ÉTICA DEL SIGLO XXI José Rubio Carracedo
ÉTICA DEL SIGLO XXI José Rubio Carracedo
COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL
PROTEUS
Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: CanalGràfic Diseño editorial: Ana Varela Fotografía de la portada: © Ana Varela
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Primera edición: marzo 2009
© José Rubio Carracedo © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús
www.editorialproteus.com Depósito legal: ISBN: 978-84-936999-3-2
ÍNDICE Prólogo......................................................................................................................................11 Ecoética y justicia ambiental....................................................................................................15 El surgir de la conciencia ecológica (p. 15) — Propuestas de fundamentación de la ecoética (p. 18) — El desarrollo sostenible y el principio ético de sostenibilidad (p. 25) — ¿Antihumanismo ecologista? (p. 33) — Bibliografía (p. 38) Etica de los medios de comunicación e Infoética.....................................................................41 El ciudadano, entre la libertad de expresión y el derecho a la información (p. 44) — La autorregulación profesional de los medios (p. 51) — ¿Son posibles la objetividad e imparcialidad éticas exigidas a los medios? (p. 55)— La Infoética y la revolución Internet (p. 61) — Bibliografía (p. 66) La Ética ante los retos de la Biotecnología. Introducción a la Bioética.....................................69 La biotecnología, nuevo paradigma global (p. 69) — Los desafíos de la revolución biotecnológica (p. 72) — Etica de la investigación y de las aplicaciones biotecnológicas (p. 84) — Bibliografía (p. 92) Dos cuestiones candentes: aborto y eutanasia...................................................................97 La moral del aborto (p. 97) — ¿Qué es el aborto? (p. 98) — Ningún derecho humano o principio moral es absoluto (p. 100) — La despenalización del aborto y sus condiciones (p. 111) — Legitimidad ética y despenalización legal (p. 117) — Bibliografía (p. 120)— Eutanasia, el derecho a la autonomía para morir (p. 122) — Eutanasia, historia de una ambigüedad (p. 123) — Eutanasia: el derecho humano a elegir la propia muerte de forma responsable y solidaria (p. 126) — Eutanasia y suicidio -responsabilidad y solidaridad- (p. 131) — Bibliografía (p. 134) Etica y corrupción política.......................................................................................................137 La corrupción política, el «rey desnudo» de las democracias (p. 138) — Definiciones de la corrupción política (p. 140) — La corrupción invisible -institucional, estructural- (p. 141)— Partidocracia-estado de
partidos- en lugar de democracia (p. 143) — Partidocracia y partidismo (p. 146) — Causas y remedios de la corrupción política (p. 150) — Bibliografía (p. 156) Hacia una ética universalista. Los Derechos Humanos y el diálogo intercultural..................159 Multiculturalismo, interculturalidad y transculturalidad (p. 161) — Relativismo y pluralismo ético (p. 163) — Los Derechos Humanos como contenido básico de la ética transcultural (p. 167)— Los valores fundamentales de la ética transcultural (p. 174) — Bibliografía (p. 179)
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PRÓLOGO Los cambios revolucionarios acaecidos en los últimos cincuenta años han supuesto un formidable desafío para la ética tradicional, tanto para la kantiana (deontologista, dominante en la Europa continental) como para la utilitarista (dominante en el mundo anglosajón), y han supuesto una dura prueba para su postulada solidez y perennidad. Lo menos que puede decirse es que la ética clásica ha tenido que renovarse y actualizarse, tanto en sus principios teóricos como, especialmente, en su vertiente práctica, dando lugar a una floración de éticas aplicadas, algunas muy vigorosas. Hay que constatar, sin embargo, que se han producido dos actitudes y reacciones bien distintas: la ya mencionada, que ha mostrado una actitud positiva de reflexión para responder adecuadamente a los nuevos retos presentados; y la de quienes, en lugar de abordar los nuevos problemas, se han encapsulado en la ética tradicional, lastrada por prejuicios que condenan de antemano los cambios producidos, para no referirme ya a las adherencias e hipotecas religiosas confesionales, que se comportan a la defensiva esperando a que escampe el temporal. Si me refiero ahora a los resultados obtenidos por la actitud renovadora, he de comenzar por constatar el enorme esfuerzo de reflexión ética realizado, que va desde una revisión y actualización de los principios éticos clásicos (no-maleficencia, autonomía personal, justicia y beneficencia), hasta la formulación de un nuevo principio moral, el principio ético de sostenibilidad, que aumenta la responsabilidad intrageneracional y prolonga su responsabilidad hacia las generaciones futuras.
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Por otra parte, queda confirmada nuevamente la vigencia de la falacia naturalista, 1 que muchos habían declarado obsoleta. En efecto, aunque los hechos naturales tengan valor objetivo, sólo a través de la reflexión y deliberación ética obtienen rango de obligatoriedad. Por tanto, el es no determina directamente al debe, como tampoco la estadística engendra normatividad. De lo contrario, los pecados capitales serían las virtudes capitales. El objetivo primordial del libro es presentar en un conjunto ordenado las respuestas éticas a los grandes problemas presentados, sistematizándolas en seis capítulos. He de advertir que mi intención no es tanto la de resolver los problemas, cuanto la de elaborar un listado equilibrado de los mismos y esbozar las posibles vías de solución. Y es que, casi sin excepción, las contribuciones éticas actuales, tanto en artículos de revista como en libros, suelen atender solamente a uno de los grandes desafíos, bien por especialización, bien porque lo juzgan el más importante, pero resulta obvio que tanto los desafíos como las respuestas éticas se dan conjuntamente. De ahí el propósito de ofrecer al lector un panorama global de tales problemas y respuestas. De ahí también el título que, de otro modo, podría resultar presuntuoso. No se trata de presentar un manual de soluciones sino más bien un programa de trabajo. El primer capítulo versa sobre la Ecoética enfocada en tanto justicia ambiental, que se propone ser, a la vez, una introducción crítica, discriminando entre los numerosos enfoques e intentos de fundamentación, y una decantación personal y matizada por un antropocentrismo moderado, precisamente en cuanto justicia medioambiental. El hombre es, por el momento, la culminación de la evolución, lo que le convierte automáticamente en responsable de la misma. El conocimiento y la técnica constituyen su segunda naturaleza en sentido estricto y le han permitido modificar el medio ambiente para adecuarlo a sus necesidades. El hecho de que en los últimos siglos el hombre haya sido el gran perturbador y destructor medioambiental no justifica los brotes de antihumanismo, sino 1
Por «falacia naturalista» se entiende, siguiendo a Hume, el intento de deducir aquello que es legítimo a partir de aquello que es natural, sin justificación racional: del «es» se seguiría entonces el «debe». (N. del E.)
PRÓLOGO
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más bien la urgente recuperación de su justo puesto en el cosmos. De ahí la proclama que presento del necesario y urgente Giro Meodioambiental. El capítulo segundo se ocupa de otra cuestión profusamente discutida: el papel de la ética en los medios de comunicación y en la nueva sociedad de la información (Infoética). Mi idea es que los medios de información y de comunicación se han alejado muy considerablemente de aquella vocación de ser el «cuarto poder» con la que surgieron, modulando la creación de una opinión pública influyente y vigilante sobre los otros tres poderes del Estado. El neoliberalismo económico (que las reduce a meras empresas económicas en pos del mayor beneficio) y la partidocracia (con su fuerte presión intimidadora y condicionante sobre los medios) son los mayores peligros a esquivar para recuperar el papel que nunca debieron perder. El tercer capítulo es una reflexión sobre la extensa problemática creada por la revolución biotecnológica y pretende cumplir una doble función: presentar ordenadamente los nuevos retos que la biotecnología y la revolución tecnocientífica plantean a la ética, por un lado; y, por otro, el ofrecer una introducción a la Bioética, posiblemente, con la Ecoética, la más vigorosa rama de la nueva generación de éticas aplicadas, en su sentido de hermenéutica crítica aplicada a la acción. El cuarto capítulo se dedica al estudio de dos cuestiones sociomorales especialmente candentes: la ética del aborto y la ética de la eutanasia. En ambos casos, a la vertiente propiamente ética se han incorporado movimientos sociales que presionan en una u otra dirección, lo que ha provocado que los aspectos legales y políticos parezcan los más relevantes. En el caso del aborto se produce una fuerte incidencia a favor por parte del movimiento feminista de liberación, y en contra por parte de las confesiones religiosas; en ambos casos se produce una defensa o un ataque en bloque, sin distinguir causas ni formas. En la cuestión de la eutanasia, los enemigos tradicionales de la muerte digna han sido tres: la religión, el Estado y la clase médica, empeñados en una distanasia 2 encarnizada, sin respeto 2
Distanasia: se refiere a las prácticas médicas para evitar, o retrasar, la muerte por todos los medios. También se conoce como «encarnizamiento terapéutico».
