Fantina en cuesti贸n Ana Maroto
A un despeinado, a dos luceros de invierno, a todas las ramas del รกrbol
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Lista de insultos que me gustan: ― botarate ― patán ― malandrín ― cantamañanas ― bribón ― mentecato ― mastuerzo
Nadie las usa ya. Algún que otro listillo en un artículo periodístico para hacerse el culto. A mí me gustan. Imagino gritárselas a los demás cuando voy en el coche y me molestan. «¡Botarate, carcamal, quítate de en medio!», pero tengo que disimular y decir cosas como «¡gilipollas malnacido, vete de ahí, desgraciao!». Tengo que disimular constantemente para parecer sociable. Toda mi vida es un disimulo. Disimulo que me gusta la comida, que me gusta el alcohol, que me gustan los 9
concursos de la tele, disimulo mi risa, mis lágrimas, disimulo que me interesa lo que dicen los demás, los cotilleos de las revistas, el sensacionalismo, el hambre en el mundo, disimulo que me indigno con los espías norteamericanos que se cuelan en el Facebook. Y hago acopio de una naturaleza extraña que tiene ―llámese alma― mi pensamiento. En el fondo creo que todo el mundo disimula y son todos como yo. Pero arriesgarse a ser descubierta supone la soledad, y eso no. La soledad es un asco, ya se está bastante solo por dentro como para aislarse en el día a día. Sin contar con los que quieren hacerte ver que la soledad y la individualidad es algo estupendo y maravilloso. Quiérete a ti mismo y no necesitarás a nadie. Si eres feliz contigo mismo podrás serlo con los demás. No hay mayor felicidad que mirarse al espejo y enamorarse día a día de quien eres. Chorradas así que corren y vuelan por la red instalándose en las mentes adormecidas y adocenadas de la plebe. Narcisismo puro. A la vez que impera la necesidad de democracia y libertad, nos dicen cómo pensar, qué es lo correcto, a quién seguir o votar, de qué manera amar, de qué manera ser amigo, de qué manera ser solidario y, por supuesto, de qué manera querernos a nosotros mismos para que nuestra vida sea una completa lista de vanidades. Mentira, por mucho que te quieras, si estás solo, te sentirás una mierda, y abrazarse a uno mismo no da consuelo. La paz interior, la meditación, bla, bla, bla, muy bien cuando se comparte, pero eremitas somos muy pocos. Vamos, que está en la naturaleza del hombre eso de sociabilizar, y cada vez somos más, y cada vez es 10
más difícil. El ser humano se reproduce como cucarachas y ya no sabemos ni cuál es nuestra condición, ni por qué estamos aquí, eso por descontado. Somos tantos y son tantos estos miserables avances tecnológicos, que en vez de aprovecharlos para bien lo usamos para ser más egocéntricos. Que nos miren el ombligo y tener muchos likes, por lo tanto lo que digo es cierto, no queremos estar solos y queremos que nos miren y nos adulen. Me imagino a alguien que naciera hace dos o tres siglos. Cuando uno mismo tenía la propia responsabilidad de agradar o disgustar a otros en la vida real. Cuando viajar era toda una aventura y no una aglomeración en puertos de salida cual gallinas clonadas buscando hacer cosas que se pueden hacer aquí. Y que aquí no hacen. Se buscaba el contacto y la sabiduría de otros lugares, ahora hemos inventado el turismo y las piñas coladas en playas artificiales. O en hacer colas en museos sin saber distinguir obras, buscando ese selfie social que nos dé prestigio. Podemos pensar que antes se vivía de una manera más aburrida; yo creo que sin duda era más auténtica y todo tenía un valor que ahora ignoramos, una amistad, una aventura, un amor, una palabra, un regalo. Ahora todo es demasiado, hay demasiado de todo. Pero no podemos ir a contracorriente, así que yo seré la primera que haga lo imposible por ser una más, o al menos parecerlo, de esta humanidad que vive sin ver. Yo era normal hasta que de repente un día me desperté de otra manera. Tan fácil y tan simple. No advertí un cambio antes, nada me hacía pensar que mi mente iba a despertar, 11
