La crisálida de jabón

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© De los textos: José Luis Morera © Del diseño de la portada: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Maquetación: Martín Lucía Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-943077-9-9 Depósito Legal: SE 1908-2014 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


La cris谩lida de jab贸n Jos茅 Luis Morera

Ediciones En Huida Colecci贸n El refugio Volumen 4



La crisálida de jabón José Luis Morera



Para Luc铆a y Mario, por llevar a su hermana en el coraz贸n sin haberla conocido



Nana

Por tus calenturas mis duermevelas. Porque te quiero mi sueño entero. En tus rizos primerizos erizados mis dedos, Y en la noche enemiga alzado en centinela. Yacen en tus mejillas lágrimas trasnochadoras. La luna quiere acunarte hasta la aurora. Suenan acordes de relojes oxidados, y en el tictac se desvanecen, mis párpados desencajados. Porque te quiero tu llanto guardo. En mis manos la calma, en mi voz mi alma. Porque te quiero tu sueño anhelo. La luna espera impaciente, la nana que duerma la noche. Porque te quiero mi sueño espera. Robar tus lágrimas quisiera, que rodaran por mis mejillas agradecidas. Remedio que a tus quebrantos combatiera. Porque te quiero, duerme mi cielo.

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S

on las dos y cuarenta y cinco de la madrugada. Es veinte de junio de dos mil cuatro y tengo a mi niña muerta en mis brazos. Ya no respira. Está despeinada, con sus ojos cerrados y una tranquila sonrisa en la cara. Es la hora en que el destino ha previsto que el silencio me atrape con sus garras de hielo. No hay nadie a quién recurrir ni palabras que me salven del atronador soplo de la muerte. La madrugada se vuelve inexistente y me deja a Sara encima con su pijama rojo envuelta en sábanas blancas. Ese rojo me acompañará toda mi vida, al igual que su cuerpo inerte. A mi alrededor mueren los sonidos antes de tocarme. Me he convertido en nada y el aire que respiro se me atraganta. Siento como se paraliza la sangre de mis venas y mi corazón me maltrata desde dentro. Un grito se fragua en algún rincón de mi pecho esperando el momento de asustar a la misma muerte. Hasta hace un minuto era joven. Por fin, nada más, estoy llorando. Mis lágrimas me duelen, y mis sollozos, y mi vida. Desde hacía dos años y diez meses, rondaba en mis ventanas el olor del final. Siempre supe que llegaría y mantuve la duda del cuándo y del cómo, pero el silencio rondaba mis sueños como sonar del destino, alimentando cualquier insomnio y destrozando cualquier atisbo de esperanza que pudiese albergar alguna tabla huérfana en un inmenso océano de cosas inexplicables. Se agarró al latido de este mundo tantas veces como ese silencio se acercó a nuestra casa. Sus dedos de araña no se han soltado de la vida hasta que el merecido descanso la ha convencido del abandono. No tengo derecho a quebrantar su sueño permanente y mi empeño por devolverla a mis días es más una despedida que un 11


verdadero socorro. Llegan los equipos de emergencia pero su alma ya acaricia mi techo. Yo sé que está muerta. No hay forma de recuperar un hilo perdido de una alfombra mágica cansada de volar. Los sanitarios están en la habitación haciendo todo lo posible para no tener que mirarme a la cara y confirmar una noticia que ya para mí es una realidad. Estoy sentado en un rincón, miro hacia arriba con ansias de encontrar el azul de los ojos de mi pequeña Sara. No encuentro ese cielo en el que me he sumergido tantas tardes de espera. Me he escondido una y otra vez en esa encarnación del color añil, buscando respuestas o algún cariño. Ahora sus párpados están cerrados. El médico, el enfermero y el técnico se afanan por ser merecedores de su trabajo, pero después de media hora de vago intento les ruego que paren y la liberen de tanto cable inútil sobre las viejas cicatrices. Siento la necesidad de acabar con la lejanía de los dos metros que me separan de ella. Ya no habrá más operaciones, ni que luchar para conseguir un medicamento, ni que rogar a directores de hospital ni a enfermeros arrogantes, ya no habrá que llorar por seguir adelante, ya no habrá pequeñas risas, ya sencillamente, la siento, pero no está. Mi alma se retuerce y me pincha muy hondo traicionándome como Judas. Ese alma con el que aseguramos querer, me está manejando como un proxeneta desde que la muerte se ha asomado al interior de mis ojos y ha dejado su tarjeta de visita. Un alma enemiga y frágil, que se empeña en abandonarme y se rompe en tantos pedazos que no puedo imaginar en qué momento podré recomponer el barro en que me he convertido.

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Mara, vaga por la casa como si entre el salón y el dormitorio hubiera un gran laberinto de sombras. La locura agarra sus palabras y se deja proteger por la ingenuidad como un inmenso escudo contra lo que está ocurriendo. Escuchaba sus lamentos de fondo mientras intentaban reanimar a nuestra hija, asomaba la cabeza a la habitación sin mirar hacia la cama y deambulaba sin rumbo en cien metros cuadrados. Siento la tensión de su rostro como si el miedo se hubiera convertido en algo material. Certificado el final, sin embargo, su sangre se templa aportando cierta serenidad a un llanto antes ido y la casa gana con el abrazo a aquella que ha dado sentido a su vida. Una lágrima interminable cae por su rostro como un manantial en todo su esplendor, y aunque sus gritos rasgan estos eternos minutos, no hacen mella en la daga infame y en el manto alargado del sonido ausente. El mundo se acaba en nuestros brazos, en su pelo alborotado. El enfermero habla de autopsia, pero el médico, con el informe de la niña en las manos, le pregunta que para qué, que no es necesario. A mí me da igual. Que hagan lo que tengan que hacer. El peso de los papeles aleja cualquier duda. Las sirenas que vinieron en nuestro auxilio, se van a salvar otras vidas. Somos espectros bajo las garras de una fiera. No sopla el viento, no pasa ningún coche, no se escuchan en el patio las risas de otros días, las persianas tintineantes se han paralizado, en el pasillo se escucha el eco del nombre que se escapa de nuestra boca. Desde ahora y hasta que lleguen todos, transcurrirá la última oportunidad para abrazar a nuestra hija sin ser observados. Ya no la vestiremos más, los últimos besos están contados y las ganas de seguir se han cortado como el árbol viejo que estorba. Mara, en 13


medio de su letanía permanente, elige un traje azul a juego con su mirada, ya apagada tras sus párpados. La peina con afán exquisito, como si no fuera a despeinarse jamás. ¿Cómo se puede peinar a una hija muerta? Es parte del martirio que aprieta nuestra existencia y con el que necesariamente conviviremos. Está dormida hasta el extremo y la arropo en mi pecho con ansias de irme con ella. Los que van llegando forman el fondo de este esperpento en el que me hallo. Todos quieren coger a la niña pero no dejo que me la quiten ni un segundo. Nadie podrá separarla de mí. Es mi niña y no puedo despegarla de mi piel. Todos lloran menos yo. Veo las piernas de todos, sus zapatos. Van y vienen. Soy incapaz de levantar la cabeza. Cada vez son más. Escucho su dolor. Mis ojos se refugian en el suelo. Soy incapaz de mirar a nadie. Llegan los servicios funerarios, trago saliva y la abrazo aún más fuerte. Me levanto y camino con decisión como si en mi casa no hubiera nadie. Siento las caricias en mi espalda. Mientras hablo con ellos la niña se queda con su madre. Quiero acabar, les pido que entren. A Mara no le quedan fuerzas para retenerla y me pregunta si después podrá volver a cogerla. Le digo que sí, pero sé que no. Se escucha el mantra de su boca en cada rincón por encima de todos los demás. Dejo mi tesoro en el ataúd pequeño, blanco resplandeciente, casi de juguete. Vuelvo a llorar, los gritos me salen de lugares escondidos en mi cuerpo; el sonido me asusta. En esa caja no solo va su cuerpo, también el nuestro y todos los recuerdos. Abandono a mi niña en aquellas tablas forradas de seda, como si fuera a despertarla más tarde. Inmediatamente después se la llevan.

