David González Lobo
Ediciones En Huida
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“En estas tierras”, Dulcamara, David González Lobo
Dulcamara
David González Lobo -Dulcamara
EN estas tierras y en aquellas de las que partimos tan sólo hay un paso que salió del círculo un talón delicado invisible casi una lámpara de aceite bajo la niebla y la sombra de un árbol bajo el sol la lluvia y las estrellas
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Poesía En Tránsito
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Poesía En Tránsito
David González Lobo Dulcamara David González Lobo (Barinitas, Venezuela). Licenciado en Letras (Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela). Cursó estudios de doctorado en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla, ciudad donde reside desde 1991. Ha sido profesor de Lengua y Literatura. Es autor de los poemarios: No hay casa fuerte (Ediciones Solar, 1991); Casa de fuego (selección) (Padilla Libros, 2003); Casa de fuego (Mucuglifo-CONAC, 2005); Fragmentos de vigilia (Asociación de Escritores del Estado Barinas, 2005); Dulcamara y otros poemas (Ediciones Mucuglifo y El perro y la rana, 2012). Poemas suyos figuran en Andina, Antología de joven poesía de Mérida, Táchira y Trujillo (Fundarte, 1988). Ha participado en distintos eventos de difusión y estudio de la poesía, entre los que destaca el Ciclo “Intersecciones” (Universidad de Salamanca, 2009). Entre 2009 y 2010, realizó para la radio una serie de entrevistas a destacados escritores con lecturas de fragmentos de sus obras, bajo el título de Dulcamara. Actualmente colabora en diversas publicaciones, como los diarios El Nacional y El Universal y las revistas Solar (Mérida), Revista Nacional de Cultura de Venezuela, Pequeña Venecia y El Fantasma de la Glorieta. Y codirige, con Agustín M.ª García López, Tinta China, Revista de Literatura (www.tinta-china.net), publicación recomendada por la UNESCO.
Poesía En Tránsito Colección de poesía Dulcamara Volumen 12
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Pr贸logo
Cruzar un puente entre la noche y la lluvia La poesía no es un espejo, sino un desvelamiento. Francisco Brines Cruzar un puente entre la noche y la lluvia. David González Lobo
Celebrar el instante, adentrarse en su médula quieta, en su entraña cálida. Y al hacerlo acrecer la realidad, teñirla de luz, rescatar pecios soterrados de un océano insondable. Todo arte que verdaderamente lo es posee la capacidad de desvelarnos la urdimbre honda del ser, su maraña de raíces, y de algas, la envergadura de ramas que sostienen el mundo, nuestro humano mundo. Es esta la función radical de todo arte y de la poesía en particular: posibilitar el conocimiento, la revelación de lo real. La obra de arte, como un mandala, es centro de fuerzas en donde se despliega el juego del crear, el juego del comprender, el juego del sentir… La obra de arte la reconocemos porque nos reclama. Para ser cuanto debe ser precisa de nuestra mediación. Esa llamada suya requiere un sujeto que se sepa solicitado; sin él la obra artística jamás quedaría conclusa. Su cumplimiento es múltiple: cada observador la culmina desde la intransferible atalaya de su mirada. La intrínseca apertura de la obra nos apremia a terminarla. Para que esto ocurra debe poseer un acceso por donde sea posible penetrar en su interior y, una vez allí, nuestro cometido es el de completarla. Es un vacío que ambiciona colmarse. Cuanto acabamos de afirmar se muestra notoriamente 9
en la poesía. La poesía es un decir que brota de la emoción honda que aparece al ser conscientes de nuestra pertenencia al mundo; es el suyo un decir desde el umbral de la sospecha y de la revelación. Un hablar desde la experiencia particular del poeta que pretende universalizarse. “Mi voz / una suave colina / roja y dorada en la sequía”, leemos en el poema “Mi voz” de David González Lobo y, al tiempo, reverbera en nosotros otra voz honda —y nuestra ya— una voz que nos empuja al principio, al origen, al fundamento de toda voz, a su sustrato silente. La palabra de David emerge de la contemplación atenta y emocionada, de la mirada intersticial entre el adentro y el afuera, que se manifiesta en el límite del ser recién inaugurado… Un mirar que recoge lo que hay, lo que aparece (phainomenon) hasta apropiárselo, y devolvérnoslo acrecentado; pues que nos hallamos ante una palabra instauradora de realidad. Palabra que se precipita en nosotros para cristalizarse merced a la pulsión abierta de la sangre. Sí, en ella nos es posible reconocer la raíz, el inicio, el germen de toda voz. Y todo comienzo brota de la no-voz, del silencio, el primordial silencio que reúne en sí todas las voces (“Aquí está el supremo silencio / que sueña convertirse en sonido”, escribe Conrad Aiken). Ello explica la relevancia que en los poemas de David posee el espacio blanco, la línea alargada asíntota al silencio: “Iluminada está la rama / Para qué darle nombre al árbol”. Estamos ante una poesía dotada de la capacidad demiúrgica que poco tiene que ver con el prosaísmo o el formalismo hueco y estéril, tan frecuente hoy en día; David González Lobo acierta a desnudar el decir común, liberando la palabra de la costra que el uso ha ido depositando sobre su superficie: “Un lamento / de verde cristalino / entre los
