Las bicicletas no son para El Cairo - 2ª edición

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Emilio FerrĂ­n

Las bicicletas no son para El Cairo


© de los textos: Emilio González Ferrín © de la ilustración de la portada: Inmaculada Delgado Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-940091-1-2 Depósito Legal: SE 3708-2012 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es




/al-aagalaat/: 1. Las prisas. 2. Fig. (egipcio) Las bicicletas.



Capítulo 1 Como joven que prometía mucho más de lo común, lo habían enviado a Egipto por un año, con el fin de mejorar su dominio del árabe. Lawrence Durrell, Mountolive. 1 Por una parte, está aquella mudanza al barrio de Maadi. Respondía a una doble recomendación ―mudanza y barrio― de la oficina comercial para la que trabajaba. Había sido cosa de Olivier: un funcionario extranjero de tu nivel, un entorno adecuado a tus costumbres... Por otra parte, está la historia de Naçira Saïd, durante aquella primavera en pleno invierno; la leyenda urbana sobre el puente de Zamalek y la chica montando en bicicleta, sin más vestuario que su sonrisa al viento, brazos en cruz, ojos cerrados... No; ése no es el comienzo adecuado. Por una parte está El Cairo, el de siempre y que nos sobrevivirá a todos ―eternidad, divino tesoro―. Por otra parte, hay un hombre abrazado a la nada, al todo dejado atrás. Una frente, aún joven, pegada a un cristal; un deseo de pasar inadvertido hasta que ―dijo ella― las montañas parezcan nubes de lana cardada, mariposas dispersas. Es probable que el enfoque no importe demasiado, al fin y al cabo. Quién sabe... Puede que, con la perspectiva adecuada, esto sólo resulte un cúmulo de historias sin más, y no el único relato de una traición prefijada, concentrada en una culpa clara y firme. Después de todo, la narración siempre puede diluir el veneno de lo pasado. Basta con explicar lo producido como 9


ocurrido, presentar detalles de un modo aislado, o incluso relatar una misma historia con las suficientes perspectivas distintas. Producirá la sensación de encontrarnos ante historias diferentes... Nuevo intento: por una parte está el principio, con todo lo demás pegado a él en sucesiva consecuencia, como una cuesta abajo inevitable. La causa de las cosas; el convencimiento de querer olvidar el conjunto cerrado de todo aquello en lo que una vez pudiste haber creído por la mera visión, puro embeleso, de unos ojos que se aparecieron entre las paradas de Mar Girgis y Sadat, en el vagón inadecuado del metro cairota. Por otra parte, está el final. La certeza del miedo ―¿el miedo a la certeza?―; resquemor al saber que, cuando ni siquiera dices adiós, es porque ya llevas tiempo fuera, lejos, de vuelta a donde la vida no pueda rozarte. Por una parte está esa vida y El Cairo. Por otra, lo intrascendente de seguir respirando, acto reflejo, inconsciente, animal, prehomínido.

Por una parte está cuanto se jura, y por otra se envejece...

El camión de la mudanza llegó a su hora. Es decir, cuatro horas y media después de lo prometido. Doce y media de la mañana, sol de justicia en la acera inexistente de la calle 9, en el barrio cairota de Maadi, y esa recurrente sensación de algún error de traducción. Porque tal retraso era impensable; espeso, el largo silencio. Pero si incluso tenían su número de móvil. No podía ser: empleó casi diez minutos sólo para fijar la cita con exactitud; argumentando que a primera hora de la mañana ―a las ocho, llegó a escribir varias veces en la servilleta de la cafetería Groppi―, no hay mucho tráfico en la calle ―eso creía él entonces, antes de zambullirse y convertirse, para siempre, en parte ínfima del bucle orgánico, sisífico, del tráfico cairótico―. Además, a esa hora, el justo sol del mediodía aún no oprime a las mentes contra ese suelo milenario. ¡Qué gran verdad!; qué alarde de comprensión. Qué 10


