Una ética sin dios, de Eugenio Lecaldano

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UNA ÉTICA SIN DIOS Eugenio Lecaldano



UNA ÉTICA SIN DIOS Eugenio Lecaldano

COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL

PROTEUS


Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: CanalGràfic Diseño editorial: Ana Varela Fotografía de la portada: © Ana Varela

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: marzo 2009

© Eugenio Lecaldano © de la traducción, Mario Trigo © 2006, Gius. Laterza & Figli SpA. Esta traducción de Un´etica senza Dio es

publicada con el consentimiento de Gius. Laterza & Figli SpA, Roma-Bari © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús

www.editorialproteus.com Depósito legal: ISBN: 978-84-936999-1-8


ÍNDICE Introducción..............................................................................................................................13 PRIMERA PARTE

Errores en los que caen quienes defienden que Dios es necesario para la ética......................25 ¿Podemos dar por descontado que exista un Dios Autor de la Naturaleza? (p. 25) — ¿Qué ocurre si hacemos que la ética dependa de la revelación de un Dios? (p. 26) — ¿Qué concepción de la naturaleza de la ética estamos obligados a aceptar si creemos que deriva de Dios? (p. 29) — ¿Qué conlleva reducir la ética a un mandamiento divino? (p. 32) — ¿Qué implica basar la ética sobre leyes naturales queridas por un Dios? (p. 34) — Incoherencias y confusiones insanables de quien cree que no podemos tener una ética sin Dios (p. 38) — Cómo la moral basada en Dios une de modo antiliberal moral y ley (p. 42) — ¿Qué carácter tendrá quien cree que la moralidad deriva de Dios? (p. 44) ¿Cómo se puede construir una ética sin ninguna referencia a Dios?.......................................49 La autonomía individual y la libertad personal como raíz de la responsabilidad moral (p. 49) — La sensibilidad hacia una humanidad común y el sentido de la justicia (p. 53) — Un punto de vista ateo, coherente, completo y autosuficiente sobre nuestro lugar en el universo (p. 56)— Una sensata deconstrucción de la idea de Dios (p. 59) — Una ética completamente radicada en la naturaleza humana (p. 61) — El carácter virtuoso e ideal que acompaña a una ética sin Dios (p. 64) — Una práctica guiada por los sentimientos y la razón humana (p. 65) — Universalidad y relatividad de los valores de una ética sin Dios (p. 67) — Una concepción liberal de la relación entre moralidad y ley (p. 69) — Las posibilidades de una ética sin Dios: ¿continuidad o renovación con respecto a los valores tradicionales? (p. 71) SEGUNDA PARTE

Sobre la crítica a las pruebas de la existencia de Dios..............................................................79 De David Hume, Diálogos sobre la religión natural (p. 79) — De Immanuel Kant, Crítica de la razón pura (p. 80)


Sobre la crítica a la revelación y los monoteísmos...................................................................83 De Baruch Spinoza, Tratado teológico-político (p. 83) — De David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano (p. 83) — De David Hume, Historia natural de la religión (p. 84) — De Paul-Henry Dietrich d´Holbach, Sistema de la naturaleza (p. 85) — De John Stuart Mill, Sobre la libertad (p. 85) Sobre la crítica a la reducción de la moralidad a mandamientos divinos...........................87 De Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (p. 87) — De Ludwig Feuerbach, La esencia del cristianismo (p. 87) — De John Stuart Mill, Tres ensayos sobre la religión (p. 88) — De George Edward Moore, Principia Ethica (p. 90) — De Sigmund Freud, El malestar en la cultura (p. 90) Sobre la dificultad del apelo de la ética religiosa a las leyes naturales y a la recta razón........93 De Thomas Hobbes, Elementos de derecho natural y político (p. 93) — De John Stuart Mill, Tres ensayos sobre la religión (p. 93) Sobre las dificultades de la religión para explicar el origen del mal........................................97 De Pierre Bayle, Diccionario histórico y crítico (p. 97) — De Paul-Henry Dietrich d´Holbach, Le bon sens (p. 97) — De John Stuart Mill, Autobiografía (p. 98) Sobre el carácter moral del creyente y las virtudes del ateo....................................................99 De Pierre Bayle, Pensamientos diversos sobre el cometa (p. 99)— De Bernard de Mandeville, Free Thoughts on Religion, the Church and National Happiness (p. 99) — De Bernard de Mandeville, A Letter to Dion Occasion’d by His Book Call’d Alciphron, or the Minute Philosopher (p. 100) — De David Hume, Investigación sobre los principios de la moral (p. 101) — De David Hume, Historia natural de la religión (p. 101) — De Paul-Henry Dietrich d´Holbach, Le bon sens (p. 103) — De John Stuart Mill, Autobiografía (p. 104) — De John Stuart Mill, Tres ensayos sobre la religión (p. 105) — De Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico (p. 106) Sobre la ética sin Dios, la autonomía y la sensibilidad hacia los otros...................................107 De Jean Jacques-Rousseau, Emilio, o De la educación (p. 107) — De Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (p. 107)


Sobre la genealogía de la religión y de la idea de Dios..........................................................109 De Thomas Hobbes, Leviatán (p. 109) — De Voltaire, Diccionario filosófico (p. 110) — De Paul-Henry Dietrich d´Holbach, Sistema de la naturaleza (p. 110) — De Ludwig Feuerbach, La esencia del cristianismo (p. 110) — De John Stuart Mill, Tres ensayos sobre la religión (p. 111) — De Sigmund Freud, Acciones obsesivas y prácticas religiosas (p. 111) Sobre la continuidad o discontinuidad entre ética religiosa y no religiosa...........................113 De John Stuart Mill, Sobre la libertad (p. 113) — De John Stuart Mill, Tres ensayos sobre la religión (p. 113) — De Derek Parfit, Razones y personas (p. 114) Bibliografía razonada.............................................................................................................115



Este libro debe mucho a las sugerencias y la ayuda de Anna y Paola



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«VIDA, FAMILIA, EDUCACIÓN: NO SON NEGOCIABLES» Este es el título del discurso pronunciado el 30 de marzo de 2006 por el Papa Benedicto XVI ante los parlamentarios del Partido Popular Europeo. Un título bastante significativo y elocuente: ¿qué quiere decir? ¿Se debe entender simplemente como una admonición ética dirigida a la platea que le escuchaba? ¿O bien es una exigencia explícita a los parlamentarios para que respeten la obligación de no aprobar ley alguna con respecto a la utilización científica de los embriones, la muerte voluntaria, las parejas de hecho? La lectura del discurso entero del pontífice no deja margen de duda al respecto: Por lo que atañe a la Iglesia católica, lo que pretende principalmente con sus intervenciones en el ámbito público es la defensa y promoción de la dignidad de la persona; por eso, presta conscientemente una atención particular a principios que no son negociables. Entre estos, hoy pueden destacarse los siguientes: - protección de la vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; - reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas radicalmente diferentes de unión que, en realidad, la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable papel social; - protección del derecho de los padres a educar a sus hijos.


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El hecho de que estos principios «no sean negociables» es aún más significativo porque se considera que «no son verdades de fe, aunque reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad». Desde este punto de vista, se puede sostener que «la acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Al contrario, esta acción es tanto más necesaria cuanto más se niegan o tergiversan estos principios, porque eso constituye una ofensa contra la verdad de la persona humana, una grave herida causada a la justicia misma». Nueva Jersey, 1975 Karen Quinlan es una mujer joven y sana. De improviso y por causas nunca aclaradas, su cuerpo deja de respirar durante dos intervalos de tiempo de un cuarto de hora cada uno. A consecuencia de este accidente la muchacha sufre daños cerebrales de tal importancia que la reducen a «un estado vegetativo persistente crónico» en el cual «no dispone de ninguna función cognitiva». Por lo tanto, Karen cae en un estado de inconsciencia total y deja de responder a estímulo alguno. A su familia le explican que no hay ninguna esperanza de curación y que Karen jamás saldrá de la planta de cuidados intensivos del hospital. Ante esta noticia, los padres de la joven piden al tribunal el permiso para desconectar el respirador que la mantiene con vida. El Tribunal Supremo de Nueva Jersey permite que se elimine el respirador, al tratarse de un instrumento que aporta cuidados «extraordinarios» (esto es, se utiliza sólo en circunstancias excepcionales) pero obliga a que se mantenga el gotero que alimenta el cuerpo de Karen, puesto que es un medio de tratamiento «ordinario» (así es la alimentación artificial). Karen permanece «con vida» durante diez años más y muere en 1985 a causa de una pulmonía aguda que los doctores deciden no tratar. California, 1987 Matthew Donnelly es un médico investigador. Aún es joven cuando los doctores le diagnostican un cáncer de piel. En el transcurso de