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alguno a la autonomía del paciente. De ahí que, en realidad, cada una de las cuestiones ocupe un capítulo con propósito primordialmente decantador y esclarecedor del peso de la ética en ambas. El capítulo quinto aborda, desde un punto de vista ético predominante, el creciente fenómeno de corrupción política en las democracias occidentales, divulgando algunos datos de indudable relevancia ético-política. El capítulo sexto aborda cuestiones también muy debatidas, aunque no han llegado a calar tanto en la opinión pública por diversas consideraciones. Es indudable, no obstante, que la aspiración a una ética universalista es una cuestión perenne, aunque se hayan ofrecido hasta ahora salidas equivocadas, y hasta fundamentalistas. Hoy parece predominar claramente la renuncia a toda «ética universal» para centrarse en una «ética universalista», esto es, que aspira a constituir un núcleo ético común (ética mínima) sobre la base de los derechos fundamentales, respetando y promoviendo en lo demás (ética máxima, o perfeccionista) un pluralismo ético (que no un relativismo ético) a partir del diálogo intercultural. A la hora de los reconocimientos y de las gratitudes, las mismas citas del libro dejan bien claro que existe una deuda de gratitud y un reconocimiento sincero al trabajo realizado por los colegas de las Universidades de Salamanca (encabezados por José Mª G.ª Gómez-Heras) y de Valencia (donde la factoría Cortina trabaja incansablemente casi todas las éticas aplicadas), que son un modelo para los demás tanto por lo realizado como por su incansable actitud de proseguir la tarea. En otro orden de cosas, he de agradecer también a mis colegas y alumnos de la Universidad de Málaga por su apoyo y estímulo, respectivamente. Finalmente, agradezco a Miquel Osset, de la editorial Proteus, su amable invitación a escribir este libro. J. R. C.
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ECOÉTICA Y JUSTICIA AMBIENTAL EL SURGIR DE LA CONCIENCIA ECOLÓGICA
Pese a la ya muy notable incidencia de los movimientos ecologistas, persisten todavía entre nosotros notables carencias en todo lo referente a ecoética y educación ambiental. Sin embargo, datan ya de 1972 los cinco grandes objetivos de la educación ambiental señalados por la Conferencia de la UNESCO en Belgrado, y confirmados dos años después: l.: Toma de conciencia medioambiental global y sensibilización ante los problemas derivados. 2.: Adquisición de una comprensión medioambiental global, de sus problemas y de la responsabilidad crucial del hombre ante el mismo. 3.: Adquisición del sentido de los valores sociales, así como de un interés profundo por el medioambiente, y firme voluntad de contribuir activamente a protegerlo y mejorarlo. 4.: Adquisición de las competencias necesarias para la solución de los problemas medioambientales, así como aprendizaje para evaluar las acciones y programas de formación ambientales en función de los factores ecológicos, políticos, económicos, sociales, estéticos y educativos. 5.: Desarrollo del sentido de responsabilidad humana y de participación en acciones medioambientales urgentes. En el transcurso de la Cumbre de la Tierra que tuvo lugar en 1992, en Río de Janeiro, se concretaron todavía más estas «compe-
tencias», dirigiéndolas enfáticamente hacia el «compromiso y la
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participación medioambientales» en tanto que constitutivos de la «dimensión ética», a la que vinculan también los nuevos conceptos de «desarrollo sostenible» y de «solidaridad» internacional e intergeneracional. No obstante, como apunta F. Aramburu (2004), pueden sistematizarse en tres las opciones que se han venido defendiendo ante la nueva situación: 1.: Opción «naturalista»: ejercida por grupos ecologistas radicales («ecología profunda»), que pretende desvincular al Hombre de la Naturaleza en cuanto máxima fuerza perturbadora, por lo que lo elimina de toda consideración medioambiental. 2.: Opción «humanista»: considera el medio ambiente como un complejo global, en el que se interconectan los sistemas natural, social y técnico. El hombre ha causado y sigue causando graves problemas, pero suya es la conciencia y la responsabilidad por su evolución. 3.: Opción «tecnocrática»: reduce el progreso social a las realizaciones tecnológicas, y considera un mito el agotamiento de los recursos naturales; igualmente, piensa que no hay que preocuparse por los problemas medioambientales, ya que la ciencia-tecnología sabrá resolverlos cuando sea necesario. Obviamente, sólo la segunda opción resulta correcta, siendo la tercera la más peligrosa e injustificable, producto del clima de acumulación economicista y del neoliberalismo posesivo. Pero también la primera resulta injustificable y perturbadora, pues el hombre, pese a sus excesos contra el medio ambiente, constituye una parte integrante y esencial del mismo en cuanto «entorno natural». Es cierto que la conciencia ecológica surgió en la «década catastrofista» (los años 70 del pasado siglo) ante la evidencia de la fragilidad de la biosfera, ante el agotamiento de los recursos naturales, la ruptura de los equilibrios sistémicos (ecosistemas), etc... Los Informes del Club de Roma sobre «los límites del crecimiento» y el horizonte del «crecimiento cero» contribuyeron a crear en los países más desarrollados una fuerte reacción anti-humanista.
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Pero hoy es ya bien patente que el Medio Ambiente funciona como un sistema complejo en el que deben distinguirse tres subsistemas interconectados entre sí mediante un equilibrio dinámico: el «medio físico-químico y biológico», formado por los ecosistemas y denominado biosfera; el «medio humano» que constituyen las relaciones sociales o sociosfera; y un «universo tecnológico», elaborado por el hombre, que condiciona al medio humano y natural, y se denomina tecnosfera. Este último subsistema, la tecnosfera, se ha hipertrofiado a partir de la Revolución Industrial y es el responsable de importantes desajustes y de la inestabilidad de los otros dos, en especial de los desastres medioambientales. Ahora bien, el desajuste y la degradación ambiental no tienen por qué ser irremediables. Ante todo, porque los tres subsistemas (biosfera, sociosfera y tecnosfera) constituyen un todo complejo cuya dinámica interna tiende al equilibrio. Sólo es preciso reforzar la sociosfera y vincularla más estrechamente con la biosfera para que en el horizonte aparezca la promesa de un reequilibrio, aunque esforzado y siempre amenazado. Es decir, la ética y la política (legislación) han de aliarse con la ecología. El llamado «desarrollo sostenible» sólo será posible mediante la conjunción y equilibrio de los tres subsistemas. En la actualidad es perceptible un fuerte desenfoque de muchas tendencias ecologistas, por un lado, y del tecnocentrismo, por otro. Lo básico es que el puesto del hombre está dentro de la naturaleza, no frente a ella. Como repetía R. Margaleff, «el hombre en la naturaleza, no el hombre y la naturaleza». De lo contrario, nos embarcamos en un «maniqueísmo» esterilizante, según el cual «los culpables son los demás». Tampoco el planteamiento exclusivamente científico por sí solo es suficiente: precisamos del trío compuesto por ciencia, ética y democracia. Algunos avances significativos se han producido ya en este despertar de la conciencia medioambiental: la exigencia de informes de impacto ambiental, el principio de responsabilidad ampliada (Principio de Precaución) y el Principio ético de «sostenibilidad». Se ha lanzado la denominada «Biología de Conservación» ( J. A. García Rodríguez, 2004), que promete ser una guía del cómo actuar, aunque precisa de la ética para no caer en la conocida falacia naturalista.
