente al auto, no quería ni pensar en tener algún problema allá arriba. Menos mal que obedeció, no se movió más del auto. = = El níveo nevado del Acay y sus 5.950 metros parecen querer abrazarme con los brillos que el sol le roba a la nieve. Está tan cerca que me siento como en un sueño. Una sinfonía de montañas nos envuelve: los Andes por el oeste, el nevadísimo volcán Quewar como una alucinación, las nacientes del río Calchaquí, el espejo salino de las Salinas Grandes en la lejanía como un claro de luz y de misterio. No importa la falta de oxígeno, la soledad amenazante, los silencios desgarradores, ese mundo muerto de piedras cenicientas porque el sol calienta, hay nieve cerca y nacen arroyos y se escuchan entre el viento y el silencio único un canto de ave enseñándome que también hay vida, que también allí existen sonidos. Y los minutos pasan sin que nos demos cuenta, todo el tiempo es poco para grabar en las retinas, en el papel, en la cámara, ese mundo único de los 5.000 metros. Y la estadía se prolonga casi hasta el límite de la resistencia. Miro el reloj: las 10.5 horas. El viento y el frío marcan la hora del descenso. ----------

Arribar al Abra Acay había resultado un verdadero sueño después de haber pasado unos cuantos emoción fue tan grande cuando llegamos. Todo se inició así:

apremios,

por

eso

la


Estando en Abra Pampa a 3.500 metros y después de seis días sin bajar de los 3.000, nos pareció adecuado llegar a San Antonio de Los Cobres ( 3.775 metros) por medio de mi preferida ruta 40, aunque era sabido que deberíamos afrontar doscientos kilómetros de soledades. El día radiante de octubre invitaba a intentarlo. Mirando el mapa parece fácil, pero la realidad es muy distinta… La lluvia puede traer problemas insuperables, pero la sequía prolongada suele convertir esos frágiles caminos sembrados de vados secos en verdaderos campos de arena imposible de salvar si

no se tienen medios adecuados. Y nosotros los teníamos a medias, porque después de hacer cuarenta kilómetros por la tremenda soledad de la ruta 40, un río de arena nos corta el paso obligándonos a cambiar el itinerario. Antes de la decisión hubo un momento de deliberación entre los tres. Papá afirmaba poder pasar, mamá pensaba lo contrario. Yo debía conformar a ambos, así que analicé la situación, vi que eran muchas las posibilidades de quedarnos y en esos parajes donde no habíamos encontrado un solo vehículo ¿quién nos sacaría? Igualmente si lográbamos pasar tenía dudas sobre si en los ciento sesenta kilómetros que restaban no habría otro mal paso y regresar desde más lejos podría tornarse imposible ante la falta de nafta. Por lo tanto resolví retornar desde allí. En el mapa se ve fácil… jamás podíamos llegar a imaginar esa desolación enigmática que se cierne sobre uno como la amenaza más firme de cumplirse ante la menor falla en la previsión de cálculos. Pero dicen que el mundo no es de los cobardes… entonces busqué otra ruta. Fue con suerte porque, regresando a Purmamarca por la conocida ruta 9, pude acceder a uno de los paisajes más magníficos con que cuenta mi haber: la polícroma Quebrada de Purmamarca con sus colores inimaginables, precipicios de alfombras verdes, grises y blancas surcadas por grietas que son las venas de las montañas; y al final del ascenso, el Abra Potrerillos con sus 4.164 metros, ventana a un paisaje no menos espectacular donde lomas de color se alternan en armónica combinación con el camino que baja, los Andes nevados y el espejo blanco de Las Salinas Grandes. Hacia ellas nos dirigimos después de documentar el abra y de bocetear lo más importante para mi serie pictórica “Altos Andinos”. Casi sin darnos cuenta nos introdujimos en una quebradita donde el camino empeoró considerablemente, y el temor vuelve a acecharnos. Al salir de allí el terreno se calma, siguen algunas ondulaciones, la sequedad arrecia, hay arenas y las salinas no aparecen.


Avistamos una casita, una mujer coya está lavando afuera. Nos detenemos para preguntar lo que falta hasta el cruce con la ruta 40, parece no entender pero nos indica que estamos cerca. Efectivamente, en medio de la luz suprema, ante nuestros ojos el espejismo blanco se convierte en realidad: la realidad de la sal. Pero es allí donde comienza la verdadera odisea, no se encuentran vehículos, casas, nada… y el temor aumenta, el temor de quedarnos definitivamente en esas alturas tan inhóspitas donde encontramos varios esqueletos de infortunados animales. Pero algo aflora en mí y gozo estar allí porque creo encontrar, en medio de la aparente inmensidad sin nada, una semilla de vida que espera el riego de nuestras ganas de amar. A veces el camino desaparece atravesando la sal, cambia de colores, juega con nuestra osadía; y luego un gran arenal, producto de la sequía prolongada, lo cubre todo queriéndonos tragar, ausencia de carteles, los kilómetros que se tornan larguísimos, pero a esa altura nada va a detenernos y envueltos en polvo y soledad arribamos al oasis: el helado, cristalino y celeste río Cobres, preludio de la ciudad. En sus aguas puras recobré la vida que estuve a punto de perder y preparé fuerzas para alcanzar al Acay. Entramos a San Antonio y fuimos directo a Vialidad; un señor con muy pocas ganas nos atiende. Le expliqué mi intención de ascender al Acay y el motivo que me llevó hasta allí, preguntándole si sería posible realizar el ascenso con nuestro Falcon. Lo vi irse hacia adentro a consultar, después supe que consultó a un fantasma, sin mayores explicaciones nos dijo que era imposible. Que había desmoronamientos, que es peligroso, que las vicuñas y llamas tiran piedras al camino… entonces le sugerí la posibilidad de que ellos me transportaran en algunos de sus vehículos. -No tenemos ninguno –me comentó- y las máquinas están trabajando arriba, en una semana el camino estará arreglado. Me di cuenta que deseaba impedir nuestro ascenso, le agradecí igualmente la información; pero no estaba dispuesta a esperar una semana, algo me sonaba a cuento. Enfilamos hacia el destacamento policial que vimos al entrar, y aquí el destino comenzó a jugar a mi favor. Papá entra primero y se topa con un señor de traje que sale con bastante prisa. Enseguida lo encara y le pregunta por la Municipalidad. El hombre nos conduce amablemente a la vereda, nos indica y luego se interesa en saber si necesitamos algo. Cuando le contesto que buscábamos dónde alojarnos, muy amablemente se presenta:


-Me llamo Néstor Villanueva, soy el Comisario y Secretario Municipal y creo que puedo resolver su problema de alojamiento. Nos ubicó enseguida en el Club Deportivo Municipal que estaba enfrente y que contaba con varias camas. Me animé a comentarle lo de Vialidad, no se asombró por ello y nos aseguró que podríamos llegar al Acay y que no encontraríamos mayores dificultades circulando con precaución. -¿Cuándo piensan ir? –interrogó. -Mañana temprano –le contesté. -Para mayor tranquilidad, mañana al salir dejen dicho al policía de turno la partida y la hora después de lo cual si no han regresado acudiremos en su ayuda. Con un mejor estado de ánimo nos instalamos en el confortable club y la noche llegó rápidamente; todo parecía estar en orden. Al auto, lo preparamos convenientemente para el ascenso adelantándole el distribuidor; papá se mostraba animado a subir y mamá a pesar de haberle sugerido quedarse allí, decidió unirse a la aventura por propia decisión y nada la hizo cambiar de parecer. De algo estoy segura… esa noche, fueron tres los corazones que palpitaron más aceleradamente de lo normal.

Amaneció el gran día 18 de octubre con -3º C. al sol, sin viento, muy frío pero con un cielo de ilusiones. Avisamos a la policía que estaríamos de regreso antes de las 3 de la tarde. Eran las 8 en punto, el auto estaba escarchado y con gran expectativa, aunque nervios a flor de piel, algo de temor pero confianza en lograrlo, comenzamos a andar. Ya no había tiempo para arrepentirse, por eso son lindas las aventuras, porque se comienzan pero nunca se sabe como culminan. Enseguida alcanzamos el cruce con la Ruta 40, el camino y los campos estaban escarchados y el cartel de “ruta intransitable” colocado por Vialidad nos hacía burla con su flamante aspecto.

Los 15 primeros kilómetros son descansados porque el camino bueno atraviesa zona llana aunque de un gran ascenso ( lo que comprobamos al bajar). En ese tramo sube hasta los 4.200 metros. Al frente el Acay invita al placer de descubrir sus misterios. Los últimos doce kilómetros se transforman en un martirio; si bien el camino asciende tipo cornisa con precipicios cada vez más profundos y curvas bastante cómodas, es tan angosto y está tan deteriorado que debemos ir a paso de hombre, con la angustia de toparnos con algún obstáculo insalvable que no nos permita seguir y sin poder regresar ante la posibilidad de dar vuelta en


esa huella angosta y cubierta de piedras que se derrumban desde lo alto. El tiempo seguía espléndido, el paisaje estepario de fuerte amarillo-verdoso aquieta el espíritu, aparecen zonas con nieve, un valle con burritos y una manada de vicuñas cruzan elegantes, felices de su libertad en uno de los pocos lugares donde no se las molesta. Esos animales dueños de las alturas que yo tenía la osadía de violar, reinas de la soledad, amantes de la montaña, fueron mi gran esperanza. Nueve kilómetros, ocho… se hacen eternos, había que seguir y seguir entre piedras de animales, excrementos en cantidad y huellas inexistentes, borradas por el tiempo. La profundidad de los precipicios indicaba la cercanía del abra. Son limpios, sin nada que impida su visión, por eso aparecen como una trampa mortal que acecha al intruso que osa vagar por esos sitios. Cuando ya la tensión se hacía insoportable… la meta ansiada: ¡abra Acay! Y ni una sola máquina de Vialidad habíamos encontrado. ¿Dónde estaban?... el silencio y el ulular del viento en la nada agreste fueron la respuesta. En el descenso pude observar mejor; prácticamente seguimos el curso del hilito de agua que se convertirá en el río Cobres; y el agua que se expande por los cojines de su orilla ( suaves esponja que cede al pisar) se escarcha; de a poco la tibieza del sol va derritiéndola. Cuando bajamos la peor parte y nos sentimos fuera de peligro, y siendo casi mediodía, decidimos quedarnos a la orilla del cristal hecho río para sentir en plenitud esa soledad y vivir el silencio que adorna la romántica melodía del agua por grietas de cojines. Un té acompañado de galletitas con miel fue nuestro almuerzo obligado por la dieta que dispuse para las alturas puneñas y alejar cualquier peligro de apunamiento. Fue allí donde supe que nada es inalcanzable para las almas que aman y me sentí entera después de la lucha, purificada y cubierta por un manto de paz. Me había dejado vencer por el duende de la libertad. 18-10-84

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En Abra El Acay. 4.985 metros sobre el nivel del mar.

Vicu単as camino al Acay.

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Oto単o en Lago Guillermo. Camino de los 7 lagos.


II AQUELLOS BOSQUES DE MIS SUEÑOS

¿De dónde surgió mi inclinación hacia la naturaleza y el arte? Muchas veces me hice la pregunta sin encontrar algún punto de contacto con los gustos de las personas que me rodean. Los miembros de mi familia no han incursionado en ninguna de las disciplinas del arte ni de las ciencias naturales. De las amistades que me ha deparado la vida, son contadas las personas que muestran algún interés por la naturaleza ( con excepción de las amistades que se encuentran ligadas a ese mundo) y en el mundo del arte ( mucho más en la música) es difícil encontrar seres que se identifiquen con los sentimientos naturalistas a pesar de la exquisita sensibilidad que poseen estas personas. Y pensar que los antiguos y grandes músicos podían traducir magníficamente en música los sonidos de la naturaleza. El arte moderno y contemporáneo ha seguido el ritmo del mundo: un alejamiento de lo natural ante el avance del materialismo destructor. (*) (*) Acoto que ahora, año 2013, se está notando una marcada tendencia a volver a lo natural y la poesía ecológica se está poniendo de moda en todo el mundo. Yo creo que tiene que ver con el cambio climático y la necesidad del ser humano de parar el daño que hizo al planeta sin tener en cuenta las consecuencias. En el arte se han roto las leyes de la armonía como en la naturaleza se ha quebrado el equilibrio por acción del hombre. Basta con escuchar las disonancias de la música contemporánea, leer las nuevas poesías libres, sin medida ni rima u observar los cuadros actuales que parecen un canto a lo abstracto y comparar todo con lo que se producía en la época naturalista del clasicismo o del romanticismo. Esa ruptura se puede tolerar (podrá gustar o no) en el arte cuyas leyes nacen del hombre, pero no en la naturaleza que responde a leyes propias donde el hombre no es más que un elemento que debe respetar esas leyes. En fin, es éste un tema que daría para mucho y no quiero extenderme en él. La única realidad que valoro es que mis padres se transformaron en la compañía casi ideal para mis locuras naturalistas. Si bien papá había vivido en un mundo muy diferente a éste, y mi madre sólo posee estudios primarios, han iniciado ya en el filo de los 60 años una nueva vida entre la naturaleza y el arte. Pienso que Bautista vio aflorar algún aspecto oculto en su interior y que las circunstancias de la vida le habían impedido


manifestar. Es como si se hubiera realizado en mi sus anhelos y la mayor felicidad que siento es haber logrado una nueva vida para ellos en una edad muy difícil para iniciar algo tan importante. (Hoy, yo misma cerca de esa edad, puedo valorar mucho más lo que hicieron). Mi orgullo fue comprobar ese amor que sienten por la naturaleza y el arte, que aumenta día a día, y ese deseo de contribuir para enseñar a conocer lo que han aprendido y a defender lo que creen justo. Volviendo a la pregunta inicial, lo primero que acude a mis recuerdos es el nombre de Elsa Villa, la profesora de geografía Argentina de tercer año de la secundaria; ella contribuyó en mucho a despertar mi duende naturalista con sus charlas tan emotivas, tan espontáneas… Esos comentarios sobre la geografía de nuestro país tenían la facultad de hacerme sentir la urgente necesidad de descubrirla por propia vivencia. El entusiasmo resultaba tan grande que leía y estudiaba siempre más de lo que me indicaba, algo parecido me ocurría con zoología y botánica en los primeros años de la secundaria. Cuando siempre que acompañaba a mi padre en sus viajes a los pueblos vecinos por su trabajo yo me llevaba esos libros para leer mientras lo esperaba en la plaza de Bragado, de Junín, de Lincoln, de Mercedes… Todo mapa que caía en mi mano era sometido a una minuciosa investigación. No quedaban líneas, dibujos ni nombres sin descubrir.

Fue ahí que comencé a soñar con aquellos bosques… Cuando finalizaron las clases usé las horas estivales de la siesta pueblerina o las primeras de las cálidas noches para tejer un mundo de ensueño. El libro de geografía me hablaba fríamente de los bosques subantárticos que cubren los Andes Patagónicos-fueguinos pero era suficiente para hacer volar mi fértil imaginación ya entonces entrenada en el campo del arte, porque escribía poesías, pintaba cuadros y estudiaba música. En el mapa de las provincias del sur Argentino buscaba las partes sombreadas en oscuro, entonces sabía que allí estaban los Andes y luego iba forjando en mi mente las siluetas de los árboles en las escarpadas laderas. Allí donde aparecían los hilos celestes de los ríos y los dibujos también celestes de tantos lagos interrumpiendo el sombreado, me parecía ver la imagen idílica de la nieve y de los umbríos bosques reflejándose en aguas de cristal. Pasaba horas envuelta en un mundo de fantasía y de irrealidad que muy pronto deseé convertir en real. No iba a ser fácil convencer a mis padres –que hasta ese entonces no habían ido más allá de Necochea o de Córdoba (donde Bautista adquirió las primeras experiencias en montaña)- para


recorrer los mil quinientos kilómetros aquellos bosques de mis sueños.

que

nos

separaba

de

Más bien parecía una utopía en una época en que el turismo no estaba muy desarrollado y las comunicaciones tampoco. Pero valía la pena intentarlo. Debí esperar un año hasta que decidieron hacerme caso y poner rumbo a lo desconocido, que para mí no lo era ya desde el momento que sentí nacer los sueños y fui planificando cada uno de los pasos a seguir. Curiosamente, unos días antes había logrado el ingreso al Conservatorio Nacional de Música López Buchardo, iniciando así la verdadera carrera musical, un desafío que buscaba justamente al tiempo de iniciar mis sueños naturalistas. Lentamente y sin que yo pudiera darme cuenta entonces, se me estaban abriendo las puertas del mundo del arte y la naturaleza. ===== Me sentía en medio de un edén, parecía imposible que pudiese existir un lugar así. Ahí estaban los bosques de mis sueños; majestuosos árboles se mostraban por primera vez a mis ojos: cipreses, lengas, coihues, pehuenes… Los claroscuros producidos por el follaje al ser mecido por el fuerte viento, creaban imágenes fantasmagóricas pero sublimes con los rayos solares al filtrarse en el racimo verde y marrón. Las aguas encabritadas del lago Huechulafquén conformaban el canto a la vida verdadera y total, y ¡qué placentero resultaba conocer la figura nívea y perfecta del volcán Lanín!, la más alta montaña de los Andes Patagónicos, con sus 3.776 metros. Fueron tantas las sensaciones que se agolparon en lo profundo de mi alma que sentí por primera vez la necesidad de guardar para siempre el momento sublime que me tocaba vivir. Así comencé a registrar todo lo que veía y sentía y varias veces me animé a escribir versos amparados e inspirados por esos bosques, entre flores silvestres y canto de aves desconocidas. El recuerdo que tengo del primer pic nic naturalista(es decir en un lugar alejado de la civilización) no es del todo agradable. Ocurrió en las cercanías del lago Huechulafquén el mediodía de un 14 de enero. Hacía mucho frío, el viento fuerte no dejaba en paz a los árboles que sombreaban todos los rincones. Mamá llevó unos churrascos que era necesario asar, buscamos un lugar reparado del viento que nos pareció idílico para gozar del aire libre, instamos la mesa plegable y al rato teníamos los churrascos listos gracias al calentador a gas. Pero el frío enfrió rápidamente la carne antes de terminar y para completar


la escena una invasión de tábanos nos enloqueció obligándonos a abandonar el lugar antes de terminar. El viaje siguió hacia el sur y los lagos, uno tras otro fueron presentándose a mi ansiedad de buscar en cada uno de ellos un encanto diferente. Las paradas se sucedían con demasiada frecuencia, cada flor, cada árbol, cada río, cada piedra, llamaba a curiosear y perderse en los senderos de los bosques dejando que las horas pasen, sin prisa, disfrutando. Por eso la extensión del día resultaba corta para completar el recorrido deseado y ¡cuántas veces deseé haber tenido una carpa para pasar las noches en esas orillas silentes de los lagos Epulafquén, Meliquina, Traful o Mascardi, que las veía tan tentadoras. Eran parajes que alimentaban mi fantasía en el recuerdo de los paisajes de ciertos cuentos que mi padre me leía cuando pequeña. Frente a ese santuario supremo de verde, blanco y azul, prometí regresar para cumplir el sueño del campamentismo; un sueño que concreté con creces años más tarde en las márgenes de los lagos Quillén, Hermoso, Mascardi y más al sur en los lagos Verde, Rivadavia, Futalaufquén, Argentino y Fagnano. Pero el sueño que no pude realizar es regresar al bosque de arrayanes de la península de Quetrihué; pues aquella visita había resultado demasiado fugaz para mi gusto y tuve la sensación de que algún día podría llegar por mis propios medios y no como integrante de una excursión turística que no permite al espíritu alcanzar a captar lo sublime de un lugar de ensueño. Cómico resultó papá al demostrar sus aptitudes de manejo haciendo acrobacias en esos angostos caminos que parecen esquivar troncos y jugar con los precipicios arbóreos como si sus constructores hubiesen querido homenajear a las curvas. Entonces largaba el mate que mi pobre madre debía barajar en el aire, además de tener que soportar las mojaduras involuntarias que ella misma se prodigaba cuando el constante traqueteo le impedía acertar con el agua del termo el huidizo agujero del mate. Pero fue un viaje inolvidable que me dejó incontables enseñanzas, y la certeza de que se iniciaba una etapa nueva en nuestras vidas; y que no sólo me permitió descubrir aquellos bosques de mis sueños, sino que mucho más importante aún, me permitió saber con seguridad que no podía resistir al llamado de la naturaleza y que debía comenzar a hacer algo por conocerla, amarla, protegerla y finalmente defenderla ante todos los hombres, para que los seres del futuro pudieran gozar de ella como yo lo hacía entonces. Fue siempre un gran desafío para mí. 1-75

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Bosque Fueguino.


Tocomar.

Volcรกn Quewar.

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III TOCOMAR

La idea primitiva era llegar al límite con Chile por el llamado paso de Huaytiquina; sin embargo estuvimos a punto de ni siquiera iniciar el intento. Al arribar a San Antonio de Los Cobres, después del inolvidable ascenso al Acay, nos encontramos con un neumático averiado que no pudo arreglarse. Con un solo auxilio resultaría muy arriesgado hacer casi doscientos setenta kilómetros (ida y vuelta) por esos pedregosos caminos puneños. Y es aquí donde debo agradecer nuevamente al destino haber conocido al comisario Néstor Villanueva, cuya gran predisposición nos facilitó el auxilio correspondiente a su Falcon y un bidón para que lleváramos nafta de repuesto, teniendo en cuenta que el consumo en esas alturas es casi el doble de lo normal. El día fijado resultó ser espléndido, sin una gota de viento y de una temperatura muy agradable, con 4ºC a las 8 de la mañana. Saludamos a los policías que ya se habían convertido en nuestros amigos y pasamos por la Gendarmería donde nos tomaron los datos. Se mostraron muy amables y al enterarse dela misión artística que llevaba me recomendaron muy especialmente la visita al puente ferroviario de “Polvaredas”. Yo ya sabía de su existencia por el libro de Federico Kirbus en donde lo denomina “La Polvorilla”; por lo tanto les agradecí igualmente el informe e iniciamos el viaje. Efectivamente, después de hacer unos trece kilómetros, encontramos un camino a la derecha que a los seis kilómetros de recorrerlo nos ubica al pie del colosal puente ferroviario por donde circula el “Tren de las nubes”. Es realmente hermoso, tiene una majestuosidad que armoniza con la grandiosidad de esos parajes. Pensé: “aquí sí el hombre ha sabido equilibrar su obra con la obra de la naturaleza”. A través del libro de Kirbus pude enterarme que tiene 63 metros de alto y 224 metros de largo y que su estructura metálica pesa 1.600 toneladas. La construcción se realizó entre los años 1930 y 1932. Después de una detenida observación a la gran obra, seguimos viaje y enseguida se inicia la cuesta que culminará en el Abra Chorrillos con sus importantes 4.560 metros. El ascenso parece fácil por las curvas bastante anchas, sin embargo hay tramos en que el camino se transforma en un lecho de piedras desnudas por donde deben circular las ruedas. El panorama de montañas es un canto de colores donde se destaca la nívea belleza del volcán Quewar (según mapa del A.C.A. es


Queva, pero a mí me suena mucho mejor el primero). Su altura es de 6.130 metros. También el Acay y el Chañi pueden disputarle su belleza. Pero bajando hacia el oeste desde Chorrillos, el Quewar lo domina todo, es el rey. El logra colmar nuestras miradas con las formas extrañas de sus cumbres blancas. Es allí donde surge un valle de altura ( circulamos siempre hacia los 4.000 metros) cuyo nombre tan enigmático como el aire que hay en ese paraje ha hechizado mi corazón obligándome a recordarlo en cada instante de mis días. Ese nombre es Tocomar, guarda misterio, ternura, pureza, luz… un lugar desierto cuya característica principal es el frío, el viento, el sol y el silencio; un lugar que atemoriza pero también atrapa y uno desea estar allí como desea estar en el paraíso. La verde-amarillenta inmensidad que en partes se transforma en arenal de rosados colores dominado por el Quewar conoce la bendición de un riacho salino que pinta todo lo que toca de blanco. Sus aguas son un trozo de hielo e invitan a beber. Este río se introduce en una quebradita por la que corre poco viento y el sol entibia. Como resultaron tantas las sorpresas encontradas en ese trayecto del viaje, las horas habían pasado sin darme cuenta y las circunstancias me indicaban que no sería conveniente continuar hasta el límite (aún faltaban unos ochenta kilómetros), no nos alcanzaría el día para regresar y algo más importante: mamá parecía sufrir los efectos del apunamiento. No me equivoqué, desde entonces fueron varios los días que pasó en ese estado de desgano e inapetencia. Como era ya mediodía invitación al reposo del agreden, que apaciguan y poco más de la libertad parece a un desierto.

y el silencio supremo, la paz una alma, ante esos suaves colores que no relajan… decidí quedarme para gozar un de lo salvaje aunque aquello mucho se

Así es Tocomar. Pequeño valle escondido de arena y salitre por donde, ante la mirada nívea del Quewar, corre un río de aguas azules de mucha salinidad, pero que es el toque de vida, de alegría, en un lugar donde los extensos arenales lo cubren todo. Y fue allí donde tuvimos un almuerzo feliz, junto a las aguas azules que tentaron a mi padre a darse un magnífico aunque helado baño, y a mi ser sensible a escribir versos. Hoy me parece increíble que todo lo que evoco ocurrió en un mundo de cuatro mil metros. Y ya no quedaba tiempo para más, al siguiente día abandonaríamos San Antonio de Los Cobres. Sin embargo, hay un gesto que deseo recordar aquí y que ninguno de los tres podremos olvidar; fue protagonizado por el policía Domingo Viveros y su pequeña hija.


Nos habíamos despedido del comisario, de los policías y también del matrimonio encargado del Club Deportivo Municipal donde nos alojábamos, cuando al anochecer se presenta en el club el señor Viveros. Se encuentra con papá en la puerta de entrada al gimnasio donde varios muchachos jugaban al básquet. -Sabiendo que mañana se van, quería dejarles un obsequio -le dice. Papá se quedó un poco sorprendido, no esperaba realmente algo así, habíamos tenido tan solo algunas conversaciones con él. Pero saliendo de la sorpresa preguntó: -¿Por qué lo hace, apenas nos conoce? -Es que son personas muy especiales, de esas que no se encuentran todos los días y no sé… es algo inexplicable, pero simpaticé desde el primer momento que hablamos, por la forma tan espontánea, simple y directa que tienen para tratar a todas las personas. Le dije a mi familia que deseaba dejarles algo, que me ayudasen a pensar que podría elegir. Y mi nena me dijo: “papá, regálale estas cerámicas que hice yo”. -¡Uy!... no se imagina lo contenta que se va a poner mi hija, justo ella que gusta tanto de esas cosas. Venga, vamos arriba y se lo da personalmente. Y allí apareció papá con el señor Viveros, mi sorpresa quizás haya sido mayor aún, pues estoy acostumbrada a no esperar nada de la gente en la gran ciudad donde me movía en mis últimos años. No podía creer que ese hombre humilde, de un lugar tan lejano, se desprendiera de algo tan importante para ellos, para su hija, simplemente porque había simpatizado con nosotros. Me sentí tan emocionada y feliz, era un gesto tan hermoso el de esa niña que yo no conocía pero que tenía la noble virtud de desprenderse de algo que había realizado con sus propias manos, quien sabe con cuánto amor y trabajo para que su padre pudiera demostrarnos su gran aprecio. Fue un gran ejemplo para mí, entonces supe que lo que yo hacía con tanto sacrificio recorriendo los lugares más alejados del país tenía sentido… Pequeña niña desconocida, hoy quiero decirte que tu angelito acanelado y el mapa de tu provincia ocupan el lugar más importante de mi hogar, ese que está justo en mi corazón y ojalá mi primer libro de poesías que con todo amor te dejé, sea una constante compañía en tu vida. Pues esa sería mi mayor felicidad. Nota al pie: hoy, al reescribir la historia, casi 30 años después, aún conservo esos recuerdos ,el cenicero-mapa sobre la mesa del comedor y el angelito fue repintado cuando mi hija era pequeña y la acompañó y protegió esos años infantiles al pie de su cama.


Si difícil había resultado llegar a San Antonio de Los Cobres, en absoluto fue fácil salir de allí por el único camino que dicen es más accesible: la Quebrada del Toro. A poco de andar se asciende al Abra Muñano con sus buenos 4.000 metros y la puna queda atrás. Desde esa altura nos esperaba como una invitación al juego, un descenso interminable por un caracoleo infernal que no acaba nunca. Tantas veces avanzábamos, tantas veces retrocedíamos, pero ¡cómo valía ese tránsito solitario por el mundo de las montañas tan cambiante, tan mágico en formas y colores! Una y otra vez debíamos cruzar el río, una y otra vez salíamos y entrábamos a su pedregoso lecho. Y vimos como ese lapislázuli hilo de agua se transformaba poco a poco en un corrientoso río opaco. ¡Y pensar que aún no estábamos en época de lluvias! Pero no fue el único cambio que debimos presenciar en las cinco horas de viaje. Los 0ºC que marcó el termómetro al salir de San Antonio de Los Cobres, se transformaron en 17ºC cuando llegamos a Puerta Tastil y a 30ºC en el Valle de Lerma. Habíamos pasado de un clima a otro totalmente opuesto en cinco horas de viaje. Y desde los 4.000 metros, bajamos a los 1.200. Miré mi libreta de apuntes: contabilicé veinticuatro las veces que atravesamos las aguas del río Toro desde el Abra Muñano hasta el Valle de Lerma. Todo eso me hizo valorizar aún más el gesto de aquel policía y su pequeña hija; el valor también de mis padres al seguirme en mis aventuras. Entonces supimos que esos lugares alejados, inhóspitos, casi inaccesibles, guardan un verdadero tesoro: el de la bondad, la ternura y la humanidad de su gente. Acorde con la extrema belleza del entorno. 19-10-84

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IV ENSAYO DE CAMPAMENTISMO

Aquel encuentro con los bosques de mis sueños había sido sin duda, maravilloso, pues me permitió dar inicio al periplo que me llevaría a recorrer todo mi país, pero enseguida supe que podría ser mucho más fructífero en el futuro si lograba contar con una mayor libertad para profundizar plenamente esa naturaleza que me llamaba. Eso de tener que deambular cada noche para buscar un hospedaje no me había agradado en absoluto –y a mis padres les resultaba una incomodidad- por lo tanto consideré como primer medida a tomar, la de proporcionarnos un hospedaje propio. Y lo más adecuado era una carpa, acceder a un auto-casilla no estaba a nuestro alcance y si bien hubiese sido lo ideal, la carpa era un elemento que armonizaba con la naturaleza. Por mi parte estaba resuelto, pero tenía un serio problema para poner en práctica la idea. No iba a ser fácil convencer a mis padres que lejos estaban de haber llevado una vida ambulante, ya que sus viajes eran más bien de descanso, turísticos en apacibles lugares. Eso resultaría una invitación a la aventura. Entonces pensé: ¿qué quería para ellos, la monotonía de días tranquilos y aletargados, o la apasionante felicidad de ir descubriendo la vida día a día en plenitud?. Sin duda, era lo último lo que quería para ellos. Un factor importante podía ayudarme a convencerlos: el económico, ya que ir en carpa bajaba mucho los costos de cada viaje. Además de tener la comodidad de sentirnos libres, como en nuestra casa y ellos le daban un gran valor a la privacidad. Después de estos pensamientos optimistas me sentí muy animada y sin pérdida de tiempo les planteé la idea. La primera en reaccionar fue Virginia. -Es una locura, no estamos en edad para dedicarnos campamento- exclamó algo enojada por esa posibilidad remota.

al

No contesté (es lo más conveniente cuando habla así, de lo contrario no llegaríamos nunca a un acuerdo) y preferí esperar la respuesta de Bautista que siempre era el más sereno. -No negaré la ventaja de tener una carpa sin embargo tu madre tiene razón: no estamos en edad de iniciar un tipo de vida de ese tipo. Visto desde tu juventud, todo es más sencillo pero a nosotros nos va a resultar muy difícil adaptarnos a las incomodidades que pueden ir apareciendo. La naturaleza es hermosa, invita a gozarla, pero no todo es bello en ella, también hay peligros. Y ¿estamos preparados para enfrentar los innumerables inconvenientes que pueden presentarse? Lo mejor


sería que abandonaras esas ideas aventuristas y más ahora que has iniciado una carrera en la música. ¿No te parece que ambas cosas se contraponen? Por un lado quieres volver al primitivismo y por otro lado accedes al mundo excelso y divino de los rigurosos estudios musicales. Me quedé un instante pensando, mi padre tenía razón, eran cosas disímiles, sin embargo yo las sentía tan unidas en mí que no podía siquiera imaginar en tener que abandonar alguno de los dos caminos. Para mí, los dos eran uno u así se lo expliqué a papá, con bastante dificultad porque me resultaba terrible tener que renunciar a los sueños de ingresar al mundo de la naturaleza, cuando recién había comenzado a intentarlo y el llanto se empeñaba por querer ahogar mis palabras. -Además, pienso que no hay edad para hacer cosas diferentes, y yo lo que quiero es que ustedes puedan vivir ahora lo que no han vivido en todos estos años. ¿Hay algo de malo en ello? La pregunta quedó en el aire, ya no pudimos seguir hablando, no estaban los ánimos para dialogar, la emoción nos embargaba. Otras conversaciones similares tuvieron lugar en lo sucesivo, hasta que llegó la decisión: Probaríamos nuestra adaptabilidad a ese sistema de vida en el próximo viaje, tratando de dormir y comer las mayores veces posibles al aire libre. Después de esa prueba fundamental, se optaría por comprar o no la carpa. Si ocurría lo primero, daríamos un adiós definitivo a hospedajes y hoteles. Fue una medida acertada; sin embargo, lo que no resultó para nada acertado fue el lugar elegido para llevar a cabo la experiencia. Todos imaginan las características de nuestro cálido noroeste en plena época estival, pues ese sería justamente nuestro destino, y nuestra meta, las imponentes cataratas del Iguazú.

==== Eran las tres de la madrugada y el rocío intenso parecía caernos encima, el escaso abrigo disponible era insuficiente para mantener los cuerpos inmunes a los alcances de la humedad que se empeñaba en penetrarnos hasta los huesos. Imposible seguir durmiendo en esas condiciones, nuestro improvisado “cajón” de lonas sujetas a los troncos arbóreos estaba transformándose en un elemento de tortura. Al final terminamos introduciéndonos en el auto, y debimos soportar los reproches de Virginia; pues ella se había instalado de entrada en el auto con una colchoneta, ya que en el rectángulo sin techo había lugar tan solo para dos catres.


La primer noche de prueba culminó en un fracaso que los tres asumimos con serenidad. El lugar: las cercanías del río Gualeguaychú en Entre Ríos. En Concordia hicimos el segundo intento, con mayor suerte. Yo hubiera preferido quedarme en los palmares de Colon ¿reserva de palmeras Yatay única en el país?; soledad para el gusto de mis padres.

pero

había

demasiada

De todos modos el lugar elegido era espléndido, junto al río Uruguay y estaba lleno de carpas. No obstante encontramos un lugar con los árboles dispuestos en forma adecuada para el fin de sujetalonas. En pocos minutos quedó armado el “Cajón”, nombre que inventó Virginia porque en realidad era lo que parecía. Supongo que habrá resultado comiquísimo para los muchos campamentistas que nos rodeaban con sus cómodas casas de lona. Fue una noche tibia, calma, ideal para gozar del aire libre, logramos dormir de corrido y por primera vez sentí el dulce placer de la libertad, de la alegría que produce el despertar con un concierto de aves canoras. Después de otra noche apacible, aunque plagada de mosquitos en Paso de Los Libres, el entusiasmo fue en aumento en concordancia con el “crescendo” que iba operándose en el panorama lujuriante de verdes y encendido de rojos. Y fue así que una tarde demasiado calurosa, llegamos a un mágico y solitario lugar en las cercanías de Oberá (Misiones). Desde las serranías selváticas bajaba un pequeño río de aguas puras, acariciador de piedras coloridas. En los alrededores revoloteaban multicolores mariposas y el canto de aves desconocidas abrazaba nuestro espíritu. Aprovechamos la limpidez del agua para lavar el auto que estaba invadido de tierra roja, mientras tomábamos mate y luego, tentados por la frescura de esas aguas claras, nos dimos un baño que se prolongó hasta que en el cielo apareció la primera estrella. La noche se presentaba clara, en luna creciente, maravillosamente tibia y el canto del arroyo nos daba paz, quietud… por eso supuse que sería bueno quedarse allí. No hubo objeciones, preparamos la cena y comimos acompañados por sonar rítmico de los grillos. Pero cuando llegó la hora de armar el “cajón” mamá se sintió atrapada por la oscuridad y el silencio de la noche. No hubo forma de convencerla y debimos retornar al camino para seguir viaje a Oberá donde arribamos siendo medianoche y allí pernoctamos en el auto.


Todavía no estábamos preparados para pasar una noche en total soledad. Nuestra andanza por la tierra misionera había dejado muchas enseñanzas para el futuro, si bien a veces la lluvia nos obligó a dormir en el auto y el cansancio a buscar hospedaje, las veces que pasamos al aire libre fueron inolvidables para mí, a pesar de los insectos que nos dejaron sus recuerdos. Mucho se ha dicho de las Cataratas del Iguazú ( hoy patrimonio de la humanidad) sin embargo todo lo que se diga es poco ante un espectáculo semejante. Sin duda, fue allí donde pude experimentar el gozo supremo en mis incipientes contactos con la naturaleza, me hacía tan feliz ir y venir por esas pasarelas descubriendo cada árbol, cada flor, cada helecho, aunque no conociera un solo nombre y sintiendo la caricia de la bruma, el despertar de los pájaros al amanecer… Y buscaba las horas del crepúsculo y la aurora cuando no hay gente, para lograr un pleno diálogo con ese mágico mundo que me rodeaba, permanece en mi memoria como una sensación imborrable, la noche de luna llena que me encontró vagando por esos lugares hasta altas horas de la noche. El resplandor de la espuma en la negrura, las siluetas de los árboles húmedos, el sonido del agua al precipitarse en el vacío, el crujir de las maderas bajo mis pasos…todo adquiere en esas circunstancias una magnificencia, un misterio y un encanto que en las horas diurnas no puede encontrarse. Lo único que no resultó maravilloso de esa visita a nuestras cataratas fueron las fotografías que con tanto cuidado saqué, cuando las vi sentí que moría, eran un desastre; sin duda sabía muy poco en materia fotográfica. Aquella vez –ante esa gran decepción- supe que era un detalle que debía mejorar urgentemente. Carecía de conocimientos en muchos aspectos técnicos indispensables para sacar buenas fotos en cualquier circunstancia de luz, movimiento y los tantos aspectos que se requieren para hacer fotos de naturaleza que sean atractivas. Además de un buen equipo. Al poco tiempo solucioné el problema, estudié, compré un equipo profesional y tres años después regresé al lugar y entonces sí pude obtener las fotos deseadas. La experiencia había sido positiva y el intento de vivir con la naturaleza más allá de sus cosas buenas y malas parece que había conformado a mis padres a juzgar por la pasión que ponían al contar los momentos vividos. Indudablemente, dormir dentro de una confortable carpa resultaría mucho más tentador después de haber dormido al aire libre, con frío y mosquitos.


Y a pesar de que la locura había culminado con felicidad y picaduras de todo tipo, el final del viaje tuvo un momento entre trágico, dramático y cómico. Ocurrió lluvia.

en

la

ciudad

de

Paraná

después

de

una

torrencial

Cuando la noche se encontraba bastante avanzada y el cielo dejó ver sus estrellas, decidimos buscar “camping” con tan mala suerte que acertamos a meternos en una pista de patinaje. La oscuridad nos tendió una trampa, el terreno parecía firme, liso y adecuado. ¡Qué chasco! No hicimos más que entrar y el auto se tornó ingobernable, deslizándose de un lado a otro sin encontrar rumbo. ¿Cómo sacarlo de allí? Cuando papá logró detenerlo lo intentamos empujándolo, pero era inútil, se enterraba más y más, mientras que las ruedas traseras nos tiró barro hasta dejarnos negras. Al final, conseguimos y logramos volveríamos previamente

con la ayuda de un hombre que surgió de repente, unas hojas de palmera que colocamos bajo las ruedas salir de ese infierno jabonoso, jurando que jamás a meternos en un lugar desconocido sin inspeccionar y menos aún después de una lluvia.

Lo cómico tuvo lugar después cuando nos introdujimos en el río Paraná, siendo la medianoche y en plena ciudad, para quitarnos el barro de cuerpo y ropa. Menos mal que nadie nos vio en medio del agua, en cuero, y a esa hora de la noche, podían tomarnos por locos. 2-76

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Senderos por la selva Misionera.

Casa de Gobierno, en Resistencia. Chaco.

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V LA LAGUNA DE LOS FLAMENCOS

“Y debí cansarme sobre la puna agreste, lastimarme con sus tristes matas, para llegar agazapada bajo el sol, casi sin viento, hasta el santuario silvestre que cobija toda la poesía de las esbeltas aves; necesité consumir mucho oxígeno y tragar pequeños insectos para poder llegar a ellos y allí estaban… como el premio más deseado por el cual todo se intenta”. “Lo había logrado, ahí estaba mi humanidad, muy cerca de su rosácea belleza, queriéndoles robar el alma para traer en la mía un poquito de ese corazón animal que pudiera dar luz al gris transcurrir de mis días en el mundo de los humanos. Entre el cansancio y la emoción creí que el corazón se me escarparía del cuerpo, pero ellos comprendieron, porque los observé ya sin ocultarme, casi pisando el agua y pude encontrar sus ojos de ternura antes de verlos iniciar el vuelo aunque sin alejarse demasiado de la orilla; para mis tímidas pretensiones humanas, el espectáculo de luz y color que presencié, era más que suficiente”. “Porque necesité herirme con ese polvo que tiene el sello de la puna y necesité vestirme con el color de sus plumas y mirarme en sus ojos donde reina toda la inmensidad del cielo para poder descubrir la verdadera razón de mi vida”. Estas sentidas palabras las encontré en mi libreta de apuntes y fueron escritas unas horas después del gran momento, quizás por eso se transformaron en lo más auténtico, logrando el privilegio de abrir este capítulo dedicado a la Laguna de los Flamencos. Lugar: la puna jujeña. Nombre: Monumento Natural Laguna de Los Pozuelos. Extensión: 10.000 has. De agua. Altura: 3.700 metros sobre el nivel del mar. Habitantes: miles de seres alados. Ese era el lugar que buscaba, y para llegar desde Abra Pampa, teníamos tres opciones posibles, pero todas ellas podían doblegarse a los caprichos de la naturaleza puneña, tanto lluvia como sequía son factores a tener en cuenta en esos caminos sembrados de vados. Almorzamos parsimoniosamente bajo la sombra de un triste arbolito en Abra Pampa (¡Son tan escasos en esos lugares!). Tratábamos de hacer tiempo para observar mejor las evoluciones de gruesas nubes nada tranquilizadoras. Tenían la particularidad de sembrar nuestra duda. Pero algo me daba tranquilidad: el estudio previo del clima puneño, el cual me inducía a alejar posibilidades de lluvia. Pues estábamos aún en la estación seca, la fecha resultaba ser de las más adecuadas para esas andanzas (13 de octubre). Pero… ¿si llegaba la primera lluvia de la temporada justamente ese día? El pensamiento volvió a preocuparme pero como no


soportaba permanecer en ese estado de quietud mientras las horas pasaban, tomé la decisión de partir por el camino más corto( 47 kilómetros) hasta Pozuelos. Íbamos mudos, cada uno sumido en sus propias preocupaciones que en realidad eran comunes: el peligro de lluvia. Después de pasar Arbolito Nuevo, el cielo pareció oscuro y bajo… ya habíamos tenido varios pasos malos de ríos secos, faltaba más de la mitad, ¿qué hacer?, si se desataba la tormenta corríamos el riesgo de quedarnos ahí en el medio sin poder ir hacia ningún lado. No hizo falta hablar, miré el rostro de mamá y comprendí su angustia aunque permanecía en silencio para no asustarnos. No lo pensé más, ya era suficiente para comprender que no podía dar mucho crédito a mis conocimientos sobre el clima puneño. Algunas gotas aisladas nos acompañaron en el regreso a Abra Pampa, no hicimos más que instalarnos frente a la plaza y la lluvia se descargó acompañada de fuerte descargas eléctricas y de una ráfaga de pequeño granizo. Enseguida el olor característico de la tierra mojada, que allí era fuerte y aromado me envolvió dulcemente, sumiéndome en un estado de paz y de gozo. Durante la noche no llovió pero el nuevo día amaneció bastante nuboso. Después de esa lluvia consideramos que aquel camino se encontraría en malas condiciones, por lo tanto la decisión fue arribar a Pozuelos desde La Quiaca. Y hacia el confín norte de nuestro país pusimos el rumbo. A duras penas, por barro, vados y cortadas pudimos llegar. Y un poco de sol, en el cielo lleno de extrañas nubes como sólo pueden ser las de la Puna, alentó nuestro ánimo. Recorriendo las calles de La Quiaca descubrimos Gendarmería Nacional; fue entonces que se me ocurrió pedir información allí sobre el estado de los caminos en la zona de Pozuelos. El encargado de la misión era papá. Lo observé, desde el auto, conversar con un gendarme en la vereda, cuando regresó me apresuré a preguntar. No era mucho lo que había averiguado, en resumen, no creía que pudiésemos llegar en nuestro falcon. Y papá quiso saber si podríamos contar con uno de sus vehículos. -Eso tendrá que hablarlo con el jefe –le dijo- pero ahora no está, venga más tarde. Como no estaba muy convencida decidí volver a Gendarmería y acompañé a Bautista. El nuevo gendarme que nos atendió tenía una opinión muy distinta del anterior, nos dijo que no encontraríamos dificultades en el camino porque la lluvia había sido poca. -Hagan así: vayan hasta Cieneguillas, son 36 kilómetros que están buenos y allí en gendarmería les pueden informar el estado


de los 48 kilómetros restantes que son los más dudosos. Si no pudieran seguir en el auto, soliciten allí el vehículo, pero estoy seguro que no van a tener problemas y varias veces se acordarán de mí. -Espero que sea por una feliz circunstancia acordarnos de usted –le respondí sonriendo.

que

debamos

-Seguro, que tengan mucha suerte. Después del almuerzo nos pusimos en marcha, la temperatura de 14ºC era muy agradable y sin problemas arribamos a Cieneguillas, las extrañas nubes me mantenían preocupada aunque al oeste, el cielo se presentaba más azul. A simple vista notamos que no había llovido en la zona y así lo corroboró el gendarme que salió a registrar nuestro paso. Igualmente lo consultamos sobre el trayecto restante. -Está muy bueno y como es un camino de poco tránsito se mantiene sin huellas. Pero circulen con precaución porque hay muchos vados secos, que pueden esconder cortadas peligrosas. Este aspecto lo tuvo muy en cuenta mi padre después de habérselas visto en dos circunstancias anteriores con estas temibles cortadas que no se distinguen y estuvimos a punto de salir volando. Le pregunté al gendarme si había algún guardafauna en el lugar. -Hay uno o dos en el río Cincel, es decir unos tres kilómetros hacia el oeste después de la unión con la ruta que viene de Abra Pampa. Fue una tranquilidad su contestación, por lo menos ahora sabía que encontraría gente allí… por cualquier circunstancia. Pero no siempre las cosas son como uno las piensa… A medida que avanzábamos hacia el sur, las características del cielo volvían a preocuparme; me parecía increíble lo largos que se hacían los kilómetros; ni una señal, ni un vehículo, nada más que soledad y un viento cada vez más fuerte. Según el cuentakilómetros, restaban unos cinco kilómetros para el cruce que podría salvarnos ( al cambiar el rumbo al oeste) de ese frente de tormenta que vimos avanzar desde el sureste con fuertes remolinos de viento y un colchón de nube y polvo que no nos daba tranquilidad alguna. De repente, el cruce ansiado, sin un solo cartel, sin vestigio de gente cerca, ni animales, nada… torcimos al oeste y dejamos atrás el colchón de nubes y enseguida la sublime imagen de la bandera flameando en medio de semejante soledad obró el milagro de hacernos sentir a salvo de toda desgracia. No contamos con que era la tarde de un domingo; del guardafauna no había señales. Tan solo la amada bandera debatiéndose en el viento, al amparo de sus colores nos quedamos resignadamente a esperar los futuros acontecimientos.


Introdujimos el auto en el garaje abierto de la casita a medio construir y entonces tuvimos oportunidad de presenciar una de esas extrañas tormentas de la Puna. El viento dio una vuelta redonda para luego calmar completamente. Las nubes bajas y negras pasaron en medio de relámpagos y truenos hacia las montañas del este; el oeste aclaró un poco y algunos rayos de sol se filtraron entre las nubes en visión fantasmagórica. Pero las nubes regresaron al oeste para caer sobre los otros cerros mientras el viento arreciaba y caían algunas gotas. Ambos lados de cerros se ennegrecieron, hacía frío, mucho frío. El norte se tornó de color gris-azulado y el sur con nubes entre blancas y rosadas. A la puesta del sol se vio una franja de colores rojos y naranjas sobre los cerros azules del oeste y las negras nubes que los cubrían. Al anochecer, el centro (donde estábamos) presentaba huecos azules de claridad. Hacia el norte seguía relampagueando y se escucharon algunos truenos. Al llegar la noche los relámpagos se alejaron y quedó el silencio y el frío mientras una franja clara se abría por el oeste. No siempre permanecimos allí, en un momento que calmó el viento salimos a inspeccionar los alrededores y llegamos hasta Ciénaga Grande donde observamos una edificación. Dos mujeres coyas estaban esperando un transporte que las dejara en Minas Pirquitas, ellas nos aclararon que esa edificación pertenecía a una escuela pero los maestros estaban ausentes. Había que esperar, no quedaba otro remedio; de todos modos esa pequeña inspección nos había mostrado una buena cantidad de llamas y ovejas en la zona. Una coya cuidaba cerca del camino una hermosa manada, nos detuvimos para fotografiarla. La mujer se negaba a salir en la foto, sólo accedió cuando papá y mamá posaron junto a ella. Como la noche no se presentaba para armar la carpa y el lugar era totalmente inapropiado con mucha piedra y muy descampado, nos resignamos a dormir en el auto. Pensamos que quizás más a la noche llegaría el guardafauna y por estar atentos a su posible aparición se retrasó la llegada del sueño. La oscuridad impenetrable, el lugar inhóspito, el frío, la soledad, el silencio se transformaron en ingredientes ideales para mi fértil imaginación y como no teníamos ya tema para conversar se me ocurrió preguntar: -¿Qué harían si ahora presenciaran el descenso de un ovni y bajaran extraterrestres? -La verdad que sería interesante –acotó Bautista muy serio. Pero mamá no pensaba igual.


-Si llego a ver un ovni en este lugar me caigo redondita. Justamente observo aparecer una extraña luz por el este, muy, muy lejos. -¡Miren, ¿qué les dije?, allí tienen al ovni! -Es verdad potente es!

–dice

papá-

aquella

-¡Qué lindo!, miren… parece que feliz y expectante.

luz

no

estaba

antes…y

¡qué

nos alumbra –exclamé entre

-No quiero mirar, me da pánico. Debe ser el guardafauna que viene. –exclamaba Virginia mientras se escondía. -No es el guardafauna –acoté- la luz está muy lejos y sin embargo nos alumbra, aparece y desaparece, si fuera un vehículo avanzaría. La verdad que a esa altura ya no me sentía tan segura de querer ver un ovni. Quedamos a la se descubre el resultó ser un las curvas que del oeste.

espera por unos cuantos minutos hasta que al fin misterio: ni era el ovni, ni era el guardafauna, camión y ese efecto extraño de la luz respondía a tendría el camino al atravesar los lejanos cerros

Al poco tiempo nos quedamos dormidos.

Hacia la madrugada el cielo se observaba clarísimo con la luna llena en plenitud y las estrellas tan titilantes, sembrándolo de luces, el termómetro marcaba -5º C. El día se inició tan luminoso como presentíamos. Con el firme propósito de llegar hasta la orilla de la laguna, bien temprano nos pusimos en marcha. Fuimos directamente a la escuela de Ciénaga Grande; la intención era dejar un ejemplar de mi libro de poesías y allí resultó que el esposo de la maestra, el señor Lázaro Farfan se ofreció a guiarnos hasta la laguna. Salimos enseguida hacia Guayatayoc buscando la parte del camino que más se acerca al agua para no tener que caminar tanto debido a nuestra falta de costumbre de andar en esas alturas donde falta el oxígeno. Mi idea era poder pintar los flamencos en su hábitat natural, pero me di cuenta que sería imposible, pues ni siquiera me permitieron acercarme y preparar mis cosas. Todos los que estaban remontaron vuelo en un espectáculo de ensueño que tampoco logré registrar con la cámara. No quedó ni


uno y apenas largavistas.

podía

distinguirlos

en

la

lejanía

con

mi

Cuando regresé al auto con la triste nueva el desaliento fue grande; sin embargo el señor Farfan comprendió que no me iría sin acercarme a ellos y sin llevarme una buena cantidad de fotografías. Entonces, planeamos una nueva estrategia desde otro lugar, esta vez había que avanzar con sumo cuidado y caminar varios kilómetros con la cámara preparada, y llegar a ellos sin que se dieran cuenta. El lugar no podía ser más apropiado porque teníamos un paredón de adobe (de esos que usan para separar tierras) que nos protegía de sus miradas. La cámara con el teleobjetivo me pesaba demasiado en esa posición de arrastre a que nos obligaban las circunstancias. Y unos pequeñísimos insectos se nos introducían en la boca al menor intento de abrirla. Nos entendíamos con señas, el inmenso grupo de flamencos no se había dado cuenta de nuestra presencia. Me parecía un sueño, pues estaba a pocos metros de ellos. Las aguas celestes y las montañas lejanas son el marco ideal para estas criaturas que en centenares pueblan la bella y solitaria laguna junto a tantas otras aves que han encontrado en esas alturas misteriosas la razón única para vivir. Después de fotografiar y observar a gusto me doy vuelta para regresar y ¡cuál sería mi sorpresa al ver a Bautista lo más tranquilo! Estaba claro que debían permanecer en el auto. ¿Cómo fue posible que él hubiese caminado hasta allí sin sufrir ningún efecto? Estábamos a 3.700 metros y el sol calentaba demasiado. El señor Farfan aparecía mucho más agitado que él. Desde ese momento admiré mucho más la fortaleza, el espíritu, la voluntad y los deseos de vivir de ese gran hombre que fue mi padre. Nada resultaba imposible para él y hacía que todos mi sueños se cumpliesen. El asombro del señor Farfan fue grande cuando supo que habíamos pasado la noche en el auto con -5ºC, y Bautista había manejado todo el día por esos difíciles y solitarios caminos de la Puna y encima completaba todo con esa caminata por la estepa a 4.000 metros de altura. Pasado el mediodía estuvimos de regreso en la escuela donde la señora de Farfan nos tenía preparado el almuerzo. ¡Cómo se valoriza la abnegada tarea que realizan en esos lugares tan inhóspitos donde en invierno la temperatura puede llegar a los 22ºC!


Como este buen señor tenía que ir a Abra Pampa lo invitamos a que nos acompañara en el viaje de regreso y al pasar por Río Cincel vimos el vehículo del guardafauna. Tenía mucho interés en hablar con él, así que hicimos una larga parada. Triste era la noticia que tenía para darme, había un proyecto para desafectar al parque debido a los problemas existentes entre los indígenas que pueblan los alrededores de la laguna y el gobierno de la provincia de Jujuy. Hoy no tengo conocimiento de lo que haya pasado con el mismo. A pesar del clima tan hostil hay allí –según una lista confeccionada por los cuidadores en el año 1981- unas 122 especies entre las que anidan y las que andan en tránsito; pero parece ser que esto es irreconciliable con las miles de ovejas que pueblan los campos circundantes. Hay tres especies de flamencos que han sumado en épocas propicias 50.000 animales, también hay cóndores, lechucitas pampa, sobrepuestos, calandrias mora, teros reales, teros serranos, carpinteros andinos, garzas mora y bruja y parece que busca instalarse la garcita bueyera. Me contó el guardaparque que encontraron una la temporada 1982/83 que murió agarrotada de frío, pero al poco tiempo llegaron otras. También se encuentra el ñandú cordillerano, el zorro colorado, y una buena cantidad de vicuñas. Queda demostrado la importancia de la laguna y su entorno y la necesidad de preservarla intacta para el futuro. Hoy, 2015, no sé si eso ha sido posible… 14 y 15/10/ 1984

Con un grupo de niños y la maestra en la escuelita de Ciénaga Grande.


Refugiados en la Casa del Guardafauna de Laguna Poozuelos

Flamencos en la laguna Pozuelos, puna Argentina. 52


VI CUANDO DE LA LLUVIA NACEN LOS RÍOS

Es muy frecuente en nuestro norte y centro-oeste que cualquier lluvia provoque el nacimiento de verdaderos ríos en una variedad insólita de lugares. El tiempo y unos cuantos problemas causados por la inexperiencia me han ayudado a olfatear esos posibles lugares ante la menor amenaza de lluvia. Pero no es fácil en esas zonas ocupadas por terrenos aluvionales, que pueden ocasionar más de una sorpresa porque a veces las lluvias se producen lejos del lugar donde uno se encuentra, pero al instante resulta que una bajada de agua puede dejarlo por varias horas aislado en sitios nada tranquilizadores. Da la sensación de que no podría encontrarse refugio seguro en lugar alguno, pues esos terrenos tan iguales, casi pelados de cubierta arbórea, pueden –con una lluvia- transformarse en trampas acuáticas nada agradables. Claro que todo esto lo sé ahora, pero estaba ausente de mi sabiduría en aquellos inicios de vida campamentista. A poco de haber inaugurado nuestra carpa, debimos soportar un fuerte ataque de la naturaleza que nos sometió a una verdadera prueba de fuego. En el momento de ocurrir resultó terriblemente desagradable, pero después, en el recuerdo, se convirtió en uno de los hechos más cómicos y graciosos que nos tocó protagonizar en todas nuestras andanzas. La Quebrada del Zonda es un lugar característico de San Juan. La primera vez que la recorrí me produjo la sensación de encontrarme en un corredor verde entre imponentes montañas desnudas. Me sentí cautivada y en una hermosa zona de camping cercana al Jardín de Los Poetas pasamos dos magníficas noches; incluso la primera con lluvia. Todo parecía funcionar a la perfección, sin embargo el clima estival de San Juan es muy traicionero y nos jugó una mala pasada. Levantamos campamento para ir a Calingasta, en los Valles Longitudinales. A poco de partir se frustró la intención por un espectacular corte que tenía la ruta de cornisa y que la tornaba intransitable. Las últimas lluvias habían dejado su sello… Resignadamente volvimos pero no armamos la carpa dudando de los futuros pasos a seguir.


En esto el día comenzó a ponerse feo, amenazador de nuevas tormentas. El viento zonda sopló toda la tarde enseñándonos a respetarlo. Y llegó la noche con un cielo muy oscuro hacia la parte de las montañas. Esperamos los acontecimientos, espectaculares relámpagos parecían encender los cerros y enseguida los truenos que retumbaban con poderes sobrenaturales en esa gran caja de resonancia que era la quebrada. El cansancio nos iba venciendo al retrasarse la lluvia que creíamos inevitable con ese panorama. Hacia las 11 de la noche nos pareció que la tormenta retrocedía por el oeste y que al final no tendría lugar allí y como necesitábamos descansar adecuadamente se resolvió armar la carpa. Pero… ¿qué ocurrió? Las sombras de la tenebrosa noche nos impidieron determinar las características del terreno y a pesar de que creíamos conocer el lugar donde antes habíamos acampado, resultó que terminamos instalados en otro que ¡vaya si era diferente! Tranquilos por la aparente lejanía de la tormenta y el gran cansancio nos dejamos envolver en los espacios del sueño. Pero no fue por mucho tiempo… la lluvia se desató de una forma diluvial obligándonos a permanecer despiertos y atentos a su música. De repente comienzo a notar algo extraño en el piso. Era como si nos eleváramos y una masa de aire pasase por debajo. No se perdió tiempo, papá sacó la cabeza para inspeccionar, en la oscuridad no podía ver mucho, sin embargo nos alertó que algo a normal pasaba. -Tengo la impresión que aquí corre agua –dijo. -Entonces hay que salir afuera para tantear el estado de las estacas –aseguré bastante preocupada. -Quédense adentro, yo iré… Mientras él hacía frente a la lluvia yo comenzaba a darme cuenta que por debajo nuestro corría agua. No perdí tiempo y le ordené a mamá sacar colchonetas y ropa lo más rápido posible para evitar mojaduras. En eso estábamos cuando papá nos grita desde afuera: -¡Esto es un verdadero río, hay que sacar rápido la carpa, las estacas están cediendo! El resto es de imaginar, ocurrió tan agitadamente que terminamos en el auto con todos los elementos –incluidos nosotros- hechos sopa y dispuestos sin el menor orden. En ese despiole de colchonetas y ropas emergíamos como una alucinación.


La lluvia había amainado y casi al tun-tun salimos de la trampa, comprobando que apenas unos metros más allá no pasaba absolutamente nada y otros campamentistas continuaban en sus dulces sueños. Resultaba cómico, habíamos acertado a instalarnos justo en el medio de una bajada de agua. Y no terminaron allí las acuáticas andanzas de esa cálida noche estival sanjuanina. Porque al poco rato el cielo se cubrió de estrellas como burlándose de nosotros… El lío en el auto era fenomenal, teníamos que poner orden. Recordamos las grandes y tentadoras piletas naturales que durante el día se llenaban de gente y para entonces estarían totalmente desoladas. Hacia allí nos dirigimos y pusimos manos a la obra. Nadie nos vería y teníamos la oportunidad ideal para dejar en condiciones de funcionar a nuestro maltratado equipo de camping. Papá se arriesgó y mientras se prodigaba un magistral baño, aprovechó para dar buen enjuague a la carpa, colchonetas inflables y ropa de cama. Los miembros de una pareja que salió desde las sombras de unos árboles se convirtieron en los únicos testigos de la inusual escena. Hacia las dos de la madrugada dimos por terminada la tarea, guardando cuidadosamente los elementos mojados en el baúl del auto para esperar a secarlos con el sol del nuevo día. Un túnel abierto en la montaña vaya a saber para qué nos sirvió de refugio durante el resto de la noche. El día –por supuesto- amaneció espléndido, adecuado a la tarea de secado que nos esperaba. El problema ¿adónde ir? Necesitábamos pleno sol. Eran todas cosas muy gruesas. Salimos a la Ruta 40 que conduce hacia el norte y a poco de andar observamos indeterminado –el único a la vista- que de los sostenes del piolín; el otro sería

San José de Jáchal por un arbolito de nombre podría servir como uno el propio auto.

Aquello no podía ser más cómico; colchonetas, lonas, sábanas, se turnaban en la ocupación del espacio provocando una imagen multicolor en medio del vasto desierto de piedras y matas achaparradas. Flameaban al viento llamando la atención de los simpáticos camioneros que circulaban por la ruta y nos tocaban bocina para saludarnos con una amplia sonrisa. En dos horas tuvimos todo seco y reluciente, es que el sol sanjuanino, como un viejo amigo… (Tal lo que dice la canción) fue capaz de obrar el milagro.


Mientras tanto, tomamos mate y caminamos bajo el sol. Fueron dos horas de sana y alegre diversión que atesoro como esos recuerdos dulces y simples que nos dejan el alma bañada de vida y de amor. El amor a la tierra, a la naturaleza y al perdón… 21-1-77

Extraños reflejos en el río San Juan.

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VII EL LLAMADO DE IRUYA

Mi interés era encontrar pasos superiores a los 4.000 metros para realizar una serie de pinturas sobre el tema. Por eso, enfilé mi entusiasmo hacia un lugar ignoto, poco visitado y perdido en una maraña de graníticas e insólitas montañas: ese lugar es el pueblito de Iruya, del otro lado de la sierra de Santa Victoria y Zenta, en la provincia de Salta. Para ello había que trepar hasta la altura del Cóndor con sus 4.000 metros y luego bajar nuevamente hasta los 2.700 metros de Iruya.

