Kant y el chimpancé, de Georges Chapouthier

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KANT Y EL CHIMPANCÉ Georges Chapouthier



KANT Y EL CHIMPANCÉ Georges Chapouthier

COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL

PROTEUS


Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: Imma Canal Diseño editorial: Ana Varela

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: septiembre 2011

© Kant et le chimpanzé - Essai sur l'être humain, la morale et l'art, G. Chapouthier, Editions Belin, Paris, 2009. Ouvrage publié avec le concours du Ministère français chargé de la culture Centre National du Livre. Obra publicada con la ayuda del Ministerio francés de Cultura - Centro Nacional del Libro © de la traducción, Julia Alquézar © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús

www.editorialproteus.com Depósito legal: B. 32048-2011 ISBN: 978-84-15047-55-1

Impreso en España - Printed in Spain Romanyà Valls S.A. - Capellades


ÍNDICE Prefacio.......................................................................................................................................9 Capítulo 1..................................................................................................................................13 El hombre y el animal a lo largo de la historia de las civilizaciones (p. 13) — El animal humanizado o el hombre animalizado (p. 14) — La metempsicosis y la transmigración de las almas (p. 17) — Los ositos y otros animales de peluche (p. 19) — La animalización del ser humano y la esclavitud (p. 20) — El animal, ser sensible (p. 21) — El animal-objeto y el hombre como príncipe absoluto del mundo (p. 25) — Cuando el príncipe de la creación se equivoca (p. 27) — Notas (p. 31) Capítulo 2..................................................................................................................................35 El hombre es (también) un animal (p. 35) — Lo que aportó la teoría de la evolución (p. 36) — La emergencia de la complejidad (p. 38) — ¿Por qué los seres vivos parecen rebelarse contra las leyes del mundo? (p. 39) — Construcción «en mosaico» de los seres vivos (p. 40) — Un cerebro formado por mosaicos (p. 42) — La memoria, la conciencia, y el lenguaje: ¡todos son mosaicos! (p. 44) — Notas (p. 46) Capítulo 3..................................................................................................................................49 La cultura de los hombres y la cultura del hombre (p. 49) — Culturas y protoculturas: cuando el animal deja de ser inculto (p. 50) — Las protoculturas animales (p. 52) — La comunicación entre animales (p. 54) — Lenguajes y protolenguajes (p. 56) — El pensamiento abstracto y sus reglas (p. 60) — El problema del pensamiento consciente (p. 64) — ¿Tienen los animales una teoría del espíritu? (p. 65) — Dos tipos de conciencia en el mundo vivo (p. 69) — ¿Un principio de teoría del espíritu? (p. 70) — ¿Un indicio de moral entre los animales? (p. 72) — Las elecciones estéticas (p. 74) — Las protoculturas animales: una ayuda para los arqueólogos (p. 76) — ¿Qué lección se puede sacar de las protoculturas animales? (p. 76) — Notas (p. 77)


