Aquae Sulis

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El Autor

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Wilfred Connor vive una vida dedicada al estudio. Sin saberlo, está a punto de descubrir algo que revolucionará nuestra forma de entender el mundo. Su hija Roxanne busca desesperadamente una respuesta al misterio que envuelve la figura de Rupert, su profesor. Ambas historias van entrelazándose hasta llegar a unirse. La solución al enigma que se les plantea tendrá lugar en la hermosa ciudad de Bath, la antigua Aquae Sulis.

1. El hombre no mediático que leía a Peter Handke Edgar Borges

J.C. Moreno - DSK Novela- Aquae Suli s- Ediciones En Huida

Juan Carlos Moreno (Jerez de la Frontera, 1971), abogado, funcionario, articulista ocasional y licenciado en Ciencias Políticas nos trae en ésta, su primera novela, una semblanza de la Inglaterra actual a través de unos hechos situados en la ciudad de Bath. Su conocimiento de la cultura y sociedad británicas, adquirido tras su estancia en Londres durante un periodo de su vida sirven para que el autor trate de sumergir al lector en el contexto de la obra. El empleo de recursos relacionados con la ciencia propiamente dicha y con la filosofía de la ciencia le sirven también al autor para ilustrar una trama en la que los protagonistas irán descubriendo un universo diferente al que percibimos. Éste es el universo de Aquae Sulis.

Otros títulos de la colección

2. Julio Mariscal y la revista Platero Francisco Basallote 3. Las bicicletas no son para El Cairo Emilio Ferrín 4. La carta Bonsor Emilio Morales Ubago 5. La cuestión israelí Antonio Basallote Marín 6. Recuerdos de un tiempo vivido Francisco Vélez Nieto 7. Todas son iguales 8. Nosocomio

Aquae Sulis

Donde comienza la búsqueda

J.C. Moreno

Tania Padilla Aguilera

9. El Afrika Star

Ignacio Sánchez

10. La huella violácea Francisco Fernández Romero 11. Reportaje Abierto José María Ramíez Loma 12. Historia de la Literatura Secreta Gabriel Noguera 13. Trova a la reina Pedro Giménez de Aragón Sierra 14. El ojo de Dios

Emilio Morales Ubago

15 Regreso a Venecia

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Colección DSK - Novela

Ediciones En Huida

Nerea Riesco

Francisco Granado


© De los textos: Juan Carlos Moreno © Del diseño de la portada: Juan Carlos Moreno Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-942074-6-4 Depósito Legal: SE 10-2014 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


Aquae Sulis Donde comienza la bĂşsqueda

J.C. Moreno



Aquae Sulis Donde comienza la bĂşsqueda



A Pepe y a Chipi, que no están, por mi vida. A Mónica, compañera infatigable de amor intangible. A Jimena y a Carmen, causantes de esta historia.



Las Aguas de Sulis, así llamaron los romanos en el siglo I d. C. al lugar de donde manaban las aguas termales al paso del río Avon. En aquella localización, tribus celtas dedicaron un santuario a la diosa Sulis, que los romanos adoptaron como la deidad de Sulis Minerva. Sobre aquel manantial, en tiempos de Roma, se erigieron un templo y un complejo de baños. Con el paso del tiempo, al lugar se le llamó Bath. Hoy, en Bath, se pueden apreciar hermosos edificios, monumentos y jardines que la convierten en una de las ciudades más bellas de Inglaterra, además de conservar el lugar donde los romanos levantaron las termas. Esta ciudad será testigo de una de las más grandes aventuras de la Historia, donde sus protagonistas lucharán por conseguir averiguar qué se esconde tras un extraño objeto y tras la misteriosa desaparición de un paciente en un hospital.

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PRIMERA PARTE

I.- Una noche de septiembre de 2011

La fina lluvia empujada por el viento le rociaba el rostro. No era habitual que usara paraguas pues siempre lo dejaba olvidado en el metro, el autobús o en la cafetería de la universidad. En su camino de vuelta a casa, las palabras del jefe de proyecto resonaban en su cabeza: «Sr. Connor, su contribución a los trabajos deja bastante que desear últimamente, lamento decirle que en la próxima reunión de los patronos tendré que exponer este punto de vista para que ellos decidan… Si usted no cambia de actitud en los próximos días, obviamente». Esto es lo que Russell no paraba de decirle en los últimos tiempos. Iba tan sumido en aquellos pensamientos que no prestó atención de su llegada a la estación de tren donde debía apearse. Al final tuvo que tomar un taxi que le llevara hasta su casa. Hay días en que no se da una a derechas. Durante el almuerzo, la bandeja con la comida se le había volcado sobre unas anotaciones del trabajo que llevaba avanzado en el estudio de su buhardilla. ―Maldita sea, tendré que reiniciar nuevamente los cálculos ―se decía en voz alta mientras trataba de salvar algunos papeles sacudiendo la sopa de puerros que se esparcía por los folios. Por fin llegó a su destino. La lluvia y el viento arreciaban y, mientras se cubría con el portafolio la cabeza con una mano, con la otra trataba de sacar las llaves de casa del bolsillo 11


izquierdo del pantalón. Bajo el brazo izquierdo aguantaba unos rollos de planos del proyecto que Russell le confió para que los revisara. Después de la conversación de la mañana debía centrarse en el proyecto y aparcar el particular trabajo que había emprendido en su casa, así que había que cuidarse de que aquellos planos no se estropearan por la lluvia. De pronto, la postura casi de contorsionista que estaba adoptando hizo que los rollos se deslizaran desde la axila a lo largo del brazo con el peligro evidente de que acabaran en el suelo. Eso no podía ocurrir, por eso soltó el portafolio para agarrar los planos y éste se precipitó desde su cabeza cayendo escaleras abajo. En el taxi camino de casa había estado repasando algunos cálculos de su particular trabajo, iba tan centrado en la lectura que no se percató de la llegada a su destino. La carrera ascendió a 7,25 libras, pagó con un billete de veinte y bajó rápidamente del vehículo sin reparar en que había dejado abierto el portafolio. Cuando giró su cuerpo para ver qué había sido de su cartera tras la forma en que fue cayendo peldaño a peldaño hasta el nivel de la calle, vio cómo aquel quedaba abierto de par en par mientras los folios revoloteaban como si fueran murciélagos espantados en una gruta. ¿Qué hacer? Decidió abrir la puerta apresuradamente y dejar los planos sobre la alfombra de la entrada. Al tiempo que bajaba por las escaleras el viento y la lluvia apretaron con fuerza por unos segundos, los suficientes para que todo se fuera al garete. Todos los estudios que había hecho en papel de ése, su trabajo paralelo, se habían desvanecido por los elementos, el viento los desgarró y el agua los descompuso. Desde que se metió de lleno en desarrollar la idea que ya al inicio de sus estudios de Física había rondado por su mente, pensaba que podía lograrlo, que sus descubrimientos podrían 12


