DESOBEDIENCIA Raffaele Laudani
DESOBEDIENCIA Raffaele Laudani
COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL
PROTEUS
Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: Imma Canal Diseño editorial: Ana Varela Fotografía de la portada: © Ana Varela
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Primera edición: mayo 2012
© Raffaele Laudani © 2010 by Società editrice Il Mulino, Bologna © Traducción de Mario Trigo © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús
www.editorialproteus.com Depósito legal: B-14050-2012 ISBN: 978-84-15549-28-4 BIC: JPWQ
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ÍNDICE Introducción..............................................................................................................................11 Antes de la desobediencia: Antigüedad y Edad Media............................................................21 Tragedia y burla de la desobediencia griega (p. 21) — Desobedecer en la concordia (p. 27) — Horror vacui: en los orígenes de la negación cristiana de la desobediencia (p. 33) — Una desobediencia sin sedición: la resistencia medieval y bajomedieval (p. 38) Modernidad de la desobediencia.............................................................................................49 Humanismo desobediente (p. 49) — El deber de la resistencia y la negación de la desobediencia (p. 54) — El espacio atlántico de la desobediencia (p. 59) — Lógicas de la soberanía y desobediencia (p. 64) De costa a costa. La desobediencia en la edad de las revoluciones.........................................75 Desobediencia y poder colonial (p. 75) — Una revolución desobediente (p. 80) — La revolución sin desobediencia (p. 86) — La desobediencia tras la revolución (p. 92) — Desobediencia postcolonial (p. 100) Cuando la desobediencia es «civil»........................................................................................121 La suerte de un equívoco (p. 121) — La desobediencia civil como «acción directa» (p. 128) — De la acción directa a la desobediencia civil (p. 133) — Los «límites» de la desobediencia «civil» (p. 141) — Crisis y crítica de la desobediencia civil (p. 145) La desobediencia en la crisis de la soberanía.........................................................................159 Falta sin justificar: la desobediencia ante el nazismo (p. 159) — Contaminaciones (p. 171) — Dos perspectivas «europeas» sobre la desobediencia civil estadounidense (p. 180) — Desobediencia y globalización (p. 189) Lecturas aconsejadas..............................................................................................................203
A Lina, que por ahora desobedece a sus padres
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INTRODUCCIÓN
Occidente siempre ha tenido una relación difícil con la desobediencia, a la vez de fascinación e incomodidad. Como recordaba hace ya algunos años Eric Fromm, los principales mitos fundadores de la cultura occidental sitúan de hecho la desobediencia en el origen de la civilización.1 La tradición judeocristiana, por ejemplo, inicia la Historia con el rechazo de Adán y Eva a obedecer la orden divina de no comer del árbol del conocimiento. Si bien este inicio es claramente una «caída», la pérdida de la armonía que caracterizaba la existencia en el Paraíso, y un destino ineluctable de esfuerzo y sufrimiento al que los seres humanos están condenados hasta el fin de los tiempos para expiar la culpa original de aquella desobediencia primordial, es sólo mediante ese acto como el hombre se convierte realmente en tal, diferente y superior respecto a las demás criaturas del paraíso, no por voluntad del Creador sino en virtud de una elección libre. Aún más; en aquella desobediencia está también contenida, especialmente en la interpretación de los profetas, una promesa de felicidad, la posibilidad para el hombre de crear un nuevo Edén, una nueva armonía con la naturaleza, pero esta vez totalmente humana. Ocurre igual en la tradición helénica: sin la desobediencia de Prometeo, el rebelde que por amor a los hombres prefirió «estar encadenado a esta roca, antes que ser el siervo obediente de los dioses»,2 no se habría dado el progreso humano. Tanto en un caso como en el otro, el desarrollo de la humanidad se vuelve posible gracias al rechazo, a la capacidad de decir no a los poderes vigentes en nombre de la