En Jujuy recibí noticias del buen estado del camino en esa época primaveral y seca. Pero había que tener cuidado, se esperaban las primeras lluvias y ya tenía conocimiento de las tremendas dificultades que éstas crean en ese endeble camino de montaña, apenas transitado. Muy temprano partimos desde Humahuaca, abrigaba dudas sobre la posibilidad de llegar hasta Iruya, pero debíamos intentar por lo menos arribar hasta El Cóndor para lograr el objetivo principal, el de los 4.000 metros. Mis padres iban un poco engañados sobre el destino final, lo había considerado necesario para evitarles una preocupación mayor. Varias veces comprobé la eficacia de este método con ellos. De lo contrario corría el riesgo de que abandonaran el intento antes de comenzar. Por supuesto, después debería enfrentarme con sus rezongos, pero en definitiva llegaban al final con alegría. Es que ellos nunca se preocuparon por el estudio de los mapas, esa tarea me estaba reservada en exclusiva; en cuanto al destino a seguir lo sabían en sus rasgos generales, los demás detalles, tan complejos e infinitos, resultaban verdaderas sorpresas – agradables o no- para ellos. Mamá se limitaba a hacernos compañía, a atender los detalles de la comida y la ropa, y papá al manejo y el cuidado del auto ( en ambas cosas contaba –en la medida de mis posibilidades- con mi ayuda). En realidad siempre nos complementamos muy bien los tres, más allá de nuestros distintos caracteres y hemos preferido no agregar otras personas al trío, como así también somos consientes de que la ausencia de alguno de los tres puede culminar en el fracaso de cualquier expedición. Volviendo al relato, hicimos una primera parada en la escuelita de Chaupe o Chaupi Rodeo donde entregué uno de mis libros. El director charló un rato con nosotros y fue muy importante porque sus palabras, al describir el camino y el paisaje que nos


esperaba, resultaron un gran aliciente para la alicaída moral de mis padres, ya un poco inquietos ante el panorama que se iba presentando de absoluta soledad. -Verán, es algo espectacular, y el camino está en buenas condiciones –nos adelantó el señor deseándonos suerte en la empresa. El tiempo se presentaba bueno, si bien con algunas nubes, pero no eran amenaza de tormenta, por lo menos en forma inmediata. Debimos cruzar varias veces un mismo río en un zigzagueo casi enloquecedor por el lecho pedregoso. Al salir del valle, el camino asciende, hay que ir despacio… los cerros redondeados, la vegetación baja y de pronto… el punto máximo donde apenas se descubre unos tristes yuyitos. El alma comienza a sentirse libre ante el viento frío que acaricia y nos envuelve en abrazo de bienvenida. Pero no es allí donde se ve el panorama más espectacular, la viborita del camino bajando a los abismos resulta una tentación a buscar el punto ideal –que vislumbramos más abajo- para tomar los apuntes. Por eso, mi padre decide seguir un trecho más, ya incitado por lo que observa: un tramo de interminable bajada. Era el destino que me conducía –como respondiendo a un llamado- hacia los destellos milagrosos de la claridad final. Después de descender unos metros, observamos el panorama de espectaculares cerros de 5.000 metros que en sus laderas agrietadas por la erosión pluvial, presentan rectángulos de cultivo en colores cambiantes y que vistos desde allí dan la sensación de coloridas alfombras. Se destaca en enigmática figura el cerro Morado; detrás de ese cerro, a casi 5.000 metros de altura hay una laguna que llaman “Maldita” y según la leyenda es un ojo de mar. Cuentan que los fríos son tan intensos, ventiscas, vientos permanentes y una soledad aterradora, que nadie ha podido permanecer más de tres días para investigar en el lugar. También hablan de sus características macabras: todo el que intenta tomar agua allí es chupado y se dice que nadie vuelve. Llegados a ese punto del descenso nos dimos cuenta que sería imposible retornar en un camino tan angosto y en pendiente, por lo tanto me alegré ante la perspectiva de llegar a Iruya. Esos diecinueve kilómetros desde El Cóndor pueden resultar interminables entre curvas y contracurvas enloquecedoras. Y como en un cine, las imágenes iban sucediéndose majestuosas, cambiantes y dominantes. La soledad y el silencio marcan su ley, algunos burros y coloridas llamas viven como dueñas de cada piedra, de cada mata; el silbar implacable del viento acompañaba el latir del alma ansiosa por llegar.


El descenso parecía culminar en un prado de altura, cuando vemos que el camino se pierde en una oscura grieta que ouego supe es la formidable quebrada del río Iruya. En ese llano aparentemente sin inclinación (aunque tiene una pendiente impresionante) crecen unos cactus que parecen pulpos. Y en ese zigzagueo nos encontramos con un jinete que más bien parecía un fantasma de las montañas, pero que tuvo la feliz tarea de devolvernos al mundo. Le preguntamos por la posible cercanía del pueblo: -Tienen un buen descenso, pué… unos ocho kilómetros nomá – afirmó con su particular forma de hablar. ¿Cómo se contarían allí los kilómetros?, nos preguntábamos ya que cada uno nos parecía una legua. Y fue a partir de ese lugar que comencé a sentir un extraño olor a quemado. Se lo hice saber a papá; pero no le dio importancia. -Es un olor que viene de afuera, no es del auto, no le noto nada extraño. Seguimos a pesar de que yo continuaba percibiendo ese olor raro. Insistí y para mi tranquilidad se detuvo antes de una curva en bajada. Inspeccionó las ruedas y lo observé mover la cabeza de un lado para otro en señal de preocupación. -Son las cintas de freno, se han recalentado, seguro que olvidé quitar el freno de mano –se fijó para verificar-¡qué barbaridad! He circulado desde arriba con el auto frenado. -Pero… ¿cómo no te diste cuenta? –le dije sin comprender ese olvido tan raro en él que siempre cuida todos los detalles -¿y ahora qué hacemos? ¿Es peligroso? Y… pudo haberse prendido fuego. enfriarlas, espero no tengan nada.

¡Qué

cabeza!

Vamos

a

Gastamos el agua de un porrón y aún estaban calientes, menos mal que la heladera tenía bastante agua del deshielo, con esa agua helada logramos enfriarlas totalmente. El susto pasó y mi padre aprendió una lección: distraerse cuando se circula por esos sitios.

prohibido

La Quebrada de Iruya o Coranzulí tiene una gran profundidad; por allí transita su letanía el blancuzco hilito de agua, enmarcado por altas paredes graníticas que la naturaleza formó con sus caprichos más insólitos. El camino baja y sube constantemente, sigue las delirantes curvas de las laderas. En esos lugares ya no sopla el viento, el sol calienta y el silencio es un silencio de divina anunciación.


Cuando arribamos a un pequeño túnel, presentimos que la meta no está lejos y un corto tramo lo confirma: aparece la blanca capilla construida por los padres franciscanos, destacándose como un milagro en el reino de las montañas. Pero se torna inalcanzable, y sólo cuando los arbolitos verdes y los sembradíos de la vera angosta del río se nos ofrecen totales, estamos seguros de que el pueblo está a nuestro alcance. Frente a la blanca capilla construida por los franciscanos, quedamos exhaustos mientras observábamos ese paisaje de soledad y silencio, de paz y misterios. El pequeño río dando vida al valle verde-amarillo cubierto de sembradíos; las imponentes laderas montañosas vestidas de colores y el pequeño pueblo de callejas empedradas, angostitas y de agudas pendientes que el sol bendecía con ternura. Y me pareció que montañas, cielo, río y pueblo formaban parte de la misma creación, sentí que sus casas y sus calles no desentonaban con el entorno natural, eran una misma cosa cantando al reinado de la armonía, esa armonía que nunca deberíamos olvidar al hacer nuestras construcciones. Nuestros antepasados, sin duda, tenían muy en cuenta ese importante aspecto de la vida. Me sentí feliz de comprobarlo y de haber respondido a ese llamado que fui sintiendo paso a paso en el camino hacia Iruya; en esos pensamientos me encontraba cuando observé un policía que se acercaba a nosotros. Enseguida comprendí que debía hacer algún tiempo que no veían llegar gente allí y seguramente muy poca tarea tendrían para realizar en lugar tan tranquilo y alejado. Con esa simpleza propia de la gente de los cerros, logró entablar conversación y así nos enteramos que el jefe de todos ellos estaba esperando algún vehículo que lo dejara en Humahuaca para desde allí tomar el ómnibus a Salta donde se dirigía para visitar a sus parientes que hacía dos meses no veía. Por supuesto que le ofrecimos la posibilidad de viajar en nuestro sufrido Falcon amarillo. -Ya le encontraremos un lugar entre tantas cosas que llevamos –dijo mamá, feliz de tener compañía para el regreso. -Voy a comunicarle la buena nueva, se pondrá contento – concluyó el policía y partió hacia el destacamento cercano en cuyo frente flameaba la bandera. Al rato apareció otra vez con el jefe y otro policía. Aquel se presentó como Raúl Rodríguez. -Les agradezco mucho el gesto que han tenido de transportarme hasta Humahuaca –dijo con gran simpatía.

Raúl resultó ser una persona especial, de una gran sensibilidad para las cosas de la naturaleza y el arte. Más hablábamos más comprendíamos que eran muchas las cosas que


teníamos en común y nos unían. La pintura (él era estudiante de Bellas Artes), los viajes, la soledad de esos lugares ignotos… Y fue este último aspecto el que lo empujó a Iruya, dejando momentáneamente sus estudios pictóricos. Recorría los cerros a lomo de mula guardando en sus retinas cada aspecto del paisaje que luego pensaba volcar en sus dibujos y pinturas. Sentí admiración por él y una de esas características. Por lo momento… después, con el paso equivocado como tantas veces a siempre por mis sueños locos.

gran alegría de conocer un ser menos, en ese lugar y en ese del tiempo supe que me había lo largo de mi vida llevada

Con la conversación se hizo mediodía y mamá quiso ponerse a cocinar pero Raúl tuvo una mejor idea. -Deben estar muy cansados, vamos a una casa de pensión donde dan muy buena comida y a un precio adecuado, allí comemos nosotros. Mamá dudaba, está tan acostumbrada a cocinar en cualquier circunstancia y lugar que ir a una pensión o restaurante le resulta siempre un rito de lo más raro. Al final la convencimos y de verdad que Raúl tenía razón, comimos excelente y muy barato. Antes de partir tuve tiempo para recorrer el pueblo y sacar fotos. Aconsejados por Raúl nos dirigimos hasta la unión de los ríos San Isidro e Iruya, por un precario camino que están abriendo ( unos treinta kilómetros) para empezar la exploración de una mina de cobre, plata y oro. Y es allí el reino de las inasibles montañas, una sinfonía de color, de piedras y de paz que hacia el este se transforma lentamente en el reino de la selva ignota, desconocida, casi inexplorada. Raúl nos contó que el pueblo tiene unos 300 habitantes, pero que hay 4.500 diseminados por los cerros, esos cerros que atesoran pequeños poblados a los que se llega en lomo de mula por paisajes de ensueño. Viven de lo que cultivan, poseen llamas y ovejas de las que obtienen carne, queso y lana para confeccionar los ponchos, mantas y medias. Son gente pura que tienen muchos hijos y aman la tierra, caminan horas por los cerros, son dueños de ellos, forman parte de la naturaleza. En esa zona hubo muchos españoles y los padres franciscanos han construido hermosas capillas en cada poblado; aún se conservan las costumbres de entonces, como la fiesta del pueblo que se celebra una vez al año durante una semana completa en el mes de octubre. Es así que todos bajan al valle del río donde permanecen para las celebraciones; la fiesta se inicia en la capilla y se prolonga durante una semana y la ceremonia del cierre consiste


en un ritual donde las fuerzas del bien vencen a las fuerzas del mal, todo representado en forma simbólica con máscaras. En el viaje de regreso observé varios benteveos lo que llamó mi atención por la hostilidad del clima, ello motivó una conversación sobre fauna con Raúl, y me informó que hay en la zona muchas vicuñas salvajes y que pueden verse cóndores, como así también halcones y águilas. Hacia el atardecer nos encontrábamos en Humahuaca donde nos despedimos de nuestro acompañante, y por la noche la lluvia se hizo presente confirmando que no eran vanos mis temores allá arriba. Pero ya no importaba porque había vivenciado lo necesario durante esas horas, lo supe entonces y lo supe luego cuando escribí los versos: “Entonces…/ sé que los sueños pueden ser perfectos/si se asciende al límite/ de los ojos heridos/ por un milagro/ de amor”.

12-10-84

Camino a Iruya.

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Una callecita de Iruya. Al fondo: Bautista. En página 64: Parque Aconcagua, Puente del Inca. Valle del río.

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VIII LAS PRIMERAS MONTAÑAS.

Mamá resultó ser muy poco amante de las altas montañas (en realidad de las grandes y pequeñas); pero lo es mucho menos desde el día que ascendimos al Cristo Redentor en Mendoza, cuando aún no existía esa gran obra que es hoy el túnel. El susto que se llevó durante el ascenso fue realmente mayúsculo y no fue menor el del descenso, pues tenía el precipicio de su lado y realmente la visión de éste es impresionante con esas laderas tan peladas y pedregosas.

Recuerdo a la pequeña villa de Las Cuevas como un pueblito de juguete con casas de chocolate y los largos túneles por donde pasaban las vías del ferrocarril se presentaban en mi imaginación como pequeñísimos gusanos grises brillantes a los reflejos del sol. Fue allí donde Bautista mostró su innata serenidad y su experiencia para circular por esos caminos que requieren de un gran temple y muy buenos reflejos para adivinar qué es lo que puede presentarse a la vuelta de cada curva. Para entrar en contacto por primera vez con las altas montañas, el ascenso al Cristo Redentor resultó ser la elección más apropiada. Desde entonces ha demostrado ser un experto para manejar en estos tipos de caminos. Doy fe de ello; a él le debo haber accedido a lugares tan peligrosos como hermosos con un máximo de seguridad. Varias veces me pregunté si podría viajar por esos parajes con otra persona al volante, y he llegado a la conclusión que no podría ver a otra persona al volante. Resulta casi imposible imaginarlo. Sin embargo, hoy, después de varios años la vida puso en mi camino a dos personas que pueden hacerlo muy bien y en las que he confiado plenamente en varias oportunidades. Para el apetito creciente de ingresar más y más en la naturaleza, aquella incursión por el majestuoso mundo andino fue el inicio de una atracción permanente por las altas montañas, que fui vivenciando poco a poco a medida que el arte ocupó cada espacio de mi vida.

En sus silencios encontré música, en sus piedras encontré color y en su nieve, poesía. Todos los ingredientes que necesita mi mente inquieta para comenzar a crear. Por entonces… recién iniciaba el aprendizaje para poder hacerlo. Pues siempre he sido de la creencia que se puede nacerse con una facultad determinada pero que luego para poder lograrlo hay que seguir un aprendizaje permanente que nace de la voluntad, de la inquietud y del vivir plenamente la vida. De lo contrario


sólo quedaríamos en el deseo de concretar esa necesidad innata hacia determinado quehacer o tal vez, nunca la conoceremos. Mucho había leído, escuchado y estudiado sobre el gran coloso de América: el Aconcagua y sus 7.000 metros; pero… surgía en mis sueños como algo lejano, etéreo e inalcanzable. Sin embargo, estaba allí, frente a él, palpitando la visión de su cúspide blanca, en medio del frío intenso que el viento hacía más insoportable. El lejano gigante se dejaba ver ante mis ojos a pesar de las nubes que pretendían resguardarlo. Allí, en armonía con el entorno daba la sensación de ser pequeño, me reía de la imagen que crearon de él mis sueños y mientras lo observaba en medio del silencio sentí la felicidad de otro descubrimiento. Es que la naturaleza nos sorprende a cada instante, por eso es lindo, porque sabemos que no vamos a perder nunca ante ella nuestra capacidad de asombro. Sólo así podemos estar verdaderamente seguros de que vivimos. Aquel viaje por tierras cuyanas había resultado verdaderamente apasionante para nuestras aspiraciones de principiantes. Pero hay algo que Bautista no olvida nunca. Es el recuerdo de los caracoles de Villavicencio y no precisamente por la cantidad de vueltas o por el paisaje hermoso de esa mañana estival. Es que allí, en una ignota piedra de la vera del camino quedaron para siempre unos anteojos para sol de su pertenencia y que momentáneamente habían pasado para mi uso. Resulta que descendí del vehículo con la cámara fotográfica para tomar una foto en pleno ascenso por la cuesta y para mayor comodidad me quité los anteojos, dejándolos sobre una piedra. Pero al terminar, olvidé recogerlos y cuando me di cuenta ya estábamos en Las cuevas. Desde entonces no ha dejado de lamentar –ante cualquier circunstancia que lo recuerde- esos finos anteojos. Y ellos iniciaron la serie de objetos perdidos en tránsito como le puse yo, en distintos lugares. Porque el recuerdo me trae a la mente muchas cosas que hemos dejado involuntariamente como recuerdo en nuestra tierra. Entre las cosas que más tengo presente figura un porrón lleno de agua que quedó en las cercanías de Tilcara cuando subimos un cerro desde donde se observa toda la estepa. Algunos cuchillos y cucharas han pasado a engrosar las curiosidades de varios lugares insólitos y en algún camino de la Patagonia quedó un protector de parabrisas que mi padre llevaba en el portaequipaje y esa vez olvidó atar. El viento de la meseta dio buen uso de él. Una franela desapareció en los bosques cercanos a Junín de Los Andes y varias cosas más que han escapado a mi recuerdo…


La sorpresa del viaje me la proporcionó la ciudad de Mendoza con sus frondosos y admirablemente cuidados árboles. Circular por sus calles resulta un verdadero placer para el espíritu. Hoy, después de mucho recorrer puedo afirmar que Mendoza nos da el ejemplo más maravilloso de lo que pueden representar esos seres verdes en una ciudad. Después de esa imagen ideal, me produce una indignación mayor observar cómo mutilan los árboles en tantos pueblos y ciudades del país. No necesito ir muy lejos… en mi propio pueblo, se realizan verdaderas barbaridades con los bonitos ejemplares de fresnos que adornan las veredas, los aromáticos tilos de la plaza como así también los plátanos que en doble hilera visten el contorno de la plaza principal. Jamás podré comprender esa poda sin sentido que tanto daño produce en nuestros amigos verdes. ¡Y ellos son tan necesarios cuando el sol del verano acecha las calles! Yo pienso que los árboles tienen mucho que ver con la simpatía y predisposición de la gente que vive entre ellos. En Mendoza pude comprobarlo por primera vez( lo que confirmé cuando estuve en otros lugares con pocos árboles). Recuerdo una anécdota muy simpática que ocurrió un sábado por la tarde cuando iba a cargar la cámara de fotos y me ocurrió un tonto accidente con el rollo. Se quedó la película trabada en el interior del chasis. Necesitaba un cuarto oscuro para poder abrirlo y no había ninguna casa fotográfica atendiendo al público. En una de ellas nos animamos a tocar timbre esperando que el dueño viviese allí mismo. Y fue así, le explicamos lo sucedido, el señor prometió solucionar el problema y nos pidió que esperáramos un rato. Así lo hicimos y comprobé su eficiente trabajo, por lo tanto agradecimos que nos sacara del apuro y como nos pareció justo, considerando que nos había dedicado parte de su tiempo libre aún sin conocernos, papá le preguntó: -¿Cuánto le debo? El señor me miró sonriente durante un instante y luego sin dejar de mirarme y sonreír, le dijo a Bautista: -Una sonrisa de la niña es más que suficiente para sentirme bien pagado. Tuve que olvidarme de mi constante seriedad y sonreírle al señor, aunque no pude dejar de sonrojarme por su mirada…

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Uno de los primeros cuadros realizados en Las Cuevas. Mendoza. TĂŠmpera, 50 x 70.

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IX AQUEL VALLE DE LA LUNA

Ischigualasto o el Valle de la Luna es hoy un nombre conocido por una gran mayoría de personas, aunque gran cantidad de ellas quizás nunca tuvieron oportunidad de estar en el lugar. En los últimos años su difusión ha sido lo suficientemente importante como para convertirlo en uno de los lugares más interesantes del país, no sólo de atracción para geólogos y paleontólogos, sino también de un gran interés turístico. Dice Federico Kirbus en su “Guía de turismo y Aventuras” que cuenta con unos veinte mil visitantes anuales. Sin embargo, en aquel comienzo del año 1977 todavía su nombre aparecía envuelto en un halo de misterio. Por lo menos para mis nacientes ansias de descubrimientos, lo cual hizo que tejiera en mi mente toda una pléyade de fantasías que convirtieron el viaje en una sucesión de sorpresas, misterios y placer. La excursión –si se puede llamar así- se inició en San Juan con una temperatura realmente tórrida, por lo tanto la partida fue al atardecer, sorprendiéndonos la noche en las cercanías del poblado conocido como Marayes. Y fue precisamente allí donde viví una experiencia única que atesoro como un bien invalorable. Marayes era entonces un pequeño caserío de calles polvorientas, como una alucinación en medio del vasto desierto arbustivo. No había un solo lugar para pasar adecuadamente la noche que se presentaba cálida y brillante. Más tarde supe que no podía haber mejor lugar que el elegido bajo el techo estrellado y el aroma de los arbustos desconocidos. Esa noche silente y calma atesoraba la melodía brillante que los grillos encendían bajo la claridad del cielo. La atmósfera transparente resaltaba la soledad del desierto que en la noche aquella me envolvió con la magia de su belleza oculta entre arena y piedras. Amé ese techo azul y profundo cultivado de estrellas luminosas, infinitas y quedé perpleja ante los racimos titilantes que florecían por doquier para vestir de luz la quietud nocturna que acunó nuestros sueños de libertad, hasta que la mañana asomó entre los cerros con el regalo sangrante del sol. Casi al mediodía arribamos al Valle de la Luna después de recorrer unos doscientos kilómetros por el polvoriento camino que denunciaba la ausencia larga de las lluvias. Los últimos kilómetros desde Los Baldecitos nos resultaron interminables, más por nuestra ansiedad creciente que por el mal estado del


camino. La vegetación, a cada paso más escasa, las matas cenicientas, la luz del sol cegaba nuestros ojos y el termómetro se acercaba a los 40º C. Eran todos factores que contribuían a alterar nuestra ansiedad. La sensación que experimenté en esos instantes debe haberse parecido a la que siente alguien que está por descubrir algo misterioso y desconocido. ¡Qué distinto es ahora!, pues toda esa zona está pavimentada y la entrada al valle no tiene dificultad alguna. Y ya allí, un servicio de guías muy bien organizados por turnos de quince días, cumple con la tarea de introducir al visitante en ese mundo extraño, lleno de historia y de mensajes. La extensión de la reserva es de veintidós por doce kilómetros y se recorren actualmente unos cincuenta kilómetros por caminos convenientemente mantenidos durante todo el año. Las distintas formaciones geológicas tienen una antigüedad que va desde los 225.000.000 a los 150.000.000 de años ( en ésta última cifra están comprendidas las Barrancas Coloradas, areniscas con óxido de hierro muy finas, arcillosas y con abundante yeso, que en parte llegan a los 250 metros de altura). “Los 5.000 km2 que ocupan los terrenos constituyen los restos de una gran cuenca”. Según se lee en el Centro de Interpretación de Ischigualasto. Y también anotamos que: “desde los terrenos más antiguos hasta los más modernos se puede observar un cambio climático que se ha producido paulatinamente durante todo el período triásico. Al principio predominaron alternativamente estaciones secas y húmedas, luego se estableció un ambiente lacustre con abundancia de materia orgánica. Lentamente se fue tornando más seco y árido para culminar en condiciones extremas”. Hoy tenemos un clima cálido y árido con lluvias de verano (preferentemente), con un promedio de 200-250 mm anuales. La amplitud térmica diaria es de 22ºC. la temperatura máxima se registró en enero con 45ºC. y la mínima en julio con -10ºC. Suele nevar en el mes de julio y ocasionalmente en mayo, como ocurrió en el año 1987 en que me encontraba allí cuando tuvo lugar la primera nevada un 23 de mayo. La atracción que ejerce el Valle de la Luna no es sólo geológica, sino también paleontológica por la cantidad de restos fósiles (animales y vegetales) que se han encontrado. Las araucarias petrificadas que están semienterradas en un sector del valle tienen una antigüedad de 180.000.000 de años. En la formación de El Gusano se encuentran helechos impresos de una naturalidad increíble. El recorrido por todo el interior del valle lunar lo hicimos con un guía que trataba de explicarnos el por qué del árido paisaje que veían nuestros ojos. Traté de escucharlo, pero entonces supe que las palabras no podían explicar todo aquello que veía y sentía. Llegué a la conclusión de que sólo


vivenciando cada paso sobre la tierra reseca puede llegarse a comprender la razón de ese mundo que nos parece muerto, que aparentemente no guarda nada, que incluso puede tornarse hostil para el visitante. Por el sol, por la sequedad, por el silencio, por la soledad… Sin embargo, hace 200 millones de años una fauna de sesenta y tres especies hoy extinguidas, deambulaban entre el verde y el agua. Allí… donde mis ojos sólo observaban matas achaparradas o simplemente arena blanca y piedras, allí donde la liliácea figura de las barrancas coloradas es el único contraste en el paisaje gris, donde unas pequeñas nubes blancas, por el extraño fenómeno de la refractación de los rayos solares sobre el Cerro Morado, se vestían de rosado. En realidad, éste cerro adquiere los colores que le dan nombre sólo al atardecer con la entrada del sol. Es el más alto del valle (1.800 metros). Allí el viento realiza poco a poco su obra escultórica, creando las más caprichosas formas. Algunas de ellas me asombraron por su perfección: como “el gusano”, “el sillón del peluquero”, “los hongos”, “el submarino”, “la lámpara de Aladino”, “el quiosco” y “los sapos” del increíble valle pintado donde no se encuentra una sola mata de pasto. El Valle pintado… qué similitud con el valle lunar del bosque petrificado Ormaechea en Chubut. Similitud que pude comprobar en mi segunda visita a Ischigualasto, pues entonces ya conocía el bosque Ormaechea. Por momentos se ve idéntico, y pensar que una distancia enorme los separa… Algo realmente insólito es “la cancha de bochas”, cientos de piedras con la forma exacta de las bochas, diseminadas por el campo como si las manos invisibles de inexistentes jugadores lo hubiesen dispuesto de esa manera. Mientras caminaba descubriendo una y otra forma, agucé el oído para escuchar algún trino que me indicara la presencia de vida. Pero no… el silencio y el viento eran signos elocuentes de su ausencia. El único sonido de vida era el que yo podía crear en mi interior al retroceder hacia el tiempo aquel: hace 20 millones de años, cuando seres diferentes caminaban, volaban o nadaban en medio de un vergel. Sin embargo hay rincones que albergan vida. Como las barrancas coloradas, casa de águilas y cóndores, o Agua la Peña, un misterio para mí. En posteriores visitas pude observar grupos de guanacos, maras y martinetas, las maras eran mansas, no escapaban al vernos pasar. Nuestro guía, Francisco Guzmán, confirmó la existencia de pumas, martinetas, peludos y zorros grises comunes. En uno de mis regresos a Ischigualasto pude comprobar que lo más bello aún no lo conocía. Francisco Guzmán me había prometido recorrer una zona inexplorada de las barrancas coloradas. Y a


punto estuvo una lluvia inesperada en el mes de mayo –después se completó con una nevada- de impedirnos incursionar por esa zona. De todos modos, sirvió para romper la precaria huella de un camino abandonado y obligarnos a caminar unos seis kilómetros sobre la tierra agrietada de escalofriantes blancos, que se adornan con el rojo intenso de la arcilla que la lluvia, en improvisados ríos, arrastra desde las verticales paredes de las barrancas. A las 11 de la mañana logramos llegar –a pesar del barro y algún pantano- a la lámpara de Aladino, punto obligado para iniciar la excursión sin vehículo, caminando por los parajes solitarios, silentes, misteriosos y laberínticos. Había barro y las patinadas estaban a la orden del día pero valió la pena descubrir y gozar uno de los rincones más bellos de Ischigualasto. Parece un sueño… el sueño de transitar por el suelo de otro planeta. Íbamos descubriendo formas a cada paso, formas desconocidas, algunas, ni siquiera descubiertas por Francisco Guzmán, nuestro guía caminador de todos los rincones de la reserva. Y con imaginación tratamos de bautizar las formas que aparecían ante nuestros ojos. La taba, piedra sola, criaturas extraterrestres, la bruja, el general, la rana, un ave empollando, los vagones, el tren, Calculín, el búfalo, la dama con cabeza de cóndor, el viejo y el león… y quizás muchas otras que escaparon a nuestro ingenio de inventarles nombres, pero que contribuyen a hacer de esa zona la más bella de Ischigualasto. Es el silencio dominante que invita a la paz, a la meditación, a la alegría de vivir. Y no hay cansancio, los doce kilómetros recorridos se hicieron sin darnos cuenta… y quedaron ganas de volver. No pudo ser posible… al otro día amaneció lloviendo y muy frío. Hacia la tarde se inició una nevada inusual para la época y que se intensificó durante la noche y el otro día. En nuestro refugio gozábamos con el calor de los leños y de la amistad que hicimos con gente de YPF que venían desde Mendoza para hacer estudios geológicos. Por varias razones, ese viaje de mayo de 1987 ha sido mi viaje preferido a Ischigualasto. Ischigualasto… un lugar que todos debieran visitar, o cualquiera de los lugares que como ese posee nuestro país. Porque en ellos está escrita casi toda la historia del planeta y nos ayudan a comprender mucho más a la misteriosa, cambiante pero perfecta naturaleza.

25-1-77. 2 al4-11-86 y 21 al25-5-87

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Arbusto nevado en Ischigualasto.

Cancha de bochas.

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Valle lunar.

Barrancas Coloradas.

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X UN LUGAR LLAMADO TIRAXI

Muy cerca de la capital de la provincia de Jujuy se encuentra un paraje de verdadero ensueño que sin embargo no es lo suficientemente conocido, pues sólo durante una época del año puede accederse a él sin mayores dificultades; ésta coincide con el invierno cuando disminuyen las lluvias. El camino, que es todo de montaña, se corta durante el verano y gran parte del otoño. Desde San Salvador de Jujuy hicimos diecinueve kilómetros por la Ruta Nacional 9 que conduce a La Quiaca, un desvío de veinte kilómetros a la derecha nos conduciría a un mundo puro y agreste. La única información que poseía sobre Tiraxi era la que brinda en forma muy breve el mapa del Automóvil Club Argentino que, sin embargo, no aclara muchas cosas al viajero interesado. Pero resultó suficiente para que intentase llegar allí. Nuestro tiempo era bastante limitado y no estaba segura de poder cumplir con el objetivo (que en realidad era secundario dentro de los objetivos de ese viaje) pero se juntaron varios motivos para decidirnos a perder un día allí. La época no podía ser mejor (octubre), el día invitaba a disfrutar (13ºC. la noche anterior y 21º C. al llegar a Tiraxi, ni una nube) y además (mucho más importante) en la estación León me informaron que allí había una escuelita. Esto me entusiasmó para llegar a ella y dejarle un ejemplar de mi libro de poesías. Sabía lo útil que podría ser en esos lugares tan apartados. A poco de andar supe que el lugar no era común y que un paraíso insospechado se abría a nuestros ojos. Enseguida de cruzar el río Grande el camino se introduce en la montaña a través de una angostita y sombreada quebrada cubierta con bosquecitos de alisos, acacias y otros arbolitos dispuestos en forma de parque, con muchas flores silvestres y enredaderas. La primavera quería regalarnos todos los tonos de verdes inimaginables en ese mundo arbóreo cubierto de purezas infinitas. Al final de la quebrada comienza una cuesta corta, y sin nombre (que yo la llamo de Tiraxi), la pendiente es fabulosa y curvas cerradísimas ponen a prueba al mejor auto. Gracias a Dios es un camino casi intransitable, porque es tan angosto que si se encontraran dos vehículos no sé cómo se las arreglarían para pasar. En todo el viaje no encontramos más que uno: un camión, y afortunadamente pasó en uno de los momentos que nos detuvimos para hacer observaciones.


Al llegar a la parte más alta, el panorama de bosquecitos cambia. Desde allí se abre una ventana a parajes ocultos y desconocidos que contienen todos los matices de color. Luego se desciende interminablemente por una pendiente también muy fuerte, y los bosques se ralean. Es un laberinto de montañas donde un paisaje de verde y marrón tipo alfombra se destaca en sus laderas que aún guardan en los lugares más protegidos y húmedos pequeños bosques verdes. Por abajo corre con su cristal de celestes inmaculados el río Tiraxi que después de mucho andar por las sierras subandinas, y con varios cambios de nombre, terminará desaguando en el San Francisco, al este del Parque Nacional Calilegua. A esa altura del viaje, el deseo de arribar estaba haciéndose bastante pesado, principalmente en la mente de mamá, siempre temerosa de la soledad. Además, el incesante curverío, los ascensos y descensos permanentes y las paradas frecuentes por mi necesidad de observar un árbol, una flor, un insecto, un ave o simplemente una montaña… se sumaban a tantas sorpresas agradables que me causaba placer no arribar a destino. Cruzamos varias vertientes y manantiales con poco agua pero de frescores deliciosos, montañas rojizas, prados verdes y mucho sol… hasta que una curva nos ofreció la visión sublime de la escuelita escondida entre verdes sauces, a la vera del río, sobre una loma que parece entregarle todo un manto de agreste poesía. Allí flameaba la bandera en un paisaje de soledad y ensueño. Y nos recibió Josefina Loza de Márquez, la sacrificada y joven maestra con su veintena de alumnos que llegan día a día a la escuelita, caminando simplemente a través de los cerros donde sus padres poseen pequeñas chacras. Entran a las 10 de la mañana, almuerzan y hacia las 4 de la tarde regresan a sus hogares perdidos en el silencio de las montañas donde pareciera no existir nadie. Me ha quedado grabada la imagen de esa joven maestra, sola en medio de la soledad, en esa escuela que es su hogar y con esos niños que son como hijos durante gran parte de sus días. Separada de sus hijos y marido a los que ve cada fin de semana en la ciudad de Jujuy, caminadora de los cerros para poder arribar a la ruta cuando no encuentra un solo vehículo que la transporte… sí, me quedó su imagen como un ejemplo de entrega y de pasión… Esos lugares son los lugares que ponen a prueba la real vocación de una maestra o un maestro, su voluntad, su sacrificio, allí es donde más se necesita, donde nadie quiere ir… hay tantas maestras y jóvenes sin trabajo en tantos pueblos y ciudades del país, y son tan pocas las que van a esas escuelitas, ¡y tantos niños que las esperan! Desde allí el camino continúa hasta un lugar llamado Tesorero, junto al mismo río Tesorero, son otro veinte kilómetros. Pero el estado del camino es malo, y el único transporte es el caballo.


A falta de tiempo para andar con tranquilidad desistimos de continuar. Pero no nos faltó tiempo para descubrir algunos rincones dignos de ser gozados, mientras regresábamos con mucho menos prisa (al conocer el camino) que cuando circulábamos en la otra dirección. No muy lejos, a unos metros del sendero, puede encontrarse una especie de gruta con altas paredes rocosas en forma de semicírculo veteado en colores bellísimos. Desde la parte alta cae un pequeñísimo hilito de agua pura, formando en la parte baja una profunda y transparente fuente natural rodeada de blancuzca arena. En los lugares húmedos de las paredes algunos árboles visten de fiesta verde el lugar y una sinfonía de yuyos y flores silvestres caen por las laderas buscando la luz. Fue una tentación para mi paleta y nos retuvo durante un buen tiempo. Más adelante, en un sitio donde el camino se acerca bastante al río Tiraxi pueden encontrarse verdaderos rincones paradisíacos para bañarse en esas aguas frescas y rientes que corren en medio de un mundo de piedras. Ante esa imagen fuimos débiles y no escapamos a las bendiciones de un buen remojón, al que ponían música la alegría de las aves. Los frondosos árboles de la orilla, que balconean sobre el agua que moja sus raíces, nos permitieron encontrar bajo su sombra la paz y el silencio que necesitaba nuestro espíritu amante de la naturaleza. Sin duda… vale la pena llegar hasta allí, el alma que se interne en ese mundo sano y transparente, encontrará en aquellas ventanas a la luz, la llama total de la vida. Y entonces podrá comprender esos versos que dicen:”Caminaré mi propio bosque/ porque es el mismo bosque/ que amé esa mañana,/ para encontrar mi bandera flameando/ en un rincón sagrado,/ agreste y salvaje/ de aquellas remotas montañas”. 10-10-84

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Dos momentos en el rĂ­o Tiraxi.

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XI AMANECER DE LLUVIA EN LAGO FAGNANO

Tres años después de haber emprendido el viaje hacia aquellos bosques de mis sueños, que inauguraron la alegría de descubrir cada rincón del país, el inseparable trío creyó que el tiempo de acceder a esa tierra remota y plagada de leyendas, había llegado. Sí, era hora de descubrir la enigmática Tierra del Fuego. La gran isla lejana y misteriosa, ese confín del mundo donde-según se dice- nada bueno podríamos encontrar. Por eso, a nadie dijimos de nuestro propósito, de ese modo logramos evitar la acción psicológica de las opiniones negativas y pesimistas, lo que hubiera sido terrible para nuestra salud mental en momentos de emprender tan importante viaje. A pesar de todas las previsiones adoptadas, mamá estuvo a punto de desertar a último momento, malogrando el viaje, pues ¿qué posibilidades tenía de encontrar una sola persona en todo el pueblo que estuviera en condiciones de vivir una aventura como la que se presentaba? Indudablemente, las posibilidades eran nulas. Gracias a Dios mi gran madre recapacitó y ya sea por temor a quedarse sola y sin saber nada de nosotros o por lo que fuera, se plegó a la aventura aunque no del todo convencida de la necesidad de emprenderla. Estando en Río Gallegos –a un paso de la meta- la situación que se vivía con Chile por el Canal de Beagle se había agravado de una manera preocupante. Y surge entre nosotros la duda: ¿sería conveniente pasar a la isla y exponernos a quedarnos allí en caso de estallar la guerra?, la situación estaba muy tensa, pero no podíamos esperar más, cuando ya se nos acababa el tiempo y el dinero. Y estando en las puertas mismas del paraíso, no iba a pasar sin entrar a él… nos arriesgamos y todo transcurrió normalmente, pues los chilenos no dejaron de comportarse amablemente con nosotros. Circular por los caminos fueguinos resultó un placer inigualable para mí, el hecho de no haber imaginado mucho de la isla, contribuyó grandemente para que viviera casi como un sueño la realidad que me iba entregando una sorpresa tras otra, sin darme tiempo a que pudiese asimilar la anterior. Hoy pienso que si debería elegir un lugar para pasar el resto de mi vida, no dudaría en elegir Tierra del Fuego, pues desde entonces no he podido olvidar la magia increíble de sus días y sus noches, el arte inigualable de su naturaleza exuberante… Diez años después regresé a la isla y al recorrer esos caminos reviví las mismas emociones que en mi primer viaje. Mayores, porque para entonces yo ya sabía lo que realmente amaba.


Las últimas horas de la tarde, y digo “las últimas” a pesar de que eran las 21 horas cuando llegamos al lago Fagnano, porque en el estío fueguino los días son increíblemente largos. En la margen oriental de este hermoso lago cuyo nombre rinde homenaje a un gran misionero –el salesiano Monseñor José Fagnano- que llegó a esas tierras para evangelizar a los indios onas, se encuentra la confortable hostería Kaikén del Automóvil Club Argentino. Pero, a pesar de su imagen confortable, no logró convencerme para pasar allí la noche y seguimos andando en busca del lugar ideal que nos permitiera acercarnos al manso lago Fagnano, pórtico de un templo donde parece reinar la omnipresencia de Dios. Encontramos una senda cubierta de agua y barro (había llovido en el transcurso del día) que acompaña la geografía del lago y en un refugio arbóreo encontramos la paz y la soledad de un lugar de fantasía para armar la carpa. Nos rodeaba un bosque de lengas, ñires y guindos, húmedos, brillantes y verdes. Un prado de margaritas silvestres y tréboles amarillos afloraban en la soledad. Ni un ruido extraño, sólo el canto de los pájaros que buscaban sus nidos, el gritería de unas cuantas cotorras del sur cruzando de árbol en árbol y en las aguas celestes del lago la voz triste del pato vapor volador. El frío se toleraba y el viento suave era una caricia de vida. Después de las 10 de la noche bajé al lago a lavar ropa. Por el oeste, tras los Andes que se veían imponentes con su vestidura de verde intenso, comenzó a ocultarse el sol en sinfonía de sangre y fuego. Las aguas se doraron, el aire se irisó y yo me sentí inmersa dentro de un templo de pureza primigenia. En la arena negra de la orilla, el agua del lago parecía dejar un mensaje de amor al tocarla dulcemente y una islita verde me entregó la magia de gordas avutardas; un animal tan terriblemente perseguido que fue declarado plaga. Su disminución es grande, y no se sabe las consecuencias ecológicas que pueda llegar a provocar su falta. En un segundo viaje he podido observar grandes cantidades de estas aves en toda la isla, lo que aparentemente indicaría su recuperación. Su verdadero nombre es cauquén y antiguamente eran muy abundantes en la Patagonia. Muchas migran al norte ( provincia de Buenos Aires) en el invierno y es ahí donde se las persigue con más furia por la creencia de que son grandes competidores del ganado. Cuando terminé de presenciar la entrada del sol ( ¡y de lavar!)salí a caminar por las inmediaciones para juntar achicoria y perejil silvestre; la achicoria fue muy bien recibida por mamá, a esa altura del viaje, con muchos deseos de comer algo verde. Al día siguiente, las achicorias formaron parte de una exquisita ensalada con cebollas y limón.


La cena tuvo que ser rápida y bien caliente para contrarrestar el frío y el fuerte rocío que se empeñaba en querer penetrarnos hasta los huesos. Pero aún había tiempo de observar la gran luna que alumbraba al lago como un farol, antes de entregarnos a las delicias de un sueño reparador en medio del silencio sublime que a veces… en medio de la noche, se engalanaba con la triste voz de los patos: nuestros amigos, nuestros compañeros, que parecían celebrar la presencia tan extraña de tres seres bípedos en un monstruo blanco y otro naranja. El amanecer llegó pronto y con una lluvia sonorosa que nos cantaba –al caer sobre la lona- la melodía del despertar. Eran las 4 de la madrugada, todo el bosque y el césped se veía mojado y el lago escondido tras una bruma incolora. El frío era intenso y con esa melodía dulce cantándonos, la tentación de permanecer en la tibieza de la carpa era muy fuerte. Hacia las 8 de la mañana paró la lluvia y dejamos el calor de los abrigos para determinar la cantidad de agua caída. Había varios charcos en las cercanías, el callejón estaba convertido en un barrial impresionante… había que esperar para salir de allí. Entre los troncos y las flores mojadas encontré deliciosas frutillas que se transformaron en el postre de ese mediodía. Y como ya no podíamos esperar más, con sumo cuidado fuimos saliendo del paraíso en busca de la ruta consolidada para seguir viaje al sur. Nuestros amigos, los patos del lago, parecían tristes al vernos partir y sus voces de despedida sonaron con una melancolía que no había detectado antes. Sin duda, esos dulces animales, nos aceptaban con gusto en su agreste hábitat. A mí me quedó el alma purificada, como si algo hubiese entrado a ella: tal vez era el mensaje de Dios, oculto en la fragante naturaleza. 21 y 22-1-78

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Virginia, tendiendo ropa al anochecer.

Monte Fueguino con nieve en primavera.

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XII HACIA UN MUNDO PETRIFICADO

En nuestro país se encuentra una buena cantidad de bosques petrificados porque se han dado las condiciones necesarias para que se produzca la petrificación. El bosque del cerro Madre e Hija en la provincia de Santa Cruz (monumento natural, creado en el año 1954 con 10.000 has y que actualmente llega a 30.000), también las estancias vecinas cuentan con árboles petrificados. Este bosque es quizás el que más ha trascendido en nuestro país y el extranjero por la razón de que se han encontrado piñas de araucarias (Araucarites mirabilis) en perfecto estado, pues la erupción que sepultó la zona en un manto de cenizas ocurrió cuando los árboles estaban cargados de piñas maduras. Estas piñas cerradas confirman que han sido cubiertas en cuatro o cinco días por las cenizas volcánicas que cayeron en forma de lluvia asegurando que los árboles están “in situ” a diferencia de otros bosques petrificados. Su antigüedad, entre los 150.000.000 y los 70.000.000 de años. En ese tiempo aún no estaba la Cordillera de los Andes y por lo tanto los vientos del Pacífico descargaban su humedad en el valle; además por el este, no existía el Océano Atlántico, y nuestro continente se hallaba unido al África. El clima del Jurásico era cálido y uniforme. Los intensos movimientos volcánicos posteriores y que preludiaron el levantamiento de la Cordillera de los Andes, fueron los responsables de proveer la materia prima básica para la petrificación: la sílice. Se llama petrificación a la conservación de la madera del árbol al transformarse su substancia orgánica por otra mineral, a diferencia de la madera carbonizada, la que conserva gran parte de la substancia originaria. Las Araucarites mirabilis que existieron hace 150 millones de años fueron las antecesoras de las araucarias actuales que encontramos en la provincia de Neuquén y que también conocemos como Pehuén. Muchas de ellas alcanzaban los 60 metros de alto y los 3 metros de diámetro, lo que indica la importancia de este bosque fósil. Recorriendo detenidamente el lugar se pueden encontrar varios troncos semienterrados que tienen una considerable longitud y diámetro. Lo curioso es que la mayoría se encuentran trozados como si realmente hubiesen sido cortados a propósito por el hombre. No se sabe muy bien el motivo de esto, quizás por el peso de la ceniza o los movimientos telúricos posteriores, y algunos creen que pueden haber tenido zonas de debilidad que unidas al tiempo geológico y a las condiciones térmicas determinaron el seccionamiento. En fin… un misterio.


Actualmente allí hay un clima árido ventoso. Vientos promedio de 80 km/h. Lluvias de 150 a 180 m. anuales. El suelo es arenoarcilloso impermeable. Es un valle rodeado por mesetas de ochenta metros en el este, oeste y norte, al sur está la Laguna Grande y el Cerro Madre e Hija, antiguo volcán apagado de 405 metros de altura. Nieva muy poco en invierno. Este clima tan riguroso determina que exista una vegetación xerófila esteparia, baja y espinosa. Destaco el molle, algarrobo, neneo, calafate, barba de chivo y cola piche. En cuanto a la fauna, se ven teros, chingolos, calandrias, ratonas, pecho colorado, martinetas, sobrepuesto, chimango, ñandú, puma, zorro gris, zorro colorado y guanacos entre otros. Durante nuestro primer viaje al sur decidimos –mejor dicho, yo lo decidí- llegar hasta el bosque petrificado del Cerro Madre e Hija, aunque sabíamos las tremendas dificultades que encerraba el camino de 80 kilómetros que parte desde la Ruta Nacional 3, después del acceso a Puerto Deseado, rumbo sur. ¡Qué distinto es ahora!, con la nueva ruta consolidada de cincuenta kilómetros que parte desde la Ruta 3 más al sur y que se inauguró a principios del año 1987. La aventura que relataré a continuación habrá de quedar como un recuerdo novedoso de lo que significaba entonces acceder a ese lugar; hoy, todo el mundo puede llegar sin ningún tipo de problema. Un atardecer de domingo arribamos a Puerto Deseado, ciudad ubicada en la desembocadura del río Deseado entre serranías y cañadones. Algunas gotas de lluvia realzaban la gran soledad de sus calles y el viento intentaba doblegar los delgados troncos de los arbolitos que junto a la vera del río trataban de dar protección a unos cuantos pescadores cuya paciencia no corría pareja con la agitación del viento. Antes de la noche, instalamos nuestra carpa en un modesto camping, aprovechando que el viento había cesado. Hacia la noche volvió a levantarse con un ímpetu mayor pero nuestra carpa estaba bien amarrada para temerle. Lo que no estaba atado era el protector del parabrisas que mi padre tenía en el portaequipaje; el viento dio cuenta de él ante el descuido de Bautista y a la mañana había desaparecido, pasando a formar parte del paisaje patagónico estepario. Esta desaparición nos obligó a conseguir otro en el pueblito de Fitz Roy. Cuando nos introdujimos en el camino de tierra natural hacia un mundo diferente, de bosques dormidos en las edades de otros tiempos, la mañana nos regalaba la pureza del sol abriéndose paso entre aborregadas nubes blancas con mucha mayor facilidad que nuestro auto abriéndose paso entre cerros, arenales, cortadas y piedras en medio de un silencio de misterios.


Allí estaba el desierto de matas verdosas que contrastan su porte hirsuto sobre el blanco-grisáceo terreno. Los únicos habitantes, algo temerosos de ese extraño ser con ruedas, son los guanacos y ñandúes, quienes animaron nuestro espíritu algo ajetreado por los obstáculos. Lagunas salitrosas, terrazas y cerros coloreados, desnudos de alma ante el clamor del viento que levantaba remolinos de tierra sobre el auto. Casi a mitad de camino un horrible río seco cubierto de arena se empeñó en suscitar nuestra duda, y ante la soledad tan devoradora nació el temor de quedarnos allí sin posibilidad alguna de que algún alma vagabunda acertara a pasar por ese camino que denotaba todos los signos de lo que es intransitable. Después de algunas cavilaciones y con un gran desaliento, decidimos retornar. Virginia no dejaba de repetir que a esos lugares no se puede ir solos, se necesita otro auto para auxilio en caso de problemas. Y que era una locura lo que hacíamos. En cierto modo ella tenía razón, pero había una gran dificultad para cumplir con ese pensamiento: ¿dónde encontraríamos un auto con gente dispuesta a seguirnos en nuestra aventura? Mi pregunta tuvo pronto una respuesta porque, como caído del cielo, apareció un auto blanco que traía –sin embargo- gente dispuesta a seguir la misma aventura. Cambiamos nuevamente el sentido de la marcha y al llegar a ese paso malo lo encaramos con toda la fe del mundo, y ambos vehículos lograron atravesarlo a pesar de alguna patinada. Cuando el camino parecía penetrar en una boca pétrea desnuda y muerta, se abrió ante nuestros ojos la corteza petrificada de los bosques fósiles. La luz del mediodía bañaba el paraje ceniciento barrido por un viento endemoniado. La casilla del guardaparque parecía abandonada (*), sólo silencio, sólo soledad… y los inmensos troncos pétreos, dormidos sobre el suelo en un sueño de eternidades. En su dura piel quedan los surcos de sus venas vacías. Al mirarlos me pareció ver surgir de ellos la lejana vida. Ahí estaban, rodeados de silencios (más bien de ausencias), de montañas desnudas, de lagunas blancas, de soledad… de nada. Sobre la tierra reseca y dura, quieto y mudo viendo pasar los siglos sobre sus almas petrificadas. (*) Hoy, aquel lugar desierto que despertó mis sueños, cuenta con una bonita casa donde vive el guardaparque, un pequeño museo y zona de camping. Ideal para renovar nuestro contacto con el pasado. Cerré los ojos y mientras las piedritas golpeaban mi rostro, retrocedí con mi mente a ciento cincuenta millones de años atrás. ========


Un sol de oro tostaba la tierra y rielaba su luz sobre las aguas cerúleas de los lagos mansos. En sus riberas, inmensas araucariáceas peinaban sus hojas con la brisa dulce del viento. Helechos y cicadales pintaban los faldeos serranos. Inmensos pájaros surcaban el cielo en plenitud de vida y otras criaturas pastaban en las praderas cubiertas de tiernas hierbas. Gigantescos reptiles paseaban su mole rústica en el florecimiento de su existir. Pasaban los siglos y con ellos llegaron nuevos animales, nuevas aves a aquellos lagos azules, a aquellas colinas verdes donde las araucarias orgullosas entregaban su belleza intacta al cielo, del que bebían la lluvia que les llegaba todos los meses y la tierra fértil nutría sus sedientas raíces al igual que una madre al dar de mamar a sus hijos. Un día… extraños movimientos sacudieron la tierra, los lagos embravecieron, corrieron despavoridos los animales y las bellas araucarias sintieron temblar sus hojas mientras algunas caían a la tierra encabritada. Y esos ataques rítmicos, sacudieron la tierra durante algún tiempo. Cuando el suelo jadeante se hubo calmado, retornó el silencio y la paz al valle verde. Regresaron los animales y los lagos índigos aquietaron sus aguas donde las araucarias reflejaban su porte. Los días pasaban aparentemente sin cambios, pero un halo de misterio cubría el cielo, el sol calentaba más, el viento sopló y sopló sin descanso sacudiendo las débiles ramas de los árboles y enfureciendo los lagos. El cielo extraño no entregaba las bendiciones de la lluvia como antes. Y la tierra comenzó a resecarse, los lagos a empequeñecerse y las hierbas verdes de las colinas se tornaron amarillentas y tristes. Y las pobres araucarias veían como sus hojas se desteñían y marchitaban. El alimento comenzó a escasear para los animales que deambulaban en busca de pasto fresco. Un día… el cielo se oscureció repentinamente y un manto de cenizas ardientes comenzó a caer sobre la tierra castigada que luchaba por mantener en pe a las débiles araucarias. Se sucedieron las convulsiones y la gran lluvia cenicienta. En poco tiempo, miles de araucarias marchitaron y agonizantes se dejaron caer sobre la tierra madre que ya no podía nutrirlas. Por último, inmensos y avasallantes ríos de lava ácida e hirvientes se precipitaron poco a poco sobre los restos de vida que aún luchaban por sobrevivir a la furia que se había apoderado de la tierra. Y cayeron las pocas araucarias que quedaban en pie y todo ser vivo fue sepultado bajo un techo de caos volcánico, preludio de profundos cambios en esa región de la tierra. Luego el tiempo… la increíble naturaleza, se encargó de llevar nueva vida a un paisaje distinto; pero queda el silencio, el viento contándonos la historia. Y como únicas rosas marchitas


del lejano esplendor, los troncos muertos que la misma tierra conservó. Mudos habitantes del blanco desierto de hoy, desdichados testigos de cambios en la tierra, lejanos seres de otras eras… allí ante mis ojos, la terrible realidad.

Esa noche, la escenografía del lugar que encontramos como refugio resultó ideal para que mi mente siguiera volando hacia tiempos que de tan lejanos resultan inimaginables. Es que… era tan grande el contraste entre aquello que imaginaba y lo que veía… El atardecer nos había sorprendido en Fitz Roy, y no quedaban ganas ni tiempo para ir más lejos. Y Fitz Roy era entonces un poblado de unas diez casas, con policía y estación. La noche se presentaba fría y ventosa para armar carpa en medio del descampado. Así fue como a la vera de las vías encontramos un viejo tanque de agua vacío y solitario, junto con un molino chirriador. Allí encontramos agua pura que usamos para tomar mate, lavar el auto y nuestras cabezas que se habían llenado de polvo. Observé el atardecer de rojos horizontes y cuando el cielo entró en la penumbra de la noche, teníamos nuestro refugio-tanque perfectamente acondicionado para que nos sirviera de hogar. El viento infernal no cesó en toda la noche y los sonidos que arrancaba al molino y a las paredes del tanque tenían todas las características que se necesitan para inducir a pensar en duendes y fantasmas. Pero era tal nuestro cansancio y tantas las emociones vividas, que ni los extraños sonidos ni la dureza del piso pudieron impedir que durmiéramos como los dioses en ese tibio espacio que nos proporcionaba el viejo y vacío tanque de agua. Es insólito, en esos momentos uno desea la comodidad de una buena y bien mullida cama y es entonces cuando se piensa en el hogar lejano. Lo realmente incomprensible es que al poco tiempo del regreso a las ventajas de un cómodo hogar, el deseo de volver a todas las incomodidades de la naturaleza, aparece nuevamente y con mayor fuerza y entonces se añora la carpa, el suelo duro, y todo aquello que ha cumplido la función de albergarnos, sea un tanque de agua, una casilla de plexiglás, una lona o el cielo estrellado. Me he preguntado varias veces por qué bueno, quizás forme parte de esa doble que me ha llevado a amar la naturaleza ventajas y desventajas, sus diferencias

me ocurre siempre así. Y personalidad que poseo y y el arte con todas sus y sus semejanzas…

Aunque sé que no soy la única en ese sentir, muchos naturalistas han experimentado (y experimentan) las mismas necesidades opuestas. Será por eso que amar a la naturaleza resulta tan apasionante, porque nos enseña a saber vivir con


alegría aun dificultades.

en

medio

de

las

mayores

incomodidades

y

Aquel primer contacto con la salvaje naturaleza patagónica iba a marcar el inicio de un romance con nuestro sur que no podrá acabar nunca, porque siempre volveré, aunque sea con la imaginación, aunque el destino me indique otros rumbos. Se preguntarán por qué… yo les digo que no hay respuesta para un sentir así, hay que vivirlo simplemente y por eso hoy puedo decir al viento… “que soy su alma”. 16-1-78

Casita del guardaparque que fue nuestro hogar. Y su perro compañero.

Inmenso tronco petrificado. Al fondo el Cerro Madre e Hija. 88


XIII LA ALEGRÍA DE VIVIR CON LOS ÁRBOLES

“Mesada de las Colmenas/ senderos de roja tierra/ que parecen construidos/ por especialistas en sueños perfectos/ ensueño de tucanes/ y canto de urracas azules/la brisa que muere/ en la quietud de la niebla húmeda//.La noche oscura, cálida/ cubriendo de magia alada/ la negritud del bosque/ que sin embargo late/ en lo profundo de las montañas”… Así cantaba mi entusiasmo a la alegría de encontrarme en uno de los últimos paraísos arbóreos que aún conserva nuestro país en estado casi salvaje. Es el recientemente creado Parque Nacional Calilegua, con sus 75.000 has. de bosques puros ubicados en plena selva tucumanooranense, sobre las escarpadas sierras subandinas de Calilegua, con lluvias muy abundantes que comienzan a mediados de octubre y se prolongan durante el verano y el otoño. La provincia privilegiada: Jujuy, casi límite con Salta. Para acceder al Parque Nacional Calilegua hay que llegar hasta la ciudad de Libertador Gral. San Martín y transitar el camino que conduce al poblado de Valle Grande con un total de 68 kilómetros de recorrido. Para andar, no hay mejor medio que los pes, ni siquiera el caballo sirve para cruzar el boscoso laberinto de montañas escarpadas. El camino actual fue construido hace 150 años por el Ingenio Ledesma que tenía a su cargo la explotación de la madera. Pero según parece, un camino primitivo comunicaba a esas montañas con Calilegua y había sido abierto por los jesuitas, pues se han encontrado ( en uno de los cerros) las ruinas de un monasterio, donde permanecieron por más de cien años explotando minas de oro. Y al ser expulsados, el camino se borró ante el avance de la selva. También se cree ( porque se han encontrado monedas de plata) que mucho antes de la llegada de los españoles, habían estado allí los incas, pero como no eran selváticos permanecieron poco tiempo. Nuestra incursión por el Parque Calilegua estuvo plagada de inconvenientes, los que no lograron empañar la vivencia de un ambiente idílico que sólo puede sentirse con alegría. El problema lo provocó la alconafta ( el combustible usado en las provincias de Jujuy, Salta y Tucumán). Nuestro auto sufrió las consecuencias del cambio. Pues la bomba de nafta no contaba con el diafragma adecuado a ese combustible y nuestra ignorancia sobre el tema más las diversas opiniones contrastantes entre la gente de la zona, eran factores que impedían detectar el problema.


Dos por tres el auto se detenía debido al mal funcionamiento de la bomba que no enviaba la cantidad adecuada de nafta al carburador y con papá nos veíamos en todo tipo de piruetas para hacerlo arrancar. Más de una vez pensamos que tendríamos que regresar a pie a través de los cerros consientes de que resultaba imposible hacerlo arrancar. Pero hemos tenido suerte, nuestro Falcon volvió a demostrarnos que a pesar de todo el sufrimiento, no podría abandonarnos. De todos modos, el factor alconafta, condicionó en gran medida mis posibilidades de moverme libremente dentro del parque por el único camino existente. Después de cruzar el vado que provoca el río Agua Negra tuvimos la primera sorpresa al detenerse el auto. Casi una hora nos llevó hacerlo arrancar con la ayuda de la gente de una camioneta que acertó a pasar por allí. Y a poco de continuar la marcha, entramos al reino del verde y del rojo. Un santuario divino con naves vestidas de hojas de distintas formas y colores, de flores miles, a cual de ellas más excitante. Era la época de plena efervescencia vegetal. Todo era luz y alegría ( a pesar del temor que el auto nos inspiraba a cada instante). El camino fino y rosado viborea entre cerros cubiertos por la selva virgen y los precipicios van abriendo un laberinto de árboles, enredaderas, lianas y helechos que lo cubren todo no dejando lugar para el temor. No resultó fácil para mis precarios conocimientos botánicos reconocer tanta variedad de árboles, arbustos, helechos y flores. Algunos más conocidos se entregaron a mi vista, el lapacho rosa, el palo borracho del noroeste o yuchán, la tipa blanca, el pacará, el nogal, el jacarandá y el viraró. Demasiados pocos para una variedad tan rica de árboles como la que allí se encuentra. Pero igualmente me sentía feliz de ir conociendo, poco a poco los nombres de esos seres verdes que me hacían tan feliz. Además, no resultaba del todo necesario saber sus nombres para mi corazón sensible a la belleza. Era suficiente con estar allí, frente a ellos. Hacia media mañana arribamos al lugar que la naturaleza regala al hombre para que la declare sucursal del paraíso del cielo. Su nombre: Mesada de las Colmenas. Allí debía estar el guardaparque, pero no estaba y la bonita casa tan triste y silente era el mensaje de vida humana entre tanta vida vegetal. Después supimos que se encontraba con licencia en Buenos Aires, próximo a casarse. Me alegré por él, guardián desconocido, pues sé todo lo que luchan para permanecer en lugares tan inaccesibles como ese, aislados del mundo durante varios meses del año. Con el dudoso funcionamiento del auto, coincidimos los tres en quedarnos allí a esperar la llegada del guardaparque. Es aquello un balcón al edén y en ese edén pasamos varias horas en soledad, una mística soledad compartida con los seres vegetales que lo cubren todo y quisieran abrazar a todo lo que


allí respira y se mueve. Y yo sentí ese abrazo fresco y húmedo de las ramas verdes, porque mis ojos se llenaron de flores y hojas. Desde la loma sentí que lo podía abarcar todo, el camino cruzando los cerros con alma de pájaro, el valle perdido tras el verde laberinto selvático, los pájaros tropicales que venían a cantarnos su serenata y la mansedumbre de unos animalitos que allí conocen como acute, muy parecidos a los agutíes. Andaban indiferentes ante nuestra presencia. Pasé mis mejores horas escuchando el silencio, sintiendo la brisa lábil, comprendiendo el don de la vida, y di mil veces gracias por mi existir y el existir de todo aquello. Pero vino la lluvia ( una de las primeras) y mojó la paz cubriendo a las majestuosas plantas con una bendición que logró darles brillo y lozanía. La tierra se humedeció y se me antojó mucho más roja. Claro que la fresca lluvia ( la temperatura descendió a 10ºC.) trajo mayor intranquilidad al ánimo alterado de Virginia que no podía soportar tanta soledad, el auto que funcionaba mal y ahora para completarla esa lluvia que amenazaba dejarnos aislados en la montaña. Traté de explicarles que no había de qué preocuparse, que no parecía tormenta de llover mucho y que estaríamos mejor allí que circulando en esas condiciones. Realmente es difícil convencer a mi madre cuando algo le produce miedo y ésta no iba a ser la excepción. El almuerzo logró alejarla de los pensamientos negativos y como la lluvia cesó, retornó la paz a su espíritu y también al mío: en constante sobresalto ante las circunstancias que se presentaban. Con el mejoramiento de la situación anímica y meteorológica, convencí a Bautista para que accediera a continuar el viaje hacia Valle Grande. La predisposición era buena pero el auto no pensaba igual y a los dos kilómetros se detuvo. Quedó atravesado en la ruta, entre cerros y selva, había que esperar… enfriar la bomba, luego sacar nafta y echarle al carburador. Quiso el destino que arrancara, pero ya no nos quedaban ganas de seguir, por lo tanto retornamos a Mesada de Las Colmenas. Durante la tarde papá estuvo revisando la bomba, las abrazaderas, chequeando las mangueras y limpiando el filtro de nafta. Mamá cebó mate sin descanso para calmar sus nervios y yo salí a caminar por los alrededores para fotografiar flores y hojas. Junté un vaso de frutillas silvestres y en eso estaba cuando un canto desconocido y bello llamó mi atención. Traté de identificar al pájaro, hasta que lo descubrí en medio de una maraña de ramas. Era un hermoso pájaro con el dorso, pecho y cabeza negro azulado, al igual que la cola, cuya parte inferior


es blanca como el vientre. Ojos amarillos, copetito negruzco y un semicollar lila-celeste que se extiende por arriba entre los ojos. Corrí a consultar una guía de aves y así lo identifiqué como acahé o urraca común. En el mismo lugar observé un grupo de pajaritos celestes con las alas más fuertes que pude determinar como tacuarita azul. Estas observaciones fueron realizadas en la parte más profunda de la selva, descendiendo por un estrecho sendero; cuando ascendí tuve oportunidad de presenciar un dantesco espectáculo de nubes jugando en las montañas. El cielo gris fue abriéndose y la masa uniformemente blancuzca se dividió en varias nubes gordas, espumosas y vaporosas. Algunas bajaron hacia los precipicios y la selva se escondió en una bruma oscura, el camino desapareció en sus manos etéreas y yo sentí que de a poco ascendían hasta el pequeño promontorio donde estaba para envolverme toda. Y llegaron… cubrieron todo de un solo color, y luego como vinieron se esfumaron, y la selva maravillosa quedó otra vez a merced de mis ojos. Ese día, armamos la carpa temprano y también temprano nos retiramos a dormir; por la noche una densa bruma nos envolvió obligándonos a festejar los dominios del sueño reparador. El amanecer fue un canto de vida, es increíble la cantidad de sonidos alados que resuenan en ese santuario verde que gozábamos en soledad total. El día se presentaba más bello, con las bendiciones tibias del sol que pugnaba por abrirse paso entre las nubes que iban quedando. El valle se veía claro y las montañas oscuras. Presagiaba ser un día primaveral, quizás por eso nos animamos a intentar de nuevo la continuación del viaje a Valle Grande. Inútilmente, a los cuatro kilómetros de camino en ascenso el auto se empaca y no hay forma de hacerlo funcionar. Ni un vehículo, absolutamente nada y después de dos horas de lucha, la presunción de quedarnos allí por tiempo indeterminado. Pero otra vez la suerte se apiada de nosotros, pobres almas vagabundas, y el auto arranca. Nuevamente estábamos anclados en Mesada de las Colmenas, la falta de libertad comenzaba a deteriorar mis fuerzas, hice un gran esfuerzo para cambiar de ánimo y gozar de lo que gratuitamente se me ofrecía a los ojos y que ahora, a la distancia, sé que era demasiado para desear algo más. Así fue como disfruté de la paz reinante, del silencio y de la soledad. Hice bocetos para pintar, con papá salimos a caminar por el camino observando, cada flor, cada árbol, cada pájaro… entre los árboles descubrí las rojas flores del ceibo resaltando en el fondo del precipicio y entre los pájaros observamos varios músicos.