ser la clave de muchas de las contradicciones que aún planteaba la física moderna. A pesar de que había utilizado las aplicaciones informáticas de que disponía en el departamento de la universidad para desarrollar algunos experimentos y guardar sus registros, el grueso de su trabajo se encontraba en ese maletín que, descarnado, inerte a pesar del viento y mojado por la lluvia yacía en la acera frente al 19 de Templeton Lane. Todos sus esfuerzos fueron inútiles, los papeles se esparcían por la calle y sólo pudo recuperar tres decenas de folios mojados, los demás sabe Dios dónde y cómo acabarían. Sentía que en aquel instante gran parte de sus pensamientos inmortalizados en pliegos de papel se habían desvanecido. Roxanne, su hija, estaba en el salón de la casa. Sobre la mesa, el teléfono inalámbrico esperaba una llamada que hasta aquel momento no se había producido. Ella se encontraba reclinada en el sofá dando cuenta de las últimas migajas de la cena cuando escuchó cómo el portón de su casa se abría y se volvía a cerrar rápidamente. «Será papá», pensó. Sus cabellos castaños, más parecidos al color de la miel, aún estaban húmedos tras el baño que se dio después de llegar de casa de su amiga Ruth. Sobre sus piernas, el libro de Historia abierto en el tema de la «Revolución Industrial del Siglo XIX». La Historia era la asignatura preferida de Roxanne y todo ello gracias a Rupert, su profesor, que había conseguido suscitar el interés de los alumnos con bastante éxito. La puerta de la casa se volvió a abrir. Esta vez, como era habitual, Roxanne escuchó el sonido de las llaves impactar sobre la bandeja metálica que había encima del recibidor de la entrada. ―Hola papá. ¿Eres tú? ―preguntó Roxanne.

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La pregunta resultó infructuosa, pues tras unos segundos de expectativa no recibió respuesta y por ello Roxanne insistió para que su padre contestara sin obtener resultados. La joven decidió levantarse del sofá y dirigirse a la entrada de la casa. Allí encontró a su padre tratando de poner orden en una maraña de papeles arrugados, desordenados y visiblemente mojados. Wilfred actuaba de manera torpe y maniatado por los nervios, aún permanecía con la gabardina arrodillado en el lateral de la entradita donde llegó Roxanne la cual evitó unos rollos de cartón que yacían en el suelo. ―¿Qué te ha pasado? ―Nada. Son unos documentos del trabajo que se me han mojado al llegar a casa ―contestó Wilfred de manera lacónica. Su cara reflejaba una gran preocupación y se le veía bastante angustiado por recobrar el orden de aquellos legajos. ―Todo se ha perdido ―masculló Wilfred para sí, pensando en voz alta y obviando que su hija se hallaba junto a él disponiéndose a ayudarle en su denodada tarea. ―¡No toques nada! ―prorrumpió con ímpetu Wilfred producto de su desesperación. Roxanne se levantó dolida a causa de los malos modos de su padre cuando ella sólo trataba de ayudarle. Se dio media vuelta sin proferir una palabra y volvió al salón. Wilfred subió las escaleras precipitadamente para dirigirse a su laboratorio doméstico. Abajo, Roxanne, cuando llevaba los platos de la cena a la cocina, se percató de que su padre había abandonado los rollos en el suelo. ¿Qué le había pasado a 14


su padre? ¿Qué le había hecho actuar de esa manera tan violenta? ¿Qué importancia tendrían esos papeles que, postrados en el suelo y desordenados, su padre trataba de recomponer? Roxanne sabía que a su padre se le veía muchas veces ausente, como perdido en sus pensamientos. Ella intentaba reclamar su atención para cualquier cosa pero no conseguía ni un asentimiento fingido, ni una negativa falsa, ni siquiera un simple gesto de Wilfred. En esos casos comprendía por qué su madre había decidido hacía ya tres años no seguir compartiendo la vida con su padre y por ende con ella. Del segundo piso a la buhardilla la escalera se estrechaba un poco, pero el acceso era seguro para cualquier persona. Justo al abrir la puerta se encontraba a su frente un amplio escritorio con un flexo, un ordenador de sobremesa, una lata llena de bolígrafos y papeles y más papeles, algunos de ellos clasificados en carpetas y otros no. Estos papeles recogían registros, operaciones matemáticas, resultados de experimentos y complicadas ecuaciones escritas en un lenguaje que pocos pueden entender. Al fondo, una pizarra ocupaba todo el lienzo de pared y en ella Wilfred iba improvisando sus cálculos. Primero escribía unas operaciones, luego las iba alterando con nuevos registros; si obtenía lo que realmente perseguía, lo trasladaba al papel y continuaba con su trabajo. Hubiera sido mucho más fácil y seguro utilizar las aplicaciones informáticas que tenía en su ordenador, pero la premura y el afán investigador de Wilfred le impedían seguir unas pautas ordenadas de trabajo. El día del incidente nada había discurrido de manera normal. Por la mañana fue llamado al orden por su jefe de proyecto otra vez y, si era apartado del mismo, tendría que volver a las clases dejando de lado el tiempo del que disponía para las 15


investigaciones, mientras que por la noche todo se había perdido. Era posible que en breve Wilfred hubiera obtenido la clave que le faltaba, ese elemento que daría orden y lógica al sistema que estaba tratando descubrir. «Pese a todo, quizás no tenga que rehacer lo que hasta ahora llevaba hecho», meditaba Wilfred mientras sobre la mesa del estudio trataba de ordenar todas las anotaciones deslavazadas, sin orden ni concierto, que se escapaban de su control. Abatido, se desplomó sobre la silla. No podía ser, esto no me puede haber pasado. Estaba transitando por la fase de negación de los hechos que cualquier ser humano siente ante la pérdida de algo importante. Pero era real. Su empeño, su dedicación, la renuncia a su matrimonio, el sacrificio de su parte en el proyecto de la universidad se habían malgastado. Y allí permaneció quieto, con la mirada perdida, en estado de shock cual boxeador grogui tras haber recibido un golpe certero de su rival. Wilfred no sabía cómo reactivar sus propias fuerzas para reanudar lo que ya estaba tan avanzado. Cuando reaccionó ya lo tenía decidido. Abandonaría su proyecto y con él se marcharía una importante parte de su plan de vida, quizás se habría equivocado con ello, pero era por lo que había optado.