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propia autonomía y del deseo de escoger libremente el propio destino. Al mismo tiempo, sin embargo, la cultura occidental, y de modo específico la política occidental, convierten a la obediencia en el arquitrabe de la existencia humana, la condición necesaria para garantizar la organización y la producción de las actividades humanas y la «virtud» fundamental del género humano. Sin ella no existiría, de hecho, la convivencia ordenada entre los hombres y, por lo tanto, también en este caso, la «civilización». Exaltada en el ámbito literario como expresión trágica de un deseo de autonomía radical (pensemos por ejemplo en Los bandidos de Schiller, en los que la desobediencia actúa como un sueño de liberación que, llevado hasta el final, «arrancaría desde la base todo el edificio de la vida civil»), desde el punto de vista político la desobediencia sigue siendo, de este modo, un tabú, una actividad prohibida y escabrosa. Esta primacía de la obediencia, que se manifiesta también desde el punto de vista léxico en la incapacidad de dar nombre a los actos que normalmente se identifican con la desobediencia de otro modo que no sea mediante su negación y privación, esto es, como des-obediencia, convierte cualquier discurso político sobre la desobediencia en una paradoja. Esto es válido de modo particular para la modernidad: el rechazo a la autoridad existente (ya sea política, eclesiástica o incluso de la tradición) es el punto de partida del Sujeto moderno, el acto que permite al individuo salir del estado de «minoría de edad» en que ha vivido hasta ese momento y vivir una existencia finalmente adulta, libre y racional. Sin embargo, al mismo tiempo, la política moderna se construye como una voluntad de orden que, en ausencia de un fundamento objetivo trascendente, debe construir artificialmente la obediencia. Y esto es posible sólo refiriéndose a estos mismos principios de libertad, autonomía y autodeterminación que motivan la desobediencia, que permanece por lo tanto en un segundo plano, como un problema irresoluble para la política, a la vez presupuesto de ésta y aquello de lo que escapa.
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Asumiendo de modo explícito la naturaleza paradójica de la desobediencia, el presente volumen intenta reconstruir el recorrido histórico e intelectual que llevó, en los comienzos de la Edad Moderna, al surgimiento de la desobediencia como problema específicamente político, así como las estrategias teóricas que en cada ocasión se han adoptado para neutralizarla. Se mostrará su especificidad respecto a los conceptos tradicionales de «resistencia» o «revolución» y las relaciones de oposición, superposición o alternativa que, dependiendo de las circunstancias, ha mantenido con ellos la desobediencia. Pero de modo más general, con una imagen que es tanto freudiana como heredera de la teoría crítica de Frankfurt (y a través de una perspectiva «atlántica» que tiene en cuenta de la Modernidad tanto su dimensión estatal como la colonial) la desobediencia se debatirá como el «retorno de lo reprimido» de la modernidad, que con su periódica reaparición en la escena política como fenómeno colectivo y de masas evidencia los fundamentos aporéticos de ésta última. La desobediencia actuará, en otras palabras, como espejo de la incapacidad moderna para pensar la libertad y la movilidad de la vida sin añadirles continuamente vínculos y limitaciones, y de esa otra, reflejo especular de la primera, de no conseguir pensar la autoridad sino como reconocimiento espontáneo de la obligación política y renuncia a una libertad incondicional. Llegados a este punto se impone precisar una cuestión a la vez teórica y de método. Aún siendo parte integrante del léxico político occidental, como objeto de estudio, la desobediencia escapa a los modos con los que tradicionalmente se hace historia en el pensamiento político. La desobediencia no puede ser considerada una «idea» política, una entidad con un núcleo teórico permanente que se adapta a lo largo de la historia, dado que sólo con la modernidad se crean las condiciones para pensar políticamente la desobediencia, esto es, para pensarla como un acto portador de una subjetividad en el que se transmite una clara intención política. Sin embargo, en sentido estricto, la desobediencia no es tampoco un concepto político, un lugar
