© De los textos: Alejandro Lapetra © De las imágenes: Alejandro Lapetra (a excepción de la fotografía que sirvió de base a la elaboración con Photoshop de la portadilla de «Irreversible», procedente de archivo). © Del diseño de la portada: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Maquetación: Martín Lucía Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-943241-9-2 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es
La noche de Cronos Alejandro Lapetra
Ediciones En Huida Colecci贸n D-Relatos N煤mero 4
La noche de Cronos Alejandro Lapetra
Prólogo
La noche de Cronos es luminosa. Su oscuridad hace visible aquello que el día esconde. Bajo las estrellas de sus mundos posibles, Alejandro Lapetra nos tiende la mano para iniciarnos en ese laberinto trazado con extraordinaria lucidez al que nos invita el índice. No se amilane el presunto lector al que se dirigen estas páginas ni le acobarde la extrañeza que pueda asaltarle al abrir el volumen: no vale ser apocado. El viaje por esa noche iluminada promete las aventuras de la exploración y la sabiduría del desvelamiento, y no defraudará a los que se atrevan a sostener la mano y adentrarse en el territorio nocturno para recorrer tiempos y espacios hasta alcanzar el centro del mito: Cronos y el orden temporal de las cosas humanas. En el recorrido por escenarios diversos, impecablemente dispuestos, acompañados de personajes vivos en sus emociones, Lapetra desvela hondas verdades en palabras sencillas, en relatos que se persiguen con avidez. De su brazo nos entregamos de forma placentera a ficciones que tienen más de autenticidad que de invención, y en la orilla entre el río de la fábula y la linde de la verdad, la palabra descubre su capacidad reveladora. El itinerario se inicia por un final que es un principio: en el cementerio y «A la sombra de los cipreses» se desnuda el sentido de la vida y su infinita diversidad con fuerza intensamente dramática; no en vano los muertos y los vivos representan la tragicomedia cuyo tono da la clave de la noche: el dolor y la agonía vital, los miedos y sus fantasmas saben hablar con simplicidad y casi con ligereza en estas páginas. Aquellas fantasmagorías vienen para hacer de nosotros lectores ya no sombras, sino los vivos que reclama “una improbable historia sobre 7
los designios del azar”: «Traédmelos con vida», segundo título de la colección en el que el lector, entregado a la ficción en cumplimiento del pacto sagrado de la literatura, es encauzado esta vez por un sinuoso sendero de improbables verdades ahondando con el reportaje periodístico en términos tan novedosos como excitantes. En la cotidianeidad de esos episodios surgen lo insólito y lo maravilloso como en el espléndido experimento del comicuento «Mil trescientos trece» surge el relato de la viñeta. Sin dejar de sorprendernos, el autor se nos ha descubierto dramaturgo, periodista —como de hecho lo es profesionalmente Alejandro Lapetra— y excepcional dibujante para espantar con esa capacidad proteica todo aburrimiento posible: cualquiera de las máscaras de la ficción nos devuelve a la verdad. Atrapados en la calidez íntima de este discurrir nocturno, Lapetra nos conduce luego entre los géneros del microrrelato (en la noche poética de «La espera») o del poema en prosa (la madrugada sutil de Peter Pan y la «Niña en la ventana») hasta acercarnos al cuento fantástico y onírico de «No hay mañana». A la manera de Poe se escribe «El cancerbero de piedra», inquietante y densa tiniebla que se hace aparentemente sencilla en los relatos familiares de «Ha sido Paquito» y «Sol de latón». Pero su disfrazada carga filosófica y la intensa reflexión sobre el tiempo y su sentido nos han dejado ya a las puertas de la indagación última, radicalmente teológica, de «Macaco del azar»; ni siquiera entonces se permite el autor la grandilocuencia o el patetismo, sino que sabe mantener el tono tragicómico que con pericia despliega en un buen número de las narraciones de su colección, y así enfrenta las más graves preguntas del hombre como un “chiste grotesco”, subtítulo de aquel relato, que es el antepenúltimo. Cierran esta noche de viajes el juguete de ciencia-ficción «Irreversible» y la «Noche de Cronos en Gades», un cuento de hadas en el que descubrimos cómo el titán
padre de los dioses ha servido de poderoso guía en la penumbra del trayecto. La lucidez prende el relato, nos hace habitable el pasado y hermoso lo extraño. La pulcritud del orden, la sutileza de la construcción y su equilibrio, impiden perderse en la oscuridad. En ese cordial empeño el autor nos ha regalado también el alumbrado de las portadillas, donde se cifra como en un emblema el sentido de cada parte y del conjunto. Al adentrarnos en el espacio misterioso de cada una de las piezas, nos ilumina con dibujos, fotografías, juegos conceptuales asociados a las citas y composiciones simbólicas por las que el libro, más allá del ejercicio literario, se convierte en un objeto de arte. Todo queda dispuesto con meticuloso rigor y sabio tiento. El experimento literario seguirá palpitando mucho tiempo después de leer la obra, pues en él habitan todos los mundos posibles, y también los nuestros, todas sus preguntas y también las nuestras. La noche de Cronos está encendida.
Mercedes Comellas Profesora Titular de Literatura Española Universidad de Sevilla
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A ti, como todo
Hay otros mundos, pero estรกn en este. Paul ร luard Adรกn y raza, azar y nada. Anรณnimo
TraĂŠdmelos con vida (Reportaje)
REPORTAJE
«Traédmelos con vida» Una improbable historia sobre los designios del azar En ciertas ocasiones, pequeñas elecciones sin relevancia aparente adquieren potencial para cambiar nuestras vidas. Esta es la historia real de tres personas que, sin saberlo, pasaron todo un día enlazando las circunstancias exactas que les permitirían sobrevivir a la tragedia.