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Hace tiempo soñé que esta noche me atraparía con las manos atadas a mi espalda. En aquel sueño algo oscuro se acercaba, pero allí, en lo irreal, el silencio no llegaría a atraparme, no llegaría a cubrirme de su repugnante olor a mansedumbre. Entonces el miedo y el fuerte bombeo de mi corazón contra las paredes de mi pecho me ayudaron a abrir los párpados. Ahora, esa sombra me tenía cogido y el suelo estaba muy lejos para salir corriendo. Miro hacia atrás y veo tres años de una intensa persecución, de un hecho que me encumbró como padre y como persona a costa de una niña que solo tuvo la oportunidad de vivir hasta este preciso momento. En el espejo tras estos largos minutos solo veo harapos rodeando mis ojos. ¿Por qué sigo aquí? Soy grande, gordo y fuerte, pero no encuentro mi cuerpo, no siento el tacto de mis dedos; no puedo hablar. Se me ha encogido cualquier intento de articular algo que no sea un lamento. En mi interior navega a sus anchas el vacío.

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Diario de Sara

En Cádiz a 7 de agosto de 2001

L

as sensaciones y sentimientos estaban en la habitación completamente personificados. Podían respirarse, tocarse, compartirse. Llegaba el momento de centrar lo mejor que podíamos tener, de vaciarse, de secarse, de vivir por ella. Estaba allí, tan frágil y dulce, tan sucia y, al mismo tiempo, alargando sus brazos como queriendo abrazar su existencia. Toda tan pequeña. Su cara, miraba la extrañeza de un lugar inundado por destellos de una luz desbordante y por voces desconocidas, pálida por el esfuerzo pero dejándose hacer, como si en el fondo supiese que tenía que ser así; no lloraba. En el centro, otra mirada, de búsqueda, de una radiante emoción, que estaba por encima del dolor de momentos atrás, se envolvía en la madurez y en el amor; una mirada que merecía la pena guardar siempre en la memoria. Sara, entre las sábanas verdes, encontró el reposo merecido en el pecho de su madre, recuperando entre ellas la unión que durante nueve meses había sido tan íntima. Su mirada tranquila marcaba la profundidad del momento. Un momento desconocido e insignificante para el resto del mundo pero infinitamente importante para nosotros. 17


Fui el hombre más feliz del mundo. Había vivido emociones intensas, pero el nacimiento de mi hija no se podía comparar con nada. En los primeros días se instaló en mi cara una sonrisa inquebrantable y permanente. Aunque a todos los que se acercaban, los recibía con atención y agradecimiento, lo cierto es que solo tenía ojos para mi pequeña. Me quedaba horas mirándola. Desde que la tuve por primera vez en brazos mis prioridades se fueron colocando de forma diferente. Las obligaciones dejaron de tener la urgencia que hasta entonces habían tenido. Me ponía muy cerca de su cara y la escuchaba respirar. De repente abría los ojos y allí estaba yo, esperándola. Afortunadamente la niña nació en plenas vacaciones y aún tenía muchos días por delante para disfrutarlos con las dos mujeres que habían contribuido a cambiarlo todo. Mis manos son grandes, aunque sujetándola sentía la inseguridad de tener algo demasiado frágil para un bruto como yo. Todos los mimos eran pocos para mi reina. La niña nació delgada, aunque larga. Tenía, sin embargo, unos cachetes generosos y unos ojos de color azul intenso que no cabían en su cara. Las abuelas se aventuraban a decir que más adelante cambiarían de color. Una nariz pequeña, quedaba en el valle formado entre los dos cachetes. Las manos eran muy peculiares porque tenía unos dedos muy largos y unas palmas muy pequeñas. Su barbilla, escondía un hermoso pliegue que sería fácilmente rellenable con papillas de cereales. El pelo negro disimulaba unas orejas ligeramente despegadas. Mi padre, con la mejor intención, no paraba de decir que la niña dormía mucho y que no era normal, que aunque era pequeña debía tener más movilidad. En broma me gustaba decirle que 18


no iba a ser tan nerviosa como él, hipertenso de toda la vida. Era verdad que la niña no tenía demasiada actividad, pero la veía tan bonita que no le daba demasiada importancia a los comentarios que mi viejo repetía una y otra vez. Mara estaba radiante. Quizás nunca merecí a una mujer como ella y con su niña en brazos, parecía completar un sueño. Desde pequeña quiso crear un hogar diferente al que había conocido y tuvo claro qué no podía faltar en su futuro y, sobre todo, qué había sobrado en su pasado. Creció sin el cariño de su madre, la señora Eulalia, y con un padre, don Julián, ausente casi siempre, que aparecía en momentos intrascendentes. El espacio que había albergado su niñez fue una casa vieja y fea en la que todo el mundo pasaba pero en la que nadie se quedaba a observar las inquietudes de la pequeña de la familia. Tenía dos hermanos mayores, uno que casi nunca estaba y que desaparecía constantemente, quizás buscando otro núcleo en el que olvidar las carencias de su corazón, y otra, la mayor de los tres, que se sentía a gusto entre aquellas paredes viejas y que gozaba del favor de su madre. Por si fuera poco, estaba el intruso. Sí, el hermano borracho de doña Eulalia, con el que nadie hablaba, ni siquiera esta y que ocupaba una de las tres habitaciones como si fuera un mueble más. Aquella casa fue construida con la intención de albergar a los que sufrieron la explosión de Cádiz en mil novecientos cuarenta y siete, pero la provisionalidad pronto se transformó en perpetuidad y treinta años más tarde muchas familias seguirían ocupando aquellos bloques. Edificaciones de mala calidad que sirvieron al régimen para mostrar su cara amable, pero que pronto desenmascararon grietas im19


portantes en las fachadas y deficiencias técnicas. A los cuatro años ya eran casas viejas, que nadie tenía la responsabilidad de arreglar. Mara había crecido sin color en aquel espacio, con losas de barro rojo en el suelo, con muebles siempre de segunda mano, con sillas todas diferentes y sin lavadora. El lebrillo fue culpable de muchos ratos perdidos en la minúscula terraza. Daba la sensación de que todos vivían de prestado. La ropa venía de otras casas. Nunca entró madera nueva, ni colchones, ni electrodomésticos. Todo había sido de otros. Podría pensarse que hasta el cariño tenía que venir de fuera y que mientras no fuera así, no existirían ni besos ni abrazos ni conversaciones afectuosas. Mara creció sola entre todos los demás. La superficialidad navegó en los años en los que jugaba a mirar los días desde el balcón. Después del colegio nunca salía. El barrio, inmerso en muchos problemas económicos, se había ganado con creces la nota de marginal por su alto nivel de delincuencia y por ser la esquina de la ciudad a la que acudían todos los drogadictos a por su dosis de heroína. Era peligroso, sí, pero había otros barrios, había otros lugares en los que jugar y correr, y en los que ella nunca pudo ser libre. No salir era no tener amigos, ni días especiales. Sin duda el carácter de Mara se forjó en la soledad hasta que un hecho imprevisto cambiaría radicalmente las cosas. Su hermana, a la que sus padres adoraban, se quedó embarazada antes de contraer matrimonio. Don Julián y doña Eulalia no tuvieron más remedio que sufrir la decepción en silencio. La nueva situación provocó una boda repentina y el exilio durante algo más de un año de los dos pequeños al salón para dormir en un sofá cama, mientras su habitación volvía a albergar a un nuevo extraño, que afortunadamente resultó

