© De los textos y de la foto de portada: Francisco Fernández Romero © Del diseño de la portada: Martín Lucía Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941326-1-2 Depósito Legal: SE 1504-2013 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es
LA HUELLA VIOLテ,EA Francisco Fernテ。ndez Romero
LA HUELLA VIOLテ,EA
Primera Parte
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n frío amanecer del mes de noviembre, el sol se levantaba perezoso sobre los bosques de ribera de la sierra norte sevillana. Los primeros resplandores del alba lamían las cimas de los montes, cuando el capataz de una finca distante dos leguas de Cazalla de la Sierra abandonaba el caserío. Montó a lomos de su caballo y se dirigió hacia otro edificio que distaba unos dos kilómetros. La casa solía estar siempre deshabitada, excepto en la ocasiones que los dueños visitaban la finca. Una vez allí, se apeó del animal, se dirigió al alféizar de la ventana, cogió una llave y franqueó la entrada. Abrió la puerta del armero, cogió un rifle y se lo colocó en bandolera. Luego, pilló la gorra de visera que colgaba del perchero y se la encasquetó en la cabeza. Abandonó la casona, depositó la llave en el mismo sitio y volvió a montar en el corcel. Fue cabalgando bajo las ramas de los alcornoques hasta alcanzar la cima de un cerro. Se apeó del animal, lo dejó atado a una carrasca y bajó a pie por la ladera. Se ocultó tras un chaparro, extrajo del bolsillo la munición y cargó el arma. A los pocos minutos, el movimiento de un lentisco le puso en guardia. Seguidamente, aparecieron unos perros acompañados por dos muchachos. El corazón le empezó a latir tan rápido como una máquina de vapor. Sujetó el rifle con la mano siniestra y apoyó la culata en el hombro. Se pegó el arma a la mejilla, entornó el ojo izquierdo y apuntó con el derecho hacia uno de ellos. Acarició el guardamonte, introdujo el dedo índice combado y presionó dos veces el gatillo. Notó en su hombro los retrocesos de los disparos y vio a través de la mira como uno de los muchachos se desplomaba a tierra. Cargó el rifle a toda velocidad. El otro se acercó para ayudar al caído, apuntó hacia él y efectuó otros dos disparos. El chico permaneció unos segundos de pie, adoptó una posición de firme, quiso volverse hacia el tirador, pero no terminó su movimiento, se dobló por la cintura y su cuerpo cayó fulminado. ♠♠♠
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La dehesa se encontraba en plena época de la montanera, debido que el clima frío de aquel invierno había preñado de bellotas las encinas. Un porquero se encargaba del engorde de una piara de cerdos. Por las noches se alojaba en una pequeña cabaña de abobe y paja, rondaba los treinta años, de estatura baja, ancho de espalda, tenía los brazos musculosos y el rostro curtido por el sol. Peinaba una cabellera rubia mal cuidada y se abrigaba con una zamarra que le llegaba hasta las rodillas. Aquel amanecer, preparó el canasto con el almuerzo y trasladó a los cerdos para que pastaran en las cercas. Llevaba sólo unos minutos descansando en una roca, cuando el estruendo de dos disparos rompía el silencio de las colinas. Segundos después, otros dos tiros le volvieron a sobresaltar. Se puso de pie, y localizó a dos cuerpos inertes que yacían en un claro de la vaguada. Al instante, se acercaron dos perros y comenzaron a aullar girando a su alrededor. Se quedó tan aturdido que no sabía qué hacer. Decidió correr ladera abajo para socorrer a los tiroteados, pero frenó su carrera súbitamente, cuando pensó que cometería una imprudencia, puesto que lo mismo se trataba de un accidente de caza o de un asesinato. Confirmó su temor cuando vio que un hombre se movía por la ladera de enfrente. Iba tocado con una gorra de visera, vestía pantalón caqui y cazadora marrón. Le había visto como salía de detrás de un chaparro, había cogido algo de la tierra y se lo había guardado en el bolsillo del pantalón. Luego trató de borrar sus pisadas mediante un matorral, se echó el arma al hombro y desapareció a la carrera monte arriba. El porquero consideró la gravedad de lo ocurrido y decidió que lo más urgente era avisar al cuartel de Guardia Civil. El teléfono más cercano se encontraba a media hora de camino. Corría desesperado, cuando hacia la mitad del trayecto se topó con una pareja de la Benemérita. —Gracias a Dios que les he encontrado —dijo con el rostro sudoroso y la voz entrecortada. 10
—¿Hacia dónde ibas tan deprisa? —le preguntó uno de ellos. —Precisamente iba a llamarles por teléfono. —Tranquilo, cálmate hombre, que vas a echar los pulmones por la boca. A ver, cuéntanos qué es lo que ha sucedido. —Vigilaba a los cerdos, cuando sonaron cuatro disparos procedentes de la ladera de enfrente. Miré hacia un claro del matorral y vi que dos perros bullían alrededor de dos cuerpos. Al momento, un hombre trepaba con un arma al hombro hasta la cima del cerro, se subía al lomo de un caballo y se marchaba al galope. —¿Pudiste reconocerlo? —Imposible; no le vi la cara. Pero de cualquier forma no hubiese podido porque soy forastero. —¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces? —Unos diez minutos más o menos. —¿Harías el favor de acompañarnos hasta allí? —Por supuesto. Al llegar donde yacían los cuerpos, se oían los graznidos de las aves carroñeras que sobrevolaban el cielo describiendo círculos. Uno de los guardias se quedó vigilando los cadáveres, mientras el otro se desplazaba hasta el teléfono más cercano. No había transcurrido ni una hora, cuando acudieron al lugar el sargento de la Guardia Civil, el médico forense y el juez de instrucción. Tuvieron que apearse del coche al final del carril y acceder a pie hasta el lugar de los hechos. El sargento era un tipo de mediana edad, alto, ancho de hombros y brazos musculosos. Tenía una cabeza grande, cuello de toro, unos fuertes maxilares inferiores y unos ojos que expresaban ambición y seguridad de dominio. Bajo la nariz de grandes ventanas, lucía un bigote de cerdas perfectamente recortadas. Venía abrigado con un capote y tenía puesto en la cabeza un gorro con un galoncillo dorado. 11
El doctor aparentaba ser de edad parecida, tenía una escasa cabellera castaña, estatura alta, el rostro alargado y la nariz aguileña. Se resguardaba del frío con un abrigo de lana gris marengo y portaba en una mano un maletín de cuero marrón. El juez rondaba los cuarenta años, de estatura media, tenía la cabeza calva y el rostro redondo con la tez pálida. Vestía una gabardina gris con una mascota del mismo color. El porquero pensó que debía volver con la piara. —¿Puedo irme ya? —preguntó. —Sí, ya se puede marchar —dijo el sargento—. Cuando vaya al pueblo se pasa por el cuartel y sólo le entretendremos el tiempo justo de firmar la declaración. El sargento ordenó a uno de los guardias que rastreara la zona en busca de los casquillos o cualquier otro indicio relacionado con los disparos. En ese instante, llegó el compañero que había ido a llamar por teléfono. El jefe le indicó que indagara cualquier pista que sirviese para aclarar los hechos. Tras una búsqueda infructuosa, cogió una máquina fotográfica y estuvo retratando a los cadáveres desde varios ángulos. El médico le echó una primera mirada a los cuerpos. Ambos aparentaban rondar los dieciocho años. Posteriormente se agachó sobre uno de ellos y observó que las heridas eran mortales de necesidad. El cadáver permanecía echado de bruces con las piernas totalmente abiertas. Presentaba dos entradas de bala, una de ellas en el costado a la altura del corazón, y la otra, le había atravesado el muslo izquierdo. Iba vestido con un pantalón de pana caqui y un jersey verde. Llevaba en sus bolsillos una navaja y algunas monedas. El otro, se encontraba decúbito lateral con las piernas flexionadas. Había sido alcanzado por dos proyectiles; uno le había entrado a la altura de la cadera izquierda, y el otro, le había perforado el cuello. Llevaba puesta una cazadora gris y un pantalón de tela de gabardi12
na del mismo color, en cuyo bolsillo derecho encontró un pañuelo y unas llaves. El juez se incorporó, se pellizcó la barbilla, paseó su mano por el cráneo reluciente y comentó. —Mi primera impresión es que trata de un accidente de caza. ¿Qué opina usted sargento? —Yo me inclino más por un asesinato premeditado. Quizás se trate de un ajuste de cuentas. —Estoy totalmente de acuerdo con la tesis del sargento —dijo el doctor—. Un cazador nunca hubiese confundido una pieza en un terreno despejado. Al cabo de un rato, apareció un arriero tirando de una mula cargada con dos humildes féretros. El juez ordenó que trasladasen los cadáveres a la pequeña morgue del cementerio de Cazalla. Entre un guardia y el mulero cogieron a uno de ellos y lo introdujeron en un ataúd. Cuando intentaban meter al otro en el segundo féretro, el arriero fijó su mirada en la palidez blanquecina de su rostro. —Este muchacho vivía en la Dehesa del Valle —dijo—. Creo haberlo visto por el caserío una temporada que estuve acarreando corcho. —¿Está cerca de aquí? —preguntó el sargento. El mulero se incorporó y haciendo gestos con las manos y la cabeza, comenzó a explicarle el camino. —Está ahí mismo. Puede usted dar un rodeo por la vaguada, o bien subir por la cuesta que hay en la ladera. Una vez coronada la cima, baje por una senda hasta la vereda. Luego, camine recto hacia la derecha y llegará en quince minutos. —Gracias por la información, buen hombre. Dígale a los guardias que le ayuden a cargar los ataúdes al aparejo de la mula y los traslada al cementerio de Cazalla. 13
Una vez que los féretros estaban bien sujetos con cuerdas, el sargento se atusaba el bigote al tiempo que le ordenaba a uno de los guardias. —Nosotros nos vamos a ir ahora hacia el caserío para informar a la familia. Usted acompañe a su señoría y al doctor hasta el coche y después escolte al arriero hasta el cementerio. ¡Ah! No olvide decirle al chófer que vuelva al caserío para recogernos. Los dos guardias civiles permanecieron firmes hasta que la macabra procesión se perdió de vista dejando un rastro de polvo. El sargento juró para sí, que no descansaría hasta detener al culpable del asesinato de aquellos inocentes.