listo, el jawaga éste, parecían decir las caras de sorpresa de los transportistas. De acuerdo: a las ocho; sentenció el extranjero, autocomplaciente, retrepándose orgulloso en la silla del Groppi. Silla de casino, asiento con la imagen de una Cleopatra ―Kulubatra― en fingida taracea pintarrajeada, tocada con sus adornos de reina, pequeña serpiente elevándose desde su frente de perfil. Tan kulubatra como casi todo lo que había conocido en esos primeros meses cairotas: sillas como esa, tabaco, pensiones, zumerías, agencias de todo tipo se llamaban, indefectiblemente, Cleopatra ―kulubatra―. Doce y media de la mañana, pues. Aquel sol de justicia, aquella calle 9 del barrio de Maadi sin asfaltar, camión de mudanzas que llega tocando el claxon y asomando a sus pasajeros, los transportistas, medio cuerpo fuera de la ventanilla, saludando como si trajesen el pan a un campamento de refugiados hambrientos. Camión que se atraviesa en la calle, impidiendo el paso desde entonces a todo lo que no sean transeúntes, bicicletas o motos. El extranjero, el jawaga, frente a su nueva casa desde las ocho de la mañana pactadas, se baja saltando de la acera ―por llamar de algún modo al barranco de piedra que separa al portal de la arena grisácea del arcén―. Saludos de práctica familiaridad, ni siquiera excusas por el retraso. Abrazos y tandas de besos de los transportistas al bawáb, el portero ―que surge de la nada, con su garrote, su galabeyya azul raída, su bufanda y gorrito de saidi, cateto del sur―; más abrazos y besos del policía ―que pasaba por allí― a los transportistas, del portero al policía. Más de veinte millones de personas en El Cairo, y siempre se conoce todo el mundo. Carcajadas, historia larguísima del portero al policía, ambos cogidos de la mano. Ágil movimiento de escena; siete hombres en total, esquivando a motos que pasan, a señora de negro con niño en 11


pijama, a horcajadas éste sobre su cadera derecha. En esa mano lleva la señora una bolsa de plástico verde, sobresale gran mata de perejil. Con la izquierda, lleva sujeta sobre la cabeza una especie de jaula plana, con pollos. Estallido de ínfimas plumas. Intentos vanos de prisa occidental, paciente sonrisa paternal oriental: que la prisa es shaitán, el diablo; que vamos al lío, que ¡ya’ Muhammad!, ¡abre el camión...! Que no se abre, que sí, que Abdel Halím tiene la llave, que no la echó, que no hace falta, que nunca se echa, que yo sé cómo se abre, que tengo un primo mecaniqui, que vaya tontería, que también yo soy mecaniqui, que desde cuándo, que le des ahí, pero fuerte..., que el policía grita a los coches que sueñan con pasar, atrapados como moscas en la compacta miel de tiempo egipcio. Sin mucha fe, los conductores; sin tanto genio ya, el policía. Enésimo melodrama callejero en su punto álgido: rechoncho agente avanza con fingido enfado hacia los que esperan, walkie-talkie en mano, imposible que funcione, con esa roña. Contra todo pronóstico, por fin se abre el enorme camión, atravesado en la calle 9..., y ¡sorpresa! Sólo contiene cinco sillas del comedor y una bicicleta. El jawaga no puede, no debería creerlo. ¡Pero así es!, parece oírse en grave exclamación de las nubes. ¡Pero así es!, parecen gritarle todas las momias habidas y por haber, desde sus tumbas abiertas y profanadas. Porque no se trata del extranjero frente al naufragio de sus cosas de este mundo, sino de él frente al Destino, con mayúscula; esa enorme losa universal pulimentada en El Cairo, tras siglos de erosión anímica por efecto de la arena del desierto. Todo el Libro de los muertos, la paciente sucesión de dinastías faraónicas, millones de crecidas y decrecidas del Nilo; toda la Historia Antigua condensada para joderlo esa mañana. ¡Pero así es!...: sólo cinco sillas. Aparte del resto de sus pertenencias ausentes, él tenía seis sillas la tarde antes, cuando vio todas sus cosas en la calle por última vez. ¡Qué lejos 12