En un rincón del cerro, un arroyito murmura entre piedras musgosas y una catarata de flores destella en colores desde las paredes rocosas de la montaña buscando la luz. En las aguas oscuras de pequeños remansos, diminutos pececillos producen el alumbramiento de la ternura. Era el lugar justo, el ideal, el que buscaba para recrear sobre una tela. Y allí me instalé mientras papá inspeccionaba cada rincón del vergel. Durante el regreso conversamos de la fauna mayor del parque. Mi explicación sobre la existencia del yaguareté lo atemorizó un poco. -¿Qué haremos si se nos aparece alguno?- me dijo entre risueño y asustado. -Nada –le contesté- porque no se aparecerán. Ellos ocupan los lugares inaccesibles y no se acercan al humano, jamás atacarían sin motivos. A pesar de esas reflexiones, yo tampoco estaba muy segura de querer encontrarme con uno. Pero sabía que eso no ocurriría allí; desgraciadamente es un animal tan perseguido que tiene que ser motivo de alegría el saber de su existencia en ese lugar. Es triste pensar que quizás sean de los últimos que quedan en nuestro país. ¡Dios mío!, qué cruel es el hombre con estas especies. Antes del anochecer, todavía tuve tiempo de observar una magnífica pareja de tucanes grandes que se posaron en un árbol cercano a Mesada de las Colmenas. Permanecieron un largo rato provocando nuestra delicia debido a sus llamativos colores. En todo el dorso, cola, pecho y vientre es renegrido; la rabadilla es blanca y el abdomen rojo. En la garganta tiene un gran óvalo blanco y el grueso y largo pico es de base negra con la parte inferior rojiza y la superior amarillenta, mientras que la punta es marrón-violácea. Esa noche traté de beber hasta la última gota del licor que se me ofrecía, pues con la primera luz del nuevo día iniciaríamos el regreso. Y no se movía ni se escuchaba nada, es el reino del silencio, la noche negra cubierta de nubes y entre ellas filtrándose la luna grande y luminosa. En la lejanía, el resplandor de las luces de la gran ciudad y en el horizonte claro algunas estrellas fantasmagóricas. La selva aparecía como una masa negra y amenazante cubriendo las siluetas majestuosas de las montañas cuyas cimas cubría un manto de nubes. El alma se libera y deja que la penetre la frescura que danza en el silencio, invitación a la paz. “Y es cuando recojo/ en un hueco/ de mi loca humanidad/ la estrella/ de los castillos vegetales/ por donde circula/ mi sed perpetua”. 6 al8-10-84


Selva Tucumano-oranense.

Cerro Mesilla. Parque Nacional Calilegua. Ă“leo 50x70

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XIV LOS DUENDES DE LA NOCHE

Es noche Y en el bosque el silencio canta, Lo envuelve un aire de magia Que vaga entre las ramas. Es noche, Una luna brillante Palpita en luz sobre la nieve Que corona las montañas. Un rumor dulce De agua entre piedras Rompe el silencio. Tengo rocío en mis manos, Aroma a corteza fragante… Es noche Y siento alas en mis brazos Para volar con la brisa Y acariciar las ramas Vagarosa. Tengo estrellas en los ojos, Me siento fresca como la noche, Como el aire alado; No quiero dormirme, Quiero ser dueña de esta noche Que es mi regalo. Sí, aquella noche en el Parque Nacional de Tierra del fuego era el regalo más hermoso que la vida me había brindado hasta ese momento. Y fue el preludio de los días de ensueño que pasé dentro del parque más austral del mundo. Este parque nacional –para mí el más bello del país- ocupa unas 63.000 has. En el extremo sureste de la parte argentina de


la gran isla. Y lo posee todo; montañas nevadas cubiertas de bosques nemorosos, lagos azules, arroyos y ríos cantarines y la escarpada costa de nuestro mar más austral con sus islas de fantasía. Todo lo que se puede llegar a soñar, existe en aquel lugar de magia infinita. La conjunción de todos los elementos es polícroma y grandiosa. Los Andes coronados por nieve y glaciares, el frondoso, colorido y fragante bosque de lenga, ñire y guindo. Pastizales verdes donde resplandecen los frutillares y esos frutos acuosos y tentadores del calafate, el arbusto tan típico de nuestro sur. El rumor del viento entre las ramas. Cascadas rientes, ríos transparentes, arroyos arrulladores y vertientes saltando entre piedras brillosas y lisas con sus rostros limpios bajando de las montañas de piedras musgosas y olor a sal que se mezcla con el fragante aroma de los árboles y de la tierra. La primera noche descubrimientos.

en

el

parque

fue

de

sorpresas

y

Después de obtener el permiso del guardaparque para instalarnos, salimos de recorrida en busca del lugar adecuado, para mamá ninguno lo era, ya que la soledad tan grande en un paisaje imponente la atemorizaba. Ese es el factor más importante de diferencia con Virginia y quizás el único choque porque yo persigo permanentemente el silencio y la soledad. Pero no esa soledad vacía de presencias, sino “la soledad” (entre comillas) llena de vida, esa soledad que se necesita para crear, para meditar, para pensar y para soñar… El lugar elegido era una promesa de gozo incalculable. Una pequeña pradera verde con algunos arbustos de calafate, protegidos por la rocosa pared de un cerro cubierto de bosques. Al frente, un río verde y cristalino murmuraba telúricas melodías y un espectáculo de picos nevados era el marco ideal para sentirse en el paraíso. Todavía no había oscurecido cuando nos introdujimos en el calor de la pequeña carpa (mamá lo prefiere así, de ese modo cuando oscurece, ella se encuentra adentro y sufre menos el miedo). Pero tuve tiempo de volver al río y observar el resplandor de la luna sobre la nieve de las montañas y escuchar las “buenas noches” que el viento –al rozarme- me dejaba. Y llegó la noche y el silencio, la paz y la pureza de las cosas sin misterio y con ello el sublime placer de permanecer despierta para sentir cada minuto como si fuera el último de la vida. Luego el sueño –ese duende infaltable- me posee completamente. Pero no por mucho tiempo… porque otros duendes llegaron a poner la cuota de misterio y sorpresas en la frialdad de la noche austral.


Mamá, (¡cómo iba a ser de otra manera!) dio la voz de alarma. -¿Qué es ese ruido?, algo anda rondando afuera, ¿no escuchan?se queja tratando de despertarnos. Durante unos minutos permanecemos en silencio para escuchar mejor… y efectivamente, siento raspar la lona y pequeños tironcitos en los tensores que iban cambiando de lugar y a veces eran casi simultáneos en otras dos partes. Ante la insólita circunstancia que se presentaba contrastantes eran las reacciones de mis progenitores!

¡qué

Papá con indiferencia y despreocupación se dispuso a seguir durmiendo,, mamá estaba a punto de sufrir un ataque de miedo y permanecía sentada sin hacer absolutamente nada. Después de un rato de duda y necesitada de dilucidar el misterio, salí sigilosamente al exterior para poder sorprender a los duendes de la noche. Unos pequeños animalitos salieron como un rayo y buscaron esconderse en la espesura penumbrosa. Quedé enternecida de ternura ¡no eran más que dulces y juguetones conejitos! Luego volvieron durante la noche con sus andanzas. En realidad, estos conejos, que pertenecen a la especie llamada rabo de algodón, no son propios de la isla. Llegaron de Estados Unidos a través de Chile. Estos roedores se introdujeron en la parte chilena de la isla y luego proliferaron en forma asombrosa pasándose al lado argentino. Hubo un época en que la isla estuvo minada de conejos y hubo que eliminarlos. Esto ocurre cada vez que se introduce fauna exótica, por una u otra razón terminan alterando la ecología de su nuevo territorio, produciendo desequilibrios en cadena. Recorriendo el Parque Nacional de tierra del Fuego pude observar la presencia de conejos, aunque últimamente es mucho menor la cantidad. Cuando estábamos por abandonar la maravillosa isla, en una de las avenidas de Río Grande, escuché por la radio a nuestro canciller, que declaraba nulo el fallo en el cual la corona Británica daba a Chile tres islas del Canal de Beagle que yo acababa de conocer. Me sentí profundamente emocionada, porque me encontraba bajo ese cielo, frente a ese mar y junto a aquella gente. Lo estaba escuchando en una ciudad fueguina y me sentía protagonista, por eso las lágrimas comenzaron a brotar y terminaron mezclándose con las gotas de la lluvia que comenzó a caer, tornando al mar de color indefinido. Enseguida, el sol brilló con fuerza y volví a ser feliz. Pero mucho más feliz fui cuando volví al Parque Nacional diez años después de aquel primer contacto. ¡Qué bella es la primavera en nuestro confín austral!


Entre el bosque grisáceo, los campos de nieve y el río helado en las primeras horas de la mañana, el sonido del agua cayendo por las grietas y esa paz sagrada, ese silencio que preludia la vida, el frío inmaculado vagando en el aire… y el sol… duende inquieto bailoteando entre las nubes. El verde intenso de los bosques junto a ese azul indefinido del mar, en ese instante el sueño del verde, blanco y azul es muy posible. Así llamé a la Serie de cuadros que pinté cuando regresé del sur. Pude gozar a pleno todos los rincones de luz y paz. Una senda muy mojada conduce hasta una pradera de altura. Hay que transitarla en horas de la mañana, bien temprano, cuando despiertan los pájaros en el bosque de guindos y lengas. El canto de los arroyos que se deslizan en las sombras llega con una sonoridad de luz y de quietud. El zorzal patagónico nos deleita con sus afinados trinos que resuenan en la inmensidad verde con aroma a tierra húmeda y flores silvestres. Ni un ruido, ni nuestros pasos interrumpen silencio vestido de sonidos primigenios.

el

reino

del

Caminando por la orilla del mar en Ensenada o Lapataia se viven otras emociones. Es muy común ver grandes bandadas de cauquenes del tipo común, blanco y gris, algunas bandurrias comunes, ostreros, gaviotas cocineras y australes. Sus sonidos acompañan el ulular del viento. El mar es una tentación irresistible que nos estremece. El bosque lo abraza, el cielo inigualable lo refleja. Otros lugares apasionantes son las turberas con sus extrañísimas alfombras esponjosas naranjas o marrones, o los ríos con sus mágicas cascadas de agua clara despeñándose en lugares inaccesibles. ¡Qué hermoso descubrirlas! Como es apasionante, también, descubrir en la oscuridad del bosque sus habitantes alados (golondrina patagónica, rayadito, zorzal patagónico, chingolitos…) Y allí donde un lio enorme de árboles tronchados se desparrama por el suelo y extraños diques impiden que se deslice en torrente el agua que corre, seguro han de vivir los dañinos castores, constructores primigenios, únicos inventores del sistema de diques. Esa es parte de la vida en el Parque Nacional de Tierra del Fuego, un edén inigualable. También fuera del parque se pueden vivir experiencias inolvidables… como por ejemplo frente al Beagle en Puerto Harberton y más adelante hasta Canal Moat por la nueva ruta que se está construyendo puede gozarse de la visión de las famosas islas que tantos problemas nos trajo con Chile, y ahora ya no son nuestras. Pero esa, es otra historia. (22

y 23 -1-78 y 1 al 4-11-87).

98


Costa del Canal Beagle en el Parque Nacional Tierra del Fuego.


Meteorito Chaco. Atrás: nidos de cotorras.

Escuela donde nos recibieron para recorrer “Campo del Cielo”. 100


XV PIGUEM NONRALTA

Cuando llegué a la escuelita Nº 487 del paraje de Las Víboras, en pleno monte chaqueño santiagueño, sólo sabía que iba a visitar un lugar muy especial llamado “Campo del Cielo” o Pigüem Nonraltá en Toba; pero jamás imaginé que llegaría a pasar un momento maravilloso junto a una mujer maravillosa: Marta de Castillo, la maestra que es la verdadera descubridora de campo del cielo. La escuela con su pequeño museo meteorítico es un ejemplo de amor, dedicación y sacrificio que esta gran mujer ha podido crear en un lugar tan apartado como inhóspito que ella eligió para vivir y hacerlo –además- con alegría. Allí, en medio del monte hostil, espinoso, verde, grisáceo que esconde senderos llenos de flores silvestres, se encuentra el más enigmático lenguaje del cielo, de otras estrellas, de otros planetas, ¿de otras vidas quizás? Campo del cielo es una zona de 75 x 14 kilómetros, única en el país y de gran importancia en el mundo. Está ubicada en el límite chaqueño-santiagueño, en las cercanías del pueblo chaqueño de Gancedo. Lo que se conoce como Chaco central de monte xerófilo con quebrachos, algarrobos y chañares como vegetación dominante. La lluvia meteórica que sembró Campo del Cielo comenzó hace 400 millones de años cuando un planeta similar al nuestro ubicado entre Marte y Júpiter hizo explosión y se desintegró. Y se cree que la lluvia ocurrió hacia el año 5000-6000 A.C. Se pueden encontrar varios cráteres diseminados por el monte; como La Cañada, Rubín de Celis (de grandes dimensiones), La Negra, etc. El más reciente meteorito se extrajo en el año 1980 del cráter Gómez, pesa treinta y tres toneladas (es el tercero en el mundo) y ha sido dejado en el mismo lugar de su extracción para que pueda ser apreciado por el visitante. Estos meteoritos tienen 93% de hierro, 5% de níquel, 0,5% de cobalto y algo de cromo y estaño. Después de compartir los escalopes más exquisitos que comí en mi vida en el almuerzo con Marta y sus alumnos (chicos del monte, que llegan a pie o a caballo a la escuela que los recibe con afecto) salimos a recorrer, un poco en auto –por esas huellas que poco saben de la existencia de vehículos- y otro poco a pie. En medio de la agreste soledad de ese llano arbóreo se pueden encontrar grandes hoyos cubiertos de flores: mudos mensajeros de la vida en un lugar que guarda los secretos del cielo. Nada hay, sólo esa tierra hundida, solitaria, muda.


¡Campo del Cielo!... no importa que allí viva el puma y quizás ronde a veces algún pobre yaguareté que se ha escapado de la persecución del homo sapiens y pululen incansablemente acechando a cada paso los más temibles ofidios. No importa porque el cielo parece tiza, porque en un mundo agreste pero exquisito y también chillón de cotorras cuyos voluminosos nidos penden de los quebrachos, acuden a nuestro paso. Y no importa los insectos molestos que buscan beber sangre fresca y esas espinas largas y filosas del coposo itín, árbol que abunda y nos ofrece la más idílica de las sombras. Porque una sinfonía de florecillas silvestres se levanta riente en nuestro camino y el sol primaveral entibia y aunque no exista el viento, la primavera se hace luz en la naturaleza subtropical. No importa porque al final de esos senderos yuyientos y escondidos en un mundo hostil nos espera la sorpresa del mensaje del cielo. Allí está, el meteorito “Chaco”, imponente y bello, enigmático y atrayente, en medio del bosque, protegido por un ejército de cotorras comunes que tienen su albergue en los árboles de los alrededores. Estas cotorras forman grandes bandadas muy bullangueras y su nido lo construyen con palitos, fácil de distinguir por su gran tamaño. Es una especie realmente numerosa en todo nuestro norte, hasta Mendoza, San Luis, La Pampa, Córdoba y Buenos Aires. Un material extraño en un lugar mucho más extraño aún, invitándonos a intentar la aventura de encontrarlo y admirarlo. Estando allí, junto a su mole ferruginosa, los sueños estelares surgen en la mente como por encanto y esperamos que desde las entrañas de ese monte amenazante y tentador surja la imagen inimaginable de algún ser extraterrestre que nos tome de la mano y nos invite a conocer su mundo del más allá. ¡Qué fácil se tejen sueños en lugares así! Cuando la soledad apremia, el silencio tiene sonido y sabiendo que el resto del mundo está lejos y nada hay que nos comunique con la civilización. Es cuando el alma humana se purifica y toma otra dimensión, consiente de su pequeñez en este planeta perdido del universo donde nos tocó nacer y donde nos tocará morir. Entonces todo se comprende mejor, se ama sin pedir nada a cambio, sólo por la propia satisfacción de amar. Por eso… “mi pobre corazón salvaje/ fue cediendo/ a la soledad sin horas/ en PIGUEM NONRALTA/ y como un milagro/ cegando el alma/ fui paloma, / luz, / pureza/ y nostalgia”. 27-9-84

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Parque Nacional Los Glaciares. Santa Cruz.

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Notro en flor.

Maravilloso hielo glaciar. 104


XVI TRUENOS EN LA NOCHE

Esa noche de enero hacía frío, realmente mucho frío en medio de la oscuridad plena que nos otorgaba el bosque del Parque Nacional Los Glaciares. Y nuestra carpa solitaria en ese lugar, más bien parecía un espejismo. La llegada al grandes del país un largo viaje Gallegos aquella

Parque Nacional Los Glaciares (uno de los más con sus 600.000 ha.) había ocurrido después de cuya etapa final se había iniciado en Río lejana tarde soleada.

La ruta enripiada nos iba entregando un paisaje de soledades que tan solo interrumpían algunos ñandúes con sus charitos y las manadas de guanacos; ese grácil camélido de nuestra Patagonia, los mismos que alguna vez encontró Darwin en grandes cantidades junto al río Santa Cruz. Claro que su número es mucho más modesto ahora y para ver alguno se necesita andar cientos de kilómetros por los pedregosos caminos de la meseta patagónica. Cuando estábamos cruzando el pequeño caserío de Gobernador Mayer, se nos pincha una cubierta. Tuvimos suerte porque de esa manera no nos encontramos solos para cambiarla. Contamos con la presencia acompañante de un policía, varios perros y una oveja. Después de despedirnos de nuestros ocasionales observadores continuamos viaje, pero no por mucho tiempo porque la noche anunciaba su llegada. Sin pueblos a la vista, decidimos entrar en una estancia llamada Esperanza y allí, con el permiso de sus dueños que mostraron la simpatía de la gente del sur, pudimos armar nuestra carpa y pasar una hermosa noche de luna brillante, entre coposos álamos y sauces y con el permanente balido de las ovejas acorraladas acompañando nuestros sueños. En esos lugares tan poco poblados, las estancias resultan una posta segura para el viajero que se encuentra sorprendido por la noche o el cansancio. A nosotros nunca nos gustó viajar de noche, siempre es mejor gozar a la luz plena de todo tipo de paisajes. Nuestra visita al Parque Los Glaciares fue breve pero pletórica de sorpresas inolvidables. Es un lugar único y privilegiado al cual pude regresar al cabo de ocho años. Siempre me ocurre lo mismo: llego a un lugar donde me siento cómoda y feliz, nace entonces el deseo de permanecer mucho tiempo… pero no se puede, otros destinos también importantes me esperan más adelante. Tantas veces he tenido oportunidades de conocer gente y lugares que me provocan todo el deseo de no partir y luego, de volver pronto. Pero debería dividirme en cuatro y vivir viajando para cumplir con todos esos deseos. Un privilegio que no puedo darme el lujo de tener. Y así fue durante toda mi vida. Pero Dios me ha dado la posibilidad (o la


facultad), no lo sé, de vivir muy intensamente cada momento, para mí cada minuto vale por dos y eso compensa la falta de tiempo. Una tarde nublada y fría me dispuse a caminar por la ribera del Canal de los Témpanos para ir descubriendo cada elemento del bosque, entre piedras y troncos secos de la playa pasea el agua que acariciaron mis manos que se helaron con su pureza y cristal. Al frente, las montañas verdes de bosques y picos nevados hacen marco al lago celeste en cuyas aguas flotan los témpanos azulados y blancos. En esos trozos de hielo, imaginé cientos de figuras diferentes que ante mis ojos se iban transformando en otras distintas hasta que terminaban disolviéndose con un estruendo que agitaba peligrosamente la mansedumbre del agua. En su lugar surgían figuras nuevas que mágicamente, como una alucinación, erguían su porte hacia el cielo, apareciendo desde el fondo mismo de las aguas. Luego la paz, el silencio… así, con esas imágenes increíbles vagué como ninfa entre las piedras y los troncos, saltando, corriendo… como en un mundo de fantasía. Era tan joven entonces… veinte años me llenaban de ímpetus. El bosque de lenga y guindo llega a perderse entre un laberinto de piedras y troncos con calafates, tréboles blancos y notros. Los morados calafates aparecían tentadores y frescos. Lo tenía todo a mi lado como si Dios lo hubiese dispuesto allí para calmar mi sed agreste, salvaje, soñadora y romántica. En un éxtasis de paz y belleza me sorprendió el sol que se ocultó en medio del gris nuboso de la tarde exaltando la luz íntima del lugar. Aún me quedó tiempo y claridad para llegar hasta el mismo pie del Glaciar Moreno y observar la majestuosa obra de la naturaleza. Obra que observé con mucho más detenimiento ocho años después, cuando logré cumplir con el sueño de pintar los majestuosos paisajes de la zona. Ese inmenso río de hielo nace en las altas cumbres por acumulación de nieve, baja por los valles y llega hasta el lago cubriéndolo de toneladas heladas. Sus altas paredes de sesenta metros sobre el agua, y los túneles estratégicos que ingeniosamente construye el agua para abrirse paso, ese techo con terminaciones como agujas y transparentes cristales blancos y azulados, forman un conjunto único e inigualable en el mundo. Cada vez que el agua logra abrirse paso, el espectáculo es grandioso, pero el glaciar vuelve nuevamente a cerrar el paso tan trabajosamente abierto y así por siempre: hielo y agua se alternan en el dominio de la situación.


En busca del lugar apropiado para dormir retomamos el camino que bordea el Brazo Rico del Lago Argentino. Varias Maras o liebres patagónicas cruzaban delante del auto. Estos típicos roedores de nuestro sur, parecidos a conejos y mal llamados “liebre patagónica” se encuentran en grave peligro de extinción por la persecución despiadada de que han sido objeto porque se dice que tienen una gran voracidad y compiten con las ovejas. El hombre utiliza su cuero para confeccionar quillangos. Y así tenemos otra especie más, víctima de la ignorancia humana. Encontramos el lugar ideal para acampar en medio de un tupido bosque de lenga, en las cercanías del Brazo Rico. La profunda oscuridad exaltaba aún más los dominios del silencio y nos obligó a introducirnos en el interior de nuestra casa de lona para meditar sobre ese misterio llamado vida. Toda la noche estuvo tronando el glaciar con ese sonido tan especial que produce al romperse el hielo. Un sonido sobrecogedor que logró activar mis sentidos musicales y me sentí como supongo se habrá sentido Beethoven cuando se inspiró para escribir su sexta sinfonía Pastoral, aunque yo nada podía escribir entonces. Para mamá, en cambio, resultó distinto. Creo que no durmió esa noche, pues para ella, esos extraños ruidos surgidos de la oscuridad le sonarían a un Réquiem. Ocho años después tuve la felicidad de pasar otra noche escuchando esos increíbles sonidos. Esta vez en el Canal de Los Témpanos, mucho más cerca del Glaciar Moreno, en las cercanías de la casa del guardaparque. Algo había cambiado, mamá durmió casi toda la fría y calma noche haciendo caso omiso de los por momentos estruendosos sonidos que se prolongaban por varios minutos en las profundidades del lago, cuyas aguas agitadas se derramaban sobre las piedras de la orilla cercana con un ruido especial. Amaneció el día con intenso rocío, las paredes del glaciar se veían de un azulado maravilloso en esos lugares donde algún trozo se había roto durante la noche. Poco a poco un melodioso contrapunto de pájaros me invitó a volver a pensar en Beethoven y su genial, pura y fresca sinfonía Pastoral y pensé que un lugar así podría habérsela inspirado. Y más admiré a la naturaleza y mucho más admiré a ese hombre que tan bien supo interpretarla. La belleza existe… somos nosotros quienes no sabemos encontrarla. 27-1-78 y 5/6-3-86

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Pap谩 con el guardaparque recorriendo el bosque.

Se filtra la luz en el Guaj贸.

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XVII TRAS LA HUELLA DEL CARPINCHO

Hasta hace muy poco Formosa era para mí “la provincia olvidada”, ya que era la única que me quedaba por recorrer. Pero todo llega y con felicidad. La meta ansiada fue entonces el Parque Nacional Río Pilcomayo, para ello, el trío inseparable puso proa hacia la norteña Clorinda en el límite con Paraguay. Antes de llegar a Clorinda me llamó la atención una pareja de aves muy grandes de bellísimos colores que se encontraban en un pequeño laguito rodeado de coposas palmeras Caranday. Anoté en mi libreta para aves: “gran talla, mayor que una cigüeña común, vuelo esbelto, cuerpo blanco, enorme anillo rojo-naranja en el comienzo del cuello, el resto y la cabeza negros, con grueso y largo pico negro”. La incógnita se aclaró cuando en el Parque Nacional vi otros ejemplares iguales y el guardaparque me los identificó como jabirú o yabirú o cigüeña del norte. Cuando regresé a mi casa, las encontré en la guía de aves y en algunas publicaciones sobre el parque figuran como fauna típica. También observé una bandada de chajás, garzas moras, caraos y cigüeñas cabeza pelada. Antes de tomar el desvío al parque nacional en un pequeño claro de la sabana de palmeras, observé un buen grupo de cigüeñas cabeza pelada jóvenes que al principio provocaron mi confusión. Curiosamente nuestra llegada al Parque Río Pilcomayo coincidía con el trigésimo quinto aniversario de su creación ( el 22 de setiembre de 1984) y era una tarde soleada, con sol en el cenit y un calor de 25ºC. a la sombra. A la altura aproximada de Laguna desde Clorinda por la Ruta nacional kilómetros a la derecha, un camino aumentar nuestra ansiedad por saber que encontraríamos.

Naick Neck ( 43 kilómetros 86) se toma un desvío de 6 de tierra que contribuyó a adónde nos dirigíamos y lo

Esos seis kilómetros fueron un suplicio, un colchón de harina (jamás vi tierra más fina, después supe que le dicen fes fes) se filtraba por todas partes envolviéndonos con una nube de polvo de olor a prolongada sequía. En esa zona subtropical las lluvias son abundantes desde octubre a mayo (unos 1.300 milímetros anuales) y los inviernos son muy secos. El nerviosismo increparme:

de

mamá

iba

en

aumento,

no

se

cansaba

de

-¿Qué venís a hacer acá? ¡Elegís cada lugar que un día vamos a terminar mal!


Yo mantenía silencio, en esos momentos mis explicaciones serían vanas, había que esperar… además, poco sabía de ese lugar y también albergaba mis miedos. Pero al llegar… la cordialidad del guardaparque Adalberto Izarrualde, logró muy pronto que nos sintiéramos como si siempre hubiéramos estado allí. El primer contacto que tuve con la geografía del parque fue durante el crepúsculo, cuando me trasladé hasta la laguna Blanca, el gran espejo de agua que posee el parque rodeada plenamente de esteros. Cuando el sol baja lentamente sobre las aguas en un cielo tropicalmente limpio y diáfano, pintando de arrebol los guajós (también conocidos como achira) quietos de la orilla, bellísimos federales saltan alegres de una hoja a la otra como duendecitos que quiebran el silencio místico y suavemente tibio del atardecer; allí, desde el muelle solitario, el ser sensible puede encontrar la más sublime de las soledades: la que nos brinda la naturaleza. Por la mañana temprano o con las últimas luces de la tarde me gustaba ir hasta la laguna, caminando por la pasarela de madera que permite acceder hasta el agua, pues de otra forma no pueden atravesarse los extensos esteros cubiertos de lodazales con vegetación acuática de guajó y repollitos de agua. Y esperaba la llegada de los federales, tordos renegridos y músicos que anunciaban su presencia con los crujidos del guajó. Un atardecer vi cruzar una gran bandada de cuervillos de cañada y algún carao y me llamó la atención el cruce de un biguá común. Luego el guardaparque me confirmó su existencia en la zona. Me resultó desacostumbrado observarlo tan al norte cuando siempre los había visto en parajes del sur en ocasión de estar haciendo mi libro sobre la fauna marina austral. Había olvidado que estas aves son de amplia distribución y viven en distintos ambientes. Estando allí, escuché también el sonido comunes que vaya a saber dónde andarían.

de

las

cotorras

De mis estancias a la vera de la laguna recuerdo especialmente la del primer amanecer que pasé allí.

muy

Partí temprano, antes de la salida del sol y quedamos con mis padres que irían más tarde para llevarme el desayuno. Tenía mucha tarea para hacer pero me sorprendió la rapidez con que terminé todo. Hice bocetos, tomé fotografías, observé aves, tomé los apuntes necesarios… y las horas se pasaron sin darme cuenta. La gran calma, el silencio, la paz, la tibieza del sol, fueron inspiradores poderosos que me incitaron a escribir algunos versos.


Saqué mi pequeñísima libreta para versos en campaña e instalada cómodamente en la última madera de la pasarela que daba comienzo al pequeño muelle donde descansaban cuatro lanchas y con la mirada fija en el agua, me sumergí en el reino de las musas. Una vibración en el piso que tenía como asiento me sacó de mi estado especial y observé la pasarela, estaba desierta… enseguida detecté que esa vibración era cada vez mayor y por lo tanto respondería a los pasos de alguien que se acercaba. Deduje que serían mis padres con el desayuno, y seguí en mi tarea creadora sin preocuparme por ello. Cuando sentí que estaban cerca, me di vuelta y … ¡vaya sorpresa!, no eran mis padres con el desayuno sino dos hombres con aspecto poco tranquilizador ( después supe que no eran de temer, paraguayos que hacían changas en el parque; tenían la misión de arreglar las barandas de la pasarela que habían roto los chicos que dos días atrás estuvieron festejando la llegada de la primavera… ¡linda forma de festejar!). Donde yo me encontraba no vi ninguna baranda rota. -Buenos días –dijeron acomodándose contra la baranda en actitud de quedarse a conversar. -Buenos días –les contesté mientras esbozaba una sonrisa que tratase de disimular mi inquietud. Luego hice ademán de seguir escribiendo, pero la verdad que ya nada podía escribir, de todos modos escribí cualquier cosa. -Andábamos revisando la pasarela –comentó enteraos que había una pintora o escritora…

uno-

y

como

nos

El otro lo interrumpió para continuar sonriente: -Es raro encontrar mujeres jóvenes que vengan a hacer algún trabajo de ese tipo aquí y mucho menos desde tan lejos. Mientras hablaron no dejé de mirarlos, después de todo eran sinceros y no negaban haber ido por curiosidad para verme, ya que sería raro que alguien hiciese tantos kilómetros solo por ir a pintar o escribir en un lugar tan poco interesante para ellos. Permanecí en silencio, ellos siguieron su monólogo, adúo… -¿Qué es lo que hace?-inquirió uno, intrigado con mi pequeña libreta, y se acercó para mirar. -Escribo –le dije. -¿Sobre? –preguntó el otro, ya cerca también de mi libreta. -Son poesías, versos… también saco fotos, bocetos, observo aves… -¡Ah… cuántas cosas juntas! Es una mujer muy bonita… -agregó acercándose más.


Me sentí molesta y me levanté del asiento que no había dejado para darles a entender que necesitaba estar sola. Tomé los prismáticos y me hice la que buscaba algo a lo lejos, indiferente a esas miradas que me estaban poniendo cada vez más nerviosa. “¿Qué les pasa a mis padres que no vienen con el desayuno?” pensaba llena de inquietud. Al cabo de un rato uno de ellos habló otra vez: -Bueno… nosotros nos retiramos, tranquila y nosotros la intimidamos.

seguro

desea

trabajar

“Al fin” pensé. “Menos mal que se dieron cuenta”. -Hasta luego. -Hasta luego. Dije aliviada. Pero los versos quedaron inconclusos y puesto que el sol comenzaba a picar, decidí ir hasta la carpa, en el camino no volví a ver a los dos hombres. Me pregunté cuándo pensaban arreglar las barandas rotas… Mis padres habían decidido no llevarme el desayuno.

Las noches estrelladas, colmadas de silencios, suelen traer el lamento pedido del Aguará Guazú, una de nuestras especies en peligro eminente de extinción, y que junto al yaguareté, oso hormiguero, ciervo de los pantanos, pava de monte, ñandú, chuña de patas rojas y yacaré negro y overo, forman el grupo de las especies amenazadas que viven dentro del perímetro de las 50.000 has. Actuales del parque. Al amanecer ( antes de la primera luz) se escucha un concierto inimaginable de trinos. Es que hay una gran variedad de pájaros que producen sonidos tan distintos que parecen competir entre todos para determinar quién tiene más bella voz y emite más cantarinas melodías. Es un concierto perfectamente afinado que enaltece el alma poder escuchar, y acaba recién entrada la mañana, para deleite de nuestros oídos amantes de la buena música. ¿Es que pueden existir mejores sonidos que los de la naturaleza pura? Por la tarde salimos con el guardaparque a recorrer la zona donde estaban construyendo el nuevo refugio. El lugar se llama “algarrobo” y tendrá su acceso de ocho kilómetros desde el pueblo de Laguna Blanca, a través de un paisaje con sabanas de palmeras donde abundan los ejemplares de gran porte y esplendente copa. Nos explicaba el Sr. Izarrualde que se va a alambrar todo el perímetro del parque para evitar que la gran cantidad de hacienda que hay en los campos linderos provoque problemas y alteraciones en el hábitat natural. No ha de ser fácil, un solo propietario tiene 25.000 cabezas de ganado dentro del parque y en los alrededores aún se desmaleza por medio del antiguo


sistema del rozado. A las palmas jóvenes se las quema para evitar que se lastime el ganado o para poder pasar cómodamente con los caballos cuando hay que recorrer. Caminando por los alrededores pude conocer una flora muy rica y variada. Fue una gran felicidad recorrer el monte, vivir la plenitud de lo salvaje, aprender a conocer las distintas especies vegetales. Lo que más llamó mi atención es la flor del cardo chusa o caraguatá, mezclándose con las sutiles y delicadas hojas de la palmera carandilla, más propia de formar parte decorativa en alguna bonita casa. ¡Pero mucho más hermosas son allí, en medio de distintas flores, ramas y troncos! Aprendí a conocer al guaraniná, el tororataí (árbol pariente del lapacho, de flores amarillas en forma de campanita que según dicen allí, indica si el tiempo puede o no seguir lluvioso),el guabiyú que es pariente del arrayán y en las partes húmedas puede confundirse con éste. Realmente los árboles son muchos. Se pueden encontrar ceibos rosa, lapachos, quebrachos (más hacia el Río Pilcomayo donde se forman selvas en galería), espina corona, algarrobo, ñandubay (que suele aparecer asociado con las palmeras), talas, urunday, pacaráes, gran cantidad de helechos, pastizales, enredaderas, epífitas, orquídeas y claveles del aire. Se puede encontrar un caracol terrestre llamado Ampularia de bonita caparazón, y como hay muchas sin el morador adentro he podido traer algunas, las que han pasado a formar parte de mi colección naturalista. A la mañana siguiente decidí visitar la escuela nº 61 de Laguna Naick Neck (término Toba que me explicaron los maestros puede significar “laguna de los venados” o “ de las nutrias”), allí dejé mi libro de poesías. Dicen que el lugareño no tiene mentalidad conservacionista y nacionalista. Son descendientes de paraguayos y como dominan las radios y televisión del vecino país, se ven en el gran problema de hacerles entender a los chicos las cosas de nuestra tierra. La mayoría son indígenas y bastantes renuentes a mandar sus hijos a las escuelas. Para colmo el parque está rodeado de familias indígenas que viven de la caza, construyen sus precarias viviendas y utilizan la laguna para bañarse. Su bebida es el “tereré” (especie de mate frío). ¡Cómo hacerles entender lo que significa proteger la fauna y la flora del lugar donde ellos viven, si aquella es su fuente de sustento! El problema es grave porque la provincia está prácticamente despoblada y poco se hace por proteger las zonas de frontera. Ya que no es un caso aislado, ocurre en toda la Argentina fronteriza. Luego salimos a caminar por los alrededores de los esteros, en época invernal la tierra se vuelve dura y resquebrajada y apenas si se puede avanzar muy dificultosamente, pero vale la pena.


En esos laberínticos vericuetos del monte espinoso se encuentran senderos de carpinchos, osito lavador de los esteros o aguará popé, puma, etc. Pena que se confunden con los caminos y huellas que deja el ganado existente dentro del parque. En un parque nacional eso no debería ocurrir, pero desgraciadamente ocurre y la solución no está clara aún. Con suerte pueden encontrarse huellas, lo que se ve en cantidad por donde anduvimos son los excrementos de carpinchos ( algunos muy frescos) que delatan su presencia, se esconden fácilmente entre la vegetación acuática. Me contaba el guardaparque lo interesante que sería buscar un lugar adecuado y preparar una disimulada casilla de observación encima de algún árbol y permanecer allí en espera que aparezcan los animales para fotografiarlos. Es una magnífica idea que me quedé con ganas de concretar por falta de tiempo. Claro que habría tenido que aguantar las picaduras de un buen número de insectos que no entienden de estrategias fotográficas. También me quedé con las ganas de ver al mono carayá o aullador, para ello había que trasladarse a una zona especial y tampoco tuve tiempo. También hay caí y miriquiná, otros mamíferos que habitan la zona son el gato montés, (observé uno), tapires, pecaríes, zorro gris y otros más. Desgraciadamente los insectos son muy molestos y abundan los ofidios de todo tipo. Por eso allá se tiene la precaución de andar con altas botas. Gracias a Dios no encontramos ninguno. Es tan gratificante descubrir la naturaleza salvaje, ir en busca de sus secretos, de sus criaturas vivientes que allí tienen su hogar y luchan por conservarlo. Aprender de ellos, ser responsables de mantener inalterado su hábitat y de conservarlo para nuestros descendientes. La última imagen que recogí del parque fue la de un incendio que se había producido el día anterior vaya a saber por qué causa en los límites del mismo; recibió la bendición de la primera lluvia primaveral que nos obligó a adelantar nuestra partida en medio de la cálida y oscura noche. Quedó en mis retinas el resplandor del fuego que en la lejanía daba una sensación dantesca y espectacular con la negrura de la soledad iluminada por los relámpagos, amenaza de un gran aguacero. Las fuerzas de la naturaleza acudían en defensa de su propia subsistencia. 22 al 24-9-84

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Bautista junto al guardaparque juntando “Ampularias�. Ocaso en Laguna Blanca.


Primeros rayos del sol llegando a Laguna Blanca por la pasarella.

Pareja de Jabirú o Cigüeña del Norte.

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XVIII EL CAMINO DEL SILENCIO

Si se desea ingresar en el alma bella e inhóspita de la Patagonia, el camino ideal es seguir la Ruta Nacional 40 entre El Calafate y Río Mayo, son unos 680 kilómetros de soledades y de un contacto pleno con la naturaleza salvaje de la meseta. Para nosotros significó una aventura agradable que atesoro como uno de los recuerdos más queridos. Salimos desde El Calafate, enseguida nos encontramos con el caudaloso río Santa Cruz, muy cerca de sus nacientes en el Lago Argentino. Tuvimos que cruzarlo en una precaria balsa improvisada porque el puente se había roto. Fue una experiencia única. A poco de andar se entra en contacto con el bonito río La Leona que aparece y desaparece en medio de las vueltas del sinuoso camino que parece perderse en la inmensidad. El andar era lento porque estaba muy malo; ni un ser humano, sólo la ternura de los ñandúes con gran cantidad de charitos. ¡Imagen más que suficiente para llenar de vida mi alma! Pensar que siempre fueron tan perseguidos y han tenido que buscar los lugares más aislados y despoblados para poder lograr la supervivencia. ¡Qué pena!, ¡Hasta dónde llegará el afán destructor del ser humano! Estas hermosas aves son las más grandes que existen, si bien el ñandú petiso es más pequeño que el común. Este último ha tenido menos suerte, prácticamente desapareció de los lugares que frecuentaba, pues para su desgracia son zonas mucho más pobladas. A diferencia del ñandú petiso que vive en la Patagonia, el común habita los llanos de nuestro centro y norte. Las zonas cordilleranas cuentan con la existencia del ñandú petiso cordillerano que ha corrido idéntica suerte. El A.C.A. de Tres Lagos es el oasis, en medio del desierto amarillo con manchones verdes. Desde allí tuvimos que desviar por la Ruta 288 porque la 40 se interrumpía. Mejoró el estado del ripio pero no cambia la soledad. Lo único que nos conecta con el mundo humano son las casillitas que aparecen al costado del camino y que indican la presencia de alguna estancia escondida en la inmensidad. Supuse serían casitas para la correspondencia; un toque de gracia y alegría, coloridos mensajes de vida que rompen la monotonía esteparia. La noche nos sorprendió en Estancia La Julia; allí, bajo cantarines sauces y álamos pasamos una noche de paz y silencios. Una noche de comunión con la meseta inhóspita. Al amanecer continuó nuestro periplo. Miles de ovejas corrían por los campos y una pareja de ñandúes me colmó de felicidad. No


puede haber algo más dulce que la mirada vivaz y cálida de estas aves. En Gobernador Gregores corre el río Chico y por lo tanto se ven árboles, flores y se escuchan trinos alegres. Pero al salir de allí, la soledad vuelve con más fuerza. El vasto desierto donde no hay pastos, ni una mata, sólo piedras de colores y el viento, infaltable compañero en esos lugares. Sin embargo, el paisaje es bello si estamos dispuestos a amar la vida. De a poco comienzan a aparecer algunas matas amarillas y el camino sube por las terrazas del río Chico, cuyo valle verde es una tentación divina. En un punto la ruta se acerca hasta el mismo río, no dudamos y en medio del sol y del viento, con el murmullo del agua caudalosa y fresca, hicimos el almuerzo. Y fue allí, junto al agua simple que cantaba donde comprendí cuánta felicidad puede albergar el corazón si sabemos recibir. Yo estaba recibiendo el mensaje de la vida en ese canto del agua simple que se abría paso a través de una tierra que para muchos es sinónimo de desierto. ¡Y cuántos habrán pasado junto a la más humilde de sus flores sin recibir el mensaje de la vida que ella representa! Dar siempre, en cada momento sin esperar nada a cambio. Pero estar siempre dispuestos a recibir, hasta aquello que nos parece insignificante. De ello obtendremos la verdadera felicidad. ¡Cuánta se pierde el hombre por no saber encontrar el mensaje de la vida! Antes de llegar a Bajo Caracoles hicimos otro alto para calentar agua y recoger el mensaje de esa salvaje naturaleza. Volvimos a cruzar unos cuantos ñandúes y de a poco fuimos ingresando al valle del rio Pinturas: magnífico cuadro de colores que parece haber sido pintado a propósito por una mano invisible. Cuando arribamos a Perito Moreno, la noche estaba a punto de llegar. Al día siguiente visitamos el Lago Buenos Aires. Quedé impresionada por la espectacularidad de sus aguas de color azul intenso salpicado por las crestas blancas de las olas que forma el viento. Lo rodean montañas azules y violáceas con sus picos nevados. Si no fuera así uno podría creer fácilmente que está frente al mar. Tiene un oleaje increíble, las olas llegan inmensas a la orilla, se levantan y rompen dejando una cresta de espuma blanca. El ruido que producen es imponente, como de mar embravecido. En esas costas pedregosas se respira frescura y paz. Fue suficiente para que le dedicase el día y no deseara más que estar allí, dueña al fin de la libertad. Al otro día seguimos viaje, la característica desértica no cambia hasta Río Mayo, aunque en ese trayecto encontramos permanentemente grupos de ñandúes mansos que atraían nuestra atención. Fueron el broche de oro para una etapa apasionante que


me permitió decir… “Yo amo el desierto/ porque es un mundo de luz/ y de silencios”. 28 al 31-1-78

Problemas en la Ruta 40 Sur.

Ñandú Patagónico.

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Cormoranes de dos especies anidando en Isla Roja.

Amanece en Isla Roja. Ă“leo, 50 x 70.

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XIX HACIA UNA ISLA DE VIDA

Muy pocos en nuestro país conocen la existencia de un pequeño paraíso animal en su extensa costa, que ha permanecido alejado de los avances de la civilización y del poder destructor del hombre gracias a su inaccesibilidad. Ese lugar es Punta Roja, entre Cabo Dos Bahías y Cabo Raso en la provincia de Chubut. Viene a ser la punta norte de la Bahía Camarones que tiene a Cabo Dos Bahías como punta sur. A unos ciento cincuenta metros de la costa se encuentra la pequeña y poblada Isla Roja a la cual se accede durante la bajamar. Nada sabía de Isla Roja, la primera noticia que tuve sobre su existencia fue durante mi primer estada en la Reserva de Cabo Dos Bahías –hacia diciembre de 1981- para pintar, escribir y ponerme en contacto con su mundo mágico de seres animales en su pintoresco y agreste entorno. Para entonces, recién comenzaba a albergar la idea de escribir un libro homenaje a todos esos seres vivos. Fue el señor Héctor Olsen (guardafauna de esa reserva) quien me reveló la existencia de la isla (reservada para estudios científicos), asegurándome que sería un lugar ideal para mis tareas, por la salvaje belleza que posee. A pesar de que nunca llevó a nadie a ella para evitar problemas con los animales, hizo una excepción conmigo por la gran simpatía generada entre nosotros, y prometió llevarme hasta allí si para el próximo diciembre regresaba a Cabo Dos Bahías. -Por supuesto que regresaré –le dije- jamás podría olvidar luna invitación así. El día de mi cumpleaños número 25 llegamos a Cabo Dos Bahías y el 22 de diciembre al mediodía salimos en nuestro auto cargado con todo lo indispensable para pasar unos días en Punta Roja. Eran las dos de la tarde cuando nos encontramos con el señor Héctor Olsen en la cercana ciudad de Camarones. La tarde era espléndida, bastante templada y con poco viento para lo que es la zona. Camarones es un bonito pueblo frente a la azul bahía del mismo nombre que cuenta con costas rocosas increíblemente pintorescas y un clima agradable a pesar de su latitud. Inmediatamente partimos de Camarones por la Ruta Provincial nº 1 que es de ripio, en poco tiempo estuvimos en estancia La Maciega. Allí abandonamos el camino y nos internamos en huellas de tierra que unen las estancias y que son de muy difícil tránsito. Había entonces una prolongada sequía y se encontraban muy malas aunque transitables con un poco de paciencia y buena voluntad y mucho deseo de llegar a la meta ansiada. Nuestro Falcon amarillo se estaba portando maravillosamente bien.


Abrimos ocho tranqueras en medio de un paisaje de total soledad, hasta que el ladrido de los perros de la Estancia Santa María –que se debe atravesar- interrumpieron el silencio y el nerviosismo del viaje. Durante varios trayectos se pierde la huella y a veces debimos circular con una de las ruedas del auto fuera de la misma para evitar que la parte de abajo raspe sobre las duras matas que cubren la zona central. El paisaje es típicamente patagónico, más bien arbustivo y con suaves ondulaciones que hacen muy pintoresco el trayecto que tuvimos que hacer con bastante lentitud por los obstáculos que encierra la rústica huella que parece mantenerse sola y afrontar todas las inclemencias climáticas estoicamente. Hacia las 17.30 horas –después de recorrer unos setenta kilómetros desde Camaronesllegamos al fin a la última estancia: La Elba, donde el matrimonio Martínez y sus dos pequeños hijos nos recibieron con sorpresa y alegría. La única visita que reciben es la de los científicos del Centro Nacional Patagónico, por eso la sorpresa. Y mientras el mate iba y venía entre exquisita torta casera, hicimos planes para el posible paso a la isla. Según los horarios de la marea, la próxima bajamar sería a las cuatro de la madrugada… Antes de que bajara el sol en un cielo bastante cubierto de nubes, salí con Héctor y Margarita para recorrer el trayecto de unos seis kilómetros de huella, casi inexistente, hasta la misma Punta Roja. Debía memorizar muy bien todos los detalles, pues al día siguiente sería guía de mis padres ya que Héctor regresaba a la reserva. Íbamos lento, atravesando campo, en muchos tramos “el camino” desaparece y hay que circular entre yuyales, lagunas secas y cortadas que con mucho esfuerzo el matrimonio Martínez había acondicionado días anteriores. En media hora logramos recorrer los escabrosos seis kilómetros y desembocamos en medio de una ciudad de pájaros niños, nuestro elegante y dulce pingüino Magallánico; en medio de sus cuevas dejamos la camioneta para seguir a pie unos kilómetros más hasta llegar frente a la isla. Nunca sentí latir tan fuerte mi corazón como en aquel momento, soplaba un viento frío y el cielo de occidente estaba cubierto de nubes, por entre las cuales se filtraba algún rayo de sol, armando una escena divina. Caminamos prestamente por las lomas blancas cubiertas de pingüinos un poco alterados al vernos. Jamás imaginé que podría haber allí una colonia tan grande de estas aves. En algunos de esos lugares –me informó Héctor- existen picaderos indígenas donde se pueden encontrar –como efectivamente después encontré- puntas de flecha, raspadores, cuchillos rústicos, punzones, boleadoras, raederas, etc. Era zona de tolderías y en partes, la arena conserva el color de la ceniza de los fogones.


El sol se ponía en medio de una fiesta de colores cuando la pequeña isla se abrió a mis ojos. Un mundo de sonidos alteró el silencio. -Está disfrutando mucho con todo esto –dijo Héctor perfectamente consciente de mi asombro y felicidad. -No tengo palabras, es mucho más de lo que alguna vez pude soñar. -Los colores del cielo, para una pintora deben ser mágicos. -Sin duda. No olvidaré fácilmente la belleza y vida de este instante. Cuando me ponga a pintar, a escribir lo que ahora estoy viendo y viviendo retornará a mi mente los colores, los sonidos y hasta el aroma de este lugar por más tiempo que pase. Hoy sigo sintiendo lo mismo –ya más de treinta años- como si estuviese otra vez allí, sintiendo en mi rostro el viento fresco y salado, el olor del mar, el color del cielo, los sonidos de las aves… y la presencia tan protectora de ese hombre que se quedó en el tiempo y que sigo recordándolo igual que aquel día. Porque fue el ángel que me condujo al paraíso. El que ahora está dentro de mí y morirá conmigo. Quedamos en silencio observando ese increíble mundo de paz, de vida y de luz. Margarita y los chicos se habían detenido en los picaderos indígenas para buscar algo para mí. Para ellos era un paisaje demasiado conocido y visto. La marea estaba bastante alta. Desde la costa el espectáculo enternecía. Revoloteaban cerca los vivaces ostreros negros ( muy semejantes a nuestro tero pampeano) y pude distinguir en la isla gaviotas cocineras, cormoranes y pingüinos anidando. En otra zona lobos marinos de un pelo, elefantes marinos jóvenes, chorlos blancos y skúas. Para completar la idílica imagen, una ballena piloto apareció cercana a la costa para desaparecer luego en el agua azul y mansa. Las sombras de la noche se abatían sobre la aparente soledad; la emoción me había dejado muda pero el frío me trajo a la realidad; al poco tiempo estábamos de regreso en la estancia donde el señor Eliseo Martínez nos esperaba con un riquísimo asado de cordero a punto de pasarse por nuestra tardanza. Esa noche dormí muy poco, la posibilidad de visitar ese mundo despertaba mi nerviosismo. Hacia la medianoche partió Héctor de regreso y a las 3.30 horas de la madrugada ya estábamos levantados para ir a la isla. No fue fácil hacer los seis kilómetros en la oscuridad, con las primeras luces llegamos hasta las cuevas de los pingüinos. Allí, despertando a la mañana, miles y miles de pingüinos aparecían parados junto a sus cuevas, en un dulce amontonamiento que provocó en mí la más tierna emoción. El cielo comenzó a aclararse más y el mar espléndido fue abriendo sus cerúleas rosas a mis ojos absortos. Llegamos frente a la isla, la marea baja dejaba al descubierto un corredor de restingas bastante irregulares y cubiertas de musgos.


La puerta de acceso a la isla estaba resguardada por elefantes marinos indiferentes. Intentamos pasar, pero el temor se apoderó de mis padres, para ellos era un mundo desconocido que implicaba todo tipo de riesgos. No pude convencerlos. Debí esperar… Pero no perdí tiempo, había mucho para recorrer por los alrededores, tanto que me ocupó toda esa mañana y la tarde de ese caluroso día. Caminando, caminando, llegamos hasta un pequeño cerro donde crecen algunos arbustos verdes de jume que contrastan con la aridez del entorno. Sobre esos arbustos anidan las garzas blancas. ¡Qué sublime visión! Abajo los pingüinos que buscan lugares más consistentes aunque alejados del mar, y arriba de los arbustos los nidos artísticos de las garzas, donde guardan sus pichones de ojos vivaces. Al vernos, abandonaron sus nidos y posadas sobre la parte alta de la pared rocosa nos observaban. Traté de tomar mis apuntes rápidamente para que pudiesen regresar a cumplir la tarea de padres con sus pequeños hijos. Entre las rocas encontramos una pareja de skúas anidando, pero como son bastante violentas si tienen huevos o pichones, preferí no acercarme demasiado. En el final de la jornada viví una experiencia única con los pingüinos. En el camino hacia el auto volví a atravesar las lomas de arena que en parte ha fijado las matas de coirón y a escuchar el lenguaje de los gentiles pájaros niños que hasta parecían acostumbrados a mi paso. Los ojos me dolían de tanto admirar la belleza. El aire era suave, algo fresco, pero endulzaba el momento, el cansancio de tantas horas caminando, admirando y sintiendo en medio de ese lugar que lo veía como un edén. Bajé las lomas para ir por la vera del mar, la marea estaba subiendo y en uno de los tantos recovecos de la costa, se abrió a mis ojos una magnífica playa de arena finísima, escondida entre paredones de rocas. Sus únicos dueños –disfrutando del sol y del canto susurrante del mar- ¡los pingüinos!, un gran grupo de pingüinos. Me detuve para mirarlos, parecían tan felices que me sentí tentada a ir con ellos. No lo pensé demasiado, el deseo fue más fuerte y me dirigí hacia la playa donde estaban para darme un lindo baño de mar. Para ellos tengo que haber sido algo así como una especie extraña de la cual debían huir porque enseguida corrieron todos juntos al agua y dando grandes saltos desaparecieron de mi vista. Quedé sola en la bella playa, el agua mojó mis pies cansados y el mar volvía a susurrar para que yo lo escuchara. Algunos pingüinos que venían hacia la playa desde sus nidos, siguieron avanzando indiferentes al verme; de vez en cuando me miraban de reojo, disimuladamente, pero pronto terminaron cerca de mí jugueteando en el agua. Me sentí feliz, pero intrusa. Entonces salí del agua fresca ya reconfortada y me senté en una roca cercana. Ellos siguieron bañándose.


Al rato, ya convencidos que no había peligro, llegaron hasta la playa rítmicamente en acompasados saltos, todos los que habían huido al agua, y ahí se quedaron, secándose al sol, sin prestar atención a mi presencia. Mientras me alejaba, pensaba lo maravilloso que sería que esa playa fuese por siempre de ellos. A la mañana siguiente regresamos, pero ésta vez con el Señor Martínez y entonces pudimos ingresar a Isla Roja sin miedos. El alboroto fue genial cuando arribamos después de caminar por las piedras musgosas y resbaladizas que es pasadizo natural desde la costa al bajar la marea. Un mundo de gaviotas cocineras alborotó el amanecer mientras revoloteaban inquietas sobre nuestras cabezas. Tenían bellísimos pichoncitos que semejaban pompas de algodón por la suavidad de su pelaje. Cuando nos acercamos a las construcciones lunares de los cormoranes, el sol, como un enorme disco rojo, surgía desde el mar teñido con flecos dorados, mientras que por el suroeste mostraba su inigualable azul por donde aparecían las cabezas de los lobos marinos que tienen su apostadero en otro sector de la isla, en la parte baja. No daba abasto para sacar fotos, mirar, escribir, levantar bocetos para pintar luego, describir a los animales, etc. Viven allí dos especies de cormoranes en perfecta armonía, ejemplo que deberíamos imitar. Ambas especies tenían pichones pequeños a los que defienden no moviéndose del nido. Una especie es la del cormorán blanco u ojos azules. Es de color negro con tintes tornasolados verdes, azules y violeta en la cabeza, espalda, alas y cola, mientras que el vientre y parte anterior del cuello es blanco. Sus ojos azules presentan en su cercanía una notable carúncula amarilla. En época de celo un bello copete nupcial. La otra especie es la del cormorán cuello negro, de plumaje negro brillante en la cabeza, cuello y espalda, con matices azules y verdes. El vientre y el pecho es blanco nieve. Pero el cuello negro es la característica distintiva. En cercanías del ojo y del pico presenta una mancha de color rojo característica, al igual que la mancha blanca que tienen detrás del ojo. Según me explicó Héctor Olsen, el guano de estos magníficos animales era sacado de la isla – hasta hace algunos años atrás- por medio de un cablecarril (aún se conservan los dos palos o postes donde se colocaba el cable entre la isla y la costa) y luego se cargaba a los camiones. Pero la actividad se realizaba casi siempre en época de cría, ocasionando todo tipo de disturbios entre las aves por lo cual fue felizmente interrumpida. (*) *En mi última estada en Punta Tombo (octubre 1987) Héctor Olsen me informó que se reanudaron esas actividades en Isla Roja, lo que me provocó una gran congoja.


No he querido volver más a ese lugar, para no ver el triste espectáculo de destrucción que seguramente hoy reina por allí. Me dijeron que el matrimonio Martínez no está más en la estancia y ésta tiene nuevos dueños que permiten esas actividades. En la lejanía, la isla Lobos regaló a mis ojos su extraña forma de único promontorio rocoso más ancho en la base y afinándose hacia arriba terminando en punta redondeada, don de los cormoranes parecen perlas negras; y rodeándola, como un anillo, hermosos ejemplares de lobos marinos dormitando al sol naciente. En un pequeño corredor entre paredes rocosas, anidaban algunos pingüinos, en las verdes restingas bandadas de chorlos blancos ofrecían un contraste de luz y color. Cada metro de esa maravillosa isla está cubierto de distintos seres vivientes que conviven y comparten algunos meses de sus vidas. Por la tarde regresamos para poder terminar todo el trabajo. Mientras esperábamos la bajante nos entretuvimos observando en los charcos cristalinos entre las restingas pequeñísimos pececitos y cangrejos y buscando las lapas ( un molusco con casita en forma de sombrero) que según Margarita es riquísimo en ensalada junto con las algas. Mientras cruzábamos a la isla protagonizamos una escena muy cómica y tierna con los lobos marinos. Había muchísimos en la costa isleña y cuando advirtieron nuestra presencia por medio de las voces que el aire les llevaba a medida que nos acercábamos, instantáneamente huyeron al agua y luego desde allí nos observaban sacando la cabeza como si fueran el periscopio de un submarino. Y como eran muchos, resultaba muy cómico ver tantas cabezas fuera del agua mirándonos. Son muy mansos y asustadizos, sólo hay que cuidarse de no cortarles la salida al mar porque es su único medio de defensa. Después de terminar mi tarea supe que allí no hay lugar para el ser humano, debíamos dejarlos en esa paz que nunca debiera ser alterada para que nuestros descendientes puedan gozar algún día de tanta belleza, de un lugar en el mundo sin contaminación, puro y simple. Todo esto pensaba mientras la Nochebuena nos sorprendió en el camino de regreso a Cabo Dos Bahías. Y mientras observaba como la luna creciente se bañaba en el mar de la Bahía Camarones, en medio del silencio de la meseta patagónica, di gracias a la vida que me dio la posibilidad de haber llegado hasta ese paraíso. Gracias al señor Héctor Olsen por habérmelo conseguido, sentí que había sido demasiado para mí, que durante años tendría material para trabajar y que cada vez que recordara esos momentos los volvería a vivir como entonces. Sí… aquella Nochebuena, fue una verdadera noche de paz y de amor. Llegamos a la reserva de Cabo Dos Bahías justo para el brindis de la Navidad que compartimos con la familia de Héctor llegada de lugares cercanos donde vivían, todos en el sur, descendiente de los primeros galeses que poblaron esa zona. Hoy, al revivir esta historia, después de treinta años, y sin haber regresado nunca más a la Isla amada, vuelvo a emocionarme, no quisiera enterarme que ya no es ese paraíso que yo conocí junto a mis queridos padres que hoy ya no están conmigo, compañeros inseparables de mis


aventuras, testigos de tanto amor en el trabajo realizado que ya entonces se veía en cada una de mis obras pintadas, relatadas, poesías, fotografías: la defensa de la naturaleza, sus seres vivos, los tesoros que esconde la gran geografía Argentina. Tampoco supe más nada de Héctor Olsen, ese magnífico ser humano que cuidaba con gran amor y dedicación aquellos lejanos lugares y que tuvo la deferencia de descubrir mi amor por ellos y llevarme donde muy pocos podían llegar y que a nadie descubría, como un secreto bien guardado y cuidado para que yo cumpliera mi sueño. Donde estés, éste es mi eterno agradecimiento y recuerdo. 22 al 24-12-82

Garcitas en su nido frente a Isla Roja. Óleo, 40 x 60.

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Bellísima Quebrada de Escoipe.

Valles Calchaquíes. Camino a Cafayate.

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XX ESE RÍO LLAMADO LORO HUASI

No resulta nada agradable viajar por nuestro noroeste en los meses estivales, meses de lluvias y de ríos desbordados. Esto lo digo después de haberlo vivido en carne propia. De a poco aprendí a viajar por sus caminos en época adecuada. La experiencia que hoy recuerdo ocurrió en Cafayate después de haber logrado llegar a través de la Quebrada del río Las Conchas. Un intento por la Quebrada del Toro fracasó a los cinco kilómetros de Campo Quijano por la gran cantidad de agua que bajaba de las montañas. El otro intento por la Quebrada de Escoipe corrió igual suerte. Pero ambas quebradas no escaparon de nuestra presencia años más tarde. El tercer intento por la Quebrada del Río Las Conchas resultó ser el vencido pero con lo justo. Es un lugar de ensueño que surca el leonado río que desborda con las lluvias estivales y choca torrentoso contra las terrosas márgenes. Es una angosta quebrada que encierra fantasía de colores, castillos y farallones. Un mundo agreste tallado en la piedra. Un obelisco rocoso, un monje en oración, almenares y chozas en la desnudez predominantemente bermeja de las montañas. Valles lunares, que asoman misteriosos, secos de plantas, sin vida; vida que estalla en salvajes cantos cuando el río atropella encrespado y revive el silencio de las rocas en conjunción de contrastes. Es un mundo agreste y colorido, tallado en roca viva por los vientos de tantas eras geológicas, por el río de tantos siglos…pilas de formas guardadas en el cofre imponente de las montañas. Cofre que se abre cálidamente a los valles del sol, extensísimos y diáfanos. Esos valles Calchaquíes donde se pueden respirar los límpidos aires preandinos que asoman en verdes fragancias entre los picos cercanos. Esos valles surcados por ríos clamorosos que entregan sus aguas para la bendición de las vides resplandecientes, en busca del único y total sol. Las vides que rodean la siempre soleada Cafayate, bebedora de toda la luz y a veces, traicionada por las lluvias repentinas de los veranos. Una de esas lluvias acorraló nuestro paso al desbordar los entonces incontenibles ríos terrosos. Y la hermosa excursión a los valles se convirtió en una apasionante aventura. No bien llegamos a Cafayate, comenzó la lluvia. Hacia la media tarde amainó, permitiéndonos salir por los alrededores. Así llegamos a un paraje llamado río Colorado. La tierra estaba fragante con la lluvia y los cardones parecían decir basta. Pero el cielo no quería tregua: apenas nos dio tiempo de regresar a Cafayate y armar la carpa. La lluvia comenzó nuevamente y siguió toda la noche y la mañana siguiente. Desde nuestro lugar de camping podíamos observar la cantidad de agua que llevaba el ancho río Loro Huasi, el que cruza la ruta nacional 40 al sur de Cafayate. Una máquina de Vialidad tenía el trabajo de pasar a todos los vehículos que por ahí circulaban, pues el vado era muy profundo y con gran correntada.


