Historia de la literatura secreta

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© De los textos: Gabriel Noguera © De la ilstración de la portada: María Simó Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941326-5-0 Depósito Legal: SE 1761-2013 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


HISTORIA DE LA LITERATURA SECRETA Gabriel Noguera



A veces escribo algo tan hermoso que me horrorizo de saberme desconocido. Carlos Edmundo De Ory



Para Sonia



HISTORIA DE LA LITERATURA SECRETA



El yeti

L

a primera vez que vi al yeti fue en el ascensor. Se hacía llamar Eulalio Ramírez, tenía setenta años y era profesor emérito en la universidad, pero a mí no consiguió engañarme con su disfraz de vecino: lo reconocí al instante, pues soy un apasionado de la criptozoología desde hace años. Como pude, disimulé mi sorpresa al ver entrar a esa criatura legendaria que me saludó con una inclinación de la cabeza y pulsó el botón del noveno piso. Yo pulsé el tercero, pero despacio, con calma, que nunca se sabe cómo van a reaccionar los animales salvajes, y menos aquellos cuya existencia no reconoce la comunidad científica. El ascensor era viejo y subía muy despacio, pero esto me venía fenomenal. Me daba más tiempo para estudiar con disimulo al abominable hombre de las nieves. Iba vestido de forma vulgar, como si no quisiera llamar la atención, con una gabardina gris. Llevaba gafas, pero no era suficiente para ocultar su identidad. Me pareció bastante feo, aunque no sé mucho de belleza masculina. Tenía una abundante cabellera cana y una barba agreste del mismo color. En las descripciones que había leído de él parecía más fuerte, pero se le notaba en forma; todo lo en forma que puede estar alguien que pretende hacerse pasar por un anciano. Llevaba unas bolsas de la compra, lo que explicaba que cogiera el ascensor en vez de subir las escaleras, pues todo el mundo sabe que el yeti es un experto escalador, sí, pero es complicado trepar cuando se tienen las manos ocupadas. Estaba claro que había bajado al valle a por víveres y ahora volvía a su guarida en la cumbre. Yo, la verdad sea dicha, en ese momento tenía algunas dudas. Principalmente, me preguntaba por qué el yeti había abandonado el Himalaya. Quizá por el cambio climático, me dije. O

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por la colonización china del Tíbet: el exceso de población había provocado seguramente la desaparición de su hábitat natural y no había tenido más remedio que emigrar. De esto no hablarían jamás los medios, claro; el Dalái Lama era el único exiliado que interesaba. Por muy lento que fuera el ascensor, íbamos a llegar ya a mi piso y allí seguía yo sin mover un músculo, apretado en tan estrecho espacio junto al abominable hombre de las nieves. Era imperdonable desperdiciar así una oportunidad como aquella. Me armé de valor y le dije: —Está empezando a hacer frío, ¿verdad? Él me miró brevemente, con poco interés, pero respondió con suma cortesía: —Sí, hay que abrigarse ya. El yeti tenía acento de Murcia. Concretamente, me recordaba a Paco Rabal. Esto me sorprendió tanto que ya no supe qué decirle y, antes de darme cuenta, estaba de vuelta en mi piso, preguntándome si quizá el yeti había aprendido castellano viendo películas de Paco Rabal que algún accidentado alpinista español había dejado en las montañas. ¿Pero por qué un alpinista iba a llevar películas en la mochila? ¿Y en qué formato? ¿Tenía el yeti reproductor de DVD? Era todo un gran misterio. Fue la casera quien me dijo qué nombre utilizaba el yeti, así como su edad y ocupación. Me contó también que se había mudado hacía poco tiempo; al parecer, había regresado a España tras estar trabajando unos años en Lhasa por un acuerdo entre universidades. El yeti había pensado en todo con esa estupenda coartada, me dije. En todo menos en mí, que me dediqué desde entonces a espiar sus movimientos, sus costumbres de animal oculto para la zoología convencional, sus entradas y salidas del edificio. Fue bastante abu12