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ser un hombre amable y trabajador que se pasaba la mayor parte del tiempo fuera. Por un lado, Mara perdió la intimidad de la parte de arriba de la litera en la que hasta entonces se había dedicado a soñar, pero por otro, algo maravilloso vino a acariciar su corazón. Con trece años sintió la llamada de la maternidad. Su sobrina la socorrió de la indiferencia. La pequeña María nació con el síndrome de Down. Tras los estudios genéticos pertinentes no hubo ninguna causa que justificara una copia extra del cromosoma 21 y, por tanto, este hecho fue fruto tan solo del destino. Con sus manitas gorditas, sin apenas nariz y con un pelo fino, aquella pequeña cambio la rutina embaucadora de un sinfín de días en los que para Mara nunca pasaba nada, más allá de las continuas discusiones con su madre. Cambió la forma de ver las cosas. El balcón dejó de ser interesante y el vacío se llenó con mariposas de colores. Siempre sintió que era la principal fuente de estimulación de María, aunque con el devenir de sus otoños sabría que la que verdaderamente había sido una tabla en su océano perdido fue la niña. Mara se sentía querida por primera vez. La niña no llamaba a su madre, sino a su tía. Lo que se fraguó en esos primeros años cimentaría una relación especial entre ellas para toda la vida. Empezó a sentir pronto el anhelo de una familia propia, en la que no tuviese que exiliarse siempre que otro ocupara su hueco. La recién llegada supo sacar cariño de doña Eulalia y de don Julián, pero ese cariño ni siquiera acarició de pasada a los que nunca habían contado. Conocí a Mara cuando tenía quince años en un centro socio-cultural abierto por las religiosas de María Inmaculada muy cerca de su casa. Ambos íbamos a clase de mecanografía con la 21


hermana Encarnación, una viejita regordeta muy simpática que nos reñía cuando nos equivocábamos e incluso nos daba algún coscorrón cuando teníamos un mal día. Todo era perdonable por el aprecio que se ganaba con su sonrisa. Había una sala en la que nos quedábamos cuando terminaban las clases y con maestría las monjas fueron involucrándonos en otras historias, que acabaron por ser madera de boj que se quemaría lentamente. Nos convencieron de que en el mundo estaba todo por hacer y que nosotros teníamos la oportunidad de participar. No perdimos el tiempo, crecimos con conciencia. Aquella sala se convirtió en un hogar y las tardes se pasearon por nuestros veranos sin darnos cuenta. Vinieron las excursiones, el trabajo, la solidaridad, las salidas, la compañía, la libertad de hablar, el respeto y la amistad. Entre aquellas paredes decoradas para los jóvenes, Mara vivió intensamente una ilusión. Por primera vez, se preocupaban por su vida. Al principio era extraño que alguien le preguntara por sus exámenes, por su tiempo, por sus inquietudes, pero se acostumbró pronto. Empezó a tener amigos en aquel reducto dentro del sufrimiento de su barrio. Este núcleo fue la primera referencia en la que cimentar su futuro. Sin darse cuenta, quiso encontrar algunas de las cosas que estaba descubriendo en aquel centro juvenil en su propia casa, pero esa búsqueda la hacía exigente e incomprensible para una madre que se había pasado la vida cuidando de su padre. Doña Eulalia vivía para mantener a don Julián a su lado. La ataba la idea de que este se fuera. Ya había abandonado a otra mujer con la que había tenido siete hijos, a los que había olvidado a pesar de vivir relativamente cerca de ellos, y a los que había hecho desaparecer 22


como por arte de magia. Este secreto, era una piedra en la cabeza de todos esperando caer en cualquier momento y que, en cierta forma, presionaba el corazón de Mara, que tuvo que afrontar esta historia bien entrada en su adolescencia. No llegaba a imaginar que tenía siete hermanos repartidos por el mundo cuando su infancia había colgado el cartel de «no hay billetes» para acompañarla. Aquel poder de su padre sobre todos, aquella amenaza invisible, anuló a su madre, que no quiso sentir la soledad y pagó el precio con la sumisión y la entrega absoluta, olvidando en el camino los detalles de amor con sus propios hijos. ¿Acaso fue un descuido no dar un abrazo o un beso, o preguntar por las notas, o por los compañeros de clase, o por lo que necesitaban? No, rotundamente no. Solo había dos cosas que trataban de recordarle a Mara continuamente, una que no se quedara embarazada como su hermana y la otra, que se pusiera a trabajar. Nunca confiaron en sus estudios ni en sus posibilidades. Tampoco en las de su hermano. Por lo visto, la única salida era quitar mierda a las señoronas venidas a menos de la ciudad. Pero no, no fue así, el destino descubriría otra historia en la que aquella niña cenicienta encumbraría a una mujer capaz de afrontar castillos de babel. En aquellos años primeros, Mara fue mi amiga. No muy dada a las palabras acunaba las mías siempre, dando cobijo a mis inquietudes y miedos. El hilo de voz con el que yo la conocí comenzó a ser cada día más grande en una adolescencia que fue rebelde cuando sintió cariño en todas partes menos donde realmente le hubiese gustado. Pronto empezó a compartir con los demás lo que era y su conquista comenzó por despertar en mí la necesidad de 23


verla cada tarde. Empecé a escucharla y nunca imaginé que tenía tantas cosas que contarme. Conocía secretos que nadie imaginaba en aquellos ojos de colores. Según la luz tenía tres o cuatro colores diferentes rodeando sus pupilas. Quizás ese arco iris auguraba el remolino de los años que estaban por llegar. En cualquier caso, el conjunto era un verde que iluminaba su generosa sonrisa en un rostro pequeño. Fui descubriendo a una persona con carácter, intuitiva, generosa, con espíritu independiente, curiosa y entusiasta, pero al mismo tiempo envuelta en cierta timidez y en un contexto gris. Hubo tardes en las que solo existíamos nosotros y algunos días la orilla de la playa cerraba acariciando nuestros pies. En esos secretos lanzados al horizonte de la bahía, mostró sus carencias, pero también me demostró que sabía realmente lo que le gustaba. Nació cariñosa, no lo aprendió, no tuvo un hueco, ni demasiados recuerdos, pero sabía dar el abrazo apropiado. En sus largas horas a solas tuvo que llenar lo que le faltaba con su imaginación y al final consiguió aprender a dar una caricia para dejar huella con acuse de recibo. No me ganó por K.O., lo hizo con puntos ganados en los minutos que pasábamos juntos. Era evidente que su ropa siempre le quedaba grande o pequeña, y nunca me deslumbró con artilugios ni complementos. Sus dieciséis años acabaron con mi rendición. Fueron aquellos ojos de gata los que me hipnotizaron para que la protegiera. Así lo sentí en los primeros momentos de un noviazgo nacido de la amistad. Yo que siempre me había sentido querido por los míos, entendí que debía ocuparme de su corazón inhabitado y sin puertas. Nuestro amor no nació solo. Nuestras conversaciones parieron proyectos. Empezamos a trabajar en el barrio. Los

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niños fueron vida para nuestros sentidos. Había que hacer algo en aquellas calles en las que la zozobra se estaba apropiando de la juventud. Pronto ganamos confianza. La parroquia de hojalata nos cedería sus salones para trabajar cada sábado en ocupar el tiempo ocioso de los mocosos con camisetas de tirantes manchadas de innumerables sustancias. Aquello ya nos pareció un gran logro, teniendo en cuenta al cura pijo que habían colocado en la parroquia provisional de chapa. Quizás con ello calmaba su conciencia. ¿Por qué la Iglesia es tan torpe en la organización de sus efectivos? Lo cierto es que había un abandono de muchos de aquellos niños en las aceras esperando que pasara el caballo de Troya por sus venas. En aquel año murieron cuarenta y dos personas de sobredosis en las calles del Cerro del Moro. Nombre que de entrada suena a olvido y a apáñatelas como puedas. Quisimos intervenir. El primer día de convocatoria de los talleres que habíamos preparado había sesenta niños en un salón destinado para veinte. Fue un fracaso, pero sin duda menor al del siguiente sábado en que el número fue aún mayor. El aluvión se vino abajo para nuestro alivio. Al principio solo pusimos sentido común, pero los gritos, los desafíos, las amenazas de los minúsculos tiranos, nos hicieron formarnos. Con el grupo de cuarenta que siguió con nosotros pudimos trabajar durante todo un año. Mara se ocupaba sobre todo del taller de manualidades. No era extraño verla con pintura en la cara, con barro en la ropa o plastilina en las uñas. Las paredes empezaron a decorarse de mierda. Había señales de pintura por todas partes. Aquello era vida. Recuerdo llevar a dos niñas a casa de Mara en su primera comunión para quitarles los piojos antes de vestirlas con