Varias veces me pregunté esa mañana por qué no harían un puente allí. Pero claro, seguramente que ese río alucinante sería un pequeño e inofensivo arroyo la mayor parte del año. Al mediodía salió el sol y sentí la tremenda necesidad de ir a la montaña. Sin muchos problemas llegamos a Yacochuya (nueve kilómetros desde Cafayate al noroeste). En esos bonitos panoramas de cerros se domina el valle verde y los cerros coloreados del frente que iluminaba el sol. Caminé entre las piedras bebiendo la soledad mientras los benteveos me recordaban los sonidos de mis campos pampeanos. La lluvia había vestido de verdura a los espinosos árboles y arbustos. Un penetrante aroma a poleo llamó nuestra atención, buscamos y fragantes plantitas aparecieron entre las piedras y los yuyos. La enorme calma de esa hora, sin viento, me embriagaba. No volvió a llover y esa noche tomamos la gran resolución: debíamos partir de alguna forma. La Quebrada del Río Las Conchas ya estaba cortada, nos informaron. La única opción era Santa María en Catamarca, pero… teníamos que cruzar el río Loro Huasi. La máquina de Vialidad seguía pasando vehículos. -Bueno… -le dije a papá- tendremos que hacernos pasar nosotros también. -No… se nos va a llenar el auto de agua, es muy profundo. Yo creo que deberíamos esperar a que baje un poco. -Está bien. Esperaremos. –dije. La falta de decisión en ese momento fue fatal. Si no fuera porque resultó dramática para nosotros, la escena que protagonizamos podría ser de lo más graciosa. El río comenzó a bajar (solamente en parte de su poceado lecho pedregoso y arenoso)por lo tanto Vialidad desapareció. -Ahora que no trabaja la máquina se ha de poder pasar –reflexionó papá. Observó algunos vehículos que pasaron y bueno… no tuvo mucho que pensar. Resueltamente se introdujo en el ancho río de aguas rojas. Estuvo a punto de pasar… pero eligió el camino menos adecuado para salir y el auto se quedó a un par de metros de la meta. Inútilmente trató de sacar al pobre auto de la incómoda situación. En esas tierras aluvionales, el esfuerzo lo hundía hacia atrás. Ocasionales observadores de la desgracia partieron en busca de la máquina salvadora. Mientras tanto, tratamos de proteger algunas cosas de la mojadura involuntaria, la parte trasera se llenó rápidamente de agua y la máquina no llegaba… La visión del auto semihundido nos puso muy nerviosos, impotentes ante la situación, sin poder hacer nada.


Después de lo que creímos un siglo, llegó la máquina y con ella el alivio… dos horas perdimos en secar todo lo mojado en medio de la ruta. El sol parecía hacernos burla desde el cielo azul. Desde entonces, mi padre siente verdadero terror por los vados. Aprendió a respetarlos y antes de cruzar se cuida muy bien y estudia el vado aunque sea de lo más pequeño e inofensivo. De todos modos, si puede, escapa de ellos como de una maldición. Lo que sé ahora que nunca pude olvidar el río Loro Huasi… aunque ya el vado es un recuerdo y hoy un puente lo cruza majestuoso. 29-1-79

Capilla y plaza de Cachi.

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Dos lugares del Bosque Petrificado JosĂŠ Ormachea. Chubut.


XXI EN BUSCA DEL PASADO.

Llevaba varios días gozando de la plenitud de la vida. La que me brindaba el mar y sus criaturas que engalanan de alegría la costa chubutense. Entonces decidí ingresar a un mundo distinto en medio de la meseta desértica. Salí a buscar el silencio total, y abandoné la vida para encontrar la muerte. Y encontré en ella la misma fascinante sensación de paz y de plenitud. En busca del pasado arribamos al bosque petrificado José Ormachea o Cerro Abigarrado, en las cercanías de la ciudad de Sarmiento ( centro-sur de Chubut). Allí se encuentran unos de los tantos bosques fósiles que posee nuestro país, siendo uno de los más jóvenes con sus 70 millones de años de antigüedad. El señor Juan José Valera (guardaparque entonces de esa reserva provincial) estaba enterado de nuestra llegada porque Héctor Olsen (el guardafauna de Cabo Dos Bahías donde nos encontrábamos) lo había informado por el aparato de radio que tienen ellos para comunicarse. Cuando llegamos al bosque nos dimos cuenta que el señor Valera no había comprendido nada. Ni bien bajé del auto le di la mano y me presenté: -¿Es usted la pin tora? –interrogó risueñamente. -Efectivamente –le contesté alegrándome de que estuviese enterado de mi llegada y haciendo caso omiso de la expresión de su rostro- traigo el permiso de la Dirección de Turismo para trabajar. -¡Ah, sí, me dijo Olsen pero yo no lo entendí muy bien. Pensé que sería una broma. Me pareció raro que mandasen “una pintora”, la verdad que la casa no necesita pintura. Además, pensé que en todo caso mandarían “un pintor”. Mis padres que escucharon sin hablar, no pudieron contener la risa, la verdad que resultaba cómico como lo expresaba Juan José, quien no podía disimular su asombro al encontrarse frente a “una pin tora” que llegaba con dos acompañantes mayores y un auto bien cargado. Tuvimos que aclararle la situación y entonces también él se largó a reír. De todos modos siguió asombrado por mi tarea, pues jamás vio llegar antes pintor alguno a ese lugar. Y ya llevaba varios años… Esa misma tarde me llevó a recorrer la reserva para indicarme los lugares más interesantes para mi tarea artística. Era divertido andar con él, siempre tenía salidas risueñas y chispeantes. El blanco de todas sus bromas era papá, claro que él tampoco se quedaba atrás. Cuando le


encuentran ese lado, mi padre es fatal para hacer reír. Y así estaban, broma va y broma viene. Por mi parte, estuve segura de lo mucho que tendría para hacer y para vivir en ese lugar. No me equivoqué… es uno de los lugares más bellos que posee nuestro país pero más que eso, posee una gran historia y entrar allí es ingresar en las páginas de un libro que tiene la facultad de enseñarnos sin necesidad de leer y de dar vuelta las páginas. Allí descansa su sueño eterno el bosque milenario, muerto en el tiempo, donde sólo existe la tierra desnuda, los colores radiantes de los cerros y la soledad calcinada por el sol ardiente de los días y el frío gélido de las noches. Nada… ni un animal, n un pájaro, ni un insecto que nos recuerde estar sobre el planeta Tierra. Fue para mí una forma diferente de encontrar paz, de amar ese mensaje que guarda la madera hecha piedra, las rocas volcánicas, la sílice, el hierro y tantos minerales que reposan en ese páramo idílico, donde uno puede asombrarse a cada instante ante la majestuosidad de lo inhóspito. Allí encontré la luz, la luz-guía de mi camino por las sendas del arte y la naturaleza en todas sus formas. Salía a caminar bien temprano por la mañana y a la tarde cercana a la noche, momentos más adecuados para vivenciar plenamente. El sol total de la mañana comienza a extender sus tentáculos convirtiendo el valle en una trampa de fuego y la noche, con sus límpidos cielos, descarga sus sombras logrando mágicamente convertir el mismo lugar en un reducto helado. A veces, la calma es total; entonces el silencio se agiganta y adquiere características de suprema celestialidad, como un santuario desde donde se elevan las más sublimes plegarias, como un altar consagrado a los dioses de la vida y de la muerte sin estaciones intermedias. Otras veces, un viento infernal circula por cada rincón desnudo, levantando la arcilla coloreada, las pequeñas piedritas, la astilla derramada, y sus sonidos fantasmagóricos cobran inusitada magnificencia, acompañados por el marco enigmático del entorno erosionado por vientos y lluvias. El cielo es diáfano y transparente, nada puede alterar la limpia y pulcra imagen celeste. Pero también, a veces, se cubre de nubes, las que adquieren un color único, como si fuese realizado por algún pintor que ha logrado la armonización perfecta con el entorno. Jamás olvidaré aquellas noches espléndidas, silentes, grandiosas de luna llena. La veía salir color fuego, grande y redonda, tras los cerros y lentamente, levantarse desde el horizonte hacia el cielo, tan cercana, tan clara que me parecía descubrir sus formas pétreas. Su luz lo iluminaba todo y bajo esa misma luz los cerros raros de formas y colores adquirían características sobrenaturales y etéreas. Yo iba hasta el pequeño museo que posee el señor Valera y allí, rodeada de piedras y madera, escribía mis poesías y relatos mientras la luz lunar penetraba por las ventanas. Valera pensaría que estaba loca cuando me veía partir hacia allí y permanecer solitaria sólo con la iluminación de la luna. Pero sabía que era una persona especial y a pesar del gran deseo que tenía de sorprenderme con su presencia se abstenía de hacerlo.


Caminé por el Valle de la Luna, rodeado de cerros coloreados en distintas capas, cada una encierra toda una historia de vida y de muerte. Subí y bajé por esas lomas redondeadas, profundamente resquebrajadas que esconden todos los secretos. Vagué como una sonámbula, tan llena de sensaciones que no podía concentrarme en mi trabajo. Era mucha la soledad pero yo era feliz, me parecía retroceder al pasado, cuando allí había agua, agua salada del Océano Atlántico que dejó sus rastros en esos fósiles marinos que hoy aparecen impresos en algunas rocas. Y miraba el Cerro Abigarrado, cubierto de colores y al verlo, lo imaginé barranca cuando hace 70 mellones de años eso era costa marina. Y luego los bosques… muertos, enterrados, mezclados con la arcilla, cubiertos de sedimentación y coloreados con los colores de la mística tierra, tan reales, tan vivos con las características intactas de su madera… pero duros, duros como la piedra. Cerré los ojos y mientras el sol me acariciaba, sentada sobre un tronco muerto imaginaba… y pude verlo todo, como en una película. Tan patente lo vi que me pareció estar viviéndolo. ===================== No existía el hombre, ni la cordillera andina ni el desierto. El aroma del mar lo inundaba todo y el clima templado (casi tropical) daba vida a un denso bosque de palmeras y coníferas. Eran árboles altos, esbeltos, verdes y puros, acariciados por el viento. Rodeados de helechos y de flores ( las primeras flores que surgían sobre la tierra) y ¡cuántos ríos cantando entre sus troncos, cuántos animales jugueteando en las praderas! Grandes saurios, cocodrilos, tortugas y tiburones representando la vida junto a los bosques. El aire cargado de humedad que venía desde el mar descargaba lluvias o producía neblinas ideales para que se desarrollasen los vegetales. Y esos seres extinguidos vagando entre la niebla… la exaltación de la vida, de la belleza… ====================== El silencio me volvió a la realidad. Ese silencio tan grande que podía hacerme daño. No, no había viento susurrante entre las hojas, ni agua cantando… Abrí los ojos y me lastimó el sol, el cielo azul, el arco iris de los Cerros Colorados, tan increíblemente desnudos y bellos. Esa era la realidad actual, de ese año 1982. Y yo estaba allí, representante de la especie humana que tan poco tiempo lleva sobre la tierra y tanto destrozo ha hecho. Y un extraño deseo me oprimió el corazón. El deseo de retroceder en el tiempo, de ser un representante de otra especie viviendo 70 millones de años atrás. Era imposible, pero lo deseé. Esa era mi tierra y lo era desde siempre, desde antes de nacer yo, mi especie y quizás el resto del mundo. Subí por las laderas resquebrajadas de los Cerros Colorados y desde arriba dejé que mi vista se perdiera en la lejanía, desde ese lugar no podía ver troncos, sólo la inmensidad desierta y la alucinación del sol y sus reflejos luminosos. Y sentí satisfacción y orgullo ante esas pequeñas


cosas que poco a poco fui logrando con paciencia, voluntad, sacrificio y mucho, muchísimo amor. A lo lejos observé la figura de Juan José que se acercaba e interrumpí mis pensamientos. Cuando se acercó me dijo que había salido a buscarme ante mi tardanza, pues mis padres estaban preocupados. Le sonreí, no dije nada… él supo que había interrumpido un momento muy especial para mí. Me invitó a seguirlo y caminé segura a su lado rumbo a la casa donde me esperaban mis padres. 27 al 30-12-82

Paseando por algún bosque petrificado de la Patagonia con mi amigo: el perrito del guardaparque.

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XXII LLUVIA EN LA CUESTA

Tucumán es una provincia prolífera en riqueza vegetal, reducto más austral de la selva tucumano-oranense que parece desplegar allí su máximo esplendor con una sinfonía de matices sin igual. Las laderas orientales de la sierra del Aconquija son un verdadero mundo verde casi siempre oculto por mantos de nubes que aportan su permanente humedad. Muy pocos lugares de Tucumán han escapado a mis andanzas de buscadora constante de la belleza. Aquella vez teníamos pensado pasar a la provincia de Catamarca por la lujuriante cuesta del Clavillo y sus 2.ooo metros. ¡Qué sorpresas nos depararía el Aconquija! En la llanura del sur tucumano teníamos un maravilloso sol que nos hacía presumir de un viaje sin sobresaltos. Sin embargo… algunas nubes que vislumbraba en el Aconquija, sembraban la duda en mi corazón. Pero no abrí la boca, nos quedaban muy pocos días de viaje y no había tiempo para especulaciones con el tiempo. Debíamos partir y en ese rumbo. Si alguna vez sufrieron las consecuencias de la lluvia en plena cuesta, podrían darse idea de lo que nos esperaba en el desconocido mundo del Aconquija. Lentamente (el camino no permite el apuro) comenzamos a ascender después de dejar atrás el poblado de Alpachiri donde se encuentran los últimos cañaverales, antes de la selva. Yo veía que las nubes estaban cada vez más cerca (mejor dicho, éramos nosotros los que nos acercábamos a las nubes) y la oscuridad se hizo total cuando el camino penetró en los húmedos bosques silenciosos que son la vestidura de esas montañas. Las hojas permanecían quietas porque el viento se había quedado dormido y un rumor “in crescendo” nos indicaba que el río Cochuna corría cerca y efectivamente, podíamos verlo entre las ramas y las colgantes lianas bajar con gran ímpetu en su paisaje maravilloso de aguas revueltas golpeando las inmutables piedras entre vueltas y vueltas con el verde marco del follaje –en esos instantes- quietísimo. Enseguida vino a mi mente un paisaje semejante en la misma Tucumán: la Quebrada del río de Los Sosas, lujuriante puerta de acceso al hermoso valle de Tafí, lugar muy conocido por los arqueólogos que aún no han podido desentrañar el mensaje de los menhires o piedras paradas o totens encontrados en la zona de El Mollar y que han originado la creación del Parque de los Menhires para que el visitante pueda tener acceso a ese enigma.


Volviendo a nuestro ascenso, recuerdo que el cielo se oscureció de pronto y ese mundo boscoso de árboles altísimos y marañas enredadas pareció más puro y tenebroso. Algunas gruesas gotas nos anunciaron que las lluvias estivales regresarían al siempre húmedo Aconquija para bendición de la selva que lo corona pero para desesperación de mi asustada madre. Y con el inicio de la lluvia comenzó el tramo más empinado y difícil del ascenso. Cientos de curvas estrechísimas exigieron de mi padre toda su sabiduría, su experiencia, su práctica y su serenidad. Las nubes se iban ciñendo a nuestro auto y las gotas se hacían más tupidas y murmurantes. Pude gozar (o sufrir) con una visión estremecedora del abismo nemoroso que enseguida desapareció de mi vista para cubrirse totalmente con blanco-grisáceas nubes. Pronto descubrimos el barro para el terror de mi madre que comenzó a rezar… y el ascenso fue infinito entre el colchón de nubes que nos enlazaba sin dejar ver más que los chorreantes árboles que esconden el precipicio y las paredes rocosas cubiertas de líquenes, musgos por donde bajaban manantiales, chorrillos cantarines y torrentes que se precipitaban a la ruta y bajaban presurosos por las cunetas o cruzaban la huella hacia el abismo. Entre piruetas (gracias a la increíble muñeca de mi padre) el auto subía y subía sin ver las curvas que imprevistamente surgían entre las cerradas nubes. Un mundo húmedo y oscuro nos rodeaba, había que adivinar entre la neblina las curvas, y a los costados, ahogadas ramas de la selva que bebía feliz la lluvia bienhechora. La lluvia comenzó a cesar a poco de iniciar el descenso y entonces sí, surgió ante nosotros el vegetal mundo brillante y egregio. Y el descenso fue tan apasionante como el ascenso aunque mucho más tranquilo después del susto que nos deparó el tiempo allí, en el verde Aconquija. Las nubes se descorrieron y quedó un embriagador aroma a humedad, a agua recién llorada que al confundirse con hojas, tierra, helechos y troncos, espiritaba dulces y sutiles fragancias. Salí a caminar en un descanso que mi padre merecía y mientras Virginia recobraba el aliento perdido, fui descubriendo la virginal alegría de arroyuelos cantarines, serpenteantes entre la fronda fresquísima; algunas escondidas y rumorosas cascadas que a mi paso dejaron su canto y la inocente pureza de los pájaros que yo no conocía y que abandonaban sus refugios en busca de la luz que deja siempre el agua. La ladera occidental del Aconquija nos dejó una imagen diferente, la selva desaparece al igual que las lluvias y el sol iluminaba total el valle verde claro que acaricia el río Grande o del Campo ya en las puertas de la provincia de Catamarca. El paisaje es simple y reposado y contribuye con su dulce belleza, su paz y su luz a calmar nuestros espíritus todavía extenuados por la aventura vivida en las cumbres. Uno, dos… seis pueblitos de sublime quietud surgen sin artificio con su gente sencilla. Del cuarto, Aconquija, guardo un grato recuerdo. En ese entonces yo todavía no había iniciado mis series pictóricas relacionadas con la naturaleza, y ni siquiera estaba en mi mente,


mucho más ocupada por los estudios musicales que en ese entonces estaban a punto de culminar en el Conservatorio, justo en su etapa más importante. Allí, en medio del campo, rodeado de un calmo y bello paisaje de serranías verdes, muy cerca de la bonita capilla, en la sombra de unos sauces y con el sol jugueteando en el valle… allí mismo, con su caballete y su tela ya a medio pintar, se encontraba el cura párroco, absorto en su trabajo de amor al lugar, en medio de la vida. Me sentí conmovida y por primera vez experimenté una tremenda necesidad de aprender a pintar bien para poder plasmar en una tela (además de lo que escribía y las poesías que día a día me inspiraban los viajes) esos lugares que estaba conociendo en mis andanzas. Idea que recién pude concretar casi tres años después. Pero la imagen sublime de ese cura del Aconquija Catamarqueño no podré olvidarla jamás. Desde el cruce con la ruta a Andalgalá se inicia un tramo de 69 kilómetros de soledad, con una sucesión de cuestas, sinfonía de apacibles montañas, ríos, arroyuelos, rebaños, alfombras verdes, flores silvestres, pájaros… pequeños bosquecitos ocultos en las partes más húmedas como inviolados retazos que la selva del Aconquija deja sobre sus occidentales laderas para que se mezclen con las hierbas de las colinas extensísimas. Es un mundo suave, enamorador, que entra fácil, que apacigua, calma, aquieta todas las ansias y sueños porque el paisaje mismo es un sueño. Y con la luz velada del atardecer un sonoroso y cristalino arroyuelo cerca del pueblito de Los Varela, nos invitó a compartir la noche en su vera donde una hilera de diez inmensos sauces brindó abrigo a nuestra carpa. La puesta del sol me entregó la visión de la suave pureza del joven jinete de ojos claros que reunía al rebaño de vacunos. Lo miré, me miró y yo sentí penetrar en mí con el poder de esa mirada, la salvaje pureza que enamora y que es el alma de Catamarca. Fue un momentáneo final, una etapa más de mi viaje de sueños, una jornada que había tenido de todo y nos había dado tanto que esa noche di las gracias por la vida y por ese día que viví tan pleno y lleno de contrastantes emociones. 1-2-79

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La magnífica selva del Aconquija, en un día de lluvia, en Tucumán.

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XXIII AQUEL SUBLIME MUNDO ANIMAL

Fue una experiencia diferente. Aquel diciembre, mientras el mundo festejaba la Navidad y el Año Nuevo, yo vivía la mágica aventura de convivir con las maravillosas criaturas del mar que todos los años visitan el continente para procrear. En las reservas faunísticas de la provincia de Chubut encontré amistad y ayuda por parte de mucha gente que trató en todo momento de facilitar mi tarea y hacerme sentir más feliz aun de lo que la cercanía de mis seres queridos de la naturaleza me estaba provocando. Chubut es una de las provincias que más se han preocupado por la conservación de la naturaleza y ésta ha sido muy generosa en ese lugar del mundo dotándolo de una geografía cambiante y bella. Toda la costa de la provincia es ideal para refugio de tantas especies marinas que pasan varios meses de su vida allí; pero hay un lugar especialmente dotado de vida: el que no conoce Cabo dos Bahías no conoce el paraíso, o por lo menos la idea que tengo yo del mismo. Es un lugar agreste, casi puro, habitado por seres del reino animal en grado sumo. El paisaje es agresivo, algo serrano, con una vegetación generosa, con muchas bahías y caletas donde el mar se rompe en pedazos o llega mansamente introduciéndose por todos los recodos musgosos y caracolientos. En esos lugares, en esos recovecos, la vida pareciera detenerse, es la belleza de lo sencillo, de lo aparentemente insignificante, lo único importante, imponente y grandioso. Uno olvida que el mundo es un punto en el universo, que existen los años, los días, las horas… que existe el hombre en medio de todo eso. Al cerrar los ojos y escuchar tan solo el sonido del mar, del viento y de las aves marinas surge el sueño de una tierra pura, sin la especie humana que todo lo destruye. Un sueño celestial, supremo, porque la naturaleza casi virgen es el don supremo de la existencialidad. Cabo Dos Bahías es la punta sur de la Bahía de Camarones y se llega después de hacer treinta kilómetros desde el pueblo de Camarones, bonito lugar cubierto de flores que goza de un clima excelente frente a las aguas azules de la bahía. El destino me obligó a permanecer bastante tiempo en ese pueblo y puedo asegurar que es uno de los lugares que elegiría para vivir, allí también me enamoré, y hasta el día de hoy, guardo ese amor en mis más dulces recuerdos. Mi primera visita a Cabo Dos Bahías sirvió para ponerme en contacto con un mundo único que ni remotamente había pasado por mi imaginación. Me sentí gratamente sorprendida y confundida, no sabía por donde comenzar mi trabajo, me parecía que allí encontraba todo lo que deseé alguna vez y lo tenía al alcance de mis manos. De repente me sentí pequeña e impotente para interpretar tanta vida, a poco de estar supe que debería volver, era como una obligación, además de tener que estudiar mucho sobre ese tema. Sin duda que para que yo


tomara esta decisión mucho tuvo que ver la sincera amistad que nos brindó el guardafauna de entonces, el señor Héctor Olsen. -Puede estar seguro que volveré- le dije entonces y puntualmente regresé allí en el próximo diciembre para permanecer mucho más tiempo. Para entonces había estudiado mucho de ese tema y viví un sinfín de aventuras que fueron marcando poco a poco el transcurrir de mi vida y ese deseo de volcar todo lo vivido en un libro dedicado a la fauna marina austral, libro que vio la luz dos años después y que en sucesivos viajes repartí por todos los rincones de las provincias Australes. La mañana siguiente a mi llegada me encontró muy ansiosa por comenzar el trabajo, por eso a las cinco de la madrugada ya estaba dispuesta a iniciar mi periplo por la pingüinera (colonia de pingüino magallánico). Era un día tormentoso y mi padre era el encargado de llevarme, había unos tres kilómetros desde la casa de Héctor y cuatro desde Caleta Sara, donde teníamos la carpa. Luego me quedaba sola con mis seres amados hasta el mediodía. Caminaba largamente acariciada por el viento frío mientras un coro de voces sublime desgranaba en el aire rítmicas notas. En las cuevas, entre los arbustos, en las rocas, en los túneles, en todas partes hombrecitos de frac que miraban con asombro y cierta inquietud mi paseo solitario. El cielo, hacia el sur, tenía reflejos de luces doradas, pero un colchón de negras nubes fantasmagóricas oscurecía la alborada. Cansada de andar con el viento encontré una roca protegida donde instalarme y observarlo todo sin molestar a las dulces criaturas, tomar notas y bocetos. El rumor del mar gris-violáceo llegaba algo atenuado por el sonido más avasallante del viento sur. Las voces de los pingüinos parecían lejanas. A veces, una luz más fuerte caía sobre el mar donde nadaban ausentes algunos cisnes de cuello negro, cormoranes negros y petreles gigantes. Grupos de gaviotas cocineras y ostreros negros revoloteaban cerca de mí dejando oír sus fuertes gritos que hacen estremecer el alma de emoción. El ostrero es típico de esa zona y se lo conoce como “tero de mar”. Es un animal muy vivaz de largo pico escarlata y fuerte voz, compañía constante de mis andanzas. Al igual que las gaviotas cocineras, la mayor de nuestras gaviotas, bellísimo animal que da gusto observar planear a favor o en contra del viento. Siempre atentas para robar los huevos o pichones de los pingüinos que se descuidan. Al igual que los negros skúas (gaviota parda) que rondaban buscando algo para comer. Me cuidaba de ellos, pues pueden atacar si se creen molestados, principalmente si tienen el nido cerca. Afortunadamente allí no tenían. A decir verdad nunca tuve problemas con ellos. Una mariposita de fondo negro y manchas naranjas se posó sobre mi piel, el canto del chingolo se mezclaba con tantas voces naturales y en una pequeña bahía de suave oleaje una encantadora pareja de patos vapor con su patito protagonizaron una escena graciosa y tierna. El macho permanecía en la costa sin moverse, mezclado con algunos pingüinos y la madre andaba en el agua cerca de la playa con un patito tan pequeñín que apenas se veía sobre las


olas, parecía un lindo patito de juguete. Flotaba con toda destreza tras su madre, feliz y encantado de la vida. Después de flotar largo rato, la madre se dispuso a hacer una serie de zambullidas, quizás para enseñarle. El patito se zambullía con ella mostrando una gracia increíble, saliendo untos en breves intervalos de tiempo. Cuando la madre consideró que ya era suficiente abandonó las zambullidas para dirigirse a la playa donde aguardaba el padre. Pero el pequeñín no se dio por enterado y continuó con su divertido juego de zambullidas. Al final, la madre pato debió volver para obligarlo a seguirla y llevarlo así a la costa donde se reunieron los tres para permanecer luego alisándose las plumas mientras los pingüinos – indiferentes- jugaban alegremente en el agua. En la pequeña isla Moreno que tenía frente a mí podía distinguir un mundo de gaviotas cocineras, pingüinos, cormoranes y lobos de un pelo. En ese momento hubiese querido tener alas para poder suspenderme sobre el mar que me separaba de esa isla y llegar a ellos. Internarme en sus senderos y descubrir la vida que lograba imaginar. Cerré los ojos y soñé; entonces al desaparecer la imagen solamente llegaba hasta mí la mezcla de sonidos. Entonces, sentí que mi alma estaba allí, en el corazón de la isla, rodeada de animales que ejecutaban un concierto que tan sólo yo podía escuchar. Me entregué al sueño, y cuando abrí los ojos, el mar había tomado un tinte ligeramente azulado. Entonces, sin dudarlo, me puse a descubrir nuevos rincones ocultos de ese lugar. Caminé entre rocas, canto rodado y arena, siguiendo la línea de la marea alta –estaba en bajamar- a través de las restingas que quedan al descubierto cubiertas de musgos. Era libre, parecía volar y quería atraparlo todo, que nada escapara a mi ansiedad salvaje de beber en la savia de la naturaleza, era joven y nada me cansaba. Negros skúas acompañaron mi andar lento y algo dificultoso, desde los huecos rocosos que usaban como nido me llegó la presencia de algunos pingüinos que eligieron lugares alejados de todo vestigio humano para hacer sus nidos. Al verme, retrocedían y me amenazaban abriendo sus picos y emitiendo desafiantes gritos. Yo debo haber sido algo así como una especie depredadora para ellos. Me alejé un poco para no asustarlos. En el suelo se veían restos de animales muertos vaya a saber de qué enfermedad. Es una zona de mortandad mayor a pesar de las excelentes protecciones de las cuevas en las rocas. Llegué hasta una gran saliente sobre el mar que queda cubierta por las aguas cuando sube la marea. Allí, las olas golpean con furia y el mar profundísimo ondula sus crestas amenazadoras. Hay muchos rincones idílicos en Cabo Dos Bahías y ninguno escapó a mi inspección. Hacia el norte de la parte principal de la colonia es un laberinto rocoso de cuevas y túneles, paredes escarpadas por donde los pingüinos trepan esas laderas rocosas para llegar a sus nidos; con verdadera paciencia y maestría logran salvar todos los obstáculos y llegar a destino. Hasta pueden saltar de una roca a otra con gran habilidad.


Son muy curiosos, cuando caminaba con mamá se acercaban a ella y le picoteaban el vestido, tironeándola graciosamente. En una oportunidad dejamos el auto cerca de las cuevas y al rato un grupo se acercó para investigar. Como las puertas estaban abiertas introducían la cabeza dentro y si la cerrábamos, estiraban el cuello lo más que podían para poder ver a través del vidrio de la ventanilla. Se instalaban debajo del auto y se miraban cómicamente en los paragolpes que espejaban su imagen. En otra ocasión les llamó la atención la luz de un faro que prendimos hacia la noche en la carpa que habíamos instalado en las cercanías de unas lomas cubiertas de nidos (era en Punta Tombo). Grandes grupos comenzaron a bajar la loma lentamente hacia el lugar. Entonces, procedimos a apagar la luz y todos regresaron a sus cuevas. Un día estaba instalada debajo de unas rocas, como una barranca o un promontorio, frente a un estanque natural donde ellos juegan y nadan. Hacía bastante tiempo que estaba completamente absorbida por el trabajo, cuando escuché el ruido de unas piedritas que se caían, deslizándose por la pequeña barranca. Alertada por ese ruido me di vuelta y allí arriba, sobre mi cabeza, tres pingüinos curiosos trataban de observar –con bastante dificultad, lo que hacía la escena muy graciosa- qué tenía yo escrito en mis papeles y hoja de dibujo. Parecían preocupados por haber delatado su presencia; saciada su curiosidad siguieron su camino al mar. Otro día, muy temprano, fui caminando por el sur de la pingüinera, hacia una península que es la parte más cercana de la costa a la isla Moreno. El cielo amenazaba tormenta. Aunque en el Sur no siempre se cumple. Atravesé nidos ocultos con sumo cuidado y terminé en una playa de canto rodado, caracoles y conchas marinas de belleza incomparable. Varias parejitas de ostreros negros y comunes me observaron algo desconfiados. La isla estaba tan cerca… pude ver sus pingüinos, gaviotas cocineras y cormoranes. La voz de los lobos de un pelo me recordaba que estaban allí pero no los podía ver bien. Se dominaba todo el panorama. Los pingüinos desde lejos se veían pequeñitos, amontonados en la playa, algún rayo de luz que se filtraba entre el colchón de nubes otorgaba reflejos tan puros que sentí la paz de lo salvaje y de lo agreste caer sobre mi. Hacia el oeste se levanta una sierra bastante alta que despertó mi curiosidad. Una huella borrosa me llevó hasta muy cerca del cerro, a la puerta de un angosto valle (lo bauticé Valle Escondido). Me interné por él, acompañada por todo el viento del mar que desemboca con suma fuerza en ese lugar. Es un pequeño valle rodeado de suaves laderas rocosas. Un valle de ensueño, cubierto de altísimos pastizales verde-amarillentos que flamean constantemente al compás del viento. Un lugar que vivirá por siempre en mis recuerdos, porque viví un maravilloso momento de encuentro con el amor, aquel amor inolvidable del sur que colmó mis sueños.


Aquella vez la hora suprema del diálogo íntimo con la naturaleza no llegó porque gruesas gotas de lluvia me recordaron que estaba en la tierra y la lluvia, tanto como los sonidos amenazadores de los truenos que escuché, mezclados con el rumor del mar apagado por oscuras nubes negras que otorgaban al cielo características dantescas y luego un fuerte aguacero perfumó la tierra dejando una aterciopelada paz crepuscular. Varias veces volví durante mi estadía, y en otros viajes también, encontraba paz, soledad y silencio… ingredientes necesarios para mi espíritu creativo. Cuando quería ver el mar, subía un pequeño montículo de rocas y su imagen azul surgía en el horizonte como por encanto. Podía sentir su aroma cuando fuertes ráfagas de viento penetraban por el angosto desfiladero que desemboca en el valle y tiraba todo lo armado para pintar. Otras veces la calma era total y el sol bastante poderoso hacía insoportable las horas allí. Pero todo resultaba compensado por ese silencio casi místico que me traía el suave canto del chingolo y de las martinetas que en algún lugar de la montaña se llamaban tiernamente. En otra tarde algo tormentosa que me encontraba allí pintando, comencé a sentir un relincho lejano que llegaba en breves intervalos de tiempo. Como estaba muy ocupada no le di importancia, pero el relincho se hacía cada vez más cercano y retumbaba en el silencio con mágicas tonalidades. Busqué el lugar de su procedencia y en la punta más alta de un cerro, descubrí a un guanaco causante de esos musicales sonidos. Era una madre guanaco porque al rato un pequeño chulengo corrió hacia ella y se puso a mamar. Más tarde aparecieron más siempre en la parte alta de las sierras y mirando hacia el valle del este donde yo me encontraba comenzaron a gritar. Al rato, aquello era un verdadero concierto que la acústica del lugar convertía en algo magnífico y supremo. Sin duda, mi extraña y solitaria presencia en ese lugar los había alterado y buscaban que me fuera, o quizás no era más que una forma de darme la bienvenida. Algo que no supe porque de pronto los gruesos cúmulos largaron agua y debí buscar refugio. Pero como todas las tormentas estivales, pasó rápidamente y el sol, más fuerte que nunca derramó sus bendiciones sobre la humedad del valle; justo en ese momento, mi amigo guardafauna llegaba buscándome. Y entonces, me olvidé de todo lo que me rodeaba… Son animales muy atrevidos cuando se crían guachos me dijo Héctor Olsen. Él tenía uno que sin duda fue criado muy mimoso y era un animal celoso de todo el que llegaba allí y se acercaba a él. Me contó que la reserva tiene unos setecientos guanacos que son bastante confiados, permitiéndonos acercarnos para tomarles fotos. Por desgracia, hubo hace poco una gran depredación, en razón de haber quedado la reserva sin guardafauna. Cuando llegamos, Virginia protagonizó una escena bastante desagradable con Quico (así se llamaba el guanaco que Héctor tenía en su casa). Se acercó a nosotros, inspeccionó el auto y fue a dar justo con un pan dulce que traíamos para festejar la próxima Navidad. Mi mamá, al ver cómo se lo llevaba, lo tomó de la cola y logró quitárselo; desde entonces no la dejaba ni a sol ni a sombra, y en un descuido de ella, de un pechazo la hizo rodar por el suelo, gracias a Dios sin ninguna consecuencia. Mi pobre madre tenía que permanecer prácticamente


encerrada en la casilla de plexiglás cada vez que quedaba sola. No podía salir a tender ropa, buscar agua, ir al baño o cruzar hasta la casa de Héctor, porque en cuanto la veía trataba de pecharla nuevamente. Cuando estábamos nosotros no se atrevía, pero a ella le había tomado bronca y la buscaba, incluso en la casilla cuando veía que quedaba sola. A nosotros nos tenía miedo. Pero no fue mamá la única que sufrió los efectos de la malcrianza del animal, fueron varios los visitantes que terminaron en el suelo. Caminando hacia la punta del Cabo Dos Bahías se encuentran rincones hermosos. En mi deambular por el mundo de carmíneas rocas encontré un lugar escondido frente al mar profundo, con vista sur de la isla Moreno donde están los lobos de un pelo. Sentada sobre el promontorio rocoso observaba el mar en toda su extensión, pues cerca, es mar abierto. En ciertos momentos el oleaje castiga esas rocas y provoca todo un torbellino de espumas. Ese lugar fue mi inspiración para un cuadro que quiero especialmente y que se llama “Tempestad” (donado al Centro Naval de Buenos Aires), imaginé una tormenta a pesar de que cuando lo visité era una mañana radiante de sol y cielo azul. Por allí vi cruzar a los cormoranes de cuello negro; seguramente son los que anidan en isla Moreno. Suelen doblar la zona de Punta Lobería. Y me gustaba verlos y seguirlos con la mirada. También se veían varios ostreros y muchas gaviotas café. El sonido que ellas producen ha quedado impreso en mí como una música sublime que quisiera reproducir un día en un papel pentagramado. La esperanza de ver a dignas criaturas del mar –lobo marino de dos pelos- me llevó al reino de carmíneas y puntiagudas rocas que en laberinto se introducen en el mar abierto. Salí a buscarlos bajo el sol radiante de la tarde. Saltando, cayendo, jugando… el mar tenía el más sublime de los celestes, que en contraste con el azul del cielo abarcaban todo el espacio. Desde la altura imponente su inmensidad era avasallante. Después de vagar bajo el sol en el corcel del viento llegué a destino. Busqué entre los recovecos carmíneos a las gráciles criaturas, pero no estaban… el rugir del mar era el único mensaje, la diminuta figura de la isla Arce en la lejanía y un barco navegando en el horizonte. El silencio prístino me dejó al oído la dulce tentación de quedarme. Cuando le comenté a Héctor Olsen luego de la ausencia de las criaturas, me explicó lo difícil que es verlos; estos animales, que se habían instalado en Cabo Dos Bahías por ser un lugar adecuado de rocas altas y puntiagudas, hacía tiempo se habían tenido que replegar a la isla Arce, separada del continente por un profundo canal. Las razones que los obligaron a eso fueron el turismo desaprensivo que los molestaba inútilmente y otra, la presencia durante el año 1981 de la plataforma petrolera Gral. Mosconi, que trabajó allí, en esas aguas, y los perturbó. En la costa patagónica es ése el único apostadero que se puede encontrar. -De todos modos- me dijo mi amigo- si bien las crías las tienen en isla Arce, a veces llegan algunos hasta cabo Dos Bahías y con un poco de suerte se pueden ver. Como le manifesté mi


tristeza al no poder verlos, se preocupó mucho y me tranquilizó con la promesa de buscarlos antes de mi partida. -Iré a un lugar más alejado donde suelen llegar, si tengo suerte le aviso. Esa mañana estaba a punto de emprender el regreso cuando llegó el muchachito que vivía con Héctor para avisarnos que habían llegado los lobos. Hacia allí salimos con mi padre, nos reunimos con Héctor y emprendimos la marcha dificultosa por ese mundo rocoso que han elegido para defenderse del acecho del hombre. El cielo ya no estaba celeste; lo cubrían grises nubes de tormenta. Y el mar, no era ya el manso mar en calma del día anterior, sino un descolorido mar picado y revuelto. Y allí, donde el oleaje se rompe en finísimas gotas de espuma, algunos lobos jugueteaban alegremente. Dos de ellos –hábiles trepadores- se habían subido a unas rocas y permanecieron estirándose mientras yo, desde el hueco de otra roca, observaba la fina elegancia de este ser que otrora fue tan diezmado y hoy se trata de recuperar. Y curiosamente se quedaron quietos, dándome tiempo para que tomara los apuntes necesarios para el cuadro que luego, en la soledad de mi taller y agregando un poco de imaginación en los colores se convirtió en una de mis mejores obras: “Isla Arce”. Ellos me observaban disimuladamente, como si quisieran que yo no advirtiera que me estaban mirando. También Héctor me miraba disimuladamente, no podía entender las líneas que fui trazando en el papel dándole forma al boceto, los datos de color y perspectiva. Estaba azorado y mucho más cuando vio, meses después, el cuadro terminado. Algunos cachorros, eran arrastrados por las olas, subían y bajaban en un juego inocente e infantil. El frío y el viento llenaron mi piel y mi alma, el mar es de ellos. Los que siguieron jugando entre las olas, y yo… envuelta en sublimes sensaciones, casi desconocidas hasta entonces, mezcla extraña de satisfacción, emoción, amor y felicidad, comencé a desandar el camino lentamente, hacía frío pero yo tenía el alma caliente. El cielo abrió algo sus telones de misterio y cuando nos alejamos definitivamente del lugar, el sol acariciaba ya la estepa arbustiva con suavidad de terciopelo. Estaba también algo triste, debía partir y extrañaría ese mundo magnífico de vida, soledad y ternura. Y extrañaría también la mirada clara de aquel hombre que me enamoró. Pero vinieron otros regresos, y ya sin guía llegué caminando con mis padres al mismo lugar para ver algunos lobitos de paseo. Son realmente hermosos, plateados, elegantes y ariscos. Pena que se hayan alejado de esas rocas, pues así me lo confirmó Héctor y es muy probable que críen en Isla Arce y Leones y más al sur en islas situadas frente a Cabo Blanco. Es un lugar de ensueño, con la vista colosal del mar abierto, ideal para vivir y gozar la soledad. Por eso iba. Y también por él, lejos del mundo, calmaba mis ansias. Me sentía dueña de ese paraíso, del mar, de los animales que acariciaban mis ojos, un poco también dueña de los pensamientos de aquel hombre solitario descendiente de galeses que me conquistó. Todo eso


era un combo supremo que mueve –aún hoy- a treinta años de distancia, las fibras más profundas de mi ser. Dic. 81, 82 y 83. Nov. 87.

Mi cuadro TEMPESTAD, donado al Centro Naval.

Con Héctor y Quico (El guanaco travieso) en Cabo Dos Bahías.

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PingĂźinos en su nido. Cuadro donado a HĂŠctor Olsen.

Lobos de un pelo, gaviotines, gaviotas.

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Boceto en pastel seco. Cabo Dos BahĂ­as.

PingĂźinos en las rocas. Cuadro donado.

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XXIV EL RÍO CON SORPRESA

Otra vez mi preferida Ruta Nacional 40 iba a depararme una sorpresa, en este caso desagradable sorpresa. El lugar: norte de la provincia de La Rioja, donde florecen los ríos y arroyos (la mayoría estacionales) que tienen sus nacientes en la sierra de Famatina. Para completar el panorama, pleno verano y amenaza de lluvias en la montaña. Intentamos visitar Fiambalá, cincuenta kilómetros por la Ruta Provincial 34, pero a mitad de camino debimos regresar por el pésimo estado del pavimento. Allí tuve la visión de un paisaje desértico de areniscas rosas sin una mata… a veces algún pastito verde sobresale entre grandes piedras de colores. Sol, silencio, soledad… en la lejanía un pájaro blanco como la nieve (puede ser la Monjita Blanca) puso su cuota de vida y una sencilla flor rastrera, oculta entre las piedras, fue la inspiración para éstos versos: “Pequeña flor, mi solitaria estrella,/ resplandor oculto de aquel desierto,/ que a mis ojos, pareció un mundo muerto…/ su aroma abrigaba la flor más bella”. Por eso amo ese desierto, porque él guarda escondidos misterios, incontaminados secretos que me entregó el silencio; pero también guarda la pureza de una sonrisa, de una mirada, de rostros tostados de aquellos trabajadores solitarios inmersos a pleno sol. La tarde se presentaba linda, con algunas nubes en la montaña que no serían preocupación inmediata. El clima cálido pero muy seco, invitaba a salir al camino e intentar hacer los “inofensivos” (creía yo) 100 kilómetros hasta la riojana Famatina, a través de mi amada Ruta 40, que en ese tramo ha cambiado su trazado, ahora pasa más hacia el este y en su mayoría está pavimentada. Por lo tanto… la experiencia vivida en aquel entonces ha de quedar en la historia de la antigua ruta 40 que unía Tinogasta con Famatina. Íbamos contentos, ese día los tres estábamos de buen humor y en perfecta armonía. El camino se adueña de serranías suaves y soleadas. No había tránsito pero no nos preocupaba sabiendo que no es una zona que se caracteriza por ser preferida de los automovilistas. Sólo silencio y soledad. Pero… las lluvias estivales habían llenado de agua los cursos secos que bajan desde el Famatina. Y así, los vados se sucedían sin darnos tregua. Uno, dos, tres… y la preocupación comenzaba a vislumbrarse en el rostro de Bautista. Pueblitos como La Cuadra y Santa Cruz otorgaban un respiro, pues nos permitían ver algún rostro humano en medio de un paisaje de altos árboles sombreando la ruta y quintas pletóricas de inmensos y verdes nogales. Es la imagen de la paz, de la belleza serena, sin artificio, que nace y crece sola a la luz natural de la vida. El cuarto vado parecía inofensivo, era el del río de las Campanas y tenía para nosotros la peor de las sorpresas.


A simple vista no era profundo pero en esas aguas rojizas y turbulentas no es fácil determinar las profundidades. Son pisos aluvionales, muy blandos y lo que es peor: en un corto intervalo de tiempo puede variar la cantidad de agua transportada y convertir a esos inofensivos ríos en trampas mortales. Esto lo supimos después, hasta ese entonces sólo sabíamos que se pasaba bien sin necesidad de inspección previa. ¡Qué seres torpes!, bastó con que el auto se topara con un lugar más profundo para que, mojado el distribuidor, se parara sin remedio. Quedamos allí, encajados en su curso, completamente solos y desamparados. Hubo algo bueno: no desesperamos (raro en mamá) y con tranquilidad retiramos todas las cosas del auto que pudiesen mojarse con el agua que entraba. Mi padre tuvo una buena idea que enseguida puso en práctica: desviar algo el curso del río para que corriese menos agua. Comenzamos a acarrear ramas y piedras de los alrededores, con eso formamos una especie de dique que comenzó a dar resultado después de una hora de trabajo. Efectivamente, corría menos agua por dónde estábamos con el auto y no se enterraba tanto. Pero contamos con un factor de suerte: el río había bajado bastante su nivel. Hoy me pregunto: ¿qué hubiese pasado en caso contrario? No quiero imaginarlo, después nos enteramos de casos realmente fatales cuando una gran lluvia ocurre en la montaña. De todos modos resultó imposible sacar el auto de esa trampa arenosa, comenzó a pasar gente que trataron de ayudar con una gran voluntad pero… fue en vano. Un hombre de a caballo trajo la salvación; fue hasta el pueblo de Campanas para buscar ayuda y ésta llegó con una máquina de Vialidad. Así salimos de allí y ¡qué ironía!, el río me pareció entonces tan pequeño… Llegamos exhaustos al pueblo cuando ya caía el sol y recibimos toda la ternura y el cariño de la gente desconocida pero sumamente cariñosa que nos acompañó y nos ayudó en ese momento a limpiar el auto y ordenar nuestras cosas. Esa noche armamos nuestra carpa enfrente de la pequeña plaza y logramos dormir sin más ruidos que los ladridos de los perros. De toda esa desgracia con final feliz nos quedaba algo bueno: el calor humano de la gente que habita ese rinconcito de nuestra patria. Había servido para recordarnos –una vez máscuán grande es el corazón del hombre que vive integrado a la naturaleza. 6-2-79

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Hermosa flor de cactus de las montañas. En página 156: Imágenes de Claromecó antiguo.

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XXV NUESTRA CASA: EL BOSQUE DE PINOS

“Es un colchón de paja, de piñas, de soledad. El viento fresco me acompaña con su canto, el otro canto es el de los pájaros. La paja está húmeda y fragante después de la lluvia pasada y el sol se filtra tenuemente entre las ramas secas y las puntas cubiertas de hojas verdes…” “Claro de agua donde se enciende el simple aroma de la paz, mi lugar, mi casa, mi fe, mi pasión… donde puedo vagar impregnada en cantos alados, luciérnagas que sueñan entre las piñas, y el crujir de las hojas secas acolchonadas bajo los pies y el cielo… surgiendo entre un laberinto artístico de ramas. Jugar a perderse y no perderse, reír con la soledad que aprisiona y libera… no importa porque ¡vive la luz en oscura plenitud!”. Así decía en una de las tantas páginas que me inspiró ese bosque, el que fue algún día mi hogar. Un lugar que me gustaba regresar para encontrar paz, belleza y libertad. Es como ese rinconcito secreto al que se acude cada vez que las fuerzas flaquean para enfrentar los avatares de la vida y las tensiones que los “otros” viajes me provocan, viajes que me exigen mantener todos mis sentidos alertas para poder obtener el máximo provecho. Y extrañamente, mi rinconcito secreto es una obra del hombre. Pero es agreste, simple, majestuoso en su pureza. Lo que demuestra que cuando el hombre acude a favor de la naturaleza y actúa en armonía con ella, el resultado es plenamente beneficioso para él. Y me alegra, me hace feliz estar allí, porque es uno de los pocos lugares que son ejemplo de amor a la vida. Allí donde todo era arena y silencio ( no hace mucho), es ahora bosque y sonidos. Porque la llegada de los árboles trae como resultado el establecimiento de tantos seres alados que no se hubieran atrevido a desafiar las arenas caminantes. Y este bosque de pinos, eucaliptos y cipreses, es el San Francisco de Bellocq en la zona medanosa del balneario de Claromecó en el sureste de la provincia de Buenos Aires. Sí, el bosque de Claromecó fue mi hogar, de mis padres, y de mi prima Olga. En muchos viajes ella formó parte de la aventura naturalista. Allí he tratado de entrenarla para que sea una buena compañía, pero su forma de ser lo hizo imposible. Olga no nació para la vida al aire libre y mucho menos para enfrentar la soledad de los lugares que busco para mi trabajo. Es un ser sociable, me sigue pero no me entiende. Sin embargo, puede divertirse con nuestra singular forma de ser y lo que es muy importante: se acostumbró a dormir en la carpa en lugares sin más luz que la luz de las estrellas y sin más sonidos que los de los árboles y los pájaros. Como compañía es un fracaso, no he encontrado forma de que salga a caminar por el bosque (salvo en contadas ocasiones) o a la orilla del mar para esperar la salida del sol y descubrir las aves que buscan esos momentos de plena soledad cuando mantienen su diálogo íntimo con el mar.


Más adelante, ya casada, fue mi esposo la compañía con la que volví a ese idílico lugar. Pero no volví a armar carpa por la sencilla razón que a él no le atraía ese tipo de experiencias. Hoy sé lo difícil que resulta para una mujer que se dedica a este tipo de “gustos” por decirlo así, conseguir la compañía adecuada. Son mis padres o la soledad, únicas alternativas posibles que por uno u otro motivo me limitan bastante en mis movimientos. Hasta el momento de estar escribiendo éste libro he tenido suerte, si bien no hay nadie dentro del círculo de conocidos que pueda compartir mis experiencias, y mucho menos pareja estable, siempre he encontrado acompañantes o guías ocasionales que brindan todo su apoyo para transitar por esos lugares más o menos complicados que me tocó visitar. Además, siempre me he sentido mejor sola para hacer mi trabajo que requiere paz, silencios y tranquilidad, una comunión con nuestro ser interno y la naturaleza despojada lo más posible de la presencia “humana” para crear a mi antojo. Pero… sin embargo, es bueno saber que tenemos a alguien cerca apoyándonos, acompañándonos, guiándonos, y que estará allí cada vez que lo necesitamos. Y además, poder compartir… ¡y eso son mis padres… seres irreemplazables! Volviendo al bosque aquel. Se convirtió en nuestro hogar desde el mismo instante que surcando sus caminos sombreados por primera vez descubrimos la magia oculta de su geografía ondulante, fragante y sombreada. A toda hora podía acudir en busca de paz, de frescura y de soledad. A mediodía para el almuerzo, a la siesta para descansar cara al cielo usando como colchón la blanda textura de la hojarasca que forma una capa limpia y fresca; por la tarde para tomar mate y luego, con la llegada de la noche, armábamos la carpa en un lugar oculto, al amparo de los pinos, frente a un pequeño claro cubierto de bierva que tenía la gran facultad de permitirnos la cercanía del cielo y todas sus estrellas. Entonces, un silencio único nos envolvía suavemente, hasta que el sueño nos invitaba a entregarnos a él, acunados por el murmullo del mar no muy lejano y de las hojas mecidas por la brisa. Antes de la aurora, un concierto perfecto de voces canoras obraba como despertador. Se escuchaban tantos sonidos que llegué a preguntarme “¿cómo es posible que tantas aves habiten este bosque artificial?”. Pero es así, es el milagro de la naturaleza cuando el hombre sabe manejarla. Ese bosque pasó a formar parte del lugar y las aves no tardaron en advertirlo. Hoy, tienen allí, un pequeño paraíso, un lugar para vivir… En medio de ese concierto levantábamos la carpa y salíamos a desayunar en un lugar especial del mismo bosque pero donde hay muchos eucaliptos. Luego partíamos en busca del mar, pero siempre volvíamos a nuestro hogar. Cualquier hora resultaba adecuada para caminar entre los árboles sin rumbo fijo. Eso hacía ( casi siempre sola) cuidando de no perderme, de vez en cuando me detenía para escribir, para


fotografiar o simplemente para meditar y purificar mi alma. Eran momentos de reencuentro con el mundo de mi interior, incitada por la pureza del entorno. Pienso que el encanto mayor lo he encontrado después de una lluvia. Entonces, ese bosque de pinos, eucaliptos, y cipreses se transforma en un santuario de frescura con ese aroma tan especial de las hojas húmedas y de la arena mojada. Y esa hojarasca seca, empapada de agua, adquiere tonalidades tan hermosas que cada trozo de suelo se convierte en un poema. Y los árboles, al ser mecidos por el viento, dejan caer una lluvia de agua finísima que parece cristal reluciente a la luz difusa del sol. Dentro del mismo bosque, pero en las cercanías del mar, en una parte que denominan los Saltos de Pesca, teníamos otro lugar preferido para armar nuestra carpa entre tamariscos. Allí contaba con la ventaja de tener el mar a un paso para poder ir a caminar con la caída del sol y con la primera luz del amanecer. Son los momentos mágicos, hacía kilómetros en una y otra dirección sin más compañía que el sol, el sonido de las olas y la ternura de gaviotas cocineras, ostreros comunes, algún petrel y gaviotas capucho gris. Yo llamo a esos momentos, la hora de las aves marinas. Sin la presencia aturdidora del hombre se sienten en libertad. Por eso, allí estaba mi campanita agreste, pues desde muy pequeña he sentido una gran atracción por el mar y todas las criaturas silvestres que viven cerca de él. Siempre fueron esos los momentos en que lograba mi mayor felicidad. Casi siempre sola (ese casi es por papá, gran compañía y que disfrutaba de esas caminatas). Olga no podía entender las razones que me impulsaban a buscar siempre “la soledad” en esas horas más interesantes para dormir. No la culpo por pensar así, en realidad así piensa la mayoría y es algo que tengo asumido desde hace tiempo. Es mi destino, y soy feliz de que lo sea. Realmente quiero mucho aquel bosque y por eso me duele más la falta de amor que demuestra la gente para lugares como ese. Disfrutan de su sombra, de su belleza, pero olvidan los más mínimos detalles de higiene. Recuerdo los fines de semana cómo gran cantidad de gente invadía nuestro hogar para pasar momentos de “sano esparcimiento”. Cuando esto ocurría, nosotros buscábamos refugio en lugares más apartados. El lunes todo volvía a la normalidad, se restablecía el silencio y la paz. Pero… ¡Qué encontrábamos!, parecía increíble que los seres racionales hubieran provocado semejante cuadro exaltando el reinado de la suciedad. Papeles, vasos plásticos, botellas, servilletas de papel, bolsas transparentes, latas… esparcidas por todas partes, signo más que elocuente de la incultura y el poco cuidado por la estética y la naturaleza. Y nosotros que teníamos la precaución de enterrar todos los desperdicios, de no dejar un solo papelito… nos hallábamos con nuestro hogar cubierto de mugre. Con toda paciencia, limpiábamos ese reducto silvestre que tanto amábamos con la inmensa tristeza de comprobar la corta educación del ser humano. Es algo que no logro comprender, cómo nos empeñamos en destruir todo lo que produce placer. Me incluyo porque por que a pesar del esfuerzo no creo poder lograr hacer lo correcto siempre. Pensando en la mayoría, yo


creo que son contradictorios, porque seguramente se cuidan de mantener sus hogares impecables (¿?), sin embargo cuando están en la naturaleza no actúan igual, como si ésta no fuera el “gran hogar” del hombre. ================================== SONETO El bosque de pinos ya era una masa informe en sombras, acunando nidos, mi alma ansiosa de descubrir sonidos se instaló silente en su nueva casa.

Crujieron las hojas como una brasa al rozar mis pies el colchón herido, ni una ráfaga de viento perdido tornó a quedarse en mi arbórea casa.

Corrí hasta el prado cubierto de pasto, y la gran luna desde el cielo vasto besó mi rostro con luz de ensueño.

Y en ese silencio pude escuchar el triste y lejano canto del mar hasta que de a poco… me entregué al sueño. 1-81,1-84,2-86,2-87 y 3-92

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XXVI LA MAGIA DE PUNTA NORTE

Olor a mar y a lobos en celo inunda el aire cuando las últimas luces del día largo del sur abandonan lentamente la calma y la quietud casi agreste, casi salvaje…anunciando la medianoche. Y una melodía de aves marinas roba armoniosamente la violeta del silencio. El oleaje de marea alta danza rítmicamente y sobre el canto rodado de la playa, rugen los lobos en monomanía de amor. Y es su voz una sinfonía alada que mece el viento entre sus brazos australes y fuertes. Una luz rosada agoniza en el oeste y el mar adquiere un tinte violáceo que se desvanece para quedar sugestivamente en sombras. Y su canto, cuando ya es noche y el frío maravilloso se apodera del ser, se derrama total en mezcla armoniosa de viento y voces animales sobre el alma de quien lo escucha con el corazón dispuesto a oir los sonidos que guarda la naturaleza.

Varias veces estuve en Punta Norte, pero las dos primeras fueron de paso y me sirvieron para descubrir la magia de ese lugar inigualable al norte de la Península Valdés en Chutut. Lugar ideal para que acudan a procrear centenares de lobos marinos de un pelo y unos meses antes los elefantes marinos del sur (único lugar del continente que cuenta con su presencia). Cuando regresé a Punta Norte para pasar unos días de trabajo, encontré la magnífica disposición del guardafauna Alberto Carrasco quien no dejó en ningún momento de brindarme su apoyo y su afecto. Al atardecer o hacia la mañana temprano, me llevaba a caminar por la costa (una vez al norte, otra vez al sur), permitiéndome apreciar la riqueza faunística de la zona. Mientras, hablábamos del hombre y la naturaleza, la conservación y todos temas que nos interesaban a ambos. En una de esas salidas, me llevó a visitar uno de los tantos lugares que hay en el sur y que recuerdan las grandes matanzas de lobos que se realizaron a principio de siglo. Allí todo se veía blanco ante la cantidad de huesos acumulados. Incluso se conservan pieles abandonadas y hasta un aparato oxidado donde quizás realizaban la fundición. Es muy triste ver eso, más cuando desfilan en nuestra mente las imágenes de la atroz muerte que sufrían a golpe de palos. Y uno desea que no sea más que un triste recuerdo… Para aprovechar bien el tiempo, antes de las 6 de la mañana ya estaba frente al mar. Es el momento más hermoso del día, cuando el alma se purifica en la soledad. Junto a las matas de jume espiaba la vida de esos extraños seres perfectos. Su voz fuerte y potente, plena de vitalidad, retumbaba en el silencio estremeciendo mi corazón. Las madres que amamantaban a sus cachorros me colmaban de emoción y los jóvenes prepotentes que buscaban territorios donde establecerse y hembras para su harén me resultaban divertidas en su aprendizaje constante para lograr un lugar entre los machos adultos, con el tiempo lo lograrían. Allí me quedaba, frente al mar magnífico de ese lugar. Ese mar violáceo, extenso, poderoso… Sobre las bellísimas restingas que descubre la marea cuando baja, brillaba como diamantes la luz del tímido sol.


Gaviotas cocineras y grises y gaviotines sudamericanos deambulaban entre los lobos, ostreros negros y comunes jugueteaban al buscar su alimento dejando en el viento y en mis oídos una música celestial y única que después de tantos años sigo escuchando cuando me transporto a aquel lugar. En el agua algún petrel gigante, algún biguá, flotaban alegres aprovechando la quietud del mar. Las palomas antárticas (o chorlo blanco gigante) se daban un festín con las placentas; esa noche habían ocurrido dos nacimientos. Ahí permanecía, oculta entre el jume o en las alturas de la barranca hasta que la realidad del sol me indicaba que era la hora en que comenzarían a llegar los turistas y todo el mundo humano cobraría vida nuevamente. Y venían –además- los guardafaunas y algunos científicos encargados de estudiar la vida de los lobos. Entonces me iba a mi refugio y esperaba el atardecer y cuando el último turista se retiraba y con él los guardafaunas y luego los científicos, aparecía yo nuevamente para gozar del silencio y de la soledad. Así hasta la noche, hasta que el frío me corría. Solía regresar más tarde, como en esa noche tormentosa, increíblemente calma y tibia. Eran las 23 y todo estaba tan oscuro que si no fuera porque ya conocía el camino, me hubiese resultado imposible caminar. Cuando llegué al mar, se abrió ante mis ojos un espectáculo sublime. El mar se veía negro, pero la espuma de la rompiente dejaba reflejos que encendían la noche, como luciérnagas. El cielo negro ocultaba otros colores verdes y violáceos y, muy en el horizonte, relámpagos fantasmagóricos se dibujaban, llegando hasta mí sus destellos impresionantes en la negrura del cielo. En la arena, la silueta indefinida de los animales cuyas voces se confundían con los truenos que de a ratos cubrían el silencio. Truenos lejanos que acompañaban al mar en su concierto. Me olvidé de todo viendo el cielo, el mar oscuro y enigmático, subyugante y salvaje, toda esa tormenta magnífica me pertenecía, tenía toda la magnificencia de lo agreste, de lo que se ve libremente y en soledad, a cielo abierto. Entonces me sentí plena de gozo, un gozo que me hacía temblar de felicidad, una quietud inexplicable en medio del despertar de los elementos, que me hacía sentir satisfecha. Entonces, bajé por el sendero en busca de los sueños, cuando las primeras gotas comenzaron a caer y la voz de llamada de mi padre que había salido a buscarme con una linterna, me volvió a la realidad.

Cerca de las once de la noche de un día de diciembre en Punta Norte, calma total. Occidente aparecía envuelto en luces violáceas y ocres, que muy lentamente se fueron apagando. Yo miraba el mar que cambiaba constantemente de tonalidades hasta convertirse en una masa oscura con destellos blancos de espuma… sabía que vendrían. Ellas, las orcas, el mayor de todos los delfines, tan temido por el ser humano y sin embargo es incapaz de meterse con él. Antiguos naturalistas han realizado terribles relatos sobre su voracidad insaciable, su forma sangrienta de actuar y de atacar a grandes ballenas que después no comía. Lo importante es saber que cumplen una gran misión en el mar para mantener el equilibrio ecológico necesario, caza a los animales enfermos, débiles o viejos, impidiendo cualquier degeneración en especies como pueden ser lobos, elefantes marinos, pingüinos, etc.


Si mata es por hambre y no por matar como lo hace siempre el “ser humano”. En Punta Norte llegan en pequeños grupos, atentas a la presencia de lobitos cuyos padres se han descuidado. En la playa los lobos se aquietaron después de la actividad a que los obligó la pleamar. Todo estaba en calma, pero las orcas no llegaron y como la noche desplego su manto sobre la sublime soledad que me rodeaba, comencé a caminar hacia el refugio lentamente, mientras el faro, a lo lejos, me hacía guiños de misterio. Esa noche me dormí sabiendo que las orcas llegarían por la mañana. Por eso, la primera luz del alba me encontró frente al mar, en un día magnífico de sol y calma. Los lobos comenzaban su actividad, ya faltaba poco para la marea más alta y esperaban la llegada de hembras. Algunos cormoranes y petreles flotaban sobre las olas donde los rayos del sol brillaban como diamantes. Fue en ese momento que desde el norte, vi acercarse un bulto negro y otro, y otro… ¡eran las orcas! Una familia con sus ballenatos, venían muy cerca de la playa y dejaban ver su enorme aleta y parte del cuerpo. Los pequeñuelos iban detrás con una elegancia digna de admiración. Luego se dispusieron a jugar con sus padres, saltando por arriba o pasando por debajo una y otra vez. Mientras los padres, con una maravillosa paciencia, correspondían a sus juegos. En ese momento, es difícil aceptar que se le llame “asesina”, olvidando que tan solo responde a las leyes de la naturaleza, de las cuales casi siempre el hombre se aparta. Largo rato permanecieron allí, iban y venían, hasta desaparecer definitivamente y la soledad volvió a instalarse. El sol estaba bastante alto y acariciaba con fuerza, con la misma fuerza con que lo sentía en mi corazón. Dic. 81. Ene. 83. Feb. 86 y Octu.87

Elefante marino, descansando al sol.


Orcas cercanas a la playa.

Pareja de lobo marino de un pelo mimรกndose.

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XXVII UNA NOCHE JUNTO AL MAR

La noche enrosca sus alas en el encaje blanco de las olas, y se estrella en el silencio en las paredes verdes que lloran. Un campanil escapa del agua azul hasta el cielo ( el cielo oscuro de noche blanca y azul). Han quedado solos: el mar y la noche, vestidos de luna y de misterio. La noche ha escondido un duendecito en el corazón del mar, un duendecito de paz que baila en la espuma su danza de sal.