rrido, francamente. No salía mucho. Se suponía que era profesor emérito en la universidad, pero nunca se acercó a ella. Sólo bajaba a veces a hacer la compra en el supermercado de la esquina. Yo me fijaba en lo que compraba y lo anotaba en un cuaderno. La dieta del yeti. Curiosamente, era vegetariano, cuando uno esperaría que un primate de su tamaño se alimentara con algo más contundente, sobre todo cuando te conocen como «abominable». Igual era por disimular, pensé. ¿Quién me decía a mí que no se escapaba de vez en cuando y atacaba al ganado del vecindario? Ganado que, como mucho, consistía en perros y gatos, claro. También me fijé en la prensa que compraba. Prensa de derechas. El yeti es conservador, anoté en el cuaderno. Siempre tomaba el ascensor. Era como si nunca bajara la guardia, como si sospechara que lo estaban espiando. Era un animal astuto y huidizo, sin duda; eso explicaba que aún no hubiera sido descubierto por el mundo y se le siguiera considerando sólo una leyenda. Yo lo observaba con atención en un intento de apreciar una lucha interna entre su instinto y la cautela, pero disimulaba de forma admirable: nunca dudaba, no le dedicaba ni una mirada a las escaleras, se dirigía sin vacilar al ascensor, pulsaba el botón del noveno piso y desaparecía de mi vista. Para permanecer oculto, para sobrevivir en este nuevo entorno hostil, iba contra su naturaleza y se negaba a escalar, era evidente. Todo esto se prolongó por espacio de un mes y lo cierto es que me estaba cansando. No podía esperar eternamente a que el yeti cometiera un error que me permitiera llamar a la prensa para comunicar mi descubrimiento al mundo, así que decidí provocarle. Siempre es arriesgado provocar a un animal salvaje, es cierto, pero correría ese riesgo por el bien de la ciencia. Lo abordé en el ascensor, para que no pudiera escapar. Él en ese momento estaba echándole un vistazo al periódico, lo que 13


era perfecto: estaba distraído, podía sorprenderlo con la guardia baja. Pulsé el botón del tercer piso y el ascensor se puso en marcha. Le escuché refunfuñar algo de política y entonces ataqué. —Me pregunto si está buena la carne de yak —dije, sin más, como si fuera la cosa más normal del mundo. —No está mal, un poco dura —murmuró él. —¿Pero no es usted vegetariano? Levantó la vista del periódico y me miró con suspicacia. —¿Y usted cómo sabe eso? —me preguntó. —Sé muchas cosas de usted —contesté con una sonrisa que pretendía ser de superioridad. —¿Es que acaso me está espiando? —¿Es que tiene algo que ocultar? Me miró con furia y empecé a asustarme. Asesinado por el yeti por temerario, pensé. Decidí jugármela. —Sé quién es usted. —¿Ah, sí? —dijo él con enfado—. Eso es muy apropiado, puesto que yo también sé quién es usted: un majadero. —Oiga, sin faltar, que yo no le he llamado nada —repuse. En ese instante llegamos al tercer piso y las puertas del ascensor se abrieron. Abandonar en ese momento era claramente un fracaso, pero el yeti colaboró dándome un empujón y conminándome a que lo dejara tranquilo. No quise tentar más a la suerte ese día y decidí que ya habría otra oportunidad para intentar que confesara. Pero no la hubo. El yeti, de súbito, dejó de salir a la calle. Le he puesto en alerta, pensé. O eso o se 14


preparaba para hibernar, que se aproximaba el invierno. Quizá por eso ya no necesitaba comprar alimentos. En cualquier caso, me venía fatal. ¿Esperar hasta la primavera? Podían pasar muchas cosas en todo ese tiempo. No, sólo había una solución, por imprudente que fuera: ascender a la cima. Adentrarme en la guarida del yeti. Una ascensión así, por supuesto, es algo que hay que planear cuidadosamente. Lo primero fue dirigirme a una tienda de artículos deportivos donde adquirí unas botellas de oxígeno, ya que era muy posible que el aire del noveno piso estuviera enrarecido a causa de la altitud. También compré una mochila amplia y cómoda para llevar las provisiones. Y un piolet, lo que hizo que el dependiente me recordara jocosamente que Trotski llevaba muchos años muerto. Cuando tuve todo preparado para la aventura, llamé a un restaurante chino y encargué un rollito de primavera, arroz tres delicias y pollo agridulce para Eulalio Ramírez, noveno piso, puerta C. Necesitaba un sherpa y decidí que era lo más parecido que podía encontrar. El chino llegó a los quince minutos. Yo estaba esperando en el portal del edificio y le di la mano con la camaradería de los que van a afrontar un peligro mortal. Él me miró con cara de no entender nada y preguntó por qué llevaba un piolet, si es que no sabía yo que Trotski estaba muerto. Hice ademán de tomar las escaleras, pero el chino se dirigió sin vacilar al ascensor. Le dije que estaba averiado, pero demostró ser un escéptico de primera y apretó el botón de llamada. Yo suspiré y me encogí de hombros antes de entrar en el ascensor con él. Durante el trayecto no nos dijimos gran cosa, tan sólo rechazó la botella de oxígeno que le ofrecí. En el noveno piso, las paredes refulgían de blanco, como nieve al sol. Me tapé los ojos con una mano, pero el chino hizo 15


