Mi media galleta

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Mi media galleta Óscar Soria

Ediciones En Huida Colección #Inicios -2-



Mi media galleta Ă“scar Soria



Capítulo 1 Muleta viene de amuleto Hace muchos años

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urante una madrugada, siendo yo un retoño, me despertó una voz desconocida desde el piso de abajo. Hablaba con mi madre. Era una de esas voces contundentes. Llenas de vitalidad. Daba la sensación de que, quien estaba hablando, estaba sonriendo. ―... no, no, la vida de un niño nunca es tan solitaria. Es más solitaria la vida de los que miran raro al niño. Pasa como con los locos. Me da pena ver como gente que podría ser muy feliz, no da rienda suelta a su niñura solo para que el vecino no esté incómodo, je, je. ¿Te he contado alguna vez lo de ese carpintero de la Periferia que...? Mi madre le chistó para que bajara la voz, y dijo algo que no pude escuchar. ―¿Tu niño? ―Se rió la voz desconocida―. No te preocupes por él. Dijo algo mi madre y la voz respondió seria. 7


― No. Ni se te ocurra decirle nada. Solo espera. ―Volvió a sonreír―. Le queda mucho que sufrir, pero tú ni caso. Te aseguro que llegará el momento en que él mismo encuentre su locura. Confía en él y no le atosigues. Mi madre empezó a llorar, balbuceó y finalmente creo que preguntó algo. ―Pues lo sé, y punto. Se lo vi en los ojos al nacer. No te preocupes ni un hilo. Llegado el día, él mismo se dará cuenta y vendrá. Estoy seguro de que vendrá. ―Hubo una pausa, en la que solo podía oír mi propia respiración, el crujir de la madera y los gemidos de mi madre―. Venga, venga, hija. Deja de llorar. Anda ven, dame un abrazo. Fue lo último que escuché. A la mañana siguiente, mi madre estaba tan normal y sonriente como siempre, y yo ni me acordaba de la noche anterior. Como si hubiera sido un sueño. Aunque, realmente, todo empezó para mí con una pesadilla que tuve tres o cuatro días antes. Porque ya antes de despertarme, supe que algo se había roto dentro de mí.

A lo largo de mi infancia, cuatro han sido los que yo llamo Grandes Momentos, que han dado giros a mi vida. El primero fue esa noche. Soñé que estaba corriendo junto al río Dispensador, y que al pasar bajo el último puente de los pescadores, mi cuerpo empezaba a endurecerse hasta que me convertí en una piedra gris y redonda. Me aterraba estar encerrado dentro de una piedra. Entonces llegaba un viejo, me cogía y me lanzaba con


fuerza hacia el río haciendo ranitas. Al despertar en mi habitación de madera, estaba demasiado irritado por la mala noche como para bajar a La Galleta Dorada ―la panadería de mi familia, donde yo trabajaba―, pero aun así, me incorporé y me toqué las piernas: flacas, blandas, un poco doloridas, pero sobre todo, no de piedra. Moví los dedos de los pies. Al salir de la cama sentí las plantas entumecidas, como si el gran horno nuevo que había bajo mi cuarto estuviera derritiendo el suelo como mantequilla. Recuerdo que pensar eso me hizo notar que, a pesar de mi mal sabor de boca, tenía hambre. Hambre de galletas: mi comida favorita en esta vida. La habitación estaba en penumbra a causa de la cortina bajada, pero el brillo suave que salía de los bordes parecía indicar que el sol se había despertado hacía un rato. Me froté los ojos mientras suspiraba, ignorando los recuerdos de mi pesadilla. Miré hacia la puerta de mi habitación, entreabierta, y escuché el ajetreo de abajo. «¡Hoy tenía que ir antes a preparar masilla!», me alarmé, extrañado de que mi madre no hubiera subido ya a sacarme de la cama con un vaso de agua. Me levanté de un salto y avancé cojeando hacia el pequeño escritorio de madera que había junto a la ventana. Pero en cuanto di el segundo paso sentí un fuerte dolor en el tobillo izquierdo. Solté un gemido y caí de costado. Inmediatamente me empecé a tirar con fuerza de los lóbulos de las orejas. Era un truquillo que me enseñó mi primer y actual médico: el doctor Leonardo de Tena. 9


―Mira, Raxo, cada vez que te duelan las piernas ―me decía―, tírate fuerte de las orejas, y respira despacio y profundo. Cada vez que lo hacía mi madre y mis hermanos se partían de risa. Pero como a mí realmente me servía para aliviar el dolor que tenía en las piernas todo el tiempo, por eso ahora tengo las orejas hasta los hombros. Lo siento, era broma. No tengo intención de que esta sea una historia empalagosa ni sobre la que haya que sentir compasión, tristeza o lo que sea. Simplemente es eso... una historia. Así que, pido que me disculpéis si alguna vez pierdo el norte. A todos nos pasa a veces, ¿no? Realmente, mi aspecto, al menos de cintura para arriba, era el de un niño normal; de hecho tengo las orejas pequeñas, o al menos lo parecían en comparación con la mata de pelo rubio y rizado que me cubría la cabeza, y mis ojos grandes y azules. Sin embargo, mis orejas parecían grandes si se comparaban con mi cuerpo, hasta los huesos, de esa época, con unos once veranos de edad. Efecto que se realzaba con mi manía, durante años, de llevar la ropa vieja de mi padre. Y como desde que tengo consciencia sabía que ese día iba a llegar, no intenté levantarme. ―Escúchame, niño, llegará un día cuando el nicio se haya extendido demasiado, que no podrás levantarte y andar por ti mismo ―me dijo varias veces el doctor Leo.