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unos pocos años, la vida, para Matthew, se vuelve insostenible: la enfermedad le deja casi ciego, le causa la pérdida de una mano, de la nariz, de parte de la mandíbula. Sus colegas médicos le dicen con franqueza que la suya es una enfermedad sin posibilidad de curación y que morirá en un año. Matthew no quiere esperar su muerte pasivamente y, sabiendo que la vía de la eutanasia es impracticable, al ser ilegal, pide ayuda a su hermano Harold, que lo mata disparándole con una pistola. Harold es juzgado por homicidio doloso y considerado culpable. Se reconoce la validez de sus motivaciones y, gracias a los atenuantes, no sufre la pena de privación de libertad. Lecco, 1992 Eluana Englaro, de 20 años, tiene un accidente de coche. Desde el comienzo le diagnostican un estado vegetativo permanente y la posibilidad de sobrevivir conectada a una sonda para la alimentación y la hidratación. Sus padres inician una batalla legal para obtener la autorización para desconectar a su propia hija de la sonda. En Inglaterra, en Holanda o en Bélgica, al igual que en los Estados Unidos (todos recordamos el caso de Terry Schiavo) ya se ha concedido este tipo de autorización. Pero en Italia los padres de Eluana no consiguen obtenerlo. A finales de 2005, el Tribunal Supremo confirma la imposibilidad de conceder la autorización para desconectar la sonda con la que se alimenta e hidrata a la joven por la razón de que el uso de esta no puede considerarse un tratamiento y por lo tanto es un cuidado «ordinario» y no «extraordinario». Hoy en día Eluana tiene 34 años y sus padres siguen afirmando que ella nunca hubiera considerado digna de vivirse la vida en la que ha caído. 1 1

El 13 de noviembre de 2008, el Tribunal Supremo italiano autorizó a desconectar la sonda que mantenía con vida a Eluana Englaro, pero el Ministerio de Sanidad, dirigido por Maurizio Sacconi, prohibió posteriormente a todos los hospitales italianos, tanto públicos como concertados, interrumpir la alimentación a pacientes en estado vegetativo. Eluana Englaro fue trasladada a una segunda clínica en Udine, «La Quiete», de régimen sanitario no concertado, a fin de sortear la prohibición. Las fuertes presiones ejercidas por el ejecutivo de Silvio Berlusconi y por el Vaticano llevaron a intentar la aprobación de un decreto de urgencia en el Parlamento para evitar la desconexión, pese a la oposición del Presidente de la República, Giorgio Napolitano. La clínica retiró toda forma de asistencia a Eluana Englaro el 7 de febrero de 2009, y ésta falleció dos días más tarde, mientras se discutía el decreto de urgencia en el Parlamento. (N. del E.)


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Oregon, 1987 Con el objetivo de reordenar el gasto en sanidad, el estado norteamericano de Oregon decide cortar los fondos públicos destinados a los transplantes para incrementar las inversiones en el sector de los diagnósticos prenatales. A los padres de Coby Howard, un niño que había enfermado de leucemia unas pocas semanas después de que se adoptase la decisión, no les queda otra solución que la de organizar una colecta para obtener los 100.000 dólares necesarios para el transplante de médula. La generosidad de amigos, familiares y profesores, pero también de conciudadanos desconocidos, permite alcanzar tres cuartas partes de la cifra cuando el niño muere. Nassiriya, 2003 Stefano Rolla muere en el atentado de Nassiriya junto a otras 18 personas el 12 de noviembre de 2003. Las celebraciones oficiales, la indemnización económica y la asistencia psicológica posteriores a su muerte excluyen a Adele Parrillo, su compañera, con la que convivía more uxorio desde hacía años. A pesar de sus protestas, incluso en ocasión del aniversario de la matanza de Nassiriya, no se permite a Parrillo que participe en la ceremonia de entrega de las Cruces de Honor a los familiares de las víctimas al resultar oficialmente «no acreditada».

Enfrentados a casos reales como los que acabamos de recordar, ¿en qué sentido podemos compartir las palabras del Papa cuando afirma que «cuando las Iglesias o las comunidades eclesiales intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando ciertos principios, eso no constituye una forma de intolerancia o una interferencia, puesto que esas intervenciones sólo están destinadas a iluminar las conciencias, permitiéndoles actuar libre y responsablemente de acuerdo con las verdaderas exigencias de justicia, aunque esto pueda estar en conflicto con situaciones de poder e intereses personales».


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Si, como de verdad ocurre, los casos mencionados anteriormente son sólo algunos de los muchos que se producen, no comprendemos por qué el Papa invita a los parlamentarios a derrotar esa cultura que relega a la esfera privada y subjetiva la manifestación de las convicciones religiosas, considerándola muy difundida en Europa. Al contrario, nos parece que goza de una óptima salud (al menos en Italia) la cultura opuesta, la que ya no reconoce la diferencia entre pecado y delito. ¿Qué está sucediendo? En el debate público, tanto en Italia como en otros países del mundo occidental (los Estados Unidos de Bush, por ejemplo) ha vuelto a difundirse una idea: que la ética es posible sólo para aquellos que creen en Dios y, en general, para aquellos que abren sus vidas a la religión y a lo trascendente. Sólo la aceptación de este horizonte evitaría el declive de la civilización occidental, en la medida en que es el único que le puede conferir a los valores morales la autoridad y la fuerza que necesitan, so pena de una deriva nihilista y relativista. Los creyentes se dirigen a los escépticos tachándoles de incapaces para fundar un valor moral y esgrimen como propia y exclusiva la promesa de una vida eterna y la confianza en un horizonte mesiánico y de salvación al que no tendrán acceso los escépticos religiosos, los agnósticos o los ateos. La consecuencia inmediata y concreta de esto es la circulación de decálogos morales en los que, en nombre de Dios y la naturaleza, se exige a las personas que rechacen sin dudar el aborto, afirmen la unidad y la prioridad de la familia heterosexual, nieguen las uniones homosexuales, impidan y/o renuncien a los resultados terapéuticos de la investigación científica sobre las células madre embrionarias, obstaculicen e impidan las prácticas que permiten a las parejas tener hijos mediante la fecundación heteróloga in vitro con donación de gametos o mediante la maternidad de alquiler, rechacen el derecho de los moribundos a escoger su propia muerte, etcétera. Pero si la certeza y lo absoluto de esos valores se derivan directamente de Dios y la naturaleza, entonces es obvio para quienes sostienen esta idea exigir con fuerza y sin tregua que no sólo la vida privada de las personas se inspire en esos valores de modo voluntario, sino que sean las leyes del Estado las que se lo impongan a todos los ciudadanos, incluso mediante sanciones jurídicas. Y no basta: para


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ellos, ni siquiera la ciencia puede cumplir sus objetivos explicativos sin incluir en su interior una referencia a Dios, como creador y/o organizador de la naturaleza. Así se explica la agresiva crítica y la denuncia de aquellas concepciones científicas, como por ejemplo el darwinismo, que dan a los escépticos y los ateos una perspectiva general para explicar el universo que no recurre a Dios. El hecho de que vuelva a proponerse en el debate público la idea que une de modo indisoluble ética y Dios (o naturaleza), con la consiguiente negación a aquellos que no son religiosos de la posibilidad misma de una vida moral, es una clara señal de la crisis del proceso de desarrollo, apertura y ampliación que la cultura occidental ha vivido desde la Ilustración hasta nuestros días. Es el signo de una fase de repliegue y de miedo de la sociedad occidental, que es incapaz de encontrar en sí misma los recursos para afrontar los cambios y las tensiones que provienen del exterior, causados por el aumento de las relaciones con sociedades bastante diferentes, y del interior, tras los impulsos innovadores a los que se somete a los valores tradicionales, en particular tras los progresos alcanzados por la ciencia y la medicina y que han afectado al nacimiento, la curación y la muerte. Las discrepancias que han estallado sobre las cuestiones de la bioética (de la fecundación in vitro a la ingeniería genética, de la clonación a la eutanasia) han injertado en la opinión pública muchos miedos y angustias y, con este clima, no parece que hayan vencido quienes han propuesto afrontar con valentía los cambios mediante una revisión de los valores que nos han transmitido las generaciones anteriores. Parece que la victoria es para quienes han vuelto a proponer las consignas que buscan salvaguardar la tradición. El vínculo indisoluble entre Dios y la moralidad humana, que tantas dudas e interrogantes ha planteado a lo largo de los siglos en la reflexión humana, parece de nuevo sólido. Lejos de marcar una fase positiva, el retorno de esta concepción es una señal de la decadencia de nuestra cultura, que se encastilla en posiciones confutadas, no validadas ni por la experiencia ni por la razón y menos aún por la vida emocional que todos nosotros compartimos en la medida en que pertenecemos a una misma especie. Querríamos mostrar lo inaceptable de la idea de una conexión inquebrantable entre las creencias religiosas y las convicciones mora-