queda ya esa tarde del día anterior, frente a su antiguo portal, ya paraíso perdido! Vuelve a mirar el fondo oscuro del enorme vehículo, por si fuese un truco preparado entre el cansancio y sus ojos. Hay algo más: efectivamente, cinco sillas y una bicicleta caída de lado, en el suelo del camión; su bicicleta negra, aún por estrenar, regalo de última hora de una novia sin sentido del contexto cairota, aprovechando la gratuidad de la mudanza, por obra y gracia de la Oficina Comercial contratante. Radios brillantes ―ese día ya no tanto, hay que decir―, preciosa grafía blanca sobre la barra central. La poca dignidad en la postura de aquella bicicleta volcada, inerte; el deshonroso giro hacia arriba de la rueda delantera, por efecto de la presión del suelo en el manillar, como pidiendo ayuda, a modo de res desbaratada en el suelo por una excesiva cornamenta, víctima propiciatoria, a la espera de su destino final. El jawaga contempla, atónito, la bicicleta nueva, ya desahuciada, la ausencia de sus muebles, el vacío de sus cosas de este mundo...: ya está en El Cairo. El tal Muhammad baja una de las cinco sillas. Ceremonioso, limpia su tapicería de terciopelo beige con un trapo del camión, lleno de grasa con solera faraónica, kulubátrica. Parte de la grasa se queda en el asiento de la silla. Muhammad planta la silla en medio de la calzada. Sin atisbo de sorpresa, las motos la sortean. Los coches no; no pueden pasar, con el camión atravesado. El policía grita ahora más: por mucho que piten los que crean que tienen derecho a atravesar aquella calle, nadie va a hacerlo ―wallahi-l-aazím; lo jura por Dios― hasta que él lo diga, hasta que sus amigos descarguen. Extranjero ―guiri ingenuo; lo dicho: jawaga― que va hacia la silla solitaria, rara, alienígena allí plantada, sobre la arena ayer del desierto, ahora en la calzada de la calle 9 del barrio de Maadi. El extranjero 13


claudica, accede y se inclina para sentarse, mirando la mancha de grasa sin expresión; ya está rendido, vendido. De nuevo: ya está en El Cairo; han sido varios meses allí, para llegar por fin esa mañana. La mancha nunca saldrá, piensa el jawaga mientras se sienta en la silla en medio de la calle, a invitación del solícito Muhammad; consciente de que tal mancha pasará ahora a su pantalón ―chinos color beige claro―, y que ni por asomo son el mayor de sus problemas. Porque en ese camión falta un apartamento entero, enorme salón más dos dormitorios, completamente amueblado, decenas de cuadros, unos doscientos libros, lámparas, camas, sillones... Más de tres horas tardaron sólo en calcular el volumen del camión que debía contenerlo todo, zarandeando cada mueble como si fueran enormes maracas camufladas, por fin desenmascaradas. El día anterior, al completo, se había empleado en bajar las cosas a la calle... A regañadientes, había pagado a un tipo para que durmiese junto a sus cosas, allí, en medio de la calle. Que no pasa nada; que en El Cairo nadie roba... El jefe de aquella cuadrilla parece, por fin, comprender la cara del boquiabierto jawaga. -¡Ah!; el resto...; llegará después, in sha’ Allah. Pero no te preocupes; esto lo subimos nosotros... Y, por cierto, effendi...; ¿puedes pagarme ya la mudanza? Tengo muchos gastos, seis niños, un problema en la cadera, mi mujer perdió la cabeza a la muerte de su madre, que en paz descanse... La voz del tal Muhammad envuelve al extranjero. Lo hipnotiza. La eterna consecución de frases lo acurruca y el hombre que está convencido de haberlo perdido todo se siente atraído inevitablemente por algún invisible sumidero en el 14


suelo, hacia cuyo centro avanza sin resistencia, en centrípeta atracción de recorrido circular, en vueltas cada vez más cortas, más livianas... 2 Ella, Naçira Saïd, era de El Fayyúm, una ciudad al sur de El Cairo. Sin sentir por ello mayor vocación ni trascendencia. Sin un especial apego al lugar o el momento de nacer en un entorno en el que vivir era, simplemente, sobrevivir. Sin siquiera la amargura por ello, ya que no estaba sola en esa suerte de orfandad: una gran masa humana compartía con ella no sólo esa poda resignada de orgullo por ser quien se es ―ser humano en el tiempo―, sino incluso un cierto alivio por comparación, frente a otra masa humana, aún mayor, cuya supervivencia estaba diariamente en peligro. Quizá no habían llegado aún esos días de la edad en los que se miran las cosas con ojos provisorios; en los que la vida parece querer apuntalarse en un pasado que, así, cobra algún sentido. Quizá tampoco había llegado aún el tiempo en que alguien te hace mirar hacia el interior de tu propio entorno. De momento, ella sólo miraba hacia afuera, con la prisa ―ya tensa― de sus veintiséis años. Recordar la edad que tenía hacía llorar a su madre ―solterona, yerma, habladurías...― y hacía sonreír a su padre, el bueno de Gamal. Un tipo peculiar, pensaría ella siempre. Tierra de extremos, la suya: mucho llorar y mucho reír, pero poco sonreír, sin más. Veintiséis años ―rememoraba ella, paso acelerado en su paseo por la cornisa del Nilo. A su edad, Latifa Zayat ya había pisado la cárcel. Ese pensamiento la llenaba de envidiosa desazón. No tanto por la poética de la contra-corriente carcelaria, como por la seguridad del sentido de una vida ajena, por contraste con la nimiedad de la suya propia. Latifa Zayat, ya 15