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trajes arreglados por la hermana Angustias, que hacía tiempo se había convertido en una especie de madre espiritual para nosotros y un referente entre los vecinos. Aquello era lo que buscábamos. Las monjas nos habían enseñado a mirar el mundo de forma diferente y sin darnos cuenta nos fueron soltado las manos para que pudiésemos caminar solos. Al esfuerzo primero vinieron a sumarse otros jóvenes, con nuevas ideas y con gran poder de convocatoria. Alguno de ellos acabaría por formar parte de los amigos de verdad. Una nueva mentalidad, quizás más madurez, una visión de futuro, acabó por hacerse grande con el nombre de Proyecto Imagina. El proyecto Imagina era otra cosa, iba más allá de lo que habíamos hecho hasta el momento. Se convertiría en un punto de encuentro para los niños, pero también para los padres, que aunque al principio fueron reticentes acabaron por abrirnos las puertas de sus casas e incluso las de sus corazones. El objetivo era claro, para cambiar el barrio no solo había que cambiar a los niños, también había que educar a los padres. Fue una sorpresa ver la mesa de los voluntarios en la primera reunión del Proyecto. Nunca he visto tanta ilusión en un grupo de personas. No había jefes. Todo fue como no podía ser de otra forma. Recibimos la ayuda de Cáritas y de la asociación de vecinos, porque todos vieron la grandeza de lo que estábamos creando. Tras unos meses de trabajo, el problema comenzó a ser el espacio. En muy poco tiempo los locales de la parroquia se quedaron pequeños. Pero no paramos. Conseguimos cosas. Un edificio deshabitado e independiente que formaba parte del colegio público Adolfo de Castro, que tenía acceso directo al enorme patio en el que los escolares hacían el recreo, se puso a

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nuestro servicio por gentileza del Ayuntamiento. Afortunadamente nuestra petición la hicimos poco antes de que se celebraran elecciones en la ciudad y una negativa por parte del equipo de gobierno no hubiese sido una buena carta de presentación en nuestro barrio, máxime cuando, por parte de todos los agentes sociales que ya venían trabajando en él, se valoraba positivamente lo que habíamos iniciado. El sábado dejó de ser el único día esperado por todos, fue necesario trabajar otros días de la semana. La tela de araña que estábamos tejiendo nos unía aun más. Dejamos de ser niños y casi jóvenes. En uno de aquellos veranos decidimos irnos a Melilla, a otro Cerro, en la parte alta de la ciudad, junto al barrio hebreo, en medio de una población mayoritariamente musulmana, aunque en la que también vivían judíos, cristianos e hindúes. Allí, en un punto perdido, las monjas tenían una casa que era prácticamente de misión. Estaba dividida en dos partes. Una, un edificio blanco de tres plantas en la que vivían las religiosas y en la que había varías habitaciones amplias, un patio interior, una guardería y clases para la alfabetización de adultos. Otra, un edificio de una sola planta que servía de comedor en el desayuno y que también se utilizaba para impartir clases hasta la hora de ir a la playa. Entre los dos edificios había un descampado que hacía las veces de campo de fútbol, de salón de actos o de cualquier actividad que precisara un poco de espacio. Las monjas caminaban por las calles como velas encendidas a las que se venera. Le daban la comida a más de cien niños musulmanes desahogando las precarias economías de aquellas personas desintegradas en un país que les era ajeno. Fuimos más de veinte los monitores que, llegados de distintas 27


partes de España, nos encargamos de las distintas actividades. Mara trabajó muy duro en la guardería y en la alfabetización de las chicas mayores y yo en el acompañamiento de un grupo de niños durante todo el día. Entre todos los pequeños Sarita me conquistó desde el principio. Era muy poca cosa, quizás no pesaba más de doce kilos, aunque casi alcanzaba los cinco años. Formaba parte de un grupo de siete que me habían asignado y con el que tenía que estar hasta que el sol descansaba por completo. Los días eran ásperos, bañados por una brisa africana, pero pintaban de azul la pobreza entre la que nos encontrábamos. Aquella niña fue especial, una lagartija que se me enredó al cuello y que pasó a ocupar el lugar de mi mochila. La tuve encima todo el tiempo, clavándome sus huesos y dejándome marcas por todas partes. No paraba de hablar. Me contaba que su padre era un borracho que le pegaba a su madre, que tenía un hermano enfermo con una cabeza muy grande que nunca salía de casa, me decía que yo era muy bueno pero que por ser cristiano me moriría en el año dos mil. Durante nuestra estancia encarcelaron a su padre por algún delito anterior. La hermana Eucaristía, una religiosa que llevaba tanto tiempo en aquel lugar que hasta su piel morena podía confundirse con cualquiera de la de sus vecinos, me llevó a su casa. El salón lo era todo. No había nada más. Allí se apilaban tres colchones finos, que se extendían en el suelo por la noche, unas cajas de cartón llenas de ropa y una alfombra roja gastada hasta el extremo. La cocina estaba empotrada en una de las paredes laterales. No logro recordar si había algún tipo de nevera o dónde pudiera estar el servicio. Tampoco recuerdo ningún juguete en ningún sitio, ni nada que pudiera servir a los niños de distracción. El

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conjunto reflejaba decadencia, una pobreza absoluta. Todo estaba muy oscuro e incluso tardé un poco en acostumbrarme a la falta de luz. Fátima, la mamá de Sarita dio un fuerte abrazo a Eucaristía y a mí me regaló algo parecido a una sonrisa inclinando la cabeza. Su rostro se mostraba como una flor mustia apagada por la falta de un mínimo cuidado. Aquella mujer joven, vivía tan solo esperando el final de una condena, que se fue fraguando desde el día en que fue obligada a casarse con un hombre que le doblaba la edad y que antes del matrimonio ya estaba contaminado por el alcohol. Su cara, de no haber servido de saco a su marido aún seguiría siendo bonita. En un rincón, tapado con un paño que hacía las veces de cortina, estaba Ebraín. Tenía una enfermedad, al parecer metabólica, que no había sido diagnosticada ni tratada porque a juicio de sus padres era un castigo divino por los errores pasados. Era más pequeño que su hermana. Tenía la cabeza más grande que el resto del cuerpo. No andaba, ni hablaba, no veía. Solo escuchaba. Y qué podía escuchar en aquel lugar. Semanas después moriría sin saber qué era la música o el sonido de las olas, ni el viento, ni la lluvia. Afortunadamente se fue con el sonido de revoleteo de su hermana, pero lamentablemente también con los gritos del borracho y con el llanto roto de su madre. Sarita no lloró su muerte, al menos públicamente, tampoco sintió que se llevaran a su padre. Me daba la sensación de que había aprendido a asumir la adversidad porque esta ya estaba en sus genes. Sus ojos se mostraron incapaces de trasladarme la marabunta de emociones contenida en su pequeño cuerpecito, pero detrás de aquella mirada había una niña mayor que se agarró más fuerte desde entonces a mi pelo.