En ese tiempo iniciaba mi último año en el Conservatorio Nacional de Música, mi mente necesitaba libertad, y ¿dónde encontrarla?. No lo dudé, en las cercanías del mar amante, en algún lugar, no importaba demasiado. Y fue al sur de Mar de Ajó donde viví mi noche de amor con el mar. En la misma playa (lugar preferido por los pescadores) nos instalamos con el auto, cenamos y esperamos la noche. Un mundo de alas comenzó a ocupar la playa desierta, las gaviotas, y poco a poco el paisaje entró en el dominio de las sombras de la noche. Entonces inicié mi caminata solitaria mientras la luna brillante surgía desde las aguas. Me sentí nuevamente niña, cuando recorría los campos en busca de la naturaleza bebiendo el sol y la brisa. Ahora bebía del mar y de la luna.


Mis padres, acostumbrados a las locuras de su hija, se limitaban a hacerme compañía y se esforzaban por compartir mi emoción. Fue una noche de dormir a medias porque a cada instante abría los ojos para mirar el mar y las estrellas, y la luna que iba cambiando de lugar en su ruta inalterable. A las cinco de la madrugada tomamos mate y enseguida salí con papá a caminar por la costa rumbo al faro de Punta Médanos. En medio de una brisa suave y acariciante vimos como fue aclarándose el cielo. El sol salió entre nubes, rojo-naranja, grande, hermoso, mientras bandadas de gaviotas irisadas revoloteaban alegres. Era el mundo de las gaviotas que se entretenían en buscar moluscos en la arena. Después de andar bastante, acompañados por un paisaje medanoso, surge un panorama distinto de costa baja. Los campos cubiertos de pasto duro terminan en la playa de arena finísima que posee una gran extensión. Deseábamos llegar hasta el faro pero, a pesar de que nos parecía tan cercano, no llegábamos nunca y como Bautista se sintió cansado resolvimos regresar y hacer el trayecto en el auto. Y entonces sí, circulando por la maravillosa playa de las gaviotas, logramos arribar a la punta sur del Cabo San Antonio. Resultaron veinte kilómetros inolvidables que nos enseñaron a valorar esa gran manifestación de la naturaleza que es el misterioso mar. 3-3-80

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XXVIII DESDE LA GRUTA AL BARRO

Llegamos pasados el mediodía. Un paisaje de soledades y silencios es el marco ideal para transportar al visitante a los dominios lejanísimos de un pasado prehistórico detenido en la época del hombre de las cavernas. Una atmósfera de misterio nos envolvió no bien pusimos pie en la gran gruta de paredes húmedas y bellas. Me quedé inmóvil sintiendo la extraña sensación de retroceder en el tiempo, ni un sonido, apenas el murmullo suave del viento barriendo la alta meseta puntana. Pero adentro… la calma, la quietud que invita al sueño… me dejé llevar por sus alas y pude imaginar la vida en aquel entonces cuando seres diferentes a nosotros habitaban ese antro llamado hoy la Gruta de Intihuasi. Y el ayer remoto se hizo presente: sería aquel un tiempo de luz, de vida, la gigantesca cueva de paredes musgosas estaría llena de hirsutos hombres y mujeres compartiendo un cálido y agreste hogar, en medio de una naturaleza salvaje, pura, bella…entre montañas de piedras redondeadas y praderas de altos pastos. Las noches serían de reunión alrededor del fuego y fijando los ojos en las figuras fantasmagóricas que producían las llamas, compartirían la comida y alegres momentos de plática. Sí… esa cueva, hoy desierta y triste que visitan algunos turistas y curiosos, estaría llena de voces, de alegría, de ilusiones… porque ahora, y a pesar del adelanto, todo parece muerto porque la gruta y su paisaje murió con ellos. Mudo testigo de vida, recibe nuestros pasos y nuestras voces con la misma calidez de las cosas naturales. Sin embargo, no es lo mismo… desde que aquellos seres desaparecieron… o evolucionaron hasta nosotros. Hoy hay silencio, un silencio de recuerdos, de secretísimos misterios escondidos en cada roca, en cada partícula de polvo y en cada rayo de sol que penetra con la aurora. No somos dignos de perturbar con nuestro lenguaje civilizado la intangible pureza de ese reducto que guarda (como un santuario) un poquito de la historia de nuestros orígenes. Intihuasi significa “casa del sol” en quechua y según Federico Kirbus en su Guía de Turismo y Aventuras, debe su nombre porque al amanecer los primeros rayos de la luz del día dan directamente al interior de la cueva. La gigantesca cueva de 60 metros de frente, 20 de fondo y 10 de alto se encuentra ubicada en las sierras de San Luis sobre la Ruta Provincial 39, en uno de los lugares más bellos y menos conocidos de nuestro país: las rientes serranías de San Luis. La antigüedad comprobada en que fue habitada la gruta es de unos 8.000 años, lo que indica la importancia que tiene para la antropología de nuestro país y el conocimiento de nuestros antepasados. Nosotros arribamos a Intihuasi después de atravesar serranías de ensueño a través de la ruta provincial 9. Un pedregoso camino que serpentea continuamente en medio de un mundo de transparencias, en un entorno de montañas cubiertas con la sutil belleza de hierbas y flores.


Una pureza que estalla en pájaros, en una brisa fresca y embriagante que cruza las alturas virginales, ligeras y aladas. Un vergel silente y solitario donde nacen y crecen aguas de manantiales, ríos y arroyas que corren por todas partes cantando sugestión de paisajes y estrellas. Que ríen sobre piedras pulidas y juegan entre hierbas peinadas. Y cruzan la ruta, ligeros y claros, escribiendo versos a su paso. Casi sin darnos cuenta, llegamos a Carolina, pueblito olvidado, dueño de un pasado reciente que aún palpita en las entrañas maravillosas de las piedras desparramadas. Encantador lugar, de aire colonial, pintoresco en medio de las sierras, capital del oro, donde un día no muy lejano florecían las minas en un paisaje agreste y solitario. En aquella visita sólo quedaba el silencio y la soledad. La soledad que ríe en las doradas aguas del río, en la anaranjada belleza de la tierra y de las piedras. Es un mundo dorado que quedó vacío, un mundo de fantasías y leyendas, abandonado. Hoy rodeado de pintorescas casitas, la antigua entrada a la mina, un museo… la paz de lo simple y natural, la belleza de lo puro y agreste. Yo recibí un mensaje de sol: ese sol magnífico alumbrando los adoquines en el ocaso, ese sol que está en el color de sus aguas y sus piedras, un mensaje de amor: el que clama en la mirada triste de los niños de esa tierra. Había viajado al remoto pasado, y a otro no tan remoto, pero el presente me obligó a prestar atención. No bien salimos de la gruta, en mi primer viaje, el cielo azul comenzó a llenarse de nubes oscuras y gordas. El bonito paisaje de montañas pétreas de diferentes formas se escondió en las sombras. Desapareció la luz maravillosa y las purísimas campiñas temblaron ante el silencio que el viento se encargó de sacudir. Y comenzó a caer agua justo en el momento que pasábamos el pequeño casería de Paso del Rey. Un concierto de truenos nos aconsejó detener allí nuestro paso hasta estar seguros que amainaría la tormenta. En el resguardo de una tapera calentamos agua para el termo, no se veía gente; un policía que nos pareció entre San Juan y Mendoza pasó sin vernos bajo la lluvia. Poco trabajo tendría en un lugar como ese y debió buscar alguna forma de “distracción”. Al rato de estar allí, pasó una camioneta de Vialidad que iba en nuestra misma dirección. Al vernos tranquilos tomando mate se detiene. -Si se dirigen hacia el sur, es mejor que lo hagan cuanto antes porque si llueve más, será casi imposible pasar, pues hay una especie de ciénaga –nos advirtió muy amablemente el conductor de la camioneta. -Bien –le dijo papá- partiremos entonces, no nos atrevimos a seguir por la lluvia… como uno no conoce… En realidad no teníamos ningún conocimiento de que en esos caminos es mejor seguir con lluvia que dejarla pasar. Detrás de la camioneta pasaron dos autos, así que decidimos seguir tras ellos para mayor seguridad. Papá estaba bastante asustado y no quería problemas, pero los problemas llegarían pronto. Transitamos bien hasta llegar a la Pampa del Tamboreo; allí la cosa se puso pesada, más bien


diría más que liviana porque parecía que andábamos sobre jabón; mi padre hacía denodadas maniobras para mantener el auto en la huella. Las curvas eran un verdadero peligro; pasábamos una, caíamos en otra y otra… alivio y temor se alternaban en nuestro ánimo. Hasta que llegamos a la última curva en subida y entonces sí, fue imposible para todos pasar por ese cóctel de barro cenagoso. Ni para adelante ni para atrás… ¡mucho menos para atrás!, dar vuelta en ese barro era imposible y pasar las curvas que habíamos dejado atrás resultaría imposible en sentido opuesto. Estábamos en un paraje de ciénagas que se convierten en pastel con la menor lluvia y realmente no había llovido mucho, más bien la tormenta estaba pasando. Comenzó a salir el sol y cayó con toda su fuerza vital sobre nuestros cuerpos sudorosos y rítmicamente acelerados. Pasaba el tiempo y nadie acertaba a encontrar una solución para sortear esa curva cerrada. Cuando ya nos resignábamos a esperar, la camioneta de Vialidad intentó algo que creímos imposible… pero había que intentar. Con esfuerzo, fue abriendo una huella en la inclinada ladera montañosa. Todos permanecimos a la expectativa hasta que el hombre de Vialidad dio la orden de iniciar el paso. -¿Quién será el primero? –preguntó. Nadie se animaba, hasta que un Falcon bordó hizo punta y pasó… nos sentimos aliviados y fuimos pasando uno a uno, hasta que todos pudimos pasar, todos los que habíamos quedado atrapados en la jabonosa trampa. Y seguimos atravesando barro, pantanos, lagunas… la última de gran extensión la pasamos a tientas. Pusimos toda nuestra confianza en los conocimientos que la gente del lugar tiene de ese camino y lo superamos a duras penas, mientras el sol brillaba en todo su esplendor. Mi viaje al pasado se había convertido en una aventura más del presente. Una experiencia que rememoré muchos años después cuando de vuelta por la zona, y transitando el mismo camino y el mismo paisaje, pude disfrutar con mi hija transitar esos lugares que guardaba en el recuerdo, haberlos vivido con mis amados padres que desde un lugar diferente en tiempo y en espacio estarían guiando nuestros pasos. 12-1-80 y Marzo 2012

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Entrada a la Gruta, y una parte de la misma.

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XXIX UN VERGEL EN HUINGANCO

Huingancó: un nombre que no puedo olvidar porque ha pasado a formar parte de mi vida. Si me preguntan cuál es mi nombre, les diré: …”mi nombre yo ya no tengo/ mi nombre es ese nombre/ que encontré perdido entre las estrellas/ que en cielo diáfano de fría noche/ el otoño áureo desgranó en mis puertas./ Han de hallarlo en las montañas/ en las altas rocas color sepia/ lo teje el viento que a veces niño/ corretea libre en calles desiertas”… Y si me preguntan por qué, entonces les digo: …”desperté una noche/ me rodeó el cerco de montañas,/ mi alma voló hacia ellas/ y sentí florecer montañas, / quise huir de la hermosa jaula/ pero el viento suave/ me engendró en la roca…/ desperté un día/ en el centro mismo de las montañas,/ caía frío sobre mis manos/ y desde entonces, me convertí en montaña”. Han quedado algunos versos de mi paso por allí, imágenes de mi juventud, de mi inexperiencia, pero Huingancó es un nombre que vive desde entonces permanentemente en mi transitar por la vida, por qué?, es un secreto que sólo yo puedo saber, aunque siempre habrá alguna pista para descubrirlo. De la existencia del vergel de Huingancó me enteré en la ciudad de Andacollo, noroeste neuquino hacia donde dirigí mis pasos en busca del tesoro de vida y de misterio que encierra la cordillera del Viento. Lugar que en ese entonces ( y creo que todavía hoy) aparecía bastante alejado de la mira turística y mucho más en épocas otoñales. Pero no se encontró para nada alejado de las insaciables ansias de conocimientos que encierra mi alma viajera. En el mapa figura el poblado de Huingancó, pero no le había prestado atención por la imagen dominante de Andacollo al cual se encuentra casi pegado. Arribamos a esta ciudad, después de hacer un enripiado, pedregoso y zigzagueante camino que penetra en la Cordillera del Viento por angostas quebradas donde circulan arroyuelos de cielo. En la Primavera habíamos vivido la primer aventura. El nombre tiene mucho de poético y de verdad resulta un paraje encantador con frondosa arboleda, exuberante tapiz herbáceo y cristalinos arroyuelos. Pero… uno de estos encantadores y tímidos arroyos casi nos deja de a pie. Resulta que cruza el camino formando un vado que es como una palangana cuya profundidad hay que respetar. Después de estudiarlo un poco (dio placer meterse en él por la transparencia del agua) vimos que sería necesario tomar algunas precauciones para evitar quedarnos atrapados en su lecho rocoso que hacía alarde de poseer piedras de todo tipo de formas y tamaños, lo que hacía que el piso fuera bastante desparejo. Tapamos el distribuidor con un saché de leche que ya teníamos preparado de antemano ( no fuera que aparecieran vados), era un sistema muy usado entonces, por la conformación del motor de los autos. Elegimos el lado izquierdo pues nos pareció mejor. Mi padre lo encaró con toda la fuerza (fue un acierto, son vados que no se pueden pasar muy lento por la desigualdad del piso, o uno corre el riesgo de que se traben las ruedas), levantó una cortina de agua y salió del otro lado. La sensación fue muy fea y sentimos el deseo de no volver a pasarlo más. Pero… no existía otro camino para volver, de todos modos, por unos días nos olvidamos de La


Primavera y su encantador vado. De ello habría de encargarse el espectacular paisaje que atesora la Cordillera del Viento y entre otros, un pueblo de luz llamado Huingancó. Recorrimos Andacollo en busca de un lugar para pasar la noche hasta que al final papá decidió entrar en la comisaría para averiguar. Y allí le informaron de la existencia de Huingancó... -Vea Señor, aquí no hay nada pero en Huingancó encontrará lugares adecuados para acampar y es muy hermoso. Fue un verdadero placer recorrer los cinco kilómetros desde Andacollo bordeando el gran río Neuquén. Anochecería pronto con un cielo profundo y azul. Los últimos rayos del so encendían en fuego las montañas color inigualable y el río creaba sonidos sobre su lecho de piedras. Se aquietó la brisa y un aire de frío comenzó a pintar la cordillera que, en agreste letanía, con la agonía del sol, muy lentamente se fue desdibujando para quedar en sombras. Recortándose sobre las laderas violáceas, un mundo de árboles solitarios (pinos, sauces, etc.), un vergel de manantiales que bajan por los senderos y corren entre praderías de rosa mosqueta cuyo fruto rojo abre a la luz de la vida. Muchas flores por todos lados, rosas floridas en las veredas, aroma a humedad que emerge desde las sombras y las flores. Es Huingancó, donde convive el silencio con la gente, donde la simpleza se hace poesía y la belleza canción. Donde la vida es cálida y placentera y transcurre a la luz de las montañas donde cada segundo está cargado de ternura, lejos del ritmo febril y violento del mundo civilizado, tan cerca de la naturaleza. La presencia tan cercana de la noche nos urgía a encontrar pronto un lugar para instalarnos. Justo pasamos frente al edificio municipal (un verdadero jardín) y nos llamó la atención ver tanta gente congregada en la puerta, gente de aspecto campesino. Papá se detuvo para preguntar pero se arrepintió y entró en la Intendencia. Allí se cruzó con un señor que se dirigía hacia la calle y no dudó en detenerlo. -Perdón Señor… no soy de aquí, ando de paso con mi familia y necesitamos un lugar donde poder armar nuestra carpa para pasar la noche. En Andacollo nos dijeron que aquí encontraríamos. El hombre se veía apurado, pero igual, con mucha amabilidad le indicó el camino a recorrer para ubicar el lugar recomendado. -En realidad aquí no tenemos nada preparado para recibir visitantes, no estamos acostumbrados a presencias extrañas; pero no se preocupe, hay un lugar donde podrán estar cómodos. Mi nombre es Rogelio Figueroa y en cuanto termine con una reunión que tengo con los estancieros estaré allá con ustedes; mientras, pueden ir instalándose. Papá se despidió del hombre sin sospechar que había estado frente al Intendente del pueblo, el que efectivamente se reunió enseguida con toda esa gente que nos había llamado la atención. Claro que eso lo supimos después, cuando llegamos al lugar “para acampar”. Que no era más que el terreno (tipo quinta, cubierto de árboles) que rodea su casa. La señora que nos recibió disipó nuestras dudas. Cuando le dijimos que el señor Rogelio Figueroa nos había mandado desde la Municipalidad, se presentó y con gran simpatía nos abrió su corazón. Ella era la hermana. Cuando terminamos de armar la carpa era noche cerrada, ya habíamos cenado cuando llegó el Intendente. Durante un largo rato hablamos del pueblo. Resultó ser un hombre sencillo,


trabajador, profundamente enamorado de su tierra y un gran luchador por el progreso del pueblo en armonía y comunión con la naturaleza que lo rodea. Por supuesto, enseguida contó con toda mi admiración y beneplácito. Por eso Huingancó es un verdadero vergel donde él en sus dieciséis años de gobierno(es probable que haya cumplido veinte, al momento de escribir estas líneas) porque supe que seguía en su puesto, ha promovido la forestación de los cerros con resultados magníficos. Hay minas de oro en explotación, fábrica de dulces y hasta se crían truchas arco iris para exportación. ¿En ese lugar tan apartado?, se preguntará el lector. Sí… en ese lugar tan apartado, desconocido, casi aislado… existe un pueblo (pequeño) con gente que es ejemplo de amor, de vida, de lucha, que nos demuestra que en esos lugares, sin muchas comodidades, lejos de todo, pueden hacerse cosas importantes porque hay amor y respeto por la naturaleza. ¡Es increíble! Pero Huingancó es un vergel donde el hombre y sus obras no molestan. Y es uno de los pocos lugares donde esto ocurre, por eso no lo podré olvidar, por eso está en mi corazón como firma indeleble que marcó el rumbo a seguir, ejemplo que debiera repetirse en todo el planeta. Aquella noche, en la oscuridad iluminada de estrellas me quedé soñando con ese presente que me regalaba la vida permitiéndome llegar al alma de un pueblo de verdad y conocer a alguien como el señor Rogelio. Cuando los rayos leonados fueron iluminando los pétalos de las sepia montañas, el naciente día me invitó a descubrir otros rincones ocultos bajo la celestísima plenitud del cielo. Comenzamos a recorrer la montaña rumbo al norte por un camino solitario que entrega la verde policromía de valles de altura, de ríos y arroyos, de silencio, de paz… Desde allí bajan los arrieros con sus bueyes y sus carretas, sus ponchos y sus sombreros. Desde allí bajan con sus ojos buenos y cansados, con los rebaños de algodón, levantando polvaredas de esperanza, semana tras semana, cada otoño… año tras año, sol y nieve, nieve y sol… Es común en toda esa zona encontrarse con ellos; hacia fines del mes de marzo comienzan las primeras nevadas en los cerros y entonces deben apurarse para bajar los rebaños a los valles más bajos. Cuando llega la primavera realizan la misma tarea en sentido contrario, para aprovechar las vegas de altura durante el verano. Para nosotros fue maravilloso encontrarnos con una manada de 3.000 cabritos (según nos comentó el arriero) que cubrían todo el camino. ¡Qué espectáculo de blancura! El que nunca lo vio no puede darse cuenta de lo que significa una compacta manada de 3.000 cabritos bajando la montaña en medio de una gran polvareda, porque… “Vienen los arrieros/ vienen con sus bueyes mansos/ andando por el sendero/ lo cubren todo de blanco”. Enseguida el maravilloso río Nahueve apareció en escena. Hay allí prados de altura y en las partes más húmedas de las montañas crecen árboles y bajan cascaditas de ensueño. En el aire flota un halo de quietud, de luminosidad, de serena tibieza… Surgen a cada paso vallecitos de ensueño como Cayanta, Nahueve, Bella Vista, Las Ovejas… los álamos, como los pastos, habían comenzado a amarillear con la llegada del otoño. Y nos quedamos en Las Ovejas, pequeño poblado simple y maravilloso, surgido del viento, del sol, de las estrellas… con sus árboles, sus flores y esas casitas humildes de gente pura. La rotonda, el


arbolito de Navidad que sique armado… quiero quedarme con la imagen de la paz, del silencio, y de esos niños de ojos rientes que jugaban felices sobre el polvo de las calles desiertas a la hora de la siesta. Me recordó mi infancia, también recorriendo la calle desierta en horas de la siesta, en pleno verano, correteando tras las mariposas. Aquel mediodía viví mi mayor felicidad junto al sugestivo río Nahueve. Me bañé en sus aguas de cristal, el sol dibujaba oraciones de luz sobre las piedras y el viento escribía nuevas melodías al peinar las hojas de los sauces y los yuyos de las montañas. Allí, en esa plena e idílica soledad, fui libre, como la mariposa blanca que revoloteaba sobre las cantarinas aguas, como el pájaro azul que pasó volando y sin darse a conocer. Fui hermana del viento, compañera de las nubes que lentas pero constantes fueron llegando para ocultar la diafanidad intensa del cielo. Mi alma se había llenado de luz y de amor. Pensé en ese hombre que tan cálidamente nos recibió en su casa, y que soñé volver a ver. Pensé en el mundo. Y sentí pena por todos aquellos que no han abierto sus corazones a la naturaleza de la cual formamos parte. Y pensé en los grandes sufrimientos, calamidades y desgracias que provoca el hombre y no pude evitar sentir impotencia, verme tan pequeña y frágil, tan aislada, tan indefensa y tan ridícula en mi lucha por protegerla. Creo que hubiese aceptado morir si el premio era nacer de nuevo en una época distinta cuando todos los humanos viviesen en armonía con la tierra. Y en esa época, caminar de su mano, de la mano de él, el hombre ignoto que robaba mi corazón. 25 y 26 de marzo de 1981

Río Nahueve.

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XXX EL JUEGO DE LAS MAREAS

Por primera vez en mi vida iba a recibir el Año Nuevo en una forma diferente, lejos de la familia, del pueblo, en fin, de los seres queridos que veo durante todo el año, exceptuando a mis padres que estaban una vez más conmigo. Ese año lo esperaría junto a otros seres queridos: los de la naturaleza. La llegada del nuevo año nos sorprendió en el sur. Hacía allí había ido una vez más para convivir con las criaturas que llegan desde el mar la cumplir con su deber en este mundo: perpetuar la especie; o aquellas otras que pasan todo el año en esos lugares porque se las protege y no se las persigue. Aunque esto último es muy relativo, dentro de las reservas todo está bien, pero, fuera de ellas no es tan así. Un verdadero ejemplo es la reserva de Cabo Dos Bahías, allí hay grandes manadas de guanacos mansos, ñandúes, martinetas y hasta pueden encontrarse maras y con suerte el pequeño zorro gris que en otras partes está prácticamente extinto. Si salimos de la Reserva, sin embargo, el panorama es distinto, hay estancias que permiten la matanza de estos animales por diversas razones, casi todas sin fundamento. Y siempre existe la caza clandestina, los guardafaunas, enfrentan verdaderos problemas para controlar toda su área y la mayoría de las veces van más allá también en su constante prédica a favor de toda la vida. Son seres que aman la naturaleza, que la conocen profundamente, pero no es fácil la tarea cuando tantos intereses encontrados giran alrededor de ellos. Y su lucha suele ser solitaria y desgastante. ¡Cuánto le debemos a estos centinelas de la vida!, todos… pero principalmente los que como yo encuentran en la madre natura la única razón valedera para existir. Muchas veces, frente a las terribles noticias que a diario llegan, de especies desaparecidas, de aguas contaminadas, de bosques talados… y tantas calamidades que provoca el hombre sobre el planeta; he sentido la necesidad de que acaben por desaparecer de una vez y para siempre todas las especies, de esa forma terminarían mis preocupaciones y sufrimientos. Pero… también sé que en ese momento acabaría también mi vida y la de todos los hombres. Si, es triste para el que ama la naturaleza, ver día a día la destrucción y deterioro de la misma, a pesar de que cada vez se escuchan más voces de alerta y más personas se suman al conocimiento de la “ecología”. Los que como yo, ven arte por todos lados, les resulta posible vivir de verdad con las pequeñas cosas que nos rodean y que vamos descubriendo porque nuestros ojos están entrenados para ello, para descubrir la belleza allí donde para la mayoría tal vez no exista. Y tratar de llevarla –poco a poco- al corazón de los que quieren recibirla, principalmente los niños y los jóvenes. Quizás no sea mucho, pero tampoco es poco, ayuda a conservar la esperanza un poquito más cada día, la esperanza de un futuro mejor.


Volviendo a ese fin de año en el sur, casi no me di cuenta, absorbida por la felicidad de estar cerca del mar: otro de mis aliados. Primeramente, pensamos acampar en el bonito camping que tiene el A.C.A. en Puerto Madryn, pero yo no estaba convencida, necesitaba más libertad para vivenciar. Además, tenía grabado en mi mente un lugar muy agreste que había descubierto al hacer el camino que conduce a la reserva de Punta Loma unos cuantos días antes. Puse a consideración de mis padres esa idea, la de pasar la noche allí, frente al mar. La deliberación tuvo lugar en Punta cuevas mientras observábamos el gran “show” que producen las gaviotas cocineras. Ellas pasan al atardecer cuando abandonan la zona del Golfo Nuevo donde acuden para comer cuando baja la marea y doblan Punta Cuevas hacia el Sur. Pasan ininterrumpidamente en alarde de capacidad planeadora. Uno puede quedarse mirándolas y admirarlas sin cansarse jamás. Una de ellas vio algo para comer junto al auto. Pero no se animaba a bajar. Durante varios segundos revoloteó haciendo extrañísimas piruetas que yo no comprendí pero que sin duda perseguían un fin. Al rato se posó sobre el paredón mirando distraídamente a varios lados. Con la rapidez del rayo bajó y se llevó la comida. Triunfante, siguió su vuelo. La espera, había dado su fruto. Mirando las gaviotas nos sorprendió la puesta del sol. Mi padre resolvió buscar ese lugar que mencioné para armar la carpa, pero con la condición de no quedarse si no le convenía. Enseguida arribamos, ingresamos hasta la orilla del mar que lamía incesantemente la playa de canto rodado donde iba depositando una capa de algas y de caracoles. Unas pequeñas barrancas detenían un poco el viento, se sentía un fuerte aroma a sal y la temperatura resultaba sumamente agradable, 12ºC. Con papá elegimos el lugar para armar, calculando el punto máximo de las mareas para evitar problemas a la noche. En una hora teníamos todo en orden, pero… el ánimo de mamá Virginia estaba por el suelo, no había forma de distraerla. La soledad le parecía mucha y con la llegada de las primeras sombras de la noche optó por irse a dormir para evitar enfrentarse con la oscuridad y el sonido del mar que tenía la facultad de atemorizarla: ella estaba segura, la marea llegaría hasta la carpa. Con papá revisamos una vez más la zona y dictaminamos que no había razón para preocuparse. La luz del faro parecía hacernos guiños de burla desde la lejanía y el penetrante aroma del mar logró envolvernos dulcemente. “El mar y sus campanas”… tal el título de un libro de Pablo Neruda que había leído hacía poco vino a mi mente, las tenía a todas tañendo esa noche silenciosa. Antes de medianoche estábamos los tres durmiendo, no por mucho tiempo porque mamá estaba muy inquieta. En su temor, escuchaba las “campanas” del mar como si estuviesen sonando encima de la carpa, y efectivamente, era hermoso ese canto marino detrás de la carpa.


Salí afuera para ver y si bien el mar estaba cerca (unos pocos metros), comenzaba a bajar y no había motivo para preocuparse. Era una noche hermosa, calma, con la medialuna dejando su luz desde un cielo completamente estrellado, y poco a poco, las campanas marinas se fueron perdiendo con el alejamiento del mar de nuestro lugar. Hacia las 5.30 horas desperté con el canto de los pájaros y con 5º C. de temperatura, me dispuse a esperar la salida del sol. Unos cuantos lobos marinos pasaron rumbo a la lobería justo en el momento en que el sol salía en un cielo puro, diáfano, maravilloso. No había oleaje en el mar que se veía intensamente azul con brillos dorados, y aprovechando la mágica paz del amanecer, varios cormoranes negros flotaban felices sobre el agua. Ese era el comienzo de un nuevo año y para mí la concreción de otro sueño más cumplido en los brazos cálidos de la naturaleza. 31-12-81 al 1-1-82

Gaviota en Punta Cuevas.

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Punta Cuevas. Puerto Madryn. Lobos de un pelo en Punta Loma.

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XXXI DESPUÉS DE LA LLUVIA… BAJA EL AGUA

Las nubes se acolchonaron cada vez más, el sol se ocultó totalmente, el atardecer nos estaba por tender una trampa. Yo miraba la tierra arrasada por las crecidas que provoca la lluvia en las montañas. Observaba con desconfianza esos caminos marcados en las entrañas mismas de los cerros formando parte eterna de ellos. Sabía que a la menor lluvia bajan torrentes hacia el río San Juan arrastrando la pobre ruta que se ve dañada casi permanentemente en época estival. Veía los senderos pelados y lisos, las pedregosas extensiones desnudas y presentía el agua en el viento que soplaba fortísimo bamboleando el auto y refrescando nuestros rostros. El susto de mamá iba en aumento. Era una carrera contra el cielo que nos frenaban las curvas interminables. Oscuridad, truenos, misterio… algunas gotas y el camino que nos acercaba a nuestro destino final: la ciudad de San Juan. Pero ¡la lluvia ya había ocurrido en algún cerro! Y bajaba en corriente devastadora rompiendo todo, arrastrando piedras y lodo. Quedamos atrapados, y no éramos los únicos porque en poco tiempo se formó una gran caravana de autos, camiones y ómnibus. Todos indefensos, esperando que en su capricho el agua nos diera paso. Y la lluvia se descargó con fuerza, los relámpagos, los truenos… una hora, dos horas y luego el sol tenue y temeroso filtrándose entre las nubes gordas. Al poco tiempo la bajada de agua amainó y una máquina de Vialidad comenzó a trabajar para acondicionar un poco el terreno cubierto de piedras. Y uno por uno fuimos pasando con bastante dificultad entre el agua y las piedras, ante la atenta mirada de Vialidad. Cada vez que pasaba un vehículo volvían a repasar el paso para ver que esté bien. Aquella experiencia en el corazón mismo de la precordillera sanjuanina ponía fin a un larguísimo e inolvidable día. Ya en otra oportunidad ese camino se nos había negado, pero en aquel momento prometí volver. Y así fue, después de tres años, cumplía el sueño. Son cien kilómetros de cornisa, siguiendo el curso del Río San Juan que se abre paso a través de la precordillera. Allí las nubes son una constante amenaza que no dan tranquilidad alguna, por las características del camino, y en el día elegido había nubes, pero contábamos con la esperanza que no largarían agua en forma inmediata. Hacer esos cien kilómetros resultó un goce increíble. Cuando los primeros rayos del amanecer asomaron entre oscuras nubes grises, desde lo alto de nuestro balcón rutero, los brazos del río parecían hilitos de plata finísimos, desprendidos de una madeja de luna. Y tuvimos la sensación de que no era un río que cimbreaba en el fondo de la quebrada, sino hilos de plata pura. Las altas montañas tenían todos los colores del arco iris y los rayos traviesos del sol formaban maravillosas manchas o franjas en las laderas iluminadas. El tiempo pasaba pero no nos dábamos cuenta de ello ante las imágenes colosales que se presentaban paso a paso.


De repente, se abrió a nuestros ojos, la belleza de los Andes. Majestuosas y altivas montañas surgen inmaculadas ante los ojos asombrados y llenos de belleza. En la cercanía de los valles longitudinales (preámbulo andino) todo comienza a hacerse más verde y el aire se limpia de nubes para llenarse de una luminosidad tan diáfana que estalla en el cielo, en la brisa, en la soledad, en el silencio… es como la puerta que se nos abre a un mundo sideral, inmaculado, casi inalcanzable. Yo sentí la sensación maravillosa de estar en las puertas del cielo. Como si desde los Andes, surgiese un racimo de estrellas derramándolas todas en mi corazón. Era como entrar al atrio de una Catedral, mientras se escuchan los sonidos de un órgano invisible. Y es ahí donde se hace la luz aunque estemos a oscuras. Fue escuchar la melodía grandiosa de la Misa Solemne de Beethoven, pero que llega a nosotros sin sonidos, íntimamente, recorriéndonos todas las células sensibles del cuerpo y la mente hasta colocarnos en un éxtasis celestial. Calingasta, Barreal… son nombres de pueblos tocados por la magia de un hada de sol. Son unos valles amplios y verdes donde se cultiva uva, pera, durazno, tomate, cebolla, menta, etc. La luminosidad parece estrellarse en la sombra de los sauces y desaparecer entre las acequias cantarinas. Es un mundo de sol y de abundancia de luz, de aromas y color. Pero ésta imagen tan idílica, se desvanece ni bien abandonamos Barreal rumbo al sur; entonces sí, la diáfana atmósfera se brinda luminosa. Es la luz envolvente del sol acariciando en medio del fresco maravilloso de la brisa. Ese contraste de aire y sol me conmovió. Hacia el oeste, cumbres nevadas, hacia el este, los colores de la precordillera cubierta de nubes. Las matas parecen quemadas, pero no lo están, simplemente deben adaptarse a los terribles rayos solares. Habíamos entrado al mundo de los silencios cósmicos, no habíamos visto un solo ser viviente en todo nuestro recorrido, ningún ronroneo extraño de motores inventados por los humanos, soledad y más soledad. Esa “soledad” que eleva hasta la plena felicidad o que tal vez invite a una gran depresión. Todo dependerá del estado anímico del alma de quien la viva. Para mi alma creativa fue una bendición circular por allí y sumergirme en ese mundo supremo. Sin embargo, algo humano se esconde en los laberintos de la mayor luminosidad del mundo. Hay que recorrer un interminable camino recto que luego se vuelve caracoleante al subir peladas montañas, para encontrarlo. Es el Observatorio Astronómico Félix Aguilar. Pequeño, solitario, en un mundo único y azul. Un señor tan misterioso y enigmático como ese mundo, se encargó de acompañarnos en una visita alucinante. ¡Qué sensación inmaculada y sideral se siente al entrar! Paz, relajación, elevación espiritual. Es un mundo sagrado donde los astrónomos estudian las estrellas en un lugar lejano donde el cielo es el más diáfano que tiene nuestro país. Fue un momento de gloria para mi alma, ¿qué sentirá ese hombre que se quedó tan solo cuando partimos? Interrogantes de un alma ignorante sobre la ciencia del cielo, pero profundamente sensible a sus misterios.


Aquella no sería la última emoción del día. Un camino rectilíneo nos llevó luego hasta un campo interminable de tosca durísima desde donde se destaca la imponencia de los colosos andinos: el Cerro Mercedario, el Ventisquero de La Ramada y tantos picos maravillosamente níveos. Los hombres han llamado a ese campo color café con leche: “Barreal del Leoncito”. El auto avanzaba bajo el sol implacable, en el silencio inalterado… en un espejismo del desierto pareció surgir ante nosotros un maravilloso lago de aguas azules, imagen que se desvaneció al acercarnos. Cuando puse mis pies sobre el barreal sentí su alma vibrar ante mis pasos, abracé con la mirada esa tierra agrietada y dura por donde el auto se deslizaba sin ninguna dificultad como si fuese la más maravillosa de las rutas. Y pensé: ¿alguna vez, conocerá éste suelo la bendición de la lluvia? Sin viento, sin la más mínima brisa, es un silencio sepulcral, pero que significó para mis sensaciones el preámbulo de la vida. Cuando partí sabía que dejaba un mundo único, incontaminado, replegado en los orígenes mismos de la vida. 16-1-80

Rumbo al barreal El Leoncito.

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En medio del barreal El Leoncito.

Acuarela de la precordillera Sanjuanina.

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XXXII EN BUSCA DE MANOS PINTADAS.

Había llegado a Perito Moreno con el firme propósito de visitar “la cueva de las manos” en el cañadón del río Pinturas, ciento sesenta kilómetros al sur de aquella ciudad santacruceña por la magnífica ruta 40. En mi mente revivía el recuerdo de un intento fallido ocho años atrás… y el destino iba a impedírmelo una vez más. El ripio malísimo, mi padre cansado, el tiempo feo en toda la provincia… una suma que frustró el nuevo intento. La famosa Cueva de las manos pintadas seguía siendo un sueño. Y la antiquísima cueva habitada hace 10.000 años por nuestros antepasados sigue estando en mis sueños. Sin embargo, el destino, habría de compensarme con una sorpresa hasta ese momento inimaginable.

Habían pasado tres años desde la última estada en el bosque petrificado Ormachea en el centro-sur de Chubut. Mientras recorríamos los veintinueve kilómetros de ripio que separa la ciudad de Sarmiento del bosque, nos preguntábamos si Juan José Valera (el guardaparque de siempre) se acordaría de nosotros. Pero él no estaba, nos recibió su hijo Omar y Don Mendoza, un gran amigo de la familia. Pasar la noche en el bosque fue para mí reencontrarme con un lugar que me hizo vivir sublimes emociones, emociones que revivieron en cuanto puse mis pies sobre la resquebrajada desnudez del valle lunar. Todo era tal cual, tal cual lo había visto, vivido, escrito y pintado. La emoción fue mayor porque estaba reconociendo aquello que alguna vez conocí y seguí conociendo día a día en mis poesías y pinturas. Por eso quizás lo había envuelto con un halo de irrealidad que en ese momento se desvaneció. Era real, estaba otra vez frente a esa realidad petrificada que almacenó mi memoria. A la mañana muy temprano emprendimos el regreso a Sarmiento con la intención de visitar a Valera y su familia antes de seguir viaje. -¡De dónde vienen? –preguntó Juan José después de la sorpresa de vernos. -Dl bosque –le dije- allí pasamos la noche. -¡Pero!... no falto nunca y cuando lo hago alguien me busca –acotó risueño como es costumbre en su particular forma de ser, y agregó divertido- ¿Así que vienen del bosque?, bueno, ahora tendrán que volver porque tenemos que comer el asado de cordero que les prometí la otra vez.


Le sonreí sin decir palabra porque imaginaba que papá no quería hacer otra vez los veintinueve horribles kilómetros de ripio y además estaba bastante apurado por seguir viaje al norte. Pareció adivinar mi pensamiento: -¡Siempre madrugadores y apurados ustedes, parecen porteños!... -Es lindo madrugar, la aurora es el mejor momento del día –le dije sonriendo, sabía que me conocía bastante- en realidad se nos acaba el tiempo y quiero terminar con mi trabajo – agregué ya más seria- para colmo venimos de Perito Moreno donde fuimos por las manos pintadas pero no pudimos llegar –aclaré algo amargada. -¡Oh, qué pena! –Exclamó –acá cerca también hay manos pintadas, ¿se anima a ir?, yo la llevo –se ofreció feliz de haber encontrado la clave para detenernos un poquito más. -¿Es lejos? ¿Es dificultoso llegar? –pregunté muy interesada, estaba pensando en la guía de Federico Kirbus que habla de un lugar cercano al río Senguerr, no más de unos sesenta kilómetros al oeste de Sarmiento. Pero si bien sabía del lugar, jamás podría intentarlo por sí sola. -Más o menos, yo estuve allí hace tres años. Vamos por ruta hasta el paraje Las Pulgas y hay que ver si se puede entrar con la camioneta al campo, de lo contrario tendremos que hacerlo a pie. -¿Y cuánta distancia hay? -Unos cuantos kilómetros, creo. -Es lejos, no sé si podré –dije desilusionada. Bueno, lo intentamos, estoy seguro que podrá. Ahora vamos hasta el bosque y comemos el asado y luego la llevo hasta las manos pintadas. Y volvimos todos al bosque, Don Mendoza se sorprendió al vernos de vuelta y enseguida se encargó del asado y con su gran experiencia de asador resultó para chuparse los dedos. Pasamos un momento alegre escuchando las anécdotas y narraciones de Don Mendoza, un criollo rudo y trabajador que vivió en épocas de matreros, cuando en la Patagonia había que ser fuerte para sobrevivir en medio de tanta soledad y en un clima tan hostil. Y entre chistes y anécdotas fueron pasando las horas… -¿Qué pasó con el gorrito amarillo? – preguntó de repente José. -¿Qué gorrito? –le pregunté. -El que traía aquella vez –contestó con cara de pícaro.


-¡Ah, el gorrito!... ¡Qué memoria tiene usted! –Le dije divertida- me lo llevó el viento en Punta Tombo. Y pasé a contarle cómo me lo había arrebatado el viento infernal cuando venía caminando desde el apostadero de cormoranes. -Y no fue lo único que perdimos con papá en esa oportunidad –le aclaré- también perdimos nuestros abrigos al dejarlos en un lugar determinado que no pudimos ubicar cuando regresamos de la larga caminata. Tres cosas más que se agregan a la larga lista de “objetos perdidos en viaje”. El viento había desatado sus duendes esa tarde soleada de marzo, porque los vehículos se bamboleaban de un lado a otro de la ruta. En una hora de viaje llegamos al paraje Las Pulgas, seguimos unos cinco kilómetros más y nos detuvimos justo en Portada de la Virgen. Buscamos un lugar para poder ingresar al campo pero las cosas habían cambiado bastante, según José, un perfecto alambrado cortaba toda posibilidad de ingreso en vehículo. -No queda otra alternativa, hay que ir a pie –dijo seriamente Valera. -Y bueno… lo haremos –decidí, no me iba a volver sin llegar, y tenía la esperanza de que el trayecto no sería tan largo según lo que recordaba de Kirbus en su guía. Los dos vehículos quedaron en la banquina, mis padres habían resuelto esperar allí a pesar del viento que movía el auto. Era preferible eso a tener que caminar en contra de él por esas lomas pedregosas. A poco de andar me di cuenta del acierto, el viento nos obligaba a un esfuerzo extra para poder avanzar y Omar estuvo a punto de regresar. Seguimos el curso seco de un río y tal como sospechaba, no tardamos mucho en llegar a una especie de barranca (Kirbus lo llama alerón) que mira hacia el oeste. -¿Es ahí? –pregunté a José. -Si la memoria no me falla es allí, si me equivoco, en el regreso cargo otra vez con su equipo… -para agregar risueño -¡y también con usted! -Muy bien –le dije- menos mal que no era tan lejos. Bajamos e cañadón del río y luego subimos un poco por la pared opuesta. Enseguida Valera se dio cuenta que no estaba igual que antes. –Tiene que haber habido desmoronamientos –dijo desde la distancia. Cuando nos acercamos pudimos ver mejor. Valera no podía creerlo, se observaba una gran depredación. Signos evidentes del uso de picos sobre la roca para desprender trozos enteros de piedras, pues la cantidad de manos (según mi amigo) ha disminuido en forma alarmante. (*) Sin embargo, lo poco que queda es suficiente para comprobar el sentido artístico de aquellos moradores que quizás tengan la misma antigüedad de los del río Pinturas en Santa Cruz. Todas las manos son pequeñas y algunos signos abstractos aparecen mezclados con ellas.


Me sentí feliz porque el esfuerzo había dado sus frutos, la mitad del sueño se había cumplido, ya podía regresar en paz. Pero no fue así, porque la imagen de la depredación ha quedado grabada en mí para recordarme en cada instante qué pequeña es la mente del ser humano y qué poderoso su afán de destrucción. Sí, es maravilloso haber llegado hasta allí, pero que terrible es encontrarse una y otra vez, aquí y allá, con las huellas devastadoras del hombre moderno o si se prefiere el “homo sapiens”, para la ciencia. 13-3-86

(*) Si entonces estaba bastante deteriorada, hoy, agosto de 1988 (más aún, ahora que estoy reescribiendo mi libro en 2014), el monumento arqueológico puede considerarse perdido, según informaciones periodísticas. Por lo tanto, las fotos que tomé entonces las conservo como una reliquia. Reliquia que tendré que digitalizar cuanto antes.

En el Alerón Manos Pintadas con José (el guardaparque del Bosque Petrificado) y un amigo de la familia que nos acompañó.

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XXXIII ROMANCE DE LAS ARAUCARIAS

Los árboles siempre produjeron en mí una gran atracción; pero nunca árbol alguno me ha producido el efecto de fascinación, de vida, de ternura o misterio como los Pehuenes (Araucaria Araucana) que crecen en el norte neuquino y que son el reflejo mismo de la tierra. Me conmueve aún hoy el recuerdo de su visión, es como si me dieran una inyección de vida cada vez que siento que ésta me abandona cuando alguno de los tantos problemas que aquejan el mundo, nublan mi existir. Basta recordar esa verde imagen de los Pehuenes, tan bellos y majestuosos que un grito de vida surge del alma. Quizás por eso, escribí un día éstos versos: “Araucarias, verdísimas Araucarias/ siento que sacuden/ sus hojas en mi alma. // Lindes del silencio que ha crecido/ hasta tenderse en el divino/ milagro de ser nido. // Araucarias, verdísimas Araucarias/ siento que sacuden/ sus hojas en mi alma”. Esto ocurrió en el comienzo del otoño en los alrededores de Caviahue, aquel entonces me sentí sobrepasada por el paisaje, y la necesidad de traducir en música los sonidos del viento entre las hojas de los Pehuenes no pudo concretarse hasta mucho después. Porque si bien acababa de recibirme en el Conservatorio Nacional, recién iniciaba los estudios de composición con el maestro Osvaldo Mora. Desde aquel momento no he vuelto al lugar (siempre deseé hacerlo para pintar, pero el destino me fue llevando por otras partes y el casi simultáneo descubrimiento del fascinante mundo de las criaturas marinas me absorbió por completo), pero nunca olvidé aquella experiencia con las araucarias de Caviahue y tengo la sensación de no haber dejado nunca ese lugar. Todo comenzó un mediodía gris y algo nublado. Bastante frío porque en el volcán Copahue había nevado. En el viento helado latía un rezongo de agua nieve. La soledad era intensa y se intensificaba a medida que el camino avanzaba por los parajes volcánicos y desencajados. Entrábamos al santuario de montañas pétreas, veteadas por alfombras púrpuras y naranjas: son los ñires enanos, preludio de los bosques australes. La quebrada del río Agrio tiene reminiscencias de valles volcánicos. Piedras carbonizadas, sinfonía de lava endurecida, color carbón, color ceniza. En Puerta de Trolope hay una escuela y está Gendarmería; allí nos enteramos que tres días atrás había tenido lugar la primera nevada. En ese lugar, una angosta huella nos aleja de todo signo de civilización. El río produce una cantarina cascada que cae en semicírculo por un paredón profundo y azul, paredones pétreos cubiertos de musgos verdes y húmedos. En el borde medroso crecen alegres ñires por donde corren hilitos de fina agua que se esfuman en el aire antes de llegar al pozo azul. Lo rodea todo, un vallecito opimo de verdes donde pastan caballos.


Al fondo, con su túnica blanca, el monje Copahue recorta su figura sobre un cielo de nubes grisáceas. Y la primera araucaria, anticipando el mundo mágico que esconden sus verdísimas ramas. El paraíso existe… está allá, en Caviahue. Con el lago celeste acero, las colinas cubiertas por frondosas, oscuras y gráciles araucarias. A su sombra, bajo el encaje de la enramada, alfombras púrpuras de ñires enanos. Cascadas y arroyos, una quebrada de flores y pastos desemboca en las cercanías del grandioso Copahue. Por todos lados colinas de ensueño donde resuena en el aire el dúo magnífico que entonan pehuenes y ñires. Aquellos con su verde oscuro pletórico de vida y éstos –dulces y pequeños- en praderías de luz y colores, con todos los tonos inimaginables en la gama del ocre, hasta llegar al rojo fuego y al tostado casi hermano del marrón. Y lo que causa admiración: casitas de chapa diseminadas entre el paisaje como si se encontrasen allí desde el mismo momento de la creación. Quizás contribuía a esa imagen armoniosa la ausencia de voces humanas, la temporada de verano había culminado y muy pocos moradores quedaban ya, pronto la nieve, se encargaría de adornar ese silencio y esa soledad con su capa de fresca blancura. Casi sin buscar, encontramos una huella escondida que nos dejó en las cercanías del Copahue y fue como ingresar a un mundo de ensueño. El sol tenue pero tibio se atrevió a desafiar las blancas nubes de algodón y donde ellas no estaban, surgía el cielo, diáfano, pulido. Bajo la protección de altísimas Araucarias nos detuvimos, mi padre aprovechó la pureza del agua que bajaba del volcán para lavar el auto y yo salté alegre sobre las piedras del límpido arroyo hijo del hielo y me introduje en el cálido abrigo de los ñires que encendían las orillas y las laderas montañosas. Pisando un colchón de hierbas y musgos, de flores y pasto dorado me sentí protagonista de las páginas de algún cuento de hadas. El silencio era magnífico, apenas lo interrumpía el viento con sutiles lamentos y a mis oídos llegaba… desde lejos… el inigualable canto de amor que entonaba entre las hojas de las verdísimas Araucarias. Un campanil sonaba en el aire, lo recogí y ahora vibra por siempre en mi corazón. A las 7 de la tarde descubrimos que sería una noche muy fría, el termómetro marcaba 10º C., factor éste bastante importante junto con la gran cantidad de nubes que oscurecían el cielo para disuadir a mi madre que tuvo el presentimiento que esa noche tendríamos alguna tormenta de nieve. La intención era quedarnos a pasar la noche, habíamos encontrado el paraíso y yo al menos quería disfrutarlo… pero, el ánimo de Virginia no permitía ese tipo de aventuras, ella decía que la huella por donde entramos, si llovía, se transformaría en trampa para salir. Preferí entonces esperar, a ver si se acostumbraba a la zona y si no llovía, tal vez volviese al otro día. Sin salir de Caviahue decidimos instalar la carpa en un monte de Pehuenes más accesible donde Virginia se sintió más segura, aunque la soledad era la misma.


Durante la noche tuvimos compañía porque llegó una familia de arrieros con su carreta tirada por dos bueyes, varios perros, muchos cabritos, algunas vacas, caballos y burros. Llegaron envueltos en sus ponchos coloridos, prendieron fuego y pasaron la noche, una noche más de las tantas que les insume trasladar sus rebaños desde los lugares de veranada en las partes altas de los cerros a los valles inferiores donde los animales pasan el invierno. Resulta interesante hablar con ellos, es gente sacrificada, humilde, simpática y acostumbrada a la rudeza de esa vida. No es fácil, a esa familia le llevaba una semana hacer el viaje, una semana andando los cerros, enfrentando los rigores del clima y cuidando que el rebaño llegue en buenas condiciones. Ellos sí aman de verdad la Tierra, porque a pesar del sacrificio, nunca abandonan ese trabajo. Fue una noche clara y fresca (unos 5º C.), no hubo tormenta y el nuevo día llegó con todas las bendiciones del sol. Aprovechamos para conocer las termas de Copahue, un lugar con olor a azufre y sabor a limón. Allí las aguas surgentes forman columnas hirvientes, donde la roca cobra vida y entre vapores brotan desde el subsuelo oscuro duendes de agua que llenan el aire de un aroma a sulfuro penetrante y puro. Las coloridas casitas de chapa pintada emergen de un paisaje puramente volcánico. Entre lagunas curativas y piedras calientes, entre trozos de nieve eterna. Rodeada de aguas milagrosas que luchan por emerger de las oscuridades de la Tierra a la luz del sol que se hace canto y vida. ¡Qué diferente a Caviahue! Con la llegada de la tarde, regresamos nuevamente al lugarcito de ensueño. Esa noche no se escaparía, mamá ya estaba convencida y resignadamente se disponía a gozar de la paz y de la belleza. Su disposición me hacía alentar esperanzas. Armamos todo como siempre, bien temprano para evitar que nos sorprendiera la oscuridad. Tuve oportunidad de observar un atardecer inolvidable. Los últimos rayos tiñeron de naranja claro las lejanas montañas; algunas nubes transformaron el blanco en naranja y rojo, mezclado con azules y violetas. Se escucharon los últimos trinos de algunos pajaritos y luego quedó el silencio y el continuo murmurar del cercano arroyito. De a poco, las araucarias se fueron oscureciendo hasta que resultaron una masa informe recostada contra las laderas. Claro, a esa altura, estaba sola para observarlo. Mis padres habían buscado refugio en la carpa. Cuando la oscuridad se hizo total, comencé a divisar en la lejanía reflejos de fuego, el viento traía la voz de los animales que conducen los arrieros, únicos privilegiados de vivir tanta belleza. Me quedé con es imagen de balidos dulces, de silbar nostálgico y de crepitar de leños encendidos, candiles de la larga y fría noche. Me quedé con el silencio después y con la quietud más empírea. Y cuando el sueño niño se posó sobre la emoción del alma, un arrullo de amor –nacido del viento entre las ramas de los pehuenes- se elevó en plegaria envolviéndolo todo de sonoridades etéreas.


Sería alrededor de las 5 de la madrugada cuando despertamos y papá salió afuera un poco alarmado por el ruido que producía el viento en las hojas de las plantas. -¡Hay una tormenta bárbaro! –Gritó –el cielo está negro y hay algunos relámpagos. Me parece que deberíamos irnos antes de que llueva y la huella se deteriore. -Sí, pero está muy oscuro –le digo- no se ve nada, ¿cómo hacemos para encontrar la salida? Habría que esperar a que aclare. Allí estábamos deliberando, entre salir o no salir cuando sentimos las primeras gotas golpear la lona en forma inevitable. Parecían de gran tamaño y el temor se apoderó de todos. Abandonamos a medio vestir la carpa y mientras Virginia sacaba todo de adentro, Bautista y yo desarmamos la carpa. En ese momento las gotas gruesas se hicieron más finitas, no quedaba mucho tiempo. Con todos los elementos mal dispuestos en el auto (creo que desarmamos en tiempo record) papá preguntó: -¿Y ahora cómo hacemos para salir de aquí? Buena pregunta porque la oscuridad impedía encontrar la huella escondida y luego seguirla parecía que se iba a complicar entre la lluvia y la oscuridad. Como la lluvia se intensificó y Virginia no paraba de lamentarse, no tuvimos más remedio que apelar a la memoria y sentido de orientación para salir de allí. Bajé del auto con la linterna y traté de encontrar entre los altos yuyos, el claro que indicaba la salida. Tuve suerte porque lo encontré enseguida y continué caminando mientras mi padre me seguía a paso de hombre con el auto. Es increíble pero en la oscuridad y con la lluvia todo resulta igual y papá, con su gran experiencia conductiva, parecía un principiante tratando de llevar el auto por el lugar correcto. A veces corría un poco para adelantarme más y otras me detenía cuando encontraba alguna bifurcación que me hacía dudar. El agua helada (tipo agua nieve) estaba a punto de traspasar mis huesos cuando ascendí al auto para hacer el último tramo que no presentaba mayor dificultad. En medio de todo esto la aurora ya comenzaba a vislumbrarse; en una casa deshabitada con espacioso garaje nos instalamos y pasado el susto calentamos agua para tomar mate mientras ordenamos el gran desorden que teníamos en el auto. No se veía un alma, parecía que nos encontrábamos en un pueblo abandonado que la lluvia cantarina hacía más enigmático. Al poco tiempo, las nubes descorrieron sus telones oscuros y la salida del sol encendió de fuego la pradería recortada sobre un fondo negro-azulado. En mi vida recuerdo haber presenciado una aurora tan bella y misteriosa en un lugar tan particular.


La lluvia cesó y un perfume inigualable invadió el aire cubriéndonos de alegría, estábamos felices como niños que habían protagonizado un juego apasionante, lindando con la travesura que afortunadamente salió bien. Fue la despedida de ese mundo casi extraterreno que me dejó un deseo de Ser sin tiempo, de sentir sin miedo las horas infinitas, de vivir…saber que era y estaba viva. Comprendí el mensaje de la Tierra, sus criaturas, sus elementos, su poesía. Amé esa vida simple, pura, humilde, descarnada y tibia, amé el regalo supremo de Ser… Ser en todo el sentido de la existencia y descubrí una vez más la felicidad extrema, inigualable de estar viva en un planeta fascinante. Por eso aquellos versos: “Araucarias, verdísimas araucarias/ siento que sacuden/ sus hojas en mi alma”. 27-28 de marzo de 1981.

Acuarela pintada en Cavihaue con ñires otoñales y rama de Araucaria Araucana o Pehuén.

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Ă“leo acuarelado, 50 x 70 del lugar donde acampamos con Ăąires y araucarias.

Foto del mismo lugar durante la caminata de la tarde.

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XXXIV LA QUE LLAMAN CUESTA LARGA

“Imposible volver hacia atrás, tan solo seguir hasta encontrar la altura máxima, la última montaña, la última curva… admirar el paisaje que se regala íntegro, sin ningún aditamento extraño que interrumpa el diálogo con la naturaleza…” “Alucino, que detrás de aquella curva culminará el ascenso, porque no se ve en el horizonte silueta alguna de montaña mayor a la altura en que estamos.” “Pero no, sigue el camino, siguen las curvas, sigue el ascenso, y cuando al fin éste culmina, el angosto sendero comienza un trazado loco entre piedras de altura, bajando y subiendo constantemente, entre las mismas desnudas piedras. Desaparece toda posible huella y en el medio nacen mustios yuyos verdes. Es tan espectacular como hermoso, tan agreste como peligroso, tan dulce como salvaje. Mientras deseo encontrar la salida a este laberinto, también sueño con no abandonarlo nunca.” “Es un canto a las piedras, a la soledad y al desamparo; pero una sinfonía al color, a la pureza, a la frescura del aire y a la ternura de las mariposas multicolores, mundo de sueños en noches de vigilia inventando parajes y aventuras con mi mente, mi tiempo para amar…”

Así me expresaba el día 18 de enero de 1980, cuando descubrí uno de los caminos de montaña más difíciles y solitarios del país: Cuesta Larga, en San Luis. San Francisco del Monte de Oro es un hermoso pueblo puntano del norte, enclavado en una zona de mucha fertilidad. Mucho verde, árboles, ríos cristalinos, flores y suaves serranías que encierran rincones idílicos de silencio y paz. Como por ejemplo, la Quebrada de López, donde entre ríos y montañas, protagonizamos una escena bastante dramática. Antes de llegar a una curva nos topamos con un cartel que decía “CERRADO EL PASO” sin ninguna otra indicación adicional; sin ningún elemento que nos indicase el motivo de la clausura, aparentemente todo estaba en orden y había un gran silencio. No conformes con lo que no veíamos, decidimos con papá caminar un trayecto para inspeccionar. Mamá quedó en el auto. Doblamos la curva, el río Curtiembre discurría plácido entre coloridas piedras y las escabrosas montañas recibían la luz primera del día. Silencio, canto de pájaros y de agua, ninguna señal de camino cortado, nada… De repente, una voz nos llegó desde la ladera que teníamos en el frente, buscamos su procedencia y observamos varios hombres que desde lejos hacían desesperadas señas indicándonos el retroceso rápido. Alcancé a escuchar que estaban dinamitando el cerro y que


la carga de dinamita iba a estallar de un momento a otro. Escuchar y hacer fue un solo paso. Le grité a papá mientras yo ya corría rumbo al auto: -¡Corré rápido, hay dinamita cerca! Bautista se puso blanco y salió detrás de mí a todo lo que podía dada su edad avanzada. Cuando pasamos la curva, se escuchó la detonación. Virginia no entendía nada. Cuando logramos explicarle, tuvo tema para reprocharnos por nuestra imprudencia y haber desobedecido al cartel, por un buen tiempo; al menos hasta que Cuesta Larga le aportó un nuevo motivo de preocupación. Pero volvamos a San Francisco… Frente a su sombreada plaza, se encuentra el ranchito donde enseñó Sarmiento adolescente y que se conserva gracias a una gran edificación que lo recubre y protege. En San Francisco vive la historia y vive el paisaje donde parece vagar el espíritu de aquel gran hombre que nos mostró el hermoso camino del saber. Su paisaje estaba entonces intacto y salvaje, aún no sin sentir el rigor de las manos humanas que todo lo destruyen. Después de la experiencia peligrosa en la Quebrada de López, pusimos rumbo a Carolina (la tierra del oro) por la Ruta Provincial 9. Según la cartografía del ACA debíamos recorrer 37 kilómetros por un camino que aparentemente tenía infinidad de curvas (y por eso lo elegí), que asciende hasta cerca de los 2.000 metros por medio de la “Cuesta larga”. No teníamos más información que esa. En realidad esa poca información la tenía solamente yo, pues mis padres ignoraban todo como siempre ocurre cuando algo se presenta de dudosa dificultad para evitarles previas preocupaciones. Mi interés por lo desconocido me había llevado a elegir ese itinerario, sentí que encontraría agradables sorpresas. Pero nunca imaginé que se transformaría en el camino más difícil que hasta entonces nos tocó hacer. Y hoy puedo decir (después de mucho transitar), que no hemos tenido que enfrentar algo tan difícil y peligroso. Al salir del pueblo no pensé que el encantador camino nos conduciría a los reinos de las alturas silentes y solitarias. El marco es de flores, cactus, arbustos, árboles, parques de palmeras… el canto de los arroyos entre las piedras, tan cristalinos, tan puros, limpios… el trinar de los pájaros, el aroma campestre y la caricia del sol calentando la mañana sin nubes en el cielo. El entorno apacible dejaba un dulce sabor a disfrute. Pero de repente, el camino que hasta ahí era muy bueno, se aparta del valle, del verde y comienza a ascender suavemente rumbo a la montaña. Entonces, el viajero entrará al laberinto empinado del que siente que ya nunca podrá salir. Es la Cuesta Larga que hace honor a su nombre. La “ruta” es una huella intransitable e insignificante donde por tramos crecen yuyos y flores. Una angosta viborita que sube en incontables curvas espirales donde las ruedas del auto parecen trabarse entre piedras sobresalientes. Resultaba complicado con el Falcon poder


tomar con una sola maniobra algunas curvas muy cerradas y en subida, por lo tremendamente angosto de la calzada y las piedras al desnudo que trababan las ruedas. Algo similar nos pasó más adelante en Córdoba entre Candonga y Estancia El Rosario, pero si bien era sumamente angosto, no resultó tan empinado y de subidas tan pronunciadas. A esa altura, mis padres estaban mudos, no podían dar crédito en donde los había metido. Pero no había tiempo para los retos, el camino requería la máxima atención y reflejos. Dos veces se nos quedó el auto, ahogado por el esfuerzo de trepar entre piedras. Las dos veces, esperamos, mientras mi madre se desesperaba ante el temor de quedar allí, en medio de la nada. Pero arrancó… En un momento, su ansiedad por terminar la trepada, la llevó a bajarse del auto y caminar en ascenso sola, en búsqueda del final. Era gracioso –si no fuese porque estábamos bastante asustados- verla caminar adelante como si con ello facilitara la trepada del vehículo, pero ella se sentía más aliviada de esa forma y tuvimos que dejarla. El precipicio, cada vez más profundo, se veía como una esmeralda pulida que brilla bajo la luminosidad del cielo, y nos descubre la belleza de los llanos riojanos: interminable extensión de verdes infinitos. Cuando llegamos a la cima, una imponente soledad nos recibe, en medio de un paisaje agreste y puro. Los picos escarpados de los cerros, la vegetación baja que los cubre y el aire magníficamente fresco en verano, nos colmó de paz. Bajamos para caminar (ya liberados de la angustia) y nos rodearon coloridas mariposas. Después de la cumbre, cambian los colores del paisaje. Atravesamos verdes campos donde pastan caballos y vacas, donde algún jinete cabalga libre y despreocupado, saludándonos alegre. Abrimos y cerramos portadas y tranqueras que separan fincas y descubrimos tierras muy fértiles. Pero aún debimos cruzar pantanos y riachos sin importancia. Con excepción del último que exigió una larga inspección, no podíamos correr el riesgo de quedarnos allí y además ¡ni pensar en desandar todo el trayecto!, antes que eso, creo que Bautista se tiraba de cabeza en el fresco vado cantarín. Lo pasamos y ahí nomás, a los pocos metros, estaba el cruce con la ruta 10. Habíamos tardado 2 horas en recorrer los 37 kilómetros hasta Carolina, donde junto a su río dorado, en medio de un aire que guarda todo el misterio y la fascinación de la época de los buscadores de oro, con los túneles y galerías abandonados de la antigua mina, descansamos y pudimos repasar las emociones vividas en esas dos horas plenas en la entraña sublime de las montañas. 19-1-80

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RĂ­o de oro en Carolina.

Carolina hoy.

