CONSIENTO, LUEGO EXISTO. ÉTICA DE LA AUTONOMÍA Michela Marzano
CONSIENTO, LUEGO EXISTO. ÉTICA DE LA AUTONOMÍA Michela Marzano
COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL
PROTEUS
Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: CanalGràfic Diseño editorial: Ana Varela Fotografía de la portada: © Ana Varela
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Primera edición: octubre 2009
© Michela Marzano «Je consens, donc je suis» © Presses Universitaires de France © Traducción de Judith Cobeña i Guàrdia © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús
www.editorialproteus.com Depósito legal: ISBN: 978-84-936999-8-7
ÍNDICE Nota del editor............................................................................................................................9 Agradecimientos....................................................................................................13 Prólogo......................................................................................................................................17 Notas (p. 24) Capítulo 1..................................................................................................................................29 Las paradojas del consentimiento en las reflexiones contemporáneas (p. 29) — Individualismo liberal y neutralidad del estado (p. 30) — El papel del consentimiento (p. 36) — La idealización de lo humano (p. 37) — Razones para actuar y justificación (p. 42) — La lógica de la acción (p. 45) — Notas (p. 49) Capítulo 2..................................................................................................................................55 Las raíces de la autonomía (p. 55) — «Ética a la francesa» y «Ética a la americana» (p. 56) — Kant y el ejercicio de la autonomía moral (p. 57) — Obligación y dignidad (p. 61) — John Stuart Mill y la «Independencia absoluta» (p. 64) — Más allá de los equívocos (p. 68) — Notas (p. 73) Capítulo 3..................................................................................................................................79 Consentimiento del paciente y ética médica: del paternalismo a la autonomía (p. 79) — ¿Existe un bien más preciado que la salud? (p. 81) — Beneficencia y paternalismo (p. 83) — La relación médico/paciente (p. 86) — Información y confianza (p. 89) — ¿Existe un «derecho» a morir? (p. 94) — La donación de órganos entre vivos (p. 103) — Riesgos, beneficios y limitaciones (p. 106) — Notas (p. 110) Capítulo 4................................................................................................................................125 Consentimiento y sexualidad: el lugar del sujeto (p. 125) — La afirmación de la libertad sexual (p. 126) — Elección y roles (p. 128) — Pudor y violencia (p. 131) — La prostitución: de la elección sexual a la mercantilización del cuerpo (p. 135) — Un oficio como los demás (p. 141)
— El deseo masoquista (p. 143) — El mundo BDSM (p. 147) — «Excepto la mía, usted no tiene voluntad» (p. 151) — La servidumbre voluntaria (p. 154) — Derechos humanos y economía psíquica (p. 159) — Notas (p. 162) Capítulo 5................................................................................................................................171 Razones, deseos y autonomía personal (p. 171) — Pasiones y razones (p. 173) — Deseos y creencias (p. 176)— Falta y plenitud (p. 180) — La elaboración interna (p. 183) — Notas (p. 186) Capítulo 6................................................................................................................................189 ¿Quién habla? (p. 189) — El estatus del sujeto (p. 190) — «Tú no me amas» (p. 192) — «Pienso donde no soy» (p. 194) — Notas (p. 198) Conclusión...............................................................................................................................201 Notas (p. 204)
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NOTA DEL EDITOR En esta edición de Je consens, donc je suis..., de Michela Marzano, se ha optado por respetar las citas originales aportadas por la autora. Marzano complementa su texto con abundante material bibliográfico que constituye una parte fundamental de la construcción de su desarrollo intelectual. Hemos optado por dar a conocer al lector las fuentes directas de consulta de la autora y remitirnos a las ediciones más recientes disponibles de los autores en castellano allí donde existe una traducción consultable. A fin de aligerar la lectura, se han trasladado todas las citas al final de cada capítulo. La traducción de los textos citados en el texto es obra de la traductora.
Para M. E.-V.
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AGRADECIMIENTOS Gracias a todos los que me han alentado y acompañado estos últimos años a lo largo de este trabajo difícil y delicado. Quiero dar las gracias antes que a nadie a Catherine Larrère, que me ha apoyado sin reservas. Agradecer seguidamente a Sandra Laugier, Patrick Pharo y Otto Pfersmann sus consejos y sus críticas. Gracias también a Jean-Paul Ammann, Christiane Balasch, Simone Bateman, Jean-François Bouthors, Caroline Guibet-Lafaye, Sylvie Huet, Gerald Larché, Pierre Lelièvre, Linda Lotte y Gerard Rabinovitch, por su paciencia y apoyo. Gracias a mis padres y a mi hermano Arturo, que han velado desde lejos por mí. Gracias finalmente a Jacques, que aguanta día tras día mis arrebatos y mis cambios de humor.
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El ermitaño da la espalda al mundo, no quiere tener nada que ver con él. Pero podemos ir más lejos, podemos querer rehacerlo y edificar otro en su lugar, otro dentro del cual los trazos más insoportables hayan sido extirpados y reemplazados por otros, por así decirlo, más acordes con los propios deseos. Aquel que desesperado y en plena indignación se embarque en este viaje hacia la felicidad, por regla general, no va a obtener nada; la realidad efectiva es demasiado fuerte para él. Sigmund Freud, El malestar en la cultura
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PRÓLOGO La modernidad se jacta de haber mantenido solamente el consentimiento individual como criterio separador de los actos lícitos e ilícitos. Pero, ¿qué se entiende por consentimiento? ¿Es suficiente para determinar la legitimidad de un acto o de una conducta? ¿Siempre es expresión de autonomía personal? ¿Cuáles son los vínculos existentes entre los conceptos autonomía, libertad y dignidad de la persona? Las preguntas que pueden plantearse son múltiples y complejas, puesto que el consentimiento no tiene un estatus epistemológico claro y las respuestas que podemos encontrarnos hoy en día sobre este tipo de problemas a menudo están lejos de ser satisfactorias. Por un lado, existen muchos de los que defienden el consentimiento sin interrogarse nunca acerca de las coacciones sociales, culturales, económicas y psicológicas que influyen considerablemente, sobre las elecciones individuales. 1 Por otro lado existen los que, en nombre de la dignidad de la persona, excluyen a priori la noción de consentimiento de su universo conceptual, y no aceptan que los individuos, en tanto que seres dotados de dignidad, tengan justamente el derecho de decidir sobre lo que es «bueno» o «malo» para ellos. 2 Pero, ¿podemos defender realmente el consentimiento sin interrogarnos sobre las contingencias que en algunos casos pueden empujar a los individuos a «consentir» alguna cosa, a pesar de sus convicciones y de sus propias creencias personales? ¿Se puede, por el contrario, negar su importancia bajo el pretexto que ninguna decisión está libre de coacciones psíquicas o físicas? ¿Podemos hacer ver que ignoramos que la capacidad de actuar siempre consiste en abrirse camino, basándose en elecciones que están en parte libera-
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das de las condiciones sociales y en parte constreñidas por las mismas? Por el contrario, ¿es posible continuar defendiendo una posición paternalista de la moral, según la cual existiría una determinada concepción del bien que poca gente conoce y que es necesario imponer, por las buenas o por las malas, a todo el mundo, independientemente de sus deseos y ansias? 3 ¿Podemos pensar que por el simple hecho de dar el consentimiento a un acto se modifica la naturaleza propia del mismo, hasta el punto que una acción ilegítima (por ejemplo un asesinato) se convierta en legítimo, únicamente por haber dado el consentimiento? O, por el contrario, ¿debemos negar que el consentimiento permite calificar como infracciones algunos actos, y llamar así «violaciones» los actos sexuales no consentidos? Invocar el consentimiento para justificar una conducta sin interrogarse acerca de los vínculos que mantiene con el principio de autonomía, significa no comprender (o hacer ver que no se comprende) el sentido exacto de esta noción. Especialmente el hecho de que el consentimiento, como tal, no es un principio justificador. De hecho, el consentimiento no es más que una condición legal para el cumplimiento de ciertas acciones, o mejor todavía, una herramienta jurídica para proteger a un individuo de los actos de otros. En derecho francés, por ejemplo, puede designar al mismo tiempo la voluntad de alguien de concluir un contrato con otro, como acordar con otro por un acto que éste se apresura a cumplir. 4 Esto quiere decir que se trata de la expresión más o menos explícita o manifiesta de las preferencias y de los deseos individuales —lo que permite hablar de obligaciones contractuales entre dos o más sujetos— pero que no es por ende un concepto ético capaz de justificar un acto o una conducta, salvo la que remite a la noción de autonomía personal. No se trata sólo de una cuestión menor, ya que el concepto de autonomía no es claro y, lo veremos en el análisis filosófico sin limitarnos simplemente a recuperar la noción más o menos iluminada ya sea por el pensamiento kantiano o por las reflexiones de algunos filósofos liberales anglosajones. Desde un punto de vista general, el verbo «consentir» significa: «aceptar que una cosa se haga y no impedirla; aprobar y suscribir; autorizar y permitir». Esto quiere decir que el consentimiento reviste
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significados bastante diferentes, aunque ligados entre ellos. Desde un punto de vista terminológico, la noción oscila al menos entre un sentido «negativo», no impedir, y un sentido «positivo», aprobar. No impedir, permitir y aprobar no son de todos modos sinónimos. En la aprobación de alguna cosa, existe una participación más allá de la que se encuentra dentro de la autorización o el permiso. Lo que parece caracterizar el consentimiento es la postura de aquel que lo da, según esté en la obligación de responder a una solicitud o que tome la iniciativa de un acto y, a su vez, atendiendo a la respuesta de otro. Desde ese punto de vista, aquel que da su consentimiento expresa su «sí» o su «no» a algo, un «sí» o un «no» que efectivamente pueden ser la manifestación activa de su voluntad y de su deseo, pero también puede ser simplemente la expresión de un deseo o la aceptación tibia de una propuesta procedente de otro. 5 De todos modos, decir que el consentimiento no es, en sí, un principio que permite comprender si un acto es legítimo o no, no significa poner en cuestión su valor e importancia. Consentir es siempre un medio para el individuo de manifestar su opinión, su punto de vista y sus preferencias; es poder evitar que otro decida en nuestro lugar o nos imponga una decisión que nos concierne. Hasta el punto que no tomar en cuenta el consentimiento de alguien, o no respetarlo, significaría ejercer sobre ese individuo una violencia de orden físico o simbólico. 6 Una vez subrayadas las ambigüedades del concepto de consentimiento, queda la cuestión fundamental de su vínculo con la autonomía y, por tanto, de su lugar en el interior de las reflexiones éticas contemporáneas. Si es fácil mostrar que el consentimiento no justifica por sí solo una conducta o una acción desde un punto de vista moral, a partir del momento en que se le considera como expresión de la autonomía personal, es en esta última noción en la que debemos fijarnos. 7 Es además y justamente la autonomía lo que está en cuestión actualmente cuando nos interesamos en los asuntos de ética aplicada, ya sea en el ámbito de la medicina o en el de la sexualidad: una autonomía que se ha definido de muchas formas, sobre la que se tiene muchas veces tendencia a sobrevalorarla en tanto expresión de la libertad, otras veces se tiene necesidad de borrar como si fuera el enemigo número uno para la dignidad de la persona; una autono-