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de estratificación de los modos con los que se ha pensado la política en la modernidad, porque en ella es claramente preponderante la dimensión de la experiencia práctica, de su acontecer histórico concreto. Con un cierto grado de aproximación y en ausencia de un término plenamente exhaustivo, podría definirse, al máximo, como una práctica política que adquiere sentido y espesor teórico en relación al modo con el que los sujetos que la practican han asumido, reelaborado y criticado los conceptos fundamentales de la política moderna. En otras palabras, desde el punto de vista teórico la desobediencia se debe contemplar a la vez como un espacio de intersección de los principales conceptos políticos modernos y, mediante una serie de desplazamientos semánticos ocurridos durante su historia, como el lugar de sedimentación de un modo alternativo de declinarlos. Este modo alternativo se presenta aquí con la etiqueta, en algún sentido provocadora, de poder destituyente: 3 de hecho, desde la Revolución Francesa, la modernidad ha conceptualizado el conflicto político principalmente en términos de «poder constituyente», como la activación de una energía creadora que ex nihilo establece un (nuevo) orden institucional en el que se disciplinan y organizan las relaciones humanas (poder constituido). Junto a ésta, sin embargo, también se ha afirmado otra modalidad (minoritaria) que piensa el conflicto como un proceso continuo y tendencialmente infinito de eliminación de los obstáculos (jurídicos, políticos, económicos, sociales y culturales) que, en cada momento, se oponen al pleno despliegue de esa misma energía política. Tanto una como otra modalidad son expresión de una potencia, de un poder (y querer) ser algo nuevo y diferente de lo que ya existe. En el primer caso, esta potencia es la respuesta a una «ausencia», a un manque à être que el sujeto debe colmar con la lucha política y con la conquista de derechos, libertades y condiciones de vida mejores que, para poder ser garantizados, deben fijarse necesariamente dentro de un cuadro institucional. En el segundo caso, en cambio, esa potencia es el movi-
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miento inmanente de un exceso, de una «sobreabundancia esencial» que no se conquista (porque ya existe, aunque sea como algo potencial) sino que se libera de las riendas institucionales que limitan su plena expresión. Quizás sea útil realizar otra precisión preliminar: la relación que este modo destituyente de entender el conflicto político mantiene con las instituciones marca también su diferencia conceptual con respecto al anarquismo (y explica a la vez la presencia tan sólo ocasional que el pensamiento anarquista tienen en el presente volumen). Aún siendo portador de claras ideas libertarias, el poder destituyente no es de hecho, en sí mismo, anti-institucional, dado que, al contrario, presupone la presencia no artificial e imposible de extirpar en la sociedad del poder y sus instituciones. Su acción es más bien extra-institucional, en el sentido de que (a diferencia de la revolución y de otras formas de acción política moderna inspiradas en el poder constituyente) no está motivada prioritariamente por una finalidad institucionalizante. Pensemos, en este caso, en la lucha afroamericana contra la esclavitud en los Estados Unidos, que se puede considerar el prototipo del conflicto destituyente: la fuga y el rechazo de la condición subalterna que el régimen de la plantación imponía a los esclavos modificó profundamente la «constitución material» de la sociedad estadounidense, produciendo hasta efectos normativos en la constitución formal, aunque no tuviese como objetivo un cambio en el sistema, sino, de modo más prosaico, un deseo de libertad que, sin un verdadera discontinuidad teórica y práctica, se reconvirtió después en lucha contra la segregación racial, esto es, contra la nueva configuración institucional asumida por el racismo en los Estados Unidos. Un historia conceptual de la desobediencia, en la acepción impura y sui generis que implica su declinación como poder destituyente,4 es por tanto la historia de su ausencia (Antigüedad y Edad Media), de su presencia espectral (Modernidad) y de su progresiva y contradictoria autodisolución (Globalización). Si, efectivamente, el pensamiento político premo-