fallecida, luchadora a favor de los derechos femeninos, a cuyo homenaje asistiría ella esa misma mañana al final de ese paseo, debió sentir ―con triste intensidad― un largo embudo de decepciones en su lucha: primero, nosotros frente a los británicos. Luego, nosotros contra el dictador. Más adelante, nosotras contra vosotros. Y finalmente, yo contra vosotras. Esa última fase debió de ser la más descorazonadora: destilada la razón de una cierta lucha feminista, el hecho de percibir que ―precisamente― eran las mismas mujeres las que desconfiaban de la libertad, del desapego culto frente a la superchería doméstica. Latifa Zayat había perdido la guerra feminista frente a batallones de compañeras que no veían en el velo su enésima cadena... Ella, Naçira Saïd, veintiséis años, cornisa del Nilo, cayó en la cuenta de que debía su paso presuroso a tantos flecos que aún quedaban, tras aquella lucha de la feminista Latifa Zayat y tantas otras. No caminaba con prisa porque la tuviera, sino porque debía fingir que la tenía; debía demostrar a los transeúntes con los que se cruzaba, a los coches que la pitaban, que ella no era una paseante. No era una puta buscando ambiente por la acera del hotel Shepheards. Y caer en la cuenta de aquello la enojó: que una mujer no pudiese hacer tiempo, paseando frente a ese río, Madre del Mundo, mientras llegaba la hora del homenaje a una luchadora por los derechos de la mujer, era un fracaso social, histórico; planetario. Naçira Saïd aceleró el paso aún más. Sabía bien que un velo, o mejor dos ―si iba acompañada de una amiga― habría ocultado su pelo y actuado de vacuna frente a posibles increpaciones. Pero no estaba dispuesta a hacer concesiones un día como ese: diez años hacía de la muerte de la luchadora y novelista Latifa Zayat, y seguir con su paseo sería su forma personal de homenaje...

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O quizá no. Cuando distinguió a cuatro jóvenes que avanzaban hacia ella, y advirtió los codazos que se daban unos a otros mientras la señalaban, Naçira Saïd se tragó orgullo y propósitos, se montó en el miedo conocido, y cruzó la gran avenida de la Cornisa, sin más, alejándose del río. Aquellos cuatro tipos no la siguieron en su arriesgada zambullida por entre la marea de pitidos y frenazos de los coches, llegando sana y salva a la acera de la calle Lazoughli, por la que subió. Adentrándose en el barrio Garden City, un astuto callejeo y los frondosos árboles la harían pasar desapercibida. Puede que debiera sentir la triste pérdida de orgullo; pero la costumbre acompaña siempre. Es una adormidera de nervios saltones; una sordina de rebeldías. De acuerdo: no caminaría, no haría tiempo. Con tanta antelación servida por sus miedos, llegaría la primera y se quedaría plantada frente a la puerta, esperando a que abriesen. De nada había servido planear la salida con tanta cautela. No pasearía, sin más, por el Nilo; no se puede hacer tiempo en El Cairo; sólo puede perderse. Al principio, estaba previsto que el homenaje a Latifa Zayat se celebrase en el salón de actos de la Universidad Americana, junto al gran portalón de hierro negro forjado en su entrada por la plaza Tahrir. Y Naçira se alegró por ello: era una oportunidad de saltar a otro mundo; un espacio de mundo ajeno y abierto que se desplegaba en los límites de cuatro viejas calles cairotas. La extendida cerrazón de su mundo viejo albergaba, en pleno corazón, una pecera de tiempo nuevo: la Universidad Americana, con su enorme biblioteca. Desgraciadamente, esa pecera tenía sus días contados: ya se había inaugurado el gran complejo bunkerizado de la nueva Universidad Americana en medio de ninguna parte, en el desierto, más allá de Misr al-gedida, cerca del aeropuerto. De la antigua Universidad no quedaría 17


