El futuro empieza hoy, de Norbert Bilbeny

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EL FUTURO EMPIEZA HOY. MANUAL DE EMANCIPACIÓN Norbert Bilbeny



EL FUTURO EMPIEZA HOY. MANUAL DE EMANCIPACIÓN Norbert Bilbeny

COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL

PROTEUS


Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: CanalGràfic Diseño editorial: Ana Varela Fotografía de la portada: Dennis Hill and friends.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: marzo 2010

© Norbert Bilbeny © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús

www.editorialproteus.com Depósito legal: ISBN: 978-84-937720-5-5


ÍNDICE Punto de partida: la inquietud del yo.........................................................................................9 El yo mútiple de nuestro tiempo (p. 9) — A cada cual su generación (p. 27) Objetivo: la mayoría de edad....................................................................................................43 Irse de casa (p. 43) — El paso a la mayoría de edad (p. 55) — El trabajo o la vida (p. 68) Hoja de ruta: la emancipación y sus etapas.............................................................................83 Voluntad de independencia (p. 83) — El proceso de liberación (p. 97) — La autonomía personal (p. 107) Equipaje: el dominio de sí......................................................................................................123 El factor responsabilidad (p. 123) — Autoconfianza (p. 138) Lecturas para continuar..........................................................................................................155



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PUNTO DE PARTIDA: LA INQUIETUD DEL YO EL YO MÚLTIPLE DE NUESTRO TIEMPO

«Yo» es una de las palabras más usadas. No nos cansamos de decirla a cualquier edad. Ninguna, ni la juventud, tiene la exclusiva. Excepto la infancia: cuando todo son cuidados y mimos, no decimos «yo», sino «el niño» o «la niña», «él» o «ella», para referirnos a nosotros. Es el precio que hay que pagar por ser tan felices. El mismo, después, por no recordar con los años, esa felicidad del bebé. La cultura del yo

Al crecer nos tomamos la revancha y abusamos de la palabra «yo». Parece, más que palabra, lo natural antes de empezar a hablar: «Yo digo que…». Hasta los más escépticos, los que dudan, se precian de dudar de todo menos de su yo, el que dice, por ejemplo, «Yo no creo» tal cosa o tal otra. Con su yo por delante, y lo demás importa menos. De modo que hay pocas cosas en el mundo que estén mejor repartidas que el yo. Uno para cada uno, incluso para los no egocéntricos. Pregúntesele a voluntarios y altruistas por qué lo son, cómo se inició su causa, y la mención a su yo y a sus motivos será inmediata y sin tapujos. Al preguntarle al joven novelista Jonathan Littell qué tenía él de parecido con sus propios personajes, respondió tan sólo: «No soy nada. Soy yo». Es decir, no importa qué


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es uno, si tiene o hace esto o lo otro. Sino quién es. Que sea él o ella, antes de ser identificados con un rasgo, un papel, una posición. Lo cual es bueno destacar en un tiempo en que, por lo contrario, se tiende a calificar a la gente por «lo que es», y no por «quién es», en su sentido humano, sin más señales de importancia. A veces leemos en las esquelas de los periódicos una larga lista de cargos y títulos bajo el nombre del fallecido. Corresponde a esa manera corriente de identificar a la persona con su rango y actividades, que no abandonamos ni al traspasar el umbral de la muerte, la gran igualadora. Pero aún en el caso de pensar en el yo de manera menos posesiva, pensamos igualmente «con» el yo y «desde» éste. Estamos siempre «egocentrados», para bien o para mal. El sistema productivo vigente, que une la política y la cultura con la economía, se ocupa por su parte de reservar un puesto para el yo individual. Puede que para muchas cosas no se tenga en cuenta al individuo, al «sujeto». Pero en otros aspectos sí interesa favorecer la idea de que el yo individual nos hace «libres» al tiempo que «responsables» frente a los demás. Sin ese yo, ¿cómo repartir méritos y culpas? Pero también: ¿cómo hacer que cada uno se sienta parte y deudor de un todo en el que la educación y la ciudadanía se articulan con el mercado? Si a uno no se le persuade de que es libre y responsable para elegir su destino, como profesional, elector o cliente, entre otros tantos cometidos, es más difícil que participe de ese gran engranaje y que lo haga con gusto o interés. En otras palabras, gravita sobre nosotros la ideología del individuo como «dueño de su destino» o responsable último de su suerte. Lo cual, de paso, no le viene mal al sistema en una época de incertidumbres y de bajo tono participativo. Así se explica hoy la vuelta a una cierta moral de la autoinculpación (el fracaso o la inseguridad son, así, «nuestro problema»), la insistencia en la autoevaluación permanente, y el éxito, en fin, de libros y terapias de «autoayuda».


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El yo en crisis

La realidad tiene otros rostros diferentes a éste del yo individual y a su poder de elegir en casi todo. Quizás pocos jóvenes suscribirían hoy la respuesta del escritor acabado de mencionar. Éste dice que él no es «nada» en particular. Sólo: «Soy yo». Otros dirían, al contrario: «Soy muchas cosas, pero no yo». Conocemos nuestros papeles en la vida de cada día. Y los cambios de identidad que constantemente se nos exigen. Pero de ahí a concluir que somos un yo, uno y permanente, hay mucha distancia. La vida de hoy parece no estar hecha para creer que somos un yo. Si la ideología es la del yo, la realidad es la del no-yo. El joven, la persona, apenas tiene tiempo y estímulos para centrarse y descubrir su yo, y se vale mientras tanto de ese otro yo social que bascula entre la ilusión y el fracaso en el vasto panorama del mercado. Se trata de hacerte ver que estarás emancipado sólo cuando dispongas de empleo y vivienda. Y que serás feliz cuando completes el cuadro con un buen coche. Es el yo ajustado a nuestra condición de decisores de bienes de producción y consumo, incluida la elección de uno mismo como productor y consumidor. Pero el otro yo, el personal y propio de cada uno, ese se nos escapa. Huye con la prisa misma de cada día. Es cierto que desde un punto de vista intelectual a este yo se le dedican hoy muchas críticas, por demasiado egocéntrico y pretencioso. Se dice que sigue representando al yo del individualismo económico, de la visión machista de la personalidad, y hasta de un enfoque de la cultura, propio de Occidente, que desestimaría los lazos del individuo con la comunidad a la que pertenecemos. Pero estas críticas se quedan cortas frente a los efectos laminadores que ejerce la realidad sobre ese yo más propio y personal. Me refiero a la realidad de las sociedades asentadas sobre la economía capitalista y el negocio de las tecnologías de la información. En ellas ha cambiado también el sentido de la identidad personal y el valor otorgado al yo y a la conciencia individual.


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Se precisa, por una parte, que los productores y consumidores seamos adaptables y flexibles, tanto en proyectos como en capacidades. Éstas, por lo demás, deberán estar en «formación contínua», reciclándose hasta morir. No se puede pensar, entonces, en una identidad personal única y continua en el tiempo, que de alguna manera podamos empezar a disponer desde muy jóvenes. Antes eso era posible; ahora, mucho menos. Y, por otra parte, se ha pasado de unas formas de contacto humano presencial, en que la percepción directa del otro era fundamental para los valores y los motivos de vida, a otras formas de relación tan sólo virtual, donde casi nada es lo que parece y todo sucede sin apenas dejar poso. En este marco es difícil que prospere la idea de un yo coherente y estable. Parece como aspirar a algo anticuado, como usar sombrero, tener buenas maneras o comer sin prisa. La capacidad de encaje

Sin embargo, esa nueva condición de «nómadas morales», y por descontado de «nómadas intelectuales» —quien se cierra, se queda atrás—, no parece ser vivida por los jóvenes con el mismo dramatismo que los mayores. No han conocido el mundo anterior, caracterizado por incentivos y respuestas previsibles, cuando uno o una se preparaba para ser una «persona de provecho». Aunque, dentro de lo que cabe, es una ventaja para ellos, pues abordan la nueva situación del yo sin los complejos de otras generaciones. Ya saben, de entrada, qué contar, y no se comparan con patrones de otra época. Encajan con menos ansiedad la dificultad del yo en el mundo actual. Por otra parte, son los propios jóvenes quienes prefieren un yo variable y expuesto, frente a otro, como antes se nos enseñaba, más seguro de sí y capaz de ser el eje de la personalidad. Hay, como siempre, excepciones, pero la juventud actual, más aún que la de otros tiempos, no se deja etiquetar. En relación con el aprendizaje y la formación personal, se consideran con un potencial de partida de amplio espectro y que hay que rea-


