Historias sin historia

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Historias sin historia Pura Sánchez

Ediciones En Huida Colección D-Relatos Número 3



Historias sin historia Pura Sรกnchez



Prólogo

Los historiadores que gustamos de la literatura no solo nunca hemos visto problema alguno en la coexistencia de ambas, sino que pensamos que pueden ser buenas compañeras. No tengo la menor duda de que ciertas novelas han resultado claves para adentrarnos en algunas épocas. Al decir esto, pienso en clásicos como Los Buddenbrook de Thomas Mann, La uvas de ira de John Steinbeck o El gatopardo de Giuseppe Tomasi de Lampedusa. Tres países y tres momentos históricos diferentes. Pero no hay que irse tan alto ni tan lejos. Ahí tenemos las cuatro historias que Alberto Méndez reunió en Los girasoles ciegos. En la contraportada de dicho libro se leía: «Todo lo que se narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto…». No creo que esta frase, aparentemente contradictoria, cuadre mal con la literatura de base histórica. La literatura no es historia y la historia no es literatura y cada una, con sus reglas y métodos, debe ser leída como tal. Se trata de diferentes formas de abordar la realidad; sin embargo nada es tan simple. La literatura puede permitirse recrear un hecho histórico o falsearlo; incluso a veces puede presentarse como historia. Por su parte, la historia tiene el severo reto de ajustarse a las fuentes, ya sean estas primarias, de segundo orden o, en el caso de la historia reciente, orales. Dadas las limitaciones, no son pocas las ocasiones en que el historiador, ante algunas historias escuchadas que tienen todo el aspecto de ser verdaderas, pero de las que no cuenta con base documental, siente la tentación de pasar de la historia a la literatura. Tampoco son raras las veces en que tiene 7


que dejar fuera testimonios orales por no contar con la aprobación del declarante, por el hecho de que, dada su dureza, requeriría otras fuentes de apoyo, o, simplemente, porque no encajan en el discurso histórico. La literatura salva todos estos obstáculos. El caso de Pura Sánchez tiene que ver con lo dicho. Ella es profesora de Lengua y Literatura, y es autora de un libro de investigación histórica titulado Individuas de dudosa moral. La represión de las mujeres en Andalucía (1936-1958) (Crítica, Barcelona, 2009). La obra tuvo una magnífica acogida porque, aunque ya se contaba con algunos trabajos sobre el tema, especialmente en Andalucía oriental, faltaba una obra más amplia y, sobre todo, aprovechar los fondos del gran archivo militar de Sevilla con sus miles de expedientes relativos a buena parte de la región. En cualquier investigación de este tipo quedan rastros y detalles sin aprovechar que los autores sienten dar por perdidos. Quizás sea esto lo que ha llevado a Pura Sánchez a realizar esta obra. De ahí pues, de esa experiencia, nacen estos relatos ahora reunidos en Historias sin historia. La autora los llama cuentos; yo reconozco que me cuesta catalogar de tales a episodios tan cercanos y sin duda reales. Si los consideráramos cuentos, algunos habría que catalogarlos de miedo, como el que nos habla de una historia tan común como la de Angustias León («El viento y la noche»); el de la Mínguez y sus compañeras («Los renegados»), con esas «procesiones» que recuerdan a algunas pinturas negras de Goya; o el de la mujer sin nombre del relato final («Sola»), que retrata bien lo que fue la vida de muchas mujeres. En ocasiones nos traen ecos de un pasado con nombres y apellidos, como doña Meditos y sus pupilas («Ese hombre»), y del


exilio («Heridos por la espalda» y «Los días azules», dedicado a ese luchador infatigable que es Quico Martínez); y en otros casos son «cuentos» que recuerdan personajes y hechos difíciles de olvidar y de indudable fuerza, como el de la Portuguesa y su hijo («El zapatero»); el de don Faustino («El informante n.º 24»), la extraña vida de un topo que elige un buen sitio para esconderse; y el curioso relato epistolar entre dos mujeres que tiene por escenario Peñaflor y por fechas tope el 2 de enero de 1936 y el 18 de julio del mismo año. Todos ellos son sugerentes e interesantes, y nos sumergen en el infierno abierto a consecuencia del golpe militar del 18 de julio de 1936. La buena pluma de la autora hace que nos parezcan sencillas historias sin historia, pero esa aparente sencillez y el hecho de llamarlos cuentos no oculta la densidad de la buena literatura y la fuerza de las historias reales.

Francisco Espinosa Maestre Sevilla, 1 de enero de 2012

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A mis queridos padres, Cloti y Manolo, quienes me han ense単ando a vivir y a contar la vida



Ese hombre

―¡A

y, los hombres de Luque!