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En aquella cima quedaba todo por hacer. Un paseo por sus improvisadas calles evidenciaba la opulencia de algunas casas, levantadas junto a chabolas que no aguantarían el siguiente día de levante. Coches de alta gama, como si fueran aderezos de una fiesta, aparcados frente a puertas que se caían mostraban claramente el movimiento de dinero que implicaba el tráfico de drogas. Aunque las familias nos miraban con rareza, apreciaban tanto el trabajo realizado por las religiosas que pronto se acostumbraron a vernos por sus calles, e incluso, antes de marcharnos algunos vecinos del barrio hebreo nos invitaron a comer. Hicieron varias fuentes de cuscús salado, sacaron las alfombras a la calle y seguramente nos ofrecieron más de lo que debían, sin pensar quizás en las despensas vacías para los días siguientes. Buscaron tenedores en todas las casas de la misma calle. Me sentí acogido en un suelo de tierra amarilla con un té moruno que me costaba mucho tragar por su sabor excesivamente dulce. Sentado allí, no me pareció estar en mi país. Aquella experiencia, inmersos entre culturas y rodeados de niños, fue un baño de agua caliente en un mundo en el que tratamos de soportar el agua fría de corazones helados. Nos paramos. Observamos a la gente. Sentimos el agradecimiento. Descubrimos. Nos quisimos más. La jornada era estresante. Mara cuidaba a los más pequeñitos por la mañana y por la tarde enseñaba a leer a muchachas musulmanas cuyas familias les permitían esa licencia. Algunas recorrían largas distancias a pie hasta llegar a la casa. Evidenciaron desde el principio que no se puede cortar las alas a quien quiere aprender y que hubiesen sido alumnas aventajadas en cualquier instituto de no ser por absurdas costumbres arraigadas en mentes atemporales. 30


En la playa, además de batallar con una plaga de medusas enormes, se me escapaban los niños, perdían los zapatos, las mochilas, las toallas, el respeto. En la comida, que realizaban en un viejo comedor militar en la misma playa, no había problemas, se lo comían todo, no protestaban por nada. Les hacía verdadera ilusión que les rebujáramos los refrescos. Al final de la tarde, se duchaban con un manguerazo en el patio de la casa. Después volvían a sus pobres casas hasta la mañana siguiente. Mara y yo no teníamos demasiado tiempo para estar juntos, casi no nos veíamos, pero había miradas de encuentro que me arrebataban. Acabábamos el día destrozados. El escenario restaba valor a las palabras. Antes del abrazo de Morfeo, las conversaciones sobre el trabajo realizado y las historias con los niños eran la antesala de los besos guardados en las horas en las que trabajábamos en la distancia. Me despedí de los niños. Mi Sarita saltamontes, se subió de un salto a mis brazos. Empezó a llorar y me apretó muy fuerte gritando que no la abandonara, que quería que yo fuese su padre, que la metiera en mi bolsa. Le prometí que le enviaría un regalo y se quedó llorando con Eucaristía. Ya no volvió a mirarme. Me destrozó por completo. En el fondo sentí que verdaderamente la estaba abandonando en un mundo que no me pertenecía. Realmente la hubiese llevado conmigo. En el barco de regreso, cuando Melilla solo era un resplandor, supe que si algún día, tenía una hija se llamaría Sara. Aquel saltamontes me había marcado mucho más que lo yo pude aportarle en aquellos días de calor.

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A la vuelta, seguimos trabajando en nuestro Cerro, pero tuvimos que dejar un hueco importante a los estudios. Me quedaba un año para terminar la licenciatura de Derecho. Mara, tras realizar la formación profesional de Técnico Administrativo, iniciaba la diplomatura de Ciencias en Educación. Sin embargo, no aguantaba más en su casa y un largo proyecto de formación no parecía la mejor solución para sobrellevar los conflictos diarios. Doña Eulalia fue sembrando la independencia de Mara. Esta nunca la necesitó para salir adelante y además su madre empezaba a estorbarle. Estaba cansada de hacerle la cama a su hermano y de reservar determinados alimentos para los hombres de la casa, de las losas rojas y de las sillas prestadas y, sobre todo, de las continuas discusiones. Quería vivir otra historia y se estaba forzando una salida. Tenía el derecho a creer que sus noches podían ser diferentes. Así me lo dijo y así lo hizo. Fue una decisión en la que no intervino nadie más que ella. ―«Me voy»―. Yo supe que se iría. No traté de convencerla. Y además lo hizo muy pronto. La vida, a veces, te tira un salvavidas y te aferras a él sin mirar atrás. Las monjas le ofrecieron trabajar como monitora en unos cursos de Formación Ocupacional. Empezó a trabajar en septiembre. En octubre vivía sola. La noticia no fue bien recibida por doña Eulalia, que por primera vez en su vida se dio cuenta de que su hija pequeña existía y estaba por encima de todos. Nadie preguntó por qué. Todos buscaron a alguien a quien culpar. Aquello no podía ser una decisión personal, aquello era un complot para alejar a Mara de su familia. Como líder de la maquinación me situaban a mí, con el que nunca tuvieron demasiado afecto, aunque siempre los respeté y jamás in-

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tervine en ninguna de las peleas de las que fui testigo. Además, la decisión tenía que estar arropada por un grupo mayor, mi familia. Ese fue el inicio de una campaña de celos enfermizos que nos haría mucho daño y que me proporcionaría una ocasión para conocer el lado más negro de mí mismo. Resultaba que la niña abandonaba el hogar, que la adoraban, que tenían que protegerla, que... se les escapaba de las manos la posibilidad de recibir algún dinero de su sueldo. Estaba convencido de esto último. ¿Era tan difícil mirar hacia atrás para ver lo poco que habían aportado a la mujer que se empeñaba en volar por encima de las nubes? Seguro que nunca, más allá de sus protestas, le pedirían disculpas por las caricias no dadas y perdidas porque, entre otras cosas, no eran conscientes de que hubiesen sido necesarias. Doña Eulalia se limitó a exigir explicaciones. Ni en lo más hondo de su corazón podía imaginar que ella era la única causante del vuelo de su polluelo más inconformista. Los malos, capaces de empujar a su hija del nido, estaban fuera. En general para ella y para don Julián los malos siempre estaban fuera. Los siete hijos abandonados. La mujer abandonada. El hermano borracho. La hermana loca de doña Eulalia. El que dejó embarazada a su hija mayor. El médico que se equivocó con el síndrome de Down de su nieta ―que según decían había cambiado a la verdadera―. El hijo cada vez más desaparecido. La novia del hijo desaparecido. La familia de la novia del hijo. Mi familia. Su hija pequeña. Yo. Ser padre no te atribuye un certificado de propiedad. Los hijos crecen individuales y solo se logra cierta autoridad moral si se lucha por estar dentro de su corazón. Desde luego, se queda fuera 33


aquel que no escucha las cosas apasionantes que los hijos son capaces de vivir. Tendrá hueco el que acompañe, con intervenciones que irán de más a menos conforme aquellos vayan adquiriendo conciencia. En el proceso debe haber una presencia física del amor que se dice que se siente. Por qué no se exterioriza el cariño o un beso o un enhorabuena o un qué te pasa o un problema o un sentimiento. En el camino debe haber manifestaciones, no silencio. El que calla no da. El que guarda no hace sentir. ¿Quizás por ignorancia? No. Todo el mundo debe saber dar un abrazo. La huida de Mara provocó la impaciencia de su madre. Su hija se iba y se propuso darle todo lo que antes se había guardado. En cierta forma, la nueva situación no era natural, pero de haber venido con sinceridad, un solo beso le hubiese puesto fin a la ausencia de recuerdos. Pero no. Todo se hizo difícil y forzado. Comenzaron las quejas, las descalificaciones, las críticas y la escapada se convirtió en acoso. Muchísimas llamadas. Visitas. Control. «Hoy no estabas y las persianas estaban abiertas. ¿Qué pasa, es que no has querido abrir la puerta a tus padres?». Otro día, «¿por qué te has ido, no imaginabas que íbamos a ir?». A veces tenía que tragar más saliva de la cuenta para mantenerme callado, intentando pasar por encima de una mujer que no me aportaba nada, pero que tenía la habilidad de incomodarme solo con su presencia. Las lágrimas derramadas por Mara en las primeras semanas de su independencia no evitaron la grandeza de sentirse orgullosa por haber conseguido poner color a sus días. A pesar de su familia, tenía una casa para ella sola y gozaba cada instante de un olor diferente, de una luz que entraba como una cascada en 34