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na gélida mañana del mes de febrero del año mil novecientos treinta y siete, Luis Bolaños Moyano salió apresuradamente de su casa. Aquel joven alto de cabello rizado, parecía una sinfonía en castaño: el traje, los zapatos, el abrigo y la bufanda eran de color castaño. Llevaba el abrigo abotonado hasta el cuello y la bufanda apretada en las mejillas. Ya en la calle, recibió una ráfaga de aire helado que le cortó el resuello. Aquella mañana hacía en Cazalla un frío tan intenso, que su rostro castaño se tornó rosado. Desde un cielo gris, empezaron a caer los primeros copos de nieve que, al tocar los adoquines se convertían en puntos negros. Las aceras de las calles estaban desiertas. Pasó delante de un bar que tenía los cristales empañados. Desprendía olor a café y pudo oír el bullicio de los parroquianos. Caminó el largo trecho que lo separaba de la casa de su suegra. Se detuvo ante la puerta, aporreó nervioso la aldaba, se abrió unas de las hojas y apareció María García. —Hola Luis, ¿ocurre algo? Es raro verte tan temprano por aquí — le preguntó alarmada. —Vengo a decirle que su hija Isabel se ha puesto de parto. —¿Qué me dices? Ahora mismo me voy contigo para allá. —Lo siento en el alma pero no puedo acompañarle. Antes, debo ir a toda prisa en busca de mi madre. Váyase usted para allá que nosotros llegamos inmediatamente. Con las solapas levantadas y las manos hundidas en los bolsillos, Luis recorrió el camino que le conducía hacia la casa de doña Blanca Moyano. Su madre cogió su maletín de partera y los dos salieron apresurados. Cuando llegaron a casa de Luis, en las aceras ya había cuajado una capa de nieve. Atravesaron el umbral y se sintieron aliviados al comprobar que María —la madre de Isabel— ya se encontraba allí.
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Los recién llegados se despojaron de la ropa de abrigo. La matrona se puso la bata quirúrgica que traía en su maletín y se dirigió hacia el dormitorio donde Isabel se disponía a dar a luz. Había roto aguas y sufría las primeras contracciones del parto. Pronto empezaría a dilatar y los dolores serían cada vez más frecuentes. El bebé estaba a punto de nacer. María —la madre de Isabel— trajinaba, ora calentando agua en la cocina, ora llevando toallas limpias al dormitorio. Luis paseaba nervioso de aquí para allá mientras fumaba un pitillo tras otro. Tras la pared del comedor, se oían las palabras de la partera mezcladas con los gritos de la parturienta. Alguien salió de la alcoba. Luis volvió la cara ansioso en la creencia de que el bebé había nacido. Sólo era una falsa alarma; su suegra María salía hacia la cocina para traer más agua caliente. A los pocos minutos se oyó en el cuarto un gran alboroto; Isabel gritaba desesperadamente, mientras la matrona la animaba a empujar. Segundos después, se regocijaba porque la cabeza del bebé había coronado. Al instante, Isabel dio un grito final, sonaron unas palmaditas, el llanto de un recién nacido y las risas de júbilo que anunciaban un parto feliz. Luis Bolaños suspiró aliviado, abrió el aparador, se sirvió una copa de anís y se la bebió de un trago. Encendió un pitillo y le dio una calada tan furiosa que le provocó un golpe de tos. Al fin, doña Blanca —madre de Luis y matrona del pueblo—, apareció por la puerta con la bata manchada de sangre. —Eres padre de un varón —le dijo. —¿Cómo están los dos? —se interesó Luis ansioso. —Estupendamente, todo ha ido muy bien. Luis se acercó a su mujer, la abrazó y la besó en las mejillas. Suspiró, tragó saliva y se le escapó una lágrima. —Tu padre hubiese dado la misma vida por haber vivido este momento —le dijo su madre con un gesto de tristeza—. Desgracia16
damente se marchó al otro mundo tan pronto que no ha podido conocer al nieto que acaba de nacer. Al menos, nosotros tenemos la suerte de disfrutarlo. Luis Bolaños se había quedado huérfano de padre cuando aún no había cumplido un añito. Sabía por su madre, que se llamaba Joaquín, que había sido militar y que tenía su mismo apellido: Bolaños. Fue ascendido a brigada y lo destinaron al campamento de El Annual. El día que partió para incorporarse en su nuevo destino en África, desconocía que su mujer estaba embarazada. Se enteró cuando recibió la noticia dos meses después. Siete meses más tarde, le llegó una carta de su mujer diciéndole que era padre de un niño. Días después, regresó a España enfermo y ni siquiera le dio tiempo para tratar al recién nacido. Falleció cuando el niño tenía tres meses de vida. Su madre le recordaba a menudo que eran idénticos: los ojos oscuros, el cabello castaño y unos labios delicadamente moldeados. A la sazón, doña Blanca Moyano acababa de cumplir las cincuenta primaveras. Pese a tener una edad madura, aún conservaba su belleza; morena, ojos grandes castaños, tez suave, labios carnosos y un tipo esbelto con curvas. Hasta que contrajo matrimonio, se había criado en el seno de una familia acomodada. De costumbres burguesas, poseía una exquisita educación, una excelente habilidad en el piano y un impecable oído para la música. Se graduó joven, hizo los estudios para sanitaria, opositó y obtuvo la plaza de matrona titular de Cazalla. Mucho antes de que Luis e Isabel se casaran, ya existía entre las familias Peña y Bolaños una estrecha relación. Días después de tener a Luis, Blanca Moyano sufrió una depresión posparto. Se llevaba todo el día sumida en una gran tristeza, lloraba a menudo y se volvió tan fría y desinteresada con el niño, que se le retiró la leche. Por esa razón, María García —la mujer de Alejandro Peña—, al mismo tiempo que amamantaba a la pequeña Isabel era la nodriza del niño. Desde entonces, el pequeño Luis siempre tuvo todo el cariño de aquella familia. Incluso con el paso del tiempo, recordaba que gran parte de los juegos de su infancia, estaban íntimamente relacionados con sus dos amiguitas. En la adolescencia, Luis e Isabel 17
iniciaron los típicos coqueteos, se sintieron atraídos, entablaron una relación de noviazgo y se casaron. Al finalizar los estudios secundarios, Luis empezó a trabajar como agente comercial; sabía quién quería vender una casa y quién la podía comprar, o quién quería comprar ovejas y quién que las vendía. Recién obtenido el permiso de conducir, decidió invertir sus ahorros en un automóvil para trabajar de taxista. En Cazalla no había muchos vehículos disponibles para alquilar y estaba necesitada de esos servicios. Compró un Dodge de segunda mano de cinco plazas: estaba pintado de verde inglés, tenía los asientos tapizados en piel y neumáticos con la banda blanca y llantas de radios. Luis llevaba diez meses casado con Isabel, cuando el nacimiento de aquel niño le había colmado de felicidad. Se sentía un hombre afortunado: era una mujer de su casa, poseía un corazón tan grande como una catedral y estaba enamorado de ella. Le daba las gracias a Dios por conservarle la vida, en aquellos tiempos que tantos otros la perdían en los frentes de batalla. Afortunadamente, había evitado incorporarse a la guerra de forma activa, a cambio de prestarles servicios con el taxi a destacados jefes falangistas. En ese momento, le vino al pensamiento el día que Sancho Dávila se desplazó hasta Cazalla. «El alto dirigente de Falange Española había viajado desde Sevilla para dar una conferencia en el Círculo Recreativo. A Luis le ilusionó la juventud y el ardor con que defendía sus ideas. Antes de terminar el acto, ya tenía decidido alistarse en sus filas. Al salir del discurso, muchachos jóvenes de la Falange, bien parecidos y vestidos con ropas caras, se enfrentaron con los que esperaban en la puerta. Eran un grupo de tipos rudos ataviados con pobres indumentarias; obreros y gañanes tocados con gorras de visera y pañuelos en el cuello. Los de la calle les chillaban ¡fascistas!, mientras que los otros les respondían al grito de ¡rojos! Menos mal que, aunque alguien enarboló una pistola, no pasaron de los insultos». Luis entró al dormitorio. Isabel estaba más repuesta y tenía el niño en brazos. Cogió al bebé, le dio un beso y lo alzó al cielo como si 18
diera las gracias. Luego, lo meció en sus brazos, lo volvió a besar y lo puso de nuevo en su regazo. Ella sintió la enorme felicidad se estar enamorada de aquel hombre esbelto, de carácter impetuoso, y sin embargo, educado, romántico y cariñoso. A través de la ventana escucharon que Alejandro Peña se acercaba. El abuelo del recién nacido franqueó la puerta de la casa y se dirigió directamente a la alcoba. Primero besó a su hija en la frente, luego acarició la cabecita del bebé y soltó una lágrima en lo contento. Estaban todos los miembros de la familia, excepto Ángela, la hermana menor de Isabel, y su marido Miguel, que estaban en el campo. Al día siguiente, ambos acudieron con la expresa idea de conocer al recién nacido. Desde que se casaron hacía cuatro meses en una boda apresurada, el matrimonio vivía en el caserío de la finca en la que Miguel era el capataz. Ella estaba embarazada de seis meses y vivía la tesitura de su inesperada preñez. La experiencia de su hermana Isabel le servía de antesala para cuando ella diese a luz tres meses después. A los pocos días, bautizaron al recién nacido con el nombre de Mario. En la casa de los Peña se celebró una comilona que coincidió con la matanza del cerdo. La fachada anterior daba a una calle céntrica, y la de atrás, terriza para que pasasen los carros y el ganado. Tras el umbral de la puerta, se accedía al zaguán. En el mármol de la consola descansaban unas macetas de loza blanca con aspidistras. La puerta de la derecha daba acceso al comedor. Estaba amueblado con dos mecedoras de rejilla, un aparador lleno de platos, tazas y vasos, y una enorme mesa redonda rodeada de sillas torneadas. De la pared, colgaban rancias fotografías y láminas amarillentas por el paso del tiempo. A lo largo de un pasillo se avanzaba hasta el corral. A ambos lados se situaban las puertas de los dormitorios. Al final a la izquierda, se accedía a una enorme cocina con un cuarto a cada lado. Uno se utilizaba como aseo y el otro como despensa para conservar el cereal, los embutidos y las frutas. En la puerta de salida al corral, una parra cobijaba dos butacas de mimbre. Más allá, estaba el pozo, la pila de lavar, una huerta pequeña, una higuera y un peral. Al fondo, junto a la puerta trasera, se ubicaban la leñera, el retrete y la caballeriza. 19
El día que el cura acristianó al niño, la vivienda entera olía a jazmines. Muy temprano, trajeron al porcino directamente del campo. Le esperaba el matarife; un hombre enjuto de pelo canoso, con cara de pájaro, cejas diabólicas y nariz aguileña que portaba un saco de yute con cuchillos bien afilados. Maniatado en la mesa, el animal imploraba con sus gruñidos que no le matasen, pero ninguno de los presentes se apiadó de la tristeza de su mirada. Después, el matarife raspó las cerdas chamuscadas, lo abrió en canal y lo descuartizó con su hábil cuchillo. Una olla repleta de arroz con carne hervía a borbotones en los trébedes de la candela.