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derno se revela incapaz de pensar la desobediencia, a la que se niega cualquier intención política por el terror a modificar el orden cósmico cuyas leyes de funcionamiento, en el fondo, nadie conoce (Grecia) o que se subsume necesariamente como una función de la obediencia e instrumento de estabilización de un orden inmutable (Roma y el mundo cristiano), las lógicas políticas de la modernidad son en gran medida una respuesta al descubrimiento de la naturaleza indisciplinada de los hombres y a la inexistencia de un fundamento objetivo de la obediencia, la cual, aún siendo todavía el objetivo al que apunta la política, aparece ahora como algo lógicamente dependiente de la desobediencia (en el sentido de que la prueba de su legitimidad viene dada por el hecho de que no se active la desobediencia) y por lo tanto necesitado de que se la construya y alimente de modo artificial. Al no poder negar de modo absoluto la desobediencia, porque esto significaría negar los presupuestos mismos de la subjetividad moderna, el pensamiento político moderno (y, de modo más preciso, la corriente racionalista dominante) ha buscado reducir sus efectos más subversivos mediante dos estrategias de neutralización: el contrato (mediante el cual las ideas de libertad, autonomía y autodeterminación que empujan a la desobediencia se transforman en una «esclavitud voluntaria» al Estado) y, como correlato necesario de éste, la invención de la colonia como espacio político cualitativamente diferente del Estado, en el que la desobediencia se externaliza física y teóricamente. Con la afirmación plena de las lógicas del estado moderno, la desobediencia, entendida como modo específico de pensar el conflicto, ha encontrado de este modo un espacio casi exclusivo en los contextos coloniales y postcoloniales, y de modo particular en los Estados Unidos, donde se han convertido en la imagen mitopoiética de la libertad «americana». Solo con la afirmación de los procesos denominados de globalización (esto es, cuando la distinción moderna entre Estado y colonia ha dejado su lugar a un nuevo espacio político unitario en el que las lógicas del Estado y las de la colonia se solapan y con-
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funden continuamente) ha vuelto la desobediencia a ser objeto de reflexión también en Europa. Así como los inicios de la modernidad estuvieron marcados por la repetición incesante de episodios de desobediencia (guerras civiles de religión, resistencias populares a los primeros procesos de acumulación capitalista, motines y sabotajes de las expediciones coloniales) también su transfiguración en la época global se efectúa, desde la caída del Muro de Berlín hasta las protestas de los nuevos movimientos globales contra las políticas neoliberales, bajo el signo de la desobediencia. El modo progresivo en que se han convertido en la forma por excelencia de la disensión global, también desde el punto de vista simbólico, va sin embargo de la mano con la afirmación cotidiana de máquinas cada vez más potentes de coacción a la obediencia, que parecen hacer inútil cualquier intento de modificar el status quo presente; lo que, desde el punto de vista teórico, se expresa en una creciente repetitividad de la reflexión sobre la desobediencia y en la cada vez más fuerte conciencia de la necesidad de ir más allá de su forma «moderna». Como es natural, este modo de concebir y debatir la desobediencia es muy diferente del de orientación liberal que, a partir del modelo de la «desobediencia civil» practicada durante el siglo pasado por Gandhi y Martin Luther King Jr. «justifica» la desobediencia en virtud de su mayor moderación respecto a otras formas más radicales de conflicto, como la revolución o la rebelión. Aun cuando sus propios promotores no estén dispuestos a admitirlo, esta justificación de la desobediencia, que es civil en la medida en que no pone en discusión el ordenamiento vigente, parece estar, desde el punto de vista que aquí se traza, totalmente dentro de las estrategias mediante las cuales el pensamiento político moderno ha intentado neutralizar los aspectos más perturbadores de la desobediencia. En este sentido, el presente volumen es a la vez la reconstrucción genealógica de una alternativa de la Modernidad y la deconstrucción crítica de esta imagen de la desobediencia que aún hoy en día es ampliamente mayoritaria.