La Placeres, cojitranca y descuadernada, pelambrera estropajosa y bata de pájaros chinos, agita los brazos por encima de la cabeza mientras camina pasillo adelante con la vieja cantilena de esplendores pasados. ―¡Como los hombres de Luque, ninguno! Aquellos sí que eran hombres de cuerpo entero y no estos señoritingos. Que se enfría una mientras se desnudan de tantos correajes y tantos perifollos... ―Cállate, Placeres, que me arruinas la casa. Acuérdate de que te tengo aquí por lo que te tengo. La Placeres se revuelve, picada por el alacrán de la dignidad ofendida, y mira a doña Meditos con cara de fiera: ―Lo peor es que siempre has sido una zorra tonta. No me hagas que me mosquee, Meditos, que ya sabes cómo las gasto. ¡Doña Meditos...! La carcajada de desprecio antiguo resuena en el pasillo de luz tristona que conduce a la cocina, apeadero confortable de las pupilas entre servicio y servicio.

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―Placeres, no te conviene llevarte mal con la señora. Es buena contigo; te tiene aquí recogida y te da de comer. ―Cállate, niña. ¡Tú qué sabes! ¿Dónde está María del Agrado? La niña baja la voz y le susurra al oído: ―Ha venido su generalito. ―¿Y a qué ha venido, a acostarse con ella o a pintarse el pelo? Las niñas sofocan las risas con la mano, mientras la Placeres se ríe con la boca desdentada completamente abierta. El alboroto crece y doña Meditos, hecha un flan temblequeante, toda nervios y mohínes, irrumpe tratando de imponer silencio. A estas horas de la madrugada, los polvos de la cara han empezado a amalgamarse con el sudor y la jeta de la madama empieza a tener un aire de muñeca estropeada. Lo único que se mantiene intacto es el moño de arquitectura complicada, que se colocó hace ya muchas horas encima de la cabeza. Mientras habla, mueve la mano derecha, enjoyada casi hasta el codo. La izquierda reposa en su estómago, no exenta de una cierta elegancia. Está contenta con este gesto, tantas veces ensayado delante del espejo, que le ayuda a no perder la calma ni en los momentos más difíciles. ―Niñas, como están los tiempos y tenemos la casa llena y tenemos el respeto de muchos señores de Madrid. No me hagáis perder los nervios, porque, a fin de cuentas, lo que queda en la cocina es... es... ―Dilo, Meditos, no te aguantes. Estás en tu casa: somos el desperdicio. Lo que no quiere nadie. Las fregonas. Pero tú no eres mejor que nosotras. Vas mejor vestida y más pintada. ... Aunque la mona... Doña Meditos no espera a oír lo que falta; se da media vuel-


ta y abandona la cocina como quien rinde una posición perdida. La Placeres la imita en sus andares paquidérmicos, cuya agilidad se ve entorpecida por un pandero impresionante, otrora gloria de su dueña y alegría de algún que otro cliente habitual. Las fregonas vuelven a reír regocijadas. ―De verdad que somos poquita cosa, Placeres. Nosotras, como tú, estamos aquí por caridad, porque doña Meditos no ha querido echarnos, porque cuando vinimos a esta casa, los señores eran de todo pelo, y servíamos para cualquiera, pero ahora, con gente de tanta importancia, nosotras solo servimos para fregar y para acarrear agua. Y tú ni para eso. Además, como ahora la señora admite a las portuguesas para darle empaque a la casa, pues aquí estamos, mano sobre mano. La Placeres mira a las dos pupilas, feas y astrosas, con las ropas viejas y recatadas de las que nunca pisan el salón, que han perdido la poca gracia que alguna vez quizás tuvieran y a las que les queda, sin embargo, el aire de animales apaleados que ya traían de su pueblo perdido del sur. ―No os pongáis mohínas; todas hemos tenido nuestra época de gloria. Las pupilas se animan: ―Cuéntanos la tuya, Placeres, que ya sabes que nos gusta oírte. En ese momento la puerta se abre de nuevo, pero esta vez doña Meditos entra henchida por un aire de satisfacción que le infla el cuerpo y le arrebola las mejillas: ―Niñas, arreglad el cuarto azul.

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Ante la mirada curiosa de las mujeres, sonríe hasta que los ojos son dos rayitas en la cara ajada y la boca un trazo de color que une las mejillas rotundas: ―No os lo vais a creer, pero don Pepito se quedará un tiempo a vivir con nosotras. Ahora sí que las mujeres abren la boca. Las niñas. No la Placeres, que entorna los ojos y mira a la madama a través del humo del puro que acaba de encender. ―¡Qué suerte tienes, Meditos! Zorra, tonta, con suerte... ― masculla con el puro entre los dientes.