como si todo fuera normal y se dirigió a la puerta del yeti. Lo alcancé cuando ya había llamado y enseguida se abrió la puerta. —Yo no he pedido comida china —dijo el yeti—. ¿Y qué hace usted ahí con un piolet? ¿Es que me ha tomado por Trotski? El chino protestó. Él tenía un pedido de un Eulalio Ramírez y no pensaba marcharse sin cobrar. El yeti alegó que él no había pedido nada, que se trataba todo de un error. Como esta discusión no servía para mis propósitos, intervine confesando que había sido yo el causante de aquel enredo. Me miraron con severidad, de pronto aliados. —¿Por qué no sale de mi vida? —se quejó el yeti—. ¿Es que le he hecho algo? —Sólo quiero hablar con usted —contesté yo en tono conciliador. —Está bien —suspiró—; pase un momento. Pagué al chino, susurrándole: «espérame aquí». Me miró como si me hubiera vuelto loco. Por fin, la guarida del yeti. Donde ningún otro ser humano había estado antes. La verdad es que, bien mirado, era un lugar decepcionante. Parecía el piso de un profesor. De un profesor aburrido, además. —Bueno, ¿qué quiere de mí? —me preguntó el yeti. —Sé quién es usted. —Ya estamos otra vez con lo mismo. ¿Y quién se supone que soy? —El yeti, claro.

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—Pero eso es imposible. —No lo es, tengo un cuaderno que lo demuestra —le aseguré. —No, lo digo porque el yeti es usted. Todo mi mundo se tambaleó ante esta respuesta inesperada. ¿Era yo el yeti? ¿Tenía problemas para aceptarme y le endosaba mi personalidad a otro? De pronto, parecían encajar las piezas. —¿De verdad soy el yeti? —pregunté con la emoción del que ha encontrado un sentido a su existencia. —Claro que no, era una metáfora. —Ah. —El yeti no existe. Se lo digo yo, que he vivido en Lhasa. Así que se podría decir en todo caso que el yeti vive en nuestros corazones. Yeti somos todos. —Que no, que es usted el yeti —dije con un hilo de voz. —No, no lo entiende usted —contestó él, meneando la cabeza—. Yo no soy el yeti, por una razón muy sencilla: soy Trotski. —¿Cómo dice? —Ramón Mercader asesinó a un doble. Era la solución más sencilla para que Stalin dejara de perseguirme, puesto que no había lugar seguro para mí en el mundo. —Pero eso no puede ser. Trotski estaría muerto de todos modos: han pasado muchos años. Además, ni siquiera tiene usted acento ruso. —Qué poco sabe usted de la vida. ¡Usted, que cree en la

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existencia del yeti! Si sigo vivo después de tantos años y gozando de buena salud es porque he estado viviendo en la legendaria Shangri-La, donde uno es inmortal. En cuanto a mi acento, tiene también explicación: conocí a Paco Rabal en México, cuando fue a rodar con Buñuel, y se me pegó su forma de hablar castellano. Soy Trotski, ya le digo. —Es fabuloso —dije con admiración. —Efectivamente, es fabuloso: porque es todo mentira. Ahora váyase de mi casa y no vuelva. —¿Entonces no es usted Trotski? —Claro que no. Pero ha sido una buena historia, ¿verdad? —Pero… —Tampoco soy el yeti. Ni el verdadero Panchen Lama. Me llamo Eulalio Ramírez y soy profesor jubilado. No he tenido hijos y me gusta el aeromodelismo. Es así de gris la vida, acéptelo de una vez. —Pero en el ascensor… —Ya —me interrumpió—, en el ascensor me di cuenta de que estaba usted mal de la cabeza. Tiene esa mirada propia del enfermo mental. Aunque ahora no sé si está loco o es simplemente infantil, porque es usted sumamente crédulo: está dispuesto a aceptar cualquier historia fantástica con tal de no quedarse con la realidad. A ver si es que va a ser usted Peter Pan. Y prorrumpió en carcajadas. Carcajadas monstruosas, casi como si quisiera desmentir que no era el yeti. Humillado, salí de allí sin decir nada más. El falso sherpa se había marchado y además se había lleva18