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II.- Tres años atrás

Cuando Wilfred y Marge se personaron ante el juez, cada uno por su lado, Marge acompañada de su abogado y Wilfred en solitario, habían pasado muchos días de amargura. Wilfred aún conservaba cierto encanto. Su pelo, sin pigmento en algunas partes, aún era abundante, lo que le daba el atractivo que algunas personas adquieren con el paso de los años. Sus rasgos eran finos, la nariz ni muy afilada ni muy redonda, y dos grandes ojos negros resguardados por unas pobladas cejas adornaban un rostro que en otro tiempo le había reportado no pocos piropos. Wilfred era de complexión delgada, producto de su incesante actividad y de las frugales comidas que solía tener. Aquel día de junio, la mañana había estado ciertamente húmeda, por lo que Wilfred acudió a la vista con un chubasquero azul sobre su camisa de cuadros celestes y blancos. La ocasión no era para lucir las mejores galas. Para cualquier persona aquel acto no era más que la escenificación de un fracaso y para él también lo era. Marge creía haber agotado todos los recursos a su alcance para salvar su matrimonio, pero el ensimismamiento de Wilfred en su trabajo les había hecho distanciarse cada vez más hasta el punto de convertirse en dos extraños. Ella aún recordaba cuando por los jardines de la universidad vagaba un chico un tanto despistado y atractivo para ella. Mucho tuvo que insinuarse para que aquel indeciso estudiante de ciencias físicas la invitara a salir, pero al final, cuando una mujer se lo propone lo consigue y Wilfred, que jamás pensaba que una chica así pudiera estar interesada por él, acabó cayendo en las redes de aquella joven tan bella.

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La sala era amplia, rodeada con estantes en los que los libros de jurisprudencia descansaban para ser consultados en cualquier momento. En el centro, una gran mesa de madera de manzano colmaba gran parte de su cabida. A un lado, el juez, maestro de ceremonias que introducía a las partes en sus intervenciones. Primero lo hizo el abogado de Marge que expuso que tras vanos intentos no había sido posible comunicarse con el Sr. Connor, y que por tanto no le quedó otro remedio a su cliente que acudir a los Tribunales para que se diera una solución a tan traumática situación. Tras la intervención del abogado, el juez Travis se dirigió a Wilfred: ―¿Qué tiene que manifestar al respecto Sr. Connor? ―Nada ―contestó de forma concisa Wilfred. Pero aquella frase quería decirlo todo. En su fuero interno, Wilfred deseaba decirle a Marge lo mucho que todavía la quería, que estaría dispuesto a dejarlo todo con tal de dedicar más tiempo a su familia, que la haría feliz, que le gustaría mantenerse unido a ella hasta que al final del camino uno de los dos le dijera adiós al otro y si esto podía ser dentro de mucho tiempo mejor que mejor. Pero no. La vida le había encomendado una misión para la cual tendría que sacrificar muchas cosas. Su embrión de proyecto por aquel entonces estaba llamado a convertirse en el descubrimiento más importante acaecido en la historia de la humanidad, al menos eso pensaba él, y dicha empresa merecía renuncias y esfuerzos. Es esa ambición que ciega algunas veces al hombre que se embarca en proyectos científicos de gran calado y que le hace optar por una vida espartana, en la que las relaciones humanas pasan a un segundo plano.

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Marge estaba sentada justo delante de una ventana de la sala en frente de Wilfred. A pesar del día nublado, la luz tamizada por las nubes bañaba sus rubios cabellos. Iba arreglada, como a ella le gusta ir, lucía un traje de chaqueta gris claro que se ceñía en su cintura y que mostraba una esplendorosa figura en la víspera de los cuarenta. Sus ojos, tristes por la ocasión, estaban como vidriosos y aun así no perdían un ápice de su belleza, es más, la expresión emocionada plasmaba el encanto de una actriz de cine. Su amor por Wilfred estaba casi amortizado, aunque todavía quedaba un pequeño rescoldo de aquella llama que ardió tan intensamente en su corazón durante un tiempo. Pero aquella mañana gris de primavera todo se consumió y desde entonces parecía que las vidas de ambos no volverían a cruzarse. Mas un eslabón quedaba que mantenía débilmente la unión entre los ya antiguos esposos. Ese nexo se llamaba Roxanne. Aquella pequeña que hacía trece años llegó a sus vidas y que también había recibido su dosis de abandono por parte de Wilfred. ―Llegados a este punto debemos tratar sobre la custodia de la hija menor ―procedió el juez Travis tras escuchar la versión del abogado en torno a la liquidación del haber del matrimonio. ―Como sabe, señoría ―intervino el abogado de Marge―, mi cliente está por respetar los deseos de la menor de permanecer en el domicilio de su padre. A pesar de la falta de afecto de su padre, sensación que en algunas ocasiones tenía la pequeña, su amor hacia Wilfred era infinito. Lo adoraba. Ya se sabe que amar es dar sin esperar nada a cambio y Roxanne había hecho de esta máxima una norma de conducta hacia su padre. Necesitaba por lo menos de su proximidad y le gustaba que de vez en cuando aquél dejara 19


aparcados sus importantes proyectos para jugar una partida de Scrabble. Roxanne era muy hábil en eso de formar palabras y casi siempre ganaba a papá.

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Templeton Lane se encontraba en una zona residencial de las afueras de la ciudad, allí, las casas adosadas se sucedían a lo largo de ambos lados de la calle. En el número 19 residía la familia Connor desde que Wilfred y Marge contrajeran matrimonio a principios de los noventa. Al comienzo, aquella casa fue el lugar donde ambos habían vivido días maravillosos de amor y ternura, fue también donde la pequeña Roxanne había crecido acompañada de sus padres. En 1995 llegó aquel hermoso bebé durante una noche de primavera. Wilfred y Marge vivieron una de las mejores experiencias de sus vidas, parecía que estarían eternamente unidos por aquel pequeño nexo que era Roxanne. Cuando Marge había salido del paritorio y se encontraba exhausta tras el doloroso parto, una bocanada de aire fresco llegó hasta la habitación con la forma de un pequeño ser de cuarenta y nueve centímetros de longitud y tres kilos y cuarto de peso. Marge no pudo contener las lágrimas al contemplar a su pequeña con el pulgar introducido en la boca, el aspecto de la niña era muy saludable con su tez rosada y muy dinámica para haber acabado de llegar a este mundo. Wilfred y Marge se miraron y se sintieron, una vez más, unidos para siempre gracias a la pequeña. Pero si hasta los elementos fundamentales de la materia pueden sufrir un proceso de división, trasladado a nuestra dimensión, aquella unión perfecta se truncó con el paso del 20