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En efecto, lo natural es valioso en sí, pero únicamente a través del reconocimiento y de la valoración humana puede llegar a ser objeto de obligación moral. Por lo demás, resulta descabellado intentar evitar todo impacto ambiental del hombre sobre la naturaleza: es constitutivo del Homo Faber, como más adelante expondré. Lo que es posible y necesario es limitar y encauzar dicho impacto, que forma parte de la antropogénesis, tanto más cuanto que la técnica (o transformación adaptativa del entorno natural) forma parte de su mismo ser. Ello atañe no sólo al «sistema de soporte vital» de la biosfera, sino también a los ciclos que nos afectan directamente (climáticos, energéticos, bióticos). La ciencia será la encargada de enseñarnos «el manejo alternativo» de los recursos ecológicos y económicos, pero los principios de sostenibilidad (explotación racional de los recursos naturales) y de biodiversidad (conservación y restauración) desempeñarán un papel crucial.
PROPUESTAS DE FUNDAMENTACIÓN DE LA ECOÉTICA
Lo que aquí nos atañe, sobre todo, es el estudio de la respuesta que ha dado —y debe dar— la ética a los nuevos problemas medioambientales y a la nueva sensibilidad surgida de los mismos. Hay que decir que, en general, la ética tradicional no ha estado a la altura de las nuevas circunstancias. Pero en los dos últimos decenios ha surgido de modo muy vigoroso un nuevo tipo de ética aplicada, esto es, una hermenéutica crítica de la acción del hombre en la naturaleza, que suele denominarse «ética ecológica», «ética medioambiental» o «ecoética». Por similitud con la ética clásica, trata de reflexionar y prescribir la acción correcta del hombre en el medio ambiente. Una revista muy conocida, Environmental Ethics, ha servido con frecuencia de punta de lanza en esta investigación aplicada, aunque con sesgo radical. Como antes dejé apuntado, son varias las lineas de enfoque y acción que se vienen defendiendo, con diferencias muy notables entre las mismas. Algunos problemas siguen discutiéndose en un debate poco fructífero, dadas las diferentes convicciones de partida. Baste enumerar algunos: ¿sigue vigente la famosa falacia naturalista? ¿puede
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hablarse con propiedad de los «derechos de los animales»? ¿es justificable un antropocentrismo moderado? ¿es inevitable el signo utilitarista de la tecnología? ¿son justificables racionalmente los atributos cualitativamente diferenciales del ser humano, o constituyen un simple «especieísmo»(privilegio de especie)? Se hace imprescindible, pues, efectuar una fundamentación serena y crítica de las principales líneas de enfoque, a fin de discernir la más equilibrada y fiable, con fines orientadores. La nueva filosofía de la naturaleza y la nueva ecología sistémica proporcionan servicios inestimables a la ecoética. José Mª García Gómez-Heras (2002) ha presentado una sistematización de las principales propuestas de fundamentación en un trabajo a la vez sintético, claro y preciso, y al que me atendré en sus líneas maestras. Según Gómez-Heras, pues, serían seis las grandes corrientes concurrentes: «antropocentrismo» (valor hombre), «patocentrismo» (capacidad de sentir), «biocentrismo» (valor vida), «fisiocentrismo» (valor naturaleza), «metafísica» (valor ser) y «argumentación religiosa» (teologías). Dejaré de lado las dos últimas por considerarlas menos relevantes. En todos ellas se trata de ampliar más y más el ámbito moral, de modo que la ecoética se ocupe de los mismos, al modo de círculos concéntricos graduales. Son perceptibles dos grandes ejes alternativos: «antropocentrismo-fisiocentrismo», por un lado, y «subjetivismo-objetivismo axiológico», por el otro. Examinemos los cuatro primeros. Fundamentación antropocéntrica Desde Protágoras, el antropocentrismo radical ha sido la tesis filosófica central de Occidente: el ser humano es el único fin en sí mismo en cuanto único sujeto moral. Tras la Ilustración y la Revolución Industrial se acentuó exageradamente el uso puramente utilitarista de la naturaleza, que ha desembocado en la crisis ecológica actual. A partir de la segunda mital del siglo XX han surgido, sin embargo, diversas orientaciones de antropocentrismo moderado, entre las que cabe citar: 1.: Argumento de los derechos de generaciones futuras, a partir de un concepto ampliado de la justicia y de una clara sensibilidad medioambiental ( J. Passmore, H. Jonas). Las exigencias
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de igualdad y solidaridad complementan las de justicia. Añade el concepto central de «justicia intergeneracional», que obliga a preservar las condiciones de habitabilidad del planeta, del que la generación actual es sólo administradora. 2.: Argumento deontológico y discursivo en torno al principio de «universalización de normas» morales y su aplicación crítica al trato del hombre con la naturaleza. Destacan los trabajos de Hare y, en especial, de Apel y Habermas con su ética discursivo-dialógica: toda pretensión de validez ha de ser debatida teniendo en cuenta los argumentos e intereses de todos los afectados. La ilegitimidad de la conocida falacia naturalista se refuerza con nuevos argumentos. El hombre es el único «animal ético», esto es, el único ser capaz de razonar siguiendo principios previamente fundamentados y de aplicarlos mediante hermenéutica crítica y dialógica a la acción. 3.: Argumento de las necesidades básicas: se trata de superar el enfoque utilitarista del hombre en la naturaleza, distinguiendo entre las necesidades básicas, en las que la primacía humana resulta indiscutible, de otras necesidades secundarias o artificiales, cuya relevancia hay que demostrar. Se trata, en realidad, de jerarquizar las necesidades para asegurar lo principal; en definitiva, de un antropocentrismo bien ordenado. 4.: Argumento estético: los valores estéticos de la naturaleza, objeto hasta ahora de poetas y artistas, pasan a generar según este planteamiento obligaciones morales, de tal modo que el ser humano ha de cumplir el deber de su cuidado y conservación. La naturaleza bella obligaría también moralmente y vetaría su utilización meramente utilitarista o tecnocrática. Fundamentación patocéntrica Sus argumentaciones siguen la línea de una ecoética ampliada a los animales (Patosfera). En sus planteamientos, la distinción hombreanimal se aligera hasta casi desaparecer. El valor moral central sería la compasión. Aunque aducen observaciones del comportamiento animal, resulta obvio que sus interpretaciones están coloreadas con frecuencia de un franco antropomorfismo; es más, las consideracio-
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nes patocentristas están fuertemente lastradas de antropomorfismos. Rechazan de plano la falacia naturalista como desviación antropocéntrica. En realidad, en la tradición filosófica pueden observarse precedentes como los estoicos. Y mucho más próxima es la postura de Schopenhauer y la virtud universal de la compasión: «no causes dolor a nadie, ayuda a todos, en la medida que puedas». Rousseau, en cambio, la consideraba virtud fundamental del hombre, junto al amor-de-sí (autoconservación). Otra base para la argumentación patocentrista es la de Bentham (Introducción a los principios de la moral y la legislación), quien adjudica obligaciones morales respecto de los animales en cuanto que éstos «son capaces de sufrimiento», lo que desemboca igualmente en una «ética de la compasión». En la actualidad el patocentrismo está bien representado (P. Singer, J. Regan, G. Patzig). Se insiste también en el concepto de «interés» en tanto que tendencia a favorecer el bienestar y eliminar el sufrimiento. Sobre esta categoría funda Singer su propuesta de integrar por igual a humanos y animales, tachando de «especieísmo» a toda propuesta de justificar una distinción cualitativa. De ahí se sigue una equiparación sin más de los derechos de ambos. Obviamente, la fundamentación patocéntrica rechaza toda propuesta antropocéntrica, incluso la moderada. Y polemiza con la misma radicalidad con el biocentrismo. Pero se trata de una pretensión injustificable en términos de una ecoética racional: estar capacitado para sentir, e incluso tener algún grado de conciencia, así como tener una vida digna de respeto ( J. Regan) son valores que comparten con los humanos. Comparten, pues, el concepto de «pacientes morales». El hombre es el único agente y sujeto moral en sentido propio, ya que es el único capacitado para reconocer y justificar éticamente las cualidades naturales. La falacia naturalista consiste en la pretensión de que del «es» puede pasarse directamente al «debe», pero es obvio que la ética (el «debe») es una creación humana; es más, la norma moral sólo será validada mediante un proceso argumentativo-discursivo. Claro está que la compasión debe ser valorada como virtud de alcance universal, que obliga en conciencia. Pero el único sujeto de derechos, en sentido propio, es el hombre, si bien resulta aceptable que se reconozcan «derechos animales» en sentido lato (y no sólo a los grandes simios). No es cuestión de antro-