Capítulo 4..................................................................................................................................81 El hombre no es (sólo) un animal (p. 81) — Las ambigüedades de lo natural (p. 85) — El peligro de dar demasiada importancia a la naturaleza en el terreno de la moral (p. 87) — ¿Una moral antinatural? (p. 88) — El peligro de recurrir de forma abusiva a la moral (p. 89) — Naturaleza y cultura: dos pretendientes de la moral (p. 91) — La moral: un matrimonio de éxito entre naturaleza y cultura (p. 94) — La aportación de algunos moralistas modernos (p. 96) — La estética y el arte (p. 97) — El arte visto por los modernos (p. 99) — La estética entre naturaleza y la cultura (p. 100) — La estética, un camino hacia la moral (p. 101) — Una estética fuera de la sexualidad (p. 102) — ¿Puede el arte no ser bello? (p. 103) — El «arte-farsa» y sus límites (p. 105) — El arte como coartada de lo inmoral (p. 107) — Cómo sería una belleza no sexual (p. 108) — Elegir la belleza (p. 110) — Un doble avance de la cultura humana (p. 112) — Neurología y filosofía: una dicotomía cultural validada por la anatomía cerebral (p. 113) — La dicotomía y la unidad de los hemisferios cerebrales (p. 117) — Notas (p. 118) Epílogo....................................................................................................................................123 El ser humano, un puente entre dos formas de ser (p. 123) — El hombre, un ser de naturaleza (p. 124) — El hombre, un ser de cultura (p. 125) — Un modo de ser unitario (p. 127) — La filosofía de Hans Jonas y la unidad de lo vivo (p. 129) — Las flores envenenadas de la cultura (p. 130) — El mal que habita en cada uno de nosotros (p. 132) — Cómo tratar a los animales y el medio ambiente (p. 134) — Dos enfoques del respeto a los animales: gradualismo y antiespecismo (p. 136) — La etología al rescate del gradualismo moral (p. 138) — Cuando los antiespecistas extremos privilegian, a pesar de todo, a sus compañeros (p. 140) — Una consecuencia humana del gradualismo moral (p. 142) — La cuestión ética fundamental del hombre (p. 143) — Notas (p. 146)


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PREFACIO El hombre, obsesionado por el progreso, Ha conseguido superar Sus orígenes cuadrúpedos: Muerde con su cerebro. Jean-Paul Darmesteter A partir de ahora, más que nunca, el animal nos mira y nosotros estamos desnudos ante él. Y pensar empieza tal vez por ahí. Élisabeth de Fontenay

La ética y la estética. De ahí: la moral y el arte. O bien: el sentido del bien y de la belleza. Dos aptitudes, con sus diferentes implicaciones y sus múltiples facetas a las que la especie humana, nuestra especie, está particularmente unida, hasta el punto de que a menudo se presentan como grandes especificidades humanas, ámbitos en los que nuestra especie muestra lo mejor de sí misma. Sin embargo, nosotros, los seres humanos, somos el resultado de una larga evolución, mineral y cósmica, primero, y biológica y terrestre, después, de la que necesariamente debemos conservar alguna huella. ¿Es posible que una evolución larguísima que desembocó en el nacimiento del hombre no haya dejado una profunda huella en nuestro modo de ser y que seamos totalmente diferentes de nuestros ancestros? O bien, al contrario, ¿es posible que las raíces de unos conceptos tan nobles como el sentido de la moral y el sentido de lo bueno


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estén en el ámbito de lo que habitualmente se denomina «naturaleza», y que deberemos precisar más adelante? Esta naturaleza, es decir el mundo que nos rodea, incluye también otros seres originales que, como nosotros, se mueven, se alimentan, tienen comportamientos sexuales y crías a las que dedican cuidados atentos y que, a veces, forman sociedades de una complejidad notable. Nos referimos a los animales, o al menos, en lo que respecta a los comportamientos más complejos, a ciertos animales a los que se considera más evolucionados. Se trata de animales que tienen un parentesco innegable con nosotros y que, incluso, se nos parecen físicamente. ¿Podemos atribuirles un sentido moral o estético? Ciertamente, nosotros somos capaces de dedicarnos a nuestros familiares o a nuestros amigos, ¿pero podemos estar seguros de que nuestros primos antropoides no hacen lo mismo? Asimismo, al igual que nosotros admiramos a una bella mujer (a un hombre bello) o una flor bonita, ¿podemos afirmar con seguridad que nuestros primos no albergan sentimientos similares hacia un bonito (o bonita) chimpancé? En resumen, ¿hay algo que podamos decir sobre nuestra pertenencia a la naturaleza en general y a la animalidad en particular que nos permita aclarar nuestra comprensión de la moral y de la estética? O por contra, debemos concluir que la moral y la estética no tienen nada que ver con la animalidad y que hemos roto definitivamente con esa herencia ancestral que nos convertía en animales y, por tanto, hemos dejado de ser simios para pasar a ser criaturas de espíritu puro, refinadas y cultivadas, muy lejos de aquel fango natural donde viven los animales. Desde luego, nosotros nacimos en la naturaleza, pero es posible que tan sólo hayamos conservado de ella las flores más bellas, es decir, esas culturas que nos son propias y que consagran nuestra superioridad deslumbrante sobre el mundo. En resumen, seríamos seres humanos en el sentido más noble del término, porque tan sólo nosotros podríamos enten-