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unque el joven Miguel Perea vivía con su familia en la Dehesa del Valle, casi todos los domingos solía desplazarse al pueblo. En una de estas ocasiones conoció a Ángela, la hija menor de la familia Peña. Al poco tiempo, Miguel y Ángela se hicieron novios. Al principio todo iba bien, pero con el paso del tiempo, su relación se volvió tornadiza; lo mismo se arrullaban como una pareja de tórtolas, que se llevaban semanas sin dirigirse la palabra. Y cuando Miguel iba al pueblo y oía comentarios de que su novia había salido a pasear con las amigas, los celos eran termitas que le carcomían el cerebro. Tenía un carácter más bien inestable; lo mismo se comportaba atento, amable y simpático, que se mostraba arisco y huraño. Ángela dudaba de si aquella relación llegaría a buen fin, pero siempre que discutían, la tormenta amainaba, las aguas volvían a su cauce y el amor terminaba imponiéndose. Finalmente aceptó las manías de aquel mozo rústico, alto y de hombros musculosos, y él terminó prendido de su cabello rubio y sus ojos canela. En el otoño del año mil novecientos treinta y cinco, Miguel se incorporó al servicio militar en un cuartel de Sevilla. Desde entonces sólo vio a Ángela en tres ocasiones: al finalizar el periodo de instrucción, durante la Semana Santa y con permiso especial para visitar a su padre cuando cayó enfermo. En los primeros días del verano, comenzaron a tomar fuerza unos rumores que anunciaban un inminente alzamiento militar. El día dieciocho de julio estalló la guerra civil y no todos los jefes y oficiales se unieron a los rebeldes. En el cuartel donde Miguel hacía el servicio militar, los mandos permanecieron leales al gobierno. Las numerosas fuerzas amotinadas atacaron a los cuarteles y provocaron que los soldados huyeran en desbandada presos de pánico. Entre ellos Miguel salvó la vida por los pelos. Entrada la noche, consiguió superar la tapia trasera del cuartel y se deshizo del uniforme. Caminó por calles desiertas hasta las afueras de la capital. Sólo percibía de tarde en tarde el zumbido de algún motor. El sol estaba a punto de asomar por los tejados de las humildes viviendas 21
de los suburbios, cuando en la sombra vio recortada la chimenea de una fábrica. En ese momento se incorporaban obreros a pie y en bicicleta. Se ocultó detrás de un árbol y al momento vio que uno de ellos se apeaba y dejaba la máquina apoyada sobre la pared. No había ni un alma, salió de su escondite, aprovechó el descuido, montó en la bicicleta y emprendió una veloz carrera. Fue pedaleando por sendas de tierra interiores, hasta que poco antes del mediodía llegó a las afueras de Cantillana. Hacía un calor sofocante. Rodeó el pueblo por un camino polvoriento y enfiló el carril de la Jarilla. Poco antes de llegar a El Pedroso, se desvió por una senda. Empujó la bicicleta por estrechas veredas con una mano apoyada en el sillín y la otra en el manillar. Ante la dificultad para avanzar, decidió abandonarla en un zarzal. Cansado de caminar toda la noche, por fin vio el resplandor del nuevo día recortado sobre los montes. La luz se hizo cada vez más viva y pronto aparecieron ante sus ojos los muros encalados del caserío. Exhausto y hambriento consiguió llegar a su casa sano y salvo. A los pocos días, se presentó en la sede del Partido Radical de Cazalla. Estuvo colaborando en varias misiones, hasta que el caluroso trece de agosto, las fuerzas del general Franco se adueñaron del pueblo. Aquel mismo día tuvo que ocultarse, porque al republicano que detenían los fascistas, lo metían en la cárcel y lo fusilaban contra la tapia del cementerio. Se escondió en el silo que se almacenaba el grano. Ubicado en el subsuelo del caserío, medía tres metros de largo, por dos de ancho y otro tanto de alto. Dentro cabían: un jergón, una mesita, una palangana y una escupidera. El acceso estaba disimulado por tablones que se cubrían con una estera. La ventilación entraba a través de un tubo camuflado en el muro trasero y como alumbrado tenía una lamparilla de mariposa. A partir de entonces los novios sólo se veían en contadas ocasiones. Ángela aprovechaba cualquier viaje que su cuñado Luis hacía en el coche, para que la acercarse al caserío y poder estar un rato con Miguel. En esas ocasiones su novio intentaba acostarse con ella, quien siempre se negó a mantener relaciones sexuales antes del matrimonio. 22
Sin embargo, aquella mañana de primeros de septiembre no fue como las anteriores. Ángela aprovechó un viaje de su cuñado Luis con el propósito de seducirle. Miguel creyó ver en sus ojos el brillo del deseo. La miró detenidamente y la vio más hermosa que nunca: el escote dejaba ver el arranque de sus pechos, la voluptuosidad de las curvas de sus caderas y los labios húmedos de su boca carnosa. Ella percibió que deseaba hacerla suya. Se arrimó a él para que sintiese su cuerpo caliente y oliese la lujuria de su perfume. —Mi vida —le susurró—. ¿Sabes lo que pasará si te encuentran aquí abajo esa pandilla de fascistas? Pues que te matarán con toda seguridad. Y no sólo tendrán bastante contigo. Después vendrán a por mí y correré la misma suerte. No tengo miedo, pero no quiero morir sin haber disfrutado de mis mejores años. —Cariño, no digas eso, ten fe en Dios, las cosas no tienen que ser como tú dices. —Ya soy una mujer hecha y derecha y, ¿qué he hecho en la vida? ¿Aprender lo poco que sé, ir a misa los domingos y hacer las faenas en casa? ¿Es justo morir sin hacer algo más? Tú no sabes el futuro que nos espera, ni yo tampoco. Pero ten por seguro que lo que tenga que pasar, pasará. No quiero morir martirizada con una palma en la mano como las santas de las estampas. No quiero ser una de ellas, Miguel. Quiero ser una persona normal. Quiero experimentar en mi cuerpo la sensación de disfrutar el amor antes de que sea tarde. Y si eso es pecar, lo mismo me da, yo no lo he inventado. ¿Cómo puede ser malo dar rienda suelta a lo que el cuerpo, la razón y el alma, me piden a todas horas? No quiero seguir más tiempo ignorando este deseo. —Hemos de pensar en las consecuencias del mañana... —¿Del mañana? —le interrogó cortándole la palabra—. No sabemos lo que nos puede pasar hoy. ¿Cómo quieres que piense en el mañana? Miguel lo había deseado demasiadas veces, pero a la hora de la verdad, empezó a debatirse entre el temor y el escrúpulo. Se arrimó todo lo que pudo y no encontró resistencia. La miró a los ojos, besó 23
sus labios con pasión y empezó a sobarle los pechos. Con las ropas en el suelo, los dos cayeron dulcemente sobre el jergón, acarició su cuerpo y recorrió con sus labios su piel caliente. Se tendió sobre ella, clavó las manos en su carne y rompió las olas espumosas de su marea sobre las rocas de su acantilado. ♠♠♠ Dos semanas después del encuentro en la topera, el padre de Miguel falleció repentinamente. A partir de entonces, él debía hacerse cargo de la finca. El latifundio se extendía en tantas fanegas de tierra como los ojos alcanzaban a ver. La dehesa contaba con centenares de encinas y otros tantos alcornoques. Era generosa en cereal, provechosa en pastos y sabrosa en carne de caza. Miguel se vio obligado a salir del escondite para asistir al entierro de su padre. Para pasar inadvertido se presentó en el cementerio con una mascota, una barba postiza y unas gafas de sol, pero no le sirvió de nada, puesto que la Guardia Civil lo detuvo nada más entrar por la puerta. Cuando Ángela lo supo, se hincó de rodillas ante su cuñado Luis y le pidió que intercediera para que lo liberasen. Era la única persona que, debido a su condición de falangista, podía sacarlo de la cárcel. Sus súplicas le conmovieron y aquel mismo día se presentó en el cuartel. Al llegar se encontró una situación muy comprometida; todo aquel que había colaborado con el enemigo, tras su captura era encarcelado y sufría el máximo castigo. Luis hizo todo lo que pudo ante la autoridad competente, pero se marchó del cuartel sin conseguir liberar a Miguel. De repente, se acordó de Sancho Dávila, el alto cargo de Falange que pronunció un discurso en el Círculo Recreativo. Decidió llamarle por teléfono para echar mano de su influencia. El líder falangista buscó la recomendación de un general de la Guardia Civil, y por su mediación, consiguió que lo pusieran en libertad. Cuando Miguel salió de la cárcel, Ángela fue a esperarlo y al verlo salir por la puerta, se abrazó a él con lágrimas en los ojos, le besó repetidamente y le dijo sin más rodeos.