Llevaban tanto tiempo diciéndome eso... que cada vez que de niño me tropezaba, o me veía algún médico, yo ya me limitaba a encoger los hombros y responder: ―Ya, me da igual. Y él me miraba horrorizado. Pero mi madre, no sabía por qué, sonreía. ―¡Raxo, necesito que adornes unos pasteles aquí abajo!, ¡Raxo! ¡Baja ya! ―Los cariñosos bramidos de mi madre hicieron que se me soltara un nudo por dentro y rompiese a llorar como un bebé. Intenté levantarme para quedarme al menos sentado, pero en cuanto levanté la cabeza me mareé y me quedé tumbado en el suelo. No me malinterpretéis, de verdad que no me importaba lo de las piernas. Es solo que, ¿a quién, incluso de mayor, no se le ha soltado el sentimiento solo con ver a su madre alguna vez? Al poco rato entró en mi cuarto a trompicones. Llevaba el delantal de trabajo puesto. Traía el cejo fruncido y una jarra de agua en la mano. Pero al verme, el recipiente se le cayó al suelo. ―¡Raxo! ―Corrió hasta mi lado y me apartó las manos de las orejas, ya coloradas como sandías. ―M… mamá. ―Inspiré fuerte para sorber los mocos. Sentí un dulce alivio cuando me puso una cálida mano suavemente sobre las rodillas. Pero en su cara había más gravedad que cuando se nos incendió la panadería. ―Tranquilo, cariño. ―Me abrazó y me calmé―. ¡Miro!, baja y dile a Luar que cierre la tienda, y que vaya a buscar al doctor Leo. 11


Mi hermano pequeño, Miro, que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba allí, salió corriendo a cumplir sus tareas mientras mi madre me levantó casi en vilo y me tumbó en la cama. Ella tenía ya unos cuarenta veranos, pero la energía de un niño. Se sentó a mi lado y me abrazó otra vez. Su olor a masilla y galletas me relajaba. Cuando llegó mi hermano Miro, que era como yo pero seis años más joven, se subió corriendo y se unió al abrazo, acariciándome la cabeza. Sentí frío cuando se despegaron de mí, sobre todo para ver que detrás de ellos estaba el doctor Leo. Un hombre alto, bien alimentado, feo, bonachón y excesivamente supersticioso. Se me quedó mirando un rato desde los pies de la cama y, antes de acercarse, se puso una mascarilla en la boca y se echó unos polvos por encima. ―Has aguantado bien, niño ―me dijo con su voz ronca mientras me untaba un maloliente ungüento en las piernas―. Pero es lo que me temía. El nicio se ha metido en los huesos de tus piernas y ha empezado a alimentarse de ellos. Necesitarás bastones para andar, y tomar todo tipo de precauciones y cuidados. Además de mucho, mucho reposo. Asentí despacio y entonces mi madre se acercó a preguntarle al doctor qué me pasaba. Él le explicó que, efectivamente, yo debía tener un buen espíritu y por eso había atraído a los demonios del nicio incurable. No tuvo que decir más. El nicio era bien conocido en Ágala. Cada generación había una o dos personas que lo padecían. Y como la gente de la ciudad era también muy supersticiosa, trataban a los enfermos de nicio como si fuesen colmenas de abejas: no los tocaban ni con un palo. 12


―Volveré mañana con un bastón nuevo, y os daré más indicaciones. ―Volvió a mirarme como si viera los espíritus malignos dentro de mí―. No os cobraré nada por esto, sería inhumano. ―Dirigiéndose a mi madre, dijo con gravedad―: Sois su familia y eso os protege más que a los demás. Aun así, os recomiendo no acercaros mucho a él. Hasta mañana. Os traeré Arena Pura para proteger también vuestros huesos. El doctor recogió su maletín, saludó con una inclinación de cabeza a todos y se marchó con paso ligero. Mi madre corrió hacia mí, me cogió la cara entre sus manos y me obligó a mirarla a los ojos. ―Tranquilo, mi vida, no importa lo que diga el doctor Leo... encontraremos la forma de que te cures. No nos vamos a rendir, ¿me lo prometes? Yo asentí, pero solo por complacer a mi madre. Y así, con una incansable cabezonería, mi madre se dejó los nervios trabajando, vendió sus objetos de valor, incluidos los pinceles de su madre. Recuerdo ese día, porque parecía que hasta el aire en el mundo se entristeció. Suplicó favores y se gastó los ahorros de toda una vida de faena en llamar a todos los médicos de cada parte de Ágala; cada uno vino a mi casa con diferentes caras y ofreció remedios muy distintos: desde extrañas medicinas de dudosa validez, como escamas de pescado u orina de vaca; hasta dietas a base de patatas y ajo, pasando por simples baños de agua fría en el río Dispensador una vez al día. Pero todos coincidían en algo: se trataba del nicio incurable. 13