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les, recuperando justamente los argumentos críticos elaborados con gran claridad y rigor (y según quien escribe estas palabras, de modo definitivo, en el plano racional) por muchos pensadores de los siglos pasados. Me refiero, por ejemplo, a las obras de David Hume (17111776), de Immanuel Kant (1724-1804) o de John Stuart Mill (18061873). Obras generosísimas en análisis que muestran lo inaceptable que es la pretensión de quien sostiene que no hay lugar para la ética sin la fe en un Dios garante de los valores morales. Pero la reflexión filosófica ha avanzado más allá de la demostración de una neta separación entre la posibilidad de desarrollar convicciones morales válidas y la creencia en Dios. De un modo cada vez más claro a lo largo del siglo XX, se ha ido desarrollando una línea de pensamiento según la cual no sólo no es cierto que no se pueda dar una ética sin Dios, sino que, de hecho, sólo apartando a Dios se puede tener realmente una vida moral. Sólo quien es agnóstico o ateo puede efectivamente situar en el centro de su existencia las exigencias de la ética, y sólo quien no tiene Dios puede atribuirle a la moral todo el alcance y la fuerza que debe tener tanto en las elecciones que se refieren a su propia existencia como en las que atañen a la existencia de los demás. No hacemos distinciones entre agnósticos y ateos porque es escasamente relevante para la cuestión que se afronta en el presente ensayo. Tanto los primeros como los segundos no hacen referencia alguna a Dios con respecto a la ética: los agnósticos, por considerar que no hay bases para creer afirmativamente en su existencia; los ateos, por afirmar con decisión que Dios no existe. En este ensayo se defenderá de modo privilegiado la tesis según la cual el ateismo es el marco intelectual más favorable para afirmar una moralidad, una tesis muy impopular en estos tiempos, pero mantenida con fuerza por diferentes filósofos en el pasado. La reflexión que desarrollaremos en las páginas siguientes, de hecho, tiene por objetivo reconstruir un conjunto de argumentos que refutan la afirmación según la cual «si Dios ha muerto todo es posible», contenida en una página de Los hermanos Karamazov de Fjodor Dostoyevski. Oponiéndonos a una afirmación tal, que es funcional sólo con respecto a un horizonte religioso y teísta, podemos encontrar en nuestros sentimientos, nuestras experiencias y reflexiones una indicación clara de que sólo cuando los seres humanos


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han apartado (y, por así decirlo, enterrado) a Dios consiguen vivir plenamente y en la dirección justa las exigencias que para sus vidas se derivan de la obligación de ser morales y de hacer aquello que es justo, bueno y necesario. Al afrontar de modo crítico la pretensión de que Dios es necesario para una vida ética, procederemos en primer lugar tomando al pie de la letra estas tesis y argumentando en un plano racional que no hay bases para estar seguros de que Dios exista; mostraremos que concebir la ética como algo que emana de Dios significa negar su naturaleza autónoma, significa negarle el espacio a una motivación efectiva para actuar moralmente; mostraremos que creer en la existencia de Dios hace imposible una explicación coherente de la naturaleza del mal presente en la vida humana y puede constituir una justificación de la guerra y la violencia como caminos necesarios para la solución de conflictos y desacuerdos morales profundos. Una vez que hayamos mostrado cómo es completamente aceptable la concepción filosófica según la cual podemos guiar moralmente nuestra vida sólo después de habernos liberado de la convicción de que es necesario remontarse hasta Dios y apelar a sus leyes para resolver de un modo bueno y justo nuestros dilemas, tendremos claro que el horizonte de nuestras decisiones éticas tendrán que ser los sentimientos, las exigencias reales de los demás seres humanos. Una ética sin Dios no pretenderá nunca imponer por cualquier medio una supuesta verdad moral a quien no la considere tal; creer o no en Dios y en qué Dios hacerlo será un asunto correspondiente a la esfera privada. Una aclaración importante: este es un libro filosófico, esto es, interesado en influenciar nada más que las reflexiones críticas de las personas. Por lo tanto, no aspira a llevar a cabo la imposible ceremonia de enterrar a Dios, ni quiere adoptar un rol directo en el plano político y jurídico. Ni siquiera pretende presentar una serie de dogmas en los que se puedan reconocer los ateos para formar la iglesia de los que no tienen iglesia. Todo esto entraría en contradicción con el punto de vista teórico que se recoge en cada página del libro. A quien escribe estas palabras, las formas de totalitarismo ateo, como el teorizado filosóficamente (según algunos intérpre-


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tes) por Auguste Comte (1798-1857) y buscado a nivel histórico quizás en la época de Stalin o en la China contemporánea, le resultan intolerables, en la medida en que niegan la libertad individual. Por lo tanto, nosotros planteamos derechos adicionales, como por ejemplo el que reconoce a los ateos la posibilidad de expresar su punto de vista ético y hacerlo valer de modo concreto, abandonando la condición subalterna en la que se encuentran arrinconados en la actualidad por los firmes creyentes en Dios. Con estas páginas se pretende asimismo aportar una contribución para que la cultura italiana salga de los escollos del enfrentamiento entre laicos y católicos según se encuentra planteado en estos momentos. Esta confrontación se ha desarrollado recientemente en direcciones en gran medida paradójicas, que no encuentran igual en las de ningún otro país, probablemente a causa de la alta visibilidad de la doctrina oficial de la Iglesia católica en nuestro debate público, debida a la presencia del clero católico y del Vaticano en nuestro territorio. En Italia, se ha sometido a la noción de «laico», por exigencias políticas e ideológicas, a tales tensiones y manipulaciones que ha perdido cualquier posible significado preciso y compartido. De este modo, se ha llegado a sostener que sólo los católicos pueden ser verdaderamente laicos y que la diferencia entre ser creyentes y no serlo no tiene influencia alguna con respecto a la distinción entre quienes son laicos y quienes no lo son. Además, se ha optado por hacer que el lenguaje común facilite aún más las exigencias del enfrentamiento político, introduciendo una contraposición sustancial entre «laicos» y «laicistas». Se ha unido el primer concepto, a este punto completamente vaciado de un significado concreto, a una actitud de autonomía con respecto a las jerarquías del clero católico, pero aceptable y respetuosa; mientras que el concepto de «laicismo» vendría a connotar una actitud excesivamente anticlerical y poco respetuosa con la sensibilidad religiosa y, en cuanto tal, rechazable. Es evidente que, planteada en estos términos, la discusión sobre la laicidad en nuestro país ha enloquecido completamente y está marcada por el predominio de fórmulas y contraposiciones vacuas. En las páginas siguientes se desea sugerir un punto de vista diferente desde el que abrir una confrontación civil, profunda y, dada la claridad de las posiciones presentadas, imposible


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de falsificar. La cuestión sobre la que confrontarse es, en opinión del autor de estas páginas, exactamente la que se refiere a la posibilidad y la legitimidad de una ética sin Dios. Partiendo de la confianza en que la civilización de nuestro país permitirá acoger, sin escándalos ni tentaciones de censura, las ideas de quienes defienden de modo explícito que la moral y los valores son algo que no sólo puede unir a creyentes y no creyentes, sino que de hecho exige de todos nosotros un excedente de independencia y de autonomía, algo que aplicar viviendo como si Dios no existiese. E. L.


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ERRORES EN LOS QUE CAEN QUIENES DEFIENDEN QUE DIOS ES NECESARIO PARA LA ÉTICA Aquellos que de buena o mala fe buscan imponer la idea de que, para que los seres humanos tengan una ética, es necesario que crean en un Dios, presentan una concepción falaz e indisolublemente impregnada de errores e ilusiones. Durante milenios de reflexión humana, una gran cantidad de pensadores han planteado objeciones y argumentos dirigidos a desenmascarar estos errores e ilusiones, pero parece que no han servido para mucho. Simplemente, de buena o mala fe, se han dejado de lado. Pero vayamos por orden.

¿PODEMOS DAR POR DESCONTADO QUE EXISTA UN DIOS AUTOR DE LA NATURALEZA? Vincular la posibilidad de una ética a la existencia de Dios implica, en primer lugar, que se pueda probar su existencia. El argumento que se usa más a menudo para demostrar la existencia de Dios es el llamado argumento del proyecto. Según él, el orden y la armonía que observamos tanto en el universo en su totalidad como en cada una de sus partes se pueden explicar sólo como resultado del proyecto de un arquitecto divino; de un Dios creador, en fin. Dado que del argumento del proyecto se deduce que Dios, al haber creado el mundo, existe con certeza, muchos han considerado que este argumento representa una verdadera y efectiva demostración de su existencia. Hume y Kant, los filósofos más significativos del pensamiento moderno, han criticado de modo convergente este argumento.