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lizar sin prisas especiales. No creen demasiado en los planes preconcebidos, ni menos en una «vocación» que sacrifique el resto de oportunidades. Lo deseable es optimizar todas éstas. Para lo cual un yo o una personalidad de buen fuste, robustos y atentos siempre a su «identidad», serían un obstáculo. Los jóvenes prefieren hoy ser complejos y polifacéticos; estar abiertos a lo que surja, y escoger lo más adaptado a sus intereses. Y lo hacen a su manera, es decir, sólo captable entre ellos, no por los adultos. Puede que otras generaciones se sintieran más seguras de sí mismas, pero no se recuerdan tan sofisticadas, quizás, como ésta del presente. Los jóvenes quieren ser ellos mismos, aunque no les convence el valor de un yo coherente y definitivo. Y quieren experimentar, tener ante sí muchas oportunidades y poder aprovechar alguna. Pero les convence menos la idea del esfuerzo o del riesgo para alcanzar algo que no es de goce inmediato. Se les reprocha poca capacidad para crear un mundo nuevo, pero por lo menos la tienen para encajar el actual y conocido. De éste saben exprimir lo que les interesa, evitar lo que les desagrada y ponerse a mezclar todo lo demás. Lo cual no está exento de imaginación y creatividad (y en lo moral hasta tiene su mérito), si bien a veces se cuela de paso el sufrimiento y el peligro en sus vidas. Por ejemplo, con los modos impulsivos de relacionarse, en casa o en el trabajo, o con las conductas adictivas a la hora de divertirse. Identidades dispares

Entonces, ¿hay que acusar a los jóvenes de «contradictorios»? ¿No es incoherente vivir según tendencias opuestas? Tan pronto buscan la libertad como la seguridad; la vida responsable como la despreocupada. Y eso incide en su manera de entenderse a sí mismos. En su yo, fragmentado e incoherente. A menudo son los primeros en sorprenderse. He aquí unos ejemplos reales, aunque con nombre cambiado, de jóvenes que aparentan esta incoherencia:


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Enrique es un joven abogado que trabaja en una entidad de seguros, casado y de confesión católica, conservador, pero que se ha apuntado a un partido de izquierdas, donde ve la oportunidad de escalar y conseguir un cargo político. Teresa, de apenas veinticinco años, pertenece a una conocida familia de la ciudad. Es una militante de la antiglobalización y viste de modo hippie, pero vive de los recursos familiares, a pesar de llamarse a sí misma «inconformista». Xavier, en cambio, harto de su familia convencional, se ha retirado con su pareja a vivir en el campo, donde han tenido un hijo. Ambos, sin embargo, son acérrimos defensores de la religión y la familia. Otros más. Marisa, que pasa de los treinta, no quiere trabajar, pero le gusta vivir bien. Tampoco se decide a acabar su tesis doctoral, aunque se siente y comporta como una intelectual. Pol, de algo más de veinte, proclama su anarquismo, pero es funcionario municipal y, con empeño, un buen gastrónomo. Carina es una radical de izquierdas que vive de manera muy austera, pero invierte en bolsa y posee, por herencia familiar, varios apartamentos que alquila a un precio más que considerable. Ángel es lo que se dice un reaccionario en política, y muy beato, pero es un entendido en arte y diseño de vanguardia. Cualquiera diría que es el típico «moderno». Nuria es una ejecutiva con un buen sueldo. Vive sola desde muy joven, pero cambia cada dos meses de pareja y ha puesto varias veces en riesgo su salud por causa de su promiscuidad sexual. Miguel consigue buenos empleos en informática, pero es cada vez más un adicto a la cocaína, aunque es un asiduo del gimnasio y, dice, de la «vida sana». Amelia hace años que está en África en tareas humanitarias, pero no se habla con su madre, y sus compañeros dicen que es intratable. Jesús es técnico superior en el ejército, y colecciona con esmero armas antiguas, pero se ha hecho budista y cree, pese a ser militar, en la compasión universal. Y para qué continuar. Todas estas personas parecen representar distintos personajes a la vez. Cuando es el turno de uno de éstos, a la hora por ejemplo de afrontar la responsabilidad familiar, ¿cómo se las arregla cada uno con el resto


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de sus voces? No es difícil adivinar que los personajes de ese escenario interior están enfrentados entre sí. El hecho es que unos jóvenes lo viven como un conflicto. Pero otros, no. No obstante, acusarlos de «contradictorios» es algo que tiene poco fundamento y no lleva a ninguna parte. La acusación puede volverse como un boomerang contra los mayores. Porque la incoherencia es tan parte de la vida y la conducta humanas como la alabada «coherencia». Otra cosa es que, por lo general, nos sintamos mejor con esta última y que le demos incluso un valor lógico. Contradecirse sería un error, o es sospechoso. Pero ser incoherente, en ciertas ocasiones, o para determinados asuntos de la experiencia, no es ni malo ni absurdo. Puede que sea una forma de perseguir la misma coherencia, pero siguiendo otra especie de lógica. O simplemente de encarar una situación difícil mediante sucesivos tanteos de adaptación. En cualquier caso, no se puede recriminar a nadie el ser «incoherente» en lo personal. Si es una opción, allá cada cual. Si es una debilidad, la respuesta es ayudarle. El yo coherente

En la juventud la incoherencia respecto al yo se ha de afrontar según todos estos ángulos citados. Y aún desde otro más, el más importante: el tipo de sociedad en la que crecemos, que nos induce a todo, excepto a ser coherentes. Por eso, además de hipócrita, sería injusto reprocharles a los jóvenes ser incoherentes. La sociedad actual está articulada sobre la economía del capitalismo globalizado. Su industria, así como los valores de producción/consumo, se sirve de las diversas tecnologías de la información, cada vez más impactantes en todos los órdenes de la experiencia. De modo que estamos en la «sociedad del conocimiento», la que en pocas décadas ha logrado transformar de modo inaudito los hábitos y las creencias de la gente. Pues bien, dentro de estas coordenadas, el sujeto, y notoriamente los jóvenes, tenéis hoy que saber combinar las dos formas culturales básicas de esta sociedad. Veamos.


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Por un lado, avanza en nuestro tiempo la cultura del conocimiento y la competitividad. En sus pilares está la producción económica, que es la responsable de promover, para sus propios intereses, la idea de que cada uno, cada productor, ha de poseer un «proyecto de vida». Se entiende que es un proyecto en lo económico, básicamente, pero que arrastra los aspectos formativos y familiares del individuo. Involucra todas las esferas de la «seriedad» o responsabilidad del individuo sobre él y los suyos, incluidos sus conciudadanos. Y se entiende, también, que sin dicho proyecto la producción retrocede o se altera, cambia de sentido. Dada la importancia concedida a la existencia de un proyecto de vida hay varios elementos a destacar que, todos ellos, inciden en el yo y la personalidad. En primer lugar, la persona es presentada siempre como individuo «agente», es decir, activo, con una actitud frente al mundo diferente a otra, por ejemplo, más contemplativa, espiritual, o simplemente pasiva. Y, al mismo tiempo, el individuo es distinguido por su potencial «proyectivo»: la acción, se supone, se hace según un plan o unos fines más o menos preestablecidos. Se actúa, así, para realizar un proyecto que no puede quedar en sueño o en meras intenciones. En segundo lugar, se supone que la actividad de cada uno se rige, más en concreto, por «necesidades» e «intereses». Eso alcanza a todas las profesiones y tareas de la sociedad a las que la persona se enfrenta con mayor o menor logro obtenido en el trabajo. Todos, así, estamos «comprometidos» desde nuestra condición de productores. Por último, damos un gran valor al hecho de «elegir» como pieza determinante en nuestro proyecto de vida. Si no acertamos, las consecuencias pueden ser fatales, y en cualquier caso los causantes, los «culpables», seremos nosotros mismos por no haber tomado la decisión adecuada en el momento adecuado. Por eso se nos exige a la vez ser autónomos, ser dueños de nuestros actos, entendiendo siempre la autonomía como una especie de «autodeterminación». Ahora bien, ésta no es un obrar por libre capricho o, simple-