pues yo pensaba que ya estaba despierta. No pude ver el cambio de rumbo. No conscientemente al menos. Admito que al principio me sentí un poco superior. Como si supiera algo que los demás no sabían. Algo que me hacía diferente. Como tener la llave de la verdad y la sabiduría universal. Miraba a través del hueco de la puerta que da a un jardín secreto. Lo ves. Lo notas. Lo admiras. El resto no sabe que existe. Por lo tanto no lo puedes disfrutar. Y tienes que disimular. Otra vez. Y pensar que el resto de la humanidad es lela. Durante un tiempo me dio por leer cosas que no fueran novedades de saldo, clásicos de todas las nacionalidades que me aliviaron durante un tiempo. Buscaba respuestas. Gente como yo, sabios sin saber nada, gente poseedora de ojos interiores que plasmaban en letras para el resto de la humanidad. Pero pobres diablos al fin y al cabo. Como yo. Al menos la gente normal es feliz, tienen unas necesidades que satisfacer, tales como comprarse zapatos de temporada, investigar los magazines de moda, aprender a tejer, buscar el tinte de pelo correcto, cómo combinar los colores en verano, saber preparar de forma adecuada un gin-tonic y discutir sobre la ginebra de categoría más apropiada. También opinan sobre los políticos y juzgan a todo aquel que no piense como ellos. Eso es lo que se hace. Juzgar y juzgar. Y yo juzgo, claro. Tengo que hacerlo. Ser normal elimina muchos problemas, así que yo maldigo la hora en que tuve que dejar de serlo. Yo creía en pequeñas cosas que hacían mi día a día más confortable, como todo el mundo. Estaba tranquila, no tenía inquietudes cósmicas. Te12
nía mi religión, mi fe, mis manuales de moralidad intactos e intachables, afirmaba con vehemencia mis creencias y detestaba a la gente que opinaba lo contrario, eran seres malignos, con rabo y cuernos. Gente que se creía muy libre y en realidad eran unos canallas. Pero yo era buena, noble, cabal, me esperaba un reino de dicha al morir, recompensas por mis valores inquebrantables, me esperaba la paz eterna y la tranquilidad de saberse correcto.
Lista de palabras o expresiones que detesto: ― follar ― curro ― mamada ― piltra ― polla ― abyecto
Los hombres se creen que decir «follar» los hace inmunes a lo que conlleva su significado, como si ellos estuvieran por encima de cualquier concepto que implique tener un coito. Vamos, como si lo hicieran a diario cuando en realidad se mueren por echar un polvo. Pero hablan de follar con sus amigas, hermanos, amigos, desconocidos... Igual que la palabra polla o tranca. «Tiene la tranca más grande que hayas
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visto en tu vida». Realmente les sigue importando el tamaño. Lo tienen en los genes. A mí el tamaño me da igual. Si ellos supieran... En cualquier página de vídeos porno se puede ver cómo disfrutan los orientales y desde luego a ellos no les importa el tamaño, y a las orientales tampoco. Tampoco se afeitan los genitales. Las admiro por ello. Es otra cosa que tengo que fingir. Ser atractiva y cumplir modas. Odio decir follar o polla. Y detesto también que hablen de mamadas o chupársela. Me parece zafio y repulsivo que para acostarse con alguien hoy en día haya que decir obscenidades y tratarse como puta y chulo mutuamente para darse más placer o parecer más salvajes, o creer que se hacen más guarrerías por decir eso. Una estupidez vaya. Parece que se creen más libres por tratar el sexo de una manera vulgar y soez. Una vez salí con un tipo que en la cama le encantaba gritarme «oh, sí, eres mi putita ¿verdad? Dime que eres mi putita, fóllame, oh, cómo me gusta». Resulta que el tipo en cuestión era más cobarde que otra cosa, y además un sádico. Me mordió tanto los pezones que me hizo sangrar y estuve dos semanas con heridas. Marrano. ¿No puede una echar un polvo tranquila? No es que sea una estrecha de hace dos siglos que no quiere enseñar los tobillos, pero vamos, hay cosas muy estimulantes que no tienen que ser groseras. Tampoco es necesario utilizar palabras como felación, vagina o cópula, pero no hay que usar tanto la imaginación. ¿No vamos de naturalistas hoy? Pues el sexo es algo animal y natural, no hay que darle más vueltas para que los humanos nos creamos que somos el sumum de la civilización. Lo so-