Por Bartolomé Guerrero
H
ace ya más de veintidós siglos que el filósofo chino Ji Mèngkē, conocido en occidente como Mencio, llegó a la conclusión de que, pese a que el hombre pueda tener mil
planes para sí mismo, a la hora de la verdad, el azar se reserva tan solo uno para cada uno. Doscientos años después, en Roma, Marco Tulio Cicerón defendía algo parecido al afirmar que es el azar y no la prudencia quien rige la vida. Se trata en ambos casos de afirmaciones lapidarias y rotundas, que nadie desde una argumentación razonable se atrevería a cuestionar. Claro que, en ocasiones, el azar encadena las situaciones de un modo a la vez tan improbable y caprichoso, y con un sentido tan concreto para el ser humano, que este no puede sino empezar a barruntar la existencia de algo más. Nace así la palabra destino, un constructo especulativo que para los credos remite a un 57
plan esbozado por un ser superior, mientras que la filosofía lo relaciona sencillamente con la teoría de la causalidad. No resulta empero necesario ahondar en debates metafísicos para comprender que el hombre habita un mundo en el que, como dijo el pragmático Nicholas Rescher, «sus intenciones, sus objetivos, sus proyectos mejor diseñados y, en definitiva, su vida misma, están a merced del puro azar y de la contingencia inescrutable». En un mundo así, en el que nosotros proponemos pero el destino dispone, en el que los resultados de gran parte de nuestras acciones dependen de circunstancias que escapan a nuestro control, la suerte está destinada a desempeñar un papel decisivo en el drama humano. De hecho, en una difícil configuración idónea de coyunturas, la experiencia nos demuestra que dicha suerte se manifiesta capaz de obrar casi cualquier milagro; capaz incluso de salvar vidas en las condiciones aparentemente más adversas. Sería posible referir, si fuera necesario, miles de ejemplos bien confirmados sobre los improbables caprichos del azar. Algunos de ellos han pasado a la historia como verdaderos mitos; otros muchos, protagonizados por personajes anónimos, no. El poder de la casualidad Uno de características muy notables, y cuyas circunstancias quizá se conserven frescas todavía en la memoria de los lectores, pese a los más de cuarenta años transcurridos, es el caso de la azafata serbia Vesna Vulović: el 26 de enero de 1972, el vuelo 367 de las Aerolíneas Yugoslavas despegó de Estocolmo con destino a Belgrado con 23 pasajeros y cinco tripulantes. A una altura de 10.160 metros, cuando el avión sobrevolaba Checoslovaquia, una bomba presuntamente colocada por un grupo terrorista estalló en la sección de carga.
Como consecuencia de la explosión, la aeronave se partió en dos, comenzó a caer fuera de control y terminó estrellándose contra la ladera nevada de una montaña junto al pueblo de Srbská Kamenice. Entre los restos destrozados del aparato se encontraron 27 cadáveres y, milagrosamente, una superviviente: Vesna Vulović. En realidad, la azafata Vulović, de 22 años de edad, no debía ser siquiera quien volase en ese avión. Como más tarde declaró en una entrevista, la persona encargada de asignar las rotaciones de la tripulación de cabina la confundió con otra compañera del mismo nombre, pero ella no comunicó el error a la compañía porque ello le permitiría viajar a Dinamarca y dormir en el Sheraton, algo que siempre había querido hacer. Dicen algunos que quizá se salvó precisamente por eso; porque a ella no le correspondía estar allí. En la práctica, en el terreno de lo racional, Vulović fue capaz de sobrevivir a semejante caída por un cúmulo de circunstancias: en el momento de la explosión, se encontraba en la cola de la aeronave, que se desprendió del resto del fuselaje; uno de los carritos de catering la dejó clavada contra la pared impidiendo que fuese succionada y lanzada al exterior; el cono trasero del DC-9 permaneció intacto durante el descenso y protegió su cuerpo, amortiguando en lo posible el golpe; la fricción del aire contra el fuselaje frenó ligeramente la caída manteniéndola por debajo de la llamada velocidad terminal; por último, cuando la cola del avión impactó contra la nieve de la ladera de la montaña, lo hizo con un ángulo que le permitió resbalar y deslizarse entre los árboles, de tal modo que la formidable desaceleración no se produjo toda de golpe sino de manera gradual. Esta ha sido la explicación más frecuente dada por físicos, estudiosos del accidente y expertos en aviación al increíble hecho de que una persona pudiese haber sobrevivido a una caída libre de algo más 59
de 10 kilómetros. El veredicto fue: «Extremadamente improbable, pero no imposible». No obstante, si como dicen algunos fuese cierto que Vulović se salvó porque no le correspondía estar allí, todo lo contrario le ocurrió en otro tiempo y lugar al empresario americano Alfred Gwynne Vanderbilt I, filántropo y deportista miembro de la rica familia Vanderbilt. En 1912, este conocido millonario y su esposa habían decidido abordar el RMS Titanic en su viaje inaugural. Sin embargo, el día 10 de abril, poco antes de que el barco zarpase, Vanderbilt cambió de opinión siguiendo el consejo de un familiar, que estaba convencido de que algo podía salir mal por tratarse del primer viaje. Aquel presagio le permitió burlar a la muerte en el aciago buque de los sueños, pero no sería por mucho tiempo, pues esta lo alcanzó definitivamente poco después a bordo de otro transatlántico británico de lujo: el RMS Lusitania, torpedeado y hundido por un submarino alemán el 7 de mayo de 1915. Parece ser que Vanderbilt hubiese podido sobrevivir, pero decidió donar su chaleco salvavidas a una mujer que tenía un niño en sus brazos. Cuentan los testigos que él mismo se lo ató. Después de aquello, ya nadie volvió a verlo, y su cuerpo jamás fue encontrado. Otros ilustres caballeros, también en principio pasajeros del Titanic, tuvieron más suerte que Vanderbilt. Tal fue el caso de Edgar Selwyn, un conocido productor y director de teatro y cine de la época. Tenía ya comprados los billetes cuando le surgió el compromiso de asistir a la lectura de la última pieza cómica del novelista Arnold Bennet. Selwyn estuvo dudando sobre qué debía hacer, pero finalmente canceló el viaje, salvándole aquella decisión la vida. La pareja con la que iba a viajar, el señor y la señora Harris, murieron ambos en el naufragio.