do la comida. Otra decepción más. Por un segundo pensé en bajar por las escaleras, pero de pronto me sentía muy cansado. Tomé el ascensor.

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Perder la cabeza

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iego García se levantó de la cama de un salto atlético, abrió con decisión las venecianas y dejó pasar la luz del sol, que le acarició el rostro con sus cálidos dedos. Qué gran día para estar vivo, pensó. Después se dio una ducha, se vistió con calma y salió a la calle cargado con su funda de violín y un maletín de ejecutivo. Se dirigió al Banco de Panamá, que bullía de actividad. Educadamente, se incorporó a la cola y esperó con paciencia su turno. Al llegarle éste, sacó una metralleta de la funda de violín y solicitó a voz en grito que se hiciera un ingreso a su nombre en el maletín que llevaba. Los trabajadores del banco obedecieron prestamente a pesar de tratarse de un procedimiento irregular; los clientes, por su parte, murmuraban y miraban sus relojes preguntándose cuánto tiempo perderían en esto. Una vez realizada la poco ortodoxa transferencia, Diego García se despidió de la concurrencia con una reverencia y un beso a una chica en minifalda, que se desmayó de la emoción. Antes de que alguien pudiera decir «Beckenbauer», el insólito atracador había desaparecido por la puerta.

2 Diego García iba al volante de su coche, pues de otra manera habría sido imposible conducirlo. Huía con su fabuloso botín a Portugal, que era un país que siempre le había fascinado desde hacía una semana. Circulaba por carreteras secundarias para evitar a la policía, los atascos y los autoestopistas.

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De repente, el motor empezó a petardear. Diego García se temió lo peor, ya se veía de pronto sin medio de transporte en una carretera comarcal en mitad de ninguna parte, pero quiso el autor que a menos de dos kilómetros hubiera un pueblo, como indicaba un cartel junto a la carretera. «Cabeza de Diego García», decía el letrero, lo que quizá era señal de que se trataba de un espejismo. «Qué curioso», se dijo, «se llama como yo. Quizá es que tuve un antepasado ilustre, alguien que perdió la cabeza en este lugar. Por una mujer. O quizá la perdió literalmente, ejecutado». Pero no había tiempo para meditar sobre esto, el coche iba perdiendo velocidad y amenazaba con detenerse en cualquier momento. Diego García asomó la cabeza por la ventanilla y empezó a darle ánimos al automóvil mientras tocaba el himno alemán con la bocina, pues se trataba de un Volkswagen. Todo esto pareció funcionar y logró entrar con su maltrecho vehículo por la calle principal del pueblo, que era poco más que un camino de cabras. Condujo hasta un taller de reparaciones que parecía ser una funeraria para automóviles. Salió a atenderle un mecánico que se presentó como Olegario. —Buenas tardes —dijo Diego García—. Mi coche hace ruidos extraños. —No se preocupe, seguro que es cosa del cigüeñal —contestó el mecánico abriendo el capó y examinando detenidamente el motor. Tras un breve análisis, concluyó que el cigüeñal estaba dañado porque el automóvil padecía de tuberculosis. —¿Tiene arreglo? —preguntó Diego García. —Sí, un poco de quinina en el radiador y como nuevo en un par de días.