Al cabo de unas cuatro primaveras ya todo el mundo en Ágala conocía de mi existencia, y durante una temporada el negocio estuvo al borde de la ruina. El último médico que fuimos a ver, un hombre que vivía solo junto al río, ni siquiera nos abrió la puerta más que unos centímetros. ―Déjalo ya, pobre mujer. ―Su voz sonaba compasiva―. Mira a tu hijo a los ojos, ni siquiera él quiere curarse. No existe persona alguna en toda Ágala que pueda eliminar el nicio. Y si la hubiera, nadie puede curar a alguien que no quiere curarse. Mi madre abrió mucho los ojos y me recolocó sobre su espalda. ―¿Eso quiere decir que fuera de Ágala podrán curarlo? ― Amplió su sonrisa―. ¿Conoces a alguien fuera de Ágala que...? El anciano médico dio un saltito y nos cerró la puerta en la cara. No era para menos, pues salir de Ágala estaba considerado como la mayor de las locuras. Casi prohibido. Según algunos ancianos, fuera de Ágala solo había peligros, sufrimiento y demonios. Si te ibas, no volvías. Y si conseguías volver, tendrías que soportar el absoluto rechazo de la gente. Pues esa persona traía la mala suerte con ella. Aun así, cuando mi madre volvió a dejarme sobre mi camastro, me miró con mucha fuerza en el rostro, y duda en la mirada. ―Raxo, ¿es verdad lo que ha dicho este hombre? ¿No quieres curarte? ―Me acarició el pelo―. Yo estoy dispuesta a dejar La Galleta Dorada y salir de Ágala para buscar alguien que pueda con el nicio, pero necesito que pongas de tu parte.

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Me sorprendió su atrevimiento diciendo eso. Pero yo lo tenía claro: solo acompañaba a mi madre porque estaba tan apático que ni siquiera tenía ganas de negarme. Lo único que quería era que me dejaran solo y tranquilo. Sin más movimiento y sin más dolor. ―No me importa, mamá, de verdad ―le dije―. Ya estoy acostumbrado. ―Pero no eres feliz. ―Bueno. ―Sonreí―. Seré feliz si tú quieres. Desde aquella vez, mi madre ya no me miró igual, y dejó de buscar ayuda. Pero no se rindió, solo empezó a luchar de otra forma. Empezó a dejar de cuidarme tanto, y me obligaba a hacer cosas por mí mismo. Además de trabajar en La Galleta, mi madre intentaba enseñarme sus artimañas de maestra del oficio para hacer pan y preparar galletas. Tres días a la semana venía a casa Tirso Lozano, un profesor particular para educarme en algunas materias básicas como historia, lengua y matemáticas. Y una vez al mes me visitaba el doctor Leo y, siempre desde una distancia prudencial, me mostraba algunos truquillos de su profesión. Al poco tiempo ya me quedé más canijo que una sardina, me costaba respirar y con cualquier sobresfuerzo me mareaba. Dejé de hablar, y mis tareas se redujeron a decorar los pasteles y hacer las cuentas. Yo me enfadaba en secreto porque mi madre me obligase a trabajar. Pero en el fondo todo me importaba tan poco, que no rechistaba. Pues para mí no había ningún problema: tenía claro que el resto de mi vida lo pasaría encerrado en esa burbuja de indiferencia.

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El segundo Gran Momento que marcó mi vida fue un sencillo acto de generosidad. Tan sencillo, que no me di cuenta hasta muchos años después de que, realmente, cambiaría el curso de mi historia. Un día, un carpintero del barrio dejó en mi puerta, por la noche, unos bastones especiales que, según él, eran de su invención. Los llamó muletas. Según la nota que dejó, el nombre provenía de ‘amuleto’ y aseguraba que me traerían suerte. Mi madre buscó al carpintero durante días para agradecérselo. Pero nunca lo encontró.

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Capítulo 2 Mi primera mentira

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a gran ciudad de Ágala. Conocida como la Ciudad Perfecta, especialmente por los agaleños. Un lugar bonito para vivir tranquilamente. Tan enorme que ya es difícil conocerla entera aunque vivas allí cien años, y tan variada y dinámica que los sentidos nunca se aburren: está decorada con arroyos y plazas de esculturas en el centro; hileras de árboles ornamentan las calles con majestuosidad y los pequeños inmuebles se distribuyen con una elegante simetría por el vasto terreno llano. Aquí se encuentran montes, río, bosques y acogedoras casuchas de madera y piedra. Sin embargo, es una ciudad bastante cerrada. El motivo no es otro que algunas ancestrales supersticiones que la mayoría de gente mantiene y en las que cree firmemente. Claro ejemplo es el doctor Leo. No venían muchos visitantes de otros sitios y prácticamente no había nadie que saliera de la ciudad. Esta idea de marcharse ni siquiera tenía lugar dentro de sus esquemas mentales, y el hecho de mencionarlo les hacía poner cara de estar masticando arena. 17