De un modo aún más explícito medió el azar en el destino de tres amigos que estaban a punto de comprar los billetes. El barón M. Von Bethmann, P. de La Vielestreaux y Maurice Brevard tenían la intención de viajar en el Titanic, pero se les presentó un negocio que les aconsejaba llegar antes a Chicago. Vielestreaux y Brevard señalaron que tal negocio no apremiaba hasta el punto de que no pudiesen retrasarlo unos días para embarcar en el transatlántico; el barón, sin embargo, no opinaba del mismo modo, y decidieron finalmente lanzar una moneda al aire. Si salía cara, se marcharían de inmediato; si tocaba cruz, esperarían al Titanic. Salió cara. Existen incluso ciertas ocasiones en las que la intervención del azar llega a rozar lo fantástico. Fue muy sonado en Francia, allá por los años diez del siglo xix ―y de forma insuperable lo describe Edgar Allan Poe en «El entierro prematuro»―, el caso de mademoiselle Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia y gran belleza que, pocos años después de contraer matrimonio con el banquero monsieur Renelle, de quien se dice que la maltrataba con crueldad, cayó repentinamente enferma y murió; o al menos, su aspecto semejaba de tal modo la muerte que engañó a cuantos la vieron. Tal es así que fue de inmediato enterrada en una tumba ordinaria en su aldea natal. Angustiado por el recuerdo de su amor, un antiguo pretendiente, el periodista parisino Julien Bossuet, acudió de madrugada al cementerio de la aldea con el romántico deseo de exhumar el cadáver y apoderarse de sus trenzas. Cuál no sería su asombro cuando, al destapar el ataúd y acariciar el rostro de su amada, vio que esta abría los ojos. En efecto, la joven había sido enterrada en un estado de letargo pero viva, y si aquel muchacho no hubiese acudido allí con tan raro propósito o lo hubiese hecho un solo día más tarde, ella habría encontrado ciertamente la muerte por asfixia en el ataúd. 61
Una historia cotidiana Verdad es que todos los casos narrados hasta el momento pueden antojársele al lector excesivamente peregrinos, románticos o alejados de su realidad ordinaria. Sin embargo, como bien señalaba el dramaturgo inglés J. M. Barrie, «en el transcurso de nuestra vida, a todos nos ocurren cosas extrañas de las que no nos percatamos que han sucedido hasta al cabo de un tiempo». No es necesario por ende ser millonario, ni afamado, ni haber estado a punto de subir al Titanic para vivir una historia improbable. Ocurre sin embargo que la mayoría de la gente que ha burlado a la muerte por un capricho del azar ni siquiera llega a ser consciente jamás de haberlo hecho; he ahí la incertidumbre. Por supuesto, existen por el contrario situaciones en las cuales, al echar un vistazo a lo sucedido, la persona en cuestión se percata de repente de cuán cerca le anduvo la fatalidad. Tal es el caso real de una familia corriente, que encadenó cierto día las circunstancias únicas que les permitirían regresar con vida a casa. El 24 de noviembre de 1994, en Sevilla, la mañana amaneció fría y húmeda. No parecía el domingo más propicio para partir de excursión al campo, y así lo pensó Javier Peralta, que a punto estuvo de suspender los planes. Su esposa, abrazada a su espalda frente al ventanal del dormitorio, mientras él contemplaba un cielo envuelto en brumas, coincidió en que lo mejor era que lo pospusiesen para el siguiente fin de semana. Por alguna razón, a ella tampoco le entusiasmaba la idea de que salieran ese día, aunque no supo dar un motivo concreto. Sin embargo, el pequeño Miguel, de siete años, se levantó tan contento ante la perspectiva de una excursión con su padre y su abuelo, que Javier no encontró la manera de decirle que no. Su madre preparó leche caliente y tostadas y se sentaron los tres a desayunar en la cocina. ―¿Adónde vamos a ir al final, papá?
―No lo sé, aún no lo he decidido. Con el día que hace, quizá sea mejor ir a otro sitio en vez de al campo. A ver qué dice el abuelo cuando lo recojamos. ―Pero nos vamos de excursión seguro, ¿no? ―Sí, hijo, claro. Nos vamos de excursión. Javier, bajo el tupido bigote, esbozó una amplia sonrisa, le pasó a su hijo una mano por debajo del brazo y comenzó a hacerle cosquillas. El pequeño rompió a reír. Llevaba días esperando aquello y su padre no fue capaz de quitarle la ilusión. La madre, que no podía acompañarlos a causa de un catarro, tuvo que resignarse a despedirlos en la puerta. Cuando estaban ya a punto de subir al coche, Miguel recordó algo de pronto y volvió a entrar en la casa. Reapareció poco después con un muñeco en la mano. Su madre no terminaba de entender esa manía suya de cargar siempre con un juguete, y normalmente habría intentado disuadirlo, pero en aquella ocasión no hizo nada. El niño subió al automóvil y su padre arrancó el motor. Se detuvieron poco después frente a la casa de los padres de Javier, aparcaron y subieron a buscar al abuelo, que estaba terminando de llenarse la petaca de vino. Miguel se le colgó del brazo. ―Abuelo, ¿estás ya listo? ¡Nos vamos, nos vamos! ―Anda, pero cuantísima prisa tiene este niño para todo. ¡Ven que te coja, chato! El abuelo alzó en alto a su nieto y le alborotó el cabello con los dedos. Luego saludó a su hijo, se despidió de la abuela y enfilaron la puerta. Se cruzaron allí con Rafael, uno de los hermanos de Javier, que subía del garaje con un par de reposacabezas en una bolsa. Según les explicó, acababa de cambiárselos a su coche por unos nuevos, y a propósito del tema, se le ocurrió preguntarle a su hermano si le había colocado ya al suyo el del asiento del conductor, pues hacía semanas 63
que se le había roto el antiguo. Javier negó con la cabeza. Puesto que tenía aquellos a mano, el propio Rafael se ofreció entonces a instalarle uno provisionalmente hasta que comprase el adecuado. Javier, impaciente por ponerse en marcha para aprovechar las horas de luz, no veía la necesidad de hacer aquello en ese momento, pero terminó aceptando el favor a regañadientes. Cuando por fin se montaron en el coche, un Ford Fiesta del 76 de color dorado, padre, abuelo y nieto habían ya decidido cuál sería su destino: unas minas a explotación abierta en Cala, Huelva. Javier llevaba mucho tiempo queriendo ir y consiguió persuadirlos hablándoles de las piedras preciosas que se habían encontrado por aquellos lugares en el pasado. Se pusieron en marcha enseguida. Pese a haber sido él el promotor de la idea, luego, durante el trayecto, a Javier lo asaltó en un par de ocasiones una rara sensación de inquietud. Decidió no darle importancia, pues no la encontró justificada. Miró por el retrovisor. En el asiento trasero, su padre y su hijo se divertían juntos: ―Veo veo. ―¿Qué ves? ―Una cosita. Ciertamente, el auto era algo viejo y tenía un bagaje de más de 150.000 kilómetros, pero había pasado sin problemas todas las revisiones, de modo que no existía razón alguna para preocuparse. Después de haberle cambiado los amortiguadores la semana anterior y de que Rafael le colocase el reposacabezas, los únicos accesorios que aún le faltaban eran los cinturones de seguridad de los asientos posteriores, que no venían de serie con el modelo, pero que Javier tenía la intención de colocar cuanto antes para salvaguardar la seguridad de su hijo. Llegaron sin incidentes a su destino hacia el mediodía y almorzaron bocadillos sentados sobre una peña. La tarde en la mina