un estanque tranquilo. Le sobraban habitaciones y podía respirar su futuro. Vivir sola supuso el arrepentimiento de no haberlo hecho antes. ¿Por qué había aguantado un techo que nunca fue para ella? Con veintitrés años enmarcaba otros aires, dejando aparentemente el lastre que tanto tiempo había supuesto la falta de todo. La casa se alquiló amueblada y solo tuvimos que comprar algunas cosas. Era la última planta de un edificio de doce. La altura daba más esplendor a la aventura, y al mismo tiempo más vértigo. Las vistas a la bahía proporcionaban el fondo adecuado a la libertad. Desde entonces yo vivía a caballo entre mi casa y el improvisado nido de amor de Mara. Llevaba mi mochila a cuestas y aunque no quise arrebatar las noches a mis padres, lo cierto es que la mayor parte del día me sentaba en el ventanal del ave fénix y trataba de aprobar las últimas asignaturas que me quedaban de una carrera que se me hacía cuesta arriba. Crecer en lo nuevo era maravilloso. Me gustaba la casa. Creamos un mundo lleno de emociones. Los primeros espaguetis. La primera limpieza. Los primeros muebles. Las primeras sensaciones de convivencia. La primera colada. El primer día de compras. Despertarse por primera vez con la luz de aquella ventana. El abandono. El Edén. El descanso. El consuelo. En una de mis llamadas a la hermana Eucaristía, me informó de que mi Sarita saltamontes ya no vivía con su madre. Los servicios sociales de Melilla habían concedido la tutela a la Gota de Leche, una fundación que trataba de dar cobijo a niños y ancianos desamparados. Fue un descanso para aquella niña que quería vivir y no encontraba una tabla en el mar rancio en el que le había tocado nadar. Quizás así aprendiera a usar aquella mirada para algo útil. 35


¿Se abriría un camino distinto a la tragedia de su ADN o el destino no le daría una oportunidad a aquella niña pellejosa? Desde luego sus pestañas largas y su sonrisa dulce merecían otro rumbo. Sería difícil seguirle la pista en la maraña de los días llenos de rutina, y en la distancia estaba seguro de que no volvería a saber de ella. Pensé en su madre, en aquella sonrisa desgraciada que me mostró en nuestro encuentro. Qué sería de ella. Nos casamos en pleno invierno, poco después de terminar la carrera. Empecé a trabajar como docente en un instituto de Formación Profesional, cuya titularidad correspondía a las religiosas con las que habíamos crecido y a las que tanto debíamos. La alegría que me supuso ese trabajo y el largo noviazgo precipitaron en unos meses nuestra boda. Llenamos aquel día de detalles. Invitamos a los niños del Proyecto Imagina. Algunos se sentaron en ropa deportiva en las primeras bancas de la iglesia. Para ellos fue una actividad más. El altar que nos acogió, por supuesto era el de nuestro barrio, aunque era una parroquia completamente reformada que no tenía nada que ver con la de chapa en la que doce años antes habíamos empezado a trabajar. Lo cierto es que, aun siendo nueva, seguía siendo tan humilde como un cáliz de madera. Había un ambiente festivo. Era una de las primeras bodas que se celebraban entre aquellas paredes, las flores pintaban todo de blanco, la luz de las pequeñas vidrieras entraba con fuerza proyectando paneles multicolores sobre los manteles blancos y sobre la figura de la Virgen de haya clara. Se llenó por completo. Muchos estuvieron de pie. Le propusimos al padre Fernando, el joven sacerdote que había sustituido al pijo, hacer la homilía. La hicimos plantando un 36


rosal y hubo momentos verdaderamente simpáticos pues manchamos el mantel y el suelo de arena, y el cura no dejaba de hacer bromas con la limpiadora. Lo pasamos bien. Los rayos del sol de la tarde cálida, encontraron en el vestido de Mara el punto deseado para descansar. El altar sin duda ganó en esplendor con ella cerca. Parecía más alta y los ojos que me cautivaron años atrás también se vistieron de su mejor traje. El verde se disfrazó con cuatro tonos diferentes que arropaban sus pupilas en un rostro tan radiante como su interior. Los meses maravillosos que vinieron estuvieron cargados de trabajo. Nos mudamos a una casa mucho más pequeña, pero que empezaba a ser nuestra de verdad. Las reformas necesarias se antojaron más de la cuenta y los días se iban rápido entre los escombros y los mimos de unos recién casados. Lo único que rompía la estética de aquel cuadro eran las continuas visitas de doña Eulalia. Sentada en mi sofá parecía un oscuro Greco en la primavera de Monet. Siempre que se iba, me quedaba el sabor de un jarabe amargo que debía tomarme sin remedio. Las rosas que plantamos crecieron, pero poco después se marchitaron. En los primeros meses las pequeñas flores nacidas con vocación de alumbrar nuestro futuro, nos recordaron el compromiso adquirido aquella tarde de febrero. La vida, sin embargo, también nos presentaría su cara más real con cada pétalo derramado. Un año y medio después de plantar aquel rosal nacería nuestra auténtica rosa. Por supuesto se llamó Sara, y vino al mundo con la intención de dar sentido a nuestra existencia. Sara, princesa

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en hebreo, dejaría vacíos todos los reductos de energía que pudiesen albergar nuestros cuerpos jóvenes. Con su llegada, el mundo se quedó en suspenso. La brisa suave que había firmado los papeles del matrimonio pediría pronto el divorcio tras el nacimiento de nuestra hija y nos dejaría en la indigencia de colores apagados.

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Diario de Sara

Dos meses más tarde

E

sta es una página en la que debe reinar el silencio. Muchas cosas en la vida guardan el misterio de lo inexplicable y muchas lo hacen de la mano del dolor. Cuando esto ocurre es de tal intensidad que no hay nada comparable, esto es, el aire se olvida de ti, de que existes y acabas pidiéndole, prostituyéndote, para que entre en tu pecho con el único precio de seguir viviendo. Si bien, en el fondo no estás seguro de si es eso lo que deseas, pues el misterio de eso que decimos que es inexplicable llega a secuestrar la alegría de la vida; esta queda vacía, sin sentido. El abandono en el dolor es la mayor de las tentaciones. Es fácil agarrarse a una huída. Lo difícil es quedarse y luchar, aunque lluevan balas de todos los sitios. Mis palabras recogen ese dolor, pero al mismo tiempo se escriben después de haber encontrado el secreto para seguir adelante: no buscar ninguna certeza en la incertidumbre, no buscar culpables donde no hay ninguna culpa, no esperar explicaciones donde no las hay, no rendirse porque aquello que no tiene explicación también tiene muchas cosas que enseñar. 39