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—¿Pero la quinina no es para la malaria? —Es que también tiene malaria, ¿no se lo he dicho? Fíjese en la carrocería: está amarillenta. —Oiga, amigo, es el color de moda: rojo maoísta —dijo, un tanto ofendido, Diego García. —Que no, se lo digo yo: es malaria —insistió el otro. Diego García decidió no seguir discutiendo, que al fin y al cabo no era doctor en mecánica, qué sabía él de coches. En vez de eso, le preguntó si había alguna pensión u hotel en el pueblo donde quedarse los días que durase la reparación. Olegario le respondió que no, pero que tal vez el cura le daría alojamiento. Diego García le dio las gracias, sacó el maletín del maletero y salió del taller.

3 Virtudes barría nada afanosamente el suelo de la cocina. Se imaginaba que la escoba era un galán del Hollywood de los años treinta, siempre había sido una chica muy clásica. Gary Cooper. Clark Gable. Errol Flynn. Todos hombres enterrados, pero que en su imaginación cobraban vida en forma de un palo de madera que terminaba en un cepillo que barría la habitación. Bailaba con galanes muertos con cepillos en los pies. Un, dos, tres, un, dos, tres, contaba en su rubia cabeza. En ese momento entró Marisa, su madre, que enseguida la llamó al orden. «Tanto que hacer y tú siempre soñando», le dijo. Virtudes, avergonzada, bajó la cabeza y se miró los pies pensando que eran más bonitos cuando danzaban al son de un vals.

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—Hija, ve a preparar la habitación de huéspedes, tenemos un invitado —dijo Marisa. —¿Quién? ¿Es alguien importante? —Lleva un maletín, creo que es el funcionario del gobierno. Por fin nos lo envían, después de tantos años de espera. —¡Ya era hora! —celebró Virtudes, que salió de la cocina dando palmas y saltitos. Marisa suspiró, recogió la escoba del suelo, la puso detrás de la puerta y salió al recibidor, donde esperaba Diego García sentado en un sofá con el maletín en el regazo. —Tiene usted que perdonar a mi hija. Es muy buena chica, pero un poco alocada. La pobre además es apocalíptica. —Es comprensible. La bomba atómica, el cambio climático, el sida. Es natural no creer en un futuro halagüeño —contestó él. —No, eso no tiene nada que ver, es una condición médica. —Vaya. ¿Y eso tiene tratamiento? —Toma unas pastillas. Pero no querrá que le aburra con estos temas, seguro que está muy cansado del viaje. Dígame, ¿cómo es el gobierno? —¿El gobierno? —Ah, comprendo, no puede decir nada. No se preocupe, lo entiendo. ¿Quiere usted una infusión de hierbas? —No, muchas gracias. ¿De verdad al párroco le parecerá bien que me quede unos días? Puedo pagar mi estancia, si es necesario. 23


—Mi hermano está encantando de hospedar a una persona tan importante como usted, he hablado con él hace un momento. Hace tanto que le esperábamos… —¿A mí? ¿En serio? —contestó Diego García con un deje de nerviosismo. —Bueno, no sabíamos que sería usted, claro, pero sabíamos que vendría. Ahora que está usted aquí, todo irá mejor. Al rato, bajó Virtudes; la habitación estaba lista. Diego García subió al cuarto acompañado por Marisa, cuya hija no le quitaba ojo al desconocido. «Qué guapo es», pensaba, «se parece a Gary Cooper». 4 El padre Manuel volvía a casa acompañado por Saturnino, un labriego que intentaba convencerlo de que el diablo le robaba las remolachas por la noche. «Como si el diablo no tuviera nada mejor que hacer», decía el sacerdote, pero era inútil, Saturnino insistía. Al preguntarle el padre Manuel por qué no había intentado evitar el robo, respondió Saturnino que no se veía capaz de discutir con el diablo, que quién era él, simple campesino sin formación teológica, para decirle al Príncipe de las Tinieblas lo que puede o no robar. Ante este argumento impecable, el sacerdote tuvo que prometerle que consultaría el asunto con el señor obispo. Se despidieron en la puerta y el padre Manuel entró en casa. Era la hora de la cena y a la mesa estaba sentado Diego García. Antes de que éste pudiera decir nada, el sacerdote le confió que se sentía extremadamente dichoso por su presencia, preguntándole acto seguido si todo estaba a su gusto. Luego pasó a detallar las virtudes del pueblo y también sus defectos, 24