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pocentrismo, ni cuestión de privilegiar a una especie, como se aduce: la realidad es que la ecoética es producto del hombre, dado que los valores morales y las consiguientes obligaciones éticas sólo pueden ser creados por el hombre. Lo anómalo es no reconocer una especie naturalmente superior. A Aristóteles debemos la sentencia generalmente admitida: tratar como iguales a los desiguales es la mayor injusticia. Eso sí, el hombre en la naturaleza. En realidad, los patocentristas son antropocéntricos a su pesar, ya que sus caracterizaciones contienen numerosos antropomorfismos; y el antropomorfismo no es más que otra forma de ser antropocéntrico. Los griegos —según muestra el mito de Prometeo en la versión del Protágoras de Platón— mostraron tener un conocimiento más exacto de la posición hombre-animal, pese a carecer de la noción de la evolución de las especies. En efecto, distinguían tres grandes sistemas de supervivencia animal: por la velocidad, por la fuerza y por la fecundidad. Cada especie poseía su estrategia vital, pero solamente una: así el conejo no tenía fuerza, tenía velocidad moderada, pero una gran fecundidad; el león, en cambio, tiene las cualidades típicas del depredador: mucha fuerza, velocidad moderada y poca fecundidad. De esta forma constituían ecosistemas muy dinámicos y equilibrados, con efectos incluso para la selección natural, evitando un exceso de individuos que pudiera poner en peligro la supervivencia, incluyendo también la biosfera. El hombre, en cambio, tiene su prolongación natural en el fuego, las herramientas, el logos (lenguaje y razón), además de los dones «divinos» de la ética y la política. Fundamentación biocéntrica El valor «vida» ocupa en este planteamiento el criterio básico de reconocimiento y asignación ecoética. De ahí su polémica contra el antropocentrismo, incluso moderado, y, sobre todo, con el patocentrismo y el fisiocentrismo. Al patocentrismo le reprocha acremente su privilegio de la vida animal y su desconsideración de la vida vegetal, dejando a ésta fuera del dominio «pacientes morales»; al fisiocentrismo, su enfoque holístico de la naturaleza como un todo, que le lleva a desconsiderar los caracteres propios de la biosfera.
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El biocentrismo unifica, pues, a humanos, animales y vegetales en un único universo sin diferencias cualitativas, pues son únicamente diferenciaciones del fenómeno vital. Este es el valor central y distintivo, fuente directa de las valoraciones —pese a la falacia naturalista— a partir de las cuales se justifican las obligaciones y se formulan las normas ecoéticas. Lo cierto es que los principales defensores de este enfoque (A. Schweitzer, P. Taylor, K.E.Goodpaster, entre otros…) emplean conceptos muy diferentes del valor vida: desde el matiz místico al biologismo, de la bioquímica a la teleología. Unos insisten en condenar toda agresión a la vida (a la eutanasia como a los insecticidas, al aborto como a la destrucción del medio natural). Por otra parte, su argumentación resulta demasiado ecléctica y, en ocasiones, carente de bases científicas y filosóficas. En efecto, es notoria su ceguera a la realidad sistémica de los ecosistemas; es decir, al dinamismo y encadenamiento de los ecosistemas que «sacrifican» unos seres en beneficio de otros (presas y depredadores). La realidad es que la muerte forma parte esencial de la vida, en una indudable jerarquización evolutiva de la biosfera. La «veneración hacia la vida» sólo es posible cuando se entiende de modo complejo y en apariencia paradójico. Al final, la pretendida ecoética biocentrada termina en un biologismo generalizado y ambiguo, en el que el talante místico o los arcanos teleológicos de la bioquímica sustituyen a la reflexión moral. No hay base científica para afirmar que las plantas tienen un nivel de percepción y de conciencia. En cualquier caso, sería cualitativamente distinto al de los animales y el hombre. Y afirmar que la igualdad de las cualidades comunes a todos los vivientes exige comportamientos iguales es privilegiar voluntaristamente lo general frente a lo diferencial; esto es, a la biosfera frente a la noosfera. 1 Fundamentación fisiocéntrica Esta opción se centra en la Naturaleza. Obviamente, el fisiocentrismo abomina de la unilateralidad del antroponcentrismo, que reprocha igualmente al patocentrismo y al biocentrismo. Su tesis central es 1
Noosfera: esfera de los seres humanos en cuanto capaces de pensamiento y diálogo.
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que no existe más que una realidad: la «naturaleza», orgánica e inorgánica como un todo inseparable. No es exacto afirmar que con el fisiocentrismo se ha reavivado el viejo iusnaturalismo; 2 más bien, se intenta rehabilitar un «naturalismo moral» conforme al lema estoico: «sigue la Naturaleza». Existen otros precedentes filosóficos de un cierto panteísmo naturalista (G. Bruno, Spinoza o en el romanticismo de Schelling), por no citar ya el «samsara» hindú. En definitiva, la condición moral se atribuye como un todo a la Naturaleza como tal. El hombre en la Naturaleza se entiende como copertenencia óntico-moral. Pero el rigor científico y la distinción filosófica brillan por su ausencia. Además, el discurso fisiocéntrico está lleno de antropomorfismos y peligrosos holismos como el sintagma «lo que es bueno para la naturaleza es bueno para el hombre». En la edad contemporánea puede considerarse a A. Naess el fundador y principal propulsor del fisiocentrismo, con el precedente de A. Leopold, mediante la concepción de la ecología profunda (deep ecology) por contraposición a la «ecología superficial» corriente, que se muestra incapaz de detener y revertir la colonización tecnoindustrial. Se trata, pues, de promover un ecologismo «profundo», radical, vinculado a una cosmovisión natural integral. Otros autores (B. Dewal, G. Sessions, Meyer-Abich) han desarrollado esta ideología de la «ecología profunda», organizándola también como un poderoso movimiento social provocativo y hasta fanático (aunque hay que reconocerles la iniciativa de creación de los Parques Naturales, por ejemplo). Su programa básico de «autorrealización» implica una fusión con la Naturaleza e incluso con el Cosmos. Declaran de nulo valor tanto la ética humanista como sus ampliaciones patocéntricas y vitales, dado que las consideran simple emotivismo moral. De ahí que, como apunta certeramente Gómez-Heras, el fisiocentrismo desemboque «en una suerte de eco-sofía» o «panpsiquismo» y hasta en una «nueva física» en pos del «alma del mundo». Una cosa es criticar los excesivos dualismos y otra muy distinta es negar la evidencia de los saltos cualitativos y recaer en al panpsiquismo. Un ejemplo muy conocido es la llamada «hipótesis 2
Iusnaturalismo: corriente de pensamiento ético-político que pretende basarse en las leyes naturales.