más que el salón de actos y un pequeño espacio, entre librería y tienda de regalos turísticos. Sería el final previsible de tantas décadas con residentes extranjeros paseando sus mochilas por los cafetines de wast el-balad, las preciosas calles del centro de El Cairo. Un barrio que fue construido para ser París a lo largo del Nilo, y que aún guardaba el estilo de los edificios de finales del XIX, el orden francés de calles y plazas. Sí: con el traslado de la Universidad Americana a las afueras, ya sólo pasearían por el centro los turistas que se perdieran al salir del Museo Egipcio, situado en el corazón de El Cairo, la plaza Tahrir. Los miles de residentes extranjeros ya habían saltado secuencialmente a otros barrios; del Centro a Zamalek; desde Zamalek a Doqqi, de Doqqi a Muhandisín, y de allí ―últimamente con gran intensidad― al barrio de Maadi. Los egipcios adinerados preferían barrios como Agouza ―al otro lado del río, pasada la isla de Zamalek―, y Heliópolis, aquel Nuevo Cairo, Misr al-gedida; residencia de los presidentes, los últimos faraones contemporáneos. Y no: no se celebraría el homenaje a Latifa Zayat en el salón de actos de la Universidad Americana, porque la inicial y anunciada asistencia de autoridades se había deshilachado poco a poco, hasta constituir un acto prácticamente familiar. Se celebraría a pocas manzanas de allí, al principio de la calle Qasr al-Ayni, en la sede de la Unión de Escritores Egipcios a la que perteneció Latifa Zayat. En su improvisado paseo zigzagueante por Garden City, Naçira Saïd pasó por la imponente Embajada Americana, con los macetones a prueba de coches-bomba y su elenco de uniformes de policía y distintos cuerpos de seguridad privada. Pasó también frente a la estatua de Simón Bolívar, e imaginó que en esa plazuela se homenajeaba a un libertador tan lejano, debido al compromiso que Egipto sentía por el alejamiento de las libertades. 18


Finalmente, accedió a la calle Qasr al-Ayni, con más de una hora de sobra hasta el inicio del homenaje. En la escasa fachada de la Unión de Escritores ya habían colgado la pancarta escrita a tres colores ―rojo, verde, negro― sobre fondo blanco. Con cuidada caligrafía y pomposo estilo fasíh, la pancarta saludaba a la gloria de quien luchó por los derechos de la mujer musulmana. A Naçira Saïd le decepcionó la apropiación indebida que hacemos del recuerdo de los muertos. Diez años ―desde que Latifa Zayat abandonase este mundo― habían bastado para que se produjese la metamorfosis del recuerdo. Una década era suficiente. Una novelista, medianamente incómoda, que se expresaba en términos genéricos de libertad, mujer, y derechos civiles, quedaba ahora atrapada por los adjetivos que la convertían en funcionaria del imaginario colectivo: mujer musulmana. Adjetivar es, siempre, restar universalidad, pensó entonces Naçira, contando los adjetivos que aparecían en la gran pancarta multicolor. La joven repitió mentalmente su nueva frase, varias veces ―adjetivar es, siempre, restar universalidad...―, complacida por el descubrimiento ―¿conclusión como revelación?― de esa gran idea. Sí, la aprovecharía para su cuaderno de poemas, de divagaciones. El tráfico en Qasr al-Ayni circulaba sólo en una dirección: hacia la plaza Tahrir. En ese orgánico cauce de máquinas, cabían cuatro o cinco carriles de coches ―dependiendo de su tamaño y cuanto sobresaliesen los retrovisores― en una constante corriente fluida que alimentaba la enorme plaza para, desde allí, bombearse coches a todo El Cairo. La plaza Tahrir, corazón cairota, desempeñaba el papel de distribuidor de automóviles por las calles de la ciudad, con su sístole y diástole organizado a la medida de veinte millones de personas. En la acera de aquella avenida de Qasr al-Ayni más cercana al río había más bulli19