todo lo que había que solucionar ahora que contaban con el apoyo gubernamental. —Claro, claro —respondió Diego García siguiéndole la corriente—. Algo de asfalto, para empezar. Un colegio y un hospital para cada habitante. Más días de vacaciones. —Asfalto no, que tenemos unos veranos extremadamente calurosos. Las mujeres sirvieron la cena y se sentaron a comer con los hombres. Virtudes miraba con ojos tímidos a Diego García, interés que no pasaba desapercibido para él, pero tenía presente que coquetear con la sobrina del cura podría ser considerado de mala educación. El padre Manuel, por su parte, contaba que algunas mañanas salía de casa muy temprano con una escopeta, subía al monte y le disparaba al sol, que era un símbolo pagano. Maldito Sol Invicto, se quejaba. ¿No podría hacer algo el gobierno? Prohibirlo tal vez fuera exagerado, todo el mundo necesitaba el sol para sus cultivos, pero quizá podrían rediseñarlo. Que tuviera forma de cruz. Así todas las mañanas saldría una cruz luminosa por el este, una cruz ardiente bien alta en el cielo. In hoc signo vinces. ¿No tenían en el gobierno personas dedicándose a estos temas?

5 A la mañana siguiente, Diego García salió a dar una vuelta por los campos aledaños. Florecía la primavera y también su alergia al polen, pero de súbito era bonito estar vivo. Molesto, pero bonito. De pronto le pareció escuchar una voz cantarina a lo lejos.

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Pensando que sería el diablo robando remolachas —historia que había contado el cura la noche anterior—, se acercó, pero no era Satanás, sino Virtudes, que en un claro bailaba y cantaba Cheek to cheek sin advertir que estaba siendo observada. La encontró extraordinariamente hermosa, un centelleo de luz blanca y dorada, una imagen de pura belleza. Saludó a la chica, que dio un brinco que no formaba parte de la coreografía. Virtudes no pudo evitar sonrojarse al comprobar que se trataba de su Gary Cooper particular. Lo saludó bajando la vista y explicó que a veces venía a bailar al campo, para que no se enfadara su madre. —Bailar aquí me relaja y hace que me olvide de que llevo la vida que no quiero. No tengo que pensar en barrer el patio, ni fregar los platos, ni coser los hábitos de mi tío. Aquí sólo hay pájaros, insectos, flores e imaginación. ¿Te gustan las flores, Diego? —No especialmente —contestó Diego García. —A mí, sí. Me gustan los nombres que tienen algunas. Los pensamientos, por ejemplo. «He estado recogiendo pensamientos para ti». ¿No te parece bonito? Mira, estos son pensamientos de Cabeza de Diego García. Qué curioso, es como si estuviera hablando de ti, de tus pensamientos, que son flores en esta pradera. Yo me llevaría pensamientos tuyos a casa y los tendría en un jarrón de mi habitación, para verlos cada mañana al despertarme. Tus pensamientos. También me gustan las nomeolvides, que son unas flores muy dramáticas. «No me olvides». Es una súplica. Aunque podrían ser también unas flores mandonas: «¡no me olvides!». Se me ocurre que las nomeolvides de Cabeza de Diego García serían tus recuerdos. Por otra parte, me gustaría que existiera una flor que se llamara petulancia. Petulancias. Es buen nombre para una flor, ¿verdad? La chica hablaba demasiado, pensó Diego García. La rodeó por la cintura con el brazo y la calló con un beso. Virtudes al princi26


pio se resistió un poco, pero enseguida estaba devolviéndole el beso con ganas, apretando el cuerpo contra el suyo. Cuando se separaron, ella, mirándolo embelesada, empezó a decirle: «Diego, yo…». Él, por miedo a que volviera a hablar de flores, la besó de nuevo. 6 El pueblo estaba esa noche de fiesta. Se celebraba la llegada del funcionario del gobierno, que había venido a traer el siglo XXI a todos. Habían levantado un estrado en la plaza, donde el alcalde, tras un discurso conmovedor, le entregó a Diego García las llaves del sereno, a modo de llave de la ciudad. Que hable, que hable, pidieron los lugareños, ya bastante ebrios. Ni que fuera agrimensor, se dijo el interpelado, que carraspeó ante la enfervorecida multitud y comenzó a hacer promesas. Nuevos cónyuges para los viudos. Más días de buen tiempo. Lluvia localizada donde es necesaria. Una juventud más duradera. En definitiva, una vida mejor. La gente prorrumpió en aplausos y redobló los esfuerzos por perder el conocimiento a causa de un coma etílico. Diego García, alegando escorbuto, se retiró a su cuarto. De camino a casa del cura se cruzó con Olegario, el mecánico, al que le preguntó chillando, puesto que el estruendo de la fiesta era ensordecedor, cómo estaba su coche. «Es cosa del cigüeñal», respondió Olegario. Ya en su cuarto, amueblado de forma espartana, se lavó los dientes, se desnudó, hizo tres flexiones y media, contempló por la ventana a la muchedumbre borracha y vociferante que se aglutinaba en la plaza y se metió en la cama a dormir, no sin antes elevar una corta plegaria a John Dillinger y al Lute. Estaba ya casi dormido cuando sonaron unos leves golpes en la puerta. Desnudo como estaba, se levantó a abrir. Era Virtudes,