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Gaia» de J. Lovelock, según la cual el planeta Tierra bien podría ser un organismo global, que sabrá cuidar de sí misma y rehacerse, pese a las agresiones sufridas. Se trata de un mero postulado, sin base científico-filosófica alguna. Y, una vez más, el fisiocentrismo pretende rehabilitar la falacia naturalista para afirmar enfáticamente la identidad entre «ser» y «deber». Por tanto, no sólo sería posible, sino que resulta obligado, inferir normas morales a partir de hechos naturales, sin necesidad de mediación humana, esto es, de reflexión racional y justificación discursiva. El precio de ignorar la falacia se paga caro: los ensayos se llenan de antropomorfismos flagrantes y el rigor científico se trueca en literatura más o menos sugestiva.
EL DESARROLLO SOSTENIBLE Y EL PRINCIPIO ÉTICO DE SOSTENIBILIDAD
El informe de los expertos de Naciones Unidas El Cambio Climático 2007: impactos, adaptación y vulnerabilidad, fruto de cinco años de trabajo, ha confirmado la gravedad de la crisis ambiental del planeta, con la pérdida de biodiversidad, la deforestación, el calentamiento global e incluye la redacción de un Libro Verde dirigido a los gobernantes, donde se establecen las estrategias pertinentes dados los efectos sobre los recursos naturales, pero también en economía y sanidad. Todo ello confirma una crisis ecológica que hace ya insostenible el modelo actual de desarrollo, por lo que urge una toma de conciencia generalizada del problema, ya que el ser humano tiene una indudable cuota de responsabilidad y se ve interpelado a realizar un cambio sustancial en su actitud y en sus decisiones en materia ambiental. Aunque la actividad trasformadora de la naturaleza por parte del hombre para adaptarla a sus necesidades (trabajo) se remonta, por lo menos, a más de diez milenios, lo cierto es que el comienzo de la crisis ambiental ha de situarse mucho más próxima, en la Revolución Industrial, desde finales del siglo XVIII. En efecto, en este periodo se acentúa progresivamente la devastación de los recursos energéticos fósiles, la economía adopta modelos desarrollistas a cualquier precio y se rompe el equilibrio del medio urbano con el medio
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natural hasta acentuar el cambio climático subyacente con las emisiones incontroladas de gases de efecto invernadero. Todo ello, con la actitud inconsciente de quien viviera en un planeta infinito en recursos y en capacidad de recuperación. Se hace patente, además, la utilización de recursos psicológicos de tipo defensivo, a fin de no aceptar las propias responsabilidades ( J. Riechmann, 2000). El desarrollo sostenible El comienzo oficial de la percepción de la crisis ambiental generalizada puede situarse en la Conferencia de Estocolmo —1972—, organizada por la sección de Naciones Unidas sobre Ambiente y Desarrollo. Es entonces cuando se consagra también el concepto de «desarrollo compatible», esto es, acorde con la condición medioambiental humana, aunque fue pronto desplazado por el concepto de «desarrollo sostenible», ya avanzado por el Club de Roma con anterioridad. Aunque su sentido irá matizándose con el tiempo, «desarrollo sostenible» se convertirá en el concepto básico para los debates sobre la crisis ecológica actual. Por su parte, la Conferencia de Río de Janeiro —1992— fijó su objetivo primordial en el impulso de la toma de conciencia de los problemas ambientales. Esta «Cumbre de la Tierra» adopta ya el concepto de «desarrollo sostenible» y señala que «los seres humanos constituyen el punto de referencia del desarrollo sostenible» y han de garantizar el «derecho al desarrollo» mediante la salvaguarda de un ambiente sano, la paz internacional y la lucha contra la pobreza. Además, esta Conferencia lanzó el programa Agenda 21 (esto es, agenda para el siglo XXI) con un plan de acción relativamente detallado a escala global, nacional y local. Diez años más tarde, en 2002, se celebró la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible en Johannesburgo, que renovó las propuestas de las Conferencias precedentes y confirmó la Agenda 21. Pero en su transcurso se elaboraron, además, dos documentos de conclusiones: la denominada «Declaración de Johannesburgo» (con los principios rectores de la estrategia de desarrollo sostenible, resumidos en 37 puntos y entre los que destaca el de desarrollo sostenible, así como el relativo a la construcción de una sociedad mundial
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«humanitaria y equitativa», además de la responsabilidad «hacia nuestros semejantes, hacia las generaciones futuras y hacia todos los seres vivientes»), y el «Plan de Acción», en el que se identificaban los compromisos de actuación para políticas de sostenibilidad en los ámbitos específicos de salud, conservación y gestión de recursos básicos, tutela del medio ambiente y erradicación de la pobreza. Obviamente, también la Unión Europea ha incorporado en sus textos constitucionales el concepto de «desarrollo sostenible». Y bien puede decirse que hoy no se habla de desarrollo sin adjetivarlo de sostenible, pero no siempre se conserva el sentido que le confiere el Informe Brundtland, elaborado en el seno de Naciones Unidas en 1987, con el título Nuestro futuro común, como «aquel desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer las capacidades de las futuras generaciones para satisfacer las suyas»; ni siquiera el enunciado por la Comisión Europea: «es aquel que trata de no malgastar hoy las semillas del mañana» (M. Vidal, 2005). Determinados colectivos ecologistas critican el excesivo papel que se concede con demasiada frecuencia al desarrollo económico en la estrategia global de la sostenibilidad. Se hace urgente subsanar, por otro lado, muchos de los planteamientos propios de la economía clásica. Es notorio, por ejemplo, que no se repercuten los «costes ambientales» ni en los precios ni en macromagnitudes tales como los daños ambientales, la generación de residuos, la pérdida de recursos, las incidencias en la salud, aunque aparezcan como consecuencias indeseadas o externalidades negativas. Por eso, el mercado ha resultado ser tan «ineficiente» como «incapaz» de asignar recursos y medir el crecimiento real. Es más, en la actual situación de globalización y deslocalización, las economías más prósperas están exportando la insostenibilidad y apropiándose del ambiente ajeno como fuente o como sumidero. Tales prácticas debería computar como «dumping social» y «dumping ecológico» (L. E. Espinoza Guerra, 2004). El mismo concepto de «desarrollo sostenible» y las directrices de la Conferencia de Río han quedado desvirtuados por una impenitente actitud desarrollista de los gobiernos, que ni se plantean la posibilidad de ralentizar el crecimiento de los países más ricos para permitir el de los más pobres. Un valioso esfuerzo en esta dirección
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fue la «Declaración del Milenio» de Naciones Unidas en 2000, suscrita por 189 países, en la que se señalaban ocho objetivos irrenunciables a obtener antes de 2015 (entre ellos, «garantizar la sostenibilidad ambiental»), además de dieciocho metas concretas (entre ellas, incorporar el desarrollo sostenible a las políticas e invertir la pérdida de recursos naturales, facilitar el acceso al agua potable...), enfatizar la lucha contra la pobreza, la mejora de la salud y la equidad de género. Gran parte de estos objetivos fueron confirmados posteriormente en la Conferencia de Joannesburgo (2002), ya mencionada. Se trataba de aceptar definitivamente que «proteger la naturaleza y luchar contra la pobreza no eran objetivos contrapuestos, sino complementarios, integrando desarrollo y medio ambiente» (Sachs, W., 2002). Se consideraba el desarrollo sostenible en términos más intergeneracionales: satisfacer las necesidades actuales sin poner en riesgo a las generaciones futuras. Pero los resultados han sido poco satisfactorios. En ello han incidido, sin duda, otras urgencias de la política internacional, que han dejado las cuestiones ambientales en segundo plano. Pero muchas críticas se dirigen al concepto mismo de «desarrollo sostenible», tanto por su énfasis en el crecimiento, aunque sea atemperado, como por el acento puesto sobre las generaciones futuras, dada la dificultad de anticipar sus necesidades. Por otra parte, no faltan quienes denuncian que el «desarrollo sostenible» se ha convertido en un comodín, y hasta en un recurso retórico e ideológico. De hecho, cada vez son más numerosas las empresas que lo incorporan a su imagen corporativa como recurso publicitario. En otros casos se ha convertido en un concepto ambiguo, utilizado por unos y otros con diferente sentido, por lo que provoca confusiones. Por eso consideran preferible referirse a un principio genérico de «sostenibilidad», dejando el «desarrollo sostenible» para el crecimiento económico, aunque completado con las dimensiones social y política. Otros incorporan, además, el Principio de «Precaución», para evitar los efectos irreversibles o acumulativos (H. Daly, 1991). La sostenibilidad no es un contenido inmutable, pues pende de la escala espacio-temporal y del avance del conocimiento científico. Por eso resulta necesario, como advierte la Conferencia de Río, que cada comunidad defina sus objetivos y compromisos. Algunos, como