pájaros se ha oído”, “tengo en esta mano un árbol”… González Lobo es heredero de una tradición muy generosa: de la fuerza, del riesgo del verbo vivo y nuevo americano y, también, de la solidez de siglos de la palabra europea. Es el suyo un español que concilia las voces atávicas que nos llegan de Rubén Darío, César Vallejo, José Gorostiza, o Eugenio Montejo, pero también de Juan de la Cruz, del Romancero, Góngora, Quevedo, Juan Ramón Jiménez, Cernuda, Pessoa… Esta simbiosis equilibrada entre la palabra más libre y arriesgada de América y la más endurecida y veterana de Europa, se nos muestra en este poemario que lleva por título Dulcamara. Es curioso el título…: procede del nombre de una planta herbácea, Solanum dulcamara, de la que Andrés de Laguna escribe: “El color de las flores es de un muy gracioso morado”. Este poemario es una muestra altamente representativa de la obra del poeta venezolano y español, que prolonga su producción lírica desde que se iniciara en el año 1984 hasta hoy: No hay casa fuerte hasta Umbría, pasando por los poemarios tan significativos como Fragmentos de vigilia, o Casa de fuego. Dulcamara se estructura en tres grupos de poemas: Éxodo, Poemas mediterráneos y La flor del café. No son anecdóticos estos títulos ya que jalonan el devenir vital de David González Lobo. Éxodo nace de la experiencia de la partida de su tierra venezolana, de ahí la nostalgia de aquello y aquellos de quienes se separó: “Míralos / amar/ partir / también / bajo la niebla”, “En estas tierras / y en aquellas de las que partimos”… Éxodo plantea exilios de un escritor, vate errabundo: avanzando y retrocediendo, conducido por la voz, como Moisés hacia la tierra prometida, hacia la poesía; y de la poesía y la tierra prometieeh
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da lo que interesa es el camino, el devenir mismo; es un lenguaje que se aprende y se desaprende. Pero esa tierra prometida, al igual que para Moisés, le será inaccesible al poeta. Los Poemas mediterráneos conforman la frontera del viaje, en la que la referencia fundamental parte de la duda de los sentimientos y pensamientos, y facilitan al poeta dejar abierto el encuentro con lo inesperado. “Porque no hay que permanecer en ninguna parte”, leemos en la cita de Rainer Maria Rilke. Ese viaje del poeta, del extranjero —hacia la poesía, hacia la tierra prometida— se hace identidad con su otro, con los otros y con la naturaleza. Es esta la parte más amarga del libro; aquí se han asumido y suavizado los yerros, las heridas y los desengaños. La flor del café, constituye el tercer y último conjunto de poemas. Aquí, a través de la gracia mediadora de la palabra poética, se hace posible el regreso al solaz originario, el de la infancia y la adolescencia. El poeta habita en la palabra; ésta conjura el tiempo pasado que se refleja en el espejo irisado de la memoria. En una de las citas que sirven de pórtico, leemos estas palabras de Luis Feria: “Infancia: un aroma, un dolor, un cuchillo, una huella, una ceniza. Todo. Nada”. Y escribe David estos versos: “Como el pasado se borra / he regresado al cielo de mi pueblo”, versos a los que les siguen otros como un inmenso río donde se retiene la fugacidad de lo vivido. El final del viaje —que no aspira a ser una meta— se consuma a través de lo frágil, de la flor, de la poesía. Una de las características más señaladas que encontramos en la poesía de David es el denodado esfuerzo por nombrar lo insospechado, aquello que adviene sin aguardarlo, y que reconocemos después cuando las palabras nos lo muestran;
el afán por obligar a la lengua a manifestar sus potencialidades latentes, y descender “a la única palabra de la tierra”, para poder descifrar “…el misterio del rayo / del trueno / del diluvio”. Revelar el enigma cerrado que se esconde en cada ser y que sólo puede conocerse bajo la luz epifánica del arte. Como un cazador, nuestro poeta, acecha el secreto de las cosas, las vigila en su aparente inmovilidad para apropiarse de su misterio. Una poesía como ésta sólo puede brotar del amor hondo, de la enorme ternura hacia los seres. Leemos en uno de sus versos: “Mira las margaritas / son flores en una / aparente / y sola flor / como el lenguaje / y como las mujeres y los hombres”... ¿Cómo se hacen posibles palabras como estas? ¿Cómo se lleva a cabo la combinación inesperada que nos traslada a territorios insospechados? Me vienen ahora a la memoria unas palabras de Osip Mandelstam: “El lenguaje poético —afirmó el poeta ruso— crea sus herramientas a medida que avanza, y en el mismo instante las deshace”; eso explica por qué en numerosas ocasiones el poeta se admira de lo que acaba de escribir, y le posee la extraña certeza de que él no ha creado esos versos. Como toda poesía auténtica, la de González Lobo parece gestarse en la experiencia animista de lo real, en ese especial monismo que encuentra que todo cuanto existe está vivo y conciliado, habitado de dioses. Cuanto nos envuelve nos está hablando de continuo: el árbol, el astro, el agua (“Del agua de la madre”), procurando que lo recojamos en nuestro seno y lo transportemos a una realidad nueva, nuestra, —igual que hiciera Adán en el Edén— y depositarlo en una existencia más plena.