Durante años, manifestar el deseo de salir de Ágala era peor que declarar tu intención de suicidarte. A este pesar, había algunos insensatos que sí que se iban. Algunos volvían, muy cambiados, y al manifestar que eran antiguos habitantes de la ciudad los guardias le dejaban entrar por ley. Pero a partir de ese momento, se convertían en auténticos marginados, pues traían con ellos la desgracia de su viaje por el exterior. La gente los llamaba los Sindescalzos. Al parecer, porque el primer Sindescalzo del que se tiene constancia fue un señor que llegó a las puertas de Ágala con la única vestimenta de dos trapos deshilachados. Los cuales llevaba envueltos en los pies. Imaginaos el escándalo. Los Sindescalzos llegaban tan cambiados que ya nunca más volvían a ser agaleños. Eran unos Sindescalzos. En realidad, no era extraño que la gente no pensara demasiado en salir, pues era cierto que en Ágala, en alguna de sus tres partes: la Periferia, el Centro o el monte Corona, podías encontrar prácticamente todo lo que necesitases para una vida cómoda. El único inconveniente, o al menos para mí lo era, es que casi no existía comunicación entre la Periferia y el Centro, con el monte Corona. Debido, principalmente, al aislamiento por lejanía y el sinuoso sendero que conduce al Corona. Para entenderlo mejor: si vas solo y sin equipaje, hay que subir durante un día entero la empinada montaña por caminos rocosos para llegar a la cima del monte, donde está el monasterio Alírdeo, que es donde viven los monjes de Ágala. Tan solo había una ocasión, normalmente en los calores de agosto, en que las tres partes se reunían masivamente: los Días de 18


Mercado. Los monjes preparaban un robusto viaje a la plaza Central. Llegaban en caravana con sus atuendos extraños, sonrisas tímidas, andares ligeros e inclinaciones de cabeza. Eran los primeros en montar su mercado y todo el mundo iba para comerciar y trapichear con sus inciensos, productos exóticos, piezas de arte, medicinas y gastronomía. Eran las mayores fiestas del año y el ambiente se volvía mágico por unos días. También era la perfecta ocasión para que los raterillos pusieran en buena práctica sus desdeñosas artes de deslizarse como sombras furtivas entre las multitudes, y extirpasen con una delicada caricia los bultos tintineantes de los comerciantes. Y tras días varios, cuando las gentes de negocios se quedaban sin nada con lo que comerciar, el mercadillo empezaba a dispersarse, dejando tras de sí un aire silencioso y nostálgico en el Centro. Para mí, sin embargo, era una alegría que se fueran. El ajetreo y calor de esos días eran tan molestos como una astilla clavada en la planta del pie. Nuestra pastelería, La Galleta Dorada, está en la Acacia, que es la calle principal donde se celebran los Días de Mercado y siempre se llenaba de gente que quería comprar nuestras famosas galletas, panes y pasteles; los más sabrosos y duraderos de Ágala. Por lo tanto, yo tenía que trabajar mucho más, y el dolor de mis piernas empeoraba mientras todos los demás entraban y salían de la tienda como si lo mal que yo lo pasaba no les importase en absoluto. Como si incluso les hiciese más felices verme, porque se daban cuenta de lo afortunados que eran. ¿Es que estaban ciegos? ¿O solo se mostraban tan felices para fastidiarme? No lo soportaba. 19


Mi madre, sin embargo, sí que se ponía muy contenta esos días porque las ventas eran mucho mejor y hacía trueques con adornos e infusiones tradicionales del monasterio, que le encantaban. Luar la ayudaba con los clientes en la tienda, demostrando unas grandes dotes carismáticas y convirtiéndose en un buen futuro sucesor del negocio, asumiendo mi puesto que nunca fue mío. Durante aquellos Días de Mercado, mi madre me puso a trabajar casi todo el tiempo en la trastienda con mi hermano Miro. Sentado en una cómoda silla frente a una amplia mesa en la que adornaba, dibujaba en los pasteles y los envolvía. Mi hermano se encargaba de traerme todo lo que necesitase y de llevar lo que estuviese listo a la tienda. Me gustaba estar allí. Tranquilo, aislado y comiendo todas las galletas que quisiera. Pero, a decir verdad, también me gustaba mirar de vez en cuando hacia la tienda, y ver todas esas caras desconocidas que compraban los pasteles que yo preparaba. El tercer día, cuando ya tenía los estantes llenos, mi madre me insistió para que me pusiera a un lado del mostrador a cobrar y hacer las cuentas. Pues en los números, era el mejor de la casa. ―Hazme el favor cariño, te irá bien tener contacto con otra gente ―me dijo, con una sonrisa―. Y no tengas miedo de mirarlos a los ojos. Así verán que solo eres un niño normal, lleno de pájaros por dentro deseando salir a volar. Fue un desastre. Era muy difícil mirar a la gente a los ojos. Muchos sabían de mí y me miraban con lástima e incluso miedo, pero al menos no decían nada. Incluso me sonreían. Pero, aquel día, 20