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mente, sin imposiciones. Cada uno debe poner de su parte. Lo cual nos remite al carácter y a la importancia de labrarnos una «personalidad». Sobre todos estos rasgos, la resultante es que cada uno tenga un yo coherente, sin fisuras ni contradicciones. Si uno agregase en su curriculum «además, soy una persona llena de contradicciones», no le ofrecerían ninguna entrevista. La personalidad no puede reflejar diferentes y opuestas personas en uno mismo; debe ser una, estar unida, y si es posible única, para destacar entre las demás. En otras palabras, con la identidad no se juega. Hay que quererla homogénea y estable. Porque sin esta base individual, coronada con el yo de una pieza («individuo» significa «indivisible»), el sistema mismo de la producción se tambalearía. «¡Sé tu mismo!», pues, es lo mejor que pueden decirnos. ¿O lo peor? El yo fragmentado

La sociedad fomenta también que tengamos otra clase de yo. Uno más abierto y cambiante. O mejor, aún: que tengamos varios «yos», coexistiendo en paralelo con el anterior, el yo enterizo de la responsabilidad. La causa de este insólito acompañamiento está en el avance una cultura antagónica con la acabada de describir: la cultura del bienestar y del ocio consumista. El consumo, que cada vez más forma parte de la vida diaria y de los ensueños de la mayoría, es por sí mismo diverso, fragmentario y aleatorio. Hay casi de todo por consumir, pero nada vale por sí solo y todo casa con todo, como en una gran ensalada. Echemos un vistazo a nuestro alrededor y a nosotros mismos. Somos pluriconsumidores cambiantes, y pocos o ningún producto nos bastan para no desear consumir otros. En una época vestimos bien, viajamos poco, pero leemos mucho. En la siguiente, consumimos poca literatura, gastamos menos en ropa, pero salimos más a menudo al extranjero.


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El mercado, en fin, nos pide vivir durante la vida varios «estilos de vida». El proyecto personal, del que antes hablábamos, apenas cuenta. Lo importante es estar en alguna tendencia, o mejor: en vivir para todas ellas. El más admirado será quien sepa combinarlas mejor, antes y más rápidamente. Advertencia, pues: se requiere menos carácter, y más disponibilidad. Menos vueltas a la personalidad y más estilo. No puedes blindar tu yo a la sucesión de tendencias. Porque, ¿quién va a preferir un televisor en blanco y negro y con un solo canal, a otro en color y con docenas de opciones, aunque se nos garantice la calidad, los mejores guiones, de la primera opción? ¿O quién se atreve a ser genio y figura hasta el final, y renunciar a un referente en cada cambio de época o de temporada? Se dice, en broma, que hemos pasado del homo sapiens al homo zappiens, el que hace zapping. Pero la verdad es que a muchos les encantaría cambiar de vida y de situaciones con la misma rapidez con que manejan el mando a distancia del televisor y otros teclados varios. Véase, si no, en qué se divierten niños y jóvenes. No están obligados a detenerse ni un minuto en lo que a primera vista no les satisface, y saltan de una experiencia a otra, impacientes, con sólo un leve movimiento de dedos. De esa forma mágica, aunque inquieta hasta la saciedad, se quisiera controlar la experiencia de la vida. Y tiene su lógica. Puesto que la cultura de bienestar y consumo en la que estamos inmersos es la que alienta a que haya individuos tan «receptivos» como ansiosos por «experimentar lo nuevo». También es la que hace, a veces, que la vida y las actividades que llevamos a cabo se parezcan a nuestros «deseos» o, al menos, a la «imagen» de nosotros mismos. Pues con sólo adquirir ciertos productos y servicios (una casa, un crucero, un concierto, un vestuario o una reconstrucción de mamas) ya nos sentimos ricos o distinguidos, aceptados o «enrollados». Así, de paso, nos hacemos justicia a nosotros mismos. Cuando la que predomina es esta cultura del bienestar y el consumo, el énfasis ya no recae en elegir y tomar decisiones.


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Sino, cosa distinta, en la «multiopcionalidad» a nuestro alcance, aquello que nos deparan las instituciones y el mercado a cambio del voto o de un pago. Por consiguiente, también se da importancia a la autonomía personal, pero no en el sentido ético, sino en el estético de la «autoselección» entre todas las opciones, para dar con nuestro «estilo» más adecuado, para acertar entre todas las apasionantes «tendencias». De ahí surge el yo fragmentado, el que se realiza, o lo intenta, bajo el signo de lo heterogéneo y cambiante. A éste nada mejor que animarle con la consigna: «¡Aprovecha las oportunidades!»: el célebre Carpe diem! Si Horacio, que era parco y fácil de conformar, levantara la cabeza… La individualización se hace hoy a través de estas dos vías. La del yo coherente y la del yo fragmentado. Estructurado el primero, oportunista y versátil el segundo. Con ambos tenemos que crecer y hemos de aprender a controlarlos. El sujeto resultante es, así, lo más parecido a una «identidad de identidades», a un «yo múltiple» o poliédrico hecho de varios «yos», entre la unidad y la dispersión. Pero todos estos fragmentos, al fin y al cabo, forman parte de una sola persona. O así debe ser, aunque cueste y sea nadar a contracorriente. Nos va en ello la salud y casi todo lo demás. Algunos lo llaman «destino», y es verdad, porque la muerte convierte a la vida en un destino, aunque no se quiera. Hacia una felicidad adulta

De la personalidad depende tu rumbo de navegación por la vida. Con ella has de tomar las decisiones más discretas, pero de mayor alcance para ti y los demás. Elegir, por ejemplo, entre la valentía o la sumisión, la libertad o la seguridad, la originalidad o la copia, la «normalidad». Sin embargo, una alternativa que pronto nos vemos obligados a tomar es la del trabajo o el dinero como factores de felicidad personal. Su planteamiento y respuesta serán prueba de nuestra condición o no de mayores de edad.


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De entrada, hay que relativizar la importancia del trabajo y el dinero. Hasta hace pocos siglos eran sólo necesarias de tres a cuatro horas diarias de lo que se llamaba «labor». En la actualidad, algunos pueblos no dependen tanto como otras sociedades del trabajo y la economía. Y a pesar de ello, parecen más felices. Por lo demás, en los países ricos también hay gente que no relaciona la felicidad con su trabajo y renta. No obstante, en nuestra sociedad las actitudes al respecto abarcan esta gama: 1.: Se es feliz sólo si se tiene trabajo y dinero; 2.: ambas cosas no hacen la felicidad, pero ayudan a ella; y 3.: no se puede ser feliz si carecemos de ellas. Ya lo decía Aristóteles: el hombre feliz es «quien obra de acuerdo con la virtud, y dispone de bienes exteriores suficientes durante toda su vida». Y remataba diciendo que la felicidad es «lo único que se elige por sí mismo», nunca por nada más. Reconocía también que se puede tener fortuna y ser, a la vez, infeliz. Es decir, que la fortuna no da por sí sola la felicidad, y que un rico que haya perdido la fortuna, pero también la virtud, difícilmente podrá recuperar aquélla sin ésta. En resumen, lo que deja bien claro es que si los bienes materiales no son suficientes, son al menos muy convenientes para la felicidad. Coincide, en fin, con el tópico más común hoy: trabajo y dinero no hacen la felicidad, pero ayudan a obtenerla. Ahora bien, el mundo de hoy es diferente. Para Aristóteles, sólo la felicidad es buscada por sí misma; supera a la fortuna. Los bienes materiales son siempre medios para aquel fin superior, el de ser feliz. Pero, para nosotros, los medios pueden valer también como fines en sí mismos. Así es, por ejemplo, para quien vive para trabajar o es adicto al trabajo. O también para quien vive y trabaja sólo para tener dinero, con derivaciones extremas como el ahorro compulsivo o la avaricia. Volvamos a nuestro dicho: «El dinero no hace la felicidad, pero ayuda a obtenerla». Y acudamos ahora al sentido común. Así, ¿quiere el dicho decir que sin dinero no hay felicidad?