cio de lo normal, incluso para la elevada escala habitual de esa zona: dos camiones de mudanza estaban parados en la calzada, ocupando al menos dos carriles. Taponando la mitad de la calle. Enfrentados en sus partes traseras, uno mirando a Tahrir y otro en sentido opuesto, las respectivas y cercanas puertas abiertas de par en par ofrecían un inmejorable escenario; permitían a un grupo de hombres representar adecuadamente una gran pelea. Gritaban sin llegar a pegarse, en ese modo cairota de controlar muy bien los niveles de enfrentamiento. Al parecer, alguien había acordado una mudanza con determinado contratista, que ahora no se decidía por ninguna cuadrilla en concreto. Era un buen procedimiento: se pelearían hasta que una de ellas lo hiciese prácticamente gratis, y entretanto todos perderían un día. Desplegada por toda la acera, se distinguía el contenido de la casa de alguien; muebles, ropa, cuadros y muchos montones de libros atados cuidadosamente con cordeles. En el escaso espacio libre entre los dos camiones, habían improvisado una reunión formal con un círculo de sillas ―a todas luces, también parte de aquellos enseres que pretendían trasladar― en las que estaban sentados los principales implicados en la pelea: apoltronado en la silla del centro, el supuesto contratista fumaba una shisha con ostensible displicencia, queriendo indicar su nada arbitrario y todo objetivo criterio final. Un chaval venteaba el tizón al rojo vivo sobre el tabaco de su shisha, y la humareda aligeraba el olor a humanidad de la abarrotada acera. Naçira aspiró sin desagrado aquella mezcla de tabaco y faraúla, almizcle con fresa. A su alrededor, y reconociendo públicamente al fumador como mandamás, muchos se sentaban y se levantaban, sucesivamente, en aquel corro de sillas. Ocupaban y abandonaban las sillas a ambos lados del fumador imparcial a un ritmo frenético; bajando el volumen de la conversación sólo para susurrar 20


a oídos del contratista: ofertas, prebendas, sinecuras, promesas futuras... No hacía falta oírlo con claridad para comprender su contenido. Más allá del círculo de sillas y de las enfrentadas puertas traseras de los camiones, con el mismo riesgo natural y cotidiano de encontrarse entre los coches que lograban pasar por el cuello del embudo de la mudanza, más gente se agolpaba en un segundo gran círculo en medio de la calzada. En el interior de ese otro círculo, se repartían turnos para montar en una preciosa y brillante bicicleta negra, con letras blancas en la barra central. Hacían sonar la bocina del manillar, y se daban clases unos a otros para manejar el cambio de piñón en el puño. Naçira Saïd cayó en la cuenta de que no montaba en bicicleta desde que tenía seis o siete años. En El Fayyúm, todos sus primos y hermanos aprendieron a montar el mismo día, alrededor de una de las enormes ruedas de hierro que accionaban las compuertas de los canales. La misma mañana en la que un tío suyo había vuelto corriendo de los campos, sin resuello, arrastrando sus viejos zapatos enchancletados, pletórico por su buena cosecha de cañas de azúcar y mejor venta. Lo había celebrado comprando una bicicleta para la familia. Aquel día, veinte años atrás, su tío avanzaba con la reluciente bicicleta nueva entre el tumulto de niños que palmeaban y reían a su paso. La pequeña Naçira era hábil en los juegos de los niños: nadaba como cualquiera de ellos; subía a los árboles y saltaba al canal columpiándose en una cuerda. Era capaz de ganar a todos los de su edad corriendo descalza, e incluso había ganado a algunos mayores, que abandonaban el desafío a media carrera, retorciéndose de risa, al ver a una escuálida niña, un perdigón, que corría a frenéticos pasos cortos y con la lengua fuera, moviendo a cada paso la cabeza con tal energía que parecía golpearse los hombros con la barbilla.

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Aquella lejana mañana en El Fayyúm, en uno de los turnos que le correspondían a ella montando en bicicleta con sus hermanos y sus primos, oyó gritos desaforados y vio cómo corrían hacia ella su madre y su abuela, agitando los brazos y desgañitándose en la carrera. Todos los niños se quedaron paralizados ante la visión, nada halagüeña, de dos obesas mujeres de negro que avanzaban hacia ellos a paso acelerado, gritando al cielo como posesas. Su madre la bajó de la bicicleta de un guantazo con el revés de la mano, y ella cayó de espaldas dando varias vueltas en el suelo. La sorpresa y el aturdimiento de todos sólo afectó durante unos segundos a sus hermanos y primos: enseguida, otro pequeño se montó en la bici y se reorganizó el turno. Pero a ella la llevaron a casa, la desnudaron, la tumbaron en la cama de sus padres, y su abuela le toqueteó el sexo con sus dedos grasientos; abriéndole las piernas, que su madre mantenía inmovilizadas. Las dos escudriñaban cada centímetro de su ropa y metían la cabeza entre las rodillas de la sorprendida niña, moviéndose el conjunto completo de abuela, madre, niña, al unísono ―como una enorme araña sobre la cama― hacia la ventana, para buscar la mejor luz. En un momento determinado, soltaron con brusquedad a la niña, y respiraron aliviadas. ¡Gracias a Dios, está entera!; dijo la abuela. La joven Naçira tapó entonces su desnudez infantil con sus manos, lentamente, con el miedo paralizante de no comprender nada en absoluto y mirándose cada parte visible de su cuerpo, sorprendida porque no fuese evidente que estaba entera, que no le faltaba ningún miembro. Aquel fue un día muy largo: después del extraño examen físico, a Naçira aún le esperaban horas y horas de agitada perorata, en relevo, de madre y abuela. Lo lejano del tiempo y la corta edad que tenía entonces, habían trastocado probablemente la secuencia exacta de detalles, pero la impresión general se mantenía. Extrañas explicaciones sobre la maldición y el miedo 22