perdimos muchos clientes. Hasta que uno de ellos llamó al alguacil alegando que estábamos vendiendo galletas malditas. Antes de que mi madre montase un numerito, volví yo solo a la trastienda. Lo peor para mí era ver a los monjes jóvenes. Tenían mucha vitalidad y andaban como si dieran saltitos, y sus sotanas eran brillantes y sus sonrisas blancas y sus ojos tenían tanta comprensión que me acababa realmente comprimiendo. «Qué idiotas... », pensaba desde lo profundo de mi quizás un tanto forzada apatía. Mi madre siempre me decía que yo solía ser así de inquieto. Que daba volteretas desde las rocas al río, me subía en árboles y daba saltos en la cama. Me decía que tenía algunos amigos cuando vivíamos en la Periferia. Especialmente una chica de mi edad con la que, según mi madre, nos íbamos de merienda al río. No sé cuántos años tendría, pero yo no me acordaba de nada. Esos eran... tiempos. Y entonces, al final de la tarde del quinto día de mercado, tras la dura jornada de trabajo, llegó el tercer Gran Momento de mi vida. Mi madre estaba arriba, en la casa, bañando a mis hermanos y preparando algo de cenar mientras yo contaba todo lo recaudado durante el día, y me limitaba a entregar algunos paquetes reservados para clientes rezagados (esta vez, con las piernas bien escondidas bajo el mostrador). Estaba dándole un bocado a una enorme galleta cuando entró con ímpetu. Potente y luminosa como un rayo que atraviesa un árbol partiéndolo por la mitad. Me quedé congelado. 21


No terminaba de reconocerla, pero el corazón me palpitó de una forma extraña al verla. Andaba con una sutileza y una relajación propias de una ardilla del bosque, y su largo cabello recogido en una trenza dorada ondulaba por su espalda a cada paso. Tenía la piel tan blanca que parecía que desprendía luz, y sus labios eran tan rosados e intensos como el fuego de un volcán. Llevaba una bonita y llamativa sotana de monje, con flores moradas y amarillas bordadas por todos lados con pequeñitas incrustaciones brillantes, verdes y azules, en los bordes, algo ajustada para su estatura, y que resaltaba muy ligeramente sus formas femeninas que ya habían empezado a formarse. Me sorprendió que llevara esa sotana tan bonita y detallada, típica de los monjes del monasterio Alírdeo, pues no había apenas mujeres en él. «Lo habrá comprado en el mercado», pensé en mi eterna inocencia. ―¡Hola! ¿Hay alguien? ¿Aún está abierto? ―Como yo estaba medio oculto y paralizado en un rincón, no vio a nadie nada más entrar. Y de pronto me vinieron los recuerdos de cuando aún podía caminar. La conocí la primera vez que fui al mercado con mi madre, siendo yo un niño. En cuanto llegamos a la plaza me escapé de la mano de mi madre y me escabullí entre la muchedumbre, fascinado por tanta variedad de colores. Hasta que alguien me rozó sin querer al pasar, me fallaron las rodillas y caí al suelo. Empecé a llorar, y cuando levanté la vista para buscar a mi madre, fue a ella a quien vi, sonriéndome, y tendiéndome una mano. Justo como ella 22


haría un momento más tarde, en cuanto me viera. Mientras tanto, lo observaba todo con ojos muy grandes, y a cada paso que daba hacia el interior más nervioso me ponía. Pero, por primera vez en mi vida, tenía una cosa absolutamente clara: tenía que esconderle mi enfermedad a cualquier coste.

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Capítulo 3 Nuestras galletas preferidas

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n un acto reflejo tiré mis muletas, que estaban apoyadas sobre la barra, al suelo. Me levanté del taburete e hice un gran esfuerzo por mantenerme en pie apoyando los codos en la barra. El estrépito atrajo inmediatamente su atención. ―¡Hola! ―Sonrió y avanzó hacia mí extendiendo una mano como para que se la estrechase―. ¿Qué tal? El ímpetu con que se acercó y su repentina cercanía hicieron que los engranajes de mi inteligencia y mi corazón se bloquearan de pronto. Algo afilado como un cristal se había roto dentro de mí por culpa de esa sonrisa y esos ojos en los que de pronto me veía reflejado como lo que realmente era: un niño tullido con arena en las venas. Ella volvió a agitar su mano frente a mi cara, que se había encendido como las brasas del horno del pan. Sin darme cuenta, me encogí y bajé la vista al puñado de monedas como si las contara. Y como tenía los codos fijos al mostrador para no caerme, solo pude 25


contentarme con moverlas un poco con los dedos para disimular. Pero ella no se rindió tan fácilmente. ―¡Venga, hombre! Salúdame. Mi padre dice que siempre hay que empezar una relación con un buen apretón de manos y mirando a la persona a los ojos. Sobre todo, si es con alguien que te va a dar de comer. Levanté la vista y, tal vez por casualidad, me fallaron las piernas tirando por el camino uno de los paquetes reservados que había en la barra. Me recompuse lo más rápidamente que pude, colorado como un tomate por el esfuerzo y el dolor. Ella soltó una risita. No quiero ni pensar en la imagen que debía ofrecer. ―¿Estás bien? Carraspeé cuatro o cinco veces antes de hablar. ―Sí, sí... es que acabamos de limpiar y resbala un poco aquí abajo, disculpe usted. ―Intenté sonreír con seguridad, incluso galantería, pero con el esfuerzo que estaba haciendo para mantenerme solo me salió una mueca que causa vergüenza describir. Ella seguía con la palma extendida hacia mí. Yo no me atrevía a levantar un brazo del mostrador por temor a caerme estrepitosamente, así que me contenté con abrir una palma hacia ella sin levantar el codo. Ella me miró un poco extrañada, fijándose en mi posición un tanto incómoda con una ceja levantada como si fuera la cuerda tensa de un infernal arco cargado; pero me devolvió la sonrisa, y se acercó a estrecharme la sudorosa mano.