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Podemos responder que no: que hay otros medios para alcanzarla. O también: ¿es siempre el dinero un medio para ser feliz? Y decimos que tampoco: lo material a veces falla. Por lo menos hay unos cuantos «pobres niños ricos», además de muchos conocidos futbolistas y famosos que se hacen ricos antes de hacerse adultos. Y hay algunos adultos ricos que se suicidan o dependen de los barbitúricos. Dicho de otro modo: hay razones y motivos para creer que la felicidad no depende necesariamente de la fortuna, y que ésta, a su vez, no siempre ayuda a la primera. También Aristóteles decía que si vinculásemos la felicidad a la fortuna, la mayoría de mortales nunca podría aspirar a ser felices. Estamos ahora más cerca de la idea de una felicidad adulta. La que depende, en último término, de la persona. No de lo que ella tenga, sino de lo que ella es. De su calidad como persona y de su conducta. Se puede, pues, ser feliz sin dinero; por lo menos, sin demasiado dinero. Pero nunca sin cualidades como persona, por más dinero que se tenga. La relación entre dinero y felicidad

Cuando decimos que el dinero no da la felicidad, pero que ayuda a conseguirla, parece haber otro malentendido de fondo: contraponer, de un lado, el concepto «dinero», y el trabajo para conseguirlo, con, de otro lado, el concepto «felicidad». Pero, puestos a pensar, no es éste el dilema. Sería como oponer la gimnasia a la salud, o la policía a la justicia. En todos estos casos se trata de conceptos que, aunque relacionados, no son homologables. Dinero y felicidad, como papel y literatura, son heterogéneos entre sí. Por más que hurguemos en alguno de los dos, el segundo no aparece reflejado en él. Son cosas diferentes. Los dilemas serían de este otro tipo: ¿Prefieres ser feliz o infeliz? ¿Quieres trabajar o no? ¿Te importa mucho el dinero o poco? Woody Allen dijo: «El dinero es mejor que la pobreza, aunque sea sólo por razones financieras». Pero de lo


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que se trata, al hilo de estos ejemplos, es de evitar que ,cuando decimos que el dinero «hace» la felicidad queremos decir, a la vez, que «preferimos ser pobres». Y que cuando afirmamos, por el contrario, que «ayuda» a la felicidad, queramos decir que «es mejor ser rico». Es decir, se trata de evitar el ejemplo extremo de tener que preguntarle a alguien: «Usted, ¿qué prefiere: ser feliz y no ser rico, o ser rico y no ser feliz?» Sería una visión tan pobre y limitada del asunto como las anteriores. El error, insisto, es hacer que vayan juntos, y con el mismo relieve, dinero y felicidad. Fortuna y felicidad, aunque se relacionen, son muy distintas. Son heterogéneas. Lo prueba, por ejemplo, que entre las ventajas de la felicidad no se encuentra, necesariamente, el disponer de dinero o de un buen trabajo. Y que entre las ventajas de la fortuna y los bienes externos, el ser feliz es sólo una de ellas, y además ésta no es siempre segura. De hecho, parece que con el dinero a muchos les importe más tener poder adquisitivo, influir sobre otros o hacerse famosos. Aunque también cabe ahí poder ser más independientes o vivir a todo confort. Pero la felicidad, o mejor dicho, los «medios» para ella, es sólo una de las ventajas del dinero, a juzgar por lo que la gente hace con éste. A veces lo material sólo procura una forma más agradable de miseria. El nombre de «dinero» recuerda lo que es: denarius, moneda. No lo compra todo, tampoco la felicidad. Y pocos son, en realidad, felices. Trabajo y dinero

Lo habitual es relacionar el dinero con el trabajo. «Nadie te va a regalar nada en la vida», suele decirse, y a continuación, lógicamente: «Quien no trabaja, no come». Lo excepcional es asociar dinero o renta con inactividad, ineficiencia, o, llevado hasta un extremo, con delito. Hasta los ricos critican el «vivir de renta». Porque el trabajo se toma como una energía de vida, y el dinero como la medida de esta energía.


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En muchos países, principalmente los de religión protestante, no se discute el vínculo del dinero con el trabajo. Se esperan riqueza e inversiones sólo donde haya espíritu emprendedor y productividad. La hormiguita ahorradora existe gracias a la abejita laboriosa. Mientras tanto, y para ejemplo de todos, el dinero de la primera es ungido con los valores de la «sobriedad» y la «previsión», y el trabajo de la segunda con las virtudes de la «vocación» y el «esfuerzo». Todo un desafío para el yo múltiple de nuestro tiempo, que no está para papeles tan claros y efectivos, aunque se ha de reconocer el exceso de retórica que hay en todas estas llamadas al trabajo y al ahorro. En especial, la hipocresía y los falsos pretextos que acompañan hoy a la especulación y a las formas engañosas de hacer negocio, las que han conducido a la gran crisis económica del inicio de siglo. Pero, a pesar de todo, y para no desanimarnos, resulta por lo menos imbatible la afirmación de que «si se trabaja, se gana», sea mucho o sea poco. Y si no se gana, lo más probable es que sea porque no se trabaja. Por otra parte, cuesta igualmente separar la felicidad de ese binomio trabajo/dinero. O, si se quiere, de la imparable abeja en su colmena y de la obstinada hormiga en su nido. La cigarra canturrea al sol, pero es infeliz porque no sigue a ninguna de estas dos. Por eso, por vivir bien, solemos juntar dinero y trabajo, buscándoles una «proporcionalidad» en todos los aspectos. Desde el simple «el dinero por trabajar, bien ganado está», al más cuidado «a buen trabajo, buen precio», o al muy prevenido «cobrar antes de trabajar, es trabajar mal». Sin embargo, todo tiene su excepción, y algunas veces dinero y trabajo no muestran mucha relación. Por ejemplo, en las «amas de casa», que trabajan sin dinero a cambio. O, al revés, en los que obtienen dinero sin dar golpe. En suma, damos por supuesto que la felicidad tiene un coste porque buena parte de sus ingredientes tienen un precio en dinero. Y para sufragar éste, se requiere un esfuerzo en trabajo. «Coste», al fin y al cabo. Entonces, puedes preguntarte, como joven: ¿por qué no aspirar a una felicidad sin coste? Una res-


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puesta es la que proviene de hacerse adulto: porque es igualmente difícil pensar en una felicidad sin beneficio. Si se espera éste, se presupone lo primero: que «cueste». El mayor de edad sabe que la felicidad no cae del cielo. La importancia de desear

De hecho, mientras esperamos una felicidad con «beneficios» habremos de prepararnos para una felicidad con «costes». La felicidad sería algo fácil si fuese únicamente un asunto de «conciencia». Lo complicado es que lo es también de «ciencia». Porque, ¿qué entender por ella? ¿Cómo lograrla? ¿Y qué se puede esperar? ¿Cómo se las apañará, entonces, quien se vea tirado de una mano por el «yo coherente» de la seriedad y la eficacia, y de la otra por el «yo fragmentado» del ocio y la experimentación? Pero científicos y filósofos no tienen una respuesta unánime sobre la ciencia de la felicidad. Unos dicen que es un sentimiento; otros, conocimiento. Para algunos es una forma de posesión: para otros, de liberación. Hay quien la ve como un asunto individual, y quien la ve como algo colectivo. La felicidad es vista desde la perspectiva material y psicológica, o bien desde la espiritual o moral, como un «estado» o sólo una «actividad». El abanico de respuestas es inabarcable. No hay mucha base, sin embargo, para decir que la felicidad es una actividad. La confundiríamos con las características de ésta. Pero tampoco la hay para entenderla como un estado, sea físico o psíquico, como, por ejemplo un «estado de ánimo». La felicidad, mejor, parece ligada a las emociones. Pero sin consistir sólo en eso, en pura emotividad o sentimiento. La felicidad es una «percepción emocional». Y lo percibido así, mezcla de emoción y conciencia, es, en una palabra, el deseo. La felicidad percibe el deseo. Pero, fijémonos: no digo que la felicidad consista en la «satisfacción» de un deseo, que es