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mos. Quizá ese sea nuestro pecado, la consciencia, que nos ha hecho evolucionar hasta tratarnos unos a otros como los seres salvajes más sanguinarios, o mucho peor. Nos hemos olvidado de nuestra parte natural y hemos perdido el equilibrio. Y eso se nota en el sexo, vaya que sí. Todo el mundo quiere hablar de sexo, todos quieren ser más osados al probar nuevas posturas, o al decir cosas más asquerosas. Y todos quieren ser más por poder hablar y hablar sobre ello sin tapujos. Tengo cuarenta años y voy a la peluquería a depilarme todo vello más allá de los cánones correctos del siglo xxi, incluido el culo. Mis hermanas y amigas hacen lo mismo. Compiten entre ellas a ver a quién le ha quedado mejor. En realidad es un juego absurdo. Todo concluye en el sexo, otra vez. Nos llamamos independientes y mujeres libres y liberales pero lo hacemos para satisfacer el placer y la imaginación del hombre. O del otro, en cualquier caso. Si realmente fuésemos libres no lo haríamos, y no solo eso, es que a nadie le importaría. Tan listas para unas cosas y de tan pobreza mental para otras. Maldito siglo de estupideces me ha tocado vivir. Me llamo Fantina y tengo cuarenta años. Ya lo he dicho. Pero es que me gusta repetir las cosas. Es una manía. Repito y repito. Mis padres se conocieron en un seminario sobre la obra de Víctor Hugo. Leyeron juntos Los Miserables. La obviedad es aplastante. Vivo sola. Tengo trabajo, un piso de alquiler, una Thermomix, una colección de libros y películas muy envidiable, un exlibris con mis iniciales y una salamanquesa que me visita en verano. La llamo Foc. Me compro cre15
mas para la cara en el Mercadona y tengo dos botes de otras de farmacia en el baño para disimular. Por si viene alguien. Fingir y aparentar más. Las baratas hacen lo mismo que las caras. Una vez vi una de Channel que costaba más de doscientos euros. Si en el mundo hubiera sustancias que nos arreglaran la cara de verdad ya se encargaría alguien de que no salieran a la luz, todo sea por el negocio de las grandes marcas. Químicos y botánicos hay muchos, los remedios existen desde siempre, solo que ahora estamos en la era de las delicatessen, del lujo, o en el extremo contrario, de lo ordinario. Pero la naturaleza nos da lo mismo a unos y a otros. No se ha inventado todavía una tabla periódica para pobres y otra para ricos. Tengo muchos secretos. Mi ropa interior es casi toda de color negro porque la blanca se ensucia. Quedan manchas horribles. Mi teta, perdón, pecho derecho, es más grande que el izquierdo y el sostén se desvía un poco. No se nota a primera vista. No es un contraste llamativo. Pero yo me estudio delante del espejo. Es indiscutiblemente más grande. Quizá un centímetro más grande hacia abajo. En el pezón también se nota. Son como dos galletas María, pero uno un poco más extenso. Me gusta. Me gusta ser imperfecta. Conocer lo que le ocurre a mi cuerpo y anticiparme. Mis hormonas, que un día fueron mis mayores enemigas, ahora son mis aliadas. Cuando me bajó el periodo aprendí dos cosas de ellas, la primera es que una semana antes de sangrar la líbido se me pone por las nubes. Mi deseo sexual se multiplica por diez. La segunda es que durante los tres o cuatro días que me dura mi apetito 16
también se multiplica. Y lo disfruto. Como chocolate y bocadillos de salchichón. Me sale el mismo grano de siempre en la barbilla. A veces dos. Necesito azúcar por la mañana y salado a media tarde. Luego esas ansias, la sexual y la alimentaria, bajan a sus niveles normales. Quiero hacer una cosa que todavía no he planificado. Me pregunto cómo manejaban la sangre que bajaba por sus piernas las mujeres egipcias, o aztecas, o las campesinas del medievo. Me refiero a ellas mismas en su intimidad, no a lo que suponía socialmente menstruar. ¿Cómo dormían? Si yo me acostara en mi cama sin nada que me protegiera, ¿cómo amanecería? ¿Habría sangre por todos lados? Es que la imagen en sí parece algo muy chocante, pero no se puede decir que no sea algo forjado en nuestro cuerpo por los siglos de los siglos, amen. Un día lo haré, lo dejaré correr, dejaré a mi cuerpo libre de nuestra evolución mental que ha hecho que nos tapemos, a ver qué pasa, a ver cómo sucede, a ver cómo es de verdad tener la regla. ¿Cuánto se mancha? ¿Realmente es tan repugnante como creemos? No creo yo que los hombres de antiguas civilizaciones tuvieran reparos. Quién sabe. Me gustan mis pies y mis manos. No fumo. Me muerdo las uñas. Odio que me digan que no lo haga. Yo no le voy diciendo a la gente que no fume o que no se vaya de putas. Otros se meten el dedo en la nariz y tampoco les digo nada. Los hombres se rascan el culo continuamente. En qué momento la gente se cree con derecho moral a decirme que no me muerda las uñas porque está feo o demuestra una perso17