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La presente obra es fruto de una investigación que ha durado varios años, iniciada en 2003 con una beca postdoctoral que me concedió el Departamento de Política, Instituciones e Historia de la Universidad de Bolonia y continuada durante estos años en el Departamento de Disciplinas Históricas, Antropológicas y Geográficas de la misma universidad, en paralelo a nuevas líneas de investigación que han terminado por modificar de modo notable el proyecto inicial. Entre estas, ha sido especialmente significativo el encuentro con la Atlantic History y los Postcolonial Studies, que ha permitido injertar en el estudio de la desobediencia una perspectiva «geográfica» que considero, junto con su declinación como poder destituyente, el principal elemento de originalidad del presente volumen. Los primeros resultados de la investigación se expusieron en un ensayo titulado «Lo spazio atlántico della disobbedienza. Modernità e potere destituente», publicado en Filosofia politica (núm. 1, 2008, pp. 37-60), cuyas huellas pueden volver a descubrirse sobre todo en el segundo capítulo del presente volumen. Pero, con anterioridad, sus líneas maestras ya se habían «puesto a prueba» con los estudiantes que asistieron a las clases de mi curso sobre Theories of Disobedience, desarrollado en el semestre del invierno de 2005 en la Columbia University de Nueva York y el siguiente semestre en Bolonia, dentro de un módulo didáctico que cada año desarrollo en la cátedra de Historia de las doctrinas políticas de la Facultad de Letras y Filosofía. Como ocurre a menudo, esas clases no fueron exclusivamente un momento para divulgar resultados ya alcanzados, sino un verdadero laboratorio, en el cual las tesis del libro se pusieron a prueba y fueron vueltas a definir en respuesta a las cuestiones planteadas por los estudiantes. A ellos, por lo tanto, dirijo un agradecimiento particularmente intenso. Deseo asimismo expresar mi agradecimiento a todos aquellos que pudieron leer y comentar el manuscrito o partes del mismo, que han aportado sugerencias bibliográficas o con los
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cuales sencillamente intercambié reflexiones que demostraron serme útiles: Bruno Accarino, Raffaella Baritono, Tiziano Bonazzi, Adriana Cavarero, Sandro Chignola, Jean Cohen, Angela De Benedictis, Furio Ferraresi, Eric Foner, Simona Forti, David Graeber, Andreas Kalyvas, Robin D.G. Kelley, Sandro Mezzadra, Paola Rudan, Steven Shukaitis, Nadia Urbinati, Richard Wolin, Howard Zinn. A ellos he de añadir también al profesor Carlo Galli, cuyas enseñanzas están presentes en este texto más de lo que pueda parecer a primera vista y que también en esta ocasión ha querido dar acogida a mi trabajo en una colección que dirige. Deseo finalmente expresar mi agradecimiento a Biagio Forino de la editorial Il Mulino, por la paciencia «activa» con la que ha esperado la entrega de este libro.
NOTAS 1
Fromm, E.: Sobre la desobediencia y otros ensayos, Paidós, Barcelona, 2004, pp. 9-19.
2
Ibíd., p. 10.
3
La expresión «poder destituyente» está tomada en préstamo del panfleto del Colectivo Situaciones sobre la revuelta argentina de 2002 titulado Piqueteros. La rivolta argentina contro il neoliberismo, DeriveApprodi, Roma, 2003. La expresión fue retomada en: VV.AA.: Potere destituente. Le rivolte metropolitane, Mimesis, Roma, 2008, en referencia a las revueltas de las banlieues parisinas de 2005 pero con una acepción diferente de la que aquí se adopta.
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Sobre la historia del concepto, véase: Chignola, S.: «Historia de los conceptos e historiografía del discurso político», en: Res Publica: revista de la historia y del presente de los conceptos políticos, 1, 1/1998, pp. 1-33; y, del mismo autor, «History of Political Thought and the History of Political Concepts», en: History of Political Thought, 3, 2002, pp. 517-541.
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ANTES DE LA DESOBEDIENCIA: ANTIGÜEDAD Y EDAD MEDIA TRAGEDIA Y BURLA DE LA DESOBEDIENCIA GRIEGA
Con la Antígona de Sófocles, la cultura griega nos ha dejado como herencia el caso de desobediencia más estudiado en el pensamiento político occidental.1 Creonte, el nuevo soberano de Tebas, al terminar la guerra civil que había arrasado la ciudad tras la muerte de Edipo, promulga un edicto por el que niega el rito de la sepultura a Polínice, uno de los hermanos de Antígona, culpable de prender «fuego a la tierra patria» y de haber buscado «saciarse de sangre fraternal y hacer siervos de los supervivientes».2 Desobedeciendo este edicto, la heroína griega se niega a plegarse a una concepción «masculina» de la política por la cual, como le recuerda su hermana Ismena, las mujeres están obligadas a obedecer a los hombres, que detentan el poder político en virtud de su mayor fuerza física. Como mujer, efectivamente, Antígona reivindica la pertenencia al sistema de valores del genos, de los deberes familiares, los vínculos de sangre y la asistencia a los parientes, que impone entre otras cosas que se proteja al difunto de las fuerzas de la naturaleza para permitirle, con el rito de la sepultura, entrar en el Hades.3 Someterse a las leyes públicas de la ciudad significaría para ella negar la primacía de la philia, haciéndose cómplice de la extinción del genos en la generalidad anónima e indistinta del demos,4 algo que para una mujer es, efectivamente, inaceptable. En la Fenomenología del espíritu, Hegel ha querido leer en esta toma de posición de Antígona la tragedia constitutiva de