les resultó a los tres de lo más entretenida; incluso dirían después que el tiempo se les había pasado volando. Mientras Miguel jugaba con su muñeco y correteaba de un lado a otro saltando entre las piedras bajo la supervisión de su abuelo, Javier recogía los minerales que más interesantes le parecían ―era un entendido en la materia― y los iba amontonando en el maletero del Ford con vistas a agregarlos posteriormente a la colección que tenía en casa. Algunos eran realmente grandes. Presa de un entusiasmo semejante al de un niño, al final del día había acumulado tal cantidad de rocas que el maletero aparecía totalmente abarrotado. En torno a las seis y media de la tarde empezó ya a oscurecer. Descendió bastante la temperatura. Los tres excursionistas abandonaron la mina y, después de parar en El Ronquillo para tomar algo caliente, se decidieron a emprender por fin el camino de regreso a casa. Cuando salieron del pueblo era ya noche cerrada. Poco después comenzó a lloviznar. A Javier lo invadió otra vez aquella extraña sensación de incertidumbre que había tenido ya por la mañana, pero de nuevo intentó apartarla de su mente. A la incómoda llovizna se le sumaba además la consabida peligrosidad de la autovía Ruta de la Plata, y Javier, que odiaba conducir de noche, solo deseaba llegar a casa lo antes posible. Ni él, ni su hijo ni su padre podían sospechar aún lo que les aguardaba. La sombra del caos En la parte central del asiento trasero, Miguel jugueteaba inquieto con su muñeco, un personaje articulado de unos 12 centímetros y cara de pocos amigos que portaba una pequeña mochila parlante. El abuelo, sentado a su derecha, trataba de convencerlo de que dejase de pulsar compulsivamente el dichoso botón que hacía repetir al muñeco 65
una y otra vez la misma frase, cuyo invariable ritmo empezaba a resultarle irritante. Pero Miguel no paraba. ―Chato, ¿no te cansas? Vas a gastar las pilas. Anda, ¿por qué no dejas quieto el chisme ese y jugamos un rato al veo veo, como esta mañana? ―Pero si ahora no se ve nada, abuelo. Fuera está todo oscuro. ―Bueno, pues a las adivinanzas entonces. Mientras esto ocurría en la zona de atrás, Javier, siempre atento a la carretera, decidió entrar en el carril de adelantamiento. Cuál no sería su sorpresa cuando, al rebasar un cambio de rasante, se encontró de improviso un coche detenido, sin triángulos de preseñalización ni luces de emergencia, a unos 100 metros en el propio carril. A 80 kilómetros por hora sobre el asfalto mojado apenas tenía tiempo de reaccionar, pero sus buenos reflejos le permitieron dar un frenazo y, tras el forzoso derrape, detenerse a unos dos metros del vehículo. Consciente de lo inevitable, Javier permaneció tenso y gritó el nombre de su hijo, que, con la mayor ingenuidad, se hallaba agachado en el suelo buscando su muñeco, el cual se le había escapado de las manos con el frenazo y había ido a parar junto a la palanca de cambios. Apenas le había dado tiempo a recogerlo, cuando un súbito impacto por detrás levantó el coche aplastándolo contra el de delante. Las gafas de Javier salieron despedidas hacia el parabrisas y sintió un fuerte latigazo en el cuello; a sus espaldas, el asiento trasero había sido proyectado hacia arriba por efecto de la colisión, golpeando la cabeza de su padre contra el techo; el niño, por su parte, al hallarse aún agachado entre los asientos, no parecía haber sufrido el menor daño. ―¡Miguel…! Javier, mareado y dolorido, solo tuvo tiempo de mirar hacia atrás un instante y comprobar que su hijo estaba bien antes de perder
el conocimiento. Por fortuna, el abuelo, cuya cabeza sangraba profusamente tras el golpe, consiguió mantener la presencia de ánimo necesaria para salir del coche por sus propios medios con Miguel de la mano y pedir ayuda. Fuera, los ocupantes de los demás vehículos discutían entre sí. El accidente había afectado a cuatro autos, pero no había más heridos graves. La ambulancia llegó enseguida a recoger al abuelo. Para entonces, Javier ya había recuperado la consciencia, y subió con su hijo a un vehículo de la Guardia Civil, que los desplazó hasta el ambulatorio de carretera en el que iban a atender a su padre. Trataron allí de cortarle la hemorragia, pero al ver que no lo lograban, el propio abuelo, que permanecía consciente y era médico, pidió que lo trasladasen a un hospital de Sevilla, donde, según les dijo, contaban con los medios apropiados. Siguieron su consejo y volvieron a subirlo en una camilla a la ambulancia. Mientras lo aupaban, alzó levemente la cabeza y le guiñó un ojo a su nieto, que lo miraba asustado desde fuera. Cerraron las puertas, el vehículo arrancó y sus luces se perdieron en la noche. ―Papá, el abuelo se va a poner bien, ¿verdad? ―Claro que sí, Miguel. Tú tranquilo. Mi padre puede con todo… Eslabones de suerte Finalmente, a pesar de la gran pérdida de sangre que había sufrido y del riesgo añadido por la dolencia cardíaca que padecía, el abuelo fue adecuadamente atendido en Sevilla y en pocos días se restableció por completo. El Ford había quedado totalmente siniestrado; sin embargo, una hilera de puntos de sutura en la cabeza y un collarín resultaron más que suficientes para remediar las lesiones de sus ocupantes. Una semana después del accidente, Javier se acercó hasta el desguace al que habían trasladado su viejo coche para recoger algunas 67