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—Gracias a Dios que no te han matado, porque no hubieses conocido a tu hijo. —¿A mi hijo? —preguntó con cara de sorpresa. —Sí cariño. No podía esperar más tiempo sin decírtelo. Llevo en mis entrañas un hijo tuyo. Miguel acogió la noticia con alegría, sin embargo, ella temía cómo reaccionaría su padre cuando se enterase. Así consideró decírselo primero a su madre, para que ella eligiese el mejor momento para comunicárselo. Alejandro Peña —el padre de Ángela e Isabel— era todo un caballero: elegante al andar, alto, de rostro duro, tierno de corazón, buen parroquiano de la lectura de periódicos y del juego del dominó. Solía vestir traje de pana marrón en invierno, y de tela azul de mil rayas en verano. Hiciera frío o calor, usaba chaleco y tirantes. Tras el servicio militar, Alejandro consiguió su primer empleo como de revisor en la compañía de ferrocarriles. Durante un tiempo, estuvo recorriendo la línea que, partiendo de Sevilla, atravesaba el norte de la provincia hasta concluir en la estación de Zafra. Posteriormente fue ascendido a interventor y contrajo matrimonio con su novia María García. Se conocieron siendo muy niños y empezaron a cortejarse cuando alcanzaron la edad adolescente. Era más bien bajita, tenía el cabello rubio rizado y unos ojos pequeños castaño claro. Era la mayor de ocho hermanos, a los que tuvo que cuidar desde que su padre enviudó siendo aún muy joven. Trabajaba tanto en las labores de la casa, que tenía la espalda encorvada como el asa de un cántaro. Lavaba tanta ropa, que le crujían los nudillos de la mano y se le reventaban los sabañones tal si fueran tomates. Más que limpia era relimpia, fregaba con ansia y presumía de lo impoluta que dejaba la casa. La familia Peña llegó a Cazalla procedente de Cantillana para que Alejandro se hiciese cargo como factor corresponsal de la compañía. Allí nacieron sus dos hijas Isabel y Ángela. El matrimonio llevaba una vida desahogada y respetable. Pasado el tiempo, María 25
peinaba el cabello plateado y se había convertido en una esposa fiel y abnegada, que respetaba de tal forma a su marido, que le trataba de usted. Alejandro permanecía sentado en la mecedora con la lectura del diario El Sol, cuando María le dijo: —Temo decirle algo que no le gustará oír. —Si no recuerdo mal, aún oigo las campanas del día que me dijiste algo parecido. ¿Qué es lo que te ocurre ahora? —Usted sabe que si no fuera algo importante no se me ocurriría disgustarle. Se trata de Ángela. Se le ha ido el santo al cielo y ha metido la pata. —¡Canastos! —gritó—. ¿Me estás diciendo que se ha quedado preñada? —dijo al tiempo que saltaba de su asiento. —Sí. Siento decírselo, pero no se enfade —dijo bajando la voz—. Ya están preparando la boda para casarse. Seguro que una persona tan recta como usted sabrá perdonarla. Con las manos cruzadas a la espalda, la cabeza gacha y el ceño fruncido, daba cortos paseos de aquí para allá. De vez en cuando se detenía, perdía la mirada, arrugaba las cejas, entornaba los párpados, apretaba los labios y se le oía murmurar con voz apenas perceptible. —El daño ya está hecho —comenzó a decir—. El pecado que han cometido es imperdonable. ¿Cómo han podido hacernos esa faena? ¡Qué vergüenza cuando la gente se entere! Esto hay que solucionarlo obligándoles a que se casen lo antes posible. Siguió caminando en silencio de un sitio a otro seguido por la mirada respetuosa de su mujer. —Sé que usted es un buen padre —le dijo—. Ya verá como, cuando se le pase el sofocón, se sentirá feliz cuando nazca el otro nieto. —Desde luego, ya veo que no significa nada para ti que tu hija vaya al altar sin ser virgen. 26
Fueron sus últimas palabras antes de abandonar el comedor. La noticia le había hecho tanto daño como un puñal en su corazón. Sin embargo, María templó su ira poco a poco y transcurridas unas semanas consiguió el perdón para su hija. Aquel mismo año, en plena guerra civil, Ángela y Miguel se casaron ante el altar de la Virgen del Monte. Previamente a empezar la boda, el cura hizo que el novio entrase en la sacristía y le exigió que renunciara a sus ideas socialistas. Pese a que la novia iba embarazada, accedió a celebrar la ceremonia por tratarse de la hija de don Alejandro Peña. A pesar de que el matrimonio se fue a vivir al campo, Ángela le dijo a su padre que le gustaría dar a luz en su propia casa. Llegado el mes de mayo, una clara mañana que Ángela estaba en el campo, se puso de parto y tuvo que trasladarse urgentemente para parir en la casa paterna. Todo se organizó rápidamente; la matrona atendió a la parturienta, su hermana Isabel acarreaba agua caliente mientras su madre María García preparaba viandas en la cocina. Miguel y Alejandro —padre y abuelo del bebé—, paseaban nerviosos en el comedor esperando noticias del parto. De pronto, la matrona salió del dormitorio y anunció con júbilo que había nacido otro varón. Todos los presentes entraron a conocer al niño. El bebé tenía puesta una fajita en el ombligo y lo estaban vistiendo con el mismo batón celeste que le pusieron a su primo Mario. El padre lo cogió con mucha delicadeza, lo besó en la frente y lo retuvo en sus brazos. Todos estaban situados alrededor de la cama, cuando Ángela anunció que lo bautizarían con el nombre de Julio. La única persona de la familia que no asistió al nacimiento fue Luis —el marido de Isabel—, que tuvo que quedarse en casa cuidando del pequeño Mario. En esta ocasión no se celebró el bautizo con una comida debido a las penurias de la guerra.