nalidad tímida o ansiedad. Han descubierto el mundo, vaya. Fumar como carreteros está bien visto, meterse el dedo en la boca no. Beber diez copas cada sábado por la noche está bien visto. Sobrepasar la velocidad en la autopista es guay. Pero comerse las uñas o decir que una mujer también ve porno está mal. Recato. Pero somos libres. Nunca hemos sido tan libres y justos con los demás. Hablo de nuestro mundo occidental, el que tiene una sociedad que se cree anticipada a todo. Mi pelo es castaño y tengo canas en las sienes. Tampoco me tiño porque no me da la gana. Me gustan los reflejos de mi cabello cuando les da el sol. Pero mis tías me dicen que debería empezar a teñirme, que ya tengo una edad, que podría parecer descuidada. Parecer... descuidada. Por tener lo que todo el mundo tiene o tendrá. Canas. Decía I.B Singer en su libro Sombras sobre el Hudson: «Mañana serás un cadáver. Ese es el resumen exacto de todo». Pues eso. Es la única verdad absoluta. Mañana. Cadáveres. Todos. Que me dejen en paz que yo haga lo que yo crea conveniente. Me pinto los labios a diario y me pongo rímel, qué más quieren. Soy guapa, de facciones regulares, ojos almendrados de color oscuro. Y tengo estrías. Cuando me quiera teñir, lo haré. O no. Mi madre dice que hay unas cremas antiestrías buenísimas en la farmacia, que se pueden quitar cuando aún están rojas. Ella ya debería saber que las mías son blancas desde que tenía doce años. Mis compañeras de trabajo discuten sobre eso al menos tres veces al año. Las cremas antiestrías. Sin embargo, a mis amantes les gustan, o nunca han dicho o 18
mencionado que no les gusten, ni que no debieran estar ahí. Las mujeres sobrevaloramos lo que suponemos que los hombres quieren ver en nosotras. Una vez tuve una vecina que me contó que ella sale de la ducha con la toalla puesta y hace el amor a oscuras porque le da vergüenza que su marido la vea. La mujer en cuestión es guapa, pelo largo y sedoso, delgada, cumple con todos los requisitos actuales para un notable alto en cuerpo de mujer. Pero a ella le da vergüenza que su marido la vea desnuda. Su marido. Ese con el que tiene hijos y comparte cama. Probablemente al que le corta las uñas de los pies y lava sus calzoncillos. Es una vergüenza que las mujeres sientan cosas así. Yo, por supuesto, me reí tontamente y le dije que eso no podía ser, que ella tenía que confiar en sí misma y bla, bla, bla. Cuando en realidad quería decirle que era una gilipollas y darle dos collejas para que despertara. Pero claro, eso no se puede hacer. Y que a su marido probablemente le pusiera más cachondo verla salir tal cual de la ducha, chorreando, que no tapada como una monja. Luego el señor en cuestión verá vídeos cuando todos duerman. Porque en España queda mucha mojigata de porcelana. De las que señalan a las demás. Pero usan bata de boatiné. Y van todas las semanas a la peluquería. Lo sé, aún no he contado de qué va esta historia. Porque algo tendré que contar. Y así es. La historia va de compases. De cómo el tiempo, llamémoslo vida, pasa constantemente de un compás a otro, rápido, lento, rápido, lento. Por eso a veces esperar cinco minutos se nos hace eterno y otras veces cinco 19
meses no es nada. Un soplo. Y ahí está el quid de la cuestión. La gente no sabe usar los compases, no sabe que los tiene que cambiar según le baile el agua. Por eso existen los desquiciados, histéricos, impacientes, ansiosos, los que se suicidan, los que siempre viven igual... porque no ven el ritmo que marca su camino. En realidad he narrado todo esto para calmarme y poner en orden cómo soy. Porque tengo un problema, un problema enorme, de los que se hacen gigantes y aplastan tu vida. Hay un hombre muerto en mi cama.
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