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mía que, en un sentido estrictamente kantiano, remite a la capacidad del hombre de someterse sólo a una ley universal —y que por ello deviene la expresión misma de la moralidad—, pero que, una vez transformada en la expresión de la simple voluntad subjetiva, parece difícil poder determinar la naturaleza lícita o ilícita de un acto. ¿En nombre de qué un acto querido y escogido sería moral? ¿No podemos considerar actos escogidos aunque inmorales? Esto nos lleva directamente a plantearnos toda una serie de nuevas preguntas: ¿Cuál es el lugar exacto de la autonomía? ¿En qué se convierte cuando se la utiliza para justificar una decisión médica o una elección sexual? ¿A partir de qué criterios una persona puede ser calificada de autónoma? Hace cincuenta años, los médicos no dudaban en imponer a los enfermos aquello que ellos juzgaban que era «bueno» para ellos. Hoy, la preocupación por informar a los pacientes y obtener su consentimiento para los actos de cura o de investigación que les son propuestos se ha convertido en la norma. El paso de una situación a otra refleja, por así decirlo, una evolución de la sociedad: allí donde, en el pasado, se habría puesto el acento sobre el principio de beneficencia (los médicos detentando el conocimiento de lo que es el bien en el ámbito de la salud, y haciendo el bien), hoy se respetaría más el derecho de los individuos a escoger solos su propio bien y a tomar ellos mismos las decisiones que les conciernen (principio de autonomía). La ley 2002-303 de 4 de marzo 2002 relativa a los derechos de los enfermos y a la calidad del sistema sanitario representa en Francia, desde este punto de vista, un reconocimiento jurídico de la necesidad del consentimiento informado de los pacientes a los actos médicos. 8 Después de años de polémicas, el legislador parece, por fin, haber aceptado la idea de una participación activa del paciente en la decisión medica, siendo el objetivo una especie de partenariado terapéutico que le permite rehusar o aceptar las curas propuestas. 9 Pero, después de haber sido informado, ¿es el paciente suficientemente competente para compartir en serio y no simplemente verbal y jurídicamente, tal decisión? ¿Se encuentra en posición de tomar una decisión relativa a su salud, cuando se encuentra en una situación de vulnerabilidad? ¿Cuáles son los límites del consenti-
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miento informado? ¿Qué nexo existe entre la capacidad que cada uno tiene de autodeterminarse y de escoger su concepción de la vida y las elecciones específicas que uno debe hacerse cuando está enfermo y el médico propone diferentes opciones? ¿Puede alguien en situación de debilidad ser autónomo? ¿No pueden los médicos «desviar» el consentimiento de sus objetivos iniciales transformándolo, por ejemplo, en un arma en su propio provecho? 10 Preguntas similares se plantean cuando el tema del consentimiento y de su vínculo con la autonomía se suscitan dentro del marco de la ética sexual. En este ámbito, en efecto, también parece que se ha pasado en la actualidad de una moral sustancial según la cual existen criterios universales de lo que es legítimo o no en materia de sexualidad, a una moral formal, según la cual aquello que hace legítimo un acto sería su marco contractual, siendo libres los participantes de fijar o crear sus propias reglas y confirmarlas a través del consentimiento mutuo. El consentimiento sería así no solamente algo que suspende la sanción —una sanción que por el contrario interviene en caso de violación, es decir en el caso de una relación sexual no consentida— sino también y sobre todo es lo que permite a cada cual vivir su sexualidad como considere que debe vivirla. Evitaría cualquier consideración concerniente a los actos, los objetivos, los contextos y los valores. Permitiría considerar la sexualidad como una actividad entre otras, tan sencilla y natural como «beber un vaso de agua». 11 Pero, si la sexualidad fuera tan banal, ¿por qué tendríamos necesidad de justificarla empleando el concepto de consentimiento? ¿Se necesita ese concepto cuando se designa la actividad de beber un vaso de agua? ¿Por qué insistir sobre la necesidad de una igualdad económica, social y psicológica entre los miembros de la pareja, a fin de que su consentimiento sea válido en materia de sexualidad? Con la excepción de algunos extremistas, todo el mundo parece admitir que la participación en un acto sexual no debe estar mediatizada por la coacción, la intimidación o la mentira. Pero, ¿cuál debe ser el grado específico del consentimiento para que realmente se trate de la expresión de una voluntad? ¿Hasta qué punto el consentimiento puede ser implícito? Si el consentimiento es una manifestación de autonomía, ¿hasta qué punto debe uno liberarse de la inje-
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rencia externa y dotarse de deseos propios para ser autónomo? ¿Entran los deseos de alguna manera en la definición de autonomía o, en tanto que equivalentes internos de coacciones externas, convierten la autonomía en un agente moral? En la actualidad se tiende a predicar una moral del consentimiento rechazando cualquier «interferencia» en nombre de una libertad total e incondicional. Pero ignorando voluntariamente que el consentimiento se inscribe siempre dentro de la realidad de lo vivido, se pasa el borrador no solamente sobre las coacciones impuestas desde el exterior a cualquier individuo e inherentes a la realidad humana, sino también sobre todas las condiciones que proceden del interior de cada uno. 12 Hacemos ver que olvidamos que el ser humano es un ser carnal y no solamente puro espíritu; un ser que se inscribe, en y a través de su cuerpo, dentro de la fragilidad de una existencia marcada por límites infranqueables como la finitud, la dependencia y la «impotencia original», como escribía Freud en 1895 en el ensayo Esbozo de una psicología científica. 13 Ciertamente, si toda acción estuviera realmente determinada por factores independientes de la voluntad de un individuo, no se podría considerar nunca a nadie como responsable de sus actos: argumentar a favor de un determinismo causal dentro del mundo humano significaría de facto privar a los seres humanos de cualquier forma de deliberación y elección. 14 Al mismo tiempo, la libertad humana no es nunca ni total ni incondicional. Para cualquier individuo, actuar «libremente» no significa poder hacerlo «todo», ni realizarlo «todo». Y esto, no solamente porque siempre existe un contexto determinado en el interior del cual se decide y escoge sino también porque el ser humano, en tanto que criatura mortal es una estructura limitada. Las circunstancias en las que un consentimiento es dado son complejas y no se pueden comprender o explicar ciertos gestos y ciertos actos sin previamente preguntarse sobre ellos. 15 Cada uno tiene un cuerpo que hace imposible ejercitar infinitamente la voluntad; 16 cada uno tiene una historia, un pasado y una vivencia familiar que lo condicionan; 17 cada uno tiene sus límites psíquicos que no puede rebasar. Por eso «la libertad completa sería un vacío donde nada valdría la pena de realizarse, a nada se atribuiría valor ninguno». 18 Como lo subrayaba Freud en El malestar en la cultura,
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la libertad individual no es un bien cultural. Justamente es antes de la aparición de cualquier civilización cuando la libertad era lo más apreciado, pero prácticamente también era algo sin valor, posiblemente porque el individuo no estaba tampoco en disposición de defenderla. A partir del desarrollo de la cultura, aparecen las restricciones. Y la justicia exige que estas restricciones sean iguales para todos. Buena parte de la lucha de la Humanidad se concentra en una sóla tarea: encontrar un equilibrio apropiado entre las reivindicaciones individuales y las reivindicaciones culturales de las masas, es decir alcanzar la felicidad. Uno de los problemas que comporta el destino de la Humanidad es saber si este equilibrio puede ser alcanzado a través de una configuración determinada de la cultura o si por el contrario el conflicto excluye toda reconciliación. 19 Sin querer resolver aquí una disputa filosófica muy compleja, nuestro objetivo es poner en evidencia algunos temas de los debates contemporáneos acerca del consentimiento y de la autonomía. Queremos así mostrar cómo cada vez que se quiere simplificar la complejidad de lo vivido —sea en el ámbito de la medicina o en el de la sexualidad— nos arriesgamos a alejarnos por igual de la realidad y de la ética. Si es evidente que no podemos parapetarnos en una visión tradicional de la moral, y que cada individuo tiene derecho al respeto de su propia visión del mundo y de la vida, es igualmente cierto que defender una posición ultra-libertaria de la moral lleva casi inevitablemente a dejar de respetar esa misma autonomía individual, que se supone estar protegiendo. Si es evidente que cada cual tiene el derecho de deliberar alrededor de los fines a los que aspira, los medios que adopte y los valores que procure promover, no es menos cierto —lo veremos aquí— que nadie puede reducirse solamente a su racionalidad, ni que el inconsciente tiene un lugar determinante cuando decidimos o cuando escogemos, que los deseos a veces son contradictorios, que todos nos sentimos tironeados entre el deseo de expandirnos y la necesidad de autodestruirnos. 20 En eso reside la complejidad de la condición humana. En esto consiste la fragilidad del hombre. Dando su consentimiento, un individuo se expone en primera persona. Pero, ¿es el siempre quien decide de manera voluntaria, en tanto que sujeto autónomo, o eso solamente es posible en ciertas
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condiciones? ¿Somos siempre libres de escoger? ¿Cómo asegurar que el «yo» que consiente está efectivamente en estado de enunciar claramente su voluntad y manifestar de esa manera su autonomía? ¿Puede ser que el consentimiento a veces sea ilusorio? Negar su importancia no significa, por el contrario, convertir en sospechosa o ilegítima cualquier pregunta sobre el sujeto y cualquier uso de la pregunta «¿quién?». Algunas circunstancias pueden ofrecer a las personas motivos para actuar. Otras pueden jugar igualmente una función causal. A veces, la situación es tal que no ejerce influencia ninguna sobre el individuo. A veces es todo lo contrario, es tan apremiante que un individuo puede preferir definirse como libre antes que admitir su propia impotencia. Eso no impide que para poder calificar una acción como voluntaria y libre, es necesario que sea al menos en parte, intencionada y que un individuo pueda argumentarla para explicarla. 21
NOTAS 1
Ver, particularmente, Alan Soble, Sexual investigation, New York, New York University Press, 1996; Igor Primoratz, Ethics and Sex, Londres, Routledge, 1999; Daniel Borrillo, «La liberté érotique et l’exception sexuelle», en Daniel Borrillo, Danièle Lochak, La Liberté sexuelle, Paris, PUF, 2005, pp. 38-63; Olivier Cayla, «Le droit de se plaindre», en Olivier Cayla, Yan Thomas, Du droit de ne pas naïtre, Paris, Gallimard, 2003, pp. 19-87; Ruwen Ogien, La Panique morale, Paris, Grasset, 2004.