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os primeros años de su infancia, los hijos de Isabel y Ángela se criaron en ambientes diferentes; Mario vivía en Cazalla, mientras que Julio residía en el campo. Cuando Julio alcanzó la edad de ir al colegio, hiciese frío, calor o lloviese, su padre aparejaba el caballo y lo llevaba a la escuela de las Colonias de Galeón, un poblado agrícola situado a media legua del caserío. Pretendía que el día de mañana su hijo fuera capataz, igual que antes lo había sido su padre y ahora lo era él. Por esa razón volcaba todo su afán en que aprendiese los usos del campo. Estaba empeñado en que se relacionase con los braceros que trabajaban en la finca. Sin embargo, Julio odiaba tratarse con ellos, sobre todo en la hora del almuerzo. Sentados debajo de una encina, sacaban de una talega un cacho de pan, cortaban con la navaja trozos de tocino entreverado y morcilla, lo masticaban, echaban tragos de vino, escupían los restos al suelo y, de inmediato, acudían a darse el festín un mar de hormigas. Un día que Julio regresaba de la huerta cargado de verduras, se encontró con su padre y le dijo: —Papá, cuando sea mayor no quiero ser capataz. —Sólo tienes siete añitos —le dijo—. ¿Qué oficio vas a elegir? —Quiero ser notario. El padre quedó sorprendido, tosió ligeramente, le acarició los bucles de las sienes y le preguntó: —¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? El niño no sabía lo que significaba esa palabra, pero sentía verdadera fascinación cada vez que pasaba por delante de la casa del notario. En la jamba de la puerta había una placa de cobre con su nombre. El edificio no tenía nada que ver con el caserío donde vivía con sus padres. Aquella familia llevaría una vida llena de lujos, sin embargo, su padre no era más que un obediente capataz. Trabajaba desde primera hora del día hasta bien entrada la tarde, tenía la piel 28
curtida como la de un camello y sus manos eran tan rudas como el asperón. Cuando no abría surcos en la tierra, regaba la huerta o cargaba los fardos de corcho en el gancho de la romana para pesarlos. Por las noches regresaba al caserío, y sólo se llevaba a los labios una jarra de cerveza en circunstancias especiales. ♠♠♠ Durante la niñez, Mario y Julio sólo se veían en las ocasiones que sus padres se desplazaban a Cazalla. Lo hacían para ir de compras, o a celebrar algún acontecimiento familiar, o para tramitar asuntos relacionados con la finca. Aquel día Luis había ido en el coche hasta el caserío, los había recogido y los traía al pueblo para celebrar el cumpleaños de Mario. Cuando llegaron, los abuelos estaban impacientes por degustar la merienda que Isabel había preparado: medias lunas con jamón, galletas de coco, piononos y refrescos de naranja. Mario regresó del colegio, saludó a los presentes y comenzaron a merendar. Ángela se sentó al lado de su hermana Isabel y entablaron una conversación acerca de los niños. —Cada vez que veo a Mario y Julio juntos me doy cuenta de lo mucho que se parecen —dijo Isabel. —Claro, es lógico, como que son primos hermanos —coincidió Ángela. —Cualquiera que desconozca que son hijos de madres diferentes pensaría que son gemelos. Ja, ja, ja —rió Isabel. —Faltó muy poco para que nacieran el mismo día. —Se parecen como dos gotas de agua —insistió Isabel. —Verdad, estamos totalmente de acuerdo, desde luego son clavados. Era tal el parecido de los primos, que el que no los conocía imaginaba que serían gemelos: morenos, cabello negro rizado, ojos oscuros y de idénticos rasgos y estaturas. Sin embargo, era curioso que sus madres sólo tuvieran pequeños rasgos en común. 29
Apurada la merienda, Julio se acercó al abuelo y quiso oír el tictac de su reloj. Lo sacó del bolsillo de su chaleco, se lo puso al oído y el pequeño se ensimismó con los latidos del volante. Repentinamente alzó la mirada, clavó los ojos en su frente arrugada y le preguntó: —Abuelo... ¿En qué bando luchaste en la guerra? ¿En el de las derechas? El abuelo guardó silencio, suspiró, pestañeó y rehusó continuar la conversación. No pudo evitar que el estómago se le retorciera al recordar los episodios que vivió en la guerra. Bajó la mirada y a su mente afluyeron las imágenes del día que salvó la vida, gracias a la intervención de su yerno Miguel. «Un caluroso día de agosto, dos milicianos se acercaron hasta su casa y golpearon la aldaba de la puerta. María la abrió y se topó con dos milicianos armados. —¿Vive aquí don Alejandro Peña? —Sí, ¿de parte de quién? —preguntó su mujer. —Dígale que de parte de la República. Extrañado, Alejandro quiso saber quién le buscaba. Al verlo aparecer, el que portaba una escopeta de caza en bandolera le dijo con voz hostil. —Abuelo, tiene usted que acompañarnos. —Mira muchacho —le contestó—. A mí se me puede llamar señor Alejandro, Alejandro a secas, o Alejandrito, pero abuelo sólo me llama mi nieto. Ahora no puedo ir porque estoy ocupado, así que me dices dónde debo ir y luego me paso por allí. El otro, que ostentaba un galoncillo rojo en la gorra, puso cara de malos amigos, acarició con la mano la culata de su pistola y le dijo con sequedad. 30
—Lo siento, pero tenemos órdenes de llevarle con nosotros. —Hablad claro. ¡Me vais a detener! —dijo subiendo la voz. —No podemos decirle nada más, pero no se preocupe que sólo será cuestión de media hora. Antes de salir de la casa, Alejandro suspiró y miró a su mujer con un gesto sombrío. Acto seguido, fue trasladado por los dos milicianos directamente a la cárcel. Cuando Ángela vio que pasaban las horas y no regresaba se percató de la grave situación. Cogió lápiz y papel y empezó a escribir una carta para hacérsela llegar con urgencia a su novio Miguel. Con su padre en el pensamiento, clavaba con ansia los ojos en cada palabra que escribía. Decía así: Miguel: debes venir rápidamente al pueblo. Unos milicianos republicanos se han llevado a mi padre detenido y con seguridad lo han metido la cárcel. Tienes que sacarlo de allí lo antes posible porque si no acudes pronto, será tarde para salvarlo de la muerte. Te quiere. Ángela. Al día siguiente, en una segunda ofensiva las tropas franquistas tomaron el pueblo. Los defensores huyeron de las posiciones cuando un obús de la artillería pesada impactó sobre un contrafuerte lateral de la parroquia. En la vieja cárcel ubicada detrás de la muralla árabe de la iglesia, se percibía una gran agitación. Los milicianos vertían gasolina en el edificio para prenderle fuego mientras los presos gritaban pidiendo ser liberados. Derrochando valor, Miguel —el novio de Ángela — intentó franquear la entrada de la prisión, pero un miliciano se interpuso cortándole el paso. Era un joven de estatura media, moreno, con el pelo corto, de rostro ovalado, de escasa nariz y la boca grande. Vestía camisa parda, pantalón azul y calzaba alpargatas blancas. Al andar, denotaba una visible cojera en su pierna derecha. —¡Alto! —gritó—. ¿Dónde vas tan deprisa? ¿Tú quién coño eres? 31
—Camarada, me llamo Miguel Perea y soy republicano como tú —dijo con decisión—. ¿Qué cargo tienes aquí en la cárcel? —le preguntó. —Me llamo Andrés Molero, y tengo órdenes de que no salga nadie con vida. Miguel se acercó a él, sacó de debajo de la camisa una pistola Beretta de nueve milímetros y le apuntó a la sien con la rapidez de un relámpago. —Muchacho, tenemos poco tiempo —le dijo—. Una de dos, o sacamos a mi suegro de aquí, o los dos morimos en este momento. El miliciano enfundó la pistola que empuñaba en la mano derecha. —Compañero; guarda tu arma y vamos a liberarlo. Ambos caminaron deprisa hasta la celda y le ordenó al carcelero que abriera la puerta. Sacaron a Alejandro y ambos abandonaron el edificio despavoridos cuando la cárcel empezó a arder por los cuatro costados. Sin mirar atrás corrían con todas sus fuerzas para no ver el horror del que se habían librado. Desde lejos se distinguía la enorme columna de humo que sembró de muerte a un centenar de presos». Alejandro abandonó su reflexión y comenzó a liar un cigarro de picadura. Palmeó con la mano derecha sobre la rueda del mechero hasta que la chispa encendió la yesca, lo prendió, dio dos caladas y lo depositó en el cenicero. Se sentó a escuchar la radio de madera y cretona, hasta que cerró los párpados, una, dos y a la tercera vez se quedó dormido en la butaca. Transcurrida media hora tuvieron que despertarle porque Miguel, Isabel y Julio se querían despedir, ya que Luis los tenía que llevar de vuelta al campo. ♠♠♠
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Una semana después de que celebró su cumpleaños, Mario estaba solo en casa, su padre estaba trabajando y su madre había salido a comprar al mercado de abastos. Desde hacía tiempo ardía en deseos de averiguar el contenido de una cajita de puros que había en la cómoda. Se dirigió al dormitorio, miró en cada uno de los cajones hasta que encontró lo que buscaba. Abrió la tapa de la cajita y vio que contenía varios collares, un carné color rojo y una medalla militar. Cuando lo tuvo en sus manos, comprobó que en el anverso de la cartulina tenía impreso un yugo arado cruzado por un puñado de flechas, y en el reverso, la fotografía de su padre con una firma ilegible sellado con la estampilla de Falange Española. Luego, cogió la medalla y vio que en su anverso tenía grabado el escudo de España, y en su reverso, la frase: Mérito al valor año 1936. Lo devolvió todo a su sitio y cerró el cajón. Su intriga se incrementó porque sabía que su padre había luchado durante la guerra en el bando de Franco, pero ignoraba el motivo por el que le habían concedido la condecoración. Al día siguiente, llegó a su casa cuando su padre sentado en la butaca del comedor leía el diario ABC. Mantenía el pitillo apretado en la mano. La nicotina que acumulaba en los dedos indicaba a las claras que se trataba de un fumador empedernido. Se lo llevó a los labios y le dio tal calada, que le provocó un golpe de tos. Desde la cocina, se oyó que su mujer le reprochaba en voz alta. —¡Fuma, fuma! ¡Que hoy no has fumado bastante! Después seré yo la que tendré que cuidarte. Eran tan frecuentes esos ataques de tos que Mario odiaba el tabaco. En muchas ocasiones le había oído decir al médico, que su padre corría peligro de enfermar si no dejaba de fumar. Desde el momento en que descubrió la medalla, esperó la ocasión propicia para preguntarle. —Papá, he visto que en la cómoda guardas una medalla. —Como tu madre se entere que has registrado allí, te regañará — tragó saliva y continuó—. Olvídalo hijo, eso ocurrió hace muchos años. 33