cosas. Cuando el encargado lo guió hasta el vehículo y pudo ver él las condiciones en que había quedado, sintió un escalofrío. Aquello tenía la forma de un espantoso acordeón. Abrió entonces el maletero y lo halló repleto de rocas. Se sorprendió un poco, pues con todo lo ocurrido ni se había acordado de ellas. El empleado lo miró con un gesto de extrañeza. ―Es curioso. ¿Por qué llevaba usted tantísimas piedras en el maletero? ―Veníamos de una mina… Colecciono minerales, ya sabe. El chatarrero sonrió. ―Pues sepa usted que sus piedras le han salvado la vida a quien fuese en la parte de atrás. Me ha dicho antes que era su padre, ¿no? Menuda suerte ha tenido. Mientras el empleado del desguace pronunciaba estas palabras, Javier paseó la mirada desde el asiento trasero hasta el suelo del auto, y de ahí hasta el reposacabezas de su propio asiento. Se llevó a continuación una mano al collarín, lo palpó y abrió desmesuradamente los ojos. De repente, todas las piezas de un puzle en cuya existencia no había reparado hasta ese instante cobraron forma de golpe en su mente. ¿Un mero capricho del azar? Tal vez. Pero lo cierto era que, si el hermano de Javier no hubiese insistido en instalarle aquel mismo día el reposacabezas, el latigazo le habría roto el cuello; si el aplanado maletero del Ford no hubiese ido lleno de piedras, estas no habrían podido amortiguar el golpe y el abuelo probablemente habría muerto; y si Miguel no hubiese ido jugando con un muñeco, ningún objeto se le habría escapado de las manos con el frenazo inicial, no habría tenido por tanto que agacharse a recogerlo y el impacto, al no llevar cinturón e ir en el centro del asiento trasero, habría arrojado su pequeño cuerpo directo contra el parabrisas.
Afortunadamente, gracias a un insólito cúmulo de casualidades, la realidad es que aquel día había un reposacabezas, el maletero iba lleno de piedras y Miguel llevaba un muñeco. Un muñeco que, al pulsar un botón de su mochila de juguete, repetía una y otra vez la misma frase: «Traédmelos con vida».
La bala del destino El singular caso de Henry Ziegland En 1893, el joven maderero texano Henry Ziegland, tras una violenta discusión con su esposa Catherine, la abandonó bajo el juramento de no regresar jamás. La muchacha se sintió tan desolada, y tan impotente a la hora de afrontar aquello y de explicarlo a su familia, que resolvió quitarse la vida. Cuando a la mañana siguiente el hermano de ella, ajeno a todo lo sucedido, fue a hacerles una visita y llamó a la puerta, nadie le respondió. Aguardó largo rato para ver si llegaban. Al cabo, un tanto alarmado, rompió el cristal de uno de los ventanales, introdujo la mano, retiró el pestillo y saltó al interior. No tardó en descubrir el cadáver de Catherine, desplomado en el suelo junto a la mesa de la cocina, donde pudo ver también un bote medio vacío de matarratas. Ciego de rabia, el hermano rebuscó por los cajones de toda la casa hasta dar con un revólver y luego se encaminó hacia la finca de los padres de su cuñado, donde calculó que quizá podría encontrarlo. Se topó efectivamente con Ziegland en el jardín, y, sin darle tiempo siquiera a explicarse, apretó el gatillo. Luego, al reparar en lo que había hecho, se llevó el arma a la sien y se pegó también un tiro. Él murió en el acto; su cuñado no. La bala tan solo le había rozado 69
fugazmente el rostro en su trayectoria para terminar incrustándose en un árbol del jardín. La terrible cicatriz que le quedó imborrable en la mejilla lo atestiguaba. Ziegland tardó algunos años en superar aquello, pero finalmente volvió a casarse y formó una nueva familia. Sin embargo, la historia aún no había terminado. Veinte años después, a la muerte de sus padres, el próspero maderero Henry Ziegland regresó a la aciaga finca para instalarse allí con su mujer y sus hijos. Al comprobar que la bala permanecía incrustada en el mismo lugar y ante el trágico recuerdo que aquello le inspiraba, decidió dinamitar las raíces del árbol para arrancarlo del jardín. La explosión hizo saltar el proyectil, que impactó de lleno en su cabeza provocándole una muerte instantánea. Disparada contra él en 1893, aquella bala acabó con su vida en 1913.
Del Big Bang al Big Crunch: Esperanza de vida del azar En todo el universo, el azar tuvo su nacimiento tras la gran explosión conocida como Big Bang. Se generó a partir de ese momento, como consecuencia del estallido, el llamado principio de entropía; la tendencia del universo a expandirse progresivamente evolucionando hacia un estado de creciente desorden. Significa esto que, desde el origen mismo de las cosas, todo tiende al caos. Sin embargo, dentro de ese caos, a lo largo de millones de años se han ido gestando por azar infinitas estructuras de orden; estructuras tales como la que ha dado lugar a la vida en la Tierra. Desde siempre pues, la suerte ha girado en torno a lo impredecible. En un mundo en el que todo estuviera previsto de acuerdo con
un plan dado, no cabría la suerte. Pero el hombre habita un cosmos totalmente distinto. Cada cual juega sus cartas lo mejor que puede, si bien el resultado final dependerá de lo que hagan el resto de los jugadores en el sistema, ya se trate de la capacidad humana o de las fuerzas de la naturaleza. Las cosas salen de tal manera que pueden redundar en el bienestar o en el infortunio sin que el hombre pueda preverlo ni controlarlo. Y es justamente ahí donde el factor suerte recorre un camino implacable en el dominio de los asuntos humanos, pues a menudo la vida de una persona no es más que una cadena formada por eslabones de suerte: las influencias personales de la juventud que ayudan a tomar decisiones respecto a qué carrera seguir, las contingencias que determinan el propio puesto de trabajo, los encuentros casuales que conducen al matrimonio, etcétera, constituyen así meros ejemplos de azar. Un azar que fluye por demás incrementando el desorden. Y es que la suerte y el azar no son en esencia sino una consecuencia de la flecha del tiempo originada por el principio de entropía. Bien es cierto que, hasta ahora, el tiempo ha sido una dimensión que el ser humano ha experimentado en un solo sentido. Sin embargo, los científicos se preguntan qué ocurrirá cuando el universo haya terminado de expandirse. Son muchos los que sostienen que, en algún momento, las fuerzas gravitatorias podrían llegar a contrarrestar a las fuerzas de expansión, de tal modo que el universo entre en una fase de contracción denominada Big Crunch. La gran pregunta es: ¿qué será entonces del tiempo? ¿Se invertirá? Nadie conoce la repuesta con certeza, pero, si así fuese, el azar dejaría por completo de existir, pues toda la materia emprendería poco a poco el inexorable retorno hacia su punto de origen.