No me gusta volar, siempre lo he dicho. Prefiero viajar en coche. Los días se hacen largos, pero a mi edad eso no importa; al contrario, me da tiempo para pensar. En todos mis viajes he tenido siempre mucho en qué pensar, aunque he hecho viajes y viajes. Pero ninguno como este, en el que no sé a ciencia cierta qué va a ser de mi vida. Tengo que escribir mis memorias un día de estos. Se las debo a mi hijo y también al hijo de mi general. Los dos tienen que saber cómo eran sus padres; no es que yo me quiera comparar con él, porque él era único, pero debo procurar que las cosas queden en su sitio. Y nadie mejor que yo para disipar cualquier duda, para ahora o para el futuro. Que nada ensombrezca nuestras personas. En lo que a él respecta, qué talla de hombre. Y no solo me refiero a su altura como político, que también, pero vamos, que hubiera sido un honor ser la señorita Castilla... qué hombre. Los demás lo intentábamos pero nunca lo igualamos, aunque algunos le llegamos cerca. Qué tiempos. Ay, María, María... qué bien


lo hemos pasado juntos, aunque hay que reconocer que has perdido mucho desde que eres la oficial. Con las juergas que nos hemos corrido en la casa de la calle Echegaray... la buena de doña Meditos, contigo... y sin ti, Mariquita, que yo entonces necesitaba mucho. Ya ves tú lo que son las cosas. Como mi Agrado no ha habido otra, ni siquiera tú, pero qué le vamos a hacer; los años apaciguan hasta al más pintado. Y ahora, coincidencias de la vida, a Portugal; el país hermano siempre nos ha abierto los brazos, y a veces también las piernas... Aunque en Cádiz tampoco me han tratado mal, las cosas como son. Cuando llegué a Santa Catalina hace unos meses me rindieron honores militares a mí, a un reo de la República, condenado a muerte por querer salvarla de gobernantes ineptos. Pero es que en Sevilla me la jugaron bien. Cuántas cosas han pasado en estos dos años. He tocado la gloria y el deshonor. De buenas a primeras me vi condenado a muerte, por culpa de los pusilánimes de siempre, a los que les parecía muy bien el cuartelazo, el ruido de sables, la conspiración entre el buen coñac y el humo de los habanos, pero cuando se trató de pegar tiros, se rajaron porque no estaban dispuestos a enfrentarse con sus hermanos soldados. ¡Pusilánimes! Y yo me vi solo e incomprendido y después, cuando creí que me iba a escapar por los pelos, porque, hombre, méritos he hecho yo con la República, que llegaron a ofrecerme la jefatura del Cuarto Militar, pues entonces me borbonean a mí también, como el Borbón hizo con mi compadre, el general, y que si te vi no me acuerdo. Entonces, cuando me encontré condenado a muerte, tan injustamente tratado, tan incomprendido, pisoteado en mi honor y en mi fama, todo lo más sagrado que puede tener un hombre, entonces me acordé de aquel moro, y volví a soñar con él, después de tantos años. No me viene ahora el nombre pero recuerdo, como si la estuviera viendo, su figura: la panza tan gorda que le impedía sentarse, 17


la mirada perdida en el suelo de la jaula en la que lo paseaban como un mono, por traidor, por dar un escarmiento que no se olvidara. A mí se me habían olvidado hasta los partidos de fútbol de la tropa con las cabezas de aquellos desgraciados, que eran el enemigo y eran los vencidos, pero la imagen de aquel hombre, con su dignidad, sus riquezas, sus palacios, su poder, todo perdido, mostrado como una atracción de feria, me volvió a atormentar cuando la pena de muerte. Y me vi a mí mismo con el uniforme pequeño sobre mi panza y expuesto a la risión de mis compañeros de armas. El-Rasuli se llamaba. Ahora me acuerdo. Desde luego esa sí que fue una guerra. Se olía el peligro y la muerte desde la mañana hasta la noche. No es que la de Cuba no lo fuera, pero allí perdimos hasta las alpargatas, aunque de mí no se pudo decir que no volviera con la cabeza alta. Volví el último. En cambio en Marruecos, ya empezaron a insinuar algunos cabrones que había estado remiso a entrar en combate. No saben reconocer la prudencia de un hombre valiente. Que no fue el caso de mi general. Por eso me dejaron en la estacada en Sevilla. Ellos sí que estuvieron remisos. Y aquí me veo, camino de Portugal, con mis baúles y mi mujer, y mi hijo pequeño. Mi mujer, que es capaz de sacar provecho de todas las situaciones. «Somos sobrevivientes de varias guerras, José». Y no le falta razón. Las mujeres en eso son unas artistas, aunque mi María ―doña María la llaman todos ahora― ya era artista y qué artista, en el teatro Martín, el mejor teatro de España. Mira que salía al escenario con su hermana, pero yo no tenía ojos más que para ella, porque aunque eran casi iguales, ella se daba un aire a Agrado: la melena negra, los ojos brillantes, aunque los de Agrado te clavaban en el sitio. Cuando estábamos encamados le tenía prohibido que me mirara, porque si lo hacía se me encogía el sable y ya no había manera de seguir. To-