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der el sentido del bien y de lo bello. Sólo nosotros practicaríamos una moral devota y altruista. Sólo nosotros crearíamos obras de arte. Y, en esos puntos de humanidad pura, no deberíamos nada a esos primos miserables o venidos a menos, chimpancés u otros simios, a los que nos une la evolución. Según esta concepción, si el hombre desciende del animal, la humanidad, en el sentido más elevado del término (¡y uno de esos sentidos/significados se refiere además a la nobleza de corazón!), no tendría nada que ver con la «chimpanceidad», es decir, no conservaría ningún vínculo fuerte con la animalidad. Para decirlo en pocas palabras y de manera gráfica: existiría una brecha absoluta e infranqueable entre el gran filósofo Kant y nuestros primos, los chimpancés. Antes de discutir estos temas, antes de intentar separar la paja del grano y de precisar qué debemos efectivamente a la animalidad y qué no constituye nuestro propio ser, repasaré las diferentes maneras que han tenido las civilizaciones de situar a los animales en relación con los hombres (o, lo que viene a ser lo mismo, los hombres en relación a los animales). A continuación, abordaré los argumentos que demuestran la existencia de una parte animal en el hombre, y después los que sugieren la existencia de una forma de cultura en los animales. A la luz de todos estos argumentos, la no animalidad del hombre, y sus rasgos opuestos a la «naturaleza», aparecerán sin duda bajo una nueva luz. Por último, esta nueva visión del ser humano debería permitir responder a las preguntas sobre el estatus de la moral y de la estética, que es nuestro objetivo final. También nos permitirá abrirnos a una concepción filosófica del ser humano, donde la multiplicidad encuentra finalmente su lugar en la unidad. Respecto al título de la presente obra, espero que el lector haya entendido que no tiene nada que ver con un análisis detallado de la filosofía de Kant, ni espere tampoco una descripción en profundidad del comportamiento del chimpancé. La obra se ocupa, de hecho, de la conjunción «y» que las une,


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es decir, de la frontera (ya sea ruptura abrupta o, al contrario, vínculo poderoso) que existe entre Kant y el chimpancé, es decir, entre nosotros y los animales.


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CAPÍTULO 1 EL HOMBRE Y EL ANIMAL A LO LARGO DE LA HISTORIA DE LAS CIVILIZACIONES

¿Cómo se puede definir la especie humana y cómo hay que situarla en relación a las demás especies vivas que comparten su vida, su medio ambiente y, a veces, sus sueños, esto es, las especies animales? Aquí utilizaré la palabra «animal» en su sentido usual, es decir, excluyendo al ser humano. Por supuesto, esta elección didáctica no pone en cuestión el hecho de que, en el plano biológico, como se verá ampliamente, el hombre es también un animal; pero deja la puerta abierta a otros desarrollos sobre las relaciones de humanidad y animalidad que están en el corazón mismo de las preguntas que se plantean en esta obra. ¿Cuál es el lugar de ese ser humano —nuestro lugar— orgulloso de sus civilizaciones y de sus culturas, en relación a una naturaleza que lo engloba y lo alimenta, y en la que el animal tiene un papel destacable? Diferentes civilizaciones han dado respuestas muy variadas a estas preguntas. Aquí, evidentemente, no intentamos recoger la integridad de estas respuestas, que van desde el animal-dios al animal-objeto pasando por diversos grados de mezcla o de construcciones híbridas entre los animales y los hombres. Algunas observaciones, no obstante, permitirán hacerse una idea bastante ajustada de la extrema riqueza de este ámbito, y al mismo tiempo, empezar a discernir la cuestión que aquí nos ocupa: ¿qué debe el hombre a la animalidad en general, y más concretamente, a la


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«chimpanceidad» de sus primos más cercanos, en los campos de la moral y de la estética?