tiempo. Los días, los meses, pasaron y como quien no quiere la cosa una niña cada vez más linda e inteligente se fue forjando. Al alcanzar los trece años Roxanne asistió al amargo momento de la ruptura. Wilfred y Marge se encontraban cada vez más distantes, no compartían sus vidas, no hablaban de sus asuntos. Wilfred llegaba de la universidad y sin mediar apenas una pequeña conversación con Marge acerca del rumbo de su trabajo se refugiaba en la buhardilla para centrarse en los asuntos que se traía entre manos. Marge se sentía dolida al principio por la conducta de su esposo, se enojaba con éste y discutían, lo hacían un día sí y otro también. Llegó un tiempo en el que ni siquiera discutían, en el que apenas si cruzaban palabras. Es ese estado en el que la relación ha dejado de importar, parecía como si la vida del compañero no interesara lo más mínimo. Era evidente que aquella desidia era el preludio de la ruptura. Marge dijo a Wilfred que no podía continuar en aquella dantesca situación, la micro sociedad que habían decidido crear años atrás ya no se fundaba en el fin para el que dieron el «sí quiero». Un día antes, Marge había estado consultando los trámites necesarios para el divorcio y le dijo a Wilfred que los iba a iniciar. La primera medida que adoptaría era la de irse a vivir con su madre. El día siguiente era sábado, así que Marge no tenía que ir a trabajar. Wilfred, desde primera hora de la mañana se encontraba recluido en su estudio de la buhardilla. «¿Cómo puede ser este hombre tan indolente?», pensó Marge. Esta pregunta le hacía llegar a la convicción, aun más firme, de que su decisión había sido la correcta. Marge se pasó toda la mañana metiendo sus cosas en las maletas, las más necesarias en principio. Al mediodía bajó al piso de abajo. Roxanne estaba en la cocina sentada en un taburete junto a la encimera que se prolongaba a modo de barra en un lateral de la cocina, allí, se encontraba haciendo unos deberes para el colegio, junto al cuadernillo de actividades 21


tenía un zumo de naranja del que estaba dando cuenta. Marge sintió un vuelco en su corazón al contemplar aquella niña tan responsable centrada en sus obligaciones, sabía que era una niña emocionalmente equilibrada, pero también que se encontraba en una complicada edad para procesar un acontecimiento tan traumático como es un divorcio, así que se lo tenía que explicar de la mejor forma posible, con franqueza pero también con ternura, esperando su comprensión y mostrándole que a pesar de la ruptura siempre tendría a sus padres a su lado. ―¿Qué haces Roxanne? ―Marge se dirigió a su hija con la intención de iniciar una conversación que no tendría nada que ver con lo que la pequeña se traía entre manos. ―Pues ya ves, unas actividades de Matemáticas que tengo que llevar el lunes al colegio. Roxanne solía cumplir con sus deberes lo antes posible para luego disponer de tiempo libre. ―Tengo que contarte una cosa ―dijo Marge de manera pausada, como queriendo transmitir serenidad a su hija―. Verás, últimamente tu padre y yo andamos muy mal, apenas si nos hablamos y cuando lo hacemos es para discutir. Ayer estuve hablando con él para decirle que quiero el divorcio. Roxanne cambió el semblante, era una niña muy observadora y había apreciado el distanciamiento entre sus padres desde hacía algún tiempo, pero, a pesar de todo, no esperaba esa noticia, por eso un gesto de sorpresa se dibujó en su rostro después de escuchar aquellas palabras. La joven adolescente permaneció callada mientras su madre le explicaba el porqué de aquella triste situación. Poco a poco, el rostro de Roxanne fue tornando hacia la tristeza y sus ojos empezaron a enrojecerse hasta que una lágrima descendió por la mejilla izquierda. 22


―De momento, me voy a marchar a casa de la abuela. Espero que lo comprendas y dejo que seas tú quien decida si te vienes conmigo o te quedas aquí con papá. En otras circunstancias son los padres los que deciden por sus hijos y no les dan elección, produciéndose con ello no pocos conflictos entre los excónyuges para acordar quién se mantiene con la custodia de los hijos, pero en este caso, con el ofrecimiento que Marge hacía a su hija para que fuera ella quien decidiera, la madre estaba mostrando a la pequeña el grado de confianza que tenía depositado en ella. Tras el primer golpe, Roxanne necesitó unos segundos para reaccionar y, con determinación, trasladó a su madre lo que ella deseaba. ―Mamá, yo no quiero que os divorciéis. Tampoco quiero irme de casa ni tener que cambiarme de colegio. ―Bien, en ese caso, no tienes que preocuparte por nada. Te puedes quedar aquí con papá y yo respetaré tu decisión. A partir de ahora nuestras vidas van a cambiar y probablemente no nos veremos todos los días, aunque sí los fines de semana, durante las vacaciones y cada vez que quieras. Yo voy a estar a tu lado a pesar de todo y debes estar segura de una cosa: eres la persona que más quiero de este mundo. La emoción no pudo ser contenida durante más tiempo por madre e hija, las cuales se fundieron en un fuerte abrazo entre los sollozos de la pequeña y las lágrimas de su madre.

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III.- Antes del vendaval

Habían pasado ya tres años de la ruptura y los acontecimientos seguían su rutina habitual en Templeton Lane hasta aquel día de finales de septiembre, en el que el vendaval había dado al traste con los trabajos de Wilfred. Desde entonces todo empezaría a cambiar en las vidas del padre y la hija. Tras lo sucedido, Wilfred se había encerrado en la buhardilla y allí permaneció casi toda la noche, mientras que Roxanne subió a su habitación para terminar los deberes, sólo tardó unos minutos en responder un cuestionario sobre un pequeño texto de Wollstonecraft y los derechos de la mujer, tras lo cual se fue a la cama. La chica estaba bastante cansada pues el día había estado muy ajetreado. A la salida del instituto ella y su íntima amiga Ruth fueron a la biblioteca pública a buscar el libro La historia de Tom Jones, expósito de Henry Fielding, el cual tenían que leer a lo largo del curso. Después, Roxanne acompañó a Ruth hasta la casa de la Sra. Young para llevar a pasear a los tres perros de ésta; con esta actividad Ruth sacaba unas cuarenta libras a la semana. Se trataba de un tiro de tres perros que requería de cierta destreza a veces para dominarlo. Ruth había desarrollado una habilidad considerable en el manejo de los perros, hecho éste que confirmaba lo sorprendente que podía llegar a ser aquella niña a ojos de su amiga del alma Roxanne. Tras el paseo de los perros de la Sra. Young, las dos chicas decidieron volver al parque. Aquella tarde de septiembre resultaba muy agradable, la brisa refrescaba el ambiente pero el sol luchaba por resistirse al avance de unas nubes que acabarían por ganar la batalla durante la noche, mientras tanto, Ruth y Roxanne, recostadas sobre la espesa hierba, departían sobre el nuevo profesor de Historia. ―¿Qué te parece Rupert? 25