de ser maftuha ―abierta―, miseria y soledades futuras derivadas de ello. En esa logorrea primitiva, las mujeres de la casa llegaron a establecer inesperadas relaciones entre el bofetón en lo alto de la divertida bicicleta y la forma correcta de comerse un plátano ―cortándolo― o tomarse un helado de cucurucho ―con cucharilla―. Novio, velo, hijos, paraíso, buen nombre...; todo acababa teniendo algo que ver con su error al querer montar en bicicleta. Aquella noche, tendida de lado en la cama, no tenía ganas ni de dormirse llorando. Ya tarde, agotado el día, sintió que entraba en casa su padre. Oyó a su madre llamándolo: ¡Gamal! Ella lo esperaba en vela, y él la escuchó largo rato, hablándole con desaforo, en inútil voz fingida de susurro que se oía más claramente que cualquier grito. Al final, la casa se quedó en silencio y ella sólo pudo calmarse en aquel día extraño cuando su padre se le acercó y le dio un beso de buenas noches en la frente. Plantado frente a su cama, allí de pie ante ella, su padre parecía comprender menos aún que la niña. Sólo supo sonreír y acariciarle con brevedad la cabeza, pero al menos eso permitió a la joven Naçira dormir tranquila. Naçira Saïd no había vuelto a pensar en todo aquello en veinte años, como tampoco había vuelto a montar en bicicleta. Un destello de nuevo homenaje personal a Latifa Zayat ―o, al menos, a cuanto representaba― le aceleró el pulso al verse aún capaz de meterse en aquel círculo, arrancarle la bicicleta a alguno de esos inútiles, y pedalear un rato por aquellas calles. Tras respirar profundamente, su imaginación se desvaneció al distinguir, fijos en ella, los ojos lujuriosos del portero, el negro bawáb contemplativo, que calibraba la virtud de la joven desconocida con mirada expectante, sentado él en una silla a la puerta de la Unión de Escritores. En lugar de bajarse de la acera, subirse la 23


falda ―que llevaba hasta los tobillos―, y ponerse El Cairo por montera en lo alto de una bicicleta, Naçira Saïd reaccionó como sabía que debía hacer. Se pegó a la pared, clavó sus ojos en el suelo, y se puso a respirar como había aprendido que hacían las mujeres virtuosas: cuasi-suspirante; de un modo doliente, fingiendo angustia vital, sacrificio uterino. La hembra egipcia volvía a su redil. Su adecuada pantomima surtió el efecto deseado, siendo la escena contemplada por alguien más: una señora gruesa, encantada con sus curvas y su pelo coqueto arreglado ―con exageradas vetas rubias agrupadas en mechones ligeramente ondulados y recortados por encima de los hombros― observaba de reojo a la joven que, al parecer, se sumaba al homenaje. La rubia estaba junto a otras dos señoras. Aquellas tres debían ser las organizadoras, la esencia del ambiente familiar reconducido en el homenaje a Latifa Zayat. La señora en cuestión insistió en sus miradas a Naçira, hasta que decidió acercarse a ella. -Haces bien; mirarlos directamente les da alas. ¿Vienes al homenaje? No te había visto por la Unión de Escritores... Naçira reconoció enseguida a aquella despachada señora: Radwa Talal, psiquiatra de unos sesenta años, reconocida feminista que contaba con una columna semanal en el periódico AlAhram, y colaboraba en otras numerosas publicaciones. Naçira había leído el artículo que Radwa Talal había escrito ese mes para la revista Hiyya ―versión en árabe de Elle―. En el artículo, Radwa Talal mostraba una muy descafeinada semblanza de la homenajeada Latifa Zayat. Con todo, aquella semblanza había permitido a Naçira estar en el homenaje esa mañana: ante las reticencias de su tía, el prestigio de un acto organizado por Radwa Talal había sido determinante. 24