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Ver, por ejemplo, Dominique Folscheid et al., Philosophie, éthique et droit de la médecine, Paris, PUF, 1997; Sexe mécanique, Paris, La Table ronde, 2002; Alain Sérieux et al., Le Droit, la médécine et l’être humain, Aix-enProvence, Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 1996; Bernard Edelman, La personne en danger, Paris, PUF, 1999.
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El término «paternalismo» califica, en general, la interferencia con la libertad o la autonomía de una persona, bajo justificaciones que se refieren a la promoción del bien o a la prevención del mal.
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La diversidad de los fundamentos jurídicos, la sucesión de leyes que intervienen en épocas diferentes y en diferentes ámbitos, así como las ambivalencias de las órdenes de jurisdicción, penales, civiles o administrati-
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vas, convierten en algo bastante aleatorio la construcción de una teoría jurídica general del consentimiento. 5
Como lo escribe Patrick Pharo: «Existe una diferencia entre elegir la elección, que es lo propio de la oferta y del contrato, y escoger el contenido, que concierne también a la amenaza» (P. Pharo, Le Sens de la justice, Paris, PUF, 2001, p. 38).
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Desde este punto de vista, admitir el peso y la importancia del consentimiento, significa poder reconocer como víctima a aquel o aquella que ha sido forzado a hacer o no hacer lo que él o ella no había escogido, ni querido. Ello significa, en última instancia, no querer infantilizar al otro imponiéndole algo que no ha querido, ni elegido.
7
El término «autonomía» proviene del griego autónomos e indica, en general, el derecho a regirse por las propias leyes. En filosofía, su uso se remonta a Kant, que lo utiliza para calificar el derecho que tiene el individuo de determinar libremente las reglas a las que se somete. En derecho, se habla del «principio de autonomía de la voluntad», en virtud del cual las voluntades individuales determinan libremente las formas, las condiciones y los efectos de los actos jurídicos.
8
La Declaración de la Asamblea Médica Mundial de Lisboa (1981), enmendada en Bali (1995), subraya que «todo adulto competente tiene el derecho de dar o rehusar su consentimiento a un método diagnóstico o terapéutico. Tiene derecho a la información necesaria para tomar sus decisiones. Debe poder comprender claramente el objetivo de un examen o de un tratamiento». Otros textos recientes formulan de forma casi idéntica las obligaciones de información y de consentimiento del paciente, especialmente la Convención sobre los derechos humanos y la biomedicina de 1996 – Convención para la protección de los derechos humanos y de la dignidad del ser humano frente a las aplicaciones de la biología y la medicina, Estrasburgo, Serie de Tratados Europeos, nº 164, 1997.
9
Esta ley hizo que se modificara el Código sobre salud pública. En particular ver el artículo L. 111-4 (modificado por la ley relativa a los derechos de los enfermos y al fin de la vida, adoptada el 12 de abril de 2005. Vamos a volver sobre esta ley y su significado en el capítulo III.
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Así, por ejemplo, actualmente asistimos a que algunos médicos hacen firmar el formulario de consentimiento como una protección jurídica, incluso para hacer recaer sobre el paciente el «peso» de una decisión particularmente difícil.
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La primera en hacer ese tipo de paralelismos fue la célebre feminista comunista Alexandra Collontaï (1872-1952).
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Ver, especialmente Virginia Held, «Feminism and moral theory», en E. Kittay, D. Meyers, Women and Moral Theory, Savage, Roman and Littlefield, 1987; Susan Ruddick, «Remarks on the sexual politics of reason», in E. Kittay, D. Meyers, Women and Moral Theory, op. cit.; D. T. Meyers, Self, Society and personal Choice, New York, Columbia University Press, 1989; S. Sherwin, Non Longer Patient: Feminist Ethics and Health Care, New York, Routledge, 1993.
13
Sigmund Freud, Esquisse d’une psychologie scientifique (1895), en La Naissance de la psychanalyse, Paris, PUF, 1956 (en castellano puede consultarse la edición publicada por Alianza Editorial en 2007: Los orígenes del psicoanálisis).
14
Ver J. M. Ficher, The Metaphysics of free Will, Cambridge, MA, Blackwell, 1994.
15
Como lo explica Anthony Kenny, cualquier acción humana puede ser descrita de más de una manera. Se puede describir con más o menos detalles y es difícil fijar a priori las fronteras entre los detalles que cuentan entre los elementos de la descripción de la acción y de los detalles que solamente son descripciones de sus circunstancias. Ver A. Kenny, Action, Emotion and Will, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1963.
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Sobre este punto, me permito remitirles a mi obra, Penser le corps, Paris,
PUF, 2002. 17
Ver los trabajos de Harry Frankfurt y particularmente, H. Frankfurt, «Alternate Possibilities and Moral Responsability», Journal of Philosophy, 65, 1969, pp. 828-838; «La liberté de la volonté et lanotion de personne» (1971), en M. Neuberg (dir.), Théorie de l’action. Textes majeurs de la philosophie analytique de l’action, Bruxelles, 1991, pp. 253-269; The Importance of What We Care About, Cambridge University Press, 1988.
18
Charles Taylor, Hegel et la société moderne (1979), Paris, Cerf, 1998, p. 157. Un poco más allá el filósofo añade: «El yo que obtiene su libertad apartando todos los obstáculos y todas las trabas exteriores es un carácter resuelto, por tanto privado de todo objetivo definido».
19
Sigmund Freud, Malaise dans la civilisation (1930), Paris, PUF, 1995m p. 39 (en castellano, El malestar en la cultura puede consultarse, por ejemplo, en la reedición hecha en 2009 por Alianza Editorial).
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Esta es la cuestión mayor planteada por Freud, retomada por Melanie Klein, acerca de la relación ambigua entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Freud introdujo esta distinción en Más allá del principio del placer, subrayando cómo la pulsión de vida es la que tiende a conservar la «unidad vital», a diferencia de la pulsión de muerte que tiende a su destrucción. Estas últimas representan una especie de fuerza inaprehensible, independiente del principio del placer y susceptible de oponérsele. Melanie Klein, dará después a la pulsión de muerte un papel central dentro de la economía psíquica del individuo, siendo esta pulsión la que produce, en un organismo, la angustia de ser desintegrado o aniquilado. Ver S. Freud, «Au-delà du principe de plaisir» (1920), en Essais de psychanalise, Paris, Payot, 1981; M. Klein, Le Psychanalyse des enfants (1932), Paris, PUF, 1969 (editado por Paidós en 1994: El psicoanálisis de los niños, integrado en el tomo 2 de sus Obras completas); Essais de psychanalyse (1948), Paris, Payot, 1967 (igualmente disponible en sus Obras completas).
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Como lo explica Elisabeth Anscombe, lo que distingue las acciones que son intencionadas de las que no lo son, es la posibilidad de preguntarse ¿por qué? Si la respuesta es posible, entonces la acción es intencionada y la razón dada representa la razón de actuar de un agente. Ver G. E. A. Anscombe, L’Intention (1957), Paris, Gallimard, 2002 (hay edición en castellano, en Paidós, de 1991: Intención). En esta obra volveremos reiteradamente sobre esta noción de intencionalidad.
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CAPÍTULO 1 LAS PARADOJAS DEL CONSENTIMIENTO EN LAS REFLEXIONES CONTEMPORÁNEAS
El zoólogo puede hablar del HOMBRE y decir, por ejemplo, que no es un cuadrúpedo sino un bípedo, y que no tiene cola, contrariamente al mono, al burro o al pavo. El hombre del que habla el zoólogo nunca puede tener la desgracia de perder una pierna, y reemplazarla por una pierna de madera —por ejemplo— perder un ojo y reemplazarlo por otro de cristal. El hombre del zoólogo siempre tiene dos piernas y no una pierna de madera; siempre tiene dos ojos y no un ojo de cristal. Contradecir al zoólogo es imposible. Si le presentáis alguna vez a alguien con una pierna de madera o un ojo de cristal, el zoólogo responderá en efecto que no lo conoce, que no es EL HOMBRE, sino UN HOMBRE. De todos modos es cierto que todos nosotros, a nuestra vez, podemos responder al zoólogo que EL HOMBRE que él conoce no existe, puesto que ninguno es parecido a otro y que incluso por desgracia pueden tener una pierna de madera o un ojo de cristal. Luigi Pirandello, El difunto Matías Pascal
Cuando nos interesamos por los conceptos de consentimiento y autonomía, así como por el lugar que ocupan dentro de la justificación de las acciones humanas, el punto de partida no puede ser otro que el análisis de las paradojas que acompañan hoy a numerosas reflexiones éticas y especialmente a los callejones sin salida a que lleva cualquier concepto abstracto y formal de los individuos y su conducta. Es con este objetivo con el que vamos a empezar por una crítica de la ética de lo justo —o de la ética mínima, como la designan algunos— y de los problemas que genera tanto en el plano argumentativo como en el plano existencial.