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«Ya está claro... no me recuerda... mejor». ―Me han dicho que aquí venden unas galletas deliciosas. ―Su voz era infantil, suave y segura. Volví a carraspear un poco y respondí rezando por que la mía sonara lo más firme posible. ―Pues le han dicho a usted bien, señorita. Aquí en La Galleta Dorada, tenemos las más variadas y ricas galletas de toda Ágala. ―Con un ligero gesto de mi mano hice como si le mostrara toda la tienda. Por suerte, mi madre sí que me había enseñado las clásicas formalidades de vendedor. Ella volvió a dibujar una sonrisa ladina. Los monjes sonreían siempre mucho, pero en ese momento sonreía porque yo le hacía sonreír, o eso me encantaba creer. Parecía que lo estaba arreglando, y empecé a sentirme un poco más suelto, así que, inconscientemente, decidí aprovecharlo. No sabía qué me pasaba, tenía la mente suelta e iba como volando, tal vez a demasiada velocidad. ―Puede usted encontrar desde galletas estrelladas rellenas de chocolate y recubiertas por una fina capa de vainilla dura ―hice una pausa para reacomodarme―, hasta galletas con forma de corazón de tres capas rellenas de fresa y virutas de caramelo, señorita. ―Dejando a un lado la torpe oratoria, señalé con los dedos y la cabeza cada tipo de galleta que iba mencionando. Ella se humedeció los labios y sus ojos chispearon de emoción, como si estuviese a punto de cometer el mayor acto de travesura, atrevimiento y de rebeldía del universo. Y yo me quedé hechizado.

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―Hmm, todas tienen demasiada buena pinta ―dijo con aire pensativo, arqueando una ceja y llevándose una mano a la barbilla. Empezó a olfatear el aire discretamente, aspirando el suave y dulce aroma de las masas, los pasteles y las galletas que impregnaba toda la tienda―. Y además huele de maravilla. ¿Cuáles son tus galletas preferidas? ―Paseó la vista por los estantes hasta detenerse finalmente en mí. ―Las galletas redondas clásicas con virutas de chocolate, señorita. ―Tengo muy claro cuáles eran, y son, mis galletas preferidas―. Las llamo, mis galletas preferidas. Ella agrandó su sonrisa y estrechó los ojos. ―¡Perfecto!, pues me llevaré de esas si aún no te las has comido. ―Me guiñó un ojo―. Y por favor, como sigas llamándome de usted o señorita empezaré yo a llamarte viejuno. Sentí un escalofrío. ―Como mande usted. Ella esbozó media sonrisa, seguramente preguntándose si es que era estúpido o solo me estaba metiendo con ella, pero no me di cuenta, únicamente tragué saliva y solté una corta risita forzada maldiciéndome a mí mismo por no haber pensado antes de hablar, no por lo de «usted», de eso ni me enteré, sino por las galletas. Por supuesto que me quedaban de esas con virutas, pero estaban justo en el otro lado de la tienda, me sería imposible llegar allí sin mis muletas y sin que se me notase algo raro al andar, y evi-

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dentemente tampoco podía decirle a ella que las cogiera. Además, ya me estaba cansando mantenerme de pie en esa postura, tenía la camiseta empapada de sudor y los brazos me temblaban. Seguramente fue educada, tanto al no mencionarlo como en hacer como si nada, pues no me creía que ella no se diese cuenta de mi incomodidad postural. El caso era que tenía que hacer algo. «Porfa espíritus malignos... ―supliqué―, sed buenos conmigo hoy». ―Y por supuesto que tenemos de esas galletas. ―Sonreí con las gotas de sudor chorreando por mi cara e intenté ganar tiempo mientras los demonios se decidían―. Además, como son mis preferidas, siempre tengo una buena reserva. Ahora mismo se las doy, señorita. ―Las señalé en un estante al otro lado de la tienda, a sus espaldas―. Aunque son bastante grandes, ¿cuántas quiere? ― Las piernas me temblaban y sentí que podría ponerme a vomitar en cualquier momento por los nervios. Decidió dar por caso perdido el asunto de las formalidades. ―Hmmm, no sé, dame unas pocas, y si son tan buenas como la gente dice, mañana volveré a por más. Atrapado entre las galletas y el demonio, había llegado el momento de la verdad. Sonreí como un memo, tratando de disimular mi sofoco. Con el cuerpo temblando, me apoyé en la barra y empecé a caminar a pasitos muy cortos y medidos. Vi que, aunque desconcertantemente torpe, iba bien, así que, en un arrebato de locura inconscien29