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una actividad. Ni en el mismo hecho de «desear», que es un estado. Es sentirse desear, la percepción emocional de que se desea. O, si se quiere, algo más sencillo: que la felicidad es la autopercepción del deseo. Objeto y sujeto perceptor, el deseo y el yo que lo percibe, se funden en una misma experiencia, que se puede ver como mezcla, también, de un estado (porque es percepción) y de una actividad (porque sentimos el deseo). Aun así, queda la pregunta: ¿qué clase de deseo? No cualquiera, ni ninguno en concreto: sólo, pero nada menos, que el deseo de desear. Es feliz quien se ve con fuerzas de desear, sin importar mucho qué desea. Lo importante es poder desear y sentirlo así: deseando. Quien no tiene esta fuerza ya no se plantea nada que desear, ni siquiera la felicidad. En resumen, la felicidad puede ser entendida y vivida como la autopercepción del deseo de desear, que es el más durable y menos decepcionante de los deseos. La persona feliz es aquella que no desea nada que no sea la fuerza misma de desear, sin importar de momento qué desea. Eso es secundario, y hasta peligroso, porque nos puede quitar el deseo una vez conseguido lo que queríamos, o si lo conseguimos mal. Y esa percepción de vida, la de estar «en pleno contacto» con la propia vida, es lo que nos mantiene felices, o por lo menos, contentos. Los más realistas pueden llamar a esa percepción: salud, plenitud. Los idealistas: aliento, espíritu. No se trata de estar pendientes de tener o no tener un «estado de ánimo». El deseo siempre existe por algo. Está en nuestra naturaleza desear siempre una cosa u otra. Pero basta que nos demos cuenta de eso para rozar ya la felicidad. ¿Éxito o felicidad?

El deseo es importante a la hora de trabajar. Nos hace preferir el gusto, o la eficiencia, a la mera productividad (aunque también así se produce mejor). Y es igualmente importante para la relación con el dinero: es preferible el tiempo de la espera al del gasto, que no tiene reparación.


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En suma, sentirse «acreedor» con el dinero, lo mismo que «creador» con el trabajo, nos llena de contento, porque ambas cosas hacen que nos sintamos merecedores por lo que tenemos entre manos. Quien ya lo ha experimentado alguna vez, sabe que eso nos satisface personalmente mucho más que sentirnos «productores» de trabajo o «poseedores» de dinero. La obra acabada y el dinero disponible se disfrutan mucho menos que el estar a la espera de contar con ellos. El riesgo y el esfuerzo cesaron; y, sobre todo, se acabó el deseo. El tramo que precede al resultado es el más interesante: los preparativos, el deseo. Por eso, para un joven con poca experiencia y a veces demasiada ambición, pensar sólo en los «resultados» de su trabajo, económicos y de otro tipo, le supone a la vez un serio riesgo de sentirse insatisfecho o fracasado a la primera de cambio. Te expones inútilmente a la frustración. Basta que no consigas exactamente lo esperado, que se critique tu trabajo, o que un recién llegado destaque más que tú, para que pronto te sientas hundido. Estabas demasiado pendiente de los «logros». En relación, pues, con el trabajo y el dinero, lo primero es concentrarse en el enfoque de cada asunto. Importa, en especial, el modo de afrontarlo y si uno se siente motivado o no para lo que está haciendo. También, por descontado, si lo aprobamos y no se tienen reparos morales. En resumen, hay que valorar en qué grado se desea lo que se hace, al margen de si hace o no lo que se desea. Recuérdese que esto último es la clave del éxito, pero no de la felicidad, que está en lo primero, en el deseo. Para la felicidad, es mejor poner el acento en el proyecto de lo que queremos, y en el esfuerzo por conseguirlo, que en los resultados, una vez obtenidos. Éstos son ya un hecho «consumado», una energía «consumida»: el pasado. Claro está que nos debemos a ellos: los necesitamos y hay que obtenerlos bien y a su tiempo. Incluso viviremos de ellos. Pero en lo personal, disfrutaremos más del deseo y de los preparativos antes de alcanzarlos. Viviremos para ellos. La felicidad depende de lo que pongas de tu parte. Dice


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un proverbio chino: «Todas las adversidades huyen de quien mantiene el sol en su corazón». Este sol se encuentra en tu yo, coherente y fragmentado a un tiempo, pero al que nada impide estar abierto a la percepción de nuestras propias fuerzas y gozar de ello. Heráclito dijo: «El sol es nuevo cada día». Para nosotros, esta renovación viene de sentirnos cada día con fuerzas para desear. Y no hay éxito, ni juego, ni droga que sustituyan a esa felicidad.

A CADA CUAL SU GENERACIÓN

Si te digo «la vida es una carrera de relevos», ¿qué vas a responder? Un amigo, filósofo, lo ve así: la vida, en efecto, como un transcurrir de generaciones que se van pasando el testigo unas a otras. «¡Tómalo ahora tú!», le dice el viejo al joven, cuando ya no puede más. Y éste, a su vez, hará lo mismo con quien venga detrás. Y así sucesivamente. Una sucesión de generaciones

Una «carrera de relevos», y por si fuera poco, de «obstáculos», porque la pista no es tan firme y lisa como la de un estadio. Tú ya lo sabes, aunque los adultos pensemos que nada os afecta. La mayoría de jóvenes ya han padecido diferentes episodios de dolor, pérdida de familiares, experiencias de fracaso, y no pocas veces tristeza o depresión. Cuando ese amigo me dijo que «la vida es una carrera de relevos» me pareció bastante pesimista. Me sonaba fatal, porque es una frase fatalista: todo pasa, o los jóvenes se hacen viejos, y lo nuestro es pasar, o los vivos entierran a los muertos. Y si algo queda, el que lo dejó ya no está. Pero tampoco estará el que ahora lo guarda. Fatal. Me gustaría más pensar que con cada generación se abre y se cierra el mundo, dejando todavía un sueño por realizar, algo


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que la inmortaliza. Y no que el mundo va cambiando de manos, con cara de sorna y compasión hacia los pobres mortales que pasamos por él como «corredores de relevos». Pero, ¿qué responderías tú? ¿Estás de acuerdo en ver la vida como una sucesión de generaciones? Sería como en la canción «naces, creces, te reproduces y mueres», a varias voces y con diferentes entradas, como una fuga de Bach. Puede que también te parezca una visión pesimista. O, al contrario, exuberante y vital, un canto a la vida. O, al menos, un enfoque «realista» de la coexistencia entre jóvenes y mayores. Pero la sucesión de generaciones existe. Y algo, bastante, se pasan unas a otras: genes, lenguaje, memorias. El relevo generacional es un hecho. Las generaciones se transmiten la vida y la información unas a otras, con sus acuerdos o desacuerdos después. Su recíproco conocimiento o ignorancia. El joven tiende a ver en sus abuelos las cualidades que no ha sabido o querido apreciar en sus padres, y cuando se hace mayor también ve en sus nietos el talento o las gracias que le costó identificar en sus propios hijos. Pero, en suma, mirando hacia atrás y hacia adelante, ve que cada generación se ha tomado «su parte» de aquella que le precede. Es decir, una especie de herencia involuntaria. La que permitirá, por ejemplo, que los nietos de mi generación, que alcanzarán el siglo XXII, puedan decir que sus abuelos conocieron a su vez a gente, nuestros propios abuelos, que nació en el siglo XIX, estableciéndose así un puente ¡entre tres siglos! Es asombroso. La generación del Baby boom

Hoy el mundo no está en manos de los jóvenes, es evidente. Pero sí de los que lo fueron hace casi medio siglo. Es la generación del Baby boom, de los nacidos poco después de la Segunda Guerra Mundial. Hoy el mundo es de ellos, de los baby-boomers, que representan en el Occidente moderno la primera generación joven con mentalidad propia, la «cultura de la juventud».