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Mil trescientos trece (Comicuento)
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Según la teoría de cuerdas, las diez dimensiones que posee nuestro universo estaban al principio entrelazadas. Luego, durante el Big Bang, tres dimensiones espaciales y una dimensión temporal se desplegaron; las otras seis, en cambio, permanecieron minúsculas y enrolladas sobre sí mismas. Pero, si vivimos en un universo de dimensiones superpuestas, ¿cómo distinguimos entre fantasía y realidad? Paul Davies
L
a noche en que vas a morir, permaneces largo rato examinando las viñetas de aquel viejo cómic que dejaste inacabado a los quince años. Lo titulaste El Cazador, asesino de alquiler, y firmado quedó bajo un enérgico seudónimo al cual después te faltó carácter para regresar: «Michael Stone». Deslizas lentamente la mirada sobre los trazos a lápiz de las páginas tercera y cuarta, que nunca llegaron a ser entintadas. Al inclinar el cuello, tus gafas redondas se deslizan un poco y las ajustas al puente de la nariz con el dedo índice. A juzgar por las proporciones de su cuerpo con respecto a los de sus necios asaltantes, el tal Cazador debía de ser un tipo enorme; mucho más grande incluso que el mismísimo Hulk Hogan. Sonríes un poco al recordar el tiempo en que diste vida al personaje, siendo apenas un adolescente. Casi un niño. 81
Al cabo de unos minutos, cierras la carpeta negra con fundas transparentes donde desde siempre has conservado el original y la depositas sobre la grasienta mesa de la taberna. Exhalas un suspiro y echas la cabeza hacia atrás. Luego, rebuscas en el bolsillo de la chaqueta hasta dar con un paquete de tabaco medio aplastado. Enciendes un cigarrillo y le das un par de chupadas, dejando escapar el humo en forma de aros de cebolla. La taberna permanece en silencio. Dos pinchos de metal reposan desnudos sobre un plato aceitoso, junto al segundo o tercer whisky doble que has pedido. Nadie más queda en el oscuro y destartalado local. Nadie excepto el viejo Román, el barman, al que observas en la distancia dormido sobre la barra, con los brazos cruzados bajo la cara y un hilo de baba derramándosele desde la comisura. No es la primera vez que lo ves así. Tiene fama de calzarse una copa por cada dos que sirve. O quizá más. Te preguntas qué hora será, pero descubres que tu reloj se ha parado y que tu móvil está sin batería. Vuelves a ojear las páginas de El Cazador. Hacía mucho que no las mirabas pese a llevarlas casi siempre encima, en el maletín que tienes a los pies. Te traen un recuerdo agridulce: el de tu único talento original y el de tu fracaso. Como si a cierto nivel comprendieras que se trata del último día, pasas revista a lo que ha sido tu devenir hasta el momento. Recuerdas, lo primero, las burlas de los compañeros de colegio sobre tu aspecto escuálido, baja estatura y gafas de culo de botella. Luego, una adolescencia en solitario, encerrado casi siempre en tu habitación imaginando mundos hacia los que escapar y plasmándolos en decenas, en centenares de folios. Alguien después te diría que lo tuyo sin embargo no era imaginar, sino solo dibujar; que para idear nuevos mundos era necesario haber visto al menos este y haberle
sabido exprimir el jugo a la vida, cosa que tú no habías hecho. Por eso él se encargaría de los guiones y tú de las ilustraciones. Os fue bien durante un tiempo en el mundillo salvaje del cómic, aunque él se comportase como un déspota. Desde luego, no os faltaba el dinero. Y es la única época en que las mujeres se te acercaron sin que tuvieses que pagar explícitamente su cariño. Les bastaba con que dejases caer la tarjeta de crédito de vez en cuando. Sin embargo, tampoco así lograste retener a ninguna demasiado tiempo. Una tras otra, todas te fueron abandonando, igual que también terminó haciéndolo tu compañero. Lo hizo sin previo aviso, dejándote, como suele decirse, con una mano delante y otra detrás. Después de eso ya no hubo forma de remontar el vuelo. En ninguna parte querían a un dibujante inseguro, angustiado y moroso con los plazos. Por eso resolviste colgar los lápices y reciclarte hacia la contabilidad, una profesión donde la originalidad nunca ha tenido cabida. Trabajaste varios años en una oficina tan gris como tu gabardina y tu espíritu, donde nadie te miraba ni reconocía. Pero también allí terminaron prescindiendo de ti, quizá cuando se percataron de algo que tú mismo habías notado desde el principio: que el puesto que ocupabas no era realmente necesario para el funcionamiento de la empresa. Después de eso, una gran nada. Ahogada en alcohol, por supuesto. Y ahora, el dinero del paro se te acaba. Apenas tienes para pagar el alquiler del estudio y las copas de cada noche en la vieja taberna El 26, por mucho que Román te fíe unas cuantas. Das un largo trago al vaso de whisky, una chupada a la colilla y deslizas lánguidamente la mirada por la superficie de la mesa hasta detenerla sobre una multiplicidad de cercos entrelazados que te recuerdan al emblema de las olimpiadas. Estoy hecho un campeón, piensas. Has bebido demasiado. 83