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INDIVIDUALISMO LIBERAL Y NEUTRALIDAD DEL ESTADO
Las teorías contemporáneas de la justicia —desarrolladas inicialmente dentro del mundo anglosajón y que tienen gran predicamento hoy en Francia— separando de forma radical la noción de justo de la noción de bien priorizando la primera. Ambas retoman, de alguna manera, la concepción aristotélica de la justicia como fuerza de cohesión y de integración de la sociedad, pero excluyen la posibilidad, presente por el contrario en Aristóteles, de que esta cohesión se forme alrededor de una concepción común del bien. Evidentemente hay múltiples versiones de este tipo de ética, pero más allá de las diferencias, lo que comparten todos y que además reivindican como propia, es la idea que ninguna moral puede ser justa si no es neutral frente a las diferentes concepciones del bien que cada individuo puede formular. 1 Así como desde otras formas de ética se deriva lo justo del bien y consideran que ésta es una concepción particular del bien que hace posible la creación de una sociedad justa, la ética mínima afirma que la prioridad es la libertad y la necesidad del respeto por el pluralismo moral. De ahí se deriva que esta tesis central podría resumirse de la siguiente manera: puesto que la sociedad se compone de una multitud de personas, cada una de las cuales con sus propias metas y sus propios intereses, ésta no puede ser justa a menos que sea gobernada por principios que no impliquen alguna concepción particular del bien. Haría posible así, dando valor al concepto del consentimiento, la creación de una sociedad verdaderamente liberal, una sociedad capaz a la vez de respetar las elecciones individuales de los actores sociales y proteger a las víctimas. Por ello, los poderes públicos deberían, siempre que fuese posible, dar libertad a los ciudadanos para hacer con su vida lo que les parezca. Por ello nadie debería intervenir sobre la conducta de los demás con la única condición que se permita a todo el mundo hacer lo mismo. Según esta concepción de la ética, cada cual podría expresar su concepción personal del bien; nadie debería establecer una jerarquía entre las diferentes visiones del mundo; ningún debate podría
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zanjarse cuando un desacuerdo apareciera. Nadie debería verse en el compromiso de hacer aquello que no desee. A partir del momento en que alguien da su consentimiento sobre alguna cosa, nadie debería poder intervenir acerca de sus elecciones, a menos que se probase de forma «objetiva» que sus acciones son perjudiciales para los demás, bajo pena de caer en una especie más o menos intolerable de paternalismo. 2 De todos modos existen problemas relacionados con este tipo de posiciones. No solamente podemos preguntarnos si realmente es posible imaginar una sociedad que no promueva ninguna concepción del bien, sino si una sociedad puede ser realmente justa cuando no se preocupa por promover una concepción particular de la vida buena. ¿Cómo podría, por otro lado, una sociedad ser justa si no aspirase a minimizar los sufrimientos de unos y de otros? Y téngase en cuenta el hecho de que existen situaciones objetivamente penosas que exigen una toma de posición sustancial acerca del bien común. La pregunta más inmediata de la justicia es la de la injusticia. Como dice Salomón en el Eclesiastés: Miro toda la opresión que se comete todavía bajo el sol: He aquí las lágrimas de los oprimidos que todavía no encuentran quien les consuele; Y la fuerza del lado de los opresores que todavía no tienen quien les consuele. Por ello felicito a los muertos que ya están muertos antes que a los vivos que siguen vivos. Y más feliz que cualquiera de los dos es aquel que no vive todavía y no ve la iniquidad que se comete bajo el sol (4, 1-3).
Pero, si la injusticia triunfa bajo el sol, ¿no debe una sociedad justa intervenir concretamente para limitar la fuerza de los opresores y para dar a los más débiles instrumentos adecuados a fin de que puedan defenderse y desarrollarse? ¿No debe tener la posibilidad de expresar sus valoraciones frente a las injusticias? Finalmente, ¿no debe poder intervenir para «redistribuir los bienes sociales» y «restablecer la igualdad» en lugar de limitarse a ser un «garante» para los contratos?
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Según el liberalismo libertario de Robert Nozick, cada individuo tiene exactamente los mismos derechos que su vecino y todo lo que pueda limitar la libertad absoluta de cualquiera es peligroso: «Nuestras principales conclusiones son que el Estado mínimo, estrechamente limitado al papel de protector contra la fuerza, el robo y el fraude o garante de contratos, queda justificado; que todo Estado con funciones más extensas violará el derecho de la persona a no comprometerse a algunas cosas, y no se justifica». 3 Llegamos incluso a calificar de Estado-Leviatán cualquier Estado que, en nombre de la legalidad, extiende sus funciones hacia una redistribución de los bienes sociales. Por lo tanto, cabe decir que los poderes públicos (sea en forma de gobierno, de legislador o de magistratura), asociativos o incluso intelectuales no deben de ninguna manera interferir en las elecciones individuales, y que solamente el consentimiento fija el límite entre lo que es legítimo o ilegítimo, eso no significa que todo individuo sea realmente libre de llevar la vida que desea. La cuestión de la legitimación de las instancias gubernamentales, y de su poder de intervenir o no en las elecciones individuales, se convierte en una cuestión central cuando se abordan los problemas de la justicia de manera sustancial. Una sociedad «justa», ¿debe simplemente mantenerse al margen y dejar a los individuos llevar, en la medida de lo posible, la forma de vida que juzguen que es la mejor para ellos? o, por el contrario, ¿debe ayudarle y ofrecerles los medios necesarios para hacerlo? Mantenerse al margen, ¿no significa automáticamente privilegiar a los que ya tienen medios ? 4 ¿Ayudar a aquellos que no tienen esos medios no significa lo contrario? ¿Promover automáticamente una visión particular del bien? Ninguna política puede ser totalmente «neutra». En efecto, no solamente cualquier decisión —sea una decisión para intervenir o para no intervenir— alienta de alguna manera una cierta visión del bien, 5 sino que además cualquier elección individual es imposible dentro de una sociedad dada. Admitir que los individuos puedan tener numerosos y variados modos de vida, todos con valor, puesto que se han elegido de manera autónoma, no significa que esos modos de vida puedan estar incorporados en una misma sociedad, por abierta y moralmente neutra que sea. Por lo mismo, admi-
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tir que cada cual debe poder decidir libremente sobre su conducta, no significa que eso sea siempre posible para todo el mundo. Incluso si los poderes públicos pasaran todo el tiempo viendo cómo justificar sus elecciones políticas, éstas no podrían ser aceptadas como «razonables» y «neutras» por todos: a partir del momento en el que se percibe que sus intereses no son satisfechos, existe un modo de acusar a los poderes de promover, de manera ideológica, una cierta visión del bien. Pero los problemas no terminan en esta «imposible neutralidad», bien al contrario, sobre todo cuando se analizan las concepciones particulares de la ética mínima. Igual que la avanzada por Ruwen Ogien. 6 A fin de defender una ética capaz de permanecer neutral por lo que respecta a los modos de vida personales y de abstenerse de toda justificación religiosa o metafísica, el filósofo propone apoyarse sobre tres principios: el principio de neutralidad a la vista de las concepciones sustanciales del bien; el principio de consideración igual, que pide acordar el mismo valor a la voz o a los intereses de cada cual, y el principio de intervención limitada a los casos de daños flagrantes causados a otros. 7 Además, a diferencia de otros «minimalistas», que defienden la neutralidad vis a vis de las concepciones del bien —pues toda discusión alrededor de la significación de la expresión «vida buena» no puede más que llevar a un «desacuerdo razonable» 8 —, el filósofo afirma que esta neutralidad debe fundarse sobre el carácter «moralmente indiferente de los ideales de la vida buena». Ello no funciona sin plantear numerosos problemas. De entrada, ¿por qué pretender la indiferencia moral en relación a los ideales de la vida buena? Para no imponer a los demás la propia visión del bien y, por tanto, ser tolerante con su concepción de la vida. ¿Es necesario abstenerse de todo juicio de valor? ¿Es posible considerar como «moralmente indiferente» el hecho que alguien piense, por ejemplo, que su ideal de vida es aprovecharse de la buena fe o de la debilidad de los demás (con, evidentemente, su consentimiento)? A lo mejor no es posible responder de forma satisfactoria e universal a preguntas como: «¿Qué debería hacer con mi vida?», «¿Qué es una vida buena y acertada?» Quizás no existe un criterio capaz de decirnos con certeza si un sistema de valores y de nor-
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mas es moralmente mejor o peor que otro. Quizás las concepciones de la vida buena de unos y otros únicamente pueden ser divergentes. Lo que sin lugar a dudas es cierto, es que llevar la «neutralidad» hasta el punto de considerar como «moralmente indiferente» toda concepción de la vida, desemboca en socavar la posibilidad de una concepción ética diferente al relativismo. Pero nuestra perplejidad va más lejos. Cuando Ruwen Ogien nos pide que «acordemos el mismo valor a la voz o a los intereses de cada uno», nos está pidiendo dos cosas diferentes sin, aparentemente, darse cuenta. Una cosa es acordar el mismo valor a la voz de cada individuo, puesto que cada cual expresa, con su palabra, la propia subjetividad y otra cosa es acordar el mismo valor a los intereses de cada cual. ¿No sería posible ninguna evaluación de estos intereses? En este caso, solamente aquellos que tuvieran medios, o sea los más poderosos, podrían acceder a satisfacer sus deseos. ¿No es evidente que los intereses de un empresario industrial (y de su sindicato) son diferentes, incluso opuestos, a aquellos de sus asalariados (y de sus sindicatos)? ¿No resulta evidente que dar el mismo valor a estos intereses contradictorios sólo lleva a que únicamente los intereses de los primeros, los más poderosos, lleguen a realizarse? Una sociedad justa, ¿debe poner todos los intereses en el mismo plano, incluso cuando el enriquecimiento excesivo de los unos amenaza la supervivencia de los otros? En realidad, si dar el mismo valor a la voz de cada uno significa respetar las diferentes opiniones, acordar el mismo valor a los intereses de cada cual significa no comprender que una sociedad justa es también y al mismo tiempo, aquella que protege a los más débiles y toma en cuenta priorizar sus intereses. Pero Ruwen Ogien no quiere seguramente herir la sensibilidad de los más débiles. Quizás es por ello que cuando vuelve sobre este principio escribe que él «nos pide reconocer que cada uno tiene el mismo valor, pero no nos pide darles el mismo grado de atención o de solicitud a cada uno». 9 ¿Entonces? ¿Qué es lo que es diferente del hecho de acordar el mismo valor a los intereses de cada uno? ¿Qué pretende defender exactamente? ¿Quiere preservar la neutralidad frente a las diferentes concepciones del bien o quiere defender la concepción según la cual, todos los seres humanos tienen el mismo valor? Decir que
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los seres humanos tienen el mismo valor es una cosa —un principio, que por otra parte todos compartimos y que funda nuestra concepción del bien— pero decir que es necesario permanecer neutrales frente a diferentes concepciones del bien y que debe afirmarse su carácter moralmente indiferente, es otra. Observaciones parecidas pueden hacerse a propósito del tercer principio de la ética mínima tal y como la defiende Ruwen Ogien: el principio de intervención limitada en el caso de daños graves causados a otros. En efecto, ¿qué es un mal? ¿Cuándo es flagrante? ¿Por qué los únicos males sobre los que intervenir son los causados a otros? En realidad, no tenemos ningún elemento para responder a estas preguntas. El filósofo se limita a calificar como mal flagrante a un «mal grave y objetivo». Pero, ¿quién determina la gravedad? ¿Qué es un daño objetivo? En cuanto al problema de los daños causados a uno mismo, Ruwen Ogien se las compone para salir del entuerto con una «pirueta». Después de haber sostenido que los males que podríamos causar a nuestro propio bienestar no pueden justificar la crítica moral, cita el ejemplo de la esclavitud voluntaria: Otra dificultad proviene de los casos de esclavitud voluntaria, que debería ser aceptada según este principio, puesto que no produce daños más que a uno mismo. No entraré evidentemente en el detalle de la discusión de este caso. Digamos solamente que los defensores de un principio que encuentran embarazoso, en general intentan mostrar que en realidad produce igual daño a terceros, instaurando una incertidumbre general sobre el estatus de la esclavitud involuntaria. 10
¿Qué quiere decirnos el autor? ¿Forma parte de aquellos que encuentran este caso embarazoso, o por el contrario no siente ningún tipo de molestia ante la esclavitud voluntaria? ¿Por qué no quiere entrar en los detalles de la discusión? ¿Cuál es para él el estatus de la esclavitud voluntaria? ¿Es o no es un mal? ¿Se puede consentir la esclavitud? ¿Se debe intervenir o no? 11 No lo sabremos.