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vestida con un breve camisón. Ella se ruborizó al encontrarlo desnudo, él no desaprovechó la oportunidad que se le ofrecía y la hizo entrar en el cuarto. Enseguida estaban revolcándose en la cama como dos amantes que se han estado buscando toda la vida. La chica era virgen, como descubrió cuando la penetró, y se desempeñaba con bastante torpeza en las lides sexuales, pero lo suplía con un cuerpo deseable y perfecto. Por suerte aprendía rápido, pues empezó de pronto a moverse con una intensidad asombrosa. «Oh, sí, nena, muévete así», gritó Diego García agarrando con fuerza a la chica, que parecía un terremoto. Fue al notar su mirada perdida cuando por fin se dio cuenta de que Virtudes no había aprendido en un tiempo récord, sino que estaba sufriendo un ataque epiléptico. «¡Joder, eso quería decir la madre! ¡Epiléptica, no apocalíptica!», pensó mientras se caía de la cama. Se asomó corriendo a la ventana y empezó a pedir ayuda a gritos. Unos borrachos que había en la calle levantaron la vista y, al verlo desnudo en la ventana, le respondieron con risas: «¿Para qué necesitas ayuda? ¿No puedes tú solo con eso?». Volvió donde la chica, la abofeteó un par de veces, la zarandeó (como si no se moviera ya bastante), pero nada, no reaccionaba. Pensó en darse a la fuga, aunque no iba a llegar muy lejos sin coche, tendría que robar el del alcalde o el del párroco. Escuchó entonces que Virtudes decía algo. Habían parado los temblores y musitaba: «Diego, llévame contigo al gobierno, llévame contigo al gobierno». Él le acarició el rostro con ternura.

7 A Saturnino le había parecido ver al diablo agazapándose tras un árbol en lo alto de una loma. «Otra vez dando por culo ese 28


indeseable», pensó. Aunque la mímica no era lo suyo, simuló que buscaba setas para ir acercándose poco a poco al tronco retorcido detrás del cual se escondía el satánico ladrón de remolachas. Cuando estaba ya a pocos metros, dio un par de poderosas zancadas y se plantó junto al árbol al grito de «a mí, la Virgen». Nada. El diablo, si es que había estado ahí, se había esfumado. Maldición, se dijo. Le dio tres patadas al árbol, para desahogarse, y luego se sentó en el suelo. El valle estaba en calma, el sol brillaba en lo alto, la brisa le acariciaba el rostro. Quizá estaba perdiendo la cabeza. Admirando el paisaje desde lo alto de la loma, reparó en que había un coche accidentado contra un árbol junto a la carretera que llevaba al pueblo. Si es que se lo podía seguir llamando coche, ya que no era más que un amasijo de hierros. Saturnino echó a correr en dirección al automóvil por si había heridos, aunque no le parecía posible que alguien pudiera sobrevivir a una colisión así.