No tardas en regresar a las páginas de El Cazador; llevas toda la noche volviendo a ellas. Es probablemente lo mejor que has dibujado nunca, y no lo hiciste a las órdenes de nadie. De hecho, siempre has pensado que es muy difícil insuflar vida y carisma a personajes ideados por otros, pero al parecer no servías para inventar historias. Esta fue la única que empezaste por ti mismo. Si bien nunca te has sentido capaz de continuarla. El Cazador, colosal cíclope de melena grisácea, lleva más de treinta años congelado frente a la puerta del 1313 sin decidirse a entrar. Al fin y al cabo, te dices, algo sí que tenéis en común: ninguno de los dos llegó a saber nunca qué había al otro lado; ninguno supo quién diablos iba a ser su víctima. Algo te saca de golpe del ensimismamiento: se abre la puerta con violencia y un grupo de tipos con muy mala pinta irrumpe en la taberna. Casi todos son negros o latinos, y el que parece mandar sobre los otros lleva una capucha que lo asemeja un poco al maleante que intentaba robarle el dinero y la gabardina al Cazador. O quizá son imaginaciones tuyas. De hecho, estás tan bebido que ni siquiera eres capaz de contar cuántos tipos han entrado. Podrían ser tres o podrían ser seis. Lo único seguro es que no traen buenas intenciones. Desde tu asiento, situado al fondo del local, ves cómo despiertan a Román con muy malos modos. Parece que de momento no te han visto. Te agachas haciendo el menor ruido posible y te deslizas bajo la mesa, donde apagas el cigarrillo aplastando la colilla contra el suelo. Desde allí observas que el encapuchado acaba de sacar algo oscuro de la cazadora y que está apuntando al barman. Parece una pistola, aunque no podrías asegurarlo. Con tanto jaleo no se entiende nada de lo que dicen. Ves a Román con las manos en alto y cara de aturdimiento. Todavía le brilla cerca del mentón la saliva de cuando
dormía. Luego camina hacia la caja registradora, vacía su escaso contenido y se lo tiende a los asaltantes. Es, tal como temías, un atraco, pero el barman les ha ocultado tu presencia. Otro negro cuenta el dinero mientras el de la capucha sigue apuntándole. Al terminar, el negro asiente con la cabeza dando su visto bueno. Todo parece indicar ahora que están a punto de marcharse; pero no, no es cierto: cuando la mayoría dirige sus pasos hacia la puerta para salir, uno de ellos se queda clavado, con la mirada fija en dirección a tu mesa. Les dice algo a los otros y se hace un silencio. Te repites a ti mismo que es imposible que te haya visto, pues tu rincón está muy oscuro y una silla impide atisbar el espacio bajo el tablero. Sin embargo, la realidad es que el tipo en cuestión camina directo hacia donde estás. Sus pantorrillas se detienen a escasos treinta centímetros de tu cuerpo. Lo oyes entonces recoger algo de la mesa y lo entiendes todo. ―¡Mira esto, hermano! ―le grita al negro de la capucha―. Alguien se ha dejado aquí una especie de cómic a medio dibujar. Sale un macarra que se parece a ti. El encapuchado pasa el arma a otro de sus compinches para que siga apuntando a Román y se aproxima. ―¡La hostia, es verdad! Y no está nada mal el tebeo. A lo mejor hasta nos dan algo por él y todo. Desde tu posición bajo la mesa, te preguntas si vas a dejar que se lo lleven impunemente. Piensas que quizá, si consiguieses reunir el valor necesario, podrías alzar de golpe el tablero con los brazos y estrellárselo contra la cara a los dos rufianes, ahora que están distraídos mirando el cómic. Luego, aprovechando el fragor de la confusión y con el cabecilla de la banda fuera de combate, tal vez pudieses alcanzar al tipo que tiene la pistola y arrebatársela de un manotazo. Con 85
suerte, no dispondrían de más armas de fuego y lograrías hacerte con el control de la situación, obligándolos a devolver el dinero a la caja registradora y a dejar el cómic quietecito en su sitio, mientras Román telefonea a la policía. Te convertirías seguro en el héroe del barrio, tal como siempre has soñado, y todos te respetarían. Por desgracia, antes de que puedas decidirte, unas alarmantes palabras interrumpen tus cavilaciones: ―Es un poco raro, ¿no te parece? ¿Por qué iban a dejarse olvidado aquí algo tan valioso? A menos que… Se hace un corto y tenso silencio. Luego, escuchas de improviso un estrépito de cristales rotos, como si hubieran arrojado un vaso contra la pared. Sueltas un pequeño grito y haces vibrar la mesa con el sobresalto. Ya no hay nada que hacer. ―¿Pero qué tenemos aquí? ―El tipo que vio primero el cómic tantea con el brazo bajo la mesa y te saca de un tirón jalándote por el cuello de la camisa―. Anda, si es una especie de topo esmirriado. Te habías escondido, ¿eh, cagón? Te estampa de un empujón contra el muro y oyes el ruido de su navaja automática al hacer saltar la cuchilla. A continuación, la ves brillar en su mano derecha. Te la acerca a la garganta lentamente mientras te mantiene inmovilizado con el antebrazo izquierdo apretado en el pecho. El negro encapuchado contempla la escena con indiferencia, tal que si aquello fuera algo usual para él. Comprendes lo que está a punto de suceder, pero no eres capaz de articular palabra ni de mover un solo músculo. Más bien te ocurre lo contrario y te orinas un poco encima. Escuchas las palabras como venidas de muy lejos: ―Me lo cargo, ¿no? Le abro la yugular de un tajo y que se desangre.