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Según Hume, no hay legitimidad alguna para usar el argumento del proyecto. De hecho, este funda su legitimidad en analogías que, una vez sometidas a estudio, se revelan bastante débiles. ¿Qué legitimidad, efectivamente, puede poseer la idea de que, al mostrar el universo una complejidad y una adaptación de las partes al todo que es del mismo tipo que la que encontramos en una casa, se debe llegar a la conclusión de que el universo, al igual que la casa, lo debe haber proyectado un divino arquitecto? Además, si sobre el arquitecto y la casa razonamos en términos de causa y efecto, ambos objeto de nuestra experiencia, en el caso del argumento del proyecto no disponemos de experiencia alguna ni del universo en su totalidad ni de su supuesto arquitecto. ¿Cómo puede pretender tal argumento, por lo tanto, explicar un evento como el comienzo del universo? De modo parecido, Kant mostraba cómo la afirmación de la existencia de Dios está situada en un lugar en el que la razón humana, al no disponer ya de ningún dato decisivo, se enrosca en contrastes dialécticos irresolubles. Kant rebate de modo definitivo también todos los argumentos llamados a priori, poniendo en evidencia que ningún razonamiento puede conseguir que algo exista, dado que nosotros le atribuimos la existencia a algo sólo después de haberlo experimentado: como afirmaba en su Crítica de la razón pura (1781), ningún razonamiento podrá hacernos pasar de nuestra idea de cien táleros ideales a la experiencia efectiva de los mismos cien táleros en nuestros bolsillos. Una consideración general: una ética que encuentra su fundamento en un Dios entendido como causa primera o Autor de la Naturaleza no puede ser universal, porque excluiría a los ateos, mientras que es evidente que si la ética debe ser una respuesta a la común condición humana de todos nosotros no debe excluir a nadie.

¿QUÉ OCURRE SI HACEMOS QUE LA ÉTICA DEPENDA DE LA REVELACIÓN DE UN DIOS? Otro camino que se sigue para intentar demostrar la existencia de Dios es el que recurre no a un argumento, sino a una revelación, al testimonio de profetas.


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David Hume, en la sección Sobre los milagros de la Investigación sobre el intelecto humano (1748) desarrolló argumentos en contra de esta posibilidad, aportando razones contra la idea de atribuir a un ser humano cualquiera una autoridad tal que nos haga creer algo que contradice nuestra experiencia común. ¿Cómo podemos aceptar el testimonio de quien dice que ha obtenido lo que quiere que creamos de señales enviadas por algo cuya realidad y atributos son indeterminados, vagos e indistintos? Esto vale tanto para la supuesta verdad de los milagros como para la supuesta verdad de la revelación. Si no le reconocemos a un ser humano la autoridad y el poder de dar testimonio de algo que va contra nuestra experiencia común, no sólo no podremos creer en los milagros, en los que en general se cree sólo porque alguien nos dice que los ha experimentado, sino que no podremos tampoco creer en quien defiende que ha recibido directamente de Dios la revelación de su palabra. ¿Cómo ha sido posible esa revelación? ¿Y por qué el contenido de una revelación debería sólo por eso considerarse cierto? Pero admitamos incluso, por amor al debate, que la existencia de Dios se puede demostrar apelando a la revelación. En realidad, conectar la ética con el Dios de la revelación complica el problema, y mucho. De hecho, ¿cómo explicar que en la cultura humana existan diferentes religiones, a menudo contrapuestas, que conciben al Dios revelado de un modo diferente? Las tres grandes religiones monoteístas (judía, cristiana e islámica) se refieren a revelaciones diferentes mediadas por diferentes fundadores (Moisés, Cristo y Mahoma) y promulgadas mediante tres textos sagrados (la Torah o el Talmud, los Evangelios, el Corán). Naturalmente, se puede objetar que es posible intentar depurar esas tradiciones religiosas de los componentes unidos a sus diversas peculiaridades históricas, mostrando que todas ellas convergen en la prueba de la existencia de un único Dios. Pero más allá del hecho de que, de todos modos, el testimonio de otros hombres seguiría siendo la única prueba de su existencia, lo importante es que históricamente estas revelaciones se pueden asimilar tan poco que han alumbrado religiones que no sólo se han enfrentado a menudo, sino que justamente en el plano de los contenidos éticos han producido un conjunto de preceptos diver-


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gentes (por citar sólo un ejemplo, pensemos en la familia monogámica de las religiones judía y cristiana y la poligámica del Islam). Quien defiende que Dios es una condición necesaria para la ética debería decirnos a qué Dios dirigirnos y por qué deberíamos preferir a su Dios respecto a los de las otras religiones. A nosotros nos parece que no hay razón alguna más allá, como explicaba John Stuart Mill en Sobre la libertad (1859), de la mera casualidad histórica y biográfica que nos ha hecho nacer en un determinado tiempo y lugar y que explica la proclamada superioridad de la religión en la que se nos ha educado respecto a la de otros pueblos (si hubiésemos nacido en El Cairo, muy probablemente habríamos sido musulmanes y no cristianos). Una vez más, nos vemos obligados a subrayar la violación del carácter universal de la ética: vincular la ética a la existencia de un Dios revelado conlleva que sea sólo posible para una parte limitada de la humanidad: la que cree exactamente en nuestro mismo Dios. La parte restante será objeto de una finalidad ruinosamente antiética: la de ser reprobados, marginados, perseguidos o, en el mejor de los casos, constantemente invitados a abandonar su visión del mundo. La ética que considera necesaria una referencia a Dios no puede por lo tanto sino moverse en un horizonte relativista que hace que la validez de una moral dependa de la revelación y la concepción concretas de la divinidad de la que deriva. Es por eso que en el camino de la reafirmación y la recuperación de la propia identidad religiosa y moral, camino tan querido por muchos de los llamados teoconservadores italianos y estadounidenses, no parece que se abra ninguna otra posibilidad que la del choque y la contraposición con las demás identidades. La reflexión de las últimas décadas sobre las cuestiones de bioética ha hecho emerger con gran claridad una dificultad adicional en el camino de quien se basa en la revelación para encontrar un fundamento de la ética. Las morales reveladas han demostrado su impotencia para hacer frente a muchas de las nuevas cuestiones planteadas por la bioética, que a menudo no han encontrado ninguna solución o han recibido respuestas y soluciones diferentes entre los creyentes de una misma religión; basta pensar que entre los cristianos la eutanasia activa voluntaria es considerada moralmente comprensible por algunas corrientes del protestantismo (los valdeses, por


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ejemplo) y absolutamente condenable por los católicos. Siempre se ha hecho necesaria una mediación: el Papa, por seguir con los católicos, ha tenido que intervenir continuamente para imponer su interpretación de la revelación de Cristo a propósito de cuestiones como las que atañen a la fecundación in vitro con gametos de donantes, la ingeniería genética y la experimentación en células madre de embriones supernumerarios.

¿QUÉ CONCEPCIÓN DE LA NATURALEZA DE LA ÉTICA ESTAMOS OBLIGADOS A ACEPTAR SI CREEMOS QUE DERIVA DE DIOS? Pero las cosas están aún peor para quienes sostienen que la moral depende de la existencia de Dios si les concedemos, obviamente sólo por continuar el debate, que somos capaces no sólo de probar que Dios existe, sino que todos están de acuerdo en creer, en definitiva, en un único Creador y Autor de la Naturaleza, más allá de diferencias superficiales vinculadas a las diferentes fuentes de revelación. A primera vista, se podría pensar que asumir tal postura significa compartir las formas de deísmo naturalista y racionalista que se construyeron en Europa en los siglos XVII y XVIII. Pero no es así porque éstas, en general, conciliaban el reconocimiento de la independencia de la moral con la creencia en un Dios. Las concepciones deístas, de hecho, eran formas de racionalismo que basaban la moral en la razón común a todo ser humano, haciendo que se derivase de la supuesta unidad de la razón humana tanto la aceptación de la creencia en un Autor de la Naturaleza como una serie de normas morales fundamentales que indicaban aquello que no sólo todos los seres humanos, sino también la propia voluntad divina, tenían que reconocer como bueno y justo. En este caso, por lo tanto, el fundamento de la moral se encontraba en la razón y era totalmente independiente de la creencia en Dios. Al contrario, la tesis de la que nos estamos ocupando y que presuponen quienes consideran necesario el vínculo de Dios con la moral, concibe a Dios como una persona en todo parecida a nosotros, los seres humanos, con atributos como la razón y la voluntad, que nunca se


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presentarían en la concepción del deísmo racionalista que acabamos de recordar. Pero admitamos lo imposible, esto es, que exista un único Dios dotado de una razón y voluntad únicas, del que se puedan derivar una serie de normas morales, y volvamos a preguntarnos: ¿por qué quienes abrazan esta doctrina consideran que es necesario retrotraerse a Dios para llevar una vida ética? Si intentamos responder a esta pregunta, nos damos cuenta enseguida de que estas personas se equivocan precisamente en su modo de entender la vida ética. De hecho, por lo normal avanzan por dos caminos diferentes, ninguno de los cuales puede permitir que florezca efectivamente una vida ética. Por una parte, consideran que se debe hacer referencia a Dios porque sólo él puede ofrecer un fundamento verdadero para la moral, entendida como un conjunto de leyes y mandamientos promulgados por Dios para todos los hombres; por otra, consideran que se debe hacer referencia a Dios porque sólo siguiendo el plan mediante el que Dios ha proyectado nuestro mundo conseguiremos descubrir las leyes fundamentales que deben inspirar nuestra vida ética, esto es, ese conjunto de leyes naturales que, precisamente por nuestra condición de seres humanos moralmente buenos y justos, no podemos no seguir. Pero ambos caminos, en nuestra opinión, impiden la posibilidad misma de una vida auténticamente moral y así lo argumentaremos más adelante. Mientras tanto, queremos señalar lo que está a la vista de todos, esto es, que desde hace siglos no hay un acuerdo sobre cuáles son los mandamientos divinos, cuál su interpretación correcta y quién es su intérprete legítimo (basta pensar en las diferencias dentro del cristianismo entre los católicos, que tienen en la figura del Papa al único intérprete verdadero de los mandamientos de Dios y los protestantes, que consideran a los creyentes los legítimos intérpretes de los Evangelios). No se alcanza un acuerdo ni siquiera en cuestiones como las que plantea la bioética: ya sólo las posturas entre los cristianos, de hecho, son profundamente diferentes: se ha permitido la eutanasia en Holanda y el suicidio asistido en Suiza y Francia, mientras que ambas cosas están absolutamente prohibidas en Italia; con respecto al nacimiento y al matrimonio no puede haber legislaciones y éticas más diferentes que las acepta-