davía me enciendo cuando me acuerdo de los buenos tiempos. María no le llega, pero es la madre de Pepito y eso manda mucho. Ella es la que más partido ha sacado de todo, ha conseguido casarse, que todo el mundo le llame doña y que el niño tenga mis apellidos, lo que desde luego no ha hecho feliz a mi otro hijo, qué le vamos a hacer. Es una criatura inocente y es duro en estos tiempos de incertidumbre tener el nombre de la madre. Tan contento que estaría el Borbón ahora, que hasta me mandó a decir que tenía que normalizar mi situación. Como si a él le importara. Más comprensivo fue el enviado del presidente que, cuando le dije que somos hombres y que qué le vamos a hacer, pues se sonrió como el que comprende de qué hablamos y qué nos pasa a los hombres. Ahora que... bien jodidos estamos el Borbón y yo, los dos en el exilio, aunque el suyo seguro que es mejor que el mío, que todavía no sé lo que me voy a encontrar. Claro que más jodido fue el exilio de mi pobre compadre, que murió solo en la cama y sin que nadie lo recordara. Nadie, no, que yo no lo he olvidado y por eso quizás me ponga manos a la obra, en cuanto me instale en Lisboa, o ya veremos dónde, y haga una semblanza de su persona y de mis momentos gloriosos, vividos a su lado, porque es que ese hombre no tenía desperdicio, aunque no sé muy bien si en la semblanza debería omitir ciertos aspectos de mi general, que si bien hablan de su hombría y de sus ganas de vivir... quizás resulten algo inoportunos... dado que esos párrafos irían destinados a su reconocimiento como hombre público. No se me olvida el día que llegué a su casa; ya conocía yo a María y él también, porque más de una vez fuimos al teatro Martín juntos, él siempre acompañado de la Castilla, claro que era más valiente que yo, porque hasta la condecoró. Yo no me atreví a tanto y por María no me duele, porque ya ha conseguido lo que quería, pero 19


lo de Agrado no se me olvida y además, que ella se merecía más. Se lo merecía todo. No tuve que pedírselo dos veces: «Mira, compadre, que quieren cerrar el teatro, que han prohibido una obra que es una bomba. Que en España, siempre se ha visto teatro sicalíptico. Y ahora, con las zarandajas de la salud moral y otras bobadas... pues que han prohibido esto». Y le di el libreto de Cha-cha-chá. Y él, desde su altura de hombre de estado, dedicó dos días a leérselo y me lo entregó corregido, para que no tuviera problemas de censura. Y es que tenía un oído y una memoria portentosos. Amén de cultura. Me acuerdo de su orgullo al detectar un plagio en La corte de Faraón... Los grandes hombres siempre se han ocupado de las cosas grandes y pequeñas, pequeñas pero importantes, por lo menos para algunos, porque a mí en concreto esa historia me sirvió para tener desde entonces a María rendida a mis pies. Y hasta ahora. Y luego, generoso. Nunca me echó en cara ni me tuvo en cuenta que mi franqueza, quizás algo excesiva, le obligara a adelantar en un día el golpe. Era generoso y además le salió bien, para qué me lo iba a echar en cara. Aunque él sabía de mi lealtad. Cuando al final de su mandato pidió a los tenientes generales que lo ratificaran en el cargo ahí estuve yo, sin titubeos, aunque en esa ocasión también me quedara solo con mi general. Y el Borbón que estaba hasta la corona, dicen, de que le alzara la voz, aprovechó la coyuntura. Él, que trataba a todo el mundo, incluida la reina, como le daba la gana, no soportó más estar en segundo plano. Y, claro, vio el cielo abierto y además le endilgó bonitas palabras de despedida que le hacían mudar el color de la cara a mi compadre cuando las recordaba, que salvaba a España por segunda vez al dimitir. Cuánto cínico. Igual que conmigo, que me condecora días antes de que se proclamara la República. Ya se veía a