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Sachs (2002), distinguen diferentes discursos de la sostenibilidad: la perspectiva del «astronauta» (planetaria); «doméstica» (local); y la «competitiva» (que prima la preocupación medioambiental como impulsora del crecimiento). Por su parte, Jacobs (1996) insiste en fijar tres factores imprescindibles en el concepto de sostenibilidad: 1.: integración de las políticas ambiental y económica; 2.: la equidad o justa distribución, incluyendo la perspectiva intergeneracional; y 3.: el bienestar económico ha de ampliarse a la calidad ambiental, la salud, la educación... Y esta ha sido también la acepción adoptada por la Unión Europea (2001): Desarrollo sostenible en Europa para un mundo mejor. Otra posibilidad sería adoptar la denominación de «desarrollo humano», utilizada en el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo desde 1998. Se trata de ampliar las opciones de los individuos, incluyendo sus capacidades básicas, con el objetivo de impulsar los Derechos Humanos y la equidad intra- e intergeneracional. Se incluye un índice de países que miden valores como la longevidad, el acceso al conocimiento y a los recursos para una vida digna. Queda implícita una apuesta por la calidad del crecimiento, que no tiene límites, a diferencia de la cantidad. Pero tampoco deben descuidarse los aspectos cuantitativos ante la realidad sangrante de la pobreza. Es patente, sin embargo, que los economistas siguen inmersos mayoritariamente en los métodos y objetivos de la economía clásica, con la apelación incesante al mercado como regulador objetivo. Pero resulta una obviedad que este mercado capitalista ni es objetivo ni imparcial, sino que, a escala global, los «fallos de mercado» son más la norma que la excepción. Por eso se insiste en la necesidad de remplazar la economía clásica capitalista por la «economía ambiental», que contabiliza la sobreexplotación de los recursos, el despilfarro, el impacto ambiental, la contaminación... y los descuenta de los beneficios. Implica, pues, un replanteamiento general, en el que la contabilidad se hace sumamente compleja, pero se trata de un enfoque mucho más realista, a partir del «capital natural» o «patrimonio natural» en lugar del capital financiero como categoría central, aunque llevará su tiempo afinarlo.
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Otros prefieren un enfoque más radical, el de la «economía ecológica», que tomó cuerpo en la Conferencia Mundial de 1990 y se definió como «ciencia y gestión de la sostenibilidad». Su enfoque es más interdisciplinar, aunque recoge muchas de las premisas de la «economía ambiental». Sus objetivos son mucho más holísticos, incorporando factores sociales y políticos esenciales. Por primera vez, la economía abandona el objetivo del crecimiento, excepto en los países pobres, para centrarse en la promoción de la autosuficiencia, la redistribución y la desmercantilización. Los indicadores físicoambientales sustituyen a los de valoración monetaria. La conservación del patrimonio natural es su gran objetivo. Ahora bien, el enfoque de la «economía ecológica» parece demasiado radical y ha suscitado numerosas críticas. Algunos han propuesto una síntesis entre las economías «ambiental» y «ecológica», o enfoque «ecointegrador». Resulta obvio, sin embargo, que habrá de proseguir la tarea de «construir alternativas» (Espinoza Guerra, 2004): habrá que revisar las verdaderas necesidades humanas, el consumo responsable, los instrumentos económicos y los mecanismos de decisión. Y resulta imprescindible, al mismo tiempo, un aumento exponencial de la percepción ambientalista (libre de fanatismos) o «alfabetización ecológica». La motivación ética habrá de abrirse definitivamente a la problemática medioambiental —y no sólo al cambio climático—. Y, por último, la movilización ecológica habrá de contribuir decisivamente a la consolidación de los nuevos movimientos sociales y, en definitiva, a la regeneración de los procedimientos democráticos de toma de decisiones. El principio ético de sostenibilidad El principio ecoético de sostenibilidad constituye, en realidad, un nuevo principio ético de alcance general, aunque todavía son pocos los autores que lo reconocen (Vidal, 2005). Y ello es así porque la «sostenibilidad», aunque surgida de una sensibilidad eco-económica, alcanza de lleno a todas las vertientes y aspectos de la actividad humana, tanto en sus relaciones con la naturaleza como en las relaciones humanas, incluidas las generaciones futuras, obligando al hombre a adoptar una nueva forma y estilo de vida. En realidad,
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el principio ético de sostenibilidad incluye de por sí algunos otros principios propuestos, como es el caso del Principio de responsabilidad, en especial para con las generaciones futuras (H. Jonas), el Princicipio de solidaridad con todos los que sienten o padecen, y el Principio de precaución (H. Daly) o de previsión, así como los de justicia ambiental y de equidad intergeneracional y de género. Sucede en este campo algo similar a lo sucedido al especificar los principios de la bioética (no-maleficencia, autonomía, justicia y beneficencia): que suponen, a la vez, una ampliación y una aplicación renovadas de los principios éticos clásicos, a los que completan y, a la vez, renuevan mediante las sensibilidades emergentes. En este sentido, resulta indudable que el Principio ético de sostenibilidad atesora un gran potencial para reformar hábitos de conducta claramente nocivos, asi como para delinear y orientar nuevas formas o estilos de vida a partir de la nueva conciencia ecoética. Es probable que estemos asistiendo a una verdadera «revolución axiológica» ante el enorme desafío de la globalización, que pone a prueba nuestra calidad moral. Por lo demás, la inspiración ética es predominante en un documento como la Agenda 21. Se trata, ante todo, de un programa de acción que abarca las tres dimensiones de la sostenibilidad: sostenibilidad medioambiental (respeto y promoción), sostenibilidad económica (patrimonio natural) y sostenibilidad social (estilo de vida más solidario y participativo). Igualmente, ha inspirado iniciativas como el «comercio justo», la «banca ética», los «fondos éticos», además de numerosos movimientos sociales enraizados en la sostenibilidad. Es cierto, no obstante, que no todo el monte es orégano y que, con demasiada frecuencia, es preciso separar el trigo de la paja, a causa de formulaciones unilaterales. M. Vidal (2005) ha resumido las prácticas éticas exigidas por el Principio de sostenibilidad en las siguientes: 1.: Prácticas de justicia básica y general: hacer efectivo el cumplimiento de los compromisos internacionales para eliminar el hambre en el mundo; aumento de la presión mundial para promover un desarme progresivo; exigir la democratización efectiva de los organismos financieros internacionales (Fondo Monetario Internacional —FMI—, Banco Mundial —BM—,
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Organización Mundial del Comercio —OMC—); penalizar los movimientos especulativos del capital («tasa Tobin» u otra equivalente); no permitir la comercialización del agua y del aire. 2.: Prácticas vinculadas a la sensibilidad ecológica: llevar a la práctica efectiva las exigencias del protocolo de Kioto —1998—; promover la investigación de nuevas tecnologías que se sirvan de energías renovables. 3.: Prácticas que propician un desarrollo alternativo: educación para la animación sociocultural a fin de difundir la nueva sensibilidad; educación para la ciudadanía democrática y participativa; difusión de nuevos modelos de desarrollo humano, con validez global; boicoteo a empresas manifiestamente injustas o explotadoras; promoción de un comercio alternativo, justo y equitativo para todos los afectados; promover un trato preferencial a los más desfavorecidos; apoyo a la igualdad de varones y mujeres; incentivar una producción ecológicamente sostenible; promoción de condiciones laborales dignas. Desde otros puntos de vista complementarios, el Principio ético de sostenibilidad ha de concretarse en una «ética del consumo» (A. Cortina, 2003), que exige sustituir los hábitos del consumismo neoliberal inducido por otros más acordes con la calidad de vida y con el respeto medioambiental. Es decir, obliga a un consumo responsable, lo cual replantea indirectamente los hábitos de producción y de comercio. Se trata, en definitiva, de recuperar la relación íntima con la Naturaleza (el hombre en la Naturaleza) y la adopción de un estilo de vida sostenible. Y, aunque sólo sea como mero apunte o sugerencia, he de señalar que el Principio de sostenibilidad tiene, además, una prolongación directa en la vertiente política y ha inspirado algún movimiento como «la izquierda verde», la «crítica ecosocialista al capitalismo» y la «ciudadanía ecológica» (A. Dobson, A. Valencia). También la democracia deliberativa (Dryzek, 1998) ha comenzado a incluir la problemática ecológica y las cuestiones medioambientales en su agenda como parte integrante de las deliberaciones democráticas.