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EL PAPEL DEL CONSENTIMIENTO
Más allá de las cuestiones de justicia social, uno se da cuenta rápidamente que es sobre todo el concepto del consentimiento —tal y como está empleado en la ética de lo justo— lo que es problemático desde un punto de vista moral. En efecto, como acabamos de ver, los partidarios de la ética mínima estiman que el valor del consentimiento es tan evidente que no precisa de ninguna argumentación específica. Afirman que dejar a cada cual decir «sí» o «no» a alguna cosa es un «derecho», y que toda tentativa de replanteamiento de una decisión vuelve a limitar de forma injustificada la libertad individual. Lo que no es en absoluto evidente, de todos modos, es el estatus epistemológico de sus afirmaciones, igual que el significado exacto que atribuyen al concepto de consentimiento. ¿En nombre de qué decir «sí» y «no» justificaría por ejemplo una conducta como la de la esclavitud voluntaria? ¿Qué vínculos existen entre consentimiento y autonomía? ¿Es que la autonomía expresada por un consentimiento reenvía al derecho que tiene un individuo a autodeterminarse o solamente expresa un deseo específico y momentáneo, un arrebato súbito, una necesidad fisiológica o psicológica? En la década de los 80, Cornelius Castoriadis se planteaba de forma pertinente la pregunta de la autonomía y del sujeto autónomo, explicando cómo «una lengua humana es inconcebible si en ella, sea cuál sea la forma gramatical de la respuesta, la pregunta no pueda plantearse: ¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha dicho aquello? Una lengua humana siempre es la lengua de una sociedad; y una sociedad es inconcebible si no crea la posibilidad de imputarle a alguien sus dichos y sus actos». 12 Ello quiere decir que ninguna filosofía puede volver a cuestionar el concepto de agente personal sin al mismo tiempo desestabilizar la existencia de las instituciones humanas. Aunque el filósofo francés remarca también la importancia que tiene saber quién habla realmente cuando alguien habla, lo que nos lleva a preguntarnos por el sentido que un enunciado tiene, a partir del momento en que alguien habla y dice querer hacer o no hacer algo. Los partidarios del consentimiento tienen dificultades a la hora de defender de manera coherente su posición y no caer en contradicciones argumentativas. ¿No será que, como las leyes elementales
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de la lógica nos enseñan, no podemos pretender decir a la vez todo y su contrario? Aceptemos que se argumente que el consentimiento expresa la autonomía personal y que esta autonomía es un signo de humanidad, hasta el punto que no tomarla en cuenta significaría tratar a un individuo como a un niño, o peor todavía, como un objeto, pero entonces el consentimiento no puede reducirse a la simple manifestación de una necesidad súbita, o de una pulsión incontrolable, o incluso de una necesidad momentánea; tanto si el consentimiento expresa únicamente una preferencia momentánea como si expresa el miedo ante una amenaza física o psíquica —y por ello no puede remitirnos al concepto de autonomía— en este caso el consentimiento no puede justificar una acción o una conducta. Tanto en este caso como en el otro, caemos en «contradicciones lógicas». En el primer caso, en efecto, no se puede exigir a la vez expresar su autonomía y actuar de manera que la autonomía sea puesta en peligro. En el segundo caso, no se puede querer que el consentimiento sea solamente la expresión de una necesidad súbita y a la vez sea considerado como un principio capaz de justificar un acto desde un punto de vista ético.
LA IDEALIZACIÓN DE LO HUMANO
Más allá de las «contradicciones lógicas» a las que llevan a menudo los partidarios del consentimiento, aportan también numerosos problemas ligados a la pretensión según la cual todo consentimiento es una manifestación de autonomía, igual que la creencia según la cual toda expresión de consentimiento es suficiente para legitimar una acción. En el primer caso, se comete en efecto el error de sobrestimar la capacidad humana de autodeterminación, de generar una visión muy abstracta, léase idealista, del ser humano y creer que los individuos no están influenciados por sus condiciones materiales y psíquicas. En el segundo caso, se acaba por quitar todo fundamento normativo al consentimiento, reduciendo así la ética a la aceptación de todo lo que uno quiere, a partir del momento en que uno quiere. Ello lleva a la inversión paradójica del propio sentido de la ética, se pasa de la idea según la cual la ética se funda sobre la premisa de que
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«todo lo que es posible para un individuo no tiene por que ser legítimo» a la idea según la cual «todo es legítimo con la condición de que sea posible para un individuo». Según John Rawls, eminente representante de la primera opción, a partir del momento en que un individuo toma una decisión o hace una elección, expresa, en tanto que agente autónomo, su propia concepción del bien: una concepción del bien que está ligada a las metas que cada uno pretende alcanzar; una concepción que depende de las preferencias individuales y que puede siempre cuestionar y evaluar sobre la base de argumentos racionales. Como individuos libres, los ciudadanos, reconociéndose mutuamente dotados de la capacidad moral de poseer una concepción del bien. Esto significa que no se perciben como inevitablemente ligados a la concepción específica del bien y de sus objetivos últimos, que ellos vinculan al momento concreto de sus vidas. Por el contrario, en tanto que ciudadanos, son considerados generalmente como capaces de revisar y cambiar su concepción por motivos razonables y racionales. 13
Aunque, ¿podemos realmente creer que la concepción que se tiene de la vida es únicamente fruto de una reflexión racional y que pueda evolucionar y cambiar por motivos racionales y razonables? ¿Dependen las decisiones y las elecciones que se toman a diario de la concepción que se tenga de la buena vida? ¿Qué lugar ocupan los condicionantes sociales y culturales, las frustraciones y las alegrías, los sufrimientos y las decepciones? En 1966, Lacan escribía que la «la trampa de la razón» consiste en hacer creer a los individuos que «el sujeto, desde el principio hasta el final, sabe lo que quiere». 14 Incluso sin recurrir a Lacan y a su teoría del inconsciente, basta con observar a los seres humanos, para darse cuenta que nadie es un simple agente racional; nadie sigue de manera coherente una serie de principios establecidos para todos; nadie decide ni escoge únicamente basándose en motivos razonables y racionales. La concepción de Rawls sólo es válida dentro de un universo modelable y ficticio, como el que nos propone cuando nos habla de la «posición original». 15 Como sabemos, toda la teoría de Rawls se fundamenta en la idea
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de que los seres humanos pueden ser considerados como actores racionales y razonables si se acepta investigar conjuntamente los términos equitativos de la cooperación social. Esta investigación está descrita de forma notable a través de la ficción de la «posición original» bajo el «velo de la ignorancia». En la posición original, los asociados no están autorizados a conocer las condiciones sociales o las doctrinas particulares de las personas a quienes representan. Tampoco conocen su raza, su grupo étnico, su sexo, o sus dones innatos como la fuerza o la inteligencia. Y ello a fin de establecer las reglas de una sociedad justa: Una razón por la que la posición original debe estar al margen de las contingencias (las circunstancias y características particulares de las personas) dentro del marco de la estructura de base, tiende a que las condiciones que debe contener un acuerdo equitativo, establecido entre personas libres e iguales, sobre los primeros principios de la justicia apropiados a esta estructura, imponiendo la eliminación de las ventajas de la negociación que aparecen, en cualquier sociedad necesariamente a lo largo del tiempo, bajo el efecto de tendencias históricas y sociales acumulativas. 16
Todo ello es, sin duda, muy importante cuando reflexionamos acerca de los fundamentos de la justicia. De todos modos, cuando nos concentramos en la posibilidad real, según la cual, cada persona debe cambiar o confirmar su propia concepción del bien, el lugar que ocupa la racionalidad parece claramente más modesto. En realidad, nadie actúa ni escoge bajo un velo de ignorancia. En realidad, la concepción que se tenga del bien está forzosamente influenciada, incluso coaccionada, por todas las «contingencias» que Rawls pretende poner entre paréntesis. Y eso no es todo. Pues incluso cuando nos formarnos una concepción específica del bien, en las elecciones diarias, no es un papel central. Como decía Nietzsche en uno de sus fragmentos: Nuestras acciones generalmente no son típicas y quedan lejos de ser resumenes de la persona [...]. Actos circunstanciales, reacciones epidérmicas, respuestas automáticas a alguna estimulación incluso antes que la profundidad de nuestro ser haya sido solicitada. Un ataque de cólera, un puñetazo, una puñalada: ¿de que modo eso es expresión de persona? 17
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Sin duda, nadie sabe mejor que el individuo mismo cual es su propio bien. Nadie puede, por tanto, decidir en su lugar, puesto que nadie está capacitado para saber mejor que uno mismo aquello que necesita y lo que más le interesa. Pero el individuo, ¿es realmente un agente racional que reflexiona siempre sobre sus deseos? ¿Creemos de verdad que siempre sabemos lo que queremos? ¿Se puede pensar que lo que se dice siempre tiene «significado»? Aceptando el hecho de que todo individuo es un agente racional que sabe hacia dónde va y con quién se implica antes de escoger o de tomar una decisión dentro de un proceso de deliberación, corre el riesgo de pasar de puntillas al lado del hecho de que un individuo actúa a veces sin reflexionar, habla a veces sin saber, a veces hace aquello que en el fondo no habría deseado hacer, ¿podemos siempre tomar al pie de la letra lo que afirma que se quiere? Es evidente que nadie puede imponer a los demás su propia visión del mundo y de la vida. Forzar a alguien a hacer alguna cosa que no desee, sería no solamente no respetarle, sino también caer en una trampa. Incluso si se llega a hacer a alguien aquello que consideramos justo, no podremos forzar jamás a nadie a adherirse a aquello que por sí mismo no considere como justo y no haya escogido. Podemos conseguir que la gente se adhiera a realizar actividades consideradas como dignas de interés, solamente se dará en unas condiciones que será precisamente por ello que no tendrán valor a los ojos de las personas concernidas. Si una actividad no tiene sentido para mí, no podré sacarle ningún provecho. En consecuencia, el paternalismo reproduce precisamente el tipo de actividad despojada del sentido de lo que justamente quería evitar. 18