las claras lo que pretendía, ponerse a bien conmigo, porque sabía que se la tenía jurada desde la caída de mi general. María ahí mantuvo la cabeza fría. «¿Que te dan una medalla?, te la pones y si tiene paga mejor. Mejor lucirá tu uniforme el día que presentes tus respetos al futuro ministro de la Gobernación. Porque esto es cosa de días, José». Y lo fue. Claro que lo fue. Cuánto cinismo. Aunque en eso el Borbón no es diferente de otros tenientes generales que yo me conozco, que se pierden por aparentar y por soltar párrafos altisonantes. Total, para parecer lo que no son. Mi general y yo nos atorábamos de risa cuando recordábamos las palabras del gallego en la visita que hizo a Marruecos hacia el final de la guerra. Luego dicen que yo he subido mucho, pues anda que ese, con el uniforme siempre apretado y el pecho fuera, que parece que le falta aire para respirar. «Señor presidente ―mi compadre ponía la misma voz e imitaba sus esfuerzos por parecer más alto―, este que pisamos es terreno de España, porque ha sido comprado con la moneda más cara: la sangre española». Hay que reconocer que no le faltan arrestos, pero le sobra sentido de la oportunidad. Sabe esperar y además a ese no le traicionan, como a mí, las palabras. No abre la boca nada más que lo justo. Nadie sabe en el fondo cómo piensa. ¡Qué zorro es! A mí nunca me ha gustado decir grandes frases, porque parece que algunos hablan pensando en pasar a la historia. Además, con mi costumbre de detenerme un poco cuando me embargan los nervios o la emoción, cuanto más florido intento ponerme, peor. Así es que siempre elijo la frase más sencilla. El final de la guerra de Marruecos fue un momento importante, pero para qué me iba yo a devanar los sesos pensando en algo glorioso... Por eso, con tiempo por delante, a ver si me pongo a pensar bien lo que quiero escribir de mi general. «¡Ese 21


hombre!...». Qué bien suena. Creo que a su hijo le podría gustar. A ver si no se me olvida. Pues eso, que palabras que suenen bien, cuando uno las necesita, si no se le ocurren, las coge de otros y listo. A fin de cuentas, esa economía de esfuerzos me ha llevado lejos en la guerra y en la política. Y si no, a ver. Cuando el final de la guerra de Marruecos ¿qué le iba a decir a mi general, como Alto Comisionado que era yo en esos momentos? Algo claro y contundente. «En Marruecos reina la paz. Ha terminado la guerra». Lo cual en ese momento era exacto, aunque los franceses después, como siempre, llegaron y lo jodieron y lo complicaron todo, pero España ya había cumplido su elevada misión. Y se reconoció mi eficacia. Marqués del Rif nada menos me nombró mi general; él quiso llamarme marqués de Malbuci, pero yo le hice ver que allí nos dieron pal pelo, que diría un castizo, y que no quería servir de risa entre los envidiosos. Hablando de grandes frases, tenía yo una que me rondaba la cabeza, aunque no recordaba de dónde la había sacado, porque desde luego yo sabía que no era mía. Cuando se la dije al tribunal militar que me juzgó por lo de Sevilla, algunos de los jueces se quitaron las gafas y me miraron con atención. Se ve que los impresioné. A ver, cómo era... ah, sí. Cuando me preguntaron con qué elementos había contado para la sublevación, yo, sin pestañear les dije que si triunfando o no triunfando, porque, claro, triunfando quizás incluso hubiera contado con algunos miembros del tribunal que me juzgaba. Qué desplante y qué verdad contenía aquello. Me atranqué en la palabra triunfar, que siempre se me resiste un poco, pero todo lo demás me salió de un tirón. Para qué me iba yo a inventar nada si eso me venía que ni pintado. Mi general sí que no andaba mudo en lo de inventar frases. Todavía recuerdo ―tengo que contárselo a su hijo, por si no conoce la