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Prácticamente en ninguna época anterior había abundado tanto el calificativo de «joven» para abarcar desde cosas banales, como el peinado o la indumentaria, hasta las relacionadas con la política o la literatura, y en especial con el cine, la música popular y la moda, en todos sus aspectos. Los jóvenes de aquellos años, los teenagers, tuvieron su adolescencia y período formativo entre los años 1960 y 1975, aproximadamente. Una época de televisión en blanco y negro, teléfonos adosados a la pared, y desde luego sin ordenadores. En muchos hogares las madres permanecían en casa y el padre, cabeza de familia, ejercía aún un papel autoritario. Las drogas, por otra parte, no eran de consumo tan masivo como hoy. Veamos más características de aquella generación que por primera vez reclamaba tener una «cultura» propia, su hecho central. En primer lugar, si hubiera que poner una fecha de referencia ésta podría ser 1968, no sólo por las revueltas de estudiantes en París, sino por otros movimientos de jóvenes en Europa y América aquel mismo año. Con el tiempo se ha llegado a mitificar esta fecha, pero eso ocurre con casi todos los eventos que representan alguna novedad o punto de ruptura. Por otra parte, el hecho social más generalizado del que fueron protagonistas aquellos jóvenes fue el «conflicto generacional», una dura revisión de los valores y costumbres de los mayores que en parte fue la causa del temprano abandono del hogar familiar. «Nunca hay que estar bien con los padres», me aconsejaba un compañero de trabajo aún menor de edad. Otros compañeros se casaron al cabo de poco y quien esto escribe ya esperaba su primer hijo a los veintidós años de edad. Era una generación lanzada, qué duda cabe. De ahí su estereotipo actual: es la generación que hoy ocupa el poder. La cultura inconformista

Eran otros tiempos, aunque parece que fue ayer. La manera de acceder al mundo del trabajo era relativamente sencilla. Con ganas de trabajar y seriedad era suficiente para obtener un


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empleo y abrirse camino. La suerte fue contar con lo que se ha llamado «sociedad del pleno empleo»: trabajo para todos. Y con esta realidad de fondo se podía, así, asegurar que la persona se «realizaba» con su trabajo, y que disponer de un tiempo libre era sólo un período extra de descanso, algo secundario. La visión que los jóvenes tenían del futuro solía ser optimista: podían mejorar su situación con los años. Y se daba por supuesto que cada generación viviría mejor que la anterior. Así podían darse otros rasgos de tipo más personal, como la confianza en conseguir pronto la independencia y el hecho de que esto no fuera contradictorio con una cierta cultura del compromiso social. Ante la autoridad, en efecto, el inconformismo merecía mejor valoración que el conformismo si se mostraba que aquél era útil para una sociedad mejor. En cualquier caso, el desafío era la actitud más conocida ante las trabas y las contradicciones que provenían del poder fijado por los adultos. Estar «integrado» al sistema era un demérito y un motivo de rechazo para la parte más progresista y «concienciada» de la juventud. Digamos que la juventud de los sesenta creía en el valor del esfuerzo libre y continuado de cada uno, aunque de ello no se fuese demasiado consciente, o no se quisiera serlo. Se trataba de no pasar por «individualista», que era el tipo de personalidad que más le convenía, por su parte, al sistema, el establishment capitalista de posguerra. La lealtad primera era, en cambio, a la cultura de la propia generación, que en buena medida quería decir: al propio proyecto individual dentro de un marco socioeconómico que lo favorecía. En lo cultural, los sesenta y principios de los setenta, época todavía de cine y prensa, pertenecieron plenamente a los jóvenes. Llenaron aquellos años no sólo de discos de vinilo, ensayos con la marihuana y ensueños revolucionarios, sino con multitud de propuestas innovadoras en cine, arte y literatura, que quizás no han vuelto a tener un paralelismo en las novedades de tiempos posteriores. Y como colofón a este cuadro de época,


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un film clave de entonces fue Easy Rider. James Dean quedaba un tanto atrás. Y un músico emblemático para muchos, por mencionar solo uno, fue John Lennon. La «generación X»

Pero los jóvenes baby-boomers ya tienen en 2010 sesenta años de edad o casi. Les habrá tomado entonces prácticamente el relevo la generación siguiente, que rondará los cuarenta y cinco años. Son los hombres y mujeres que nacieron a medidos de la década de 1960 y fueron, por tanto, adolescentes en los ochenta. Poco después se les empezó a llamar la generación X, etiqueta más que discutible (¿por qué asociarlos con una incógnita?), pero aún prevaleciente, para entenderse de algún modo. También, con otro convencionalismo, podríamos llamarla «generación de la postmodernidad», por coincidir y en cierta manera crecer con la cultura de este nombre, regada de escepticismo hacia las ideas de la generación anterior. Su fecha clave podría ser 1989, el año de la caída del muro de Berlín y el fin del bloque comunista como antagónico del capitalista. Los miembros de esta generación han tenido a sus progenitores trabajando ambos fuera del hogar. También han sido los primeros en experimentar el debilitamiento de la familia tradicional. Se dice que es una generación más indiferente al poder y al éxito que la precedente. En parte es así, pero la realidad actual muestra que sólo es un cambio de modos. Son menos impacientes, y quizás no tan pretenciosos en sus objetivos. Pero en cuanto al poder económico, muchos no se andan con disimulos, en contraste con los «sesenta-y-ochistas» del grupo de edad anterior. Sus relaciones con el trabajo son también diferentes, dado que el marco laboral padeció en su tiempo una fuerte «reconversión». Se pasó de la economía basada en la industria productiva y con un mercado regional, a la que se rige por la economía del conocimiento, básicamente de servicios, y un mer-


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cado globalizado, mundial. Ello les hace replantearse el valor mismo del trabajo —más precario y de futuro imprevisible—, mientras que aumenta la importancia del tiempo libre, tan apreciado como la actividad laboral. Asimismo, al tener menos oportunidades en esta economía cambiante, los jóvenes de esta generación dudan de valores como el esfuerzo individual y el mérito, tan arraigados en la economía industrial anterior. El pesimismo juvenil

Recordemos ahora algunos de los rasgos culturales de la «generación X», enmarcados en lo básico dentro de la expansión de la industria audiovisual. Aunque es una generación crecida, como la anterior, en torno al televisor, ha sido igualmente influida por la novedad del video, los primeros juegos electrónicos y el teléfono inalámbrico, que permitía a los jóvenes hablar alejados del salón de su casa. No obstante, aún estando mejor alimentada y entretenida que la generación de los sesenta, ésta de los ochenta ha sido más pesimista en relación a los proyectos de futuro. Algunos hacían suyo el lema punk de los setenta: «No hay futuro». El inconformismo se ha vuelto decididamente «desobediencia», «objeción», con un componente más individualista que el inconformismo de los baby-boomers, de corte más ideológico. El alejamiento de los obstáculos se ve más practicable que la voluntad de desafiarlos. Por eso, el tener menos compromisos de orden político o colectivo es otro signo de esta generación. La «huída» tiene para muchos un atractivo como forma de conducta. Pero al mismo tiempo, se toma como distintivo generacional el valor de la solidaridad, la conciencia del medio ambiente y, para una nutrida minoría, el voluntariado por causas altruistas. Es la generación que sigue, entre otros, a los cantantes Bono y Sting. Aunque también es la pesimista de Blade Runner. En resumen, casi nadie de la «generación X» se siente de ésta ni de ninguna otra generación. Se borró la idea de cualquier frente o cultura generacional, casi en la misma medida


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en que la lealtad a las ideologías, partidos o instituciones estatales se difuminaba sin proponérselo. Si hay que ser leal, sólo es al grupo o a la minoría. Empieza la reivindicación de la «identidad». El Estado, la confianza en la «estructura social», pueden haber sufrido con esta generación de escépticos, sin haberlo buscado así, un revés mucho mayor que el golpe premeditado, pero efímero, que les asestó la juventud rebelde de los sesenta. La «generación Y»