8 Esa tarde, un autobús se detuvo en la plaza del pueblo. Sólo se bajó un pasajero: un señor perfectamente trajeado, de negro, con gafas, con un fino bigote, con maletín y sombrero. El elegante caballero cruzó la plaza y preguntó a unas señoras por el ayuntamiento. Entre las mujeres estaba Virtudes, que cogía agua del pozo y ante el desconocido sintió un escalofrío de miedo recorriéndole la espalda. Qué tipo más extraño, pensó, siguiéndolo con la mirada mientras el hombre se alejaba. En el ayuntamiento le dijeron al señor de negro que a esa hora el alcalde estaba en la taberna, en su habitual partida de mus. Allí lo encontró jugando con el padre Manuel, Olegario y Saturnino. El señor de negro se presentó: era funcionario del gobierno

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y estaba buscando al señor Diego García. «¿Otro funcionario?», preguntó el sacerdote. «No», respondió el desconocido, «soy el funcionario». —Bueno —añadió para romper el silencio causado por el estupor de los presentes—. ¿Saben entonces dónde puedo encontrar a Diego García? Conduce un Volkswagen Xiaoping de color rojo maoísta. —Qué casualidad, hay uno así estrellado junto a la carretera —dijo Saturnino—. Pero ni rastro de sus ocupantes. Estoy por pensar que se los ha llevado el diablo. Como mis remolachas. —No empieces con eso —dijo el padre Manuel. —El coche de Diego García está en mi taller —intervino Olegario—. Está averiado, es cosa del cigüeñal. ¿Por qué busca a Diego García? ¿Qué ha hecho? —Digamos que tenemos un asunto pendiente —contestó el funcionario antes de salir de la taberna. Olegario repartió las cartas. El padre Manuel se levantó de la mesa sin decir nada, cogió el teléfono de la taberna y llamó a casa. 9 Diego García miraba el techo y pensaba en Virtudes. Virtudes y el cine estadounidense de los años treinta. Virtudes y los vestidos blancos. Podría quedarse a vivir en Cabeza de Diego García, se dijo. Vivir en mi cabeza, pensó, y soltó una risotada. ¿Quién iba a buscarle allí, en ese pueblo perdido? La policía no tenía ni idea. Sólo Virtudes le buscaría. Siempre, fantaseó. Y volvió a pensar en el rostro angelical de Virtudes. 30


Como si lo hubieran ensayado, en ese preciso instante entró corriendo Virtudes en la habitación. Alterada, con la cara blanca como el papel. Atropelladamente le dijo que tenía que marcharse, que le estaban buscando. «¿La policía?», preguntó él. Ella contestó que no, que quien le buscaba era la muerte. —¿Cómo que la muerte? ¿De qué me estás hablando? ¿Es que vienen a ejecutarme sin juicio previo? —dijo él. —No, amor mío, es que ya estás muerto, ¿no lo entiendes? Te mataste junto a la carretera, al chocar contra un árbol. Han encontrado tu coche destrozado —le explicó ella con lágrimas en los ojos. —Pero eso es imposible, mi coche está en el taller de Olegario. ¡Es cosa del cigüeñal! —Ese coche no va a estar reparado nunca. No es tu coche, es una ilusión. O lo somos nosotros. ¿Cómo no te das cuenta? Todo tiene sentido. Cabeza de Diego García. Tú eres Diego García. Nos habrás inventado, a lo mejor estás ahora mismo tendido en una mesa de operaciones, rodeado por médicos que luchan por tu vida. Y ahora ha llegado la muerte para decirte que de nada valen estos trucos, que nada de refugiarte en tu imaginación, que eres suyo. O quizá no, tal vez me equivoco, puede que seamos reales y le has dado esquinazo a la muerte gracias a la imaginación. A través de tu cabeza has llegado a la Cabeza de Diego García real. Con tu coche imaginario y todo. Pero la muerte te ha seguido hasta aquí como funcionario del gobierno, un funcionario implacable del gobierno real o del imaginario, no lo sé. Lo que sí sé es que yo me siento real. ¿Tú no me sientes real? —Cariño, siempre hablas demasiado. Vámonos ya. Diego García agarró el maletín (ya tendría tiempo luego 31


para preguntarse si el dinero era real o imaginario), bajaron las escaleras a la carrera, cogieron las llaves del coche del párroco, se despidieron apresuradamente de Marisa, que no entendía nada, subieron al automóvil y salieron del pueblo a toda velocidad. El horizonte parecía real, pensó Diego García. Decidiendo de pronto que tenía que ser honesto con Virtudes, le dijo: «por cierto, cariño, soy atracador de bancos». «¿Crees que me importa eso?», contestó ella mirándole con ternura, «si estoy huyendo con un muerto».

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