anécdota― lo que le soltó al cardenal de Tarragona, que venía hacía tiempo tocándole las narices: «El cardenal es hombre de dos queridas», aquí hizo una pausa (¿ves para lo que sirve tanto ir al teatro, hijo?, uno aprende a hacer las pausas) y el cardenal se puso de color púrpura; después siguió como si nada: «Mi querida España cuando está en Madrid y mi querida Cataluña cuando está en Barcelona...». ¡Qué hombre! Lo echo de menos. Pocos hombres como él ha tenido España. Incluso ahora, que suenan tanto Franquito, Mola o Godet. No son hombres con los que se pueda hablar; Mola tan alto, tan seco, tan peleado con la sonrisa. Cualquiera le hace una confidencia de hombre a hombre. Y el otro tan estirado, tan reservado, aunque yo estoy en que, por mucho que se lo crea, tan buen militar no es. Hasta se lo dije a Azaña cuando me preguntó: «Napoleón no es, pero en fin, teniendo en cuenta lo que hay...». En cuanto acabe este viaje de todos los demonios y me instale convenientemente en Lisboa o donde sea... tenía que haber insistido más en que me dieran detalles, ya me lo dijo María, pero como el enviado se deshacía en atenciones, que no se preocupe mi general, que el Gobierno y el embajador ya se ocupan de que esté usted bien instalado, que Portugal es un país amigo... y a mí, con que fuera Portugal... me gustó mucho la idea, porque está cerca, eso le dije a María y ella que mejor. En fin, alguna vez me sacaré de la cabeza a esa Agrado de mis pesares, que hasta el nombre le sentaba bien. Ya me lo he dicho otras veces, por Dios, Pepe, que tienes 62 años, que hace casi diez años que pasó todo aquello en casa de doña Meditos, ... qué tiempos; los mejores, porque aunque yo entonces tampoco era un chaval, estaba y me sentía como si me fuera a comer el mundo. Todo lo que yo ambicionaba entonces cabía y empezaba y terminaba en su cuerpo; nunca me sen23


tí harto de ella. Entonces sí que me sentaba bien el uniforme y no ahora, con esta barriga, que me aprietan todos los botones. El otro día, cuando ya supimos que nos íbamos de Santa Catalina, María se empeñó en que me lo probara. Abrió el baúl y fue sacando todo lo que hacía años que no me ponía y que veremos a ver cuándo me lo vuelvo a poner. Ni un uniforme me servía. Pero ella se ha empeñado en que el baúl nos acompañe como equipaje imprescindible. Equipaje imprescindible, eso fue lo que dijo el enviado del Gobierno y que no me vistiera de militar. Yo así, de civil, estoy tan cómodo y además que el otro día me vi, mientras María hacía lo imposible por ajustarme la guerrera, y el aire marcial lo he perdido. Me dio pena de mí mismo, gordo, con el poco pelo que me queda casi blanco y a punto de hacer un viaje que ya veremos en qué para. Que me anime, dice María. Y eso tendría que hacer. Quizás fuera bueno que empezara a escribir los recuerdos que tengo de todo lo que he vivido con mi general. A su hijo le gustaría...

―Te lo digo. Que tendrías que alegrarte un poquito, hija. Ser viuda de un general no es ninguna tontería. Tan señora, con tu niño. Y una carta de vez en cuando diciéndote que otra calle tiene su nombre. No te quejes tanto. ―Pero si no me quejo. Bueno, sí me quejo. Esta victoria se me queda un poco chica. Piensa cómo podía estar yo siendo la mujer y no la viuda de José, con el cargazo que le habían ofrecido en Portugal al principio de la guerra para traérselo para España. Es que no tiene color. ―Pero María, acuérdate de dónde hemos salido... Si nuestra pobre madre levantara la cabeza, con lo disgustada que estaba con que


nos dedicáramos al teatro. Además que esto ya lo hemos hablado. Te lo digo. ―No soporto la falta de alegría de estos tiempos, Paulita. Cuando trabajábamos en el Martín, eso sí que era vida. Pero ahora, con todo el golpe de nombre y si almorzamos mucho no cenamos. Qué tiempos tan tristes. ―Mira, y porque no sales mucho, porque en la calle solo se ve gente con los trapos viejos y la cara sin brillo y a veces pasan cosas increíbles. ¿Qué dirás que presencié la otra tarde en el café de la bruja de doña Rosa? Pues que uno de los habituales se levanta de la mesa dando voces y dice que ya lo ha conseguido, que ya sabe lo que pone por debajo de los mármoles de las mesas. ¡Y eran lápidas, María! ¡Lápidas! Y todo el mundo se puso a mirar la suya y se rompieron dos o tres. Por lo único que me alegré fue por lo mucho que se fastidió la bestia de doña Rosa, que tiene más conchas que un galápago. ―¿Y tú qué hacías allí? Para qué vas a verle la cara a esa y a los muertos de hambre del café... ―Porque yo no tengo pensión de viuda, hija, que pareces tonta y como no tengo hijos, me dan menos vales que a ti y paso más hambre y no tengo que ser tan digna... ―Menuda dignidad la mía, que ya le he vuelto el cuello al abrigo de Pepito dos veces y que no dejo que la criada me saque la conversación de su sueldo. Esto es lo que hay, Emilia. O lo tomas o lo dejas. Y ella, que tiene más hambre que dignidad, pues lo toma, qué va a hacer. Y yo que no salí a misa la otra tarde, cuando vino a buscarme Amalia, porque no tenía medias finas como las suyas para ponerme. Le dije que estaba resfriada. Menuda mierda de victoria. 25