EL ANIMAL HUMANIZADO O EL HOMBRE ANIMALIZADO

Algunas civilizaciones no establecen límites claros entre los animales y los hombres, o incluso los dioses. 1 Encontramos un animal humanizado, e incluso divinizado. La historia de Occidente, particularmente durante la Edad Media en Europa, ofrece sobradamente ejemplos de animales humanizados. Así, en esa época, cuando un animal hería o mataba a seres humanos era sometido a numerosos y, en ocasiones, sonoros procesos, donde se lo juzgaba igual que a un hombre (contaba incluso con abogado defensor) antes de ser ejecutado. 2 En un orden de ideas cercano, el decano del Colegio de Abogados, Albert Brunois, 3 recordó, en concreto, que En tiempos de Luís XII, el abogado Barthélémy Chassanée consiguió gran notoriedad por defender la causa de las ratas, al que el obispo de Autun había excomulgado (…), y consiguió salvar a sus pequeños clientes (…) de una injusta proscripción.

Esta actitud que tiende a confundir humanidad y animalidad, asimilando los animales a los hombres, dejó numerosas huellas en el arte o en la literatura. Pinturas de grutas prehistóricas, fábulas de Esopo o de La Fontaine, novelas de Renard, cuentos de Grimm o de Perrault son algunos ejemplos de esta humanización de los animales en el arte o la literatura. También la encontramos en expresiones populares, que atribuyen a especies animales virtudes o defectos que se considerarían humanas, como tener un corazón de león, la astucia de un zorro, la pereza de un perro, la suciedad de un cerdo o la estupidez de un asno. No es necesario matizar que, particularmente en estos últimos casos, los calificativos negativos se atribuyen erróneamente a las especies consideradas.


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En lo que respecta a las representaciones de los dioses, en la mayoría de las religiones politeístas encontramos animales divinizados o criaturas híbridas, divinizadas también, y que mezclan partes humanas y partes animales. Una de las divinidades hindúes más populares es el dios de los viajeros y de los mercaderes, Ganesha, que se presenta como un hombre con cabeza de elefante. El dios Vishnu, por su parte, se representa a menudo en la espalda del pájaro-rey Garuda. En México, Quetzalcoatl, el dios de la civilización de los Toltecas y de los Aztecas, estaba representado como un hombre enmascarado o como una serpiente emplumada. En Sudamérica, se veneraba igualmente a numerosos dioses con forma de animal. No obstante, aquí me limitaré a exponer dos ejemplos de civilizaciones que, directa o indirectamente, tuvieron una gran influencia en la civilización occidental moderna: la del antiguo Egipto y la de la Grecia antigua. En el antiguo Egipto, tal y como recuerda el conservador del Louvre, Marc Étienne, 4 sobre la representación de los dioses, «todas las combinaciones son posibles, una forma totalmente humana, animal o bien mixta, con cuerpo humano y cabeza de animal, o cuerpo animal con cabeza humana (la esfinge)», incluso encontramos mezclas de animales diferentes. Así, la diosa de la música y la danza, Bastet, podía representarse como una gata o como una mujer con cabeza de gato; el señor de los cementerios, Anubis, como un perro o como un hombre con cabeza de perro; y el célebre destructor de las fuerzas del mal, Horus, como un halcón o como un hombre con cabeza de halcón. Las vacas y los toros servían a menudo como figuras representativas de los dioses, como en el caso de Hathor, diosa de la felicidad, a la que se representaba como una vaca, o Apis, dios solar, como un toro. Nejbet, diosa buitre, era la protectora del Alto Egipto, mientras que la diosa cobra Uadyet protegía el Bajo Egipto, y el dios carnero Jnum protegía la primera catarata del Nilo. Podemos añadir que el secretario de los dioses, Thot, suele mostrarse con una cabeza de ibis o con un cuerpo de babuino; que el dios sanador, Jonsu,