—¿Fue por un acto heroico? —preguntó el niño. —Te he dicho que lo olvides, aún eres pequeño para entender lo que pasó. —¿Pequeño? —Sí, cuando cumplas catorce años te lo explicaré. —Jo, es demasiado tiempo papá —protestó—. Cuéntamelo ahora, por favor. —No, te repito que no. —Por fa..., te prometo que no se lo diré a nadie. —Es una historia excepcional. Alguna vez habrás oído hablar de que hace tiempo tuvimos una guerra. —Sí, claro, la guerra civil —dijo el pequeño. —Aquello fue una lucha fraterna entre los españoles. España se dividió en dos bandos. Yo elegí las tropas de Franco para combatir contra los partidarios de la República. —¿Qué hiciste para que te concedieran la medalla? —No recuerdo exactamente qué día fue. Yo avanzaba junto a los militares para tomar el pueblo, cuando las ametralladoras del enemigo vomitaban ráfagas de munición. Nuestro soldado apuntador no dejaba de disparar respondiendo a su fuego. De repente, un balazo en el hombro le dejó malherido. Yo estaba a unos metros de él. El teniente pidió un voluntario para sustituirle. Me ofrecí sin pensarlo dos veces, y al momento, estaba incorporado en su puesto. —¿Habías disparado antes con una ametralladora? —le preguntó el niño con los ojos grandes como platos. —Nunca, esa fue la primera vez. A mi izquierda un soldado cambiaba el cañón de respeto cada doscientos disparos. Otro bregaba incansable a mi derecha con la cinta de munición. Oí un impacto seco y vi que al soldado de mi izquierda una bala le había atravesado el cráneo. Lo miré y yacía en el suelo con un agujero en el casco. 34
Paré de disparar para atenderle, pero comprobé que desgraciadamente estaba muerto. Al inclinarme, salvé la vida. Unos segundos después, una docena de balas silbaron en el espacio que ocupaba mi cuerpo. Luis suspiró, tragó saliva, golpeó el cigarrillo en el cenicero y dio otra calada. Pensó que no debía continuar con el relato porque podría afectarle al niño. —¿Y qué pasó después? —preguntó Mario con la voz quebrada. —Creo que no debo continuar. Es una historia tan espeluznante, que prefiero que no la oigas. —Papá, continúa por favor, ya soy casi un hombre. Luis percibió en los ojos del niño el ansia de saberlo todo y continuó. —Al momento, oí un grito desgarrador. El soldado que cambiaba los cañones, también cayó fulminado. Comprobé que estaba malherido, pero aún respiraba. Abrió los ojos y suplicó que lo rematase. No hizo falta, un suspiro seguido de un estertor ronco y seco fue su final. Lleno de rabia me incorporé a la ametralladora y disparé hasta que se encasquilló. Eso fue lo que pasó. —Es horrible —dijo Mario entristecido—. ¿Por eso te condecoraron? —Sí hijo, sí. Lo hice sin saber el peligro que corría. Cuando estás en el fragor de la batalla, te ciegas. Dios quiso que no muriese ese día. —Papá, eres un valiente. Quiero ser un soldado como tú. Cuando Mario dijo eso, le sorprendió ver en el rostro de su padre una expresión decepcionada. No comprendía cómo le disgustaba su decisión, porque los mejores juegos de muchachos en la calle eran los militares. Había visto pocas veces a los soldados, pero le 35
gustaba la marcialidad de la Guardia Civil cuando desfilaban tocados con los tricornios. En su opinión, no existía un oficio más brillante y honorable que la carrera de las armas. Además, para ser soldado no se necesitaba estudiar mucho. Esa era una de las ventajas de su elección, porque sus amigos le habían contado las dificultades de los estudios y la crueldad que empleaban los maestros. Si uno se equivocaba o no sabía la lección, le tiraban de los cabellos hasta arrancárselos y le ponían las manos rojas a palmetazos. —Nunca pensé que te gustase la carrera militar. Tenía la ilusión de que el día de mañana fueses abogado. Mario no esperaba que su padre le llevase la contraria. Frunció el ceño, ladeó la cabeza y dijo: —La abuelita Blanca me ha enseñado una foto del abuelo vestido con el uniforme militar. Pienso que la vida del soldado es hermosa. Viven en los cuarteles, comen bien, beben vino y les gustan mucho a las mujeres. Aunque no sepan escribir, los mejores llevan medallas colgadas en la guerrera. Luis se levantó de la butaca, dejó el periódico y apagó la colilla en el cenicero. —Ven conmigo —le dijo—. Quiero que me acompañes al Círculo Recreativo. Los dos caminaron presurosos hasta una plazoleta. Entraron hasta el bar del casino y Luis pidió un vaso grande de vino mosto. Salieron a la calle y se dirigieron hacia un viejo que, apoyado en una muleta pedía limosna en la esquina. Tenía el brazo derecho amputado a la altura del hombro y vestía una guerrera roída por la grasa. Tenía el rostro arrugado y carecía de dientes. El anciano levantó la única mano e hizo el saludó militar. Luego la bajó, y Luis le tendió el vaso de vino. Tembloroso se lo llevó a los labios y bebió todo el contenido sin derramar una sola gota. —Mi hijo Mario quiere ser soldado—dijo Luis dirigiéndose al viejo con una sonrisa en los labios—. Te lo he traído para que le 36
cuentes tus hazañas de la guerra y la magnífica vida que te ha proporcionado el ejército. —¡Por Satanás y por todos los diablos! —gritó—. ¿Es que te has vuelto loco? La gloria es sencillamente estiércol para alimentar a las moscas. He contado historias falsas sobre mis hazañas en la guerra, para que los imbéciles que me escuchaban, me invitasen a un vaso de vino. No debes olvidar que de todos los oficios, el de soldado es el más horrible y miserable. Las palabras de aquella boca desdentada, el brillo apagado de los ojos, el muñón del brazo y la guerrera arrugada y sucia que llevaba puesta, provocaron que Mario se refugiase detrás de su padre. Los dos regresaron hacia su casa en silencio. Era la hora del almuerzo, Luis se dirigió a la cocina, abrió la alacena, extrajo una botella, vertió vino mosto en un vaso y dio un primer trago. Prendió otro pitillo, dio ansioso una primera calada y expulsó los espirales de humo. —¿Otro cigarro? Te vas a buscar una ruina si sigues fumando así —le recriminó su mujer—. Además, he oído la batallita que le contabas al niño. Mira que eres machacón, ya la he escuchado más de cien veces. Se sentó en la butaca, empezó a leer el diario pero no podía concentrarse en la lectura. Su memoria era saeteada por las escenas que vivió en la guerra civil. «Los primeros rayos de sol rompían por el horizonte, cuando el diez de agosto de mil novecientos treinta y seis, un convoy de militares se arrastraba como una serpiente por un angosto carril. El polvo ocre que desprendían los camiones se depositaba sobre la columna. El ronroneo de los motores sólo se rompía por los ladridos de los perros. La tropa se desplegó un kilómetro antes de las primeras casas de Cazalla. Las ametralladoras calibre doce, setenta milímetros, aún no habían disparado un sólo tiro, cuando empezaron a llover balas enemi37
gas. Su baja posición en el terreno les hacía vulnerables; ningún árbol, ningún matorral y ningún caserío les servían de resguardo. Los soldados resistían pegados a la tierra disparando como podían. Los falangistas corrían tirador tras tirador distribuyendo munición. Ante la superioridad del fuego enemigo, el capitán ordenó retirada. Un escalofriante repliegue se dirigió hacia el sur. La tropa retrocedió corriendo por la carretera polvorienta, hasta que acamparon bajo las sombras de una alameda cercana. A la mañana siguiente, no hicieron falta más de cuatro andanadas de artillería pesada para tomar el pueblo. Los ocho obuses de ciento cincuenta milímetros que habían enviado desde Sevilla, cayeron sobre los tejados y las calles del pueblo. El más espectacular fue el que impactó en el contrafuerte de la parroquia. Bastaron varias pasadas de un avión Hewschel HS 123 a un centenar de metros, para que los milicianos republicanos huyeran de las barricadas como conejos asustados. Antes de salir en desbandada, le prendieron fuego a la cárcel con los presos dentro. El día once de agosto, el pueblo había sido sometido por las fuerzas franquistas».
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a vida que Julio llevaba en el campo, no estaba exenta de cierta monotonía; por la mañana asistía al colegio los días lectivos, por la tarde hacía los deberes y, ocasionalmente, realizaba algunas faenas que su padre le encargaba. Había labores que le gustaban, como llevar el caballo al abrevadero, echarle de comer a las pitas y coger los huevos de los nidales. Sin embargo, odiaba ordeñar a las cabras, recoger las verduras de la huerta, traer leña para la chimenea, o acarrear los cubos de agua del pozo. La rutina sólo se rompía en los acontecimientos especiales: durante la temporada de caza, o en las ocasiones que los dueños acudían de visita a la finca. En aquella ocasión, don Jaime Puig, el propietario de la Dehesa del Valle acudía solo, porque su mujer se había tenido que quedar en Cataluña para atender al negocio familiar. El catalán rondaba los cuarenta años, era alto, más bien delgado, tenía el rostro rosado, llevaba casi siempre el cabello despeinado y lucía un bigotito bien perfilado bajo su nariz puntiaguda. Vestía ropa cara, fumada puros habanos, bebía vinos de reserva y era amante de la vida placentera. Residía en Barcelona donde poseía una fábrica de tejidos. Los beneficios que había obtenido en la década de los años treinta, los había invertido en aquella finca de Andalucía. Durante los años que duró la guerra civil, no se arriesgó a aparecer por Cazalla. Una vez finalizada la contienda, unas veces avisaban y otras se presentaban sin decir ni pío. La Dehesa del Valle contaba con dos edificios cercanos. Un humilde caserío de labranza y otra villa más suntuosa que permanecía desocupada, excepto cuando los dueños acudían de visita al cortijo. Miguel y su familia vivían todo el año en el caserío. La puerta de entrada tenía dos batientes; el de abajo con gatera y el de arriba con un corazón calado que servía de mirilla. Para cocinar se utilizaba el fuego de la chimenea. Los muebles del salón consistían en una mesa con varias sillas rústicas, dos mecedoras y un armero con dos escopetas de caza. Una cortina separaba los cuartos traseros: en el que dormía el matrimonio contaba con una cama de hierro y mesi39