―Creo que es muy interesante, me gustan sus clases. Nunca había visto a nadie que fuera capaz de contar la Historia como él... Parece como si la hubiera vivido. El otro día, cuando hablaba de las casas de los obreros del siglo XIX por ejemplo, no se podría hacer una descripción tan precisa de los utensilios o de las habitaciones a menos que realmente hubiera estado en ellas ―comentaba Roxanne mientras Ruth daba cuenta de una magdalena de chocolate. ―¡Pues a mi me parece bien guapo! ―exclamó Ruth al tiempo que algunas migajas salían disparadas de su boca. ―No sé... Hay algo extraño en él que no me acaba de gustar ―respondió Roxanne a la apreciación de su amiga. No todas las mujeres que han pasado por los dieciséis años, aunque sí algunas, durante esa etapa vivieron una fugaz o persistente atracción por un hombre mayor. La experiencia, el atractivo de alguien que está pasando por su apogeo vital, la seguridad, el conocimiento, el dominio de las relaciones interpersonales son facultades todas ellas que una joven adolescente valora en un hombre hasta el punto de llegar a su idealización. Roxanne era una chica muy madura para su edad, quizás la experiencia vivida en los tres últimos años le había conferido una especie de armazón protector contra las veleidades de la adolescencia; pensaba que eso de enamorarse de un tipo mayor que ella no era más que un acceso febril de quinceañera. Ruth era menos sofisticada y, en esa medida, más dada a los enamoramientos; aunque, éstos, como entraban salían. En aquel momento Rupert ocupaba su pensamiento más de lo debido, parecía que se había instalado en su corazón para llevarse un tiempo morando en él. Cada vez que veía a su profesor de Historia el corazón le palpitaba con una frecuencia más alta de lo normal. En clase no escuchaba lo que aquél contaba sobre la 26


Historia, su pensamiento tendía a viajar hacia otros mundos en los que aquel joven y apuesto profesor era el protagonista junto a ella de todas sus fantasías. Ruth y Roxanne se marcharon hacia casa de la primera, allí Ruth pasó a Roxanne unos papeles con anotaciones que había cogido en clase para el trabajo sobre Tom Jones, y quedó en llamarla por teléfono más tarde para comentar sobre lo contenido en dichos papeles. Ya de vuelta, cuando Roxanne se acercaba a su hogar, justo al doblar la esquina de Templeton Lane se dio de bruces, ¡oh casualidad!, con Rupert. De complexión atlética y talla considerable, Rupert tenía un espeso cabello rubio y lacio que se formaba en un flequillo de aspecto juvenil, las facciones eran finas, sus pómulos remarcaban el rostro y avanzaban dos vivaces ojos azules que le daban una gran profundidad a su mirada; iba vestido con una chaqueta color beige sobre camisa azul marino y llevaba unos tejanos despintados; sobre su hombro izquierdo y cruzándole todo el torso llevaba colgando una bandolera de la que pendía un pequeño bolso. Por su conducta se le veía un tanto estresado, más bien preocupado y muy concentrado en sus pensamientos. Roxanne no pudo evitar una reacción de sorpresa cuando se lo encontró. Lo primero en lo que pensó fue en lo pequeño que se hacía el mundo de vez en cuando, no había transcurrido ni media hora desde que su amiga Ruth le había confesado el atractivo que aquel profesor le suscitaba y ahora…, ¡zas!, lo tenía frente a sus narices. ―¡Hola Rupert! ―alzó la voz Roxanne para que éste se percatara de su presencia cuando pasaba de largo. ―¡Ah! Hola Roxanne ―contestó Rupert mostrando su sorpresa, o más bien desagrado, tras toparse con la pequeña Connor. 27


―¿Cómo tú por mi barrio? Esta fue una pregunta un tanto atrevida que en otras circunstancias no hubiera hecho la prudente Roxanne, pero lo extraño de aquel hombre la incitó a inquirirle de esa manera. Roxanne tenía una especie de sexto sentido para detectar a las personas que están tratando de ocultar algo y respecto a Rupert tenía esa sensación. ―Pues nada, estoy buscando apartamento para trasladarme a esta zona de la ciudad y precisamente venía de ver uno por aquí ―contestó Rupert de forma natural. ―¿Y te ha gustado lo que viste? ―Roxanne no pudo evitar ahondar en el asunto. ―Eh… Pues no. Esta contestación denotó cierta improvisación por parte de Rupert, aparte de un intento por deshacerse de aquella entrometida niña que quería averiguar cosas que una alumna nunca debe saber, como por ejemplo el lugar donde viven sus profesores. ―Por cierto, revisa bien el tema de la clase de hoy ya que pronto haremos una prueba sobre él ―dijo Rupert en un acto de reivindicación de su condición de profesor, más que nada para marcar distancias con aquella niña que con preguntas como las anteriores se estaba poniendo a su nivel. De esta forma, Rupert trazó una infranqueable línea con la joven que así mismo sirvió para dar por zanjado aquel fortuito encuentro y desembarazarse de ella. Rupert dio muestras de tener prisa y de no disponer de tiempo para dedicar ni un minuto más a aquella conversación, así que se marchó rápidamente 28


desapareciendo del alcance de Roxanne, la cual en los metros que le quedaban para llegar a casa no paraba de preguntarse qué hacía Rupert por allí. En principio, nada extraño debía haber en que se lo encontrara, resultan habituales las casualidades en la vida y esta era una más. Pero la intuición de la joven le hacía pensar que lo de aquel hombre por allí obedecía a otra causa. «Quizás esté viendo muchos programas de misterio últimamente», pensó Roxanne en un ejercicio de vuelta a la cordura… Aunque en realidad no todo estaba tan claro en relación a Rupert.