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suele tener cabeza de halcón, y que el señor de las aguas, Sebek, suele representarse con cabeza de cocodrilo. Si pasamos a los dioses maléficos, la diosa Sejmet, con cabeza de leona, provocaba catástrofes naturales, mientras que el terrible dios de los desiertos y de las tormentas, Seth, «adopta la apariencia de un animal extraño no identificable, mezcla estilizada de diversos animales del desierto». 5 No obstante, la diosa Tueris se lleva sin duda la palma de la multiplicidad de todas estas innumerables mezclas de hombre y de animal que encontramos en las representaciones de divinidades egipcias. En la representación de esta diosa protectora de la salud, de los niños y de las mujeres, se combinan «caracteres humanos con diversas partes de animales temibles», como el león, el cocodrilo o el hipopótamo. Los dioses más importantes de la Grecia Antigua, cuya mitología nos resulta más familiar porque inspiró a muchos escritores y pintores, tenían en general rostro humano, pero un dios menor, el célebre dios de los pastores, Pan, famoso por su flauta, tenía cabeza y torso de hombre y patas de cabra. Numerosas figuras menores de la mitología griega eran también animales monstruosos o mezclas hombre-animal. Así ocurre con los centauros, que tenían la cabeza y el busto de un hombre y la grupa de un caballo; o con las arpías, que eran pájaros con cabeza de mujer. Recordemos también que la entrada en el mundo de los muertos estaba custodiada por Cerbero, un temible perro de tres cabezas. Entre las hazañas del héroe Heracles (que lleva el nombre de Hércules, entre los latinos), figura la victoria sobre la hidra de Lerna, un monstruo con múltiples cabezas de serpiente que volvían a crecer cada vez que Hércules las cortaba: el héroe las tuvo que quemar después de cortarlas para que dejaran de regenerarse. Asimismo, los dioses mayores podían también transformarse en animales: Zeus, el rey de los dioses, se metamorfoseó en toro blanco cuando raptó a la bella Europa, y se la llevó a la isla de Creta para seducirla. Los seres humanos y las ninfas, por su parte, se transformaban también en animales por interven-


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ción de dioses o de magos. Así, Zeus transformó en vaca a otra de sus amantes, Io, para protegerla de los celos de su mujer Hera. Y Hera, siempre celosa, transformó en osa a otra amante de Zeus, la ninfa Calisto, para que la mataran durante una cacería. La leyenda cuenta que Zeus salvó a Calisto lanzándola hacia el cielo, donde se convirtió en la constelación de la osa mayor. Por último, sin alargarnos más con los inacabables ejemplos posibles, podemos mencionar a la maga Circe, que transformó en cerdos a los compañeros de Ulises.

LA METEMPSICOSIS Y LA TRANSMIGRACIÓN DE LAS ALMAS

La religión también establece una relación fuerte, incluso una posible mezcla, entre los conceptos de ser humano y de animal a través de la creencia en la metempsicosis. Según esta creencia, después de la muerte, el alma humana puede reencarnarse de diversas maneras en otros cuerpos humanos, pero también en cuerpos de animales. Sin embargo, el hecho de que, en ciertos casos, el animal pueda ser el receptáculo de un alma humana le da desde luego un estatus particular. De ese modo, deja de ser una entidad extraña e, incluso, hostil, para convertirse en la posible reencarnación, y a priori simpática, de un padre o de un ser querido. Esta creencia en la migración de las almas al reino animal no está demasiado extendida en nuestros días en Occidente, aunque no siempre ha sido así. En la Antigüedad griega, a la que tanto debe nuestra civilización, el célebre matemático y filósofo Pitágoras fundó una escuela de pensamiento donde la metempsicosis ocupaba un lugar esencial. Esta filosofía llevaba a los adeptos a seguir un régimen vegetariano y a defender a los animales. Tal y como señala J. Haussleiter, 6 siguiendo la tesis de la metempsicosis: «Pitágoras (…) se convertía también en un defensor de los animales; no sólo invitaba a preservarlos, sino que también reclamaba que fuéramos benévolos con ellos». Lo confirma


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