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XXXV VAGANDO EN LA PEHUENIA

Pehuenia es la zona comprendida entre los lagos Moquehue y Aluminé al norte, el río Aluminé al este, el lago y río Quillén al sur y la Cordillera al oeste. El nombre proviene del Pehuén o Araucaria, el árbol dominante, cuyos dominios se extienden desde la latitud de Copahue al norte hasta Hua Hum al sur. En el norte aparece casi puro en forma de sabanas con ñires, más al sur se mezcla con cipreses, lengas, ñires, coihues, robles, raulíes y caña colihue entre otros árboles. Hasta que desaparece a la altura del Huechulafquén en medio de las ricas variedades del bosque subantártico. En Zapala iniciamos nuestro periplo por la Pehuenia. Tres días nos tuvo la lluvia anclados en esa gran ciudad del centro neuquino. Después de la lluvia la pureza del nuevo día trajo el sol que extendió pinceladas de oro sobre la pradería amarillenta que viste a los Patagónides, pequeños cúmulos despegaron de los picos andinos y lentamente fueron ganando el cielo azul, perdiéndose hacia el este bien celeste. Un vapor puro de escarcha caliente se elevó entre las quebradas y desfiladeros haciendo transparente cortina al sol. Un aroma a tierra húmeda habitaba la brisa tenue. Ahí es cuando aparecen a mis ojos “los primeros pinos” y, como lo dice el nombre, son montecitos puros de araucarias sobre la estepa gramíneas color amarilla. Corren arroyuelos que cantan celestes melodías a la luz de la soledad otoñal que los acaricia. Transparentes y puros juguetean por las quebradas suaves y profundas. Aparecen sobre las colinas surcadas de ríos, sabanas pintadas en marrón mostaza que salpica el verde profundo de las altas y elegantes araucarias. Es un maravilloso contrapunto a dos voces que la naturaleza ha compuesto con el máximo de inspiración. A la vuelta de una curva ¡su majestad!, la más dulce y pura montaña de los Andes del sur: el Lanín, centinela blanco de la Pehuenia y del cercano Parque Nacional que honra su nombre. Y la fiesta comienza en el Lago Aluminé (significa “se ve profundo”), allí donde el sol brilla con todo su esplendor porque sus aguas son el mismo sol, allí donde surgen de las aguas mansas islas cubiertas de verdes pehuenes, allí donde el entorno se cubre de bosques límpidos de inmensos pehuenes, coihues, robles, cipreses y las primeras cañas colihues. El camino maravilloso lo bordea en sugestión salvaje de balcones con color a cielo. El lago dulce que juega con las flores que en su orilla de luna y nieve se desmayan a sus aguas, el lago amor que conoce el canto oculto de las montañas, el canto santo de los arroyos que se vuelcan al pozo profundo de sus cristalinas aguas.


Es un verdadero contrapunto de herbarios donde árboles, enredaderas, cañas y flores de amancay se entrelazan en conjunción maravillosa… y revolotean bajo el sol, los trinos alados de los pájaros de Icalma. Ríos que juegan a la sombra de las montañas cuyas cumbres lívidas denuncian la presencia de los ñires otoñales. Casi en el límite con Chile torcimos el rumbo hacia el sur y enseguida aparece el Lago Moquehue rodeado de altos árboles, el agua es intensamente azul. Al frente, se ve una escarpada montaña color gris y corre un arroyito de agua color naranja. Era mediodía y el termómetro marcaba 4º C. Un vapor claro se levantaba de las partes más húmedas, el bosque crece en belleza e importancia, fue entonces el camino de la soledad total porque no encontramos un solo vehículo en todo el trayecto. A la vista del lago Ñorquinco el camino se angosta y zigzaguea entre los montes. Encontramos un poco de barro y papá comenzó a preocuparse. Entre árboles y roca corre un río de ensueño: es el Pulmarí y tiene muchísima agua. Debimos cruzarlo a pesar de lo deteriorado que se encontraba el paso. Por suerte, Vialidad estaba allí arreglándolo y después de un rato de espera pudimos pasar. Luego vemos el pequeño lago Pulmarí, un mundo de árboles amarillentos y la desembocadura del cristalino río en el gran Aluminé. A esa altura la densa vegetación desaparece y sólo quedan algunos cipreses incrustados en las piedras de las montañas escarpadas y rocosas junto a frondosos mimbres que ocultan la celeste pureza del agua. Casi sin darnos cuenta arribamos a Aluminé, un bonito pueblo con calles de tierra muy empinadas. Bulevares, rosas y un clima de luz y paz. La visita al lago Rucachoroi se vio frustrada por el pésimo estado del camino, teniendo que volver. Continuando entonces hacia el sur, siempre siguiendo el curso del río Aluminé y en Rahué iniciamos el último trayecto de esa etapa que culminaría en el paraíso, pues así ha de ser si en algún lugar del universo hubiese existido. El paraíso es un rincón escondido del Parque Nacional Lanín, sin duda uno de los menos conocidos: el Lago Quillén y la sinfonía vegetal que dirige el maestro de smoking blanco, el señor Lanín (rey de los Andes Patagónicos con sus 3.776 metros de hermosura), cuya partitura perfecta ha sido escrita por la compositora señora naturaleza. En lo más oscuro del pletórico bosque, cada especie vegetal es un instrumentista magnífico que la naturaleza eligió. Y para ponerle voz, están los pájaros, está el viento y está el suave entonar de las aguas del lago. Llegamos al atardecer y una temperatura de 9ºC. En la bonita casa de troncos del guardaparque detuvimos nuestro paso y después de conversar un rato con él, nos dispusimos a buscar un lugar apropiado para armar nuestra casa, siguiendo los consejos del guardián del bosque. Siempre el contacto con los guardaparques o guardafaunas (según el lugar que ocupen y cuiden bosques o fauna), me produce (aún hoy) una alegría especial; quizás porque profeso


una gran admiración por la tarea silente y abnegada que realizan en los lugares más apartados (y también a veces hostiles) y que por eso mismo son los más bellos. Además porque es una de esas tareas que desde niña me atrajo como un imán y que muchas veces fantaseé con ser uno de ellos, incluso llegué a querer ingresar teniendo unos 15 años; y escribí una carta a la escuela de guardaparques del organismo de Parques Nacionales en Isla Victoria; pero no me tomaron, en aquellos tiempos sólo ingresaban hombres, y si había alguna mujer que yo encontraba por algún lugar era simplemente la esposa del guardaparque que lo apoyaba en su tarea. Entonces, terminé soñando que me casaría con algún guardián del bosque o de la fauna del sur. Con el tiempo quedó en eso: en sueños sin posibilidad alguna de concretarlos. Pero me sentí muy frustrada entonces, hoy los hechos demuestran que también hay lugar para las mujeres, que han ocupado todos los espacios. Nosotros encontramos nuestro paraíso en las cercanías del lago y a la vista del volcán Lanín, bajo los tupidos bosques y sobre la gramilla verde. Un jardín de paz que nos cubrió de felicidad. Poco a poco, las plantas fueron entrando en la penumbra, convirtiéndose en fantasmagóricas siluetas informes. La figura pura del Lanín, detrás del lago quietísimo al atardecer, comenzó a oscurecerse, pero su silueta siguió brillando aún después que todo el bosque entraba en sombras. Y quedó tan solo la oscuridad y el frío, entonces… cuando la noche se hizo plena, me acerqué hasta el lago. Con 5ºC. Y un frío húmedo, en medio del silencio mayor escuché un murmullo, eran las aguas que lamían las pulidas piedras de la orilla. El frío crecía, y a pesar que la noche estaba cargada de poesía, tuve que buscar la tibieza relativa de la carpa. Nos despertó la luz primera que penetró la lona; abrí la puerta y una niebla espesa y fría cubría todo: bosques, lago, montañas, cielo… y la escarcha blanqueaba sobre el auto, sobre la lona naranja, sobre el pasto. Miré la temperatura: 0ºC. Cerré y esperé dentro que el sol comenzara a entibiar el ambiente. Recién ocurrió a media mañana (estábamos en otoño, una época de noches muy largas en el sur) cuando tímidamente sus rayos alumbraron. Prendimos fuego y lentamente entramos en calor. Los trinos se animaron poco a poco y con ellos volvió la vida y el manto neblinoso lentamente se fue levantando, hasta regalarnos la imagen de un cielo magníficamente azul. El sol derramó su bendición y como luciérnagas traviesas, su luz penetró todos los espacios del bosque húmedo y verde. Me acerqué al lago, una quietud de paz lo enmarcaba, ni una brisa, ni un lamento… había aún un vapor transparente sobre sus aguas, que con el sol se fue disolviendo hasta convertirse en finas fumarolas surgiendo de las aguas de un lago que se me antojó fumando. Una luz celestial iluminó el Lanín, que contrastaba en un cielo de magnífico celeste. Caminé en la orilla acolchada de grama cubierta de rocío, observando como el lago quieto espejaba los bosques, un halo divino parecía envolverlo todo. Entonces llegaron mis padres,


nos sentamos en unas rocas grandes y nos quedamos en silencio, como debe ser ante esas imágenes colosales que despliega la vida en la naturaleza. Al cabo de un rato, Bautista se despojó de sus ropas y resueltamente caminó hacia un remanso de aguas cristalinas entre varias rocas. -¿Qué piensas hacer? –interroga algo preocupada Virginia. -Voy a darme un buen baño –dijo serio- el agua parece deliciosa. -¡Este hombre está loco! –Protesta mamá – tiene que estar helada, le hará mal, debe hacer no más de 5ºC. y el sol está aún muy débil. -Dejalo –le digo- el sol calienta y el agua helada le dará algo de impresión pero después no querrá salir. Papá entró al agua despacio, pero terminó todo mojado. Vi en sus ojos una emoción, una alegría como sólo puede encontrarse en los niños cuando algo les produce un gran placer de disfrute. Era libre… se sintió libre, eso creí… y ese es el don más preciado por todo ser vivo, sea humano, animal o vegetal. Nosotras lo observábamos divertidas, aunque Virginia algo preocupada. Yo, en mi interior, estaba profundamente orgullosa, sabía que ese era un triunfo más en mi vida: verlo a él desfrutar de la naturaleza que tanto amo. Cuando regresamos a nuestro pueblo, no paró de contar la anécdota a todo quien quisiese escucharlo, provocando el deleite de amigos, conocidos y familiares. 31-3 al 2-4-81

Maravilloso lugar cubierto de árboles cercano al límite con chile. En página 197, imágenes de distintos lugares de la Pehuenia.

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Por la ruta 40 atravesando La Payunia.

Atardecer de fuego en el lĂ­mite entre Mendoza y NeuquĂŠn.

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XXXVI LA PAYUNIA Y SU ENCANTO

Payunia: zona comprendida entre los Andes por el oeste, el río Atuel por el norte, el río Desaguadero por el este y el río Colorado por el sur. Altiplanicie que marca una transición hacia los paisajes patagónicos. Esto aproximadamente dicen los libros de geografía. ¿Interesa en realidad? Interesa introducirse en su inhóspita diafanidad, bajo el cielo sin nubes, sentir la soledad que parece un canto, el aire enigmático y el sol infaltable. Interesa descubrir los picos andinos detrás de las lomadas, escuchar el silencio, beber el polvo y el aroma a ramas secas… Mirando el mapa surge un único camino para recorrerla de norte a sur: tenía que ser la magnífica y preferida ruta 40, la ruta de las soledades y de las grandes inmensidades misteriosas, la que habría de marcarnos nuevamente el rumbo. La ruta de la felicidad suprema. Y porque considero que esta zona sur de Mendoza y extremo norte de Neuquén es una de las más desconocidas y hermosas del país, al menos en aquellos años, que trataré de seguir e relato de mi Diario de viaje. En el bonito pueblo de El Sosneado iniciamos la primera etapa del recorrido que nos insumió en total unos quinientos kilómetros de sorpresas inigualables que guardo en el arcón de los recuerdos buenos. Un camino que denominan “camino del sol” nos introdujo en el reino de los Andes que los libros denominan NOR-NEUQUINOS y que se extienden desde el Paso de Las Damas hasta el Paso de Pino Hachado. “Vamos bordeando el río Salado que lleva muchísima agua cristalina, pura, espumosa… Se abren dos caminos, uno a cada lado del río, tomamos el de la margen derecha. Y comienza un hermoso sendero de cornisa. El río atraviesa un cañadón ruidoso con montañas de color negro y otras rosadas y blancas sumamente escarpadas. Se angosta mucho y luego sale a un valle donde pastorean vacas y caballos. Es una estepa tan dorada como el sol. Caen hilitos desde la montaña, el cielo está radiante y la Villa termal de Los Molles aparece desierta a esta altura de marzo”… Arribamos a Malargüe con luz más que suficiente para armar nuestra carpa en las cercanías del dique sobre el río Malargüe. Sería aquella, la última ciudad importante que encontraríamos en el resto del recorrido. Hay en ese lugar un gran movimiento; la actividad es febril por las explotaciones petroleras que se realizan en los alrededores. Cuando terminamos de armar la tienda de lona, salí a caminar por las serranías colindantes, todavía a pleno sol. “Iba caminando sola/ sintiendo la última llama de sol/ por sendero pedregoso/ sombreado de grises ramas.// Hoy te evoco tarde fresca/ que me viste hundir mis manos/ en la esencia de la Tierra./¿No me recuerdas hermano?”


Vagué hasta que el frío del crepúsculo me obligó a regresar pensando que nos esperaría una noche de intenso frío. No me equivoqué, a la madrugada el termómetro marcaba -2ºC; sin embargo el sol se encargaría, muy pronto de caldear nuestros cuerpos. Claro que papá encendió una fogata para ayudar a calentarnos. Pero en cuanto terminamos de desarmar, estuvimos otra vez en camino. “Y entramos en plena Payunia, un paisaje arbustivo de altiplanicie con cerros redondeados de color naranja claro veteados de verde y gris. Los Andes están detrás de esos cerros.” “Subimos una pequeña cuesta llamada del Chihuído desde donde alcanzamos a ver la laguna de Llancanelo. Aparece un paisaje de tierra rosada que alterna con el verde, el amarillo y el gris…” “Bardas Blancas es un lugar de ensueño, ubicado en un valle abierto rodeado de un grandioso paisaje andino de montañas coloridas, cubiertas por un tenue manto de hierbas. Un largo puente permite atravesar el ancho río Grande que trae enorme cantidad de agua color esmeralda clara”. y volvemos a ingresar al mundo de los Andes Nor-Neuquinos por el camino que conduce a Chile a través del Paso Maule o Pehuenche y que sigue el recorrido del río.” “Un angosto camino de cornisa va descubriéndonos paisajes no soñados, coloridos y silenciosos. El río es un poema de cristales iridiscentes, una monomanía de aguas acariciando piedras redondas y pulidas. Su murmullo salvaje parece elevarse en plegaria a través de las paredes pétreas de ese templo que tiene por techo el cielo de sol y de estrellas”. “Caminé hacia el río, en parte corre por cañadones de rocas; hay rápidos espumosos, un canto de agua que se hace oración de paz y se acrecienta y florece en las cumbres nevadas”. Hicimos unos veinte kilómetros mientras el camino lo permitió porque de repente se tornó intransitable. Otra vez en Bardas Blancas, retomamos la Ruta 40 pero el río Grande seguirá a nuestro lado porque justamente es allí donde se ensancha y tuerce su curso hacia el sur por un amplio valle de tierra blancuzca y rosada, cubierta de arbustos achaparrados rodeando terrazas grisáceas que semejan barras de chocolate blanco en rama. Al pasar El Manzano, el río se angosta, algo, aunque no demasiado. A esa altura el calor estaba empezando a molestarnos y como era mediodía resolvimos hacer un alto sobre el puente del pequeño arroyo Mechanquil que nos regaló fresca agua de montaña. “En Buta Billón, el río inicia su tránsito a través de una impresionante garganta de gran profundidad y angostura llamada La Pasarella. Y es toda de rocas color carbón. Negras como la noche, dejan a aquel en penumbras de misterio y de temor. Sus aguas tienen un destello esmeraldino. Toda la meseta se viste con rocas color carbón, las pequeñas plantas parecen de


bronce y se acrecienta la soledad, el silencio, el calor… todo parece muerto, es un canto que percibo sin sonidos y que se hace infinito, interminable, en el reino del sol……” Sigue mi relato en el diario de viaje: “Al salir del peligroso cañadón (el río) se ensancha un poco, se aquieta, se calma… es impresionante, inhóspito, agreste. Todo el paisaje es así. Son lugares lejanos y escondidos por donde nadie pasa. ¡Oh misterio!, un grupo de ñandúes patagónicos cruzan a gran carrera y el río se encajona nuevamente. Esta vez entre piedras rojizas”. “Entramos en un lugar llamado: Puntilla de Los Huincanes, parece un valle de la luna negro y las montañas son completamente de roca oscura. La vegetación desaparece casi completamente. Es un verdadero desierto y las matitas endebles tienen apariencia de estar quemadas por el sol.” “Cruzamos el río, nos separamos definitivamente de él. Pueden observarse algunos picos nevados entre cerros y piedras, desierto y colores”. “Debemos atravesar una zona de badenes secos y… *y se acaba el dulce*- como dice Bautista. Porque termina el pavimento y comienza el ripio.” “Después de Ranquil Norte se empieza a ver el magnífico Volcán Domuyo de 4.700 metros. En medio de tanto desierto, me impresiona su cumbre blanca, inmaculada, bañada por el sol…” El cierzo suave, la luz velada por nubes color tormenta cuando arribamos al límite con la provincia de Neuquén. Atravesamos el río Barrancas y la presencia del A.C.A. fue como encontrar el oasis en el desierto. Allí pedimos permiso y armamos nuestra carpa (igual posee una hostería muy linda), tomamos mate, y una gallina con diez pollitos hambrientos vino a hacernos compañía. Desde nuestro refugio pudimos observar las características de un atardecer de fuego. Pareció encenderse el horizonte como si todas las fogatas del mundo hubiesen tenido lugar en ese cielo. Cuando paso las diapositivas que obtuve del espectacular atardecer, todos hacen la misma exclamación: “¡qué gran incendio!”. Y tengo que aclararles que son los efectos de la puesta del sol, aunque muchas veces prefiero dejarlos en esa creencia para evitar mayores explicaciones. Las montañas son rarísimas, parecen espárragos, o mejor dicho varias cajas de palitos de chocolate y los pequeños y endebles arbolitos se veían tristes y debiluchos, pues, según nos informaron, hacía un año que no caía una gota de agua. ¡Qué increíble!, y todavía había plantas que podían resistir. La noche primaveral nos sorprendió bebiendo la brisa leve y fresca, descubriendo el rostro de las estrellas que en manto etéreo desplegaron todo el encaje fulgurante de su belleza y un plenilunio plateado se adueñó del tiempo para desterrar los oscuros cúmulos que no fueron lluvia…


Las amplitudes térmicas son muy amplias en ese lugar de extrema sequía. A la tarde teníamos 25ºC, hacia las 20 horas había 21ºC, a las 21 marqué 14ºC y a cuando amaneció hacía 4ºC! El día nuevo se hizo luz con un sol de extrema luminosidad en un cielo azulísimo que nos invitó que nos invitó a proseguir viaje. Vuelvo al relato: “La desolación más increíble del mundo guía nuestro camino y la brisa inexistente refresca la extraña monomanía de mi corazón y un aroma de paz inunda mi alma.” “Asoma el Domuyo más blanco que nunca y la luna casi llena disimula su palidez sobre el celeste monocromo del cielo.” “El otro volcán de la zona, el Tromen se ve menos nevado (es más bajo: tiene 3.900 metros), son ellos los dos mimados del desierto, de la Payunia. Los arroyitos tienen agua cristalina y pura, el río Colorado se observa –desde las inhóspitas montañas- con toda su naciente magnificencia.” “Atravesamos una parte de extrema aridez; valles lunares, cañadones de arena, matas color acero y flores de sideral belleza surgen como por arte de magia. Hay aroma a tierra, a piedra… pareciera que vamos circulando algún camino de otro planeta. Ni un auto, ni un camión, ni un jinete… y en el medio: Buta Ranquil, el pueblo con árboles, acequias, estancias, casas de adobe, sembradías de maíz, gente de la tierra. Pueblo que existe en medio de la nada con la serena presencia del Tromen que lo viste de pureza. Entre las calles silentes y polvorientas, parece un pueblo del oeste Norteamericano. Entre sus arbolitos verdes de las veredas, sobre los techos humildes y la plaza de tierra, anda un duende desnudo que en luz teje sus horas, un duende travieso que escapó del cielo y se adueñó de la soledad teñida de misterio.” “Y volvemos al desierto de terrazas lunares… pero al salir de la montaña y entrar en la meseta se observan arbustos y yuyales. Un cerro puntiagudo de color marrón se destaca en el centro y pasamos un lugar llamado Barranca de Los Loros con espirales amarillos y un valle verde amplísimo cambia el panorama. Es El Tril, paraje bañado por el arroyito Tril que lleva agua pura y desde ahí se ve la ladera sur del Tromen, mucho más nevada que la norte, como es de esperar.” “Entramos en Los Patagónides, cerros redondeados con vegetación de estepa gramínea. En plena soledad surge otro pequeño caserío: Auquinco, una escuela, dos casitas, mucho sol y la laguna de Auquinco que está seca y parece una salina. A su alrededor hay buen pasto y muchos caballos y cabritos.” “Subiendo y bajando, atravesando vados secos, sin viento, a pleno sol, vamos consumiendo kilómetros” “Otro caserío: Chacayco, donde observamos chicos que dejan la escuela. La vegetación es más rica y la estepa gramínea se convierte en arbustiva y así, casi sin darnos cuenta, aparece ante nuestros ojos un amplísimo y verde valle con montecitos de álamos verdes y amarillos. Es el de Chos Malal (antigua capital de Neuquén), al borde del hermoso río Neuquén.”


“Uno de los valles más bonitos que he visto en mis viajes. Gracias al río, Chos Malal es una ciudad de ensueño en un paisaje generoso y fértil.” Guardo un bonito recuerdo de aquella ciudad y su gente. Quizás porque al escribir este libro no puedo olvidarme de Chos Malal; ni ahora, 27 años después al revisarlo para una nueva edición; en aquel entonces ya sabía que en el futuro escribiría un libro sobre mis aventuras naturalistas. Pero aún así, sonaba un poco utópico y lejano, tenía tanto para aprender!... En una oportunidad mis padres entraron a un negocio a comprar algo y aprovecharon para preguntar por un camino de estado dudoso. Un hombre muy amable los atendió y como era muy conversador se quedaron un rato intercambiando conocimientos, él les permitió tomar conocimiento de muchas costumbres interesantes del lugar. Como es lógico, el hombre les preguntó de dónde venían y qué los llevaba por allí en aquella época de difícil tránsito para el común de las gentes en lugares así. Mis padres les explicaron que eran mis acompañantes en todos los recorridos que yo hacía por el País para obtener material, estudiar, escribir, etc., etc. y risueñamente, porque ni ellos lo creían, le comentaron que terminaría haciendo un libro. ¡Oh qué bien! –Exclamó el hombre muy serio- cuando salga el libro yo seré el primero en comprarlo. Quedó como una anécdota, claro, pero pasó el tiempo y el libro llegó. ¿Habrá llegado a sus manos?, nunca lo supe, nunca más supe nada de ese hombre porque no volví al lugar… porque mis padres no le pidieron nombre y dirección para contactar y cuando me contaron esto ya estábamos en otra ciudad. Además, tampoco le dieron el nombre mío, por lo tanto, si el libro llegase a sus manos, ¿cómo sabría que era la hija de aquel matrimonio? Pasaron varios años hasta que logré publicar mi libro. Un libro que mis padres creían que nunca llegaría a escribirse, y mucho menos a publicarse. Sin embargo, aquí estoy, cinco años después, escribiendo el libro prometido, aunque aún no sé si podré editarlo. (*) (*) Pero sí, dos años después se editó y recorrió gran parte del País, fue mi sueño cumplido, y hoy, a tantos años de distancia, lo reescribo con la ilusión de difundirlo en papel o en versión digital como lo estoy haciendo ahora a través de las redes sociales. Sin duda que éste libro existe, más allá de que existan sus lectores. Aunque tengo la certeza de que siempre alguno hubo, hay y habrá. Pero existe sobre todo porque es un mandato de la vida y es sin duda alguna un inmenso mensaje da amor a nuestra Tierra. 23 al 25-3-81

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R铆o Grande espectacular en Buta Bill贸n.

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XXXVII TRES PUERTAS AL PARAÍSO.

“El Lanín oculto por nubes blancas/ escondía su mirada/ pero yo estuve segura: / una sonrisa de sol/ iluminó la ladera inmaculada”. ¡El Lanín!, cuánta magia posee esa montaña. Quizás sea su forma, su color… no sé, pero para mí ha sido siempre irresistible. Pr eso, aquel soleado día otoñal salí en busca de su belleza y para eso contaba con dos opciones que me acercarían a él. Una, el camino que bordea el Lago Huechulafquén y culmina en el Lago Paimún, éste itinerario ya lo conocía de antes. Otra, es el camino por el Paso Tromen. Elegí sin dudar la última opción por ser desconocida y porque me pareció que me permitiría una visión mejor del Volcán Lanín. No me equivoqué, es el balcón al volcán que lo nuestra ( si no hay nubes) en todo su divino esplendor. Enseguida comienza a verse pero se nos pierde por las vueltas del camino, muchas curvas y nuestra ansiedad creciente hace que se torne inalcanzable. Se llega frente a él, justo en la entrada del camino que conduce al Lago Tromen a través de cuatro kilómetros y a tres kilómetros de la frontera. Abarca todo el marco de nuestra visión. Lo domina todo con su blancura santa. Los bosques son allí un verdadero ensueño, festín para la vista y emocionante para el corazón. Araucarias altísimas en distribución parquizada y entre arroyos y vertientes estalla la gran sinfonía vegetal y ya no es parque, es bosque tupidísimo de muchas especies de nothofagus y coníferas que se mezclan y se entrelazan en una vegetal y salvaje polifonía de colores. Tratamos de llegar al Lago Tromen, pero un río nos cortó el paso, llevaba muchísima agua y su espectáculo en lo umbrío de ese bosque resultaba algo misterioso e inquietante. Para entonces ya era mediodía y en un soleado claro del bosque y frente a ala mágica silueta del Lanín, resolvimos quedarnos a almorzar. Fue la gloria, porque mientras el asado se hacía cuidadosamente custodiado por Bautista (en esos lugares hay que tener la máxima precaución con el fuego), yo salí cámara y libreta en mano a recorrer el bosque. Algunas nubes comenzaban a rodear la bonita montaña con coronita de algodón, el sol era tibio y revoloteaban mariposas multicolores. Una brisa suave comenzó a levantarse y me sentí tan libre, como campanita entre los árboles que me iban entregando la belleza de los verdes y los ocres.


Los lengales tenían sus hojas moradas, esbeltos coihues sobresalían de la masa arbórea. En algunos rincones gruesas y fuertes cañas colihues formando mantos de espesura, helechos, flores y gráciles pehuenes… todo un mundo de virginal y poética frescura. Andaba perdida de un lado a otro, asombrándome a cada paso, tratando de apuntar cada árbol, cada hoja que veía y buscando la foto ideal que reflejase en algo lo que veía. Pero nada podría expresar lo que sentía en lo más profundo de mi ser. Esa sagrada comunión con la naturaleza compartida en soledad suprema. Me sentí niña, inocente y pequeña niña, criatura entre todas las demás criaturas que me rodeaban. Una parte más del entorno, y fui tan feliz… Cuando retorné al claro donde mis padres esperaban con el asado: “el Lanín oculto por nubes blancas / escondía su mirada / pero yo estuve segura: / una sonrisa de sol / iluminó la ladera inmaculada”. =================================

“…No sé por cuál sendero llegué aquel día, / pero sé que aquel sendero/ tenía techos de fantasía, / sé que abrí mis manos/ que estaban vacías/ y vinieron miles de pájaros / a llenarlas de vida…”. Ese sendero, me abrió la segunda puerta al paraíso. Es el que conduce a Chile por el paso de Hua Hum. Una alucinación de bosques y de lagos. Principalmente coihues, hermosos ejemplares de coihues cubriéndolo todo: precipicios y montañas, sombreando la ruta curvilínea y espejándose en las aguas de cristal de los lagos Lácar y Nonthué. En la espesura, descubrí la ingenuidad de las flores de amancay y esa enredadera llamada mutisia. Arroyuelos escondidos entre un mundo de cañas colihues y helechos, de calafates y rosa mosqueta que juegan a las escondidas en las laderas escarpadas. Y se escucha un canto… es el agua que baja apresurada, entorpecida por troncos y por plantas. El sol penetra con timidez, las sombras son dueñas y señoras. ¡Qué sorpresa más agradable nos esperaba en Hua Hum! La calma, el edén, el estallido vegetal, el sol que cae sobre el lago quieto y murmurante, el aroma a flores, el parque de rosas mosquetas con su carnoso fruto maduro, rojo y sangrante. El sotobosque de caña colihue, altas y robustas, las mariposas que revoloteaban, los pájaros que trinaban quién sabe en qué rincón de las sombras y toda la luz derramada sobre el césped de grama verde y amarilla. Si uno lo desea, puede cruzar a Chile y visitar el Lago Pirehueico. En realidad allí culmina el camino, si se desea continuar hay que hacerlo en lancha. El paisaje cambia completamente del otro lado. Se ve gente, casas y una intensa explotación forestal. Los aserraderos abundan y el mismo lago cuenta con madera diseminada en su playa, quizás en espera de ser transportada.


El paisaje agreste del lado Argentino desaparece como por encanto cuando ponemos pie del otro lado. Después de comprobarlo, regresamos al Hua Hum, el día soleado y tibio invitaba hacer alto allí. Y una vez más salí a caminar con mis papeles y mi imaginación por la arena del Lago Nonthué, entre troncos y rosas mosquetas, guiada tan solo por mi amor y mi fantasía. No hacía falta cerrar los ojos para crear un mundo de magia y poesía porque la poesía y la magia estaban presentes en cada rincón rodeándonos de luz y alegría. Por eso, hoy puedo decir: “…sé que abrí mis manos/ que estaban vacías y vinieron miles de pájaros/ a llenarlas de vida”. =================================

Pero hay otra puerta al paraíso que conocí al tercer día. Un camino cercano a San Martín de Los Andes, ideal para todo aquel que guste de las emociones fuertes. Un camino angosto que sube y baja la montaña en forma de abanicos, sin abandonar los tupidos bosques. Primero sube en inacabables curvas de pendiente pronunciada y luego… desde una altura considerable nos brinda la visión del Lago Lácar que aparece como un inmenso espejo lapislázuli. Luego baja en pendientes aún mucho más pronunciadas, atraviesa pasos junto a los troncos de altísimos árboles y culmina en un parque natural que esconde el alma material de casas tan alucinantes como el entorno. Es Quila Quina y para llegar allí no se necesita más que hacer siete kilómetros alucinantes. Es el reino del sol y el silencio, la paz y la pureza. Allí tiene su morada la luz, frente al lago majestuoso de playas blancas, de aguas que pueden espejar al mismísimo sol y las estrellas. La gente… ¿dónde está la gente? Un muelle solitario es la respuesta. Silencio y quietud, las casas escondidas entre los árboles parecen haber salido de las páginas de un cuento de hadas, pero la gente… no existe. Cerca de la villa hay una senda que se recorre a pie y bordea peligrosamente un pequeño río. Esa senda parece conducirnos al reino de los gnomos. La verdad es que conduce a una bonita cascada que ese mismo río provoca al tener que salvar una pronunciada pendiente. El agua se distribuye en varios brazos abriéndose paso a través de enormes piedras. El ruido se escucha desde lejos. Circular por la angosta senda resulta un paseo de descubrimientos, un placer inigualable que nos muestra la dulce belleza de los árboles y las flores escondidas, las enredaderas trepando por las piedras y los troncos. El esfuerzo vale la pena, caminar lento, detenerse a observar, a escuchar, a respirar… Un paisaje de quietud y de iluminación (no la luz del sol, es la luz del alma), nos enseña que la vida es un regalo que ningún ser viviente debería atreverse a despreciar. Por tan solo un momento de esos, en un lugar así, vale la pena haber nacido, haber sufrido, haber soñado y haber cumplido esos sueños. Por tan solo, un momento como ese…. (2 al4-4-81).


VolcĂĄn LanĂ­n. Un alto en el recorrido para almorzar.

Hacia el paso de Hua Hum.

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XXXVIII EL CAMINO DESCONOCIDO

Córdoba es una provincia muy andada y disfrutada por mí desde que era muy pequeña. Mis padres tenían predilección por veranear en algún lugar de sus sierras cuando niña y adolescente. Y yo los seguía feliz, durante esa época, los paisajes serranos me atraían muchísimo y era una fiesta salir a trepar montañas entre espinillos, tunas y yerbas medicinales que papá se encargaba de detectar y juntar… me gustaba bañarme en los ríos, observar la gente, escuchar los pájaros que desconocía y descubrir las flores y los árboles. Mucho le debo a Córdoba, allí aprendí a querer a la naturaleza, a ser libre, a VIVIR. En el marco de sus apacibles paisajes viví mis primeras ilusiones, mis sueños secretos, mi primer amor… ese amor primero de los jardines de la inocencia. Más adelante profundicé en el estudio de su geografía, fauna y flora; como lo hice también en todo mi país. Por eso, a pesar de que otros lugares de mi patria me reclamaron, siempre regresé a Córdoba ( cuando ya no estuvieron mis padres, con mi hija, con mi ex esposo, con mis primos) y debo admitir que tiene muchos rincones insólitos para sorprenderme siempre. Un día salí a buscar parajes desconocidos desde Capilla del Monte, rumbo al norte, pensando en recorrer toda esa zona montañosa de las Sierras Chicas. Un cartel al costado de la ruta despertó mi curiosidad. Decía: “Los Terrones” e indicaba los kilómetros, que no eran muchos. Le dije a papá que podríamos investigar y nos adentramos en el angosto sendero perteneciente a una estancia. Nos encontrábamos recorriendo como una quebrada con vegetación selvática por la gran humedad que aporta el pequeño río que baja escondido y hace oír sus campanas entre una maraña de enredaderas y flores de las tinieblas. Cuando llegamos al lugar quedamos maravillados. Es como un pequeño valle de la luna pero selvático. En medio del verde, de las sombras, de la humedad, aparecen inmensas moles de tosca de color marrón que presentan las formas más increíbles. El dedo de Dios, el hongo, la bota, la gorra, caras, camellos… en una increíble soledad, entre frondosos árboles y flores, como un mundo escondido implantado en un entorno diferente. Más porque en ese momento, estaba muy nublado y soplaba un aire de tormenta que se olía en la brisa. A pocos kilómetros de ese rincón desconocido, nos esperaba otro bastante más visitado pero que no había tenido oportunidad de visitar hasta entonces. Es Ongamira, la gruta prehistórica que albergó a nuestros antepasados y también a muchos animales salvajes que alguna vez pululaban por las sierras. Desde arriba chorreaba agua y el contraste de esos paredones pelados, con el verde circundante, la tierra rojiza y el cielo cubierto resultaba maravilloso,


producía un efecto encantador. Lo imaginé como entonces, nada había cambiado, sólo el hombre… siempre el hombre.

De los caminos que atraviesan las Sierras Chicas, ninguno había escapado a mis andanzas… con una excepción. Era un lugar desconocido, nada se sabía entonces de su transitabilidad, incluso no figuraba en muchos mapas. Había una sola forma de averiguarlo: emprender el reconocimiento in situ. Iniciamos la marcha en El Manzano. Serían 47 kilómetros por los cerros. Hasta Candonga no tuvimos dificultades y cruzamos algunos vehículos. Allí nos detuvimos, la capilla jesuítica que es reliquia histórica merecía un alto. Pena que la encontramos cerrada. Abajo un río corre entre piedras, el camino caracolea entre árboles y enredaderas. Los campos tienen vacas, caballos, cerdos. Decidimos quedarnos allí y almorzar, pues era casi mediodía. A pleno sol, por la tarde, reemprendimos la marcha. Habíamos hecho dos o tres kilómetros sin encontrar algo o alguien cuando una bifurcación nos puso en duda. No había ningún cartel. Ambas huellas eran angostas, pero una estaba más deteriorada y con signos de poco tránsito. Eso casi nos decide, pero en ese momento apareció un joven desde la huella en mejor estado y resueltamente lo interrogamos sobre el camino que debería dejarnos en La Cumbre. El hombre indicó la huella deteriorada, mientras nos observaba con cierta ironía. Papá preguntó sobre el estado de “ese camino”. -Y… está regular –comentó el joven, y después de una pausa agregó- es bravo, muy bravo… -¿Pero… se puede hacer? –inquirió Bautista ya muy preocupado. -Se puede, pero… hay que tener conocimientos de montaña –después de una ojeada a la patente del auto sonrió sarcásticamente y preguntó- ¿ustedes vienen de Buenos Aires? -Sí –dijo papá. -De la provincia de Buenos Aires, Los Toldos –completé yo adivinando su pensamiento. Sabía lo que iba a decir… o estaba pensando. -Y… no se lo recomiendo, si vienen de la llanura sabrán poco de montaña. En realidad, pasa muy poca gente, nadie se atreve porque es muy difícil. Insistió con una seriedad que tenía mucho de burla. ¡Qué sabe usted de nosotros! tuve ganas de decirle, y que papá es un experto en cuestiones de manejar en montaña, que la provincia de Buenos Aires es muy grande para opinar así… en fin, al final, nada dije, no tenía importancia, pues no volvería a verlo y además, quería reservar mis energías para el viaje. Pero me dio rabia, él no era el único que confundía la provincia con la Capital del país y más que nada por lo poco que los propios argentinos conocemos de nuestro país y de su gente.


De todos modos él no tenía la culpa de creer que todos los que viven en Buenos Aires o en la provincia de Buenos aires no saben manejar en montaña, simplemente porque en esos lugares no hay “esas montañas”. Pero no me gustó su tonito burlón, porque creí que esa antigua pica entre provincianos y porteños había acabado ya ante el avance de la civilización. No tenía derecho a juzgarnos sin conocer, no toda la gente de la llanura desconoce la montaña. Aunque en realidad la mayoría creo que nada sabe o poco sabe de andar en ella, y claro, el joven hablaba por la mayoría. Olvidé el incidente y traté de convencer a mis padres de que el tipo había exagerado, que no tenían que temer después de todo, que teníamos que probar. En segundos papá recobró su aplomo habitual y mamá conservó la calma. Y así nos adentramos al alma agreste de las alturas donde un coro de silencios contrapuntea con el silbar del viento. Es algo diferente, reservado para pocos, porque sólo contamos con la inmensa belleza de la montaña que nos abraza. No hay nada humano, tan solo paz y las pampas cubiertas de flores silvestres, de jardines naturales, sin árboles, llenas de mariposas de extraños colores, de arroyos juguetones, de vacas y caballos perdidos en la inmensidad. El camino es una senda… con altísimos yuyos y cardos en el centro y una infinidad de curvas alocadas que quisieran dejarnos en su mitad. Porque el pobre falcon no lograba salvarlas de una sola vez y Bautista recurría a dos maniobras para el giro. Siempre teníamos el abismo o la pared de la montaña… parecía un caminito creado para autitos de juguete. Sube, baja, da vueltas en un nudo gigante para salir por otro lado siempre encima de las crestas de esas redondeadas montañas verdes y calladas. El viento silbaba, el sol de verano aturdía con sus rayos. Norte, sur, este… oeste. Nunca sabíamos para donde íbamos, ese laberinto nos mareaba. Pero fuimos amigándonos con la soledad, con el silencio, con la belleza y con el caminito. Porque a pesar de su dificultad no presentaba curvas con demasiadas pendientes, lo que facilitaba la doble maniobra que debíamos hacer muchas veces para poder doblar. Y así, tocados por la varita mágica de la libertad, sin ruidos, sin gente, sin luces, sin nada, pero con todo el color de las flores, con toda la rústica belleza de las sierras, y la paz de lo oculto y reservado… así, casi sin darnos cuenta, nos encontramos con la entrada al dique San Gerónimo. Los árboles y las casas se reflejaban en sus aguas como en un cuento de hadas encantado. Pero ese… era territorio conocido.

Muchos años después, anduve muchos caminos de esas sierras, y qué diferente todo, la civilización llegó con las rutas impecables, los autos, la gente, el progreso… cuando le cuento a mi hija cómo fue treinta y cinco años atrás y las aventuras que viví en esas montañas, estoy segura que le resulta imposible imaginarlo. Hoy lo sigo disfrutando, pero solo son los recuerdos de aquello vivido tan lejano lo que logra emocionarme hasta las lágrimas. (25-1-80).


Los Terrones. Cerca de Capilla del Monte.

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XXXIX POR LA ESTEPA PATAGÓNICA

Vagar por la estepa patagónica siempre me ha producido un gran placer, y mucho más si son caminos desconocidos. Por eso, aquel día decidí cambiar de ruta para dirigirme al Parque Nacional Los Alerces. La Ruta 258 que pasa por El Bolsón es la habitual y varias veces recorrida por mí de norte a sur y de sur a norte. Entonces propuse tomar rumbo hacia el este para empalmar en Pilcaniyeu con la conocida (aunque en otras latitudes) Ruta 40. A mis padres no les gustó mucho la idea, decir Ruta 40 para ellos es decir soledad, desolación, ripio en dudoso estado y variedad de posibilidades de aventuras peligrosas. A pesar de las dudas y los temores, como siempre fue, accedieron. -Será mejor que volver a hacer aquel camino infernal de curvas y de tránsito que pasa por El Bolsón –se consoló Bautista. Esa noche previa al viaje, dormimos en el auto frente al Lago Hahuel Huapí porque había una gran tormenta para armar carpa. Las aguas del lago estaban embravecidas y golpeaban una y otra vez contra las piedras. El amanecer no era nada prometedor, cuando aclaró un poco el cielo, decidimos salir y jugarnos una carta con el tiempo. A partir de ahora, transcribo el relato de mi libreta de viaje que acompaña siempre la hoja de ruta.

En cuanto nos alejamos del Nahuel Huapí, el paisaje boscoso comienza a desaparecer entre las matas amarillentas de la estepa. Montecitos cada vez más alejados de cipreses es el único recuerdo de los bosques. El ciprés es el árbol que marca –casi siempre- la transición entre bosque y estepa, es el que soporta mejor las menores lluvias. Los Patagónides presentan formas rocosas que son como una prolongación del conocido Valle Encantado que se encuentra más al norte. Una piedra semeja una mujer de perfil con su vestido largo. Otra, la cara del diablo vista de un lado. Salió el sol entre nubes oscuras y resultó de una belleza indescriptible, el paisaje de por sí ocre (dado la época otoñal) se transformó en oro, algo sobrenatural, mágico. Cruzamos el valle del Río Pichi Leufú y llegamos a Pilcaniyeu: pequeño pueblo solitario en medio del llano. Desde allí comienza la soledad más infinita, más absoluta. El pequeño camino parece una viborita atravesando el desierto patagónico, grandioso, inconmensurable. El viento era un canto de melodías oscuras y el cielo de gruesos nubarrones parecía un cortinado escondiendo


los rayos del sol divino que al asomar su rostro encrespado entre las nubes, entregaba a la ocre pradería, inverosímiles tonalidades entre blancas, marrones y amarillas. No existen árboles, ni casas, ni pájaros. Grandes extensiones de campos ocupados por lejanas y escondidas estancias. Sólo se escucha la disonante melodía del viento frío como un trozo de hielo y el camino solitario que parece comerse el horizonte y subir hacia el cielo, al precipicio cósmico de las estrellas. En esa soledad de colores hasta lo más sencillo cobra magia y sentido, y el mundo se transforma y es un niño en nuestra alma, inocente y tierno como una espiga de trigo al viento. El paisaje de suaves colinas desemboca en el Valle de las Bayas regado por el río de ese nombre. Abundantes ovejas y vacas daban un toque de encanto y vida.

Dejamos atrás el valle y subimos en forma constante para entrar suavemente en el llano. Empeora la ruta y se avanza con lentitud. A esa altura, mamá comenzó a sentirse afectada por la soledad y su rostro se volvió algo mustio. Enseguida nos encontramos en otro valle: Chenqueniyeu y enseguida vuelve la soledad. Desde allí la estepa es más achaparrada y no se ve ningún tipo de animal (ni salvaje ni doméstico). La única compañía son los palos del telégrafo y los rayos del sol que de a ratos asoma tímidamente. En Chacay Huarruca se ven árboles y una escuela, un grupo de ovejas cruza a la carrera. Encontramos un hombre de a caballo con tres perros… “algo es algo” –pensé. Otra vez el cielo se torna amenazante y el viento parece aumentar. “Es normal”- pensé. Desde arriba, observamos un extenso valle amarillo poblado por las rojas casitas y los verdes árboles de Fitalancao y entre un paisaje de suaves colinas en claroscuro aparece el poblado de Ñorquinco, al que tanto deseábamos llegar por la cercanía de la tormenta. Recién allí encontramos un camión, en los ciento seis kilómetros que habíamos hecho desde Pilcaniyeu no cruzamos un solo rodado. Y bis detuvimos un rato, llovía con sol y viento. Ñorquinco era entonces un pueblo bastante grande con luz a mercurio y un buen ripio. Cuando salió el arco iris, emprendimos la siguiente etapa hasta El Maitén. Lugar donde abunda el Neneo, arbusto típico de la meseta. El ripio magníficamente húmedo nos llevó a valles más verdes. Ingresamos a la provincia de Chubut, a la derecha se veía la cordillera nevada y a la izquierda la sierra de El Maitén. En seguida aparece el verde valle del pueblo por donde cruza el río Chubut. Se ven autos, estancias, árboles, animales; es la vida, el color, la alegría del agua. No volvió a llover y entonces almorzamos junto a un arroyuelo. Hacía mucho frío.


Ya de tarde seguimos nuestro camino, bordeando el río Chubut que se oculta tras añosos mimbres. A la altura de Fitirhuin, torcemos al oeste para ingresar a la cordillerana Ruta 258 donde nos vuelve a abrazar la soledad. Las tonalidades ocres de la pradera se oscurecen y el verde profundo de los bosques naturales de cipreses salpica las colinas suaves, mientras en los fértiles valles surcados por ríos azules, resplandece el pasto amarillo y los álamos entre ocres y verdes canturrean a la brisa leve con su caricia de hojas. El paraje La Bolsa es la antesala al paraíso del Parque Nacional Los Alerces. Cruzamos con carros tirados por bueyes y es como si desde este lugar, surgiese la luz. Hay una soledad suave, acariciadora, donde pastan animales, florecen estancias y valles de ensueño… la tarde se cubre de sol, de sublime luz. Los nubarrones oscuros se disuelven por sobre los picos blancos de las leonadas montañas y los bosques se espesan entre rojizas praderías de rosa mosqueta. Y escondido entre el verde, la castísima imagen del Lago Rivadavia peinado suavemente por la brisa leve y agonizante de la tarde. Bajamos a la casita del guardaparque en su lugar de paz y compartimos un sano momento de amable plática sobre temas naturalistas y conservacionistas. Por él supe que Los Alerces poseía entonces un cuerpo de trece guardaparques muy bien distribuidos cuya eficiente labor resulta de lo mejor que posee el país. “Ojalá fuese en todos lados así”.-pensé. Sin embargo, Los Alerces tampoco están a salvo. Una noticia reciente me conmovió: la desafectación de una gran área del parque para devolver a los pobladores originarios la titularidad de la tierra y para aumentar la explotación agrícola-ganadera. Es solo un proyecto, pero que demuestra el poco interés de los gobiernos por la conservación de la naturaleza, de las áreas naturales del país. Hoy, al momento de reescribir éste libro, no sé en qué habrá quedado ese proyecto. Sí sé que igual, grandes áreas del mismo han sido destruidas por la voracidad de los incendios provocados por la maldad del ser humano y que por la desidia de los gobernantes de turno nunca se logró contar con capacidad de combatir los mismos. El bosque de Alerces o Lahuén que se encuentra en un lugar del parque es el único que queda en pie de una especie condenada a la extinción. Lo terrible es que no es el único caso de litigio: algo similar ocurría en el Parque Río Pilcomayo, en la Reserva Laguna de Los Pozuelos y en el Parque Nacional Calilegua. ¿¡Cuándo comprenderemos el tesoro incalculable que nos brinda la naturaleza?! Sin duda… cuando ya sea demasiado tarde… como ahora, cuando se está tomando conciencia de la importancia de la ecología. Es mejor que vuelva a aquel momento junto al lago Rivadavia donde en la paz del azul lago encontré el paraíso rodeado de rosas mosquetas, de altas y nemorosas montañas.


Allí, junto a la magia ignota del lago, sentada sobre el pequeño muelle donde reposaba la lancha del guardaparque, esperé la noche dibujando en mi mente un mundo de sueños a futuro que en la plenitud de mi juventud veía tan lejanos de cumplir. Hoy, en el ocaso de mi madurez puedo estar tranquila, uno a uno, con tenaz persistencia los fui cumpliendo en su gran mayoría. Pero a pesar de sentirme completa sé que aún faltan algunos más para decir que al fin cumpliré mi misión en la Tierra. Un silencio profundo me rodeó, el agua de ámbar lamía la arena desnuda y blanca, viejos nothofagus con sus retorcidos troncos gruesos, permanecían mudos y silentes protegiéndome. El frío comenzó a bajar a través de un tul transparente y etéreo que se deslizó entre las montañas, la luz fue apagándose muy quedamente al son de la lejana melodía del agua celeste. Presentí la húmeda frialdad de la noche. Las cumbres púrpuras se apagaron y lo oscuro se adueñó del lago. La noche traía hielo en sus manos. El bello paisaje tornó a volverse informe y fantasmagórico. Un aire penetrante comenzó a traspasarme y me heló hasta el alma. Entonces, vestida en nueva luz y esperanzas subí el sendero húmedo y vacío que me condujo al sueño tibio de una noche maravillosa, larga, fría, y que me dejó inmensamente feliz y completa. 7-4-81

Parque de Rosa Mosqueta en la orilla del Lago Rivadavia.

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XL EL BOSQUE DE LA MAR CHIQUITA

Cuando mi amigo Sergio Galassi (un joven observador de pájaros, gran caminador del monte) me invitó a visitar la Mar Chiquita, no lo pensé dos veces, supe entonces que sería quizás la única oportunidad de poder acceder a ese mundo desconocido y casi olvidado donde sabía de la existencia de una importantísima vida animal… el bosque de la Mar Chiquita: “el último paraíso” lo bauticé, cuando supe que es lo poco que queda del monte chaqueño-santiagueño en su parte austral. Sergio vive en Morteros, ciudad del noroeste de Córdoba, desde allí a la laguna hay unos dieciocho kilómetros en línea recta hacia el oeste. Como iba a ser un viaje breve, al tradicional trío se sumó Olga, tenía la esperanza de poder introducirla un poco en el mundo de la naturaleza que tanto amo para distraerla de su monótona vida. Mi paso por Esperanza ( Santa Fe), me permitió visitar al ornitólogo Martín de La Peña, un gran defensor y luchador de la naturaleza al que conocía a través de la correspondencia que intercambiábamos. Me sentí muy feliz de haberlo podido conocer personalmente, es una maravillosa persona, a él le debo mucho con motivo de la edición de mi anterior libro sobre la Fauna Marina Austral. Sus consejos me ayudaron a que ese proyecto viera la luz finalmente, después de unas cuantas piedras que se me presentaron el en camino. Y no me conocía, yo era apenas una escritora que comenzaba su carrera, amante de la naturaleza que se lanzaba a escribir sobre la misma. Es una de las personas que más respeto y admiración ha despertado en mí; no solo porque admiro su trabajo prolífico y profesional, sino más que nada por su humildad para compartir sus conocimientos con la juventud. Cuando llegamos a Morteros, el destino quiso que también llegase la lluvia. Tres días de lluvia, tres días de espera para poder ir a la Mar Chiquita. Esos caminos de tierra, con un poco de lluvia se vuelven intransitables, no hay más remedio –en esos casos- que esperar. Pero la espera no fue inútil, me sirvió para entrar en el clima del lugar y para saber qué habría de encontrar. Además de ver las fotografías que Sergio posee de las aves de la zona, fue muy interesante visitar al señor Francisco Molli, autodidacta, profundo conocedor de todo lo que es Mar Chiquita y su fauna. Posee un gran número de fotos realmente excelentes y sus conocimientos de las aves, de la ecología y de la geografía del lugar fueron más que reveladores. Sin duda, me encontraría con un reducto único, casi desconocido, un verdadero tesoro de vida que debemos luchar por conservar.


Precisamente, existe un proyecto para declarar a la zona “reserva natural” y según lo dicho por el señor Molli, ya tienen un guardaparque instalado en la ciudad turística de Miramar, hacia el oeste. Ciudad que tuve oportunidad de visitar, por desgracia para enterarme de su triste estado, debido –una vez más- a la falta de previsión por parte del hombre. Desde hace unos años la mitad del pueblo está bajo las aguas de la laguna; según parece se habría edificado dentro del perímetro natural de la misma. La alta salinidad de sus aguas impedirá la recuperación futura de ese magnífico lugar turístico. Actualmente, las aguas han perdido gran parte de la salinidad de entonces; tanto, que antiguamente no existía un solo ser viviente en la laguna y ahora hay gran cantidad de pejerreyes, incluso de considerable tamaño. Un ejemplo más –de los tantos que he visto andando el país- de la falta de respeto que tiene el hombre por la naturaleza. Volviendo a la fauna, realmente me asombré cuando Molli me informó que llevaban contabilizadas 239 especies de aves. Hay una variedad más que interesante, e incluso se están descubriendo –poco a poco- nuevas especies para la zona. Algo que se deberá verificar en el futuro. Pero también es interesante el resto de la fauna. Hay allí gatos salvajes, puma, chancho de monte, carpincho, coipo… y dos especies ya desaparecidas como son el yaguareté y el aguará guazú. También es interesante –desgraciadamente- la cantidad de ofidios de todo tipo (venenoso y común) y de algunas especies de abejas muy peligrosas que con sus picaduras han ocasionado más de una muerte en Morteros. Por eso hay que ir siempre prevenido con altas botas y unas pastillas que se deben ingerir en caso de picadura de abejas. De todos modos, lo principal es tener precaución y conocer el monte. Por supuesto, también hay que llevar repelente para resguardarse de la gran cantidad de mosquitos. Los demás insectos no son muy molestos. Aun me falta lo más bello: la flora. Indudablemente es también variadísima; hay allí quebracho blanco, algarrobo, garabato (de hermosas flores amarillas), sombra de toro, mistol, itín, chañar, cactus, enredaderas, palmeras de tipo caranday. Según comprobé después, más petisas que las observadas en el Parque Nacional Río Pilcomayo y de hojas más consistentes aunque también palmadas, a diferencia de las Yatay (del noreste) cuyas hojas son pinadas y de mayor porte. Considero que han de pertenecer a la especie Tritrinax campestris por su altura (10 a 15 metros); la Copernicia alba es mucho más alta (unos 30 metros). Esos días de lluvia, completé mis conocimientos previos a la salida al campo con una visita al Museo Regional Morteros. Creado y atendido por el señor Molli y su mujer, no sólo alberga a muchos representantes de la fauna, sino que también, aspectos de la historia, de la flora, la arqueología, antropología y paleontología del lugar. A esa altura, mis conocimientos sobre la Mar Chiquita eran ya bastante importantes y sin duda sobrepasaban lo que alguna vez había llegado a imaginar. Ahora tocaba comprobar “in situ” todo aquello que se me había presentado con tanto amor. Todo dependía del tiempo… ¡dejaría al fin de llover en esa primavera pasada por agua!


Y sí, al fin la lluvia paró, y pude descubrir ese mundo olvidado y maravilloso que habría de sorprenderme paso a paso. Y el bautismo de fuego ocurrió un domingo por la tarde, después que el sol de la mañana había secado el camino, aunque no del todo, pues en el último tramo se presentó dudoso. Mis padres se negaron a pasar y tuvimos que seguir a pie. Al frente, la azul extensión de la laguna, era el llamado a seguir sin pensar en el calor que con las botas y el pantalón grueso se hacía sentir. El primer lugar que visitamos fue un bosque de añosos paraísos donde se proyecta construir un camping. En las cercanías, Sergio poseía una casilla de observación, pues había estado tomándoles fotos a los colibríes (picaflor verde común) que frecuentaban unas flores anaranjadas que cuando yo llegué ya estaban terminándose. Un nido de paloma con dos pichones, acaparó nuestra atención. Estaba a una altura adecuada para tomarles fotografías, fue tan dulce poder ver con qué ternura nos observaban mientras les tomábamos fotos. En eso estábamos cuando aparecen mis padres y Olga. Al final, se habían animado a pasar y nos dio una gran alegría verlos, fue como ver la luz. Por lo menos, no tendríamos que volver a pie. Desde allí atravesamos un campo arado para dirigirnos al monte natural. Hay que tener en cuenta que muy poco queda de él. No más de unos dos kilómetros rodeando la laguna, incluso ni eso en partes, donde el desmonte llega hasta el mismo pie del agua. Me da cuenta qué necesario es proteger cuanto antes lo poco que queda, de lo contrario, muy pronto, ese bosque, será solo un recuerdo. ¿Hay derecho a destruir así la vida? ¿Tenemos derecho de quitarles a nuestros nietos la alegría de gozar con lugares como ese? Los nidos que primero observamos fueron los de Leñatero o Añumbí que son bastante voluminosos, escuché cantar a los músicos, al chimango con sus gritos y a los horneros. En una de las “entradas” al bosque, Sergio descubrió el nido del carpintero real, rondando andaba la parejita. Y de repente, me encontré en medio del paraíso… Un paisaje de verdes nos rodeó. Fue como una explosión de vida ( la última lluvia le había otorgado una lozanía, una belleza especial). El griterío de las cotorras nos denunció la presencia de sus nidos. Revoloteaban de una palma a otra produciendo todo un estrépito. Allí arriba poseen los nidos de increíble tamaño. En realidad son varios nidos juntos, pues ellas viven en colonias de muchos individuos. Al rato se calmaron y pude gozar de una gran paz, y sentir el crujir de las ramas bajo los pies… en los troncos caídos encontré hongos de colores, las flores silvestres, las mariposas… un penetrante aroma de corteza húmeda, de verde, de suavidad, me colmó el alma y sentí esa sensación de paz y de luz que experimento cada vez que la plenitud de la vida me atrapa.


La tarde estaba llegando a su fin cuando cruzamos la tierra arada para emprender el regreso; en eso, el color diferente de la tierra nos llamó la atención. Grandes insectos pululaban por los alrededores. -¿Qué serán? –pregunté a Sergio. -No lo sé, pero por las dudas, es mejor que sigas caminando, yo voy a investigar. Se fue acercando lentamente y me llamó. Resultaron ser unas hormigas gigantes de grandes alas, aparentemente inofensivas. Les tomamos fotos y todavía me quedó tiempo para presenciar una bonita puesta de sol en las aguas mansas de la gran laguna. Fue un final feliz para mi primera incursión en el monte de la Mar Chiquita. Gran trabajo me esperaba en el día siguiente, mis ojos no habían alcanzado para abarcar lo que mágicamente se me regalaba; hubiera querido pintarlo y fotografiarlo todo. Salimos a la mañana temprano con la intención de aprovechar bien el día. Almorzaríamos todos allí y yo trataría de llevar a Olga a caminar por el bosque. Pero… un acontecimiento imprevisto inauguró la mañana. Los protagonistas: Olga y Virginia. Aclaro que ambas le tienen terror a los ofidios. Estábamos buscando un lugar adecuado para nuestro campamento. Pensábamos ingresar al monte de paraísos pero no había huella; así que Bautista dejó el auto entre unas plantas y bajó para investigar el terreno, bastante blando por la última lluvia. Sergio salió tras él; como tardaban, mamá me envió para que los buscara, pues el sol las estaba molestando. Salí entonces en su busca; pero claro, nos entretuvimos deliberando si se podría o no ingresar a ese lugar y Virginia, impaciente ante la tardanza, salió en nuestra búsqueda. Olga quedó sola en el auto (pues tenía miedo de ingresar al bosque) y fue en ese momento cuando la vio. Dormía plácidamente en una rama, al sol, justo frente a ella. Jamás había visto semejante cosa, comenzó a transpirar y a rogar que viniera alguien. El susto le había obstruido el pensamiento, arriba del vehículo, ¿qué podía temer? En esa incómoda situación se encontraba cuando regresó mamá que no nos pudo hallar. Olga, sumamente asustada, ni la dejó subir al auto. Tartamudeando le decía: -U..una víbora, una ví…víbora… ahí, a… ahí… a… atrás tuyo. -¿¡Cómo!?- gritó mamá sin atreverse a mirar. -Hay una víbora… no te muevas! –le gritó Olga. Mamá se quedó tiesa, sin saber qué hacer. Y en esa situación las encontré yo cuando llegué. Al verla, no estuve segura de qué se trataba, pero lo primero que hice fue reírme del estado en que se encontraban ambas y correr a buscar la cámara.


Cuando me acerqué para sacar la foto, comprendí que era una culebra. Se lo dije al dúo, pero lo único que logré fue asustarlas más cuando vieron que me acercaba para tomar la foto. En eso llegaron Sergio y Bautista. Sergio confirmó mi opinión y papá se entusiasmó. Era una hermosa culebra que fotografié justo antes de que la pobre –sobresaltada en su tranquilo sueño por los griteríos de tanta gente- se deslizara por la rama y desapareciera entre el yuyal. Sin embargo, ese inofensivo movimiento fue suficiente para que Olga y Virginia se terminaran de asustar y salieran corriendo, en busca del camino, mientras gritaban: -¡¡Nos vamos a hacer dedo, nosotras no queremos quedarnos acá!! Era verdaderamente cómico verlas, estaban tan asustadas que a toda costa querían regresar. Cuando las convencimos, decidieron instalarse en la parte descampada que hay frente a la laguna, pero de ir a caminar por el monte… a Olga ni dormida la hubiésemos llevado. Esa mañana hice unas cuantas cosas, por lo menos tomé bocetos y apuntes. Aunque pasamos el mayor tiempo caminando para recorrer la zona. Fácilmente habríamos hecho unos diez kilómetros. Encontramos nidos de quebrantaramas o chingolo grande, vimos varios churrinches, picaflores verdes y pudimos fotografiar a dos pichones de chororó, un macho (color negruzco) y una hembra (color marrón). Nos acompañó muy frecuentemente, el canto del zorzal blanco que también se llama zorzal gato por lo típico de su voz. Hacía calor, pero bajo la sombra magnífica de los árboles no se sentía. El zumbido de los insectos producía un canto especial. Cuando quedaba sola me sentía de verdad feliz. Entonces caminaba en círculo (sin alejarme del lugar preestablecido) entre las enredaderas, las flores, la hierba y era como sentir al silencio ingresar en mi ser para colmarlo de paz. Qué magnífico es el silencio, tan gratificante sentirlo, es estar con nosotros mismos y escuchar nuestra voz interior. Observaba las evoluciones de las cotorras que al ver mi quietud se calmaban un poco. Los claroscuros que producía el sol con las ramas era una creación armoniosa; creo que el ser más inarmónico puede lograr allí, una verdadera armonía interior. En parte, es tan enmarañado el monte que no se puede caminar, generalmente hay que trasladarse por las partes periféricas. Se me hacía difícil conocer los árboles, entre ellos conocí al quebracho blanco, el chañar, el itín con sus inconfundibles espinas, el jume y Sergio me indicó el garabato. Lo más importante de esa caminata fue encontrar en la orilla de la laguna (muy pantanosa y difícil de transitar) un grupo de flamencos rosados bastante importante, y algunos gansos blancos. A los gansos no los pude fotografiar, había que meterse en el agua, pero sí logré fotografiar a los flamencos.


Son de la especie llamada común, nidifican en buen número en la laguna. Recordé las fotos de Molli; cuando antes del crecimiento de Mar Chiquita anidaban en número de 100.000. ¡Qué espectáculo habrían de ofrecer! A la tarde regresé al bosque para tomar más bocetos y fotos. En las próximas salidas, mamá y Olga abandonaron la empresa; sin duda, no nacieron para eso. Aun que estoy segura que si hubiera tenido botas, mamá nos habría acompañado. Aquella mañana salimos bien temprano, pensábamos recorrer otra zona de monte más alejada y había que caminar bastante. Papá se plegó con gusto –él no le teme a nada- Sergio lo admiraba por eso. -Si yo al llegar a su edad, hiciera la mitad de lo que usted hace, me daría por contento –le decía. Al atravesar el campo observé varias liebres, perdices, cuises y muchos tordos renegridos y pechos colorados. Pude conocer a los carpinteros batarás chicos, luego en el monte, encontramos sus niditos. Un magnífico carancho se detuvo sobre un poste, antes de que nosotros pasáramos. Papá se asombró por los hermosos ejemplares de espina colorada que se encuentran en algunos lugares del campo. Pues la espina colorada es su planta predilecta. Íbamos caminando en silencio, siguiendo la línea de un alambrado y buscando un paso adecuado para ingresar al monte, cuando nos llamó la atención un murciélago colgando del alambre. -Parece que está muerto –comentó papá. -No, quizás está dormido –dijo Sergio. Nos preparamos para tomarle fotos. Papá quiso sacarse la curiosidad y buscó una ramita para tocarlo. Sergio lo detuvo: -No lo haga, si está dormido, lindo susto se va a llevar. -No… no creo que esté dormido, está muerto –insistió papá, y le abrió las alas con el palito. El pobre animal estaba muerto de verdad. Se tuvo que haber enganchado durante la noche cuando salen a volar. Seguimos caminando, al poco tiempo Sergio haría un gran descubrimiento que le produjo una inmensa alegría. Hacía tiempo venía buscando en vano un nidito de picaflor. La verdad, que en nuestra andanza habíamos encontrado varios de estos bonitos seres alados, pero nidos… nada. Hasta que lo vio en la parte baja de un arbusto, muy oculto. Dio un salto de alegría, yo no lo hubiera visto nunca, admiré su vista de lince para descubrir nidos. Sin duda, cuenta a su favor con una gran paciencia, nunca se da por vencido.