Luego se hace un largo silencio. La respuesta del jefe tarda tanto en llegar que piensas que el tiempo se ha congelado en tu agonía. Finalmente oyes su voz: ―Venga, anda, deja en paz a ese desgraciado. Ya lo has asustado bastante. Quítale lo que lleve encima y nos largamos. Después de unos segundos, el criminal te suelta, aunque continúas clavado en la pared mientras te registran. Tu reloj y tu móvil son tan baratos que ni echan cuenta de ellos. Únicamente te cogen la cartera y, por supuesto, el cómic de El Cazador. No se percatan de tu maletín bajo la mesa, pero, aunque lo hubiesen visto, solo habrían hallado en él los restos de tu bocadillo del almuerzo y algunos bolígrafos medio gastados. Está claro que no puedes dar más pena; espera, sí que puedes: antes de marcharse, el que te vio primero te quita las gafas, las deja caer al suelo y les arrea un pisotón. Se hacen añicos bajo la suela de su bota. ―Para esconderte bajo tierra no las necesitarás, cagón ―te dice―. Los topos son casi ciegos y se apañan la mar de bien. Luego, la banda al completo desaparece por la puerta de la taberna. Sus voces y sus risas se van diluyendo en la oscuridad de la noche conforme se alejan sus pasos. Solo cuando ya no puedes oírlos te atreves a despegar el cuerpo de la pared y caminas hacia Román, que está descolgando el auricular del teléfono para llamar a la policía. ―Gracias por ocultarles que yo estaba aquí… ―le dices―. La culpa de que me descubrieran ha sido solo mía, por olvidar la carpeta sobre la mesa. ―Ni siquiera me acordaba de que estabas ―te responde, encogiéndose de hombros. Se inclina sobre el aparato y marca el 091. ―Ya, bueno… ―No sabes muy bien qué decir ahora―. Menuda banda, ¿eh? Unos tipos peligrosos, los negros esos. 87
―¿Negros? ―murmura sin mirarte mientras espera a que cojan el teléfono en comisaría. Después, alguien le responde por la otra línea y dedica unos minutos a denunciar el atraco. Tú, mientras tanto, das vueltas por el bar con los nervios aún bastante crispados. De vez en cuando tropiezas con alguna silla. Lo cierto es que te preocupa que te hayan roto las gafas, pues de momento no estás como para pagarte unas nuevas y las necesitas. Por otro lado, aunque no llevabas más que unas pocas monedas en la cartera, tendrás que anular las tarjetas y renovar toda la documentación. ¡Menuda jugada te han hecho! De todos modos, lo que más vas a echar en falta es tu viejo cómic. Ahora ya es definitivo lo de que nunca podrás terminarlo ―ciertamente, tampoco es probable que lo hubieses retomado aunque lo conservaras, pero te gustaba fantasear con la idea―. Cuando Román termina de hablar con la policía, suelta un suspiro y se apoya en la barra. Parece que va a decirte algo: ―Joder, menudo follón. Si es que yo no debería abrir hasta tan tarde. ―¿Y por qué lo haces? ―Creo me entenderás si te confieso que no suelo tener lo que se dice muchas ganas de volver a casa. ―Ya. ―Desde luego, una cosa sí que tengo clara: no ha sido buena idea lo de cambiarle el nombre a la taberna. La gente lleva razón. El trece trae mal fario. Al escuchar las palabras de Román, te asustas mucho de repente. ―¿Cómo que cambiarle el nombre? ¿Le has cambiado el nombre al bar? ¿Ya no se llama taberna El 26?
―¿Es que no has visto el nuevo letrero? Han venido a ponerlo esta tarde. Con una inquietante sospecha, sales un momento fuera para comprobar lo que Román te indica. Una espesa niebla se ha levantado por toda la calle en cuestión de pocos minutos. Apenas has traspasado el dintel, das media vuelta y miras hacia arriba, entrecerrando tus ojos de miope por si el rótulo es pequeño. Pero no lo es. El nombre está impecablemente escrito en grandes caracteres negros: «Café-bar 1313». Entras de nuevo en el local a trompicones y corres hacia la mesa del fondo para recoger tu gabardina y tu maletín. Le dices a Román que te marchas ya. Él no entiende lo que pasa e insiste en que te quedes para prestar declaración. Te asegura que un policía debe de estar a punto de llegar, que lo han enviado hacia la taberna. Pero tú solo quieres volver a casa cuanto antes. Sabes que tienes que abandonar el lugar lo más rápidamente posible, o será demasiado tarde. De hecho, quizá lo es ya: apenas has terminado de abrocharte la gabardina cuando se abre de nuevo con un leve chirrido la puerta del 1313. Sobre la bruma de la calle, bajo la vacilante luz de las farolas, se recorta la negra silueta de un individuo de envergadura y talla formidables. Sin tus gafas apenas puedes entrever formas definidas, pero crees distinguir bien el sombrero y el largo cabello ondulado cayéndole sobre los hombros. Incluso tienes la sensación, por la postura de sus brazos, de que los dedos le están goteando. El corazón te da un vuelco y se te aflojan las rodillas. Aun así, esta vez logras sacar fuerzas de flaqueza: haces acopio de todo tu coraje, aprietas los puños, respiras hondo y sales disparado hacia el hueco de la puerta. Pasas junto al gigante tan aprisa que no le da tiempo a reaccionar. Sabes que ha intentado atraparte, pero lo has esquivado con éxito. 89
Una vez en la calle, tomada por la niebla, sigues corriendo a toda velocidad pese a que apenas ves por dónde andas. Es como si tus pies no rozasen el suelo; como si volaras. Sabes que es cosa de la adrenalina. Y esperas que no te falle, porque también eres consciente de que el asesino te debe de estar siguiendo. ¡Tu propia criatura! ¡Eras tú quien había de ser su víctima! Te metes por un callejón y vislumbras desperdigados unos bultos oscuros que al principio te parecen indigentes durmiendo entre cartones, pero enseguida comprendes que se trata de los cuerpos ensangrentados de los miembros de la banda callejera. Incluso ves la carpeta oscura tirada en el pavimento junto a uno de ellos, si bien ya no te apetece volver a mirar su contenido nunca más. Sigues corriendo sin detenerte un segundo. Presientes que te está alcanzando; casi puedes sentir su respiración a tus espaldas. Sales por fin del siniestro callejón, bajas de la acera sin mirar e inmediatamente te atropella un coche. Notas el peso de los neumáticos destrozándote las costillas y los órganos del tórax. Entre estertores, distingues luego la incierta silueta del vehículo, que se aleja y va fundiéndose con la niebla hasta desaparecer.