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das en la anglicana Inglaterra y la católica Italia; en relación con los anticonceptivos, sólo la Iglesia católica y su moral prohíben su uso incluso allí donde el contagio del sida es una realidad extendida. En el mundo musulmán y en la cultura hebrea se encuentran grados de diferencia análogos. Y el cuadro no se vuelve más homogéneo si nos dirigimos a los grandes tratados del iusnaturalismo filosófico de otras épocas, considerados como un esfuerzo reflexivo y metodológico con respecto a la interpretación de las indicaciones morales de Dios incorporadas en las leyes naturales. Compárense, por ejemplo, las obras de Tomás de Aquino (1225-1274), Francisco Suárez (1548-1617), Hugo Grozio (1583-1645), Jacques Maritain (1882-1973), etcétera. ¿Cómo fingir que son secundarias las diferencias entre las posturas de los pensadores que, intentando conciliar una moral natural con el proyecto divino, han considerado a las ciencias naturales como una parte importante del esfuerzo dirigido a reconstruir la realidad de la ley natural (los llamados teístas experimentales, de los newtonianos del siglo XVIII a los teólogos que hoy en día hacen convivir revelación y evolucionismo darwiniano) y aquellos que, en cambio, se han empeñado en mostrar que las leyes morales naturales exigen el recurso a facultades absolutamente especiales, como la conciencia o el espíritu (desde los agustinianos a los neoplatónicos, tan influyentes en los papas que han rechazado de modo cerrado las ciencias)? ¿Cómo considerar continua y unitaria una tradición que para identificar la ley moral natural recurre en épocas diferentes a conceptos fundamentales absolutamente distintos? Hasta el siglo XVIII, por ejemplo, en el centro de la moralidad se colocaron leyes fundamentales formuladas como deberes hacia Dios, hacia sí mismos y hacia los demás. En cambio, después, hasta el siglo XX, se ha insistido cada vez más en la salvaguardia de los derechos humanos individuales, cuya defensa se consideraba una auténtica negación de la moralidad por parte de los iusnaturalistas medievales y de los primeros siglos de la Edad moderna. En medio de esta compleja y centenaria discusión sobre cuál es la voluntad que Dios nos manifiesta a través de las leyes naturales está el creyente, que puede encontrarse en una selva aún más oscura de aquella en la que se agitaría un laico o un ateo. Las consecuen-


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cias que se derivan de esas teorías a veces pueden oscurecer (e incluso obstaculizar) las elecciones que la vida le plantea, esas en las que están en juego sus condiciones y las de los demás.

¿QUÉ CONLLEVA REDUCIR LA ÉTICA A UN MANDAMIENTO DIVINO? Pero admitamos que las cuestiones, digamos, epistemológicas, se resuelven y que efectivamente hay un acuerdo sobre cuales son las leyes morales naturales queridas por Dios. Aún hay otras razones morales sustantivas por las cuales no podemos estar de acuerdo con quien conecta de este modo la ética con Dios. Quien piensa así concibe la ética de un modo distorsionado, asimilándola en realidad a la obediencia a las órdenes y subordinándola al conocimiento de realidades ya presentes ante nosotros. Derivar la ética de Dios significa concebirla como un conjunto de órdenes emanadas, justamente, de una autoridad y esto, en un cierto sentido, equivale a quitarle valor ético a las normas morales. Para que esto no suceda es necesario distinguir las normas morales de aquellas que obtienen su valor de una autoridad: por ejemplo, el hecho de que toda forma de violencia sobre los seres humanos sea negativa no depende de que alguien nos ordene que no la ejerzamos sobre otro ser humano, sino de la naturaleza ética y universal de dicha norma. Esta norma es ética justamente porque su valor es independiente de la autoridad de un país o lugar geográfico y porque se puede distinguir de las normas consuetudinarias de una comunidad reducida. La tesis según la cual sólo Dios puede ser su fundamento adecuado reduce el comportamiento ético de un individuo a la pura obediencia a una orden, mientras que su verdadero fundamento se encuentra en el carácter autónomo de la elección de un individuo a favor de evitar las conductas que producen daños o sufrimientos a sus semejantes. Desplazar la atención a la voluntad de Dios impide centrarla en aquello que los demás sufren, induce una atrofia moral peligrosa y obstaculiza el desarrollo de una verdadera sensibilidad ética, empujando a considerar prioritario lo que nos han dicho que es tal, aunque se haya vuelto corrupto y cruel. Quien llega a la ética a través del mandato divino acaba por redu-


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cir la moralidad a algo parecido a la reglas de etiqueta que sirven de modo convencional entre los miembros de una sociedad o entre quienes reconocen la misma autoridad. Para ellos es ajena la naturaleza universalista de las obligaciones morales que son válidas con independencia de lo que alguien nos diga que tenemos que hacer. Asimismo, reducir la ética a una cuestión de respeto a una orden divina genera una actitud de pasividad en la orientación de la propia conducta futura. Como sugería Uberto Scarpelli (1924-1993), el creyente busca continuamente un enganche externo y un punto de apoyo al que aferrarse para encontrar no sólo la fuerza para decidir, sino la solución misma a su comportamiento. La concepción que considera que la ética se funda sobre un conjunto de mandatos divinos y que la moralidad es una serie de leyes provenientes de un ser trascendente genera las derivas nihilistas que encontramos en el pensamiento occidental entre el siglo diecinueve y el veinte y que se pueden resumir en la fórmula antes recordada: «Si Dios ha muerto, todo es posible». Esta fórmula es un síntoma: quien la expresa, de hecho, no ha conseguido liberarse de la concepción errónea que hace que la ética dependa de los mandatos divinos y, al faltarle este sostén, no encuentra en su persona, acostumbrada a una obediencia pasiva de normas impuestas, recurso alguno para distinguir entre lo justo y lo injusto. Una concepción que, además, educa a los seres humanos a atribuir a las leyes morales provenientes de una autoridad externa un carácter absoluto. Las consecuencias de esto son el nihilismo, el cinismo y la formación de un carácter humano totalmente heterodirigido, para quien cualquier aberración puede ser posible si falta la dirección de la autoridad a cuyo control se confía. Oponerse a una ética reducida a la asunción pasiva de los mandatos absolutos de un ser trascendente no significa que el hombre se haya transformado a sí mismo en Dios, sino que el elemento de autoridad y la fuerza motivadora que acompaña a las nociones de obligación y deber moral se derivan del empeño racional y/o emotivo con el que los seres humanos identifican las normas éticas decisivas para regular su propia vida.


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¿QUÉ IMPLICA BASAR LA ÉTICA SOBRE LEYES NATURALES QUERIDAS POR UN DIOS? Pero los defensores de la necesidad de un vínculo entre ética y Dios guardan aún otra bala en la recámara. Pueden aceptar que no se reduzca la ética a mandatos divinos y, como ya hemos recordado, considerar que la voluntad moral de Dios se encuentra expresada en las leyes de la naturaleza. En este caso, sin necesidad de hacer referencia a la revelación directa de Dios en los libros sagrados, se pueden encontrar en la naturaleza por él creada las reglas fundamentales que los seres humanos deben seguir en su conducta. Este es el proceder habitual de la Iglesia católica en su intento de expresar y legitimar la ley natural que debería gobernar a todos los seres humanos por lo que respecta a la vida sexual, la familia, el modo de tener hijos, la manera de afrontar la muerte (nuestra o de nuestros seres queridos) y el modo de curarnos. A veces a este punto de vista le añade una pretensión persuasiva adicional, cuando sugiere que la ley de la naturaleza es la que descubre la razón humana. Por esta vía, los defensores de una ética derivada de Dios pretenden llegar a colonizar también la ética laica, haciéndola coincidir con la ética que se legitima a sí misma sólo mediante los recursos de la razón. Pero, como está claro desde hace siglos y afirmó definitivamente Thomas Hobbes (1588-1679) en los Elementos de derecho natural y político (1640) aquí nos encontramos frente a un ejemplo de esa situación de «estado natural» en la que cada uno llama «razón» sólo a aquello que antes aprueba como tal. Esto es: no se avanza afirmando que las leyes morales naturales son aquellas que descubre una razón determinada e independiente de cualquier asunto religioso, sino que, partiendo de un concepto de razón que todos los seres humanos deberían compartir en la medida en que son criaturas de Dios, se procede a identificar leyes morales que, de tal modo, no pueden sino ser una huella de la creación divina. Haciendo así, la pretensión esencialista de una ética dependiente de la aceptación de Dios se traslada a la cuestión del modo en que se entiende el concepto mismo de razón. ¿Pero no implica esto que