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IV.- El día después

Había avanzado tanto Wilfred en su proyecto que se encontraba desgarrado por el abandono de su obra o, más bien, descubrimiento. Siempre había sido muy metódico y constante en su trabajo, para él, la vida no era más que una sucesión de acontecimientos que no seguían un orden lógico, veía cómo estábamos inmersos en un enorme caos que superaba todo afán de racionalización humana. Esto siempre había sido un reto para Wilfred, sabía que poner orden en ese desconcierto podría constituir una tarea titánica y aun así hombres como Galileo, Newton, Darwin o Einstein habían dado con ciertas claves para ordenar ese caos. Wilfred pensaba que habría una forma de descubrir qué hay tras el velo de ignorancia que son nuestras sensaciones y percepciones, se trataría únicamente de trazar un modelo o una teoría que evolucionara hacia un nuevo paradigma científico. Ese deseo ya no habría manera de satisfacerlo tras la decisión de la noche anterior y sobre ello había estado pensando en su tránsito a la universidad durante aquella plomiza mañana de septiembre, cansado tras haber permanecido en vela la noche anterior. A medida que el metro se acercaba a la estación de la universidad, los jóvenes estudiantes comenzaban a agolparse en la salida de cada vagón visiblemente agitados por el comienzo del nuevo curso, Wilfred, al abrirse paso entre los pasajeros, incluso no pudo evitar el tropezar con una persona cuyo rostro le resultaba curiosamente familiar. Era esa época del año en la que unos se bautizaban en las aguas del saber y otros, ya más veteranos, continuaban su periplo académico. Pero tanto unos como otros, aunque más los 31


primeros, vivían días de estreno y de toma de contacto con las nuevas asignaturas, los nuevos profesores y las nuevas aulas; es ese proceso de renovación que llega con septiembre a nuestras vidas desde que empezamos en el parvulario. La universidad era un lugar soberbio, no era tan elitista como otras pero sí que albergaba edificios de gran estilo. El recinto del campus se encontraba rodeado por extensos parques en los que los jóvenes estudiantes se reunían los días en los que hacía buen tiempo y donde más de uno emprendía sus otros estudios universitarios, es decir, los de las relaciones sociales, tan importantes como el grado académico pero complementarios de éste a diferencia de como pensaban algunos. Lo primero que se veía al salir por la boca de metro era la imponente entrada al campus universitario presidida por el majestuoso edificio de la Facultad de Ciencias. De corte neoclásico, estaba dividido en dos cuerpos independientes separados por un espacio central ocupado por unos jardines que daban una gran amplitud al conjunto. Las dos partes del complejo, si bien independientes, guardaban una simetría perfecta y estaban dominadas por sendas torres rematadas con cúpulas de pizarra. Pero si había un elemento que destacaba sobre los demás eran las columnas, que, en grupos de dos, soportaban el techo de una galería que se extendía por el perímetro de cada edificio. Aquel edificio cumplía con una doble función: estética y simbólica, su apariencia daba la sensación de encontrarnos ante un lugar donde se va a cultivar el ser humano, como en La escuela de Atenas, y dejaba bien claro a todos, estudiantes y profesores, que entre sus paredes generaciones de hombres llegaron a saber algo más del mundo y de la vida. Wilfred llegó a su despacho en el Departamento de Mecánica Cuántica sobre las ocho y quince minutos de la mañana. 32


―Quince minutos, cuarenta y ocho segundos y avanzando. Ese es el tiempo en el que te has retrasado esta mañana. ¿Algún problema con la llegada del tren o es que esta vez un cúmulo de imprevisibles factores se han concitado para que vuelvas a llegar tarde? A veces me resultas tan imprevisible como nuestro objeto de estudio ―cosas así solía decir Howard a Wilfred cuando éste llegaba tarde a su puesto de trabajo. ―La única imprevisibilidad reside en tus comentarios. Me sorprendes Howard. ¿Cómo cada día eres capaz de hacer un análisis diferente de un mismo hecho? En Howard Jacobsen tenía Wilfred a su mejor compañero y amigo. Entre ambos eran capaces de sacar adelante muchos trabajos día tras día. Su capacidad de compenetración, la sintonía y coincidencia en el método de trabajo les facilitaba mucho la labor, como buenos hombres de ciencia, las hipótesis que ambos querían contrastar eran muchas veces contradictorias y si uno podía llegar a afirmar algo en torno a un trabajo de campo concreto, el otro, rápidamente, conseguía refutar la tesis del primero mediante algún resultado que abortaba la línea de investigación del compañero. Así, en una sucesión de soluciones y errores para llegar a nuevas soluciones y, a su vez, a nuevos errores, se iban depurando los resultados. El objetivo consistía en conseguir en un plazo determinado una conclusión sobre la parte del proyecto de investigación que se les había asignado, la cual, integrada con las demás del equipo llevaría a la realización del ambicioso proyecto de Quantum Comp. El impetuoso Russell irrumpió en el departamento y con su característico torrente, desde la puerta, en una clara demostración de ansia por dar por zanjado un asunto, se dirigió a Wilfred diciéndole:

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―Sr. Connor, le espero en mi despacho. El despacho de Russell estaba al fondo del pasillo que transitaba por la segunda planta del edificio norte de la Facultad de Ciencias, no muy lejos del de Wilfred y Howard. Russell iba delante de Wilfred, el cual, a unos cinco metros de distancia, marchaba al ritmo que imponía el coordinador del proyecto. El despacho era amplio con una mesa para reuniones y otra, delante de la ventana, donde tenía su lugar de trabajo rutinario el profesor Russell. Este llegó hasta su silla y tomó asiento, su aspecto era rudo y su carácter arisco, rondaba los sesenta años y vestía una camisa de manga corta blanca con corbata azul, cuyo extremo inferior descendía por una pendiente curvilínea formada por su vientre y que llegaba hasta el sexto botón de la camisa, desabrochado éste por la tensión a la que era sometido por aquella masa grasienta. La expresión de Russell se encuadraba en un rostro marcado por el paso del tiempo, su nariz era gruesa y junto al exterior del orificio nasal izquierdo una verruga del tamaño de una pimienta había acampado desde hacía ya muchos años. El pelo decidió no seguir en su cabeza y empezó a abandonarlo con la mayoría de edad, así que su frente se sentía desguarnecida durante las frías mañanas de invierno. Russell posó los brazos sobre la mesa, cruzó los dedos de las manos y miró fijamente a Wilfred que se había sentado al otro lado de la mesa. ―Como ya le avancé ayer, llevamos dos años inmersos en este proyecto y durante estos últimos seis meses sus aportaciones no han sido las esperadas. Lo digo porque dentro de su área, tanto usted como el Sr. Jacobsen, aunque éste en menor medida, han mantenido unos niveles de actividad muy por debajo de lo deseado. Russell abrió un cajón de la mesa y de él sacó un dossier en el que ponía Wilfred Connor. Lo abrió y sacó unos papeles 34