Por último —y por ahora—, hay que mencionar a la llamada generación Y. Es otra etiqueta, a falta de imaginación, para referirnos al grupo de edad nacido hacia 1980. Son los jóvenes que tuvieron su adolescencia y época de formación hacia finales de los noventa, o la «generación del cambio de siglo». En 2010 tienen ya treinta años de edad y empiezan a dejar su juventud atrás. Si hubiera que pensar en una fecha de referencia común para estos jóvenes sería, quizás, la del ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de Septiembre de 2001. Pero el hecho cultural central de esta generación es sin duda la «cibercultura»: ven el mundo a través de internet, o, mejor, el mundo viene a ser internet, la propia red. Hay otras características de conjunto, como la emancipación tardía, y que sea considerada la generación de los niños mimados, se dice incluso que «malcriados». Resultando de ello —se concluye también— una generación de jóvenes bastante apáticos y conformistas. Aunque un buen número de jóvenes «antisistema» y «altermundistas» desmiente que todos sean tan pasivos como se dice. Su actitud ante el trabajo es diferente a la de generaciones anteriores. Deben estar dispuestos a los empleos de corto plazo y casi improvisados. Lo cual no deja de ser un mérito y de exigir cierto talento, el de mostrarse a la vez adaptables y creativos. Muchos adultos serían incapaces de tal versatilidad y capacidad de aguante en un mercado laboral, el de la «sociedad de la información», siempre cambiante e inseguro. El trabajo


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tiene ahora un valor puramente instrumental, mientras que el tiempo libre pasa a un plano principal. El «futuro», valorado antes por otras generaciones, ya está aquí, en esta especie de presente contínuo del trabajo a término y la diversión «a tope», persiguiendo «experiencias». No es una generación optimista ni pesimista. En todo lo práctico, y en sus ideas también, es, sobre todo, relativista, siendo capaz de hacer compatible su desinterés por el tradicional objetivo de «labrarse un futuro» y su preocupación por vivir de una manera autosuficiente y equilibrada en un entorno económico tan difícil. En sus límites, pues, son pragmáticos; han nacido tecnológos y consumistas, y para mantenerse así, aunque no crean tampoco en el esfuerzo y el mérito, pondrán todos los medios de su parte. En otras palabras, son expertos en la «maximización de oportunidades». Parece, así, la más «previsible» de las últimas generaciones, pero es, quizás, la que da más sorpresas. En lo cultural, no se puede olvidar que son los hijos del ordenador personal y el teléfono móvil; de la Playstation y el MP3. Leen muy pocos libros, desconocen lo que es escribir una carta, y su mundo de relaciones es más virtual que presencial. Como el protagonista del film Matrix. Son los hijos de la cultura digital, tan propensos a un individualismo con débil conciencia de individuo (Kurt Cobain no tiene la personalidad de Jim Morrison), como a un comunitarismo con bajo perfil de comunidad. Lo cierto es que sus círculos de lealtad se reducen al mínimo. El grupo inmediato es el que cuenta, si bien se dicen a la vez «cosmopolitas». Quizás por todo ello, pueden llegar a ser intolerantes y desprendidos a la vez. O al revés: condescendientes y egoístas al mismo tiempo. Cambio de expectativas

La juventud actual es quizás la mejor equipada entre las generaciones de jóvenes en Occidente hasta hoy. Es, en muchos


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países, la que disfruta de más salud, expectativas de supervivencia, previsión de longevidad, progenitores menos autoritarios, educación pública y obligatoria, acceso a la información y la tecnología, medios para expresarse, conocimiento de idiomas, recursos sanitarios y sociales, instituciones participativas, posibilidades de viajar, y un entorno contrario a la esclavitud, el racismo y la discriminación sexual. No obstante, y a pesar de su preparación general, es la que se enfrenta a un mercado de trabajo más difícil, unos medios de vida personal y familiar más costosos, así como a un entorno físico más amenazado por el terrorismo y la contaminación. En muchos aspectos, vive de manera más confortable; en otros, importantes, menos segura. Hoy un joven médico puede cobrar el mismo salario que una empleada de la limpieza. Y una joven ingeniera, la tercera parte del salario de un conductor de furgoneta. No todos se encuentran en iguales condiciones, pero ya se llama a esta generación la de los mileuristas («génération précaire», se dice en Francia), la de quienes deben sobrevivir al mes con sólo mil euros de sueldo. Esa precariedad material, que se refleja también en el ánimo moral, es uno de los rasgos más destacados de la juventud emergente. Su queja, sin embargo, no es contra la generación anterior, sino por la desigualdad en la distribución de recursos económicos, que afecta a los jóvenes al igual que a otras generaciones. Tampoco es una protesta con acritud, desde el resentimiento, cosa que dice mucho en su favor. Lo criticable, quizás, es que su rechazo no se presenta, como en la generación de 1968, de forma activa y organizada, que lo haría más efectivo. Pero llevan a cabo movilizaciones ocasionales, por ejemplo en defensa de su derecho a la vivienda o a la educación. Desde el punto de vista cultural los jóvenes de los países occidentales también son más parecidos entre sí. Para empezar, lo son a la hora de declarar sus valores ideales y de valorarse, en términos realistas, a sí mismos. Según una encuesta oficial de la ciudad de Barcelona, en los primeros años del 2000,


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ese grupo de edad declaraba que sus aspiraciones básicas eran, por este orden: disfrutar de buenas relaciones personales, tanto en pareja como con la familia y los amigos; lograr una vida afectiva y emocional plena y equilibrada; tener expectativas de futuro, en especial respecto del trabajo y la profesión; defender la democracia, la justicia social y el medio ambiente. En Estocolmo, otro punto de Europa, pero distante del anterior, los jóvenes de la misma época se apuntaban a los siguientes objetivos de vida, también por orden de importancia: mantener vínculos de amistad y familia; realizarse con libertad en un proyecto de vida propio; vivir de forma saludable y armónica con el grupo y el entorno natural; procurar un nivel de excelencia en la actividad profesional. Experiencias y oportunidades

Como se ve, hay más coincidencias que contrastes en los dos grupos de jóvenes, pese a lo que separa a ambas capitales europeas. Catalanes y suecos se sienten a la vez individualistas y favorables a los lazos de comunidad. Defienden la autonomía personal al mismo tiempo que rechazan las actitudes egoístas. Están tan lejos de un «nosotros» del propio grupo por encima de todo, como de un «yo» monolítico y exclusivo. En principio, no quieren ser ricos, ni les atrae el poder político, ni pretenden hacerse famosos. Así, en sus ideales al menos, muestran una sensatez desconocida por otras generaciones de jóvenes, si uno se remite al ideario de éstas en su época. Porque tienen ideales, pero no creen en las grandes ideas; y porque esperan ser amos de su vida, pero tampoco se forjan grandes planes sobre ella. Se ajustan al presente y son sensatos respecto al futuro. En su favor hay que decir, mientras tanto, que no son una generación conformada ni decaída: quieren «experimentar todo cuanto se pueda desear» y tener el «mayor número de oportunidades» en la vida. En síntesis, una buena vida es para la juventud actual tener experiencias y oportunidades. Pero, a


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modo, ahora, de crítica, con lo primero son a veces demasiado temerarios (el resultado más extremo es el alto consumo de droga) y, con lo segundo, demasiado temerosos: es una generación a la que le cuesta elegir entre opciones, decidir. Manifiestan que una buena vida es, principalmente, estar bien con amigos y familiares, salir de casa y conocer mundo, tener un trabajo interesante y que permita la promoción personal, realizar actividades culturales y deportivas, colaborar en alguna tarea social, saber cuidar de uno mismo y ser feliz, o al menos no infeliz, a pesar de los contratiempos. Ven como algo positivo el poder decidir, disponer de opciones en la vida. Pero ya no la obligación de decidir y comprometerse con la opción elegida; algo que, sin embargo, admiran de los adultos. Éstos, piensan, son aburridos, pero también tienen cosas positivas, como ésta. Pero, mientras tanto, esa dificultad para escoger entre alternativas es evidente que perjudica tanto a los de una edad como a los de otra. Se malogran o simplemente se pierden las oportunidades que teníamos. Jóvenes y adultos