te, nacida en la desesperación por el deseo inocente por impresionar al primer amor, me separé de mi apoyo y di un par de tímidos pasos. Grito ahogado y cara contra el suelo. Durante mucho tiempo deseé con todas mis fuerzas borrar ese recuerdo de mi cabeza. Ahora me resulta divertido imaginar cómo, en un segundo, desaparecí de la vista de Nara. Estando allí con la nariz aplastada quise con toda mi alma que a la casa le salieran patas gigantes y echara a correr hacia un país lejano donde pudiera empezar una vida nueva lejos de toda vergüenza. Ella también soltó un grito y eso me alarmó. ¡No podía dejar que entrara al mostrador para ayudarme! O me vería las piernas y todo habría sido en vano. Con un impulso que no sé de dónde salió, usé mis brazos para sentarme en un taburete que tenía cerca, y luego apoyando todo el peso sobre mis manos en la barra, me incorporé. ―Estoy bien ―dije casi sin aire. Ella frunció el ceño y fue como a acercarse, con una deliciosa expresión de preocupación. ―¡No te acerques! ―Mi brusquedad la hizo pararse en seco, asustada. Sentí que me daba ansiedad―. E... Bueno... mmmm, je, je. Es que acabamos de echar leche en el horno, es peligroso. No sabía ni lo que decía, y ella frunció aún más el ceño. En las arrugas de su frente pude leer: «Eres un tipo muy raro». ―Oye, ¿de verdad estás bien? ―Se quedó muy quieta, como si yo fuera un pájaro al que no quisiera espantar―. Parece que fueras andando sobre clavos al rojo vivo. 30


Estaba tan acalorado y aturdido por el dolor de mis piernas que no podía pensar con claridad... aunque eso no sea excusa para soltar un embuste. ―Sí, bueno, esto... No... Solo es un esguince que me hice la semana pasada en las Competiciones Deportivas de la Periferia. ―Hice un rápido gesto con la mano para quitarle importancia e intenté dar un par de pasos más. Me costó creerlo mientras salían las palabras de mi boca, pero me dio la sensación de que al final sonó un poco convincente, aunque no me atreví a mirarla para comprobar si me creía o no. Si hubiera habido algún cliente conocido por allí, se hubiera partido de risa. ―A veces me dan tirones, disculpe... ―Estuve a punto de decir «usted», pero por fin me llegó al cerebro lo que me había dicho hacía un rato, y pude agarrar de las patas la palabra antes de que echara el vuelo. La miré tímidamente, y vi que su expresión se había relajado, y, en consecuencia directa, la mía también. ―¡Haberlo dicho antes!, yo misma las cogeré, si no te importa. ―Se acercó con pasos largos hacia la cesta de las galletas con virutas de chocolate. Cogió cinco, y las puso encima de la barra. Fue tan rápido que no me dio tiempo ni a replicar. Ni a ella de fijarse en mis piernas―. ¿Cuánto cuestan? ―Dos cobres ―dije de forma automática, aguantando las lágrimas―. Y te daré este bizcocho de regalo. ―Con gesto torpe, 31


extendí la mano bajo el mostrador y saqué un gran trozo de bizcocho con pasas―. Lo he decorado yo mismo. ―¡Oh!, muchas gracias. Es precioso. ―El brillo en sus ojos parecía significar que se le estaba abriendo el apetito y el instinto rebelde. Estaba en vísperas de cometer su mayor fechoría―. Ojalá tuviéramos más de esto allí arriba. Los monjes, cuando están cerca del monasterio, se ponen muy estrictos con la comida. ―No es nada, ojalá todos los clientes fueran chicas tan bonitas y simpáticas como tú. ―Me quedé petrificado, y por un segundo casi olvidé el dolor. Mantuve la respiración. «¡Piensa antes de hablar imbécil!». Ella se me quedó mirando fijamente, no pude soportarlo ni un segundo y agaché la cabeza a mis pies. No sabía si le molestaría el comentario. En lo que respecta a chicas era un completo inexperto. Debía ser realmente uno de esos espíritus malignos que había poseído mi cuerpo y mis palabras. Para mi sorpresa, soltó una carcajada y ladeó la cabeza (aunque no sabía si era un gesto infantil de ella, o un ademán que señalaba mi infantilidad), aceptando amablemente mi cumplido, e incluso noté que se sonrojaba un poco también, o tal vez fuera solo el reflejo de mi propia cara. Suspiré algo más relajado. ―Por cierto, antes se me olvidó. Soy Raxo, el gran pastelero de Ágala. ―Mi voz no fue muy acorde con mis palabras de presumido. Como no podía permitirme un nuevo apretón de manos, ya que las estaba usando para mantenerme en pie, me limité a asentir con la cabeza. 32


―Vaya, menudo honor. ―Sonrió e hizo una ligera reverencia sujetándose la falda del vestido ligeramente con los dedos―. Yo soy Nara, y soy la mejor alira de toda la Corona. Encantada de conocerte. Solo por sus ropas y actitud era ya evidente que se trataba de una alira. Aun así, oírlo de su propia boca me hizo abrir la mía. Las aliras son las mujeres monje que viven en el monasterio, pero era muy raro verlas. Por su puesto, recordaba su nombre, pues aunque fuera hace mucho tiempo era un nombre poco común, y yo no había conocido muchos nombres en mi vida. El mío, sin embargo, era uno entre miles para ella. ―El placer es mío. ―Volví a asentir sin poder apartar la vista de sus ojos que atravesaban los míos, como si me estuviera midiendo. Tuve miedo de que siguiera indagando y descubriera mi debilidad, que a cada segundo se hacía más evidente. Rompí el contacto visual con una sonrisa, acercándole más la bolsa con las galletas y el bizcocho. Ella la cogió y no pareció molestarse. Necesitaba sentarme ya, mis piernas sufrían como nunca antes y no sé qué clase de cabezonería era capaz de mantenerme en pie. Pero sabía que como siguiera esforzándome un minuto más, o me desplomaría en el suelo o me pondría a llorar como un bebé llorón. ―Bueno, gracias por todo ―dijo mientras sacaba una de las galletas y la examinaba con la boca echa un mar y los ojos que parecían comerse ellos mismos el dulce.