tas a cada lado, y en el otro, una cama de cuerpo donde se acostaba el niño. Un hueco que había en medio de ambos se utilizaba como alacena. Fuera del edificio, se ubicaba el retrete, la pila de lavar, la leñera y la perrera. A menos de cien pasos, estaba el gallinero, el redil de las cabras y la caballeriza. En la parte de atrás, había excavado un pozo de agua potable. La distancia hasta el otro edificio se cubría en diez minutos a pie. La puerta de la villa a la que Ángela llamaba la casona de los catalanes, estaba cubierta por una marquesina de cristal. A ambos lados, se disponían dos tinajas sin una sola raja: una cuajada de jazmines, y la otra, con una buganvilla de flores violetas. El comedor lo presidía una enorme mesa de nogal rodeada de sillas tapizadas. Encima permanecía un candelabro de metal reluciente. Frente a la chimenea, se ubicaba un sofá de piel. A la izquierda, lucía la cabeza disecada de un jabalí, y a la derecha, una vitrina guardaba un rifle y una escopeta de caza. Pegado al aparador había un mueble bar con un gramófono, y al lado, un baúl lleno de trastos: espadas de juguete que parecían de verdad, arcos con flechas, soldaditos con uniforme, unos coches de latón y un caballo de madera con balancín. A menudo, Julio abría la tapa y quería jugar con ellos, pero su madre no le dejaba. En el perchero colgaban una boina negra y una gorra de visera. Una cortina separaba el único dormitorio. Disponía de una cama con el cabecero de latón y dos mesitas a juego a cada lado. Junto a la pared, una peinadora de madera curvada con espejo soportaba la palangana y la jofaina de loza blanca. Cuando Ángela supo que don Jaime venía de visita, fue rápida a la casona para dejarla de punto en blanco: descolgó las cortinas, las lavó, las planchó y volvió a colgarlas. Sacudió a palos las alfombras, limpió la lámpara y fregó los muebles. Luego, con las rodillas hincadas en una tabla, limpió el suelo baldosa por baldosa. Aunque la plata no se había usado, volvió a sacarle brillo. Finalmente, le dio blancura a las sábanas, los manteles y las colchas lavándolas con añil. El día siguiente Miguel ordeñó la mejor cabra, ensilló su caballo, introdujo la lechera en la faltriquera y llevó a su mujer para que le atendiese. —Ángela. Ponte guapa, que tienes que causar buena impresión a don Jaime. 40
Cabalgaban hacia la casona bajo las sombras de los alcornoques, cuando su marido le dijo: —Antes que nada le preparas un buen desayuno: un vaso de leche, un buen trozo de bizcocho y un zumo de naranja. Ayer traje un cántaro de agua; la colé dos veces, una cuando lo llené, y otra, en el aguamanil, por si acaso se hubiese escapado alguna sanguijuela. —No te preocupes, puedes irte tranquilo que le dejaré contento. —Sobre el mediodía vendré a recogerte. —No hace falta, cuando termine regresaré al caserío. Aquel día Julio no fue al colegio, su padre le encargó que recogiera patatas de la huerta y le echara de comer a las gallinas. Mientras las pitas picoteaban el maíz molido, Julio introdujo en el canasto una docena de huevos para llevárselos a don Jaime. Llegó a la casona, vio la puerta cerrada, y no quiso llamar para no molestar. Trepó hasta un pilón para ver si veía a su madre por una ventana que daba al comedor. Estaba entreabierta, empujó una de las hojas, miró dentro, y lo que vio le dejó estupefacto. Las piernas empezaron a temblarle, los latidos del corazón le golpeaban las sienes, y tuvo que contener un grito de la garganta. La ropa de su madre yacía en el suelo. Ella estaba acoplada sobre la desnudez de don Jaime y sacudía las piernas con un galope acompasado. Ambos gemían con arremetidas con los labios mudos como flores. Al final, estallaron como una palmera de fuegos artificiales. Sin ser descubierto, Julio saltó de la pila y empezó a volar más rápido que los pájaros. Corría tanto, que varios huevos se le cayeron del canasto y se estrellaron en el suelo. Perdió la casona de vista y se tuvo que sentar en una piedra del camino. La rabia le impedía pensar. ¿Por qué su padre consentía las visitas de su madre, si sabía que don Jaime se aprovechaba de ella? ¿Iba obligada, o le gustaba complacerlo? —se preguntó—. Recordó que el maestro decía que en el ambiente rural de Andalucía, aún se practicaba el derecho de pernada; los terratenientes chantajeaban a los campesinos para que sus mujeres y sus hijas se acostasen con ellos. Caminó cabizbajo hasta el caserío, dejó 41
el canasto con los pocos huevos que quedaban, y pensó que, sea lo que fuere, él poco podía hacer. Triste, alicaído, aturdido y desanimado, se dirigió a un bajío donde había una choza de lentisco siempre verde por la humedad. Allí se refugiaba cuando quería estar solo. Poco antes del mediodía, Ángela abandonó la casona. Anduvo unos metros y vio en la vereda los cascarones de los huevos que Julio había perdido. Aunque faltaba algo más de un mes para que las aves anidaran, pensó que serían de alguna que lo habría perdido. Se acercó y comprobó que eran huevos de gallina. Dejó de pensar en ello hasta que al llegar al caserío vio un canasto con algunos huevos. Sólo era una conjetura, pero la posibilidad de que Julio la hubiese visto en el comedor de la casona, provocó que las entrañas se le sublevaran. Llenó un vaso de agua y se la bebió de un trago. Las piernas le temblaban, empezó a sudar, se sentó en la mecedora, sacó el pañuelo y se limpió. Empezó a abanicarse y se serenó. ¿Habría ido su hijo a la casona y la había visto con don Jaime? —se preguntó—. Examinó la situación: Miguel nunca le había sugerido que se liara con el señorito catalán. Sin embargo, cada vez que la llevaba a que estuviera en la casona con él, le decía que se arreglara y se pusiese guapa. Ella interpretaba que debía responder a su requerimiento, en la creencia de que con eso ayudaba a su marido. Julio estuvo escondido en el chozo hasta que se hizo la oscuridad. Sus padres estuvieron buscándole toda la tarde. Incluso introdujeron los ganchos en el pozo por si se hubiese caído dentro. Entrada la noche, el niño apareció por la puerta y Ángela le abrazó con lágrimas en los ojos. —Hijo. ¡Por Dios bendito! —exclamó con alegría—. ¿Dónde te habías metido? Temíamos que te hubiese pasado algo. —No te preocupes que estoy bien. Lo siento mucho. —Tu padre ha salido a buscarte con unos jornaleros. —¿Me castigará? —preguntó con cara de puchero. —Ay, ay. Ahora mismo te acuestas sin comer antes de que regresen. Así te librarás de una buena paliza. 42
Al día siguiente, Julio no se levantó hasta que su padre abandonó el caserío, porque sabía que como otras veces le golpearía con el cinturón. Su madre le sacó de la cama y le preparó una tostada con manteca de cerdo y un vaso de leche. Ambos evitaban la mirada mudos sin decir ni pío. Cuando terminó de desayunar el niño rompió el hielo. —¿Me atizará papá con la correa? —preguntó temeroso. —Te lo tienes merecido. ¿Qué te traes entre manos para estar perdido todo el día de ayer? De nuevo se hizo el silencio entre los dos, hasta que Julio le preguntó. —¿Papá te quiere? La subida de adrenalina provocó que el rostro de Ángela se tornase a verde. La falta de aire hizo que aspirara profundamente para calmar su ansiedad. Más serena le contestó. —Claro que me quiere. Nos quiere mucho a los dos, aunque alguna vez te parezca lo contrario. —¿Seguro que a mí también me quiere? —insistió. —Hijo mío, ¿por qué piensas eso? ¡No te va querer, si eres su hijo! —Me gustaría que me quisiese como el tío Luis. Él nunca me ha pegado y me besa cada vez que me ve. Ángela lo abrazó, le acarició los rizos de la cabeza sin evitar que las lágrimas afluyeran a sus ojos. Se esforzó en mantenerse entera, aunque las palabras de su hijo le removieron sus sentimientos y arrancaron de su alma algo que tenía escondido. A su memoria acudió lo que aquel día ocurrió entre ella y su cuñado Luis. Temerosa consideraba la tristeza de su culpa ante un pecado que la torturaba sin piedad. Recordó aquella época difícil, donde una nube oscura le traía la angustia y la desgana. Con el paso del tiempo había conse43
guido superar el deseo de convertirse en roca y dejar de vivir bajo el sol. En esos días nada tenía sentido: ni la fragancia de una rosa, ni el agua, ni el amor. ♠♠♠ Unos días después de que don Jaime se había marchado hacia Cataluña, la Guardia Civil llamó a la puerta del caserío. Julio estaba sentado en la mesa del comedor haciendo los deberes, se levantó, la abrió y se dio de bruces con los militares. Su padre se levantó de la mecedora y les hizo pasar. Uno de ellos portaba una jaula, en cuyo interior arrullaba una paloma gris buchona. —A la paz de Dios —saludó el guardia más alto. —Hola buenas tardes. ¿Qué traéis en la jaula? —preguntó Miguel. —Una paloma mensajera. Debéis echarle de comer y agua en el bebedero. Nuestro servicio de inteligencia necesita vuestra ayuda para detener a los maquis. Tenemos información de que están asaltando a los caseríos en busca de víveres y dinero. Si una de estas noches aparecen por aquí, no te enfrentes a ellos, simula que colaboras y le sonsacas qué planes tienen. Si averiguas por dónde van a estar, lo escribes en un papel, lo atas a una pata de la paloma y la echas a volar. ¿Queda suficientemente claro? —De acuerdo —dijo Miguel—. ¿Hacia dónde se dirigirá? —preguntó. —El vuelo hacia el cuartel durará aproximadamente un cuarto de hora. —Entendido, así se hará si se presenta la ocasión. Instantes después de que los guardias civiles se marcharon, Miguel le dijo a su mujer. —Debemos tener mucho cuidado, porque como le pase algo nos buscaremos un buen lío. —No os preocupéis, yo me encargo. La colocaré en el gallinero y la cuidaré —se ofreció Julio. 44