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¿ANTIHUMANISMO ECOLOGISTA? El puesto del hombre en el cosmos No es nada infrecuente constatar en muchas corrientes ecologistas, en especial en la más radicales, notables lagunas de conocimiento científico relativo a la teoría de la evolución de los vegetales, de los animales y del hombre: un periodo de, al menos, 3.500 millones de años lleno de «pacientes y tenaces respuestas biocenóticas». Obviamente, no es éste el lugar para subsanar dichas lagunas, pero resulta indispensable en todo programa mínimamente solvente de educación ambiental. Es más preocupante todavía la actitud en tales grupos radicales de ignorar conscientemente —y hasta menospreciar— los conocimientos cientifico-evolutivos, lo que no sólo provoca un desajuste grave en los planteamientos de una ecología racional, sino que con frecuencia ello conduce a actitudes anti-humanistas y maniqueas, que propician la prevención y hasta la desconfianza por parte de quienes se interesan por los enfoques científicos y filosóficos reflexivos. Una causa frecuentemente aducida es el comportamiento utilitarista, tecnocrático y egocéntrico del hombre a partir de la Revolución Industrial, época que algunos denominan el Antropoceno, o último periodo del Cuaternario. Durante tal periodo la actividad transformadora del hombre sobre la Tierra ha alcanzado ya proporciones geológicas, causando graves desequilibrios eco-sistémicos, entre los que destaca un nuevo cambio climático en el que, por primera vez, la intervención humana es un factor desencadenante o, al menos, potenciador. Pero no es justo —ni científico— exagerar sus efectos declarándola ya irreversible y demonizar a la especie humana por una actuación temporal que puede —y debe— ser corregida por medio de una conciencia medioambiental generalizada y llevada a la práctica por todas las vías posibles, excepto la violencia. Porque se trata de una educación racional, esto es, ejercida mediante argumentación ética, científica y filosóficamente avalada. Como se desprende de los tipos ya expuestos de fundamentación ecológica, pueden sintetizarse en tres las opciones medioambientales más relevantes (Aramburu, 2004), que dejé antes apuntadas:
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1.: Opción naturalista: según el fisiocentrismo, la Naturaleza lo es todo y el hombre es presentado como el enemigo y perturbador del sistema natural. De ahí su énfasis por aumentar más y más los espacios naturales protegidos y «liberados»; también los enfoques patocéntrico y biocéntrico se apuntan en parte, aunque con menor fundamentalismo, a esta opción antihumanista. 2.: Opción humanista: el medio ambiente es entendido como un sistema complejo y global, en el que interaccionan los subsistemas natural, social y tecnológico. La acción del hombre en los dos últimos siglos ha sido nefasta, pero el hombre ocupa la posición clave y es inevitablemente protagonista como cabeza de la evolución de los sistemas terrestres. Se hace preciso un cambio histórico para reasumir sus tareas con responsabilidad planetaria. 3.: Opción tecnocrática: también protagonizada por el hombre y mayoritaria en los ámbitos económicos y políticos. La Tierra es entendida como una reserva inagotable de recursos, incluso para las necesidades ficticias, y ha confiado a la tecnología la tarea de ganar la carrera del «progreso», aunque sea a costa de inmensos desperdicios, contaminaciones y destrucción que han propiciado (o, al menos, potenciado) un cambio climático (ciertamente han existido muchos cambios climáticos con anterioridad, todos con efectos desastrosos para las especies) que supone una amenaza de primer orden para todos los ecosistemas y para la misma civilización, a no ser que de inmediato se inicie un cambio revolucionario. Como ya señala el mito de Prometeo, la especie humana no surgió especialmente dotada de ninguna de las tres cualidades repartidas entre los animales: velocidad, fuerza y fecundidad. De aquí que, para subsistir y progresar, debió inventar nuevos recursos: el dominio del fuego, la utilización de herramientas y utensilios «artificiales», el desarrollo de la capacidad mental y del lenguaje articulado, la domesticación de los animales y las plantas, las normas éticas y legales, la educación, la organización política y la investigación filosófica y científica... Todos estos nuevos recursos son artificiales en
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el sentido de que no se trasmiten por herencia genética, pero resultan ser enteramente naturales para el hombre, dado que sin ellos peligraría gravemente su mera existencia, aunque cada generación debe ser entrenada para su adquisición. Muchas sociedades humanas, algunas de las cuales todavía subsisten y suelen ser denominadas «primitivas», optaron voluntariamente, o más bien se vieron obligadas a hacerlo, por una relación predominantemente «adaptativa» con la Naturaleza, en lugar de intentar modificarla y adecuarla a sus necesidades, como hizo la opción mayoritaria. Aunque es una cuestión disputada, el hecho de que en su casi totalidad estas sociedades se encuentren en zonas desérticas, de exuberancia tropical o de hielos perpetuos hace más plausible la segunda hipótesis; de hecho, pese a las dificultades del medio, no han dejado de desarrollar un utillaje complejo, aunque limitado, así como su propia cultura, aun sin superar apenas la etapa de cazadores y recolectores. Si hablamos con mayor precisión habría que referirse a una antropogénesis biológica y a una antropogénesis cultural, ambas estructuralmente vinculadas por una retroalimentación incesante y mutuamente potenciadora. Un caso bien conocido de esta dinámica es, por ejemplo, el de la relación mano-cerebro. Y podrían citarse muchos más, porque, en realidad, la cultura es nuestra forma especializada de adaptar el medio a nuestras necesidades transformándolo mediante el trabajo. Pero el hombre sigue viviendo «en» la Naturaleza, no frente a ella. La formidable desviación —y ruptura— de este modelo de vida que surge con la Revolución Industrial sobre premisas utilitaristas ilustradas tuvo su inicio real en la llamada Edad de los Metales, como ya apuntó Rousseau en su Discurso sobre los orígenes de la desigualdad entre los hombres. En efecto, la posesión y uso de los metales propició la primera gran desigualdad de clases, que se agravó con el establecimiento de la propiedad privada. Esta violencia sociocultural tuvo efectos nefastos para la especie, pero no tanto para el medio. Pero la gran ruptura ha sido la antes citada del antropoceno. En ella se pasó de adecuar el medio a las necesidades humanas a devastar los recursos según el egoísmo inmediato, sin el menor cálculo de futuro. Ha sido un caso de persistente y casi generalizada ceguera del hombre consigo mismo,