en los que se mostraban una tabla de datos y unos gráficos. ―Ya ve ―dijo tras pasarle el informe a Wilfred mientras él se quedaba con una copia―. Si nos atenemos a su registro de operaciones en el sistema informático, y lo comparamos con los de los demás miembros del equipo, se puede comprobar que usted está muy por debajo de la media. Se hizo el silencio por unos segundos mientras los dos revisaban los datos del documento. ―Bien, Sr. Russell ―dijo Wilfred tras tragar saliva y comprobar que su boca estaba seca como el asfalto al sol del verano―. Sólo tengo que decir que tuvimos un problema durante el mes de mayo, justo cuando el sistema se cayó repentinamente al averiarse el servidor. Eso provocó que perdiéramos gran parte de los datos que teníamos registrados hasta esa fecha. ―Sr. Connor, reconozca su falta de rendimiento y asúmala. Estas cosas que me acaba de contar no son más que un montón de excusas ―decía Russell mientras su frente se comprimía al ritmo de las observaciones que le iba haciendo a Wilfred―, sabe perfectamente que el servidor guarda una copia de seguridad de todo lo que se va grabando en el sistema. Es más, si esto no fuera así, todos los miembros del equipo habrían mostrado la misma tendencia, pues, como conoce, la avería afecto a toda la red interna. Las aseveraciones de Russell dejaron al pobre Wilfred sin argumentos. Su silencio fue entendido como una especie de asunción de culpa, tras el cual prosiguió el Sr. Russell con su retahíla. ―El próximo viernes tendrá lugar la reunión del Consejo de patronos del proyecto, al cual tendré que acudir yo como 35


coordinador y responsable del mismo. Allí tendré que rendir cuentas del estado en el que se encuentran los trabajos y de las previsiones de tiempo necesario para que los resultados empiecen a salir a la luz. En ese momento, el tono de Russell empezó a descender y el ritmo en el que articulaba las palabras se fue sosegando cada vez más para trasladarle su decisión a Wilfred. ―Evidentemente, uno de los principales componentes del equipo que no está funcionando es usted. Realmente no sé los motivos, pues le considero el elemento más brillante del proyecto, pero aun así sus aportaciones son casi nulas. Lamento decirle que transmitiré esta opinión al Consejo para que ellos decidan. No tengo más que decirle. Gracias. Russell se giró en la silla y orientó su mirada a la pantalla del ordenador que tenía a la derecha en su mesa. Con este gesto daba por terminada la conversación sin dejar ni siquiera un turno de réplica a su subordinado. Wilfred recibió el mensaje y, cabizbajo, dio los buenos días como expresión de despedida y se marchó de nuevo a su despacho en el Departamento de Mecánica Cuántica.

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En el momento en el que Wilfred retornaba al Departamento de Mecánica Cuántica, Howard estaba preparando el informe que debía ser presentado en la próxima reunión del equipo que se celebraría a inicios de la semana siguiente. Wilfred entró con delicadeza y cerró la puerta tras él. Howard esta36


ba sentado frente al ordenador y al escuchar el leve portazo se giró hacia la puerta y, con verdadera curiosidad por saber qué había pasado, observó con atención el aspecto de Wilfred. Se le veía abatido, algo le decía en su ser que los acontecimientos en poco tiempo iban a dar al traste con sus planes. Uno de ellos, el principal, ya había sido presa de los elementos la noche anterior. Le quedaba, al menos, la investigación que llevaba a cabo en el proyecto Quantum Comp., gracias a él podía ver satisfecha su inquietud investigadora, pero había apostado por un valor de alto riesgo con la dedicación a su trabajo particular y al final podría haberse esfumado todo. La conclusión a la que llegó Wilfred era francamente desoladora: «Soy un fracasado. He perdido a mi esposa, he empleado un tiempo y un esfuerzo incalculable en algo que no estaba al alcance de mi mano y además voy a ser expulsado del proyecto». Esto último era lo que más desazón le provocaba en aquel instante, ya que eso de dar clases no le entusiasmaba; en verdad no era el campo de actividad donde Wilfred demostrara más destreza, él siempre había preferido la investigación y, de un modo u otro, había conseguido eludir las clases sumándose a diversos proyectos en varios equipos de científicos, e incluso hacía algunos años estuvo trabajando en un proyecto que se llevó a cabo en la sede de la NASA en Houston y al cual fue incorporado por sus conocimientos de mecánica cuántica. El interior del ser humano es a veces como un cinematógrafo que reproduce las emociones más intensas. Los pensamientos, los sentimientos son como los fotogramas que, uno tras otro, van sucediéndose para crear una escena con sentido único para el espectador y que se proyectan en la pantalla que es el semblante. A la vuelta del despacho de Russell, en la expresión de Wilfred se plasmaba la derrota y Howard, que tras tantos años de trabajo y relación en común era capaz de interpretar 37


a la perfección los estados de ánimo de su amigo, enseguida comprobó que nada bueno había sucedido. Y es que aunque aún no se había dictado la sentencia, sí que se había formulado una acusación irrefutable contra el reo que lo condenaba. Wilfred cogió una silla y se sentó a la izquierda de Howard. ―Creo que en breve abandonaré el proyecto. ―¿Te lo ha dicho? ―No, simplemente me ha anunciado que informará al Consejo acerca de mi rendimiento para que éste decida. Wilfred se echó sobre el respaldo de la silla y se deslizó por ésta estirando las piernas casi hasta la altura de Howard. Con este gesto estaba mostrando una actitud de rendición ante los acontecimientos, no podía hacer nada y se resignaba ante el destino que en el último día se había cebado con él. ―No lo entiendo, pero si ayer mismo te facilitó los planos del primer prototipo. Algo que confió en ti por tus conocimientos… Si es así estarán tirando por la borda a una de las mejores cabezas de este equipo. ¿Cómo puede juzgarte de esa manera el incompetente de Russell? Cada vez ese individuo me provoca más asco. Howard sentía repugnancia por la forma en la que Russell había alcanzado los puestos que desde siempre venía desempeñando en la universidad. Nunca había destacado en nada pero siempre había conseguido ser jefe de algo. Como investigador era un desastre y sus conocimientos de física no habían pasado más allá de las teorías clásicas, además no prestaba atención a los nuevos trabajos que se iban produciendo en la 38


comunidad científica, pues su única ocupación era medrar para obtener cargos institucionales que le apartaran de la arena investigadora. Para colmo, era un pésimo gestor de equipos de trabajo, no era capaz de liderar grupos humanos, de motivar a sus componentes, e incluso se había llegado a decir que alcanzó la dirección de Quantum Comp. gracias a un favor que hizo a un importante ejecutivo de uno de los patrones del proyecto para que su incompetente hija pudiera acceder a un puesto en la Facultad de Estudios Económicos. ―¿Sabes Howard? ―Wilfred, debido a su estado de ánimo y a la necesidad de desahogar su frustración, pasó a contar a su amigo algo que había mantenido en secreto durante mucho tiempo―. Esto puede ser un enorme palo que se une a algo que me pasó ayer ―hizo una pausa, tragó saliva, suspiró y con tono sosegado continuó con la revelación del secreto que guardaba―. No sé si te habrás fijado en las carpetas que tenía justo encima de aquel archivador. La disposición del mobiliario en el despacho del Departamento de Mecánica Cuántica donde trabajaban era sencilla y funcional. La habitación no era muy amplia, tenía dos mesas de escritorio enfrentadas y separadas por un espacio suficiente como para no verse agobiado. Sobre las mesas se encontraban sendos ordenadores y tras ellas unas sillas regulables que se ajustaban a la posición de los científicos que pasaban horas frente a la computadora. La mesa de Wilfred estaba orientada hacia la puerta del departamento, mientras que la de Howard daba la espalda a la entrada. Alrededor del despacho había estanterías con colecciones bibliográficas de importantes autores de física cuántica y, en el lienzo de pared donde se encontraba la puerta, varios muebles archivadores de aproximadamente un metro cin39