Los lazos brillantes que envolvieron mi paternidad se apagaron de un susto el veintiocho de septiembre de dos mil uno. El destino en una tarde de aburrimiento nos elegía para hacernos madurar en unas horas. Teníamos cita en la consulta privada del doctor don Fernando Jaén a las seis de la tarde. La pequeña no cogía peso y se pasaba todo el tiempo dormida. Con el paso de los días empecé a pensar igual que mi padre, que la niña no estaba conectada. El doctor la examinó detenidamente como el que monta un reloj de alta precisión, sin que ningún gesto se asomase a su cara ni ninguna palabra pudiese interrumpir el ritual que habría repetido un millón de veces. Tras el examen, nos sentamos y esperamos unos minutos a que el papel que tenía delante se convirtiera en un informe. Nos miró muy serio y nos preguntó quién era su pediatra de la Seguridad Social, y si ya había visto a la niña. Por supuesto que la había visto, no una, ni dos, sino cuatro veces, pero pronto nos puso el cartel de padres novatos y por su cuenta decidió no hacernos demasiado caso. No nos parecía normal que Sara no reaccionara a nada, ni la postura tan difícil que se procuraba para dormir. Nos parecía que la cabeza no adoptaba una posición natural. «No te obsesiones mami ―decía el gafotas del ambulatorio―, que los bebés duermen mucho y si la niña está cómoda en esa postura habrá que dejarla dormir tranquila». Las palabras del que había sido miembro del equipo de neonatología del hospital Puerta del Mar en Cádiz, sentenciaban que éramos unos quejicas, que no dejábamos descansar a nuestra hija. Don Fernando escuchó lo mismo que su compañero de profesión, al que conocía personalmente, aunque la respuesta fue bien distinta. Nos quedamos clavados a

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aquellos asientos de madera antigua, en un despacho labrado con miles de llantos de recién nacidos asustados por la oscuridad de las paredes verdes aterciopeladas y por el examen concienzudo de un médico sencillo al que todos en la ciudad trataban, seguramente con merecimiento, de eminencia. Con voz sosegada nos dijo que nuestra hija tenía una anemia muy grande y que la causa podría ser algo más serio. Nos dio el informe cerrado en un sobre en el que se leía: «Valorar urgentemente. D. Fernando Jaén». No supe cuál era la sentencia, si la urgencia o su nombre. Nos envió directamente al servicio de urgencias de pediatría del hospital. El trayecto desde la consulta fue relativamente corto y nuestros pasos apresurados redujeron la distancia prácticamente a la nada. Las palabras, se quedaron en el estómago en un camino vacío en línea recta, en el que solo alguna mirada se atrevió a descubrir el miedo que nos daba aquel sobre cerrado que ni siquiera se nos ocurrió tocar. Entregamos la carta en la recepción. Había más de veinte niños de distintas edades en una sala de espera tercermundista. Nos sentamos con la esperanza de que pronto sonara el nombre de nuestra hija por el altavoz, aunque parecía que íbamos a tener para rato. Pero sonó. Sonó el primero. Al entrar en la consulta el doctor barbudo de urgencias leía el informe que habíamos entregado, nos saludó, miró a la niña sin detenerse demasiado y en ese preciso momento comenzó todo. La inocencia y el miedo hicieron de nosotros víctimas del silencio a la expectativa de hechos que se estaban sucediendo en tiempo real y que parecía que veíamos desde el techo, sin que pudiésemos intervenir. Tan solo nos dejábamos hacer. Sara tenía que quedarse ingresada para hacer una valoración más detenida sin

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que pudiesen decirnos todavía qué tenía, aunque desde el principio nos quedó claro que podía ser importante. Aquel sobre que perdí en la recepción tenía respuestas que yo dejé escapar. Ahora tocaba esperar, como el que va en un autobús a veinte kilómetros por hora sin ningún destino concreto. En cuarenta minutos estábamos en una habitación de paredes azules ligeramente rectangular en la que había sitio para dos pacientes, aunque en aquel momento, estaba desangelada. Dos cunitas de cristales gastados y de hierro viejo pintado de blanco, tres sillones bajos de color corinto para cada una de las cunitas unidos a las paredes laterales, dos taquillas nuevas de color azul y gris y una luz ambiente que nos hacía conscientes en todo momento de dónde nos encontrábamos, empezarían sin saberlo a ser compañeros de un largo viaje. Los segundos comenzarían a caer en el minutero como largas horas, mortificándonos de incertidumbre y haciendo de nosotros pistas libres para corazones desbocados. Nos dieron un pijamita celeste que le quedaba muy grande a la pequeña y una manta blanca. Nos sentamos en los sillones, contagiados de la palidez de Sara, hasta que se la llevaron para hacerle un hemograma. Volvió igual de tranquila, como si no se hubiese dado cuenta del pinchazo. Fue entonces cuando llamamos a la familia. Primero llamé a doña Eulalia, para que no se enfadase por haberse enterado la última; normalmente se enfadaba con este tipo de cosas. Le dije que no era necesario que se acercase al hospital, que ya la mantendríamos informada de todo. Cuando colgué el teléfono supe que en un rato la tendría frente a frente en la habitación. Después llamé a mis padres y, aunque al principio también 42


insistieron en acercarse inmediatamente, finalmente aceptaron que los mantuviera al tanto de lo que fuera ocurriendo por teléfono. Después me sumé a la rutina del mar de acompañantes que cada noche bajan al bar a comprar una botella de agua. Lo cierto es que mi paladar recibió el agua como el siervo se come el primer brote de hierba después de un duro invierno. Cuando volví a la habitación, un hecho agitaba aún más la turbulencia de la tarde; mi suegra estaba en el pasillo, llorando y agitando la cabeza de un lado a otro, junto a Mara y a una enfermera que había tenido el detalle de llevarle una tila. Pensé que todo se debía a un ataque de nervios por ver a su nieta en el hospital, ni siquiera pude imaginar que podía tratarse de otra cosa. Me equivoqué. No se trataba de eso. Fueron celos. En mi ausencia le reprochó a su hija que no la hubiera dejado ir con ella a la consulta de don Fernando Jaén y que hubiera preferido a su suegra para acompañarla. Se equivocaba, nadie nos había acompañado. Antes de preguntar qué tenía la niña, antes de dar un abrazo a su hija, antes de buscar una palabra de ánimo, se había dedicado, desde mi llamada, a imaginar que mis padres nos habían acompañado al médico por la tarde y a urgencias después, y que se habían marchado antes de que ella llegara. Según ella, «tenía derecho a estar enterada de todo lo que ocurriera a su nieta en los mismos términos que los abuelos paternos». Tras el arrebato colérico se fue más tranquila, no sé si por ver a Sara o por soltar el montaje que habíamos tramado para excluirla. No me enteré de las causas reales de aquellas lágrimas hasta que ya se había marchado. Ingenuo de mí, realmente estuve convencido en los minutos que compartimos en la habitación de que estaba preocupada y que su

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reacción nerviosa, aunque un poco desorbitada, estaba dentro de la normalidad. Cuando el silencio de las paredes azules volvió a reinar en la habitación no daba crédito a ese episodio nefasto. Entonces no fui consciente de que se empezaba a labrar una distancia entre esa señora y yo que me llevaría tan lejos que no recordaría el camino de regreso. Mi niña en la cuna, más pálida que nunca, un informe con algo importante, nuestra alegría pasada volatilizada en dos horas, el desconcierto que llamaba a la puerta de mi alma para llevársela a rastras, el miedo y las tonterías de mi suegra. No teníamos tiempo para esto último, pero estaba claro que contribuía a la desazón que experimentábamos en el laberinto que parecía engullirnos rápidamente y por completo. La primera analítica no sirvió de nada, o al menos eso pensó la enfermera, hasta que la segunda dio el mismo resultado. En ambas aparecía un nivel de hemoglobina de tres. Con los resultados del segundo análisis entró en la habitación don Sebastián, el médico de la uci pediátrica que estaba de guardia. Su aspecto se acercaba más al de un celador que al de un doctor; grande, con un rostro que transmitía confianza, de mediana edad, pero con unas generosas entradas que auguraban una calvicie prematura. Su mirada era amable y el dominio de sus palabras sonaba a garantía. Fue él quien nos explicó el estado de nuestra hija y la necesidad de realizar cuanto antes una transfusión sanguínea, ya que los niveles de glóbulos rojos estaban muy lejos de lo aceptable, siendo necesario para ello bajarla a la uci y coger una vía, proceso que se preveía difícil teniendo en cuenta su estado general. Estábamos sentados. Ni siquiera tuvimos fuerzas para levantarnos, mientras el 44