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sólo los creyentes pueden detentar esta facultad? ¿De qué manera, de hecho, podrían participar de ella los ateos o los creyentes en otras religiones? Sólo con una condición se podrá atribuir la razón también a los ateos o a los creyentes en otro Dios: que se uniformen según las prohibiciones y las obligaciones prescritas por la Iglesia católica. ¡Extraño modo de actuar es el que presenta una definición persuasiva de «razón» haciendo que coincida su contenido con lo que se quiere demostrar! Hay que decir, además, que el apelo a una razón universal que permitiría descubrir leyes naturales universales no se puede comprobar de modo fiable en el plano epistemológico. Tenemos un gran número de concepciones diferentes con respecto a la naturaleza de la razón humana y el modo en que funciona y cada una de ellas funda clases bien distintas de verdad pretendiendo que sean universales. Si vamos más allá de esto, no hay manera de justificar la pretensión de que sea una facultad que nos permita percibir inmediatamente y de modo intuitivo verdades innatas, cuyo origen se encuentra en una revelación natural de la deidad. Que esto es inaceptable lo ha demostrado ya una larga tradición empírica, que desde el Ensayo sobre el intelecto humano (1690) de John Locke (1632-1704) llega hasta nuestros días. El apelo a una razón universal no sólo no explica, negándolo, el hecho histórico de la pluralidad de concepciones morales divergentes (y la realidad de los desacuerdos sobre cuestiones éticas) sino que tampoco es capaz de ofrecer una sugerencia con respecto a los criterios que se pueden utilizar para atenuar y reducir las diferencias en los resultados de las diversas convicciones éticas, esto es, para indicar procedimientos que por sí mismos permitirían la convivencia pacífica entre las personas. Es evidente que, en una disputa entre lo que está bien o es justo hacer, no puede servir de ayuda alguna que uno de los dos contendientes reivindique para sí mismo el ser racional, expresar posturas efectivamente universales y haber encontrado una solución universal que se puede alcanzar recurriendo a una capacidad de percepción intelectual que permite que converjan puntos de vista diferentes. Mucho más puede conseguir, en ese sentido, la experiencia sensible. Hacer apelo a la naturaleza y a las leyes inmutables que en ella se encuentran con el fin de orientar nuestra vida


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moral equivale a hacerlo a un criterio absolutamente insatisfactorio y en todo caso equivocado. Como explicó claramente John Stuart Mill en sus Tres ensayos sobre la religión (1874), la naturaleza lo incluye todo (desde los asesinos en serie a los santos, de los egoístas a los generosos) y con nuestra conducta hemos intentado siempre modificar la condición natural de los seres humanos. Por lo tanto, pretender que nos comportemos dejando que la naturaleza siga su curso y sus leyes es sólo un eslogan vacío. Quienes presentan su moral como una afirmación de lo que es natural para el hombre en realidad definen naturaleza o natural mediante decisiones preventivas y funcionales con respecto a lo que quieren impedir, condenar o aceptar. Obviamente, ocultan la existencia de estos procesos y las razones reales que los han justificado, pretendiendo que han sancionado de este modo algunos comportamientos como «absoluta» u «objetivamente» buenos o malos. Está claro que, la mayor parte de las veces, quien basa la moralidad en las leyes naturales las utiliza como un criterio para distinguir entre lo que forma parte de las leyes naturales morales y lo que no. Por otra parte, la función principalmente retórica y persuasiva del recurso a lo que es natural se revela con el hecho de que a menudo el uso de este criterio se acompaña con el de otro, extremadamente discriminatorio, que es el de normalidad. Se asimila lo que es natural a lo que es normal (a veces se dice sano o se usan fórmulas análogas). ¿Pero cómo se explica, entonces, que algunas religiones consideren naturales y normales algunos comportamientos, elecciones o conductas, mientras otras los consideran inmorales? Por lo tanto, apelar al criterio según el cual Dios nos indica que sigamos la naturaleza para nuestra conducta llevaría, como sugería Hume en su Ensayo sobre el suicidio (1777), a la extraña conclusión de que no debemos curar nuestras enfermedades, dado que son naturales, al igual que no podemos evitar que nos aplaste una roca que de un modo bastante natural está a punto de caernos encima ni tampoco intentar salvarnos escapando de una catástrofe natural. Debemos sólo aceptar la voluntad de Dios. Una impostación tal tiene consecuencias inaceptables con respecto al nacimiento de los seres humanos. Sin embargo, la moral católica nos repite que todo el proceso del nacimiento lo debe regir la naturaleza. ¿Pero por qué seguir la naturaleza


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y no ofrecerle a la mujer el beneficio de los medios disponibles para la fecundación, la asistencia durante el embarazo y el parto? En realidad, el punto esencial es otro: si las personas siguen pensando que el nacimiento de sus hijos es un proceso biológico del que no se puede disponer, en la medida en que se confía a la naturaleza (y, a través de ella, a Dios y su voluntad) las elecciones y decisiones sobre la procreación se excluirán completamente del alcance de su responsabilidad moral. De este modo, se sustrae a la responsabilidad individual una de las decisiones más relevantes desde el punto de vista moral y se la confía completamente al instinto natural. Así se ha alcanzado un aumento demográfico que ha superado los seis mil millones y medio de individuos: un imparable crecimiento de la población que ha provocado y provoca pobreza, alta mortalidad infantil y el empeoramiento de las condiciones ambientales. Y este es otro caso en el que la supervivencia humana, lejos de tener que seguir una presunta regla dictada por la naturaleza, debe alejarse de ella. Una última consideración: incluso si admitiésemos estar de acuerdo en identificar en el universo que nos rodea la ley moral natural que Dios ha inscrito en él, seguiría siendo un error considerar que dicho descubrimiento es una respuesta a nuestras cuestiones éticas. La ética, de hecho, se ocupa de lo que debe ser, de lo que pensamos que debe ser nuestro futuro y el de nuestros semejantes, de lo que sería justo y bueno que los seres humanos hiciesen para intentar conseguir mejores condiciones de vida, evitando el sufrimiento y la tendencia a dañarnos recíprocamente. Como advertía Hume en su Tratado sobre la naturaleza humana (17391740) es necesario tener bien clara la distinción entre ser y deber ser si no queremos caer en las más grandes confusiones. De hecho, cuando en ética nos preguntamos qué debemos o es justo o está bien hacer, la pregunta no puede reducirse en absoluto a una interrogación sobre el modo en que las cosas son de hecho y cuáles son los juicios morales que efectivamente suscriben los seres humanos. Si avanzamos con el objetivo de buscar las leyes que ya se dan en la naturaleza, acabamos de nuevo asumiendo una actitud de pasividad que impide buscar juntos los valores que habrán de guiar nuestras elecciones en situaciones a menudo completamente nuevas y diferentes con respecto a las que resolvieron las generaciones


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precedentes y alcanzando soluciones que tendremos que justificar de modo responsable no ante nuestros antepasados sino ante nuestros descendientes.

INCOHERENCIAS Y CONFUSIONES INSANABLES DE QUIEN CREE QUE NO PODEMOS TENER UNA ÉTICA SIN DIOS

Pero aceptar la tesis de que la ética es posible sólo en la medida en que Dios sea su fundamento no deja de generar dificultades, confusiones e incoherencias. Creer que el universo en que habitamos fue creado por Dios, que lo guía providencialmente, lleva a considerar que el problema relativo al origen del mal es impenetrable. Atención, no un mal abstracto y genérico, sino uno concreto y preciso, como por ejemplo la muerte por hambruna de millones de niños inocentes del mundo subdesarrollado, el gran número de muertos inocentes en las guerras de cualquier tipo y época, los millones de judíos muertos en el Holocausto, la enorme cantidad de muertos inocentes provocada por las catástrofes naturales, como los terremotos y los huracanes. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente y omnisciente, supremamente justo, que sabe discernir entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, permita que ocurran atrocidades tan grandes? Desde el punto de vista que considera que las exigencias de la ética son prioritarias, efectivamente, no es ni comprensible ni digno de aprobación un Dios que, teniendo el poder, permite todo esto. Tampoco es comprensible ni digno de aprobación un Dios que, según lo que defienden algunos, destina al suplicio de las llamas eternas a los supuestos condenados: ¡qué ser malvado aquel que da la vida a millones de seres para destinarlos después a las llamas eternas! Sólo la costumbre consolidada de aceptar visiones incoherentes y absurdas puede permitirle al creyente apaciguar su alma recurriendo a justificaciones llamadas «misterio» y «fe». En realidad, ese Dios que, aún siendo omnipotente, permite todo esto, es simplemente incomprensible. Y tampoco son comprensibles esos sofismas nihilistas (¡este sí, verdadero nihilismo!) con los cuales algunos teólogos hacen depender de la voluntad de Dios la distinción entre el bien y el mal,