El camino de una vida serena pasa necesariamente por una existencia autónoma, que obedece a las convicciones y a los valores de cada uno. No se puede acceder a una vida maravillosa si se está orientado desde el exterior conformándose a objetivos y creencias que no se comparten y que, por tanto, no llegan a interiorizarse. Pero entonces, ¿qué se debe decir cuando alguien no tiene la posibilidad de disponer de los recursos materiales, culturales o sociales que le
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permitirían realmente evaluar las diferentes concepciones de la vida? ¿Qué decir cuando las condiciones son tales que no se tienen instrumentos necesarios para formar, examinar o revisar sus propias convicciones? ¿Cómo olvidar que, a veces, el individuo da su consentimiento a algo sin saber muy bien por qué, que a veces queda entrampado por su propia elección y que finalmente, a veces, se inscribe en la repetición de alguna cosa que se le escapa y de la que no llega a liberarse? Numerosas decisiones, acciones y elecciones se toman y se llevan a cabo sin una finalidad precisa, sin que entren en el interior de un proyecto determinado. Muchas otras se realizan porque alguien se siente obligado a cumplir con cierto deber o a corresponder a cierta imagen. A veces, una elección es simple y no supone problemas particulares, es suficiente con reflexionar, valorar las diferentes consecuencias, hacer un cálculo aproximado de los riesgos y los beneficios de un acto, escuchar sus necesidades y sus deseos, comprender el lugar que ocupa una decisión en el interior de un proyecto de vida más general. A veces, a pesar de todo, las elecciones y las decisiones están en el origen de un desgarro interno profundo que conlleva el «proceso» de deliberación: las consecuencias no son visibles de forma clara, los riesgos no son evidentes, los deseos son opacos y las ganas, contradictorias. Ciertamente cada individuo busca identificar sus objetivos, sus aspiraciones, sus deseos. Cada uno está enraizado en el tiempo y el espacio, cada uno evoluciona al hilo del tiempo y puede modificar sus preferencias en el curso de su existencia. A menudo, el individuo se siente «arrastrado» por un ideal de sí que le empuja a preguntarse constantemente el tipo de vida que debe llevar y vive en una profunda incertidumbre, que concierne a aquello que es y aquello que realmente desea. Puede estar desgarrado entre las ganas de proyectarse hacia delante, de escoger, de construir su destino y la necesidad de «retirarse» hacia sí, de no escoger, de dejarse llevar por las necesidades del momento. Esta es la razón por la que, como bien remarca Michael Sandel, 19 un individuo puede acceder a su concepción de vida reflexionando sobre sí mismo y explorando su constitución. Pero la reflexión sobre sí mismo nunca es sencilla, la exploración de su naturaleza no siempre conduce al individuo a sus
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certidumbres, el análisis de sus valores y de sus imperativos no lleva siempre a elecciones coherentes y racionales. Rawls defiende una visión según la cual «lo que se desea, es lo que se desea diferente», figura en una lista de «bienes primarios»: derechos y libertades, poderes y oportunidades, rentas y riquezas. Al mismo tiempo, el filósofo americano es bastante impreciso acerca de cómo saber cuáles son los derechos, libertades, poderes y oportunidades que deben figurar entre los primeros. Pero, ¿hasta qué punto se desea realmente alguna cosa? ¿Existe una posibilidad concreta, para un individuo, de comparar sus deseos o de evaluarlos independientemente del contexto y de las circunstancias en las que se encuentra? En el fondo, la concepción rawliana de «yo sin cualidad» no se corresponde ni con la «comprensión íntima» que se puede tener sobre sí mismo y de su lugar en el mundo, ni con la realidad de contratos a los cuales cada uno se ve confrontado en la vida cotidiana. Cualquier decisión que se tome se define ciertamente en función de las preferencias que puedan tenerse, pero esas mismas preferencias a menudo están condicionadas por el contexto al que pertenecen y por las presiones a las que están sometidas.
RAZONES PARA ACTUAR Y JUSTIFICACIÓN
Cuando pasamos a analizar la segunda opción —la posición según la cual el consentimiento justifica cualquier acción, independientemente de si ésta explica o no una visión global y reflexionada de la vida—, los problemas no son menores. En efecto, a partir del momento en el que el consentimiento expresa solamente una apetencia instantánea, un antojo súbito o una necesidad compulsiva, los problemas para la justificación de la acción prevista permanecen. Para Aristóteles, cualquier acción se explica por la intervención de las ganas de poseer el objeto que se ambiciona, siempre es el motor: La inteligencia, por su lado, no provoca de forma manifiesta movimientos sin ganas de objeto, ya que el deseo es una forma de ape-
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tito, puesto que el movimiento se regula sobre el razonamiento, también se regula según el deseo; mientras que las ganas de algo provocan un movimiento que va en contra de la razon, ya que el deseo es una clase de apetito. 20
El intelecto no se pone a funcionar si no es bajo el impulso del deseo. Al mismo tiempo, es el intelecto quien delibera y permite de ese modo, no solamente explicar una acción sino también justificarla. Aristóteles insiste muchas veces sobre la importancia de la phronesis —la cordura— que para él es «una disposición acompañada de una regla verdadera, capaz de actuar dentro de la esfera de lo que está bien o mal para los seres humanos» 21 lo que significa que para llegar a justificar una acción, siempre es necesario poder identificar una «regla verdadera» 22 o, para decirlo con un lenguaje más contemporáneo, debe poder dar razones capaces de justificarla, o hacer un llamamiento a principios morales. Que se trate de una justificación ligada a cierta visión del bien o al carácter autónomo de la elección, poco importa. Pero nadie puede admitir que un estado de ánimo o un simple arrebato puedan justificar cualquier cosa en términos éticos. 23 Se puede, evidentemente, decidir no «evaluar» una acción o una conducta y limitarse así a estimar que detrás de toda acción hay un deseo, o una preferencia y que los deseos y las preferencias nunca puedan ser racionalmente evaluados. 24 Pero a partir del momento en el que se pretende hacer del consentimiento un criterio ético, debería poder justificarse por sí mismo o bien ser considerado un principio moral; y ello, incluso si las razones para actuar no son obligatoriamente , ni únicamente «racionales». Desde ese punto de vista, como veremos seguidamente, conviene poner de relieve una distinción fundamental —que deberemos tener en cuenta antes de hablar de consentimiento y autonomía— entre los deseos primarios y los deseos secundarios. Los deseos primarios son la expresión de los afectos inmediatos, anhelos súbitos, pulsiones parciales, mientras que los deseos secundarios representan una «reflexividad» acerca de los deseos primarios. 25 Los deseos primarios nos remiten al concepto clásico de «pasión», y por lo tanto a todo aquello que puede fascinar a un individuo, excitarlo, empujarlo a satisfa-
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cer sus pulsiones súbitas. Los deseos secundarios se sitúan, por el contrario, al límite de lo somático, de lo psíquico y de lo mental, y designan el campo existencial del sujeto humano, un campo donde cada individuo deviene sujeto de su vida, intentando más o menos conscientemente seguir con un proyecto, un ideal o un objetivo. Lo que significa que, a diferencia de los deseos primarios, los deseos secundarios remiten efectivamente a las nociones de autonomía y de autodeterminación y pueden ser tomados en cuenta cuando se intenta justificar una acción o una conducta desde un punto de vista moral en tanto que «razones justificativas». 26 Las razones para actuar son razones que justifican la acción, permitiendo al individuo responder a la pregunta: «¿Por qué has actuado así?» En efecto, si el agente siempre puede limitarse a responder a esta pregunta invocando que simplemente había tenido ganas de actuar como ha actuado, y que ello «explica» su conducta, es igualmente verdad que una respuesta de este género no justifica su acción. Existe una distinción entre las razones explicativas y las razones justificativas que no pueden ignorarse sin, al mismo tiempo, destruir la posibilidad misma de una reflexión moral. A diferencia de las primeras, que únicamente permiten convertir una acción en inteligible, las segundas permiten justificarla y comprenderla. Así, la acción cumplida es «legítima» desde el punto de vista ético. Evidentemente, las razones justificativas pueden ser diferentes. Un individuo puede, por ejemplo, afirmar que la acción cumplida se inscribe en el interior de su proyecto de vida y forma parte de las acciones que lleva a cabo para autodeterminarse y afirmar su subjetividad. 27 Otro, por el contrario puede invocar que su acción está justificada porque forma parte de un cierto número de deberes que el ser humano debe respetar. 28 En el primer caso, el individuo hace referencia a su autonomía individual. En el segundo, se refiere más bien a normas heterónomas, que de cualquier modo acepta. En las dos situaciones, sin embargo, el individuo no se limita solamente a decir: «He actuado así por que tenía ganas de hacerlo» —lo que si bien es cierto que remitiría a explicar su acción, no podría justificarla— o afirmar: «He actuado así por que he dado mi consentimiento», una respuesta de este género sería un simple pleonasmo e incluso no permitiría explicar su elección.