Menos calles y más paga es lo que yo necesito. En eso los militares son todos como José, que se creen que de verdad los honores alimentan. Y, claro, como él tampoco se hizo mucho de valer, pues aquí nos tienes, que tener, lo que se dice tener, no tenemos nada. Porque lo suyo de más valor se perdió en el accidente y nada de lo que yo tenía en la casita de Estoril era nuestro y allí se tuvo que quedar. ―No empieces otra vez con eso, María. ―Déjame y si no quieres escucharme no me escuches, pero déjame que me desahogue, que con alguien tengo que hacerlo. ... Y luego está lo otro. ―Lo otro, lo otro... ¿Qué es lo otro? ―Pues qué va a ser, mujer. Que las señoras de los otros generales son todas muy señoronas y muy de las de toda la vida y, muerto José, yo para ellas no soy nadie. Intentan ponerme en mi sitio; todavía no me han perdonado algunas que saliera en el Blanco y Negro y, si llega el caso, me recuerdan que sus maridos me conocían de donde me conocían. ―Bueno, y qué quieres. El teatro nos daba de comer. ―No exageres, que tampoco era para tanto. ―Te lo digo, el teatro y... los señores que venían al teatro. Hija, María, si les gustaba nuestro arte, no les íbamos a impedir que nos lo demostraran siendo generosos. En eso tienes razón, la gente tenía unas ganas bárbaras de divertirse. ―Claro, ahora es que tienen que ocuparse de comer, Paulita, y eso es muy cansado. Ya lo sabemos. Lo sabíamos desde hace tiempo, pero se nos había olvidado. Que la época del Martín fue la mejor.


―... Oye, hermana... tú podrías prestarme algún dinero. Ya sé..., pero tienes hasta criada, aunque no le pagues, y yo ya no estoy para romper muchos corazones. Este mes no me ha llegado para el alquiler y si no me ayudas, qué va a ser de mí. Ya no me queda nada que empeñar. ―Ay, Paulita, que siempre has sido muy manirrota y muy poco previsora. ―Lo que a mí me hace falta es un viejo como el tuyo, que me deje viuda al poco. ―No hables así de José que yo nunca estuve con él por el interés. Él me quería; a su manera, pero me quería. Y yo también y además le tapaba sus cosas. Ya era muy putero cuando lo conocí, pero no estaba yo en situación de ser puntillosa, así es que aguanté y mira, tuve mi recompensa. Claro que con lo que me vino a ver Dios fue con Pepito, que si no, quizás no hubiera querido casarse conmigo cuando lo condenaron a muerte, o quizás fue un gesto, vete tú a saber, porque aunque se atragantaba con las palabras, los gestos le salían bordados, como a todos. Y yo, que siempre tuve mis dudas, pues viví con un ojo puesto en el hoy y otro en el mañana. No creo que le hiciera infeliz. Él la cama no la abandonó nunca, aunque no era muy exigente, nunca lo fue; llegar y pegar, y en eso, Paulita, a nuestros años y con lo corrido, no nos gana nadie. ―Hija, hay que ver lo que hablas; no, si al final me iré sin saber si me haces el préstamo o no... ―Si no hay mas remedio... Pero no vuelvas a comparar a José con esos pelagatos con los que tú vas, que ni te van a resolver la vida ni nada. Acuérdate de lo que decía la pobre mamá, que para ser puta con chancletas, mejor quedarse quieta. 27


―María, no te hagas la señora conmigo. Que está bien que me coloques el disco de tu marido y de la señora de... y todo eso, pero más no te aguanto. ―No te enfades, mujer. Ya te he dicho que te presto el dinero. Escúchame y no seas así. Hoy me ha llegado por fin la comunicación oficial que le pedí al Ministerio del Ejército. ―¿Qué comunicación? ―La de la muerte de José. La única que había era la que hizo la República en su momento. ―¿Y para qué la quieres? De sobra sabes tú lo que pasó. ―Tenía la esperanza de que me confirmaran que murió por un golpe en la cabeza y no quemado. ―¿Y qué te importa? El sitio desde luego tenía que tener mal fario. Mira que despegar en un campo que lo llaman la Boca del Infierno. ―Fue donde nos permitieron hacerlo y además que el viento allí era favorable. Mujer, yo es por Pepito. Bueno, por Pepito y por mí. ―¿Por ti? ¿Qué más te da? Anda que no te estás volviendo vieja ni nada... y sentimental a la vejez. Con lo que tú has sido. ―No es por sentimental, Paulita, es que tengo remordimientos. ―¿Pero qué dices? Te escucho y no doy crédito. A ver si es que en lugar de sentimental te estás volviendo loca. Te lo digo, María. No me enredes más y sal a la calle que te dé el aire y deja de pensar en los muertos. Anda que si yo tuviera lo que tú, a buena hora... Pero María, no llores. Te lo digo, ¿de qué vas tú a tener remordimientos? ¿Es que no viste con tus propios ojos cómo el avión se levantó y luego fue a