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Los seres naturales se hallan permanentemente presentes en la poesía de David. “Iba la luz entre las piedras blancas”, leemos en uno de los poemas, y no podemos dejar de pensar en un poeta, León Felipe, trasplantado a tierras americanas (“así es mi vida piedra, como tú”) o también Salvador Rueda que, por andaluz, estuvo dotado de un alma americana: “Amad las piedras, que son formas puras”. Pues bien, este elementalismo que les confiere voz (y, por ello, alma) a los seres inertes, atraviesa la obra toda de González Lobo como cuando escribe: “En dos se abre la piedra / y comienza una nueva historia”, “Me has dado agua / y la luz del agua”. Es la sencillez que se da cuando el cuerpo y el alma se hacen un solo ser mediante el verbo, el verbo blanco de música leve, de versos que se extienden como líneas de espuma edificando la permanencia del mar, el horizonte combado de otra vida, bajo “el peso de la luz”. Palabra la suya transgresora de fronteras, porque esté donde esté se encuentra siempre en su patria, en el umbral que distingue y une la claridad con la sombra, allá donde habitan los hombres, los ríos, las piedras, los árboles, los cristales… que encierran dentro de sí toda la luz y toda la oscuridad. Quiero para acabar, señalar un último rasgo que considero primordial en la poesía de David: la inocencia. Sin la inocencia no es posible jugar a construir o destruir mundos (Heráclito); todo acto creador emana de la diafanidad de la inocencia (“inocencia es el niño, un santo decir sí…”, escribió Nietzsche) que hace posible el chisporroteo de las voces que, como pavesas encendidas, se resisten a sedimentarse y tornarse materia inmóvil, efímera. Y la experiencia se amalgama, se confunde lo real con lo soñado, la historia y con el mito, hasta lograr que conciencia y mundo se identifiquen.
David González Lobo acierta a forjar metáforas, imágenes rotundas, resultantes de inesperados adjetivos que nos abren miradores en cada palabra, como si de pinceladas de luz se tratara, que las vuelven más transparentes, y nos ayudan a penetrar en un ámbito desconocido en donde: “La pregunta es un cristal de roca / el sonido del arroyo de mi pueblo”. Miguel Florián
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Para Ana
QuiĂŠn hace tanta bulla, y ni deja testar las islas que van quedando. CĂŠsar Vallejo
Éxodo
SeĂąor: deja un aislado soplo fresco en mi vida un rayo de sol terco y una estrella perdida. Enriqueta Arvelo Larriva
Como un ciego busco la vereda del sol sin mĂĄs amparo que un bastĂłn en llamas. Carlos Vitale
ABRES tu cuaderno al declinar la tarde Le quedaba una pincelada rojiza sobre los ĂĄrboles la melancolĂa los remolinos y las tristes costumbres El agua baja de la noche en la lenta llanura El agua baja a veces lentamente de la noche Maternal el agua se va de la tierra
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Del agua de la madre el agua del río nos aleja Entre las sombras de la hierba los ojos de un niño Luciérnagas en un cesto (a María Teresa Lobo)
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DESPERTÓ en un recodo del río Entre los juncos lo han visto Un lamento de verde cristalino entre los pájaros se ha oído (a Pilar Cabrera)
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