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lo que se ha traducido en incesantes conflictos intra- e interespecíficos. Puede decirse que en los últimos años han sonado todas las alarmas y han comenzado los primeros preparativos para corregir el desastre ecológico causado, gracias a la acción-presión de numerosos grupos ecologistas y la investigación científica medioambiental. Aunque todavía faltan por concretar muchos proyectos, tratados internacionales y promesas reiteradas, puede decirse que ha llegado el momento de iniciar un profundo «giro medioambiental». El giro medioambiental (GMA) El radical cambio medioambiental ha de partir necesariamente de una mayor templanza de las posiciones antihumanistas, porque su planteamiento es a la vez reduccionista y desenfocado. Reduccionista porque nada podrá hacerse sin la iniciativa humana, aunque ésta haya de ser fuertemente rectificada. Y desenfocado porque resulta inevitable un antroponcentrismo moderado, en el sentido antes expuesto. En definitiva, el hombre está en el centro del medio ambiente. En realidad, las tres opciones antes enumeradas —naturalista, humanista y tecnocrática— descansan sobre la sobreactuación de los tres subsistemas fundamentales: 1.: El medio físico-químico, que constituyen los ecosistemas básicos, cuya dinámica es preciso respetar, dado que tienden a un sistema en equilibrio (biosfera). 2.: El medio humano, constituido por la noosfera —o conjunto de fuerzas mentales— y por la sociosfera —o conjunto de relaciones sociales—, en pos de una vida de calidad y no meramente consumista o acumulativa. 3.: El universo tecnológico, producto del hombre en cuanto segunda naturaleza imprescindible para su adaptación y transformación del medio a sus necesidades. Es la tecnosfera, responsable de profundos desajustes y destrucciones realizados en la biosfera y en la misma sociosfera. Es el ámbito donde ha de incidir fundamentalmente el Giro Medioambiental. Y la dirección parece clara: a la recuperación del equilibrio de los diferentes subsistemas en el seno del sistema natural global, en el que los cambios al azar y la selección natural han de
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encontrar libremente su equilibrio dinámico mediante ajustes incesantes. En definitiva, a la recuperación del hombre «en» la Naturaleza. En este reclamado GMA están llamados a colaborar —mediante una competición cooperativa— las dos grandes tendencias ecológicas, la naturalista y la humanista. 1.: La tendencia naturalista postula una orientación «ecocéntrica», sobre el pivote de «los derechos de la naturaleza global». El hombre es considerado como un ecosistema más, aunque con un estatuto particular, pero tan eco-dependiente como los demás. Se incide incansablemente en el dogma de que la Naturaleza es «perfecta» y «acogedora», con evidente antropomorfismo. En realidad, la Naturaleza no es lo uno ni lo otro: simplemente sigue sus propias leyes físico-químicas y ecosistémicas, de enorme complejidad, pero entre las que destacan las de mutación al azar y de selección natural. Obviamente, habrá que ir abandonando paulatinamente las tendencias más radicales, como la «ecología profunda» (deep ecology) y los conservacionistas radicales, el denominado «transcendentalismo americano» y su panteísmo panreligioso, o misticismos tales como el del «Movimiento por la Tierra», para atenerse mucho más a datos científicos contrastados y a la reflexión filosófica (ecoética). 2.: La tendencia humanista, en cambio, postula una orientación moderadamente antropocéntrica, por contraposición al antropocentrismo fuerte propugnado por la corriente tecnocrática. Se caracteriza por admitir que el ecosistema humano se integra globalmente en los demás ecosistemas, pero mantiene su singularidad en el cosmos al estar dotado de un ecosistema tecno-cultural al modo de segunda naturaleza, que le confiere una jerarquía, a la vez que la mayor responsabilidad. en el sistema general de evolución. Ello implica también una revisión profunda no sólo de las desviaciones tecnocráticas ya mencionadas, sino incluso de la concepción excesivamente «racionalista» que le separa en exceso, hasta el aislamiento en ocasiones, de su naturaleza animal, lo que dificulta su dinámica
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«ecológicamente racional» (Agenda 21) con los demás ecosistemas del planeta. Es ésta una comunidad que puede considerarse «utópica» (Sosa, 1994), pero irrenunciable en un horizonte de futuro. En conclusión, el GMA ha de realizar un estrecha síntesis de los valores medioambientales, de los valores humanistas y los Derechos Humanos de tercera generación —derecho a un ambiente sano, derecho a la paz, derecho a un desarrollo sostenible y autogestionado—, asunción del valor inestimable de la biodiversidad y de la pluralidad cultural y de sistemas democráticos; diversidad de estilos de vida; responsabilidad por las generaciones futuras; eliminación real de la pobreza —lo que implica un abandono del injusto comercio neoliberal—; primacía otorgada a la calidad de vida; enfoque verdaderamente global de los problemas, asi como de su complejidad e interdependencia, además de unos mecanismos mundiales más eficaces de redistribución de riqueza con salvaguarda de los recursos naturales; y, por último, una educación medioambiental (o «alfabetización ecológica») que profundice y difunda el respeto por la vida y la solidaridad con todos los animales.
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289-317. Este trabajo contiene una notable síntesis de datos y de
argumentaciones, que lo hacen muy recomendable. Debo al mismo algunos datos no expresamente reconocidos, para evitar redundancias. García Rodríguez, J. A.: 2004, «La interacción entre ciencia y sociedad: el caso de la biología de la conservación», en J. Mª G.ª Gómez-Heras y C- Velayos, eds., Tomarse en serio la naturaleza. Madrid, Biblioteca Nueva, 2004, 255-287. Gómez-Heras, J. Mª G.ª, ed.: 1997, Ética del medio ambiente. Madrid, Tecnos, 1997. Gómez-Heras, J. Mª G.ª 2002, «Propuestas de fundamentación de la ética del medio ambiente», en ID., ed., Ética en la frontera. Madrid, Biblioteca Nueva. Jacobs, M.: 1996, La economía verde. Barcelona, Icaria. Jonas, H.: 1994, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la racionalidad tecnológica. Barcelona, Herder. Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Informe sobre el desarrollo humano 1998. Madrid, Mundi Prensa, 1998; Informe sobre desarrollo humano 2003. Los objetivos de desarrollo del Milenio: un pacto entre las naciones para eliminar la pobreza. Madrid, Mundi Prensa, 2003. Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), Perspectivas del medio ambiente mundial 2002. GEO-3. Pasado, presente y futuro. Madrid, Mundi Prensa, 2002. Riechmann, J.: 2000, Un mundo vulnerable. Ensayos sobre ecología, ética y tecnociencia. Madrid, Los Libros de la Catarata. Sachs, W.: 2002, «Desarrollo sostenible» en M.Redclif y G.Woodgate, eds., Sociología del medio ambiente. Una perspectiva internacional. Madrid, McGraw Hill. Sosa, N.: 1994, «Ética ecológica y movimientos sociales», en J. Ballesteros y J. Pérez Adán, Sociedad y Medioambiente. Madrid, Trotta. Valencia Sáiz, A., ed., 2006, La izquierda verde. Barcelona, Icaria. Vidal, M.: 2005, «El principio ético de “sostenibilidad”: nuevas responsabilidades y nuevos estilos de vida». Moralia, 28, 2005.