cuenta de altura ocupaban ese espacio para no dejar nada desaprovechado. En uno de esos muebles era donde Wilfred tenía depositados los perecidos legajos sobre su peculiar proyecto científico. ―Pues sí, veía que algunas veces estaban ahí y otras no ―comentaba Howard como sin dar importancia a lo que contenían aquellas carpetas―. Supuse que eran cosas tuyas y nunca me dio por echarles un vistazo. ―Bien. En dichas carpetas tenía registradas una serie de operaciones que había realizado en papel acerca de algo que durante toda mi vida me ha inquietado. En ese momento, para tratar de llamar la atención de su interlocutor, Wilfred se incorporó en la silla acercándose a su amigo. ―Te conozco desde que trabajamos juntos aquí y no alcanzo a comprender qué cosa puede causarte tal fijación ―respondió Howard. ―Quizás no sea el momento de contártelo, pero ayer me llevé para casa esas carpetas a las que me refiero y otras que tenía guardadas en mi mesa ―Wilfred no hizo una detallada descripción de lo acontecido la noche anterior, pero sí que resumió a Howard lo que más o menos le sucedió―. Cuando llegué a Templeton Lane, justo en medio del vendaval de anoche, los papeles se me cayeron y volaron con el viento ―hizo una nueva pausa, tomó aire y continuó―. No sabes lo que contenían las hojas que ayer perdí. ―¿Qué puede ser eso tan importante y que tanto tiempo te ocupa?

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La impaciencia se iba apoderando de Howard mientras su compañero iba contando tales cosas. ―Verás. Tan solo te voy a avanzar cuál ha sido mi hipótesis de partida ―Wilfred hizo una pausa para tratar de hilvanar sus explicaciones de la forma más clara posible para su amigo y compañero―. En nuestro mundo estamos constreñidos por una serie de dimensiones, que son aquéllas que realmente percibimos, esto es, las dimensiones espaciales y la temporal. Ésta última siempre avanza en un mismo sentido. Por tanto, si nos podemos mover hacia arriba y abajo, hacia delante y atrás, hacia la izquierda y la derecha ¿Por qué el tiempo tiene que ser unidireccional? Esta era la principal conjetura de la que partía Wilfred. Nada nuevo para la física teórica desde hacía mucho tiempo. ―¡Venga ya! ¿No me estarás hablando de viajar en el tiempo? Sabes que si hubiera alguna posibilidad para ello sólo cabría hacerlo hacia delante ―sentenció Howard de forma casi dogmática. ―Me sorprende querido amigo que un científico como tú esté tan cerrado a todo tipo de hipótesis ―le replicó Wilfred. De esta forma se empezaban a sentar las bases de un interesante debate que surgiría tras las insinuaciones de Wilfred. ―No, únicamente utilizo la navaja de Occam y elimino todo aquello que no son más que memeces. La cita de Guillermo de Occam resulta de lo más pertinente entre algunos científicos para descartar complejas explicaciones de los fenómenos, en vez de otras alternativas que resulten más sencillas y lógicas.

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―¡Por favor, Howard! No hay que ser tan reduccionista. La exclusión de los enunciados de una teoría porque ésta se pueda elaborar de una forma más simple, no le da mayor certeza a la misma. Pienso que no hay que descartar nada. A veces la explicación más compleja también puede ser la verdadera. Así transcurrían normalmente las discusiones entre los dos compañeros, empezaban hablando sobre la revelación de un secreto y acababan tratando temas relacionados con la filosofía de la ciencia. ―Bien pensado, me gustaría saber cuál es esa teoría tuya para así poder desmontarla como si de un frágil castillo de naipes se tratara. En eso consistía el reto de Howard, quería saber qué estaba pergeñando su amigo para refutar su trabajo punto por punto. En el fondo, este ejercicio no suponía más que el intento de un viejo amigo por salvar a Wilfred de la depresión en la que se estaba sumiendo. Si conseguía borrar esas ideas de su cabeza, lo ayudaría a superar su frustración y a centrarse en lo que verdaderamente importaba: el proyecto de la computadora cuántica. Aunque la curiosidad innata de los hombres de ciencia hizo a Howard incurrir en el error no intencionado de dar pábulo a las ideas de su colega. ―¿Y tienes ya algo avanzado? ―preguntó Howard con cierto interés por saber más acerca de la teoría de Wilfred. ―Sí y creo que bastante, de hecho, en breve quería reunirme contigo en el estudio de casa para explicarte mi teoría. Y ahora, como sabes, mi trabajo de tantos años se ha esfumado con la velocidad con la que un rayo destruye un árbol, ya que ayer decidí arrojar la toalla. No creo que merezca la pena. Otros vendrán que puedan dedicarle tiempo al asunto, o que tengan 42


medios suficientes para ello e incluso mayor capacidad intelectual. Puede que hasta el proyecto de ordenador cuántico para el que estamos trabajando, cuando esté desarrollado, venga a resolver las paradojas que hoy en día nos estamos planteando. De todas formas, creo que mi papel en este asunto ha concluido. Wilfred se sentía como el capitán de un navío que se ha de enfrentar a los elementos en una mar embravecida, incapaz de contenerlos por razón de su insignificancia ante la magnitud de las fuerzas desatadas. También fueron los elementos los que dieron al traste con sus investigaciones. ―Ahora bien, sigo pensando en que si de lo que hablas es acerca de viajar en el tiempo en teoría sólo cabría hacerlo hacia delante, hacia detrás los viajes son imposibles, si así fuera, estaríamos asistiendo a una constante visita de turistas del futuro y yo todavía no he visto a ninguno ―comentó Howard como queriendo cambiar de registro después del discurso derrotista de su querido amigo. ―No me refiero a las clásicas hipótesis tratadas por la literatura de H. G. Wells... Querido Howard, nuestro mundo es un misterio que puede esconder una relación de fuerzas aún por descubrir y que si se averiguan, harían cambiar por completo las teorías vigentes y nuestra forma de contemplar la realidad ―con esta reflexión de Wilfred, ambos compañeros daban por concluida la reveladora conversación y se dispusieron a continuar con su trabajo.

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