-En realidad es la primera vez que vengo ―contestó Naçira a la prestigiosa psiquiatra―; y no por ser escritora, aunque me encantaría serlo algún día... Sólo quería dedicarle una mañana a Latifa Zayat en este homenaje... Radwa Talal la miró fijamente. Se había quedado con la reserva de esa chica hacia lo de ser escritora: -¿Cuántos años tienes? -Veintiséis ―respondió Naçira―. Sí; a mi edad, Latifa Zayat ya había pisado la cárcel...

La psiquiatra sonrió ante la humildad culpable de la joven.

-Eso es cierto... ―comentó Radwa Talal―; si lo que buscas es la cárcel, en este país hay mil y una formas de conseguirlo. Naçira sonrió agradecida ante la argumentación de la señora Talal. Desde luego, era una estupidez valorar el hecho en sí de la cárcel, incluso por encima de lo que quiera que hubiese hecho para acabar en ella. Naçira cayó en la cuenta ―abochornada―, de que ni siquiera sabía la causa de tal encarcelamiento. -¿Estás casada o prometida? ―preguntó Radwa. -No ―contestó Naçira, y con ello incrementó el bochorno que ya estaba en curso de convertirse en abierto rubor―; me temo que... -Nunca temas nada por el estilo ―cortó la célebre psiquiatra―; yo tuve la inmensa suerte de enviudar a los diez años de matrimonio. Tengo un hijo que ya hace su vida, y yo tuve oportunidad de poder vivir la mía. Pero no suele ser común... En tu caso, lo más normal es que aún estés gozando de una li25


bertad que se acabe pronto. ¿Cómo te llamas? -Naçira Saïd ―contestó, y ante la cara de pensativa de Radwa, como tratando de recordar si podía conocer a su familia, la joven prosiguió―: somos de El Fayyúm. Vivo en Abbasiya con mis tíos... -En tal caso, Naçira Saïd, agárrate a mi brazo y entremos. Luego llamaremos a tus tíos para que te quedes a comer con nosotras. ¿Tienes móvil? No vayas a despistarte después, que necesitamos a jóvenes como tú, que aparecen por sí mismas en un acto como éste, sin velo ni ínfulas de arreglar el mundo en dos días. -Claro, aquí te apunto el número... ―y, en medio de su azoramiento por verse, de pronto, a las puertas del mundo en que soñaba desde que empezó a contemplar El Cairo a través de los ojos de una mujer, Naçira Saïd abrió su bolso, arrancó una hoja de su agenda, y garabateó con prisas su nombre y el número de su móvil. Radwa la esperó mientras escribía, tomó la nota, comprobó que entendía la letra, y la guardó cuidadosamente en su monedero. Eran las once de la mañana. Faltaba una hora para que se celebrase el homenaje a Latifa Zayat en la Unión de Escritores de la calle Qasr al-Ayni, y Naçira Saïd se alegró de haber llegado con tanto tiempo; de haber tenido la suerte de conocer a Radwa Talal. Al pasar con ella junto al portero, mediante reojo femenino cairota, infalible, supo por su actitud que ese bawáb ya la consideraba mujer virtuosa y miraba hacia otra parte. Casi en frente de ellos, algo empezó a moverse de repente en la multitud. Un grupo de hombres comenzó a cargar sólo uno de los dos grandes camiones. Una hora después, de todo aquel tumulto ya sólo quedarían en la calle el contratista, uno de los dos camiones ―vacío―, cinco sillas en un corro, y 26


el grupo que se turnaba para montar en bicicleta, jugándose la vida por entre los coches que pasaban. -Maganín ―dijo Radwa Talal, mirando al corro de la bicicleta, poco antes de entrar con Naçira en el portal―; están locos; al-aagalaat mesh maamúla li-l-Qáhira. Las bicicletas no son para El Cairo. Naçira Saïd asintió sonriente, queriendo darle la razón a su nueva amiga. Y en su fuero interno estaba de acuerdo; otra cosa era el pellizco que sentía precisamente por ello, por la certeza de lo poco universal que era el universo; las cosas que no estaban hechas para un tipo de gente, en un sitio determinado y un tiempo concreto. Para ella, allí, y entonces, por ejemplo.

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