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Una proposición como por ejemplo «Aquel hizo esto porque tenía ganas de hacerlo» es el resultado de la conexión entre la proposición 1 («Aquel hizo esto»), y la proposición 2 («Aquel tenía ganas de hacer aquello»): se nos describe una situación corriente donde se trata de explicar una conducta. Pero aquí, la conducta no está justificada, solamente está descrita. En efecto, cuando se observa la proposición más de cerca, uno se da cuenta que el conector «por qué», y la motivación que éste expresa, seguramente tiene el valor de una «explicación» pero no el valor de una «justificación» ética. La proposición 2 expresa el motivo de la acción de «aquel». Pero para obtener una justificación ética de dicha acción, debería tener otras proposiciones remitiéndonos a un principio moral o quizás a una norma, a proposiciones como por ejemplo: «Esto forma parte de las acciones que me permiten vivir según mi concepción de la buena vida»; o: «Es mi deber cumplir esto». Lo que permitiría llegar a la siguiente proposición: «Aquel hizo esto, porque tenía ganas de hacerlo, y esta es una de las acciones que le permiten llevar a cabo su proyecto de buena vida»; o incluso a la proposición: «Aquel hizo esto porque tenía ganas de hacerlo y esto es su deber». Las razones explicativas desempeñan un papel importante en la medida en que dan una idea de las motivaciones que han impelido a alguien actuar: ya sea por ganas de satisfacer una necesidad, o por seguir sus pulsiones, o por darse un placer, o incluso por ver de qué modo se obtiene el éxito o el dinero, todo ello sirve para comprender por qué se actúa de cierta manera. Pero esto no justifica por sí solo la conducta de un individuo. Evidentemente, no queremos decir con ello que deba uno justificar siempre su conducta. Simplemente afirmamos que, para hacerlo, no es suficiente invocar ese tipo de razones, o creer que el hecho de hablar de «consentimiento» convierte una acción en «legítima» de facto.
LA LÓGICA DE LA ACCIÓN
Desde la más sencilla a la más compleja, desde la más natural a la más sofisticada, desde la más humilde a la más apreciada, cualquier actividad humana persigue unos objetivos, adopta unas reglas y tiende
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a promover unos valores. Los objetivos definen en general el objeto de una actividad; las reglas determinan la forma; los valores permiten justificarla y evaluarla desde un punto de vista ético. De entrada, lo que diferencia la acción humana de un sencillo movimiento natural, es la presencia de motivos, de preferencias, de disposiciones, de intenciones, de razones: de todo lo que puede impulsar a un individuo en particular a realizar una elección, a tomar una decisión y cumplir con algo. Incluso pareciendo artificial reconstruir el proceso que lleva a un individuo a actuar, como en un encadenado de etapas sucesivas, (desear, deliberar, escoger, actuar) 29 —sobre todo cuando la acción avistada es anodina y banal—, sería un error creer que el individuo se embarca voluntariamente en una acción que considera legítima sin pasar por esas etapas. Por lo tanto, incluso una actividad muy banal, como el hecho de comer, tiene sus objetivos (alimentarse, sentir placer, satisfacer un deseo, cubrir una necesidad, distenderse, etc.), adopta reglas (existen tradiciones culturales y sociales; hay alimentos que no pueden ser consumidos sin haberlos cocinado, otros que solamente se consumen crudos, etc.), y promueve valores (la salud, el bienestar, la sociabilidad). Los objetivos, las reglas y los valores dependen parcialmente de los individuos que practican esta actividad, de su cultura, de su entorno y de sus costumbres, pero en parte también ellos son «objetivos». En el caso de comer, a despecho de todo relativismo, no puede negarse la objetividad de que dicha actividad permite, de entrada, alimentar a alguien, hasta el punto que se consideran «patológicos» los comportamientos alimentarios que sustituyen ese objetivo por otros, como es el caso, por ejemplo, de los desórdenes de las conductas alimenticias que llevan a un individuo a desviar de su objetivo del acto de comer dándole otros significados. Igualmente, a despecho de toda tradición específica, una de las reglas de la alimentación es nutrirse con alimentos que no comporten riesgos para la salud, so pena de tener que soportar seguidamente consecuencias, como por ejemplo una intoxicación alimenticia. En fin, en lo que concierne a los valores, podríamos decir que más allá de la elección subjetiva, subyace el valor objetivo de la auto-conservación; rechazar la comida, como hacen los anoréxicos, es una forma de denegar el valor de su existencia física, incluso
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si por esa misma negación, esas personas experimentan un gran sufrimiento psíquico. Evidentemente, no se trata de plantear que cada vez que se come, el objetivo sea nutrirse ni promover la propia conservación. A veces se come simplemente porque se tienen ganas de hacerlo, o porque se es goloso, sin que ello comporte problemas mayores o juicios de valor negativos. Pero si se come todo el tiempo por glotonería, se corren ciertos riesgos más allá de engordar simplemente. E incluso si alguien explica su actitud porque no quiere privarse del placer que le aporta el hecho de satisfacer su glotonería, no puede por ende justificarla a partir de ese argumento pues, además de ese placer, existen consecuencias más o menos perjudiciales para el propio individuo, como el hecho de engordar o de enfermar. Pretender seguir una conducta que consiste en no renunciar nunca a la satisfacción de los deseos alimenticios y, al mismo tiempo, negar que conlleva consecuencias más o menos peligrosas significaría caer en la trampa de una negación de la realidad. Como cualquier otra actividad, la medicina y la sexualidad tienen también objetivos, reglas y valores. El objetivo de la medicina, por ejemplo, es el de intervenir cuando alguien está enfermo para permitirle curarse o, sencillamente aliviar su sufrimiento. Por ello, evidentemente existen reglas que un médico debe seguir —debe conocer el funcionamiento del cuerpo humano y sus órganos, debe dominar la biología o la cirugía, debe respetar la limpieza y evitar que surjan las infecciones...— y valores que se acepta promover, como la salud o, más generalmente, el bienestar de los seres humanos. La justificación de esta actividad está generalmente ligada a la consecución del bien incluso si el contenido de ese bien puede no ser obligatoriamente la salud física, sobre todo desde que un paciente tiene una concepción de la vida tal que su propio bienestar no depende prioritariamente de su salud psíquica. Es aquí donde el papel de la autonomía es importante, aunque sólo sea porque un individuo que solicite ayuda a un médico tiene derecho a recibir una respuesta por parte de éste que se corresponda con su visión de la vida y el bienestar. Una cosa es afirmar que el paciente tiene un papel esencial en la determinación del contenido del concepto de bienestar personal, y otra bien distinta afirmar que su consenti-
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miento justifica, en tanto que tal, su elección, sea cual sea el contenido que le confiera al concepto de bienestar. La expresión de su consentimiento puede justificar su elección a partir de un único momento, cuando este expresa realmente su autonomía y su concepción de la vida. En el caso de la sexualidad, las preguntas son similares. Sus objetivos son múltiples y varían a menudo según los individuos. Los valores que se quieren promover también son extremadamente diferentes, pueden ir desde la procreación a la búsqueda del placer pasando por la expresión del deseo y de la voluntad de conocer a otras personas. Ello quiere decir que existe una multiplicidad de actividades que adoptan reglas variadas y buscan promover diferentes valores. Incluso pueden no tener objetivos y, simplemente, abandonarse a sus deseos. Pero, sea como sea, éstos son los valores que se promueven de forma más o menos consciente y que justifican esta actividad, hasta el punto de que querer justificar una actividad sexual por el mero consentimiento significaría, una vez más, convertir en formal y vacía de sentido la libertad que se supone que los individuos pueden gozar. Afirmar que el consentimiento por sí solo justifica una acción implica pretender que todo acto estaría justificado a partir del momento en que se dice «yo quiero». Pero decir que alguien quiera algo no implica por ello que ese algo sea legítimo, o que el acto esté justificado. Es el problema abordado por Diderot en Jacques el fatalista —aunque desde otra óptica—, particularmente en la escena en que el discípulo se opone a su maestro y a su pretensión de ser siempre libre. Este último, partidario convencido del libre albedrío, afirma estar seguro de su libertad gracias al sentimiento que tiene de hacer siempre lo que quiere. Jacques le pregunta si una vez decidido a hacerlo, se tiraría de su caballo. Y su maestro le responde que lo haría, incluso si fuese con cierta repugnancia: Pero qué importa, puesto que me precipito, y pruebo con ello que soy libre. ¿Cómo? exclamó Jacques. ¿No veis que sin mi contradicción, nunca se os hubiera ocurrido romperos el cuello? Soy yo por lo tanto quien os toma del pie y os tira de la silla.