doctor con los brazos apoyados en la cuna, hablaba con detalle del proceso. Todas aquellas palabras empezaron a transformar nuestra juventud. Por supuesto que accedimos a todo, por supuesto que no teníamos más remedio que confiar en lo que nos estaban transmitiendo y por supuesto, que lloramos cuando salieron de la habitación. La anemia no era la enfermedad, sino una consecuencia de algo mucho más serio. No solo este síntoma fue apuntado en su informe aquella noche, también su postura, a la que le dieron un nombre técnico y que no fui capaz de retener. Ese vocabulario se iría integrando en nuestro día a día como el niño va construyendo sus primeras frases en inglés. Nos sentamos en una pequeña sala de espera frente a la puerta por la que desapareció Sara. Seis sillas enlazadas de tres en tres formando una ele eran el único mobiliario. Dos cuadros, uno de ellos doblado, tenían la intención de romper la rutina del amarillo apagado de las paredes. Las láminas de paisajes descoloridos no permitían perder la mirada a los que estaban obligados a mirar al vacío durante los tiempos muertos. Desde allí había una visión bastante amplia del resto del lugar. A aquella madrugada se le antojó dejarnos solos durante varias horas en los cien metros de pasillo descuidado que teníamos delante. Cerca de la uci pediátrica, estaban los quirófanos y una zona de esterilización del material. La única información que tuvimos durante nuestra espera fue el llanto lejano de nuestra niña y el trabajo cansino de nuestros relojes. El segundero se clavaba en nuestra desesperación y en nuestros párpados, manteniéndonos vivos pero muertos de miedo. Ni siquiera hablamos, permanecimos callados. La emoción se fue contenien45


do hasta desbordarse. Alguna camilla nos sacaba del letargo emocional. Otros niños, otros padres, más lágrimas. Transfundir a Sara fue el final de casi tres horas de calvario para todos. Cuando el doctor abrió la puerta que teníamos enfrente, estaba empapado como si se hubiese duchado con el uniforme verde. Nos contó con detalle lo difícil que había sido coger la vía, precisamente por el nivel tan bajo de hemoglobina. Sara estaba dormida y monitorizada. Verla tranquila, a pesar de los cables y del lugar, sin llorar, y como si no hubiese pasado nada me calmó. Por aquella noche tenía suficiente. Su descanso fue el nuestro. Nos quedamos dormidos en las sillas duras de madera bajo los cuadros tristes y con el sonido de alguna puerta que se abría sin la más mínima delicadeza por parte del que la abría. Las puertas rompían el silencio de un pasillo en el que nos habíamos convertido en estatuas, mirando las caras asustadas de los pocos que transitaron bajo aquel techo. No fui capaz de entrar a verla en la primera visita de la mañana. Entraron Mara y mi madre. Me quedé paralizado en el cristal con mi padre. La niña seguía dormida como la habíamos dejado horas antes, ajena a todo y conectada a esas máquinas que siempre habíamos visto de lejos, pero que no teníamos idea de para qué servían. Cuando cerraron la cortina que recorría la ventana de la galería, me abracé a mi padre queriendo ser de nuevo el niño que se escondía bajo sus brazos y se agarraba a su barriga. Cuando era pequeño me gustaba abrazarlo de la misma forma que lo estaba haciendo en aquel pasillo oscuro cuyas ventanas daban al rincón en el que mi niña dormía plácidamente sin que pareciese necesitar 46


nada extraordinario. Era la primera vez que contaba a mis padres algo verdaderamente doloroso. A su llegada, estaban ansiosos por ver a la niña pero la sensación fue de cierto pánico por lo ocurrido durante la noche. Unido al que tanto admiraba, mis lágrimas me hicieron pequeño por un momento, aunque de la fuerza de aquel instante me levanté con el coraje suficiente para esperar. Sin embargo, la espera se lanzó al mar sin viento y sin remos, convirtiéndose en la barca que sin prisa se acuna en pequeñas olas de forma contemplativa. A la niña hubo que transfundirla dos veces seguidas. Aunque mejoró con cada transfusión el miedo no quiso darnos margen alguno. Le hicieron hemograma, bioquímica, estudio de coagulación, hemocultivo, ECO abdominal y transfontanelar, placa de tórax, de las manos y de los dedos, prueba de sedimento urinario, un estudio de la anemia... Todo un mundo de conceptos ajenos a nosotros que no afloraron el origen de la caída libre de los glóbulos rojos. En cualquier caso, la niña fue estabilizada y cuatro días más tarde, sin que hubiesen llegado algunos de los resultados de las pruebas realizadas, nos trasladaron a la séptima planta para continuar el estudio. Acariciar el pelo de Sara, tras cuatro días de aquel golpe a nuestra paternidad, supuso una respiración más profunda y sosegada. Sin embargo, algo teníamos claro, la historia no había hecho más que empezar. No era complicado deducir que cuanto más se buscaba sin encontrar nada, es que el asunto revestía cada vez más complejidad. En esta desesperanza nos quedamos despiertos toda la noche hablando de lo que podría ocurrir y mirando el sueño 47


tranquilo de nuestra hija, a la que tuvimos en brazos mucho tiempo, apretándole continuamente los dedos para ver como la sangre iluminaba sus manos. Los dos días siguientes se congelan en mi memoria. No logro recordar nada de esos días. Quizás no hubo nada. Lo cierto es que la nada se rompió al tercer día con la carrera del doctor don Néstor, uno de los pediatras de la planta, en dirección a nuestra habitación. La niña dejó de respirar para dar trabajo en aquella mañana de jueves. El aire solo se dignó a entrar de nuevo en sus pequeños pulmones tras comprobar que los que la ayudaron hicieron lo correcto. La vida estaba sentada en la cuna, pero parecía cogida por solo un alfiler en un día de temporal. Poco tiempo después del incidente, entró en la habitación un séquito de al menos cinco batas blancas, entre las que estaba don Sebastián, el médico de la uci y don Néstor. A los otros no los conocíamos. Se pusieron alrededor de la cuna y nos quedamos pegados a la pared. No entendíamos nada, cada uno opinaba y entre todos definían un itinerario a seguir a partir de aquel momento. Hablaron de los síntomas y de nuevo, de su postura hacia atrás. Nos acordamos de su pediatra, y de su santa madre, que tras verla cuatro veces no le dio ninguna importancia. Tras aquel tribunal médico surgido en unos minutos, hicieron de nuevo un hemograma. Entonces no solo los glóbulos rojos se habían empeñado en bajar, también los leucocitos alcanzaban niveles muy bajos. Ello hizo pensar a todos que se trataba de leucemia, pero al no haber certeza alguna se decidió que la niña debía estar monitorizada permanentemente en la uci pediátrica hasta que 48


hubiese un diagnóstico. Se volvió a romper el cordón umbilical con la pequeña. A partir de entonces solo podríamos verla tres veces al día y media hora cada vez. Sin embargo, después del susto de la mañana, la uci era el mejor lugar donde podía estar. Minutos antes de que se llevaran a la niña el doctor don Néstor se acercó, nos miró a los ojos y nos dijo que debíamos estar preparados para cualquier cosa. Sus palabras sonaban a verdad. Sus sesenta y pico de años avalaban un ser humano maravilloso capaz de trascender del fonendoscopio al corazón. No sé, si esa asignatura la estudió o tan solo su sencillez hacía de él alguien especial en el trato y en las formas. Qué importante fue en nuestra espera las palabras de ánimo de aquel médico calvo, que no nos conocía de nada, pero que en pocos días se convertiría en nuestro amigo.

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