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toda la cultura occidental: 5 lo que Creonte considera una inaceptable «arrogancia y desobediencia» animada por motivaciones incomprensibles para quien está llamado a gobernar el destino de la polis, parece desde el punto de vista de la heroína griega una respuesta inevitable a la «explosión de violencia» que implica la extensión indiscriminada de ese edicto a toda la comunidad de ciudadanos. Sin embargo, aún teniendo razón, según Hegel Antígona es culpable, porque «ve sólo el derecho de su parte» y por lo tanto es incapaz de «reconocerse como esencia» también en la otra ley, de entender la unicidad esencial de lo universal, que en su actuación opera en cambio de modo inmediato, reduciendo su individualidad a un puro medio con el cual debe realizarse la ley ética. La cual, sin embargo, concebida y vivida de ese modo, pierde su carácter universal de ley y se transforma en una orden, en la asunción arbitraria de un punto de vista concreto.6 En tiempos más recientes, esta modernidad a la vez prodrómica y crepuscular de Antígona ha sido forzada hasta hacer de ella el «prototipo griego de la desobediencia civil».7 Si nos atuviésemos a una lectura exclusivamente textual de la obra, arrancada por lo tanto de su marco en el horizonte general de sentido del mundo griego, la desobediencia de Antígona estaría perfectamente en línea con la definición de desobediencia civil que se ha afirmado a partir de los años setenta del siglo XX: al igual que esta última, su desobediencia se describe y motiva como un acto de la conciencia, como dike, esto es, respeto a la justicia superior o a las «leyes no escritas de los dioses, que son inquebrantables y que no datan de hoy ni de ayer, sino eternas son sin que nadie sepa cuándo se promulgaron» y que por lo tanto, por esta razón, son claramente más vinculantes que cualquier ley proclamada por un mortal.8 Al mismo tiempo, no hay restos o intención de violencia, ni de la voluntad de responder con el uso de la fuerza a la injusticia sufrida, a la vez que se reivindica con orgullo su publicitación («Lo reconozco, sí, no lo puedo negar») y la disponibilidad a aceptar las consecuencias penales de esa decisión «justa», aún a
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riesgo de perder la vida («No es, pues, ningún dolor para mí el padecer tal destino»). A causa de estas características, los mismos intérpretes contemporáneos han querido acercar la figura de Antígona al Sócrates de la Apología. Un acercamiento no del todo arbitrario: aún cuando, de hecho, el diálogo platónico tiene como motivo principal lo que Foucault definía «cuidado de uno mismo»,9 que en cambio está ausente en los argumentos de la Antígona, la obra puede considerarse efectivamente en muchos sentidos la correspondencia filosófica de la tragedia de Sófocles. Acusado de impío por su filosofía, también Sócrates reivindica la superioridad de las leyes divinas sobre cualquier ley humana, negándose a abjurar y, por lo tanto, predisponiéndose con serenidad a la inevitable condena a muerte: Mucho os respeto y os amo, atenienses, pero he de obedecer al dios antes que a vosotros; y mientras tenga vida y pueda, no dejaré de filosofar, de aconsejaros y de exhortar a todo el que me encuentre del modo que acostumbro.10
Aún así, justamente el paralelismo con Sócrates debería servir para mostrar que cualquier intento de modernizar más de lo debido la desobediencia de Antígona es insostenible: en otro diálogo platónico, el Critón, ante la petición por parte de sus amigos de escapar de la cárcel para no sufrir una sentencia injusta, el propio Sócrates defiende (como Creonte) la necesidad de obedecer a cualquier ley de la polis: «hay que respetarla, someterse a ella y halagarla, si se enfada, más aún que a un padre».11 Se la puede intentar persuadir para que haga lo correcto, pero cumpliendo siempre «sus disposiciones; que hay que sufrir sin resistencia si así lo ordena».12 Si optase por escapar de la ciudad, en cambio, Sócrates ofendería y desobedecería justamente a esas mismas leyes superiores que en su defensa durante el proceso había declarado querer seguir siempre aún al precio de su propia vida, y que imponen que se obedezca a quien gobierna la ciudad incluso cuando se equivoca.