Pero no hay una generación mejor que otra. Ni una juventud más juvenil que otra. Además, dentro de cada grupo de edad, las diferencias de costumbres y mentalidad pueden ser enormes. En la juventud de hoy, como en la de otras épocas, lo más frecuente es lo más corriente: la mayoría más o menos «integrada» en las estructuras y con los modelos del mundo adulto también mayoritario. Eso no quiere decir que estar integrado, formar parte, como se dice en Estados Unidos, del main stream o corriente mayoritaria, sea negativo, por demasiado común o vulgar. Verlo así sería arrogante si en realidad no se comete nada malo por tener gustos y aspiraciones corrientes. Y también como en otras épocas, en la juventud de hoy existen muchos otros tipos, además del mayoritario: elitistas, bohemios, rockeros, okupas, skaters, militantes políticos, anar-


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quistas, fanáticos de los ordenadores, o de los deportes, científicos y artistas por libre, hip-hoppers, voluntarios, y otros. Por lo tanto, no hay que tomarse al pie de la letra lo que se diga de cada generación. La imprecisión se da por descontada, es inevitable, y es fácil incurrir tanto en juicios demasiado severos como muy condescendientes sobre sus ideas y conductas. Quizás los jóvenes de hoy enfocan sus listas de prioridades y sus formas de decidir, o de no decidir, desde una óptica tan diferente a la de los adultos, que éstos no pueden evitar equivocarse al juzgar la conducta de aquéllos. Cada cultura ve la realidad según el color de su cristal. La de Occidente ve el cuerpo, por ejemplo, en términos de sano o enfermo; el sexo, en clave de hombre o mujer; la sociedad, en clases de integrados o de menos integrados; la economía, en factores de pérdida o ganancia. Y en cuanto a las generaciones, para nuestro caso, utilizamos el cronotipo o patrón consistente en la oposición, por lo general, entre «joven» y «adulto». Aunque la mayoría de jóvenes son ya, por edad, adultos. Y muchos de éstos son aún, por edad, jóvenes; o lo sienten de esta manera. Pero es el patrón del que más nos servimos: si no se es «joven», se es «adulto», y viceversa. Es una clasificación tan inexacta y esquemática como todas las de la cultura, pero no es artificial. Tiene su fundamento. A pesar de que entre las generaciones hay un auténtico relevo —pura reproducción, tanto en lo biológico como en lo cultural—, la disputa generacional es un hecho, y lo será cada vez más si la tecnología sigue modificando el control de las estructuras genéticas y morales de la humanidad que dábamos por asentadas hace apenas un siglo. Algunas expresiones actuales de esta disputa son paradójicas. Así por ejemplo, se protege cada vez más a los niños, pero se les dedica menos tiempo; se busca el bienestar de los mayores, pero no se cuenta con su experiencia; se prolonga la formación de los jóvenes, pero se ponen obstáculos para su madurez.


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Imagen de la juventud

Unos ven a los jóvenes como a los integrantes de una «etapa plena» de la vida. Están en la cima de la salud, la felicidad y el desarrollo de las capacidades humanas. Hasta se les ve libres y autónomos. Parece, pues, que no les sobra ni les falta nada. Son un modelo de lo que nos gustaría ser, pero en el fondo de lo que nos gustaría haber sido a su edad, y no fuimos, o pensamos que no fuimos. Esta es, en una palabra, la visión juvenilista o idealizada de la juventud, en gran parte fabricada por adultos nostálgicos o en fase de recuperación imposible de sus años y de sus sueños mozos. Esos padres acaban actuando como si fueran los hijos de sus hijos, dejándose llevar por ellos. La otra visión es la adultocrática, la más típica del «poder adulto», que, por el contrario, ve la juventud como un mero proceso de transición a la edad madura («Ser joven se cura con los años», suele decirse), no como una edad satisfactoria en sí misma. Sería una generación indefinida, además de no definitiva. Los jóvenes son vistos, así, como pre-adultos en casi todo: son pre-profesionales, pre-padres, pre-propietarios: como si se tratara, en fin, de adolescentes rezagados, fuera de su edad. De ahí al paternalismo hay apenas un paso. Sea a la manera tradicional, autoritaria, que admite abiertamente el conflicto con los de joven edad. Sea al estilo progresista, «liberando» por un lado al joven, pero manteniéndole por otro apartado de las responsabilidades adultas, incluso para «evitar que sufran». Este tipo de paternalismo camuflado, así como el «juvenilismo» anterior, son posiciones que buscan a toda costa el consenso con el joven y evitar o limar hasta lo absurdo todo conflicto con él. Para un verdadero entendimiento entre generaciones no parecen actitudes mucho mejores que el autoritarismo, aunque sean más confortables que éste. Un joven estudiante de filosofía me confesó que había marchado muy pronto de su casa no por padecer en ella de mal ambiente, sino «por exceso de buen trato» y harto de reflexiones «compa-


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ñeristas». «Casi me pedían perdón por ser mis padres, cuando era justo lo que yo quería», me comentaba, sonriendo, después de haber recorrido medio mundo y publicado un libro, a sus veinticuatro años. En esta sala de los espejos las imágenes pueden venir también deformadas por el propio espejo, no por la visión particular de cada observador. Son los prejuicios y estereotipos, las ideas preconcebidas que las generaciones se hacen unas de otras y que cada individuo reproduce luego como si fueran de cosecha propia, fruto de su experiencia y opinión al respecto. Es un prejuicio, por ejemplo, hacerse una imagen de los jóvenes como poco dispuestos a trabajar, contrarios a contraer responsabilidades, poco participativos socialmente, o sólo preocupados por ser famosos. Por su parte, muchos jóvenes también poseen malentendidos sobre los adultos. Por ejemplo, que todo adulto se considera, a conciencia, de esta condición, o que está «orgulloso» de ella, como si tuviera la exclusiva de la madurez. O que participa, con el resto de adultos, de una «cultura establecida» hecha a la medida y conveniencia de su edad. Son otras ideas preconcebidas. Convivencia de generaciones

Sólo por un hecho inmodificable, por la coexistencia de generaciones, vale la pena procurar también la con-vivencia entre ellas. El relevo puede ser innovador, y hasta debe serlo, legando nuevos elementos al grupo subsiguiente. Pero no tiene por qué ser traumático, ni debe serlo. Para ello es fundamental, a pesar del también inevitable conflicto generacional (cada generación es una nueva manera de ver el mundo, «crea mundo»), que se disipen al máximo las visiones erróneas o simplistas con que unos y otros falseamos tan a menudo la realidad de otra generación. Desde la perspectiva de los adultos, la adultocracia y el juvenilismo antes mencionados, y en general las ideas preconce-


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bidas, hacen inviable la convivencia y la justicia intergeneracional. Además, convierten innecesariamente en traumático el relevo generacional, afectado por el autoritarismo o por el «síndrome de Peter Pan». Hay que concluir, pues, que de la visión que se tenga de la juventud dependerá la calidad ética y democrática de toda acción destinada a los y las jóvenes. Lo cual vale tanto para el trato personal con ellos como para las «políticas de juventud» en sociedades avanzadas. El paternalismo o, por el contrario, la inmadura imitación de los modos juveniles, coinciden al final en acciones tomadas sólo «en nombre» de ellos, no con ellos. Pero cuando los jóvenes son tratados como sujetos (ciudadanos), no como objetos (clientes/consumidores) en interés de los mayores, la acción emprendida a buen seguro podrá decirse que se ha hecho «con» ellos. Lo apropiado, en una palabra, es que los adultos sean interactivos con los jóvenes, sin imponerse ni tampoco pedir disculpas por la edad y la experiencia. Antes de actuar, bastaría preguntarse: «¿Qué quería yo cuando era joven?». Y con un pequeño esfuerzo más: «¿Qué querían los otros jóvenes?».


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