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¿Es el maestro quien querría tirarse del caballo, o bien esa idea le ha sido sugerida y, por tanto, ha sido condicionado desde el exterior? ¿Querría actuar así porque tiene razones para hacerlo, o el hecho de quererlo sería su única razón? No se puede evaluar ni justificar una práctica sin al mismo tiempo abordar las relaciones complejas que existen entre el agente, el acto, el resultado previsto y la manera en que ese acto se llevará a cabo. 30 En efecto, decir que alguien consiente en hacer algo porque tiene razones que le empujan a actuar de esa manera, es una cosa; afirmar que la razón por la cual alguien se comporta de cierta manera es que consiente a ello, es otra cosa distinta. Decir que alguien hace algo en una dirección y de un cierto modo es una cosa; pretender que el consentimiento, como tal, borra automáticamente todo objetivo y toda regla, es otra cosa.
NOTAS 1
Para una historia de la división entre lo justo y el bien, ver André Betten, Pablo de Silvera, Hervé Pourtois (dir), Libéarux et Communautariens, Paris, PUF, 1997. Para un análisis de esta distinción, cf. Charles Larmore, Modernité et Morale, Paris, PUF, 1993; Charles Taylor, «Le juste et le bien», Revue de métaphysique et de morale, 1998, pp. 33-56.
2
Para una crítica del paternalismo, ver en particular: Ronald Dworkin, «Paternalism», The Monist, 56, 1972, pp. 64-84; Joel Feinberg, «Legal paternalism», Canadian Journal of Phylosophy, 1, 1971. Según Dworkin, podemos calificar de paternalismo cualquier intervención sobre la libertad de acción de una persona «justificándose en razones exclusivamente relativas al bienestar, al bien, a la felicidad, a las necesidades, a los intereses o a los valores de esta persona». Para Feinberg, podemos distinguir entre una forma leve de paternalismo que sería legítima, y una forma más pesada e ilegítima, que reclama una acción directiva sobre una persona, independientemente de su grado de competencia.
3
Robert Nozick, Anarchie, État et Utopie, 1974, Paris, PUF, 1988, p. IX.
4
Es interesante constatar con Denis Berthiau, que el principio de igualdad del derecho público se despliega en diferentes direcciones: por un
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lado, el derecho tiende a promover el respeto de la igualdad ante la ley —lo que impone un tratamiento idéntico a situaciones parecidas— y de otro lado permite una discriminación justificada por una situación particular, esta última pudiendo tomar la forma de una voluntad igualadora (D. Berthiau, Le principe d’égalité et le droit civil des contrat, Paris, LGDJ, 1999) La posibilidad de una discriminación justificada es una idea enunciada por primera vez por el Consejo constitucional el 17 de enero de 1979 y retomada el 12 de julio del mismo año: «Considerando [...], que si el principio de igualdad ante la ley implica que a situaciones parecidas se haga una aplicación de soluciones parecidas, no resulta de ello que situaciones diferentes no puedan ser objeto de soluciones diferentes». 5
El caso de la sanidad es, desde este punto de vista, particularmente instructivo porque puede ocurrir que una práctica médica tenga necesidad, para afirmarse, de una ayuda y de un apoyo positivo por parte de los poderes públicos, y ello, incluso si financiar un sector de la investigación o de la clínica significa no poder financiar otro. Sobre el problema del reparto de los recursos públicos, ver el debate en el que el economista Amartya Sen se opone a la posición del optimum de Pareto subyacente en el teorema de imposibilidad de Arrow: K. Arrow, Social Choice and individual Values (1951), New Haven, Yale University Press, 1963; V. Pareto, Manuel d’économie politique (1907) in Oeuvres completes, t. VII, Ginebra, Droz, 1966; A. Sen, Collective Choice and Social Welfare, San Francisco, Holden Day, 1970; Éthique et Économie, Paris, PUF, 1993 (en castellano, de Amartya Sen: Elección colectiva y bienestar social, Alianza Editorial, 2007; Sobre ética y economía, Alianza Editorial, 2008).
6
Ruwen Ogien, Penser la pornographie, Paris, PUF, 2003; La Panique morale, Paris, Grasset, 2004.
7
Ruwen Ogien, La Panique morale, op. cit., pp. 22-29.
8
Charles Larmore, Modernité et Morale, Paris, PUF, 1993, pp. 161-166.
9
Ruwen Ogien, La Panique morale, op. cit., p. 36.
10
Ibid., p. 41.
11
Analizaremos esta cuestión de la esclavitud voluntaria en el capítulo 4.
12
Cornelius Castoriadis, «L’ état du sujet aujourd’hui», en Le Monde morcelé, Paris, Seuil, 1990, pp. 190. Ver también Vincent Descombes, Le Complément de sujet, Paris, Gallimard, 2004, pp. 204-211.
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13
John Rawls, Théorie de la justice, 1971, Paris, Le Seuil, 1987, p. 44 (en castellano: Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, 1997).
14
Jacques Lacan, Écrits, Paris, Seuil, 1966, p. 802 (consultable en la edición de 2006 de Obras escogidas de RBA).
15
John Rawls, Théorie de la justice, op. cit., p. 248.
16
La formulación más actual en J. Rawls, Justice as Fairness. A Restatement, Harvard University press, 2001, trad. fran. La Justice comme équité, Paris, La Découverte, 2003, p. 70 (en castellano: La justicia como equidad: una reformulación, Paidós, 2002).
17
F. Nietzsche, Fragments posthumes (1887-1888), Paris, Gallimard, 1976, p. 108 (hay edición en castellano en 3 volúmenes de la Editorial Biblioteca Nueva, 2005-2006).
18
Will Kymlicka, Les Théories de la justice (1992) Paris, La Découverte,
1999, p. 223. 19
Michael Sandel, Liberalisms and the Limits of Justice, Cambridge, Cambridge University Press, 1982. (en castellano: El liberalismo y los límites de la justicia, Gedisa, 2000).
20
Aristóteles, De l’âme, en Oeuvres completes, Paris, Les Belles Lettres, 1966, III, 9, 432 a 15. Un poco más allá: «En efecto, salta a la vista que el inte-
lecto no se mueve sin el deseo, pues el anhelo es un deseo y cuando uno se mueve siguiendo su razonamiento, también se mueve en virtud de su anhelo» (III, 10, 433 a 22-25). 21
Aristóteles, Étique à Nicomaque, Paris/Louvain, Nauvelaerts, 2 t., 19581970, VI, 1143 b 3-4. (La Ética a Nicómaco está disponible, entre otras, en Tecnos, 2009).
22
Como dice R. A.Gauthier en su comentario a Aristóteles: «La condición misma de la infalibilidad de la sabiduría, es la entrada en el contexto mismo del deseo y de la virtud moral: es por lo que debe llegar a la posición efectiva de la acción virtuosa por lo que la sabiduría incluye el deseo y la virtud» (R. A.Gathier, L. Y. Josif, Aristote, Éthique à Nicomaque. Commentaire, Paris, Béatrice Nauwelaerts, 1959, p. 576).
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Así como Freud lo demostró, un deseo jamás esta inscrito en el interior de una disposición compuesta, de un programa que implica al sujeto en toda su complejidad. Pertenece al reino de la espontaneidad pura; es una
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especie de «impulso» ligado a un estado de tensión prevé satisfacerse independientemente de cualquier proyecto de vida y de toda autonomía personal. 24
Para Hume, por ejemplo, solamente los deseos y las apetencias pueden poner un cuerpo en movimiento. Deseos y apetencias están en el comienzo de toda acción. Pero, dado que así no pueden ser evaluados racionalmente, ni modificados por la razón, la razón sólo interviene después, como cálculo de los medios necesarios para la satisfacción de los deseos individuales. Ver, en particular, David Hume, Traité de la nature humaine (1740), Paris, Flammarion, 1993. (El Tratado de la naturaleza humana está disponible, entre otros, en Tecnos, 2008).
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Volveremos sobre este punto central puesto en evidencia por Harry Frankfurt y Ronald Dworkin: H. Frankfurt, «La liberté de la volonté et la notion de personne» (1971), en M. Neuberg (dir.), Théorie de l’action. Textes majeurs de la philosophie analytique de l’action, Bruxelles, Margada, 1991, pp. 253-26; R. Dworkin, The Theory and practice of Autonomy, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
26
Como también dice Patrick Pharo: «es esencial distinguir la legitimidad prima facie, fundada en un consentimiento del momento, de una justa y objetiva legitimidad, bajo cualquiera de las descripciones disponibles, que trascienda el consentimiento subjetivo» (P. Pharo, Le Sens de la justice, op. cit., p. 43).
27
Una aproximación contemporánea de las más elaborados para esta postura es la de David Gauthier. En el centro de su teoría, se encuentra la idea que el objeto de las deliberaciones humanas no está solamente hecho de decisiones concernientes a acciones particulares, sino que incluye también decisiones a propósito de las líneas de conducta o a planos de acción. Ver, en particular, D. Gauthier, «Morality and advantage» en Joseph Raz (dir.), Practical Reasoning, Oxford, Oxford University Press, 1979, pp. 185-197; Morals by Agreement, Oxford, Oxford University Press, 1986.
28
Para Tomás de Aquino, por ejemplo, el bien se identifica con el cumplimiento del deber y el deber él lo definía como un actuar conforme a la voluntad divina. De este modo el filósofo cristiano ve en el orden divino —Los Diez Mandamientos— la especificación de la ley natural y de las prescripciones que de ella se derivan, los últimos principios de la acción humana. (Summa Theologiae, I-II, 90, 4c).
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En general, se atribuye a Aristóteles la primera tentativa de explicar una mecánica de la acción. En efecto, a despecho del hecho que a menudo se haya querido hacer decir a Aristóteles mucho más de lo que dijo en su obra, es cierto que en Ética para Nicómaco encontramos la primera formulación de silogismo práctico, o sea que da un razonamiento la conclusión del cual es una acción o una decisión (ver VII, 5,1147 en 5-35).
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Es interesante recordar aquí la regla que Cicerón da a los oradores para que puedan construir una descripción de los hechos, capaz de mostrar la culpabilidad o la inocencia de un acusado: Quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quand («Quien, qué, donde, con qué ayudas, por qué, cómo, cuando»). Cicerón, De l’invention, I, 24-27. (La invención retórica, Gredos, 1997).