Tuvimos suerte, el nidito tenía dos huevitos. Le tomé las fotos correspondientes, con bastante dificultad por el lugar poco accesible. El animalito andaba cerca. Quedé maravillada de esa minúscula obra de arte hecha con todo esmero con las fibras más finas y delicadas que ellos se encargan de unir convirtiendo el pequeño hogar en una verdadera joyita. Mientras observaba maravillada esa obrita, vino a mi recuerdo el picaflor del jardín de casa. Él llega todos los veranos a libar mis flores. Tiene un horario, la hora del riego; le encanta llegar cuando yo me encuentro regando y le agrada que lo salpique con el agua, se acerca a la manguera como pidiéndome con su aleteo un poquito de agua. Les gusta mucho bañarse. Papá lo acostumbró a que se ponga debajo de la fina lluvia que él produce con la manguera, luego se posa en alguna ramita y se sacude. Vuelve a las flores o al baño y luego se va. Siempre deseé saber dónde tiene su nido, aunque es sabido que a los picaflores les gusta frecuentar los jardines en busca de las flores que son su alimento. La verdad es que al ver a los picaflores de Mar Chiquita, recordé a mi picaflor y una sensación de ternura me invadió. Me contó Sergio que también se ven (aunque es muy difícil) los picaflores de Barbijo, mayores que los otros y de vientre azul brillante. Y mi incursión por la Mar Chiquita tuvo su culminación en un bosque que parecía escapado de las páginas de un cuento de hadas. Es como en la selva, la luz surge como luciérnagas queriendo penetrar su fresca oscuridad. Es tan enmarañado por arriba como limpio de maleza por debajo. Allí reina el verdadero silencio, el símbolo del amor y de la vida. Me quedo con eso, con ese nido de colibrí, esos otros pichoncitos de paloma, la inofensiva culebra, la pureza de los flamencos, el grito de las cotorras entre las hermosas palmas… me quedo con todas esas imágenes, las que más me conmovieron, y ruego para que se conserve por siempre, mi alma retornó llena de luz, de paz, de belleza… porque “es un grito de coraje, el bosque verde/ de la mar azul/ con la tibieza de sus nidos/ y el zumbido de los insectos/ pidiéndonos perdón/, mariposas y viento,/ silencio, paz…/ un grito de vida/ que me robó el corazón”. 3 al 5/11/85

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Cotorras en las palmas.

Parte del bosque, inmensamente verde.

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MurciĂŠlago enganchado en el alambre.

Nido con huevos, de ColibrĂ­.

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Pareja de palomas en el nido.

MaraĂąa de arbustos, ĂĄrboles y palmeras en el Bosque de Mar Chiquita.

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XLI UNA VISITA DE APURO

La provincia de La Pampa nos ha visto pasar varias veces en nuestro ir y venir por los caminos del país, pero esa vez era mi deseo quedarme unos días en el lugar que bien lo merece.

El Parque Nacional Lihué Calel ha sido creado en el año 1977 sobre 10.000 has. Ubicadas en el centro-sur de la provincia de La Pampa. Allí donde hay un grupito de sierras que no superan los 600 metros pero que crean un ambiente especial para el desarrollo de una rica fauna e interesante flora. Sus paisajes, sumamente agrestes, resultan el libro ideal para aprender sobre la vegetación de una zona donde los típicos paisajes arbustivos de la Patagonia se mezclan con los del monte. Cuando arribamos aquella soleada tarde de marzo, nos encontramos con la moderna edificación de la administración y vivienda de los guardaparques. Mientras hablaba con ellos, iba dándome cuenta que ese parque merecía de mi parte una visita de mayor tiempo, un tiempo que a esa altura del viaje no disponía. Por lo tanto, me dispuse a aprovechar al máximo las pocas horas que me quedaban; pensando siempre en un regreso mucho más tranquilo, regreso que se pudo concretar más adelante y que relato en mi nuevo libro “IMAGINARIO DE AMOR”. De todos modos, tenía entonces, una noche por delante para gozar del lugar. Y el lugar de camping no podía ser más agreste… Cuando le preguntamos al guardaparque dónde podíamos instalar nuestra carpa, señaló hacia abajo un pequeño bosque: -Allá, en esa “caldenada” (bosque de caldenes) tenemos el espacio para campamento, espero que no les molesten los animales porque hay muchos –nos dijo sonriente. -No, de ninguna manera –le aclaré- los animales nos agradan…¡cómo habrían de molestarnos! -¿Qué animales hay? –preguntó Bautista. -Hay mucha vizcacha, realmente está sembrado de vizcachas, y ahí en ese bosque tienen las cuevas, durante la noche las van a sentir… también hay pumas. Suele haber siempre algún grupito descansando bajo los caldenes, hemos comprobado que se alimentan de vizcachas. Le debe haber visto la cara de susto a papá porque enseguida agregó: -Pero es difícil que se dejen ver porque le temen a los dos perros nuestros. Yo me di cuenta que papá no estaba muy conforme con hacer carpa ahí. Dudó bastante, pero al fin se decidió y la armó.


A mamá, ni una palabra de los pumas, porque no deseábamos que se nos fuese corriendo hasta el A.C.A. cuya hostería se encuentra a unos 800 metros del lugar. Ya tenía suficiente con las vizcachas, escuchándolas no durmió en toda la noche. Efectivamente, toda la noche tuvimos la compañía de ellas rodeando la carpa, peleando o simplemente caminando de un lado al otro. Con las primeras luces de la mañana, desaparecieron todas y de los pumas, ni rastros… En realidad no hay de qué temer si uno se encuentra con pumas, porque repito las palabras de Hudson: “no ataca al hombre, aún cuando lo encuentra dormido”. Es más, dice Hudson: “tampoco se defiende contra el hombre”. Como nos quedaban algunas horas, salimos rumbo a las sierras para hacer una ligera recorrida, muy instructiva porque nos permitió conocer en su ambiente –además de los caldenes- los molles, jarillares, piquillines, sombra de toro, barba de chivo, etc. En cuanto a la fauna, pude observar que hay una importante cantidad de pájaros por la intensidad de los trinos y muchos que se nos cruzaban en el camino. Algunos: lechucita pampa, pecho colorado, monjita blanca, gallito copetón, cacholote, etc. También hay martinetas y las dos especies de ñandúes: el petiso de la Patagonia y la Rhea Americana (vi uno con varios charitos crecidos). También hay Maras (cruzamos dos), zorros colorados y algunos grises, guanacos, etc. Y hay ofidios, por supuesto (venenosos y de los otros)… ¡insectos a montones! que molestan un poco pero forman parte del ecosistema. Las sierras son bajas pero muy dificultosas de transitar por ser muy rocosas y ásperas. Ellas son responsables de la existencia de pequeños hilitos de agua (el toque de alegría) y ocultan interesantes pinturas rupestres, testimonios de que allí también vivieron nuestros antepasados y dejaron sus marcas. Por desgracia, el tiempo se me terminó y debí resignarme a conocer a medias un lugar que merece toda nuestra atención, un rincón que forma parte de la generalmente “pasada de largo” provincia de La Pampa. Y creo que Lihué Calel (lugar de vida) es el sitio ideal para descubrirla. 20,21-3-86 y luego 88.

Luz y color en Lihué Calel.

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XLII EL BOSQUECITO DE ARRAYANES

Siempre he querido volver al bosque de arrayanes de la Península de Quetrihué para gozarlo con mayor tiempo, pero nunca más fue posible. Sin embargo, el destino me llevó a descubrir un pequeño bosque de arrayanes de ensueño en la orilla del Lago Verde en el Parque Nacional Los Alerces. Y se convirtió en mi bosque, mi pequeño bosque donde podía pasar las horas en soledad y gozar sin interrupciones de la paz, del silencio y de la visión de ese árbol o arbusto (según la altura) tan terriblemente bello que es nuestro arrayán. Una creación perfecta de la naturaleza: crecimiento lento, hojas pequeñas de verde intenso, flores blancas y tronco de un pálido naranja con dibujos rosados que estando mojado parece más fuerte aún de lo que es.

Tres días debimos quedarnos en Lago Verde para esperar una lancha que nos transportaría hasta el Bosque de Alerces, pero la lancha no llegó… por algún mal entendido que dejó al descubierto la falta de organización dentro del parque. Fue un momento de amargura que deseo olvidar… Y allí estaba mi bosquecito de arrayanes para hacerme olvidar a los milenarios Alerces, los maitenes añosos que habían sido nuestro techo en el Futalaufquén y en cualquier otro árbol que alguna vez me hubiese deslumbrado. Es una zona donde llueve unos 3.000 milímetros anuales, por eso la exuberancia de la vegetación; como durante nuestra estada el tiempo permaneció lluvioso, resaltaba aún más la belleza del bosque que varias veces soportó mi presencia solitaria en busca del rincón ideal. Ese se encuentra en la orilla penumbrosa de un arroyuelo cuyas aguas heladas y transparentes se derraman algunos pasos más adelante en la límpida pureza del Lago Verde. Entre las hojas verdes y brillantes de los arrayanes espiaba la quietud del lago que contaba de tanto en tanto con el ruido del motor de alguna lancha de pescadores. Al frente, la ladera montañosa cubierta de cipreses y coihues; a mi lado, la caricia inmaculada de las flores del chilco, planta que habita las zonas más húmedas del parque. Su color es una mezcla de rojo y azul-liláceo, y tiene la forma de una campanita. Junto a la corteza del arrayán produce una armonía de color. Entre una maraña de raíces y piedras, el arroyo cantarín provoca una pequeña caída de agua que resulta suficiente para llenar de inigualables sonoridades la silente quietud del bosque. En la limpia humedad del suelo cubierto de hojarasca amarillenta, algunas plantitas de radal, ciprés y coihue buscan crecer en medio de ese festival de troncos anaranjados que se desparraman dominantes en el terreno conquistado donde algún coihue más que centenario se eleva majestuoso sobre ellos.


El coihue, es el árbol que más alto crece dentro del parque, es uno de los gigantes del bosque subantártico, superando al Alerce o Lahuén, que cubre una franja casi inaccesible entre el parque y la altura de El Bolsón en plena cordillera. Algunas ratonas que se trasladaban entre las ramas de los arrayanes me rescataron del ensueño en que ese edén me sumía, estar allí era sentir todas las melodías de la vida: las existentes y las imaginarias. Y no pude evitar el recuerdo del gran músico Beethoven y su sensibilidad para captar los sonidos de la naturaleza y recrearlos con su música, mi preferida. También recordé a mi gran maestro Osvaldo Mora (fallecido hacía cuatro meses) y sus frescas, cristalinas y sentidas melodías que parecen expresar al mismo tiempo toda la melancolía y toda la alegría de los paisajes de nuestra tierra, que en el sur y la llanura tienen algo de eso: una romántica y nostálgica melancolía que no sé si tiene que ver con la luz, la suave pureza del cielo, la inmensidad que abraza y comprime el alma, los colores de la tierra, los olores suspendidos en el aire… todo eso que nuestros pintores han sabido expresar en sus óleos. Y pensé que él nunca llegó a conocer lugares como ese… sin embargo, vivían en su fértil imaginación; tanto, que yo podía recordar algunas de sus melodías y asociarlas enseguida con ese lugar como si hubiesen sido realizadas allí, bajo la inspiración de un momento como el que yo vivía entonces. Lo mismo que las melodías de la Pastoral de Beethoven, tal vez él, en Europa, en su época, contaba con lugares así que lo inspiraron. Osvaldo Mora, como ese Beethoven que yo imaginaba, fue un hombre que no salió a buscar los sonidos de la vida, porque los sonidos de la vida llegaban a él día a día, en su pequeño y cálido taller de sonidos: su verdadero mundo, el que muy pocos conocían. Un tímido rayo de sol se filtró entre las ramas verdes obligándome a reaccionar… me rodeaba una realidad maravillosa que existe más allá de la muerte; sensaciones que me acompañaron por muchísimos años, hasta el día de hoy, capaz de emocionarme cuando me transporto a ese rincón de los arrayanes. Dios quiera que el hombre lo cuiden para que otros seres en el futuro puedan sentir semejantes sensaciones de plenitud y de vida como yo experimenté entonces. Mi pequeño bosque de arrayanes existe… y sólo el hombre es el dueño de su destino. 15 al 18-3-86

Chilco del Bosquecito de Arrayanes.

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Disfrutando “mi lugar”.

Mi cuadro preferido “Rincón de los Arrayanes”, elegido como tapa de la primera Antología “Palabras Cercanas” 2012, de la S.E.G.V. Óleo de 70 x 100.

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Sendero atravesado por arroyo cristalino y puro dentro del Parque Nacional El Rey. Salta.

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XLIII CUANDO FLORECEN LOS VADOS

El Parque Nacional El Rey fue creado en el año 1948 sobre una superficie de 44.000 has., ubicado en el departamento Anta de la provincia de Salta y comprende la formación selvática tucumano-oranense. Las lluvias abundantes y estacionales provocan el crecimiento de los numerosos arroyos que bajan desde los cerros circundantes, impidiendo –la mayor parte del año- el acceso al parque. Los meses más apropiados son los de agosto a noviembre. Es de esperar que en el futuro se encuentre la forma de facilitar el acceso durante casi todo el año. Este es el lugar que durante varios años me quitó el sueño, desde el mismo día que me enteré de su existencia. ¿Dónde?, en un mapa del Automóvil Club Argentino. Pues siempre he ido descubriendo lugares posibles de ser visitados, a través del imaginario recorrido por los mapas. Así nace el deseo de llegar a uno u otro paraje y que a veces en la realidad resulta imposible. Por eso, en cada uno de mis viajes, voy fijándome objetivos principales y otros sustitutos en caso de que alguno resulte impracticable. De ahí que absolutamente ninguno de los viajes haya sido un fracaso. Volviendo al tema… la primera vez que intenté acercarme al parque fue en enero de 1979. Claro, la época no podía ser peor… pero entonces yo no lo sabía y aunque lo supiese mis obligaciones de estudiante me permitían solamente salidas estivales. Llegamos a la ciudad de Metán con lluvia y allí pasamos la noche en un bonito camping. Como el nuevo día amaneció espléndido, pusimos rumbo a Lumbreras desde donde debíamos cambiar de ruta. La tierra se veía húmeda, pero para nada barrosa. En ese entonces estaban realizando la pavimentación de la Ruta Provincial 5, de la cual había un buen tramo terminado. Cuando arribamos a Paso de la Cruz, ningún cartel indicaba el acceso de cuarenta y seis kilómetros al parque. Con el mapa logramos encontrarlo e iniciamos bastante ansiosos el tramo aquel que poco a poco nos introducía en un festival arbóreo como no recordaba haber tenido oportunidad de atravesar antes. El camino angosto, en medio de la sombra, estaba muy barroso, pero nosotros seguimos… después de haber hecho cinco kilómetros, aparece un camión transportando varios hombres, papá lo detiene para preguntar. -¿Cómo sigue el camino más adelante?, ¿ha llovido mucho? Los lugareños echaron un vistazo al auto y a sus ocupantes antes de contestar. Uno de ellos lo hizo por todos: -Está muy feo… no creo que puedan pasar los ríos que hay en todo el trayecto, la lluvia los ha desbordado.


A pesar de todo, continuamos, pero no mucho más; cuando papá vio que la zona se ponía fea (el barro aumentaba en forma alarmante), pegó la vuelta sin oír mis protestas y lamentaciones. Él ya estaba convencido y no deseaba esperar a que yo me convenciera, me conocía demasiado… sabía que recién me convencería al quedarnos encajados o una cosa así. Aquel día fue uno de los más tristes de mi vida, no podía resignarme a tener que abandonar la empresa y juré que volvería pronto y con pleno conocimiento de la zona. Cinco años después, pude cumplir la promesa, pero no sin antes tener que pasar por una buena cuota de zozobra.

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Aquel día de setiembre reunía todas las características de los días estivales; así es la primavera en el norte, temperatura cercana a los 30º C. Que resultaba muy agradable, la poesía del entorno rebosante de vida y de color, sólo podía incitarnos a la alegría. En ese clima de gozo y felicidad ante la perspectiva que se nos iba abriendo, recorrimos los kilómetros que separan Joaquín V. González (donde pernoctamos) del acceso al Parque Nacional El Rey. Ahora, la misión que me llevaba allí resultaba mucho más importante que la anterior; tomar apuntes literarios y pictóricos para mi serie “selvas” y contaba a mi favor con interesantes conocimientos sobre el lugar: su fauna, su flora y su clima. Me había tomado tiempo y trabajo para buscar material sobre el lugar en bibliotecas. Todo parecía indicar que no habría fracaso esta vez… Hacia media mañana estábamos en Paso de La Cruz donde me llamó la atención el moderno edificio de una escuelita enclavada en un paraje de ensueño. Había tiempo para ingresar al parque, por lo tanto nos detuvimos en la escuela para dejar mi primer libro de Sonetos. Hoy puedo decir que soy feliz de haberlo hecho, pues tuve la oportunidad de conocer dos excelentes maestros que no olvidaré. Y desde la escuela salí mucho más esperanzada todavía… el maestro nos habló del parque (era un profundo conocedor y caminador de sus ríos). Cuando le pregunté si había vados, me dijo: -Ahora está todo seco, es una época ideal para gozar de las bellezas del parque. Con semejante afirmación ya no cabían dudas de los días idílicos que nos esperaban; bastaba con mirar el cielo tan diáfano, tan transparente y azul, con sentir la brisa tan acariciante y suave o con admirar la lozanía de los árboles engalanando los cerros de color y pureza. Sí, el gran día iba a ser realmente un gran día…


Con esos pensamientos fuimos circulando los primeros ocho kilómetros con una gran tranquilidad y de repente, como una alucinación terrible, allí, frente a nosotros un vado oscuro y amenazante cortando tajantemente nuestra alegría. No lo podíamos creer, a mí, se me vino el alma al suelo cuando observé el desánimo de papá y el temor aflorando en el rostro de mamá. Era largo y negro, intenté caminarlo como es costumbre en mí pero el intento quedó en eso cuando las ojotas se me quedaron pegadas en el aparente barro del fondo. Nos quedamos parados esperando el paso de algún vehículo, pero en vano. Papá cruzó del otro lado donde había una casa, sus moradores le informaron que no tendría problema en pasar pero… Bautista es un hombre que aprendió a no confiarse de los lugareños después de algunos desagradables percances que “por esos sabios consejos” debió soportar. Seguimos esperando, y no pasó nadie. Después de deliberar decidimos volver a la ruta. Mi idea era ir a Vialidad (en Paso de La Cruz) para ver si desde allí podía comunicarme con la intendencia del parque y pedir que me recogieran. El encargado de Vialidad nos comunicó que no había forma de ponerme en contacto con la central de parques y nos aconsejó ir hasta Lumbreras (cuarenta y tres kilómetros) donde está el destacamento policial para intentarlo desde allí. El buen hombre tranquilizó a mis padres, permitiéndoles hacer la carpa en ese terreno en caso de que a mí me recogieran desde Parques nacionales. Ellos iban a verse obligados a esperarme allí. Con todo esto se hizo mediodía, almorzamos en forma bastante precaria por el gran nerviosismo que teníamos ante las circunstancias que se presentaban, y con mucho calor (32ºC.). Luego partimos hacia Lumbreras desde donde regresamos bastante desanimados: la policía tampoco podía comunicarse con Parques. Sus radios no toman la frecuencia de las radios que usan los guardaparques. Pero el policía nos dio una esperanza… -El Intendente del parque suele salir todos los sábados al atardecer, si lo esperan en el acceso quizás tengan suerte. N nos quedaba otra salida, ni soñando papá estaba dispuesto a pasar ese vado negro y yo no pensaba irme de allí sin antes cumplir con mi sueño. Las horas pasaron, ningún vehículo verde aparecía para traernos alivio y la noche se acercaba peligrosamente para dar por tierra con las pocas esperanzas que ya me quedaban. El destino se apiadó de mi situación y la camioneta verde que identifica al personal del parque apareció entre el polvo del camino trayendo una nueva esperanza. El Intendente Jorge Cieslik, su señora e hijos escucharon risueñamente mis lamentaciones. Risueñamente porque no podían creer que papá no se animara a pasar el vado negro…


-No tenga miedo, tiene que pasar perfectamente todos los vados. El primero es el peor porque no se ve el fondo, después hay siete más que están muy buenos, tenemos poco agua ahora, -trató de explicarle el señor Cieslik a papá que parecía no querer convencerse. Al final logró el objetivo que yo tanto deseaba; quedamos en que iríamos juntos y ellos llevarían en la camioneta algunos bultos nuestros previendo que pudiese entrar agua en el auto. Pero debíamos esperar la llegada del ómnibus que traería al guardaparque que habían ido a recoger. Mientras tanto ellos iban a hacer compras a un almacén distante unos seis kilómetros. Y llegó el momento de la verdad; papá debía enfrentarse con el vado negro que en las primeras penumbras parecía aún más negro. Lo alentamos con todas nuestras fuerzas, pues si no llegaba a pasar yo debía irme con el Intendente y ellos regresar a la ruta. Y la verdad que esa idea no me gustaba nada. Y creo que mucho menos a ellos. Cerré los ojos y sentí como el auto pasaba suavemente y con firmeza lo que papá creyó imposible. En ese momento respiramos los tres, la noche se cerró y mi padre adquirió desde entonces una seguridad arrolladora que le permitió pasar fácilmente todos los vados. Y aún protagonizó una anécdota de lo más graciosa. No recuerdo si era el segundo o tercer vado, uno de los más largos en curva. Observó como pasó el guardaparque y se largó suavemente (según los consejos); el agua cristalina brillaba con la luz de la luna llena. Cuando terminó de cruzar me di cuenta… -¡Pasaste el vado sin luz!- le dije asombrada. -¡Cómo estaría de asustado que en lugar de encender la luz alta, apagué todas las luces! –y se reía de su propia hazaña ejecutada por azar. Desde entonces, ya no temió a ningún vado y después de los cuarenta y seis que debió atravesar en nuestras andanzas por los senderos del parque, bien puede autoproclamarse “el rey de los pasadores de vados”. Fue una gran noche que no olvidaré. El aire puro, suave, acariciante, la luz de tantas estrellas y la luna jugando a las escondidas con la espléndida figura de los árboles que se adivinaban en el entorno serrano. Y esa soledad magnífica donde el silencio se engalana de paz y donde florece el murmullo del agua cristalina besando las piedras de colores. Cuando arribamos a destino eran las 10 de la noche y el cansancio nos impedía cualquier intento de hacer carpa. Casi sin darnos cuenta terminamos alojados en la confortable y bella hostería del parque; a diez años de haber pisado el último hotel u hostería o como quiera llamársele, me sentí como trasplantada en un mundo que no era el mío. Esa noche comprendí en verdad cuánto extrañaba la carpa. A la mañana me enteré que a mis padres les había pasado lo mismo. ¡Aleluya!


Parece increíble hasta qué punto uno se desacostumbra a las comodidades y prefiere todo aquello que cualquier despistado creería insignificante frente al confort de un lugar como ese. A la mañana muy temprano abandonamos la hermosa hostería –ideal para quienes gozan con el placer de pasarla bien y sin hacer nada en medio de una naturaleza agreste y bellísima que los abraza – y con gran alegría atravesamos los nueve vados en un trayecto de nueve kilómetros (¡uno por kilómetro!) que conduce al camping del río Popayán. Los vados ya no eran problema… la bolsa tapa-distribuidor que improvisamos con un saché de leche daba excelentes resultados para impedir mojaduras en el encendido. Además, no faltó en ningún caso la inspección al vado de mi parte, lo cual era un placer por la pureza fresca del agua que me mojaba los pies. En el camping nos recibió la soledad, setiembre se despedía con mucho calor y los insectos que eran increíblemente abundantes no nos dejaron en paz. Me propuse no pensar en ello y llegué hasta la orilla del río Popayán (el recibidor de todos los arroyos que surcan el lugar). Y allí, rodeada de cerros boscosos, de piedras y de canto acuático, me dediqué a descubrir los castillos sonoros de las aves que se esconden en la espesura, tomé bocetos para pintar hermosos cuadros a mi regreso, apuntes y escribí bellas poesías. Me adorné de silencio y pronto, con el crepúsculo llegando entre nubes tibias, me fui cubriendo de una ternura tan profunda que creí morir allí, en medio de la promesa que se estaba cumpliendo, del sueño realizado y del desafío logrado. Eran tan profundos los sentimientos de plenitud que experimentaba que en mi pequeña libreta de versos, escribí: “Todo es calma/nada se mueve alrededor/ y los insectos/ buscando mi perdón.// No importa ya que muera/ cuando se ponga el sol…” Con las primeras sombras de la noche pude observar cerca de nuestra carpa un grupito de pavas de monte muy elegantes que parecían mansas. Según nos había informado uno de los diez guardaparques, la fauna del lugar es muy rica y se han amansado, de todos modos no se dejan ver mucho, son de hábitos crepusculares y nocturnos. Principalmente los pumas, las cuatro especies de gatos salvajes, de mono caí, los coatíes y los tapires. El yaguareté se había extinguido en la zona, sin embargo se ha vuelto a ver en algunos cerros inaccesibles. En el silencio del crepúsculo llamó mi atención un picoteo constante que resonaba en la calma. Traté de buscar al responsable de esos sonidos y en un árbol cercano quedé maravillada de la bella visión. Una pareja de carpinteros, picoteaban la corteza de un árbol. Lamenté la poca luz que me impedía poder fotografiarlos, enseguida los identifiqué como carpintero negro dorso blanco o cabeza roja. Son de color negro con una mancha tipo óvalo en la espalda de color blanco. La cabeza es roja con copete rojo en el macho y negro en la hembra. La noche clarísima y silenciosa invitaba a permanecer fuera de la carpa gozando de la paz y de los misteriosos claroscuros. Entre la enramada, suavemente movible, se descolgaban las estrellas. Me pareció increíble, que después de haber vivido tantas emociones en mis andanzas


por la tierra, pudiese sentir cada vez, una sensación nueva. Pueda asombrarme y gozar cada instante como algo nuevo y diferente. Es ese milagro del ser, cuyas reacciones nunca dejarán de sorprendernos. Ahora sé que la felicidad puede existir en cada instante de la vida si sabemos abrir el corazón al misterio, a la sorpresa, a la emoción y al asombro. Con la llegada del nuevo día, volví al río para culminar los apuntes pictóricos que había iniciado la tarde anterior. Y tuve oportunidad de gozar con el despertar de las aves, su canto me fue envolviendo y olvidé que los insectos, habían dejado su marca en mi piel. Enseguida me envolvió el canto del chingolo que luego vi también, una de nuestras aves más características. Siempre visitan el patio de mi casa, las veo en los árboles del pueblo y cuando salgo al campo… las había encontrado en el sur, cerca de las pingüineras y ahora… las encontraba en el río Popayán del Parque El Rey. Me sentí identificada con ellas, porque al igual que yo se sienten bien en cualquier lugar de paz y luz. Frente a mí, en un árbol seco, se posó una garcita blanca; estuvo bastante tiempo, dándome oportunidad a que pudiese dibujarla. En la espesura llamó mi atención la presencia azulada y pequeña de unos cuantos pajaritos que pude identificar como Tacuarita azul. Cruzando vados nos internamos en las sendas más remotas que fueron dejándome todo el sabor de las selvas verdes y los ríos de plata. La maraña arbórea es en parte impenetrable. Hay gigantes verdaderamente dignos de ser alabados, con más de veinte metros de alto y más de un metro de diámetro. Estos son los cedros, nogales y pacaraes que crecen con gran fortaleza. Enredaderas y lianas cuelgan por doquier. Hay una flor que llamó mi atención y es la del llamado cardo chusa en muchos lugares, pero es más conocido como caraguatá o caraguatá-í. Su flor es de un bello rosado con puntas azuladas. Es una bromeliácea que crece tanto en el suelo como en los troncos de los grandes árboles donde se comporta como epífita. El sotobosque es una maraña de ramas y hojas casi imposible de sortear, donde reinan las sombras totales a pesar del sol pleno en medio del cielo azul. La falta de viento crea ambiente propicio para los insectos que juegan con nuestra paciencia, las ramas lastiman y el calor sofoca. En realidad no anduve demasiado por esos lugares por el temor a los ofidios, pues hacía calor para andar con botas y no me sentía segura con las zapatillas. En esos lugares descubrí uno de esos arbustos tan difundidos en nuestro país, el medicinal Palán Palán de flores amarillas e invasor de techos y tapiales. Me resultó tan familiar como el chingolo. En los terrenos baldíos de mi pueblo siempre hay alguna planta, hasta tengo en el patio de casa sin que las haya plantado. Las he visto crecer entre las piedras de las montañas y es lo primero que ve el viajero al arribar al pueblito de Iruya en Salta. Y si la memoria no me


falla lo he visto en algún lugar de la Patagonia y en varios lugares más del país como jardines de San Luis. Las especies arbóreas del parque son realmente numerosas, pero también es cierto que hay lugares que guardan la desolación de grandes devastaciones provocadas por el hombre en épocas pasadas. Claro ejemplo es un paraje que todos denominan Santa Elena. Fui hasta allí por curiosidad y la imagen que observé me dejó sumida en la tristeza. Predomina el color amarillo de la paja y la mirada se pierde en busca de algo verde, el sol castiga sin piedad, no hay sonidos, es el silencio de la muerte… ¿Cómo es posible ver eso a tan solo pocos metros del paraíso verde? Sí… el hombre lo hace posible cuando se propone destruir sin el mínimo conocimiento sobre las leyes naturales. El contraste lo ofrece Laguna de Los Patitos. Donde reina la paz entre todas las aves acuáticas que hay elegido el pequeño espejo de agua para vivir. El amanecer en ese lugar es un canto a la vida y a la ternura, porque los sonidos acuáticos despiertan a la alegría de vivir cada día en la agreste pureza de lo que les pertenece. Allí pude observar una gran bandada de cuervillos de cañada, gallaretas y el bonito pato picazo. Algunos gallitos de agua y un buen número de garzas brujas tan mansas que me permitieron fotografiarlas de cerca. Y fue también allí que tuve la suerte de ver cruzar el camino a una elegante corzuela que me sorprendió sin la cámara fotográfica para mi desgracia. En los alrededores de la Intendencia puede verse una chuña de pata roja amaestrada que pertenece a la familia Cieslik. Me contaba Alicia (la esposa del Intendente) que están confeccionando una lista de aves y ya llevan unas doscientas, lo que indica cuán importante es la avifauna del lugar. Ana, la joven maestra de una escuelita que hay antes de la entrada al parque y que es además esposa de uno de los guardaparques, me explicaba cuánto lucha para tener su quinta, pues resulta que las charatas (las hay en cantidad) dan cuenta de sus verduras. Las charatas pertenecen a la familia cracidae, son aves grandes, parecidas a las pavas de monte que se alimentan de frutas, semillas, flores e insectos. Habita las selvas y los montes en cuya espesura construye su nido. Parque El Rey es uno de esos lugares que no se me olvidará, no sólo por las características de su paisaje, su flora y su fauna, sino también por la calidez de su gente, esa gente que vive apartada de la civilización por amor a la misma naturaleza que yo amo. Mi breve paso por allí me permitió conocer a personas maravillosas, plenas de vida, sensibles y cálidas. Ejemplos a imitar sin duda. Especialmente me identifiqué con dos mujeres jóvenes, llenas de inquietudes, compañeras ideales de sus maridos en la ardua y hermosa tarea que éstos realizan día a día en distintos parques del país. Una es Alicia, amante de la pintura naturalista a la cual entrega muchas de sus horas libres, una tarea que realiza realmente muy bien. Pasamos agradables horas hablando del tema, intercambiando experiencias y contándonos nuestra forma de trabajar.


La otra es Ana, que también gusta de la pintura y de la lectura de poesías. Nuestra conversación se hizo bastante extensa porque ella estudió muchos años de piano y tuvo una experiencia muy parecida a la mía cuando quiso ingresar a un Conservatorio oficial. Hoy es maestra y como recién llegada al lugar, se siente feliz de dar clases a los niños de la zona y acompañar a su esposo en la tarea maravillosa de proteger la naturaleza. Ambas, provocaron en mí una sana envidia, yo también soñaba por entonces encontrar un compañero que trabajase para la naturaleza a quien acompañar, amar y dedicar mi vida futura; en sublime comunión con un entorno natural, agreste, lejano y placentero. Por muchos motivos no me sentí feliz cuando tuve que partir… me sentí como un ser de ningún lugar y de todos. Como andar y andar, pasar por cada lugar, amar, recoger amor y luego partir. ¡Cuánto ansiaba mi corazón tirar anclas en un lugar así para siempre de la mano de un gran amor! Pero mi destino no era ese, sin duda, conocía gente distinta, dejaba mi recuerdo en ellos y me llevaba el de tanta gente que he querido –que quiero y recuerdoporque ellos también han querido a los animales y los lugares que yo amo. A la mayoría no los he vuelto a ver… pero siempre hay un lugar en mi corazón para cada uno de los seres que me han dado felicidad, que me han ayudado a cumplir mis sueños. Es como sentirse permanentemente acompañada, aun en medio de la soledad y yo sé que allí…”Quedará mi fantasma/ anhelante de ternura/ por los senderos de sol y viento/ de quietud y sombras, / colgado de enredaderas/ y flores silvestres, / voz de los grillos y aves,/ ternura de corzuelas/ cruzando la vida…/quedará mi fantasma/ por toda la fuerza que posee/ mi sed de amar…” 29-9 al 2-10 de 1984.

Lugar donde acampamos cerca del río Popayán. 242


Lavando en el rĂ­o PopayĂĄn.

Laguna de los Patitos.

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Flor de Caraguatá-i.

Imponente El Chaltén o Fitz Roy. Parque Nacional Los Glaciares. Santa Cruz.

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XLIV EL CHALTÉN

-Creo que falta poco –le dije a Bautista cuando comenzamos a transitar una lomada de ocres tonalidades con rumbo a los cerros que no podía ver aún. Y aligeré el paso llevada por la ansiedad de ver más adelante. Añosos ñires con sus hojas entre verdes y moradas nos iban guiando hasta el final. Cuando vi que el sendero se perdía en una gran extensión rocosa, comprendí emocionada que sería ese el final de nuestra caminata… ¿Vería al fin los cerros nevados? Algunas gotas seguían cayendo desde nubes perdidas, el viento era suave y el frío se toleraba perfectamente en ese atardecer de otoño austral. Casi corrí entre las rocas y lo primero que vi fue el Cerro Torre, comencé a gritar como loca ante esa visión espectacular de nieve y de hielo, ante el panorama que paso a paso se presentaba más imponente a mis ojos descomunalmente abiertos. Corría de un lado a otro tratando de verlo todo, cada cual más digno de admiración. Papá estaba mudo, no lo podía creer… había llegado hasta allí valiéndose de un gran esfuerzo y lo había logrado… su orgullo era evidente. A su edad, y sin entrenamiento previo, hizo gala de un gran estado físico en ese mini andinismo que le abría las ventanas o las puertas de un mundo único y desconocido, al alcance de jóvenes, de aventureros, de muy pocos… Una serie de montañas majestuosamente blancas, cubiertas de glaciares y de rocas dominan la escena. Por abajo, corriendo en lo profundo de una oscura quebrada cubierta de árboles, transita el río Fitz Roy que termina uniéndose al río de las Vueltas, cuyo zigzagueante recorrido por un verde valle que rodean picos nevados, observábamos magníficamente desde nuestro altísimo punto de mira. Un aire helado soplaba suavemente y el sol, oculto entre bruma gris, apenas si iluminaba las laderas de las otras montañas del frente. Había paz, soledad, silencio, el dominio de lo grandioso, de lo más puro, un poco de celestial, un poco de terreno, la armonía ideal. Para completar, una celeste lagunita rodeada de ñires encendidos era el toque de poesía y de luz necesaria para convertir en mágica la realidad. La sensación de estar allí era hermosa pero la luz se iba acabando con el ocultamiento del sol tras los glaciares, urgía ponerse a trabajar… De regreso, todavía me quedó tiempo para quedarme unos minutos sola sobre el puente que cruza el arroyo de cristal; mientras mi padre recorría el último tramo del sendero, y yo escribía en mi libretita: “El silencio y el frío me acompañan, y siento una inmensa paz espiritual. Puedo decir que soy feliz de verdad. Cae la noche, el cielo está azul, las nubes casi se han esfumado todas, creo que


mañana será un gran día y esta noche una hermosa noche. Quiero disfrutar hasta el cansancio y quedarme con esta paz de ensueño, con esta soledad de vida en medio de un paisaje idílico sobre la tierra”.

El Fitz Roy o Chaltén es uno de los cerros más bellos de nuestros Andes Patagónicos por su forma más que especial, culminando como si fueran agujas. Su altura de 3.375 metros lo convierte en una meta ideal para los andinistas. Pero además del Fitz Roy, unos cuantos cerros muy nevados, con atrayentes glaciares lo acompañan, conformando un todo magnífico para realizar excursiones de variado tipo. Los más interesantes son: el Cerro Torre de 3.128 metros, el Cerro Egger de 2.450, el Techado Negro de 2.173, un verdadero manto nevado, el Saint Exupery de 2.580, el Poincenot de 3.036 cuya forma picuda y blanca atrae la paleta de cualquier pintor, la mirada del fotógrafo, el Guillaumet de 2.503 metros y el Mermoz de 2.754 metros. Este magnífico panorama de glaciares atrae a un gran número de andinistas que fijan sus campamentos en el paraje Río Fitz Roy, lugar donde hace poco se fundó el pueblo de El Chaltén, dentro del parque Nacional Los Glaciares. Y justamente El Chaltén era mi meta al arribar por segunda vez al Parque Nacional. Pero enseguida me di cuenta que no sería nada fácil y que como lugar bello y ansiado, habría de seguir la regla que creó papá y que dice: “todo lo mejor en la naturaleza es de difícil acceso y casi sin excepción, con los tramos finales más que dificultosos”. Por eso –pienso yo- llegar al fin a esos lugares produce un placer indescriptible que no tiene comparación con ningún otro tipo de placer. -Son noventa kilómetros de camino desconocido, sin duda de gran soledad y con este viento infernal que tenemos de frente, temo que no me alcance la nafta para regresar –sentenció Bautista pensativo. El tiempo se estaba poniendo malo, había nubes muy oscuras para completar el panorama gris. Mientras decidíamos qué hacer, almorzamos unos trozos de queso con tomate en el auto que se bamboleaba todo sacudido por el viento… en medio de la nada. Hasta que llegó la decisión final por parte de mi padre: -Vamos hasta Tres Lagos, prefiero hacer esos treinta y cinco kilómetros dos veces a quedarme sin nafta. -Muy bien, vamos –le dije ya resignada. Esos treinta y cinco kilómetros resultaron una odisea, porque la ruta 40 estaba pésima allí, mucho peor que ocho años atrás. En el ACA de Tres Lagos comenzó a llover y el frío se volvió intenso. Hacía 10ºC pero parecía mucho más.


Descansamos un rato, yo observaba la bandera prácticamente destrozada que el viento parecía no dejar en paz. Por su estado deduje que los vientos serían casi constantes. Y no era la única bandera que había visto así en toda Santa Cruz… la provincia venía sufriendo un gran temporal de viento del cual nosotros habíamos agarrado la cola (¡cómo habrá sido antes! – reflexioné mientras miraba nuestra destrozada y descolorida bandera). Al cabo de un rato de inercia nos dimos cuenta que había que arriesgar (como siempre) si deseábamos lograr algo. Por lo visto, el clima estaba malo y la soledad iba a seguir siendo soledad en esos parajes tan lejanos. Las pocas gotas que caían no constituían una gran amenaza y por el oeste se veía el cielo más claro. Más bien parecían nubes aisladas que largaban gotones. “La voluntad de mi padre vale oro” –pensé cuando lo vi hacer esos horribles treinta y cinco kilómetros sin un rezongo. En cuanto tomamos la Ruta 524, la situación mejoró porque extrañamente la encontramos bastante buena. -Sin duda, la razón de ello ha sido la reciente creación de El Chaltén –le dije a papá. Durante treinta kilómetros pude manejar, pero después las profundas huellas y el aumento del viento me hicieron pasar el volante “al maestro”. La visión del Lago Viedma es casi continua, algunas estancias van rompiendo la monotonía de la estepa medanosa con cerros redondeados. Antes de llegar al río Barrancas comenzamos a observar en la lejanía y sobre las aguas celestes del lago la imponente belleza del Glaciar Viedma, con su forma de cristales como helados de crema, donde se producían destellos de luces cuando alumbraba el sol. Pero los cerros del frente estaban cubiertos de nubes fantasmagóricas… Después de cruzar el puente sobre el río de Las Vueltas, está la entrada a parques Nacionales y allí sí, comienza otro cuento… quince kilómetros que se hacen interminables ( no solo por la lógica ansiedad que a esa altura es insoportable), sino porque la ruta deja de ser ruta para transformarse en huella con tramos de piedras desnudas y dispersas, cortadas y vueltas que el auto lucha por salvar. El último kilómetro debimos hacerlo a paso de hombre… hasta que por fin aparece la construcción de la confitería (que no funcionaba) y la casa del guardaparque, más adelante las calles ya delimitadas del futuro pueblo y el puente que se construía sobre el río Fitz Roy. Un bosquecito de ñires ya morándose servía de lugar para camping, montañas rodeándonos y una fina aguanieve cayendo en medio de los rayos del sol. Era ya el final de la tarde, con 5ºC de temperatura y algo menos de viento. El tiempo que nos quedaba sólo alcanzó para armar la carpa, cenar y acostarse a dormir, con el deseo de que el día amaneciese con buen tiempo, para poder ver el Fitz Roy y poder trabajar… Y amaneció un día muy frío (0ºC) y ventoso. Esa noche tuvimos viento permanente y el sonido que sacaba a las hojas de los árboles y entre los desfiladeros de las montañas, resultaba


enigmático, como trueno, ciclón, mar embravecido, glaciar quebrándose, río despeñándose, avalancha… algo casi sobrenatural. El Fitz Roy no se dejaba ver a pesar de que el cielo era azul por el este, los pájaros despertaron tarde por el frío, vi un gran número de chingolos desperezándose en un gran arbusto de calafate, salí a recorrer y vi dos zorrinos patagónicos que rondaban el camping y papá junto un buen puñado de achicoria silvestre que se convirtió en ensalada para la comida del mediodía. Un grupo de andinistas partió hacia la montaña haciendo caso omiso del aguanieve que caía. Con papá decidimos cargar con nuestro equipo y salir a investigar, enseguida descubrimos los dos senderos, de ambos escogimos seguir los “autoguiados” ya que íbamos solos. El sendero comienza bordeando un arroyuelo de aguas cristalinas y heladas, en cuya orilla resplandecen los ñires otoñales, después de cruzar un puentecito sobre el mismo me quedé a pintar una cascadita de agua transparente, oculta entre las piedras y los árboles. Una delicia. Desde allí comenzamos a subir alegremente con la visión de un panorama cada vez más grandioso. Enseguida una bifurcación nos indicó que había un sendero largo y otro corto; como el corto lo vimos muy empinado seguimos el largo. La trepada no era fácil pero la hicimos bien. Desde lo alto pudimos apreciar la grandiosidad del paisaje: el valle multicolor, el río de las Vueltas, su unión con el Fitz Roy y algunos cerros nevados que las nubes habían dejado al descubierto… entusiasmados por la agreste belleza del paisaje se nos fue la mañana y sin llegar al final del sendero largo, optamos por regresar antes de que mi pobre madre entrara a preocuparse. Por la tarde se puso feo y quiso llover, pero a eso de las 16 horas, abrió el cielo, se vio el sol y calmó el viento. La visión bastante buena del Torre nos decidió a intentar nuevamente la trepada. Papá decía que estaba descansado y tenía tanto deseo como yo de llegar a las cercanías del Fitz Roy. Ambos, íntimamente, sabíamos que no se nos podía negar esa vez. Para variar, tomamos el sendero corto y en media hora llegamos al final, a pesar de la empinada trepada que nos tocó realizar. Mi padre estaba entero. Desde allí pude apreciar muy bien el valle y los ríos, una postal de imponente, serena y agreste belleza. Como el tiempo estaba bueno y nosotros teníamos el ánimo bien arriba, decidimos llegar al final –sea como sea- del sendero largo. No éramos andinistas y lo sabíamos, pero necesitábamos observar esos cerros que adivinábamos imponentes; además, ¡qué placer intenso caminar por los cerros matizados con bosques de ñires, piedras y matas de color! El placer de sentirnos libres y dueños de nuestra tierra, en armonía total con la naturaleza, sintiendo la vida como una bendición suprema.


No me había equivocado al escribir que sería una gran noche, pues aquella resultó espléndida, calma y fría. A las 21.30 horas hacía 2ºC, y el día amaneció con una gruesa capa de escarcha y -4ºC. Y los cerros… ¡oh los cerros magníficos que comenzó a iluminar el sol!, parecían emerger de la bruma, como una ilustración de alguna película ambientada en un planeta lejano y desconocido. Ya pasó tanto tiempo de aquellos emotivos momentos, y sin embargo sigo estremeciéndome como entonces; cuando salí a fotografiar ese conjunto de montañas magníficas, irreales, que rodean al Fitz Roy o Chaltén y que son de las más bellas que posee nuestro país, y también me aventuro a decir que del mundo. Un lugar de ensueño como pocos, un rincón para recordar, para volver, para venerar. Ese, como tantos otros rincones agrestes de la provincia Austral que algún día me enamoró, y por la que hoy sufro al pensar en qué la convirtieron gobernantes corruptos que sólo vieron en su increíble belleza, una formidable manera de obtener poder y dinero. 7 al 9-3-86

El Cerro Torre.

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Con Bautista en la caminata hacia El Chaltén.

Cabaña de ensueño en centro de Esquí La Hoya en Esquel.

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XLV LA SORPRESA BLANCA DE AQUEL AMANECER

La lluvia había cesado cuando abrí los ojos, la claridad del nuevo día empezaba a filtrarse entre las hojas húmedas de los maitenes añosos que teníamos de techo. El cielo parecía estar muy cubierto, me fijé en el termómetro: 5ºC. Un frío intenso había invadido el tibio interior del auto. El viento había cesado por completo, lentamente el despertar de los pájaros trajo rítmicas melodías; me bajé del auto que había sido mi cama y un extraño aire golpeó mi rostro. Mi vista se perdió hacia el oeste y en medio de la suave penumbra de la aurora naciente de aquel 9 de abril, se abrió ante mi vista –como si el cielo hubiese descorrido sus telones de nubes para despejar el misterio oculto- una cadena de cerros inmaculadamente blancos. Aquello era nieve… ¡nieve!, nieve fresca, pura, regalo de la noche. ¡Todo el valle ocre y verde rodeado de cerros nevados! Cuando el sol comenzó a jugar con las nubes, algunos rayos se filtraron dándole a la nieve, brillantez de aluminio. Me quedé absorta, en silencio, contemplando el paisaje que tanto había cambiado, sin dejar de asombrarme por la siempre sorpresiva y desconcertante naturaleza. Cuando nos dispusimos a dormir aquella noche, jamás hubiésemos imaginado tamaña sorpresa. Habíamos pensado armar carpa en el lago Futalaufquén pero… oscuros nubarrones nos hicieron dudar. No estábamos seguros si serían de lluvia o de frío, por eso resolvimos no armar carpa aquella noche. Entonces, nos dirigimos a Trevelín, el bonito pueblo de origen galés que en ese idioma significa: “pueblo del molino”. Mientras recorríamos el hermoso valle 16 de octubre, observábamos cómo el cielo se volvía de colores indefinidos, contrastando su negritud con el entonces intensamente ocre paisaje otoñal de los campos y el extraño verdor que los manchones de árboles desplegaban. Admiré una vez más ese valle de ensueño, que alguna vez, en la lejana primavera del año 1985 el Teniente Coronel Luis Jorge Fontana (por entonces Gobernador del Territorio del Chubut) tenía el privilegio de descubrir. El Teniente Coronel Fontana… ese gobernador inquieto, siempre dispuesto a conocer a fondo el territorio que debía gobernar. Un gran explorador, rústico y amante profundo de la naturaleza. Hombre del sur y hombre del norte. Porque también él, había sido gobernante y explorador del agreste y hostil territorio chaqueño. Una vez más me veía transitando ese valle que tan bien bautizó Luis Jorge Fontana como “el valle más majestuoso de la cordillera austral”.


Allí se establecieron muchos colonos galeses que llegaron con él desde el valle inferior del río Chubut; valientes colonos que no temieron a la soledad logrando hacer de ese vergel el hogar permanente. Cuando llegamos a Trevelín, comenzó a caer una fina llovizna, nos apuramos en buscar refugio para pasar la noche en el auto. Unos hermosos ejemplares de maitenes, en las afueras del pueblo sirvieron para tal fin. La noche llegó rápidamente con la intensificación de la lluvia que se hizo intensa y continuó durante toda la noche acompañada por un fuerte viento. Nubes negras habían ocultado por completo las desnudas montañas y el maravilloso valle galés de Trevelín se cubrió de sombras, de lluvia y de frío.

Ese día, durante toda la mañana cayó aguanieve y el sol tímido no alcanzó a entibiar el aire; la temperatura no superó nunca los 12º C. Nació el deseo de reconocer la nieve que , estaba segura, caía en las cumbres de las montañas. Alentada por el sol y la ansiedad creciente de descubrir lo que nunca había tenido la suerte de admirar de cerca, convencí a mis padres para ascender al Centro de esquí de La Hoya en Esquel. Ellos también tenían curiosidad, por lo tanto fuimos con una gran alegría y una fuerte emoción. El sol se filtraba entre las nubes, produciendo en las montañas continuos cambios de tonalidad. El viento, silbaba amenazante como un duende de la nieve. Al avanzar más y más, yo presentía la fiesta que me esperaba. La presentía en el aire, en el silencio, en los campos níveos que fulguraban con brillo propio y santo. La presentía en el aguamiel helado, en esos bosques de ñires, de lengas elegantes que derraman en los otoños, una gama insólita de colores. Una sinfonía de púrpuras y ocres, marrones y naranjas, rojos y amarillos, estalló en armoniosos acordes puros. El paisaje se florecía en belleza a cada paso; crecía, subía de tono en las montañas nevadas y los bosques cinabrios. Era un “in crescendo” continuo, amenazante y triunfal que estalló al final en una explosión de timbres musicales maravillosamente combinados con una grandiosa composición. El sol jugaba a escondidas con las nubes grises, un manto blanco cubría las laderas anaranjadas de bellos bosques púrpuras, ocres, marrones y verdes. Finos copos caían incesantemente, goteaban desde las ramas, un colchón blancuzco jugaba en contrapunto con las hojas leonadas y verdes. La soledad me golpeó con el viento helado que traspasó el abrigo. Salté alegre entre las piedras de un arroyuelo cristalino y gélido que se deslizaba entre los troncos caídos que cubría una fina túnica blanca. En medio del bosque, una cabaña de madera


y un puentecito cubierto de escarcha, ponían un toque humano a la exaltación de la naturaleza. Amé el silencio, la paz sagrada y soñé… soñé ser árbol para tener sobre mí la caricia blanca de la nieve y ser el sol que juguetón, alumbraba el bosque dándole mayor brillantez a la belleza de sus colores. Caminé bajo las ramas sintiendo gotear el agua nívea, pisando la húmeda lozanía de los troncos y la tierra. El termómetro marcaba -9ºC. y yo supe que la vida puede ser luz si sabemos amarla, puede ser sol si sabemos gozarla y puede ser sorpresa y misterio si sabemos conservar siempre esa cuota de asombro y de humildad frente a todas las manifestaciones de la naturaleza. Aquella mañana aprendí una lección más de entrega y de sacrificio, para lograr el premio de la felicidad, de la vida y del amor. 9-4-81

Camino a La Hoya. Esquel.

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Descansando camino a la Cormoranera.

Grupo de gaviotines que se alborotaron cuando pasamos.

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XLVI EN BUSCA DE LA CORMORANERA

En Punta Tombo había estado cinco años atrás cuando comencé mi recorrida por reservas faunísticas de la provincia de Chubut ya con la idea naciente de un futuro libro dedicado a nuestra fauna austral. Entonces, estuve a punto de visitar la cormoranera de la zona, pero tenía que recorrer unos cuantos kilómetros a pie por la costa y el tiempo me lo impedía. Quedé con las ganas… más porque sabía que era un apostadero muy importante de esas aves tan bellas de nuestro mar. Por eso, aquel día de febrero llegué dispuesta a visitarlos sí o sí; más después del desastre que provocó en la colonia una gran creciente marina que en el año 1984, barrió con sus nidos, matando pichones y obligando a las aves adultas a emigrar a otros lugares, entre ellos, los apostaderos de Isla Roja. Gran sorpresa tuvimos cuando llegamos a Punta Tombo y nos encontramos con nuestro amigo guardafauna Héctor Olsen, el que habían trasladado desde Cabo Dos Bahías donde nosotros lo conocimos la temporada 1981/1982. También fue una sorpresa para él, ya que llegamos sin anuncio previo. Después de recordar los momentos juntos, de ver mi libro y de enterarme del estado de mis queridos animales de la reserva, me habló de la triste situación que atravesaba la cormoranera y me invitó a visitarla. -Pueden ir mañana temprano, porque van a tener unas cuantas horas, siguiendo la costa no se pueden perder. Ante sus palabras me sentí dueña del paraíso, poder compartir unos momentos de mi vida con las dulces criaturas del mar me ponía totalmente eufórica. Pena que Héctor no podía acompañarnos porque estaba a cargo de los visitantes turísticos de la reserva. Pero igual, era todo lo que podía pedir, unas horas de comunión con ellas para que mi vida adquiriera verdadero sentido. Salimos con Bautista con las últimas sombras en un día fresco y casi sin nubes. Debimos cruzar toda la ciudad de los pingüinos, tratando en lo posible de que no se asustasen. Pero allí son tranquilos porque están acostumbrados a ver gente, pues son muchos los investigadores que usan esa pingüinera para sus estudios. Circular por una de estas ciudades en horas de la madrugada es un espectáculo inigualable que no se puede vivir en ningún otro momento del día. La mayoría se encuentra en la entrada de sus cuevas y como son sectores de alta densidad en nidos, la imagen parece irreal con esos juegos de luces y sombras que provoca la alborada en el sur. Sus voces se extienden en concierto majestuoso y celestial, sin la interferencia del viento, ausente todavía de la escena.


Grandes grupos de juveniles cambiando el plumaje, se apiñaban en las playas esperando el momento de la partida temporaria hacia el mar. Antes de llegar a la Punta Tombo, encontramos un grupo de ñandúes que se dejaron fotografiar. Después supe por Héctor que hay buena cantidad y son sumamente mansos. Para entonces, circulábamos acariciados por la luz del sol y el viento comenzaba su diario trajinar por la extensión patagónica. Después de pasar la Punta Tombo, descubrí con mi prismático una pequeñísima isla atestada de lobos marinos y gaviotas. Los abrigos empezaban a molestarnos, el esfuerzo de la caminata caldeaba nuestros cuerpos y le propuse a papá dejar las camperas en algún lugar. Se nos ocurrió dejarlas en uno de los tantos cajones-nido que los científicos habían distribuido por el terreno para estudiar el comportamiento del pingüino. Y ahí quedaron, para siempre… porque nunca más pudimos dar con ellas. Inútilmente buscamos el cajón-guardarropa a nuestro regreso. Las camperas pasaron a engrosar la lista de “objetos perdidos en tránsito”. Y en Comodoro Rivadavia tuvimos que comprar otras. La mía, aún después de tantos años la conservo con emoción y a veces la suelo usar cuando voy al campo. Seguimos caminando, cada vez con mayor dificultad porque el viento iba aumentando y el mar nos mostraba un oleaje que poco a poco crecía en altura e intensidad. Gordos nubarrones se encargaban de ocultarnos el azul puro del cielo y el sol jugaba a las escondidas con ellos. Un grupo de magníficos lobos marinos machos, descansaban felices y despreocupados en la playa blancuzca de arena y canto rodado. Pasamos con cuidado por detrás de ellos, cuando se dieron cuenta, escaparon prestamente al mar sin pensarlo demasiado. Desde ese lugar y con la ayuda de los prismáticos, podía divisar la zona de nidificación de los cormoranes; aún había un buen trecho para caminar y el viento se estaba poniendo insoportable y amenazaba con llevarse todo; hasta el trípode podía salir volando si no lo sujetábamos. Par entonces comenzamos a extrañar las camperas, pero había que seguir… Enseguida avistamos una gran zona de nidificación de gaviotas cocineras que eligieron una gran loma rocosa. Paso a paso me asombraba más y más, era un mundo de vida, de color, de sonidos que no hubiese podido imaginar nunca. Encontrábamos desde ostreros comunes y negros a petreles y skúas. Me acerqué a las gaviotas cocineras que formaban un nutridísimo grupo en la cercanía del mar. Sus voces llenaron mis oídos de música salvaje mezclada con ruido de mar y de viento que no cesaba de hacer oír sus rugientes lamentos cada vez más desafiantes para nuestra precaria condición de seres humanos. Pero seguimos cada vez más entusiasmados con la cantidad de especies e individuos que encontrábamos. “Esta es la soledad que amo” –pensé, feliz de un nuevo hallazgo y una nueva vivencia. Enseguida nos encontramos frente a un numeroso grupo de gaviotines que ocultaron la celeste luminosidad del cielo con sus revoloteos, y un torrente de voces finas y cristalinas se derramó sobre nosotros, dejándonos un baño de melodías silvestres. Como dueños del


paraíso, al cual cada vez acude menos el hombre, más que nada porque se ha encargado de destruirlo. Luego aparecen los primeros nidos de los cormoranes. Es increíble ver ese terreno barrido, devastado, y uno se pregunta cómo pudo el mar llegar hasta esa altura. En un pequeño sector más alto un grupo de no más de trescientos animales trataban de pasar inadvertidos a nuestra mirada. Predominaba la especie cuello negro sobre la imperial o real. Muy pocos pichones quedaban en los nidos, quizás porque estábamos en la etapa final de la crianza de esa temporada… es una pena lo que pasó, era una de las colonias más grandes del país, en un lugar tan bello, aparentemente ideal. Yo me pregunto si volverán algún día todos aquellos que se fueron… (*)

El regreso fue mucho más penoso porque teníamos viento en contra y su intensidad tan fuerte nos obligaba a detenernos de a ratos, ya que nos agotábamos en la lucha por avanzar. Las piedritas nos golpeaban el rostro y mi gorrito amarillo desapareció con una velocidad tal que no me dio tiempo para retenerlo y mucho menos para encontrarlo. Era mediodía cuando llegamos al refugio, casi seis horas de caminata que demostraron la fortaleza (una vez más) de mi padre. Allí nos esperaba mamá sumamente inquieta y preocupada a pesar de todo lo que Héctor le decía para tranquilizarla. Al rato nos encontrábamos despidiéndonos de nuestro amigo, prometiendo regresar una vez más. Al poco tiempo me atraparía la nostalgia por todo aquello. La reserva quedó en buenas manos, y deseé que nunca llegue nadie allí para alterar a tantos seres nuestros que viven en paz. Pasó mucho tiempo… demasiado… a pesar del fuerte deseo de volver para quedarme, mi vida pasó, quizás demasiado rápido, y de aquel paraíso con sus animales y su gente, poco y nada he llegado a saber. 27-2-86

(*) Al año y siete meses volví a Punta Tombo para observar los pingüinos en estado de incubación y según me informó Héctor Olsen, la cormoranera seguía sin recuperarse.

Luna llena en Puerto Madryn.


Paredones de Talampaya. Figuras de astronautas.

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XLVII EN LOS DOMINIOS DEL SILENCIO

27 de mayo de 1987. Lugar: Ciudad Perdida en el Parque Provincial y Nacional Talampaya, provincia de La Rioja. Casi mediodía. Sol a pleno, aire diáfano, nieves lejanas, viento helado… 5º C. de temperatura. A cincuenta kilómetros de la Ruta Provincial 26, soledad infinita, silencios prístinos.

Me encontraba petrificada en medio de un natural mirador de roca al cual se accede haciendo equilibrio para no marearse y caer al vacío, a mi lado, don Raúl Ricardo Narváez (descubridor de Talampaya y verdadero dueño de todos esos parajes) me observaba sonriente y feliz. Algo más atrás, papá no imaginaba mi sorpresa y mamá luchaba con el viento y sus temores. “Todo esto es ahora para mí” repetía una y otra vez mientras observaba la gran vastedad hacia uno y otro lado y sin saber por dónde comenzar mi trabajo ni con qué comenzar. El viento helado se encargó de precipitar mi decisión ya que no iba a poder aguantar mucho en esa posición. ¡Qué premio tenía ante mis ojos! No tiene precio para los coleccionistas de paisajes insólitos como soy yo. Es la Ciudad Perdida o Agua Escondida según la bautizó F.Kirbus (aunque se refería a un lugar más lejano tal vez). A mis pies, los majestuosos y desérticos alrededores. Abajo, en una in mensa hoyada, las extraterrestres formaciones de la ciudad de areniscas rosas, con franjas naranjas, grises y verdes. Al frente, el volcán piramidal Mogote Negro que es guía desde la Ruta 26. Al noroeste el espectacular nevado de Sañogasta y Famatina y al suroeste la línea increíblemente lejana de la ruta que cruza los llanos verdes y luego, muy lejos pero patente en el fondo azul del cielo, la precordillera andina cubierta de nieves frescas. Es increíble… ¡cómo puede existir un lugar así en nuestra tierra! La emoción se justificaba, no había sido nada fácil llegar hasta allí. El único acceso: dos ríos (secos en invierno, como todos los ríos de la zona) cuyos nombres son inolvidables: Tres Suris y Gualo. Son cincuenta kilómetros por lecho arenoso de río que gracias a la escarcha de la mañana se encontraba más endurecido. Por las dudas íbamos bien provistos de pala, maderas, nafta y una hora límite para el regreso. Algo he aprendido de este viaje magnífico: nada es imposible si el que maneja es Don Narváez y el vehículo una Ford F. 100. ¡Qué personaje Don Raúl Narváez! Imposible deprimirse o aburrirse con él al volante, con sus infinitas anécdotas vividas en Talampaya desde que era niño y andaba varios días a caballo o a pié descansando bajo la luz de las estrellas que en esos parajes que nadie sabía existían, parecían tan cercanas y guías de almas solitarias. Sería maravilloso que un día Don Raúl escribiese un libro con sus vivencias tan frescas y que él sabe contar con alegría, espontaneidad y un gran sentido del humor.


Así llegamos a un gran algarrobo, lugar de campamento donde se inicia la caminata. Lo hicimos lentamente porque teníamos que ir trepando médanos rosados de arena semiblanda. Pero la caminata más importante la realizamos “dentro” de Ciudad Perdida, por los caminos que marcan los ríos al recorrer ese gran laberinto de ruinas. Al entrar allí se pierde toda sensación de estar en la Tierra. Pareciera que hubiéramos abandonado el planeta y comenzamos a circular por el suelo de otro planeta cuyos habitantes son tan invisibles como el viento que allí parece no soplar, como los pájaros que no se escuchan porque ese es un territorio vedado para ellos. Caminando y caminando por esas insólitas formaciones producto de grandes cataclismos que sacudieron la zona Talampaya-Ischigualasto millones de años atrás, se pierde toda noción de tiempo en la felicidad de ir descubriendo paso a paso formas diversas: torres, agujas, columnas, casas, rostros, un arpa, un lobo marino, un grupo de gauchos… todo en ese suave rosa que no se puede definir porque es distinto a todos los rosas conocidos y en algunos cortes de naranjas, grises o verdes. ¿Plantas?, tan sólo la uña de gato que crece rastrera cerca de los ríos temporales. Lo demás es un mundo fantástico que parece regalar vida en medio de la muerte. Por eso no es de este planeta, es de otro donde el concepto de vida adquiere otra dimensión para sus habitantes. Porque no creo que exista algún ser de la tierra que se sienta vivo en un lugar así; es una sensación, un sentimiento que se apodera del alma que al entrar en ese santuario de paz y de silencios no tiene que ver ni con la vida ni con la muerte. Es mucho más profundo y etéreo que el sentimiento de vida o de muerte, es un sentimiento de purificación, de privilegio por estar ante la obra de la naturaleza que nos convierte en insignificantes seres vivientes. Estar dentro de ella, sentir único y total que está mucho más acá de la vida y mucho más allá de la muerte. Es como estar soñando un sueño que nunca podremos volver a soñar.