parar contra el muro de piedra? Y el mismo piloto te explicó que no pudo hacer nada y que José ya estaba muerto cuando se prendieron las llamas... No llores más, que te va a escuchar Pepito. A ver, anda, díselo a tu hermana, a qué vienen esos remordimientos... ―Yo me empeñé en que José se llevara el baúl, que pesaba como los demonios, con los uniformes y las medallas... ―Bueno... y qué. Tenía que estar presentable cuando llegara a Burgos. ―Sí, pero el piloto insistió en que el baúl no, que llevaba sobrecarga, que los tanques iban llenos. Y yo me empeñé... Ya me conoces. Además, también lo hacía por él, porque iba camino de su momento de gloria, después de dos años fuera de España y de tantas traiciones... Volvía para ser jefe del Gobierno nacional nada menos, Paulita...; ni en nuestros mejores sueños. Si se le veía en la cara, que hasta parecía más joven... Y yo emperrada con el baúl... ―Te lo digo, que estás imposible. Son cosas que pasan. Ahora que orgullosa... ya puedes estarlo. Tú misma me lo has dicho hace un rato, calles con su nombre por todos sitios y tu hijo y tú bien cobijados bajo la sombra de un héroe. ―Sí, pero no es lo mismo, Paulita, no es lo mismo. Nada será nunca como antes...

A las tres de la mañana, la casa es un ir y venir de hombres alegres, que pisan fuerte y huelen a puro y a coñac. El derroche de luces, el revoloteo nervioso de doña Meditos, los andares insinuantes de las niñas, los ojos de fiebre de los clientes, el incesante acarreo de la 29


Placeres y la llegada discreta de doña Tiaga. Del cuarto azul sale una sombra, pelo negro, mirada estremecida, que se encamina a la habitación disimulada como armario en el vano de un muro. Una luz débil alumbra el camastro cubierto por una sábana de color impreciso. Doña Tiaga, sin hablar, alinea en una mesita el instrumental que va sacando de una bolsa negra. La sombra entra, deja caer al suelo la bata y tiende su desnudez rotunda y deseable en el camastro. ―Abre las piernas y no tengas miedo. ―No me haga daño, doña Tiaga.

Don Pepito entretiene el tiempo en el cuarto azul, mirando al techo y naufragando en Agrado. Piensa, nunca una mujer lo ha sobrecogido tanto, nunca lo ha intimidado tanto. Piensa, su carne, piensa, sus ojos que taladran, piensa, nunca ha sabido a ciencia cierta si la ha hecho feliz o desgraciada, si ha gozado o ha fingido, piensa, nunca ha dejado de desearla desde la noche que la encontró, desafiante, los pezones asomados al escote y el fuego a los ojos, en el salón de doña Meditos, piensa, me da miedo y me muero sin ella, piensa, ahora ha salido como un perro apaleado, ahora me duele la noche que le hice cantar mientras la hería y le nacía la sangre entre los muslos, mientras le mordía los pechos ella cantaba y se aguantaba el dolor, piensa, quise hacerle llorar, que sufriera, que se sometiera, piensa, ella me despreciaba y le di la bofetada para que dejara de mirarme mientras cantaba y la voz se le iba y se le venía con las embestidas, piensa, ella no dejó de tener esa mirada desafiante. Agrádame, Agrado, piensa, quiéreme, Agrado, mi yegua, piensa, te cabalgo, agarrado a tus crines, cuando


creo tenerte es cuando más lejos estás. Me da sed, piensa, el calor que desprende tu piel, me siento arder como un condenado en el infierno, y tú siempre ahí, piensa, ofreciéndome todo lo que nunca fui capaz de alcanzar. Apoyo mi cabeza en tu vientre, Agrado, ahora vacío y dolorido, y me asusto. Estás fría. Busco el vaho ardiente de tu boca y encuentro solo un viento helado. Acerco mi oído a tu pecho, me horroriza el silencio. Alzo la mirada a tus ojos, están apagados los antiguos carbones, pienso, me miran desde la derrota y la indiferencia. El deseo ha muerto de golpe. Pienso, huir. Agrado no está. La miro y me mira, pienso, no es ella. Está domada.

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