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insinuando que sólo con que Dios lo quisiese el sufrimiento y el dolor podrían ser para todos nosotros lo justo y bueno. Quien, por lo tanto, está convencido de la necesidad de vincular a Dios con la ética acaba teniendo que aceptar estos absurdos, apañándoselas entre la idea del Dios malvado e injusto y la del Dios impotente por ser tan sólo un espectador y no el creador del mundo. Justo en este sentido se ha pronunciado una parte de la teología del siglo XX, elaborando concepciones de un Dios limitado en su capacidad para controlar y proyectar cada evento del universo. De este modo se ha vuelto a un «Dios humilde» y consciente de sus límites. La verdadera pregunta es: ¿necesitamos de verdad a Dios en el mundo? David Hume, en sus Diálogos sobre la religión natural (1779) lo negaba, haciendo referencia a las más variadas cosmogonías. Incoherencias y confusiones no menores, por otra parte, nos vemos obligados a aceptar si damos por descontado lo que según algunos constituiría un punto de fuerza del modo de acercarse a la ética del creyente. Este podría, a diferencia del ateo, hacer referencia al horizonte de salvación de una vida futura, ultraterrena, en la que Dios castigará a los malvados y premiará a los virtuosos. En realidad, vincular el respeto de la moral a una vida futura, lejos de garantizar a nuestra concepción una mayor fuerza explicativa y de motivación, derivada de la existencia de un Dios juez, pone de relieve de nuevo la incapacidad para encontrar el espacio para una conducta impulsada por motivaciones efectivamente éticas. Asimismo, se debe apreciar que esta absurda creencia en una vida futura exige un apego morboso a nuestro cuerpo, debido a la convicción de que renacerá y vivirá por toda la eternidad en un lugar sin tiempo ni espacio (Hobbes se planteaba, justamente, el problema de dónde se podía encontrar este tiempo y cómo podía contener a todos los humanos resucitados de todos los tiempos y países); además, comporta la iniquidad de la expectativa, bastante chovinista, de que en este paraíso (diferente del imaginado por los creyentes de otras religiones) entrarán sólo los miembros de la religión de uno, mientras todos los demás quedarán excluidos eternamente por la única razón de concebir a Dios de un modo diferente o no creer en él, y no ya porque hayan sido malvados. Pero dejemos aparte por ahora estos detalles que atormentan a los teólogos desde hace milenios. El hecho


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grave es que esta creencia contiene algunas implicaciones paradójicas que son consecuencia del recurso que hace el creyente a esta supuesta posición de ventaja suya con respecto a una vida futura y que condicionan la posibilidad misma de una vida moral. Pensemos bien en lo que conlleva esta concepción: se cimienta sobre la fe en un Dios cuyo rol sería el de recrear un equilibrio entre virtud y felicidad, entre méritos y premios, en otra vida. Pero tener fe en un Dios justo de este tipo exige reconocer al mismo tiempo que en nuestra vida terrenal, en cambio, reina la injusticia; y que virtud y felicidad, méritos y premios, se presentan con una tensión incurable entre sí. Esto es, ¿en nuestra realidad mundana concreta encontraremos siempre que al inocente se le castiga injustamente, el malvado triunfa y el justo es derrotado? Pero como ya argumentaba Adam Smith (1723-1790) en su Teoría de los sentimientos morales (1759) ¿por qué partiendo de la experiencia de un universo estructurado así, tan profundamente injusto, deberíamos llegar a creer en la existencia de un Dios que lo ha creado según un diseño inteligente y benéfico? Si el mundo tiene estas características, él mismo representa las más clara prueba contra la ilusión de que lo haya proyectado un dios justo, benévolo y razonable. Un mundo caracterizado por un desequilibrio estructural entre virtud y felicidad supone una prueba en contra, más que a favor, del argumento de que la explicación de todo esto remite a un Dios inteligente, benévolo y providente. Observemos aún más de cerca la posibilidad de una vida futura después de la muerte que el creyente tendría con respecto al ateo. Kant, como es sabido, en su esfuerzo por elaborar una ética centrada en la autonomía que no perdiese de vista la herencia del cristianismo, en su Crítica de la razón práctica (1788) sostenía que la creencia en una vida después de la muerte puede presentarse sólo como un postulado, como una proyección de las buenas condiciones de funcionamiento de la razón práctica, como un acto de fe y en absoluto como una verdad y una doctrina apreciable desde el punto de vista cognoscitivo o válida desde el intelectual. Al cumplir hasta el final nuestro deber moral, según Kant, no podremos no tener la esperanza de que en otra vida Dios nos esté esperando para premiarnos si hemos actuado bien, así como espera a los malvados para castigarlos. Pero Kant prestaba especial atención en distinguir entre una caracteriza-


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ción de la creencia en la vida futura como un correlato (psicológico, por así decirlo) del cumplimiento de la ley moral por parte del individuo y la consideración de esta creencia como una efectiva motivación de la conducta moral. Una distinción, esta, de importancia capital y que se ha perdido la mayor parte de las veces en la moralidad popular y en las doctas disquisiciones de los papas católicos. De hecho, para Kant, una conducta que busca la propia felicidad, aunque sea en otra vida, es totalmente heterónoma y no puede ser de modo alguno moral. Desde este punto de vista, la creencia en una vida futura, lejos de representar una ventaja para el creyente, es justamente lo que lo aleja irreparablemente de la vida moral. Dentro de una perspectiva dominada por la esperanza de una vida futura y por la presencia de un Dios que impone una justicia retributiva, de hecho, los seres humanos se dejarán guiar principalmente por el miedo a las sanciones y la búsqueda de premios y en sus vidas no podrá abrirse el horizonte de la acción moral, que debe ser totalmente desinteresada y no impulsada por una motivación egoísta (una crítica repetida a menudo por filósofos como Hume y John Stuart Mill). Pero llegados a este punto se podría defender que la mayor fuerza que la creencia en Dios imprimiría a la moralidad no tiene nada que ver con la esfera interna sino con la pública; tiene que ver con la moral como instrumento público de control de la conducta humana. El castigo conminado por Dios sería un fuerte instrumento de presión y coerción sobre la conducta de los creyentes. Hacer que las personas se sientan dominadas por el miedo al infierno significaría poder hacer con ellas lo que se quiera: autores modernos como Nicolás Maquiavelo (1469-1527) y Baruch Spinoza (1632-1677) han explicado cómo la referencia a un Dios que premia y castiga es sólo un instrumento más para quien quiere imponer una ética sobre las masas populares de fieles, controlables mediante el recurso a estas sanciones. Incluso un ateo como Jeremy Bentham (1748-1832) al reconstruir sistemáticamente en su Introducción a los principios de la moral y de la legislación (1789) los instrumentos con los que un soberano ilustrado podría llevar a los ciudadanos que gobernase hacia la consecución de una felicidad general, encontraba un espacio para el uso político de la sanción religiosa. Pero podemos plantear la hipótesis de que el crecimiento cultural de los pueblos ini-


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ciado por los procesos de civilización de los países occidentales y entrevisto en otras zonas del mundo ha dejado de hacer necesaria esta forma de control. Así como fracasaron los totalitarismos terrenales en el siglo XX, podemos tener la esperanza de poner en marcha un proceso que podrá llevar al fracaso de los totalitarismos religiosos: también en este caso se tratará de un proceso de liberación.

CÓMO LA MORAL BASADA EN DIOS UNE DE MODO ANTILIBERAL MORAL Y LEY

Otro límite de la lógica que une necesariamente a la ética con Dios es que se tiende a considerar que está justificado imponer la moralidad, la única moralidad, con la fuerza de la ley. Quien cree que la moralidad está fundada en un mandato divino, de hecho, no encuentra difícil convencerse de que todo lo que forma parte de ella debe imponerse a todos, incluso a quienes no creen en su Dios o en ningún Dios en general. En realidad, la tendencia a transformar las instituciones públicas y, en concreto, el instrumento del derecho, en un medio para hacer que se respete la ley divina comporta la intolerancia respecto a concepciones diferentes, la cual no deja espacio ni al liberalismo ni a la democracia y es la consecuencia recurrente y típica de la transposición en el plano público de la concepción que basa la moralidad en Dios. No hay equívocos al respecto: basta con leer las encíclicas de los papas u observar el modo en que el mundo islámico interpreta la ley del Profeta. Quien entiende la moralidad como una serie de mandatos absolutos provenientes de Dios no puede aceptar que las leyes del Estado den validez a lo que es equivocado o moralmente falso. Sólo la verdad moral puede inspirar a los gobernantes y cuando un Estado no se rige por esta verdad se puede buscar su caída por cualquier medio, incluso violento. En consecuencia, la actitud de quien cree que su moralidad deriva de Dios no puede ser sino impositiva e intolerante y numerosas situaciones del pasado documentan los efectos públicos de esta idea: las reflexiones de Hobbes y los sucesos de la historia inglesa entre los siglos XVI y XVII son testimonio de los esfuerzos para liberar la ley del Estado de la identificación con una fe religiosa, una