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Estas dos posiciones de Sócrates se contradicen sólo en apariencia: tanto en un caso como en el otro, de hecho, no se está discutiendo realmente la cuestión de la desobediencia, sino la parresia, la obligación por parte del filósofo de «decir la verdad», aún a riesgo de su propia vida, mostrando al mismo tiempo con un comportamiento ejemplar a todos los ciudadanos que, para gobernar correctamente la ciudad, «están obligados a gobernarse a sí mismos».13 Dicho en otras palabras, los dos diálogos platónicos expresan desde puntos de observación diferentes (el filósofo ejerciendo su capacidad para persuadir a sus conciudadanos para que sigan la verdad, adecuando las leyes públicas a las divinas, y el filósofo ejerciendo de modo concreto esos principios en la medida en que él mismo también es ciudadano) la misma necesidad de obedecer incesantemente a las leyes eternas no escritas a las que también Antígona apela y sobre las cuales, según Sócrates, se sostiene la polis. Desde el punto de vista griego no hay de hecho espacio para una verdadera reivindicación subjetiva de la desobediencia, que actúa siempre, aún cuando tenga razón, como un virus mortal para la salud general de la comunidad ciudadana. La propia posibilidad de concebir una voluntad subjetiva de desobedecer a una orden política está impedida por la búsqueda incesante de conocer el contenido de verdad de las leyes de funcionamiento de la polis para adecuarse a ellas; y esta búsqueda, cuando trasciende un interés puramente contemplativo, puede producir al máximo un conflicto trágico entre obediencias, como por ejemplo, en la Antígona, entre quien invoca el respeto a la «ley pública del Estado» y quien a la familiar, «del amor, de la sangre», quien a la de los «dioses inferiores del Hades» y quien en cambio a la de «los dioses de la luz de la vida libre y autoconsciente del pueblo y del Estado».14 Por lo tanto, de igual modo que el Sócrates de los dos discursos platónicos es la misma persona, también Antígona no es cualitativamente diferente de Creonte. Ambos son expresiones de la misma enfermedad (la hybris) y no es casualidad que
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compartan el mismo destino de muerte. También Creonte tiene razón al reivindicar para sí una obediencia absoluta, al ser el legítimo depositario del poder político de la ciudad. Atrincherándose tras la idea de que sólo lo que él dice es justo, sin embargo, ha pecado de soberbia e impiedad contra los dioses y es por tanto culpable y cómplice de la atmósfera plúmbea bajo la que ha caído la ciudad. Como la de Antígona, su voluntad subjetiva es una «desmesura» que modifica el equilibrio siempre precario de la polis con consecuencias que sólo pueden ser catastróficas: «Afortunado quien la vida saborea / sin desventuras; / si en cambio un divino golpe hace / temblar la casa, / irrumpe todo desastre / y de mal en peor se hunde».15 No debe sorprendernos, por lo tanto, que al reivindicar abiertamente su acto de desobediencia, Antígona niega de modo contextual su naturaleza intrínsecamente política de desafío a la autoridad, circunscribiéndolo en cambio a la dimensión emotiva y prepolítica de la piedad entre parientes.16 Ella misma, efectivamente, no podría aceptarla como una desobediencia a la autoridad política sino apartándose de esos principios divinos a los que en cambio afirma querer atenerse. Aún más, es su capacidad para actuar en público negándose a la vez como sujeto político la que la convierte, más que Creonte, en la perfecta heroína trágica. Para encontrar en la cultura griega un verdadero tratamiento político de la desobediencia es necesario abandonar la tragedia o la filosofía y dirigirse hacia la comedia, en la que los sucesos de la polis se discuten en su forma cotidiana y voluntariamente caricaturizada. También en este caso encontramos una heroína desobediente, Lisístrata, «la que deshace los ejércitos» encabezando a un grupo de mujeres y esposas que, mediante la ocupación pacífica de la Acrópolis y una original huelga del sexo, obligan a los hombres a deponer las armas y acabar con la guerra «fratricida» en el Peloponeso.17 A diferencia de la tragedia de Sófocles, aquí la protagonista reivindica explícitamente la intención política de la desobediencia como tal, sin reservas. Con ella se propone nada menos que