Antes de continuar relatando mi aventura en Talampaya, quiero hacer algo de historia. Este parque provincial que ahora es nacional también, es un lugar turístico, faunístico, geológico, paleontológico y arqueológico, en sus 270.000 has. de reserva. Dice Carlos Decaro que “tres grandes momentos impactan al quehacer científico: un importante período geológico, un decisivo ciclo en nuestra evolución biológica y la presencia de nuestro hombre prehistórico a través del grabado o petroglifos. Como antecedentes históricos, sabemos que fue un paso obligado desde San Juan-Jáchal hacia Chilecito-La Rioja”. Se refiere al cañón del río Talampaya, río que tiene sus nacientes en las Sierras de Sañogasta (hoy atravesadas por la famosa Cuesta de Miranda), y culmina en el río Bermejo, del otro lado de las Barrancas Coloradas en San Juan. Y dice luego Decaro: “Las caravanas pasaban por la Puerta, y atravesaban el cañón con serio riesgo de ser asaltados en La Horca, reducto de bandoleros durante la segunda mitad del siglo pasado. Sus macabros vestigios aún se conservan en el interior del cañón”. Esta historia parece recordarnos los episodios del oeste norteamericano, más si comparamos en el gran Cañón del Colorado. Sin embargo, más imponente y espectacular es en sus


comienzos el Cañón de Talampaya, según los entendidos, no tanto por su altura, sino por lo angosto del paso y la belleza de las paredes rojas. Hace unos 200 millones de años el paisaje de Talampaya era sumamente fértil con el Océano Pacífico muy cerca. Una gran vida vegetal y animal fue desarrollándose poco a poco hasta adquirir características importantes. Grandes reptiles y bosques de coníferas se destacaban en un paisaje lacustre y cálido. Pero de a poco comenzó a elevarse la precordillera, las aguas se fueron desplazando y con el levantamiento andino los vientos húmedos del Pacífico dejaron de soplar por esas regiones y así desaparecen los grandes reptiles y la flora de entonces, siendo reemplazados por mamíferos y vegetales adaptados al nuevo clima árido y seco. De la época en que Talampaya estaba cubierta por grandes extensiones lacustres –explica Decaro- los aluviones depositaron en sus suaves pendientes grandes acumulaciones de óxidos y cenizas volcánicas que le dieron la coloración actual. Al levantarse posteriormente la zona ya desértica y árida, su estructura de areniscas sedimentarias se fue resquebrajando. Y los vientos y las lluvias se encargaron de modelar sus bellas formaciones actuales. Mi primer viaje a Talampaya sirvió para entrar en contacto con su historia y conocer a Narváez. Desde ese momento supe que volvería para recorrer todo el cañón del río a pesar de las dificultades. Narváez prometió ser mi guía si traía un permiso especial, ya que la entrada a la reserva estaba entonces estrictamente controlada y no podía hacerse sin guía. Algo que igual, aún hoy, es imposible si no se cuenta con guía porque el único acceso posible es el mismo río cuyo lecho ofrece un número de dificultades sumamente peligrosas y que sólo un guía baqueano de la zona puede sortear. Además, es fundamental para cuidar el recurso natural del mal uso turístico del mismo. De todas maneras, el circuito turístico no pasa los 10 kilómetros, aunque el total es de unos 50 kilómetros con vehículo y 12 a pie. Al menos, así era entonces. La entrada al río se realiza en La Puerta, lugar donde la anchura del río es considerable y la altura de los paredones rojos de unos 150 metros no parece tanta por esa misma amplitud. Se encuentran en grandes piedras que tienen que haberse desprendido de lo alto donde la coloración es mayor debido al bióxido de manganeso que forma una pátina oscura. En general, los motivos son abstractos, pero llama la atención unas figuras tipo astronautas o seres extraterrestres. Pero los estudios no están terminados para saber realmente el significado. A poco de andar se descubre la grandiosidad de los paredones verticales de belleza indescriptible. En una gran curva del río nos encontramos con un verdadero parque botánico que forma un laberinto verde con sabor a misterio. Internarse por sus senderos sombríos y aromatizados con las esencias de árboles propios del lugar produce una sensación de paz y de alegría que corona la cercana majestuosidad de las paredes rojas y la azul transparencia de un cielo limpio. Son unas 4 has. Donde pueden encontrarse todas las especies representativas del lugar, gracias al reparo y a la humedad del subsuelo que logra otorgar a las plantas una lozanía, verdor y crecimiento inusual para el entorno árido. Hay allí algarrobos, tusca, chañar, molle, breas, jarilla, retamo, lata o pus pus, atamisqui, chilca, pichanas. Es un edén en miniatura donde el


suelo arenoso de color rosa se ve oculto por una alfombra de hojas y flores. Un paraíso escondido, mi lugar privado de inspiración. Siguiendo el lecho arenoso encontramos la “Chimenea”, “el cóndor”, “el rey Mago”, Las catedrales, La ciudad en ruinas y “El monje” (majestuosa piedra de 53 metros de altura que se yergue sola en medio del llano rodeada por guanacos libres y una serie de formaciones que semejan ruinas). Aquí se cumplen los primeros diez kilómetros y culmina el circuito turístico. Hoy, puede extenderse un poco más con guía. En ese punto, una soleada, fría y calma mañana de otoño iniciamos la aventura de la mano de Don Raúl Narváez, dispuestos a llegar a las lejanas y peligrosas nacientes del río ¨Talampaya, en un lugar fantasmagórico que llaman los Cajones. Los próximos diez kilómetros fueron más que difíciles en algunos pasos pero con fe y coraje llegamos hasta Los Pizarrones, en medio de un paisaje prístino de areniscas rojas y árboles verdes con enredaderas de flores rojas. Esta perfecta pared fue usada como pizarrón por nuestros antepasados para dar rienda suelta a sus necesidades artísticas. ¿Qué significan esos dibujos tan extraños? Un caballito de mar, una ballena, un delfín, un feto y varios signos de animales desconocidos o abstractos. ¿De dónde conocían esos mensajes nuestros antecesores? Enigmas que seguirán discutiendo los arqueólogos. No había mucho tiempo para detenerse a pensar, pues nos esperaban treinta kilómetros de río que no sabíamos en qué estado habría dejado la última lluvia y nevada. -¿Será posible que podamos llegar? –pregunté una y otra vez a Raúl Narváez. La contestación era siempre la misma: -Seguro que vamos a llegar, cuando Narváez emprende algo nada puede detenerlo. La cara de mamá decía por sí sola que no estaba nada tranquila, papá seguía conversando para ocultar su nerviosismo y yo lo observaba todo con ansias de no perderme nada de lo que quizás nunca volvería a experimentar. Algo que efectivamente ocurrió. Porque nunca más pude volver. La mañana continuaba espléndida y calma, la visión de la Sierra de Sañogasta intensamente blanca se veía imponente e idílica. Los paredones comenzaron a estrechar el camino, limitándonos en nuestras posibilidades de transitar con vehículo, hasta que se arriba al punto donde la angostura ya no permite que pase el vehículo, y lo debemos abandonar para continuar a pie. La caminata puede extenderse hasta doce kilómetros, según el estado físico de las personas. Es dificultoso caminar porque se asciende y el agua cristalina del río no deja mucho espacio para poner el pie.


Es la gloria… o es el infierno. Según como lo tomemos. Desde lo estético es glorioso, justamente es la exaltación de la belleza en grado sumo que nos brinda la naturaleza agreste. Los altísimos paredones rojos parecen querer unirse en lo alto dejando un paso cada vez más estrecho por donde se las arregla el río cristalino que tiene por lecho la arena roja y las piedras que ocasionalmente se desploman desde lo alto. En partes no puede haber más de cuatro metros de ancho. El cielo en su pequeña franja visual es de un azul extraterreno, el silencio es grande, cósmico como si formase parte del gran vacío celestial sin vida. Algunos rayos de sol se introducen en el pasaje encendiendo en colores sublimes la belleza rojiza del lugar por donde corre el río. Pequeños arbustos incrustados en la roca son el toque diferente para la uniformidad de rojos. Visto desde el punto de vista de la seguridad, resulta un lugar infernal de extremo riesgo por varias razones: existen pumas en cantidad (sus huellas lo confirman) aunque su actividad la realizan en la noche. Hay buen número de vacunos salvajes que tienen para ellos la gran inmensidad de las sierras. Sus huellas aparecen perfectamente marcadas en la arena blanda, pueden haber bajado o subido por el mismo paso que nosotros transitamos. -¿Qué pasa si aparecen? –le pregunté a Narváez. Sonriente me contestó: -¡Hay que correr! No me hizo ninguna gracia, correr entre las piedras y la arena mojada hasta el vehículo lejano lo veía como una utopía imposible de lograr. Mientras tanto debía cuidarme de no meter el pie en algún fango y enterrarme hasta la rodilla. Además teníamos que observar hacia arriba por las dudas no cayese alguna piedra, algo perfectamente factible según Narváez después de una lluvia que puede llegar a ablandar los apoyos. ¿Algún otro riesgo? nos preguntábamos y se preguntarán. Y sí, hay otros… -Hoy es un día especial, sin una pizca de viento, -dijo Raúl- pero se equivocan si piensan que es siempre así… la mayoría de las veces sopla con una furia incontrolable y arrasa con todo lo que encuentra. Al observar la estrechez del cañón pude hacerme la idea terrible de encontrarme con el viento. -No olvidemos tampoco –prosiguió Narváez- que es zona sísmica. Y si ocurriese, no saldríamos con vida de aquí. -Y el agua del río… -siguió- hay que ver en verano las crecientes que bajan con una fuerza que arrastra piedras y hace vibrar el piso a doce kilómetros más abajo. Para salvarse habría que trepar unos diez metros que es la altura que en este lugar alcanza el torrente. -Imposible –dije- trepar estos inmensos paredones verticales. Y lo miré a don Raúl. La respuesta suya fue una sonrisa llena de misterios.


Habíamos recorrido unos seis kilómetros cuando llegamos a un lugar llamado “La Cueva del Diablo”; es un túnel angosto que se pierde como en un embudo entre las paredes rocosas. En esa gran grieta de aspecto más que temible, un gran pozo de agua amarillenta deja ver pescaditos que saltan y juegan en la prístina soledad que el silencio acompaña. Es sublime, ni un ave, ni una brisa, ni un susurro de agua, pues allí el río ya no se ve, corre subterráneamente nos informó Don Raúl. Poco más adelante culminó la caminata porque el cansancio y el tiempo nos vencieron. El frío intenso comenzó a molestar (en ningún momento la temperatura superó los 9ºC.), trozos de hielo brillaban a la luz del sol que lograba penetrar e iluminar a las sombras. Pronto abandonamos tan hermoso como peligroso lugar, ya en bajada fue más rápido y como a las 3 de la tarde hicimos un alto en pleno sol para almorzar. A las 16.30 horas estábamos en El Monje, allí nos encontramos con el otro guía que llevaba un grupo de turistas. A éstos les llamó la atención vernos venir en dirección opuesta, y preguntaron a Narváez de dónde veníamos. -Desde allí –les dijo, señalando el inmaculado y lejano cordón de Sañogasta. Los turistas se quedaron mirándolo sin comprender. -Es muy lejos, ¿no? –inquirieron. -Sí, pero salimos temprano, a la mañana, con una fuerte helada y anduvimos todo el día. Y Don Narváez continuó relatando nuestra aventura. Quedaron un rato escuchándolo asombrados mientras yo seguía tomando fotos por los rincones. Los Cajones de Talampaya es uno de esos lugares que no podrían existir ni en la imaginación más fértil y sin embargo existe, está allí, esperando la visita de los pocos audaces que se arriesgan a llegar y a caminar en busca del misterio de la luz y de las sombras. Hoy tengo el recuerdo sublime de esos momentos. Las fotos, los cuadros, las poesías… y la música, sí, porque ese magnífico y único lugar inspiró obras para mi estudio de composición. 2-11-86 y 25 a l27-5-87

El pizarrón.


Pasaje a la luz. Parte angosta del ca帽贸n de Talampaya. Bautista parece una hormiguita en el imponente entorno.

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El monje. Reflejado 4 veces con el fondo nevado del cord贸n de Sa帽ogasta.

Pintando y escribiendo en Ciudad Perdida. Al fondo el cerro Mogote Negro.

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Cormorán gris en Isla Elena, ría Deseado.

Un descanso en la lancha, después del trabajo.

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Visitando la Gruta de la VĂ­rgen.

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XLVIII NAVEGANDO LA RIA DESEADO

La Ría Deseado siempre despertó mi curiosidad pero… la suerte no me acompañaba hasta aquel inolvidable momento… El Doctor Marcos Oliva Day, que recorrió toda la costa de Santa Cruz en kayak me informó de la existencia de las siguientes especies (y me entusiasmó para salir a navegar):pingüino Magallánico y de Penacho Amarillo (en isla Pingüinos, a veinticinco kilómetros al sur, es el lugar más septentrional donde anidan), gaviotas cocineras, gaviotas australes (una bellísima gaviota de color gris indefinido, con alas y cola negra manchada de blanco, patas y pico muy rojo-anaranjado), cormoranes de todas las especies, orca, toninas overas, flamencos, cisnes de cuello negro, garza blanca, lobo marino de un pelo y algunos de dos pelos, elefantes marinos, ostreros negros y overos, gaviotines, skúas y chorlo blanco gigante. Desde la costa tuve un anticipo de ese mundo animal maravilloso cuando al bajar la marea quedan charcas entre las rocas. Allí acuden gran cantidad de aves a pescar y bañarse. Me quedé frente a ellas y dejé que el tiempo pasara soñando con besar las aguas casi siempre encrespadas de la ría (penetración del mar en el río Deseado en un trayecto de unos cuarenta kilómetros). Ese trayecto es ideal para la fauna porque encuentran paz en las distintas islitas que adornan la ría de aguas celestes. El día 11 de noviembre de 1987 la suerte estuvo de mi lado y pude ¡por fin! salir a navegar, pero antes de poder gozar con ese espectáculo ¡cuántas vueltas di por esa bonita ciudad que es Puerto Deseado para conseguir un medio de movilidad acuático!... En cuanto llegamos a la ciudad fuimos a visitar a nuestros amigos de Librería Espíndola donde se vendían mis libros y allí Dany nos envió hasta Turismo, mientras él trataba de comunicarse con el Dr. Marcos Oliva Day. En Turismo no me prometieron nada pero dijeron que buscarían una lancha para la mañana siguiente. A todo esto Dany había hablado con gente de la radio para que me hicieran un reportaje. Y allí también prometieron conseguir una lancha. Gran revuelo armé en el tranquilo puerto del sur. Durante la noche llovió muchísimo y amaneció gris y con más lluvia. La tenue esperanza se diluía con el mal tiempo. En Turismo no habían conseguido nada hasta ese momento, pero tuve suerte porque Dany logró comunicarse con Oliva Day en el Juzgado de Paz. Hacia allí fuimos. ¡Qué paciencia la de mis padres! Después de explicarle que era mi deseo recorrer la ría, me aconsejó ir a Prefectura Naval. -Véalo al Prefecto Mayor Osvaldo Siepe, ellos tienen la lancha guardacosta que es más segura para andar por la ría. Desde ahí mismo habló por teléfono pero Siepe no se encontraba en Prefectura, entonces dejó un mensaje de que le digan al llegar que yo lo vería más tarde.


Salí más esperanzada de la entrevista, de todos modos ya tenía decidido seguir viaje a Tierra del Fuego en vista del mal tiempo, pero igual quería dejar todo encauzado para mi regreso. Antes de salir de la ciudad pasé por Prefectura y tuve suerte porque el Sr. Osvaldo Siepe pudo atenderme. Enseguida dispuso prestar apoyo para mi tarea, aunque había un inconveniente… -El problema es que en esta semana no vamos a poder porque el personal está ocupado en ejercicios militares conjuntos, además, habría que ver el clima, principalmente que no haya viento ya que bajar a las islas en bote de goma desde la lancha, habiendo mucho viento es imposible. -No se preocupe –le dije- porque nosotros hemos decidido seguir viaje al sur, pensamos estar de vuelta en diez días, entonces podría intentarse si es que el tiempo nos ayuda. -Ah… perfecto, mejor así, en cuanto lleguen búsqueme, deje un mensaje en la guardia si no me encuentra, y veremos lo que podamos hacer. Esos diez días fueron un paréntesis a la esperanza, de todos modos, la ansiedad me carcomía; temía que algo pasara para abortar mi sueño. El lunes 9 de noviembre llegamos a Puerto Deseado con un excelente tiempo. Enseguida me comuniqué con el Sr. Siepe. -Mañana a las nueve la espero acá, si amanece como hoy, con poco viento… haremos el viaje. Por supuesto que en ese lugar no se puede pretender que no hay viento… pero la esperanza era real. La mañana se presentó tentadora para cumplir con el sueño porque estaba seminublado y con viento bastante suave. A las nueve llegamos a Prefectura, preparados para embarcar, pero… otro problema iba a surgir de repente. Hablé con el Capitán a cargo, quien me informó que justamente esa mañana necesitaban el guardacostas, pero me prometió tenerlo libre para el día siguiente. “Ya será tarde” –pensé llena de decepción, sabiendo como cambia el tiempo en el sur. Además, no era el único problema: se les había roto el motor fuera de borda del bote de goma, y me pidieron que tratara de conseguir uno en el Club Náutico. Volví al Juzgado para hablar con el Dr. Oliva Day; mis padres estaban completamente decepcionados y cansados ya, pero yo no iba a abandonar ahora, tenía que seguir los trámites hasta el final. Le expliqué mi problema a Oliva Day. -Lo mejor que puede hacer –dijo- es verlo a Luis Diez en Vialidad, él es el presidente del club y puede conseguir el motor. Después me enteré que Diez resultó ser el Intendente electo. Con toda la resignación y voluntad del mundo puse rumbo a Vialidad donde encontré a Diez. Me presenté y le expliqué el problema. Se mostró algo indeciso, no era fácil conseguir un motor fuera de borda en poco tiempo. ¡Increíble!


-Para el jueves tal vez lo consiga. -El jueves ya es tarde, Prefectura tiene la lancha libre mañana, y yo no puedo perder más tiempo. -Está bien, trataré de buscar algo antes. Me fui muy desilusionada, las cosas se habían complicado demasiado. Pero a pesar de todo, traté de pasar bien el día y esperar… Y al fin llegó el día 11… para que sufriera un poco más, amaneció un día especial. Un día único según dicen allí, uno de esos días que no se dan casi nunca. La ría celeste era una charca porque apenas corría una brisa suave. El sol caldeaba el aire elevando la temperatura a límites veraniegos. El cielo despejado invitaba a tostarse con su luz… “¡Dios mío!, si pierdo este día, nunca más se me dará una oportunidad así” –pensaba mientras iba camino a Prefectura. Cuando llego, me informan que no se había conseguido el motor. Desde ahí mismo le hablé por teléfono a Diez para apurarlo. Más no podía hacer, estaba haciendo lo posible. Al rato llegó el Prefecto Mayor y ante mi preocupación decidió hablar él con Diez para resolver la situación; sin duda que él tampoco deseaba que yo perdiese esa mañana especial. Cuando colgó el teléfono lo vi decidir resolver el problema por su cuenta. Tomó la decisión –en vista de que no había viento- de acercarme a las islas por medio de un bote a remo. Cuando todo estaba listo –para entonces eran las diez de la mañana- nos mandó al muelle para embarcar. Estábamos a punto de subir a la lancha cuando llega una arden de abandonar el intento y dirigirnos al Club Náutico porque el Sr. Luis Diez había llamado para informar que tenía una lancha a motor manejada por Antonio Lamas, compañero de Diez en Vialidad, al que pidió nos acompañara. Para eso, tuvo que darle permiso para ausentarse del trabajo. Al rato de arribar al Club Náutico, llegó Lamas con un muchacho amigo muy amante del agua y su lancha prestada. Recién entonces… pude respirar tranquila. Eran las 10.30 horas de una mañana hermosa.

¡Qué simple placer navegar rodeados y acompañados por las gráciles y simpáticas toninas overas que tienen en la ría su lugar de cría! Saltaban cerca en un juego encantador de alegría y plasticidad. O de gran cantidad de pingüinos que habían salido a pasear, flotando sobre el oleaje manso, con sus ojitos de luz viéndonos pasar, o los cormoranes (de cualquier especie porque están todas) sobrevolándonos en su búsqueda de alimento, bandadas de gaviotines pescando, algunas gaviotas australes, cocineras y parda… todo ese mundo de vida nos acompañaba mientras yo, Bautista, Antonio Lamas manejando y el muchacho, navegábamos acariciados por la brisa fresca y salpicados por el agua transparente con aroma a mar.


Grandes bancos de algas marrones rodeaban las islas, y había que ser baqueano para poder sortearlas sin engancharlas con la hélice del motor y llegar así a las costas de canto rodado de las idílicas islas. Primero nos dirigimos a la isla Chaffers en la entrada de la ría (se se prefiere península porque cuando baja la marea queda unida a la costa). Allí observé gran cantidad de pingüinos y gaviotas cocineras anidando, los primeros bajo las matas de zampa y las segundas en la arena, rocas o canto rodado de la playa, casi en la línea de la marea alga, usando (para adornar el nido) algunos caracoles y algas. Todos poseían huevos y reinaba la paz. Desde ese lugar la vista de la ciudad y el puerto es maravillosa. Seguimos navegando hacia la isla Elena o Barranca de los Cormoranes (también península si se quiere). Es un lugar increíble, como balcones naturales al mar. En eso huecos (a veces de increíble estrechez) se instalan los hermosos cormoranes Grises, especie muy escasa que habita exclusivamente en la ría Deseado y quizás en Cabo Blanco y Cabo Curioso, lugares todos muy inaccesibles. En otro sector se ubican los de cuello negro aunque en menor cantidad. En esas alturas han de correr el riesgo que los pichones puedan desbarrancarse ante cualquier descuido de sus padres; pero sin duda que hay elegido un lugar de ensueño, de quietud, de belleza y de luz. Después de admirarlos un largo rato, sacar fotos y escribir, seguimos navegando hacia la Bahía Uruguay. En la pequeña isla Quiroga no se ven muchos pingüinos pero sí en la gran isla (en realidad son dos) de Los Pájaros. Un lugar muy diferente a todos los lugares donde ellos anidan en otras zonas del país. Es una isla cubierta de matas de Zampa o Atriplex, que como son muy coposas le prestan una protección total del sol y depredadores aéreos. Son escondites ideales; allí pude observar los primeros nacimientos. También tenían pichones las gaviotas cocineras que anidan en otro sector. Se veían grupos de pingüinos a la vera del agua, lo mismo que un grupo de cormoranes pecho blanco, utilizando las restingas que descubre la bajamar. Pasado largamente el mediodía, el sol comenzó a calentar elevando la temperatura a unos insólitos 28º para la época y el lugar. Era hora de dejarlos en paz. Claro me costó mucho hacerlo, con el tiempo, ese lugar se convirtió en protagonista de cuentos, sueños y deseos. Dueños del mar, tienen que luchar para sobrevivir porque el hombre les ha invadido sus ambientes. Allí todavía pueden tener algo de felicidad porque yo sentí en ese momento que me encontraba en un edén… pero una duda me invadió: ¿continuará así en el futuro? Siempre tendré miedo por ellos, criaturas amadas, que nadie los desaloje nunca, esas islitas son la gloria para ellos… y para nosotros, los que luchamos por llegar a gozar de tanta belleza que nos da la naturaleza. Fue alcanzar las puertas del paraíso, abrirlas y entrar para llenarnos el alma de su esencia por el resto de nuestros días. ¡Gracias a todos quienes en aquel lejano puerto del sur, en un tiempo hoy tan lejano, hicieron posible que viviese esa experiencia que guardo por siempre en mi alma! 9 al 11-11-87


Huevos de gaviotas Cocineras en una de las islas de la rĂ­a.

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Pingüino Magallánico anidando en las islas de la ría.

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XLIX EL PALMAR: LA NATURALEZA DE FIESTA

Permítanme iniciar este relato con versos. Porque justamente ellos, resumen mis sentimientos en los días vividos en aquel invierno destemplado. La poesía de la naturaleza, la que me acompaña cada día. UNA SONRISA

Estaba la mañana de invierno destemplada abriendo su rosa neblinosa sobre el río cuando por el sendero impregnado de rocío salieron a volar mis pájaros en bandada; estaba el silencio de la dulce alborada que nacía dichosa con su manto de frío.

Lloraban los árboles de la selva umbría: tala, ñandubay, cina-cina, arrayán del norte -destacándose entre todos con su bello portedesde las sombras el zorzal Mandioca se oía y yo desentrañando el secreto de otro día e comunión con natura en un lugar del norte.

Al salir del bosque la niebla abría sus tules la sabana de palmeras estaba de fiesta, entonces corrí emocionada por la floresta mientras recogía en mis ojos lluvia de azules, las ruidosas cotorras me encontraron dispuesta a beber cada instante de aquel día de fiesta.


El pajonal se estremecía con leve brisa, el río Uruguay parecía un espejo rosado, bajo el Tala gocé de un almuerzo iluminado por la belleza de los pájaros que sin prisa compartieron mi pan; pequeños seres alados que pusieron en mi alma cansada… una sonrisa.

El parque Nacional El Palmar está ubicado en la provincia de Entre Ríos, entre Colón y Concordia, con una franja de costa sobre el río Uruguay. Creado en 1966 funciona desde 1971 con un total de 5.000 hectáreas. Hoy, posee 8.500. Está ubicado en terreno perteneciente a la estancia El Palmar Grande cuyo dueño era Justo José de Urquiza. Se conserva en buenísimo estado el casco de la estancia donde ahora funciona la Intendencia del Parque Nacional. Un lugar de ensueño frente al ancho Uruguay, con muchos árboles, flores y sol. Un paisaje apacible, mágico… de increíble belleza. Antes de iniciar el recorrido por los senderos y caminos que cruzan el parque es necesario visitar detenidamente el Centro de Interpretación, uno de los mejores según mi opinión. Allí está todo lo necesario para comenzar a conocer el lugar y poder sacar el mayor provecho posible del mismo. Lo fundamental, cuan do se ingresa a un santuario natural es tener todos los sentidos alertas para escuchar, ver, sentir, oler, tocar… ¡saber mirar!, lo más importante. Porque ¡cuántos hombres pasan sin ver, que es lo mismo que ver sin saber lo que se está mirando! Y bueno… en saber mirar se resume el trabajo de un artista y después… después llegará por añadidura todo lo demás, que son los frutos de esas observaciones. La primera mañana amaneció horriblemente fea con una espesa niebla y un frío penetrante. Pero había que trabajar porque mi tiempo vale oro y no puedo darme el lujo de desperdiciarlo. Así pensaba entonces, ahora, transitando mis 50 años, pienso distinto, puedo hacer pausas para no hacer nada, para simplemente sentir y gozar. Atravesamos la sabana de palmeras (la especie: Yatay) mientras las cotorras despertaban en sus voluminosos nidos comenzando el bullicio diario. Los pastizales y arbustos que cubren el suelo mostraban signos de la inclemencia del otoño porque el ocre y el gris dominaban el espacio. Ingresamos a una senda que recorre la típica selva en galería que bordea todo arroyo o río del parque. Un ambiente diferente… húmedo, oscuro, fresco (¡demasiado frío!), silente, verde, enigmático… en ese silencio sólo se escucha la especial voz del zorzal mandioca o blanco o gato. Me sorprendí cuando vi un árbol semejante al Arrayán, después recordé al Mato en Córdoba y comprendí que aquí también crece el Arrayán del norte, pariente del bellísimo del


sur, se diferencia de éste por el tronco más claro y las manchas blancuzcas, las hojas son algo más grandes pero es inconfundible. Otros árboles que vi: laurel, espina corona, tala, molle, muchas enredaderas, epífitas, helechos, y algún Caraguatá. El sendero culmina en una idílica playa de arenas blancas con huellas de carpincho. Andando he comprobado que hay bastante en el parque, por la cantidad de excremento depositado en los lugares frecuentados por este bello animal acuático parecido al coipo o nutria ( que también hay por cierto). Al salir del bosque vi como la niebla se iba diluyendo poco a poco; pasado el mediodía un pulido cielo puso luz al inicio de la verdadera fiesta que viví en los siguientes días, todos luminosos, calmos… inigualables e irrepetibles. Esa noche gozamos de una experiencia dulce y tierna. El amplio lugar de camping adornado de talas y ñandubays, tiene la particularidad de albergar cuevas de vizcachas. ¡Las simpáticas vizcachas que conocí en Lihué Calel!, parque del centro de La Pampa. Esa noche, salieron todas a comer por las cercanías demostrando una mansedumbre increíble que no hace más que demostrar cómo los animales se amigan con el hombre cuando éste se comporta respetuosamente con ellos. Hay de todos los tamaños que con asombro posaron para mi cámara, aunque algo inquietas por los fogonazos del flash. Y ellas alegraron esas frías, largas y claras noches de invierno con sus voces y sus juegos. ¿Puede haber algo más hermoso y gratificante que compartir parte de nuestras vidas con seres como esos? Puedo asegurar que son esos –los más simples- los momentos en que logro la felicidad plena. El hombre se ha complicado demasiado la vida y ya no le queda tiempo para detenerse a mirar una flor, o ver nacer el sol, o escuchar el susurro del viento o el trinar de los pájaros… y por lo tanto pierde las mejores oportunidades de ser feliz. Y luego nacen las enfermedades… como la tan actual “depresión”. Esa enfermedad existe porque en la vorágine de su existencia el ser humano ha perdido la capacidad de asombrarse y ser feliz con lo más simple que lo rodea, que no necesita del dinero y del lujo para experimentarlo. No puede ver, no puede oír, no puede sentir, se ha acostumbrado a vivir sin la naturaleza. El progreso, la tecnología, con el andar del tiempo, se está volviendo contra él y lo está encarcelando en un círculo de soledad que lo lleva a estar muerto en vida. Al día siguiente una inmaculada capa de helada cubría los alrededores cuando con la débil luz del sol de invierno dejamos la carpa para saborear unos reconfortantes mates mientras el mundo alado despertaba alegre desgranando los primeros y destemplados trinos del día. Nuestra carpa y auto amanecieron secos por el abrigo del frondoso ñandubay que les hacía de techo. Con las manos y los pies helados, comenzamos una caminata por el bosque cercano al río Uruguay que se veía como un gran espejo rosado. Poco a poco, la caminata y la sublime belleza de la mañana naciente de invierno en el bosque, fueron calentando nuestros cuerpos y nuestras almas. ¡Bendije al frío, a la helada, a ese día, a mi patria, a mis padres! por lo que todavía y a una edad avanzada pueden disfrutar y vivir a mi lado.


En un lento y gratificante caminar fui reconociendo árboles y arbustos, algunos más conocidos que otros. Molle, tala, espino negro (en cuanto lo vi, lo recordé en las partes más altas de las márgenes del Lago Futalaufquén en el Parque Nacional Los Alerces), efebra, chal chal, chilca, congorosa, cina-cina ( una planta de encantadoras bolitas rojas que alegra el paisaje invernal) y en un rincón especial… magníficos ejemplares de Arrayán del Norte que hicieron volar mi mente a mi bosquecito de Arrayanes del Lago Verde en Chubut, lugar donde también viví momentos alucinantes en medio de un bosque de cuentos de hadas. Después que mis padres regresaron al campamento y quedé sola, me detuve en un claro del bosque bañado por el sol del mediodía. Rientes flores amarillas cubrían el suelo abriendo sus pequeños y delicados pétalos al rey sol que les da la vida; y me sentí en el edén… no sé cuánto tiempo estuve allí conociendo la felicidad suprema, sólo sé que en algún momento debo haber partido porque me encontré almorzando con mis padres y cantidades de pájaros que se acercaron mansamente a solicitar trocitos de pan. Recuerdo a Cardenales, Músicos, Chingolitos, Horneros, Palomas, Zorzales ( colorado y mandioca), Pepiteros ( gris, verdoso y es probable que alguno joven de collar), Benteveo, Urraca común, Caserote castaño… y bandadas de cotorras que cruzaban el cielo de porcelana azul. El almuerzo se prolongó porque no teníamos ningún deseo de separarnos de nuestros amigos, deseé prolongar lo más posible ese instante feliz. La tarde siguió de fiesta. Siempre recorriendo rincones del Parque, sin apuro, bebiéndonos las horas hasta el mismo final del día y luego… bebiéndonos la noche y la enigmática luz de todas las estrellas. Y así pasó otro día, y otro… hasta que el tiempo implacable nos indicó que debíamos continuar viaje, de lo contrario mis objetivos no se lograría a cumplir. Me quedo con el recuerdo, con el recuerdo imborrable de mi primera estadía en El Palmar de Colón. Con sus animales, con sus pájaros, con sus árboles, con su luz… y también con la tristeza de saber que a dos de esos animales no los podré ver nunca en aquel lugar. Ellos son: Yaguareté y Ciervo de Las Pampas. Porque forman parte de la fauna extinguida. Es una pena, ¿algún día se tomará conciencia que esto no debiera pasar en ningún lugar del Planeta?. He vuelto al Palmar, sí, he vuelto en otras circunstancias de mi vida. Pero ya no fue lo mismo que aquella primera vez… el tiempo, implacable, deja su huella sin remedio y nada escapa al cambio. Pero esas experiencias, forman parte de un posterior libro de relatos que vio la luz muchísimos años después cuando mi vida naturalista se fue adaptando a las necesidades tan diferentes de mis futuros acompañantes. 12 al 15-6-88

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Atardecer entre las palmeras.

De recorrida en observaci贸n de p谩jaros.

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Garganta del Diablo.

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L UN REGRESO QUE DEMORÓ NUEVE AÑOS

Misiones es una provincia única, es otro país en mi país y yo la tenía olvidada… la culpa es del sur, el metejón que tengo con él hace que los viajes (casi siempre) me lleven allí; además de algo que también es importante: no me llevo bien con el calor y sí con el frío, los climas cálidos y húmedos afectan mi salud. Pero el día llegó y los días que viví dentro del Parque Nacional Iguazú fueron los días de mayor placer en mucho tiempo de aventuras naturalistas. A pesar de que en esos tiempos ya había dejado de lado las aventuras riesgosas por la avanzada edad de mis padres. Especialmente Virginia, cuyos nervios han llegado al límite de su resistencia y no puede estar sometida a emociones fuertes. Por lo tanto he tenido que ir frenando mis ansias de aventuras –esfuerzo que a veces se hace imposible por mi espíritu inquieto y aventurero- pero al menos ir dosificando la extensión y objetivos de los viajes. Por lo menos, habrá de ser así hasta que encuentre una nueva compañía de vida. (*) Pero bueno, dejemos la parte más triste y volvamos al Parque Nacional Iguazú que merece mi atención y el de todos los seres del mundo. Llegamos con tiempo inestable que a los dos días se convirtió en una lluvia interminable (o así lo sentí porque estaba ansiosa por salir a disfrutar), que empapó la roja tierra y la lona de la precaria carpa que armamos en el patio de la Escuela de Frontera Nº 609 Cataratas. Sin duda que esa lluvia copiosa de un día y dos noches nos creó muchas incomodidades pero estaban la acogedora escuela para albergarnos y la calidez de su gente. Esa calidez, ese afecto que no falta nunca en todos los rincones de mi patria por donde anduvimos (que fueron muchas y en los más diversos lugares, donde fui sembrando mi semilla llevándoles mis primeros libros). Es tan necesario ese contacto con los niños para fortalecer nuestro espíritu. Hoy digo: ¡bendita lluvia de aquellos días! ¡Cuánto te amo! Ella posibilitó que veinticuatro horas después pudiese gozar del espectáculo más grandioso de la naturaleza: la crecida del río Iguazú y la exaltación suprema de las cataratas. Mi sorpresa fue grande cuando en uno de los recorridos por las inmediaciones vi ¡cómo había cambiado el color del río y la rapidez de sus aguas! El amarillo-anaranjado típico se había vuelto rojo y la espuma rosada. Viéndolo correr entre la selva verde, verde, verde, comprendí –una vez más por si hacía falta- que la naturaleza es sabia para lograr los más bellos contrapuntos y las más sublimes armonías. Jamás podría lograr –yo- en mi paleta de pintor colores más contrastantes y armoniosos como ese verde y ese rojo que contemplaba en estado de hipnosis. Y vuelvo a ese momento… a lo que escribía en el diario de viaje:

(*) Algo que ocurrió varios años después y que relato en el siguiente libro de viajes, IMAGINARIO DE AMOR, 2015, donde incluyo también historias de ficción. Pero ya no fue lo mismo, por lo tanto, lo que escribo en este libro será lo último que viví en pleno contacto con la naturaleza salvaje.


“Hay un sonido como de inminente terremoto manando desde la tierra color sangre cuajada y una columna de vapores irisados se levanta en remolinos por sobre el techo de la selva siempre verde. El sonido crece… crece y crece al ritmo de mis pasos y me envuelve poderoso y dominante cuando me entrego en silencio respetuoso frente a la boca del río que se devora la paz para seguir su camino. Me voy dejando trepar por la borrasca de la naturaleza, que en ese lugar del mundo parece querer ahogarse en un delirio sin pausa que dice a la especie humana que llega: -ven, forma parte de mi fiesta, pero ¡ojo con romper el equilibrio!, debes ser prudente y gozar con armonía porque tú también ¡eres agua de esta fuente!La selva siempre húmeda va apoderándose del alma y la voluntad flaquea, entonces me quedo sobre el río mojándome los ojos. Cancharana, grapia, pindó, ñangapiry, guayabó, mboreví caá… siguen los nombres de esos árboles en mi mente. Son solo nombres de seres verdes que se abrazan al río y sorben del cielo la lluvia perenne que hoy yo también, de pie y alegre siento que me cae en el crepúsculo tibio de cielo claro como mi corazón en estos momentos. Agua celestial de catarata, fresca, pura, dulce, inmaculada. Me siento un trozo de vida en el universo infinito y poderoso. Es que así –como ahora- suelo sentir la vida acariciándome despacio y sueño acunada por las voces de natura. Algo que iré archivando en la mente hasta el fin de mis días terrenales. Allá abajo, entre la blanca cortina de espuma se vislumbra en el fondo, la masa acuosa y torrentosa, agitada y veloz del río que sigue su camino después del gran salto. Fijo la vista en ese punto mágico del abismo; es como penetrar en el misterio de las fuerzas poderosas que hacen irrepetible a todo fenómeno de la naturaleza. Ellos, los vencejos, son los únicos capaces de descubrir ese misterio porque poseen el don de penetrar la blanca cortina de agua. En el crepúsculo sereno, solitaria y feliz, veo que la noche va adueñándose del cielo y el agua relumbra en lo oscuro sin interrumpir su canto de batalla. Bandadas de garzas blancas remonta –hoy como ayer y como mañana- la catarata para ir a sus nidos en el Iguazú Superior. Suben todas a un tiempo –siguiendo la orden- y continúan el rumbo rozando apenas con sus alas el agua estremecida. ¡Que paz, qué dicha la de este momento! Sentirse impotente, indefensa, frente al río, sabiendo del peligro y desafiándolo. Sobre la precaria solidez de un camino que no es más que puente sobre un río enloquecido con soporte en su lecho y en la pared de roca solitaria, viendo al agua que corre y cae por todos lados. Aún sabiendo que varias veces se ha roto o cortado con la creciente imprevista. Pero insisto en quedarme allí, el alma se me refresca con la brisa que trae la suavidad del agua… es magnético, no puedo partir… y pienso, pienso en aquel español que hace casi 450 años se enfrentó a ellas para descubrirlas. Don Alvar Núñez Cabeza de Vaca y su gente. ¿Cómo estaría el río aquel lejano día de la primavera de 1541? ¿Cómo hoy? ¿Más crecido? ¿Más sereno? ¿Qué habrán sentido aquellos hombres al escuchar desde lejos ese sonido y ver las columnas de espuma irisada sobresalir de la masa verde de la selva? ¿Se habrán conmovido? ¿Habrán sentido un ansia irrefrenable de llegar para ver lo que ocurría? Imagino la emoción, los corazones latiendo aceleradamente mientras se abrían paso entre la selva… sin


duda, el sentimiento experimentado se asemejaría a lo que yo siento ahora. A pesar del tiempo y a pesar del avance de la civilización. Emoción, una profunda emoción que se habrá hecho incontenible. La misma que han sentido todos los visitantes de los años posteriores, esa emoción que sólo se puede sentir cuando se posee tiempo y paz para gozar un día y otro día, a diferentes horas la belleza de nuestra tierra. La noche me sorprende… interrumpo mis pensamientos… debo regresar al campamento. Me espera una noche plena de paz y dicha”.

No hay que confundirse, las cataratas no son la única atracción del Parque Nacional Iguazú. Claro, su imponencia eclipsa toda otra manifestación de la naturaleza. Pero me atrevo a decir que lo más hermoso son sus árboles y sus pájaros. Esa libertad de poder observar más o menos fácilmente en un ambiente de paz, de quietud, de soledad… Basta con salir a recorrer senderos y huellas para disfrutar de un edén. Algún desprevenido podrá estar preguntándose si esto es así o exagero. Entonces aclaro, desde mi punto de vista es así, pero… hay que predisponerse para sentir de esta manera porque no vamos a ser tan ingenuos de creer que en la naturaleza no se encuentran cosas desagradables. Ejemplo: en Misiones esos inconvenientes se traducen en insectos muy molestos. En la necesidad de cuidarse de los ofidios también, pero claro, cuando se aprende a amar algo se lo acepta con sus cosas buenas y malas y nuestro corazón se predispone siempre a ver lo positivo. No es que lo otro no exista, existe pero no nos afecta; es demasiado débil para apagar los destellos de todo lo bueno, incluso hasta pude olvidarme que el clima caluroso me hace mal. Ya sabemos… si se quiere gozar de la verdadera felicidad hay que vivir también ciertas molestias e incomodidades. De lo contrario nunca se llegará a conocer la verdadera felicidad, porque se vivirá en un mundo artificial, prefabricado, inanimado, insípido y descolorido. Un placer inigualable provocan en mí las caminatas, sea en la selva, el desierto, el bosque, la vera del mar, la sierra, el campo… me agrada olvidarme del tiempo y entregar mi oído a todo sonido natural: las ramas crujiendo que delatan la presencia de seres alados en búsqueda de comida, el susurro de las hojas cuando las mece la brisa, los trinos que surgen como un canto de alegría, la melodiosa cantilena del viento en un desierto, la suave cantata de las olas en la playa o el rugir en la rompiente. En este caso, en Misiones, colmaba mis aspiraciones descubrir pájaros y árboles. Ávida de aprender un poco más… cada instante un poco más en las páginas del libro de la naturaleza. Y creo que lo logré porque hoy muchos de esos nombres extraños ya no lo son para mí. Aprendí a distinguir las cuatro cañas que viven en esa selva formando parte del sotobosque y del primer piso de árboles. Tacuarembó la más delgada, Tacuapí, Yatevó y la inmensa y rústica Tacuaruzú. Los árboles que más llamaron mi atención son sin duda el Pindó (una bonita palmera del N.E. semejante a la Yatay pero de hojas más verdes y frágiles o flexibles). Después de él, el pino Paraná o Curí, la araucaria pariente del lejano Pehuén del sur. Muy parecida, igualmente bella, podría decirse que sus hojas son más delicadas aunque no creo que ese sea el término correcto. El Peteriby muy común, el Ñangapiry semejante al


Arrayán y tantísimos nombres que fui aprendiendo pero difícilmente pueda identificar en la maraña verde sin cartel indicador. Ha sido mucho más fácil identificar aves, quizás porque me siento mucho más familiarizada con ese tipo de observaciones y por la buenísima guía de aves de Narosky-Yzurieta que siempre llevo conmigo. Caminando por el largo sendero que lleva a la Garganta del Diablo me llamaron mucho la atención unos pajaritos muy mansos que se posaban en la base de los pilares del caminopuente. Parecían tan delicados, tan dulces, tan diminutos y bellos… imaginé serían golondrinas, mirando la guía las identifiqué como golondrina celeste. También vi los vencejos. En una corta caminata que hice por los alrededores pude ver las siguientes especies: zorzal mandioca y sabiá, picabuey, fruteros corona dorada, anó chico (un grupo muy manso), tucán de pecho rojo y tucán grande. Ambos los tuve muy cerca; el segundo tenía más representantes. Benteveo pitanguá, frutero overo (hermosísima ave, se veían varios ejemplares); grupos grandes de jote negro tomando sol en las partes altas de los árboles, urracas comunes muy bullangueras, teros, benteveos, carpinteros campestres, una jacana juvenil y dos caraos aprovechaban una lagunita formada por la lluvia. Así, dulcemente, placenteramente, el tiempo pasó y llegó la hora de la partida pero esos días ya han quedado por siempre en mi alma, retenidos y guardados en muchos versos como éste: “Pasan las horas y se muere el día, el ocaso me sorprende por esa senda, perdida… y se vuelve un canto dulce que a mi corazón seduce, entonces me quedo suspendida en el aire, inmóvil sobre el reducto sagrado, libre y segura de cosechar al sol en mis manos”. 18 al 22-6-88

FIN En página siguiente: Cataratas crecidas. Río inferior, río superior y caída.

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Comentario sobre el libro EVOCACIONES DE UNA VIAJERA (1988). De un diario de Mar del Plata. LA CAPITAL Mar del Plata, domingo 14 de mayo de 1989.

LETRAS-ARTE-CULTURA Comentarios bibliográficos Por Horacio Carballal “Evocaciones de una viajera” de Etel Carpi. Foto de tapa: Bautista Carpi. Ilustraciones: Etel Carpi. Marymar Ediciones. Buenos Aires 1988. 217 páginas. Etel Carpi, nacida en Los Toldos, (provincia de Buenos Aires) el 16 de diciembre de 1957, es profesora de Música egresada del Conservatorio Nacional López Buchardo, concertista de piano, poeta, pintora y algo más que aficionada por todo lo que se refiere a la fauna y a la flora. Posee, además, tres virtudes que no abundan en nuestro tiempo: espíritu de aventura, devoción por la naturaleza y amor a la Patria. Como el principio del amor es el conocimiento, desde muy pequeña (vacaciones en Córdoba) se propuso conocer íntimamente nuestra dilatada geografía hasta llegar a los lugares menos frecuentados y más inaccesibles, no con la cómoda y superficial mentalidad del turista que pasa, mira y se va, sino integrándose a la naturaleza, gozando de sus bellezas hasta convertirlas en vivencias íntimas y soportando alegre y valerosamente todos sus rigores. ¿Cómo conciliar la fina sensibilidad artística con la curiosidad científica y el riesgo de la aventura? La clave está en estas palabras de la autora: “Nunca podré definir cuál de las dos cosas descubrí primero, porque desde que tengo uso de razón ocurre que una cosa me lleva a la otra: la naturaleza me lleva al arte y el arte me lleva a la naturaleza, y aquello que he perseguido –que persigo-armonía, equilibrio, belleza, paz, lo encontré en el mundo sublime de natura y he podido recrearlo en el no menos sublime mundo del arte”. En lo que hace a la ciencia, junto con la geografía argentina, la zoología y la botánica fueron sus materias preferidas en la escuela secundaria. En la misma época, un gallego que superó los 90 años de edad, la acompañaba en sus correrías por los pagos que alguna vez fueron de Coliqueo y le enseñaba el nombre vulgar de las aves y los animales. A los 18 años, con la inseparable compañía de sus pares, comienzan los periódicos viajes en coche hasta los más distantes, riesgosos y bellos parajes. De algunos de ellos ni siquiera conocemos el nombre la mayoría de los Argentinos: el Acay, en Salta, el paso más alto del país y de América; Tocomar, pequeño valle cercano a San Antonio de los Cobres; Laguna de Los


Pozuelos, la laguna de los flamencos, en la puna jujeña; pueblitos como Iruya y Tiraxi, también en el noroeste; el bosque petrificado de Cerro Madre e Hija en Santa Cruz, cuya antigüedad puede estar en el orden de los 150 millones de años; Pigüem Nonraltá ( campo del cielo), en el límite sur chaqueño santiagueño, con meteoritos que pesan más de 30 toneladas; la isla Roja y el Cabo Dos Bahías en Chubut; la Gruta de Intihuasi en San Luis; el bosque de La Mar Chiquita en Córdoba; el Parque Nacional Lihué Calel en La Pampa, y muchos más pueblos, montañas, ríos, lagunas, etc, cuya existencia ignoramos. En la inmensidad del paisaje, de cuando en cuando la presencia del hombre: los guardabosques, la gente de Vialidad Nacional y de Gendarmería y las heroicas maestras en cuyas escuelitas la autora dejó siempre su primer libro de poesías “Sonetos”. “Evocaciones de una viajera” es mucho más que un diario de viaje, el fruto de anotaciones que registran episodios a veces divertidos, otras veces dramáticos; es también, algo más que una amenísima lección de geografía, botánica y zoología; es, fundamentalmente, un alegato a favor de la vida, de la preservación de nuestras riquezas, del equilibrio ecológico; la emocionada y lírica exaltación de las bellezas de nuestra tierra y todavía más, el ejemplo de la FAMILIA CARPI, con la madre venciendo sus temores, el padre convertido en consumado automovilista tanto en los caminos de montaña como en el fango o en el ripio, y esta hija que los impulsa y los hace dormir en una carpa y afrontar los más insospechados peligros a lo largo de 14 años. Sin seguir un orden cronológico, Etel Carpi nos adentra en el país desconocido y nos hace participar de sus emociones con un estilo transparente y directo en el que no está ausente la nota lírica, además de los poemas que intercala y las hermosas ilustraciones que ayudan al lector a ubicarse con mayor precisión en los lugares descriptos. Complementan la obra una base bibliográfica y los nombres vulgares y científicos de las especies animales y vegetales citadas en el texto. Acostumbrados a la vida sedentaria y hedonista, a viajar con el mayor confort y seguridad posibles, alejados del trato directo con la naturaleza, esta obra de una joven escritora bonaerense (cinco libros publicados, dos de ellos compartidos con otros poetas y tres en preparación y en proceso de edición) tiene el mérito , entre otros, de recordarnos que todavía hay tiempo y lugares para la aventura. Tengo la esperanza de que más de un lector seguirá el ejemplo de Etel Carpi porque, como ella dice: “felices son aquellos que sueñan con algo y tienen el coraje de hacerlo realidad”.

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BASE BIBLIOGRÁFICA

-ARCHANGELSKI Sergio. Bosques Petrificados. 1976. Buenos Aires. -BELZA Juan. En la Isla del Fuego. 1º Encuentros. Instituto Salesiano de artes gráficas. 1974. -CABRERA A. Esquema Fitogeográfico de la República Argentina. Eva Perón 1953. “Catálogo de los mamíferos de América del Sur”. Revista Museo Arg. de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia. T. 4 nº 1. 1957. -CABRERA Y YEPES. Mamíferos Sudamericanos. Tomo I y II. Ediciones Ediar. 1960. -CARPI Etel. Con algunos representantes de nuestra fauna marina austral. Editorial Albatros. 1984. Trabajos de campo. -Carta de situación de Parques Nacionales. 1980 y 1981. -Cartografía del Automóvil Club Argentino. -CORREO LUNA Hugo. Reserva Nacional Finca El Rey. NATURA T. I Nº 2. 1955. -CHIANA, CANEVARI Y CHEHEBAR. Informe preliminar sobre el Parque Nacional Río Pilcomayo. 1981. -de la PEÑA Martín Rodolfo. Enciclopedia de las aves argentinas. 8 tomos. Edición Colmegna, Santa Fe. 1979. Diccionario de nombres vulgares de la fauna argentina. Santa Fe. 1986. Guía de aves argentinas. Santa Fe. 1986. -DECARO Carlos. Talampaya, un maravilloso enigma. -DEUNLER de la TOUR. La Reserva natural Río Pilcomayo. Revista Diana 18. 1956. -DIMITRI Milán. “La protección de la naturaleza en la República Argentina”. NATURA I (1) 1954. “El monumento natural los Bosques Petrificados”. NATURA I (1). 1954. “Pequeña flora ilustrada de los parques Nacionales Andino Patagónicos”. Anales Parques Nacionales XIII. 1974. -Enciclopedia Argentina de Agricultura y Jardinería. V. I. 2º Edición. Buenos Aires. 1972. -FONTANA Luis J. Viaje de exploración en la Patagonia Austral. Edición Marymar. 1976. -FOSSA MANCINI Enrique. Los Bosques petrificados de la Argentina. Notas del Museo de La Plata. Tomo VI Geología Nº 12.


-Guía de Flores Argentinas. Albatros. 1979. -HERNÁNDEZ Julián. “Lista de plantas del Parque Nacional Calilegua”. Facultad de Agronomía. Cátedra de Botánica Agrícola. 1979. -HUDSON Guillermo E. Aves del Plata. Libros de Hispanoamérica 1984. Edición original en inglés. Año 1920. Un naturalista en el Plata. Libros de Hispanoamérica 1984. Edición original en inglés. Año 1892. -KIRBUS Federico B. Guía de Turismo y aventuras. Edic. Del autor. 1982. -La Argentina suma de geografía. Tomo III. Peuser. 1958. -La tribu y las tierras de Coliqueo. Informe de la comisión especial designada por el Poder Ejecutivo. La Plata. 1940. -MEINRADO HUX Padre. Coliqueo: el indio amigo de Los Toldos. 1972. -Museo Territorial de Tierra del Fuego. -NAROSKY Tito. Guía para el reconocimiento de la avifauna bonaerense. 1978. Sociedad Ornitológica del Plata. -NAROSKY T. e YZURIETA D. Aves de ambientes acuáticos de Córdoba y centro de Argentina. S.E.A.G. 1980. -Revista Nº 15 de la Fundación Vida silvestre. 1985 y Nº 21, 1988. -OLROG C. Nueva lista de la avifauna argentina. Opera Lilloana XXVII. 1978. -OLROG y LUCERO. Guía de los mamíferos argentinos. 1981.

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BIOGRAFÍA DE LA AUTORA

Nació el 16 de diciembre de 1957 en Capital pero enseguida regresó a Los Toldos donde vivía su familia, y se crió en esa ciudad.

TÍTULOS: Realizó la escuela primaria y secundaria en Los Toldos, provincia de Buenos Aires, zona de la llanura pampeana Argentina. Luego egresa como PROFESORA DE MÚSICA ESPECIALIDAD PIANO Nacional Carlos López Buchardo de Buenos Aires .

del Conservatorio

Es autodidacta en el campo de la literatura, (escritora y poeta) y en las Ciencias Naturales también viajando por todo el país para investigar y recabar datos, uniendo NATURALEZA Y ARTE, también como estudiante de fotografía artística y geografía argentina, fauna y flora de forma práctica y autodidacta.

CURSOS


Hizo varios cursos de guitarra, composición, dibujo, pintura y cerámica con diversos maestros. Un curso de naturalismo en la Sociedad Ornitológica del Plata, año 1991. El curso online “Primero liderarse para después liderar” de la Universidad Maimónides, año 2014 compartido con su hija Rocío. Curso de la Sociedad Rural Argentina “Administración de la Empresa Agropecuaria”, año 2014.

MÚSICA

Realizó varias audiciones en Buenos Aires con obras clásicas y composiciones propias. Tiene 20 composiciones distintas para niños, coro mixto, piano, orquesta, piezas fáciles para niños, etc. -CANTEMOS A LA NATURALEZA (canciones para niños) editada en 1994. Reeditada en 2013 por editorial de las tres lagunas. Se presentaron en la p feria del libro “Acercando palabras” Los Toldos 2014.

PINTURA

Ha realizado con sus obras, la mayoría óleos, 24 exposiciones en diversos lugares del país, muchas veces acompañadas con audiovisuales confeccionados por ella con las fotografías tomadas en sus diversos viajes por el país. Varios de sus cuadros fueron donados a distintos lugares del sur del país, Reservas y Museos.

INVESTIGACIONES

Tiene varios trabajos de investigación sobre geografía, fauna, flora y turismo de Argentina, también de Perú, y con ello ha realizado unas 25 conferencias en distintos lugares, especialmente escuelas del País y de Perú. -CON ALGUNOS REPRESENTANTES DE NUESTRA FAUNA MARINA AUSTRAL (ensayo de divulgación con arte) de Editorial Albatros. 1985 (agotado). -EVOCACIONES DE UNA VIAJERA (relatos de viajes) de Editorial Marymar. 1987. En preparación, una edición electrónica actualizada.


-ENTRE LA NATURALEZA Y EL ARTE (libro de aventuras con relatos cortos y poesías naturalistas). Editorial De Las Tres Lagunas. 2011.

OBRAS LITERARIAS PUBLICADAS -SONETOS. Primer libro ilustrado a tinta por ella. Año 1984. -SONETOS II. Reedición ampliada del primero. Editorial de las Tres Lagunas. 2004 y 2012. -FAUNA MARINA AUSTRAL, ensayo, mencionado más arriba. -EVOCACIONES DE UNA VIAJERA. Relatos. Mencionado más arriba. -LOS DOMINIOS DEL SILENCIO. Poesía ilustrada a tinta. Editorial Buenos Aires Poesía. 1987. Nueva edición Editorial de las Tres Lagunas 2013. Ilustraciones de su hija Rocío Sánchez. -CANTEMOS A LA NATURALEZA. Cancionero para voces infantiles. 1994 Reeditado en 2013. Editorial de Las Tres Lagunas. Tapa con cuadro infantil de su hija Rocío Sánchez. -CUENTOS DEL SUR. Cuentos infantiles ilustrados a tinta por ella. 1995. Reeditados en 2010 por Ediciones de Las Tres Lagunas. -LA EROSIÓN DE LOS SUEÑOS. Poemas ilustrados por ella, Editorial de Las Tres Lagunas, Junin. 2004 y reeditado en 2010. -EL LÍMITE DE LOS MIEDOS. Historia de amor en versos. Edit. De Las Tres Lagunas. 2010. Fotos y tintas propias. -ENTRE LA NATURALEZA Y EL ARTE. Mencionado más arriba. Relato poético ilustrado con fotos y cuadros propios. Editorial de Las Tres Lagunas. 2011. -EL OTRO SILENCIO. Prosa poética. Ediciones de Las Tres Lagunas. 2012. Fotos propias y de su hija Rocío Sánchez. -EL PAIS QUE YO VIVÍ. Antología de poesía naturalista-ecológica. En preparación, algunas de las poesías ilustraron la exposición retrospectiva en el Museo de Arte e Historia de Los Toldos 2013. - Trilogía sobre LOS SUEÑOS, primera parte, ediciones de las Tres Lagunas. 2015. El camino de los sueños, con el seudónimo de: Ihana Cott. -REINVENTÁNDOME. Poesía moderna, en preparación. -RIMAS DE VIDA Y SUEÑOS. Poesía juvenil, Editorial Independiente Rubén Sada, 2014. Ilustraciones de Rocío Sánchez. -GAJOS POÉTICOS. Mini cuentos y Micro poemas en una edición de bolsillo ilustrada a tinta, Acercándonos Ediciones 2014


-IMAGINARIO DE AMOR. Relatos de viajes, cuentos de ficción cortos, Editorial de Las Tres Lagunas, 2015. -ANTOLOGÍA POÉTICA. En preparación. -Variedad de composiciones musicales inéditas. -Aquí me quiero quedar (himno- canción con letra de Rubén Sada). 2012. - Cambalache. Canción del Taller Literario “El jardín de las rimas” de Cambalache Multiespacio. Año 2013. -Varios trabajos en ANTOLOGÍAS diversas (total 34), con trabajos premiados en poesía y cuento: Seis con Editorial de las 3 Lagunas (2004, 2005, 2009, 2010, 2011 y 2912). Cuatro con Editorial Dunken (poesía) 2012 (2) y 2013. Y otra 2014 (cuentos). Antología PALABRAS CERCANAS años 2012,2013 y 2015 de la S.E.G.V. Una en homenaje a Antonio Magliano, otra al Dúo Sombra (Los Toldos) y otra al Nazareno Toldense del concurso literario de Marta Patti. Tres Antologías sobre poemas ecológicos: Sueño ecológico, Despertar Ecológico y Quehacer Ecológico, de Editorial Independiente Rubén Sada. Dos Antologías más sobre ecología en preparación (del congreso sobre ecología de Pehuajó 2013 y del movimiento UNIVA 2013 en Tumbes, Perú), “La fuerza de la palabra” (2013), “Palabras sin fronteras” (2015), Audiolibro “Con todo el sentimiento”, con su poema premiado “Soy lo que soy” (2014) y Elegidos 2014, cuento, en versión digital, todo del Inst. Cultural Latinoamericano de Junín. Las Antologías “Bulevar literario” y “Sexi” de Editorial Rosario, año 2013 y Antologías: “Historias de vida” y “Cartas de amor” de la misma editora, Año 2014. Antología La Pluma del Plata (2013) del Círculo de Escritores y lectores de Pehuajó. “Antología de la paz”( 1986) Editorial Buenos Aires Poesía. “Hacia un mundo mejor” (1988) de la misma editora. “Anuario Argenta de Poesía” (1988) y “7 poetas Argentinos al exterior” (1992). Ediciones Poetas de Dos Mundos.

PREMIOS

Varios premios diversos al mérito literario, por sus poesías y cuentos como así también reconocimientos a su labor cultural en su ciudad, zona y país.

PERIODISMO

Junto a su ex marido Juan A. Sánchez O. fundaron y produjeron durante 6 años el periódico “Perú Visión” de la colectividad Peruana en Argentina. Se encargaba de la redacción, fotos y diagramación del mismo.


Diversos artículos periodísticos en el tema ecología y arte en revistas, diarios y periódicos, algunos editados por ella junto a su ex marido, el Abogado y periodista Juan Alfredo Sánchez en Argentina y Perú. Serie de artículos de divulgación sobre Fauna Marina Austral en el Boletín del Centro Naval de Buenos Aires. Actualmente redacta y diseña el mensuario” ECO literario”, que difunde las obras y actividades de la Sociedad de Escritores y sus integrantes. Tuvo a su cargo la compilación de trabajos para la Antología de la S.E.G.V. “Palabras Cercanas 3” año 2015 y prepara la nº 4 para el año 2016.

CÁTEDRA Ejerció como profesora de piano en el Conservatorio Provincial de Junín. Años 1986 a 1989. CARGO Actualmente forma parte de la SOCIEDAD DE ESCRITORES DE GENERAL VIAMONTE encargándose de PRENSA, DIFUSIÓN Y REDES SOCIALES de la misma, habiendo ocupado el cargo de Vicepresidente en 2013 y Presidente en 2014. Coordina el Concurso escolar “Acercando Palabras” desde el año 2014.

Login: carpietel@gmail.com Blog: naturaleza y arte. Etelcarpiblogspot.com Facebook: htpp//etelcarpi.facebook.com Twitter: @carpi_etel Libros en versión electrónica en: ISSUU.com, como ECO LITERARIO.

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ÍNDICE GENERAL. TAPA:

1

PRÓLOGO:

13

Preludio en verso:

15

Preludio en Prosa:

17

Tan cerca del cielo:

21 (1)

Aquellos bosques de mis sueños:

29 (2)

Tocomar:

35 (3)

Ensayo de campamentismo:

39 (4)

La laguna de los flamencos:

45 (5)

Cuando de la lluvia nacen los ríos:

53 (6)

El llamado de Iruya:

57 (7)

Las Primeras montañas:

65 (8)

Aquel valle de la luna:

69 (9)

Un lugar llamado Tiraxi:

75 (10)

Amanecer de lluvia en lago Fagnano:

79 (11)

Hacia un mundo petrificado:

83 (12)

La alegría de vivir con los árboles:

89 (13)

Duendes en la noche:

95 (14)

Piguem Nonraltá:

101 (15)

Truenos en la noche:

105

(17)

Tras las huellas del carpincho:

109

(16)

El camino del silencio:

117 (18)

Hacia una isla de vida:

121 (19)

Ese río llamado Loro Huasi:

129

(20)

En busca del pasado:

133

(21)

Lluvia en la cuesta:

137

(22)


Aquel sublime mundo animal:

141 (23)

El río con sorpresa:

151

(24)

Nuestra casa: el bosque de pinos:

155

(25)

La magia de Punta Norte:

159

(26)

Una noche junto al mar:

163

(27)

Desde la gruta al barro:

165

(28)

Un vergel en Huinganco:

169

(29)

El juego de las mareas:

173

(30)

Después de la lluvia… baja el agua:

177

(31)

En busca de manos pintadas:

181

(32)

Romance de las Araucarias:

185

(33)

La que llaman Cuesta Larga:

191

(34)

Vagando en La Pehuenia:

195

(35)

La Payunia y su encanto:

201

(36)

Tres puertas al paraíso:

207

(37)

El camino desconocido:

211

(38)

Por la estepa Patagónica:

215

(39)

El bosque de la Mar Chiquita:

219

(40)

Una visita de apuro:

229

(41)

El bosquecito de Arrayanes:

231

(42)

Cuando florecen los vados:

235

(43)

El Chaltén:

245

(44)

La sorpresa blanca de aquel amanecer:

251

(45)

En busca de la cormoranera:

255

(46)

En los dominios del silencio:

259

(47)

Navegando la ría Deseado:

269

(48)

El Palmar: la naturaleza de fiesta:

275

(49)


Un regreso que demoró nueve años:

281

Diario LA CAPITAL, comentarios:

287

Base bibliográfica:

289

Biografía de la autora:

291

Guía de nombres de animales:

297

Guía de nombres de vegetales:

300

Índice general:

303

Mapa de referencia lugares:

306

Contratapa:

307

(50)

Libro electrónico. Tamaño Revista. Con fotos incorporadas del archivo personal de la autora. El 30 de noviembre de 2015. En Los Toldos. Provincia de Buenos aires. Argentina. Versión original en papel: 240 páginas, ilustraciones a tinta, 1988. Editorial Marymar. Buenos Aires. Argentina. 2000 ejemplares. Todos los derechos reservados.

ISBN 950-593-174-2 Narrativa. Hechos reales. Nombres reales.

305


Los números entre paréntesis indican el lugar aproximado donde transcurre cada relato. (Ver el índice).

306





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