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conexión que sólo podía llevar, según Hobbes, a grandes inestabilidades y continuos desórdenes. Naturalmente, durante la historia, las diferentes articulaciones del cristianismo en Occidente, incluida la católica, han atenuado sus tendencias hostiles hacia los Estados, aunque estas tendencias vuelven a aflorar en periodos, como el actual, en los que las instituciones públicas se debilitan a causa de fuertes impulsos de cambio. Si observamos el mundo islámico, muchas de los eventos actuales, a partir del régimen teocrático de los talibanes en Afganistán, ponen en evidencia la dificultad para distinguir entre ley religiosa y ley del Estado. Mantener firme esta distinción no nos obliga a seguir a Hobbes y considerar que la única salida del totalitarismo de la moral religiosa sea un totalitarismo político y suscribir la solución prácticamente iuspositivista ofrecida por el filósofo inglés, que hace que incluso la moral dependa de la ley del soberano. En cambio, podríamos, apropiándonos de la tradición liberal, hacer valer áreas de autonomía de la acción personal y un conjunto de derechos individuales inviolables. Pero para llevar esto a la realidad de modo eficaz, debemos distinguir bien entre moral y ley, una distinción imposible de mantener para quienes conectan estrechamente la moral con la voluntad de Dios. Si se considera que la ética encuentra su fundamento en la voluntad divina, no sólo se presentará a la primera como una ley natural, sino que no habrá área de la vida humana que no tenga que someterse a sus imperativos. Basta con leer los libros sagrados de las principales formas de monoteísmo para ver cómo en ellos cada rincón de la vida del creyente se cubre de modo meticuloso: no sólo el ritual religioso, sino el vestuario, la alimentación, la higiene y el cuidado del aspecto personal, etcétera. Aún hoy la moral de la Iglesia católica impone una serie de prescripciones que implican a la vida sexual de los creyentes, incluso si son adultos o están ocupados en una actividad sexual que no daña a los demás. La distinción entre moralidad y derecho encuentra su base en el intento de recortar áreas de la conducta humana que no tienen consecuencias dañinas para los demás y que, por lo tanto, deben estar acompañadas de una forma de sanción diferente. Piénsese, por ejemplo, en la construcción del liberalismo de John Stuart Mill, quien consideraba que las sanciones previstas por la ley estaban jus-


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tificadas sólo con respecto a aquellas acciones dirigidas contra los demás y que pudiesen causarles daños; mientras que las acciones que no implican a otros o no les causan daños no debían conllevar las sanciones propias del derecho, aunque sobre ellas pueda ser válida la discusión y el contraste recíprocos, hasta la manifestación de una aprobación o una desaprobación. Además, según Mill, era importante superar la pretensión de imponer a un individuo una determinada conducta de un modo paternalista, esto es, recurriendo al argumento de que es por su bien. Una lección que no ha tenido efecto alguno en quienes consideran a Dios un fundamento de la ética. Basta con pensar en las cuestiones del campo de la bioética, como el nacimiento, la muerte y los cuidados médicos. La Iglesia católica pretende imponer a todos, por su bien, cómo deben traer a sus hijos al mundo, cómo deben morir, como deben crear una familia y cómo curarse. Las leyes de los países católicos y especialmente de Italia, dada la intrusión del Vaticano, aún no han llegado a reconocer libertades mínimas y fundamentales a los ciudadanos y ciudadanas a propósito de la procreación asistida y de la posibilidad de evitar el encarnizamiento terapéutico en casos con alimentación e hidratación artificiales, y tampoco con respecto a muchas otras cuestiones que se refieren tanto a los diagnósticos prenatales como al recurso a los tratamientos que ofrece la investigación sobre células madre (tanto adultas como embrionarias). También sobre la formación y el reconocimiento jurídico de las relaciones familiares y de pareja, en estos países, prevalece la imposición por ley de la moral ordenada por Dios, de la que la Iglesia se hace intérprete, discriminando así de modo inaceptable tanto a las parejas heterosexuales no unidas por vínculos matrimoniales como a las homosexuales, a las que se impide que gocen de las protecciones más elementales.

¿QUÉ CARÁCTER TENDRÁ QUIEN CREE QUE LA MORALIDAD DERIVA DE DIOS? La concepción que une estrechamente la moralidad con el mandato divino ha de rechazarse también por las implicaciones negativas que conlleva en el plano psicológico.


ERRORES EN LOS QUE CAEN QUIENES SOSTIENEN QUE DIOS ES NECESARIO PARA LA ÉTICA

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Privilegia un tipo de personalidad y carácter que, lejos de poder considerarse virtuoso, resulta incompatible con la posibilidad misma de una vida moral. Por continuar el debate y de un modo totalmente hipotético, a la hora de subrayar el nexo entre la creencia de un individuo en el hecho de que su moralidad deriva de Dios y su propio carácter, aportaremos argumentos más encendidos de los que nos permitiría justificar el empirismo, que es la concepción filosófica que aceptamos. Es justamente una perspectiva filosófica empirista la que nos ayuda a mostrar los límites de las concepciones que fijan una rígida conexión entre el carácter de un individuo, entendido principalmente como un conjunto de creencias intelectuales o morales aceptadas de modo estable, y su conducta práctica. En la realidad cotidiana, las cosas se presentan de un modo mucho menos ineluctable y previsible de lo que suponemos y por lo tanto no podemos dejarnos condicionar por el prejuicio que vincula de modo demasiado estrecho el conocimiento de una específica estructura caracterial de un individuo y la expectativa de que sea tendente a llevar a cabo determinadas acciones. Desde una perspectiva epistemológica empirista, lo que se limita de modo crítico es la propia posibilidad de identificar netamente la estructura caracterial de una persona. A lo que queremos oponernos antes de nada es al prejuicio, ampliamente difundido, de que un escéptico o un ateo no puede ser un individuo moral. Este prejuicio que niega la posibilidad de un ateo virtuoso fue refutado entre los siglos XVII y XVIII por pensadores como Pierre Bayle (1647-1706) y Paul-Henry Dietrich d´Holbach (1723-1789) pero parecen reflexiones vanas, viendo cómo la tentación de la simplificación vuelve de modo periódico a conquistar las mentes de los ignorantes. Naturalmente, no queremos sustituir el prejuicio de la imposibilidad de que un individuo sea ateo y a la vez virtuoso con otro según el cual basta con ser ateo para ser virtuoso. Como argumentaremos más adelante, una ética sin Dios puede reconocer sin reticencias el origen natural de la moralidad y encontrar sus raíces en un núcleo de sentimientos y emociones muy humanas y terrenas, más que en un supuesto origen divino. Partiendo de esta concepción, a la hora de identificar el carácter de un individuo


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UNA ÉTICA SIN DIOS

se tenderá a tener menos en consideración el peso de sus creencias intelectuales y se considerará determinante para la definición de su carácter aquello que haga. Desde este punto de vista, no es la fe o la adhesión intelectual a determinados principios lo que marca la diferencia en el perfil moral, sino el modo concreto de relacionarse con los demás en la conducta práctica. Mientras que creer que Dios no existe no tiene incidencia alguna sobre el carácter moral de un individuo, creer lo contrario y creer que sólo de Dios descienden y por él se legitiman nuestros valores y deberes morales podría tener una influencia más que secundaria en el modo en que un individuo se relaciona psicológicamente con los demás. De hecho, una educación centrada en la exposición repetida a principios y reglas impuestas desde el exterior podría tener efectos (no positivos) sobre la formación de la personalidad de un individuo. La fidelidad que se concede a la ley divina impedirá, por una parte, que su conducta ética se deje orientar de modo inmediato y directo por la sensibilidad ante los sufrimientos de sus semejantes y, por el otro, que se considere responsable a nivel individual de sus decisiones. Su conducta, además, estará condicionada principalmente por una preocupación retributiva más que por la de aliviar los sufrimientos de los demás. Ya que pecar es ofender a la voluntad divina, la trasgresión de cualquiera de las leyes de Dios constituye siempre una culpa igual de grave. Respecto a la sexualidad, para la moral católica, por ejemplo, la masturbación es una grave culpa porque daña el orden natural querido por el creador, al igual que las relaciones sexuales entre adultos, que se consideran lícitas sólo si son naturales; es una culpa grave el uso de anticonceptivos, considerado un crimen moral, al ser una interrupción o desviación indebida del curso natural del potencial procreador de la pareja, al igual que el aborto y la eutanasia activa voluntaria, ambos considerados homólogos del homicidio. Sólo a Dios corresponde perdonar estos actos, un perdón incomprensible a los ojos de quien concibe la responsabilidad como algo humano. Como ya hemos dicho, la alternativa de la motivación mediante el castigo y el premio en la que se debate el creyente no parece capaz de promover una conducta auténticamente ética. Da la impresión de que encierra al creyente en una lógica egocéntrica y egoísta, demasiado preocupada por la salvación y el destino personales como para


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