No habían transcurrido dos semanas, cuando entrada la noche los perros empezaron a ladrar. Alguien golpeó la aldaba de la puerta. Miguel se asomó a través de la mirilla y vio que en la espesa niebla se movían unas sombras semejantes a humos de chimeneas. Abrió la puerta y entraron varios maquis armados. Lo único que iluminaba al salón era una lámpara de carburo y el resplandor de los troncos que ardían en la chimenea. Al oír Julio que alguien había llegado, se levantó de la cama, descorrió la cortina, y comprobó que los recién llegados no eran guardias civiles como había imaginado. Los desconocidos traían mantas sobre los hombros, se cubrían la cabeza con boinas, tenían el pelo largo y la barba de unas semanas. Aunque venían armados con escopetas de caza, su padre los recibió con familiaridad. —¿Cómo os van las cosas por la sierra? —le preguntó al cabecilla. —Puedes imaginarte lo dura que es la vida de un huido —dijo el jefe—. Siempre pensando en el día que se restaure la República. —Sentaos un rato a descansar y comed algo para reponer las fuerzas. —No te lo vamos a despreciar, picaremos algo porque hace un rato que no probamos bocado. Los maquis se despojaron de las armas, las mantas, las boinas y se sentaron dispuestos a cenar. Ángela les preparó unas tazas con sopa del puchero y unos platos de jamón con cachos de pan. Cogieron el tazón bien caliente con las palmas de las manos, se lo llevaron a la boca y pasaron los labios por el borde tal si lo besaran. Luego, masticaron el jamón y el pan como si amasaran harina. De vez en cuando, se pasaban unos a otros la bota de vino y la subían para dar un trago. Debido al calor de la sopa, el jamón y el vino, al que iba al mando se le soltó la lengua. —Ahora no andamos escasos de víveres. Lo que necesitamos es dinero para comprar armas y municiones. Un contacto nos ha soplado que el jueves habrá dinero fresco en La Cuna. Tenemos entendido que ese día van cobrar en efectivo la venta de la cosecha y 45
no vamos a perder la oportunidad de hacernos con el botín. Finalizada la cena todos se levantaron. Se volvieron a abrigar con los mantas y cogieron las armas dispuestos a marchar. —Tened mucho cuidado —remató Miguel—. Antes de iros, os prepararé unos víveres. Entró en la alacena y volvió con una plancha de tocino y varias morcillas. —¿Queréis alubias? —les preguntó—. Tenemos de sobra para nosotros y es una lástima que se vayan a estropear. —No pienses que hemos venido para eso, pero si es como dices, es de agradecer. Volvió a entrar en la alacena, cogió una saca con semillas, la vació en una orza, la llenó de alubias y salió con ella en las manos. El cabecilla le echó un vistazo y le previno: —Quítale a la bolsa la etiqueta con tus señas. No vaya a caer en las manos de la Guardia Civil y te comprometa. —¡Bah! —bromeó Miguel—. Una vez que agotéis las alubias la tiras en el campo y le echas unas piedras encima. Se dirigían hacia la puerta del caserío, cuando Miguel observó que uno de los maquis cojeaba levemente de la pierna derecha. Se plantó ante él, lo miró a la cara, y recordó que se trataba del miliciano que estaba al mando de la cárcel. —¿No te acuerdas de mí? Nos conocimos en la guerra civil —le dijo. —La verdad es que tu cara me suena. —Tú te llamas Andrés Molero —afirmó Miguel. —Sí, ese es mi nombre. ¿Cómo lo sabes? —¿No recuerdas que estuvimos a punto de matarnos el uno al otro? 46
—¿De matarnos? ¿Nosotros dos? —Acuérdate de lo que ocurrió el día que las tropas franquistas tomaron el pueblo. Recordarás que minutos antes de prenderle fuego a la cárcel, alguien te amenazó con una pistola. —Sí..., es cierto. Ahora lo recuerdo como si volviera a vivirlo. —Yo fui quien te puso el cañón en la sien para que liberaras a mi suegro. —Lo siento, no quiero recordar lo horrible que fue todo aquello. No es una disculpa, pero yo cumplía órdenes. Después de estrecharles la mano, los guerrilleros se perdieron en la espesa niebla como fantasmas que caminan hacia un destino incierto. Aquella noche Julio no pudo pegar ojo. La actitud que su padre había mantenido con los maquis dejó confusos sus sentimientos. Sin saber por qué, su mente asoció aquella desazón con un rencor inconsciente. Prefería imaginar que la relación que don Jaime mantenía con su madre no era consentida por su padre. De no ser así, le odiaría el resto de su vida y jamás le perdonaría ese comportamiento tan repugnante y despreciable. En cuanto a los maquis, no entendía por qué les dispensaba ese trato, si en definitiva eran unos asesinos que en la guerra encarcelaron al abuelo Alejandro y no lo quemaron vivo de puro milagro. Su cuerpo le pedía informar del golpe a la Guardia Civil. Durante toda la noche, dudaba entre mantenerse en silencio, o enviarles un mensaje. El tiempo acuciaba, tenía que decidirse antes de que amaneciera. Se decantó por confiarlo a la suerte; cogió una moneda, eligió cruz, la lanzó al aire, cayó al suelo y el ver que debía hacerlo le produjo un sobresalto. Actuaría con rapidez para que el mensaje llegase a tiempo. Saltó de la cama y todo era propicio, no iría al colegio y sus padres habían abandonado el caserío. Se vistió de prisa, cogió un lápiz y escribió en un papel: Jueves golpe en la finca La Cuna. A continuación fue al gallinero, sacó al ave de la jaula, enrolló el mensaje en una pata y lo fijó con una cuerda. Besó a la paloma y la echó a volar. El sincronismo de su aleteo le hizo saborear el regusto de la travesura. Luego, cogió la azada, cavó un hoyo detrás del caserío 47
y sepultó la jaula junto con todos los huevos que había en los nidales. Sus padres regresaron al mediodía y les dijo que alguien había robado en el gallinero. —Esta mañana al poco de iros los perros no dejaban de ladrar. Me asomé a la puerta y no vi a nadie. No me quedé tranquilo, fui al gallinero, las gallinas se habían salido y las recogí. Observé que estaba todo revuelto, miré en los nidales y no había huevos. Busqué la jaula y había desaparecido. —¿Quién habrá sido el ratero? ¿No viste a nadie? —Qué va, miré por los alrededores y no había ni rastro. El majestuoso vuelo de la paloma duró dieciocho minutos. Se posó en el palomar del cuartel y el responsable de la mensajería la detectó rápidamente. El sargento consiguió interpretar el mensaje y no dudó en poner en marcha la operación “cerrojo”. Elaboró un plan para reunir al menos cuarenta efectivos que capturasen vivos a la partida. ♠♠♠ La tarde brumosa de aquel miércoles, los maquis partieron de su refugio. Caminaron tres leguas bajo una tenue lluvia, cruzando por veredas de zarzas espinosas hasta que, entrada la noche, alcanzaron las agrestes oquedades del Cerro de Hierro. Encendieron una candela con palos, uno de ellos cocinó unas gachas con guisantes y chorizos. Luego, las cenaron echando tragos de vino de la bota. Uno con la cabeza calva y gordinflón contó un chascarrillo y todos rieron a carcajadas. Al oscurecer tendieron unas mantas en el suelo y se echaron a dormir. Uno de ellos se quedó de guardia. Faltaban un par de horas para que el alba despuntase y caía una fina lluvia en el patio del cuartel de la Guardia Civil de Cazalla. La formación de los guardias civiles fue ocupando los camiones que partirían hacia La Cuna. El manto de la noche cubría a la caravana mientras que avanzaban por la carretera de la ermita del Monte. Sólo se oía el ronroneo de los motores y los zigzag de los limpia48
parabrisas. Llegaron hasta donde los vehículos no podían avanzar más. Bajaron de los camiones y se adentraron sigilosamente a través de unos viejos castañares. En el silencio de la noche sólo se oían las pisadas sobre frutos erizados que el viento había derribado. Divisado el caserío, esperaron tras unos arbustos a que los maquis apareciesen. Hacía algo más de una hora que la partida había abandonado el Cerro de Hierro. En la expedición iban todos, a excepción de Andrés el cojo y otro compañero. Ambos esperarían allí vigilando las pertenencias hasta que regresaran con el botín. Caminaron durante un buen rato por sendas estrechas hasta que alcanzaron la ribera paralela a la vía del ferrocarril. La fina lluvia les había empapado las mantas. Continuaron entre adelfas y junqueras, en las que sólo se oía el chapoteo de las botas y el croar de las ranas. Llegaron hasta la base de una empinada ladera calados hasta los huesos. Con los primeros resplandores del alba empezaron a escalar el cerro. Hicieron un alto en el camino y el jefe empezó a dar órdenes. —Avanzaremos en dos grupos, cinco de vosotros venid conmigo y los demás seguidnos a corta distancia. ¡En marcha y mucha suerte! —ordenó con aire marcial. El grupo de vanguardia se encontraba a unos cincuenta metros del caserío. De pronto, uno de ellos vio que algo se movía entre la maleza de una arboleda y dio un grito de aviso. —¡Hemos sido descubiertos! El cabecilla aguzó la mirada y vislumbro a los guardias civiles armados. —¡Nos han tendido una emboscada! ¡En retirada! —ordenó. Todos corrieron hacia atrás para parapetarse detrás de una cerca de piedras. El capitán avanzó unos pasos seguidos de los militares. —¡Alto a la Guardia Civil! —gritó. 49
Los guardias avanzaban fusil en mano cuando el capitán hizo un disparo de advertencia. Los maquis abrieron fuego y la refriega pronto inclinó la balanza hacia la superioridad de la Guardia Civil. Ante la batalla desigual, decidieron entregarse. Toda la partida fue detenida y posteriormente conducida en un camión hasta el cuartel. Los que quedaron en el refugio del Cerro de Hierro tampoco escaparon. Al día siguiente, muy de mañana, fueron trasladados a Sevilla para ser juzgados por un tribunal militar.
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