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«la salvación de Grecia» y decidir una reorientación general de su política exterior a partir de una tregua entre todos los contendientes, primer paso para una unidad política de las ciudades de la península (emparentadas por las mismas creencias religiosas) necesaria para enfrentarse mejor al enemigo «bárbaro»18 común. Pero, en el fondo, esta es la ocasión extemporánea para obtener un objetivo aún más ambicioso, sólo rozado por la tragedia de Sófocles porque está al límite de lo concebible: el reconocimiento por parte de los hombres griegos del papel político de las mujeres, excluidas de la gestión pública de la polis y relegadas al papel doméstico de madres y esposas, al ser consideradas carentes de racionalidad. La desobediencia sirve, por lo tanto, para afirmar, por encima de cualquier otra cosa, la necesidad de incluir en la gestión de la res publica a la que, en cambio, se considera como una forma alternativa de racionalidad, enraizada en esa «amabilidad que es natural en las mujeres» y en el cuidado amoroso de aquello que amamos, que trata la guerra con la misma lógica con la que en casa se desenreda un ovillo de lana enmarañado. Lo que, a ojos de las mujeres griegas, resulta aún más necesario ante los repetidos fracasos de la «áspera y soberbia» racionalidad masculina, que está llevando a Grecia a la ruina.19 Y para alcanzar este objetivo, las mujeres utilizan justamente ese elemento que, más que ningún otro, ejemplifica su condición femenina subalterna como corazón del hogar doméstico: el sexo, en fin, que se transforma en un catalizador de poder, en instrumento de la lucha política. La natural simpatía que la obra transmite hacia la protagonista, sin embargo, no debe inducirnos a error. El éxito de la desobediencia de Lisístrata y sus compañeras de lucha se alcanza bajo el signo de la burla: todos sus esfuerzos para mostrarse lúcida y racional, capaz como cualquier verdadero filósofo (hombre) de «hacer un discurso útil para la ciudad» y de dar a la patria «un buen consejo»20 chocan con la sordidez inmutable de los hombres, quienes, completamente presos de sus apetitos insatisfechos, son capaces de responder a
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sus serios argumentos sólo con la pesadez y la vulgaridad de los comentarios de contenido sexual, hasta el punto de que, cuando, casi extenuados física y psicológicamente por la abstinencia prolongada, deciden suspender el conflicto y declarar una feliz tregua, antes que reconocer la contribución femenina, prefieren renunciar a su prerrogativa masculina de seres racionales, declarando que han llegado a esta sabia decisión en virtud de un excepcional estado de ebriedad.21 También en este caso, en fin, se le niega a la desobediencia un estatuto político. Y de hecho, al igual que, por otra parte, Antígona, la obra se cierra de modo significativo con la ausencia de la protagonista, desaparecida de la escena en silencio y sin ninguna motivación real. El triunfo político de la desobediencia se alcanza en un vacío de subjetividad.
DESOBEDECER EN LA CONCORDIA
También el pensamiento político romano asigna a la ley divina (que es tal porque a la vez es natura y ratio) la primacía sobre cualquier ley humana: Existe una ley verdadera [explica Cicerón] y es la recta razón, conforme con la naturaleza […] inmutable, eterna […] Esta ley no puede sustituirse con otra, no es lícito ni derogarla parcialmente, ni abrogarla por completo. Ni el Senado ni el pueblo pueden eximirnos de ella. […] quien no le obedece huirá de sí mismo y despreciará la naturaleza del hombre, por lo cual sufrirá las más grandes penas, aunque él escape de otras cosas que se consideran castigos.22
El ius romano encuentra su fundamento extrajurídico justamente en esa ley suprema que, al igual que en el mundo griego, se considera «común a todos los tiempos» y «precede a toda ley escrita y a la constitución de cualquier Estado».23 Aún más; en sentido estricto, sólo puede definirse como «ley»