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Le dio un gran bocado, y masticó unos segundos, lentamente con los párpados cerrados en una absoluta expresión de placer. Yo la contemplaba embelesado. Finalmente tragó, se giró hacia mí y abrió mucho los ojos. ―¡Por los Quince Cielos de Alina! Sí, creo que mañana volveré de nuevo. ¡Está buenísima! ―añadió mientras se encaminaba hacia la puerta dándole un nuevo bocado. Justo cuando parecía que iba a salir, se giró de pronto y dijo con la boca llena―: Hazta pronto, Raczo el mehor paztelero de Ágala, ha cido un placer, ¡y cuida ese eguince! ―Se marchó. Jamás imaginé que alguien hablando con la boca llena de galleta pudiera convertirse en un espectáculo tan hermoso protagonizado por un ser tan perfecto. Estaba tan embobado que solo conseguí murmurar un débil «hasta luego», cuando ya no podía ni escucharme. Tras unos instantes mágicos durante los que me duró el embotamiento que tenía, volví a notar las piernas y me desplomé sobre mi taburete rabiando de dolor. A pesar de eso, me seguía sintiendo como si flotara en una nube. Justo unos instantes más tarde, llegaron mi madre y mis hermanos avisándome de que ya estaba la cena preparada, pero que antes debía terminar de hacer las cuentas. Después de una hora intentándolo y equivocándome constantemente, mi madre me mandó a cenar y me ofreció terminar de hacerlo por la mañana. Había sido un día de mercado muy intenso. Esa noche me fui a la cama agotado... pero me pasé toda la noche con los ojos 34


abiertos de par en par y el corazón agitado de remordimiento y autocompasión. Lo primero, por haber mentido. Tanto al no decirle que ya la conocía, como al ocultarle mi situación. Lo segundo, por darme cuenta de que no era más que un pobre desgraciado, y que esta era la causa de haber mentido. Que no era tan apático como me gustaba creer, y que, además, por muy bien que hubiera interpretado esa tarde mi papel, jamás estaría a la altura de esa chica. Aunque ni siquiera tuviera el N. I., viviendo ella en la Corona y yo con mi trabajo en la pastelería, ser amigos era algo imposible. Me encantaría poder tener una aventura. Subir al monasterio a visitarla y enseñarle lugares misteriosos y hermosos. Pero tenía que ser realista y dejarme de ideas absurdas. Muchas vueltas di esa noche sintiéndome estúpido. Y, sin embargo, en ese momento no podía ni imaginarme que aquello solo había sido el comienzo de mi idiotez.

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Capítulo 4 Galleta mojada

A

l día siguiente, mi rostro cadavérico se iluminó cuando la vi entrando en La Galleta con las primeras luces del amanecer. Estuvimos charlando un buen rato mientras compartíamos unas galletas con leche a escondidas de mi madre. Mi desayuno preferido. Ahora, mi falsa excusa del esguince me venía de perlas. Me sentaba en un taburete durante todo el rato sin miedo a que ella pudiera pensar nada extraño, y si era totalmente necesario, podía coger las muletas. Nos pasamos los cinco días que duró el mercado de la misma forma: ella venía temprano, charlábamos, reíamos y comíamos galletas doradas. Luego, o empezaban a llegar muchos clientes o ella se tenía que ir para ayudar al resto de monjes con el mercado. Después, venía también a última hora y me ayudaba a hacer las cuentas. Por primera vez desde que me alcanzaba la memoria me levantaba entusiasmado por las mañanas. Tenía más energía que

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nunca y el dolor resultaba bastante soportable. Era como cuando nos conocimos de pequeños. Nunca había estado tan feliz. Yo seguía inventándome historias de aventuras que ella escuchaba con fascinación. Mis duros entrenamientos para las competiciones, mis carreras por el bosque, mis horas de nado por el río a contracorriente... en resumen, mi fascinante vida de mentira. Ella también me contaba un poco su vida: me hablaba sobre la rutina en la Corona, en el monasterio, me confesaba algunas travesuras que hacía que iban en contra de las normas de los monjes, los aburridos sermones que le daban y, lo peor para ella, las restricciones alimenticias. Mientras más la escuchaba, más prendado me quedaba de ella, si cabía. También comentó de pasada que era hija del Alir... ¡Hija del Alir!, ¡el Gran Monje del monasterio! Si antes ya me sentía mal ante ella por mentirle y estar discapacitado, ahora podía considerar prácticamente un milagro que estuviera allí, realmente hablando conmigo. No podía ser otra cosa que un diablillo, un hada maligna como esas de los cuentos, que venía a burlarse de mí. Mis pequeñas dudas sobre contarle la verdad se desvanecieron ante esa noticia. Tenía la sensación de que si confesaba se pararía en seco, pondría los ojos en blanco, se marcharía de La Galleta con educación y no volvería jamás. De modo que me mantuve firme, y seguí con el juego. Un día, ella empezó a preguntarme sobre mi infancia, y sospeché, preocupado, que me había reconocido un poco.

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―¿Y has vivido siempre aquí? ―dijo mientras, distraídamente, metía una galleta en un vaso de leche. ―No, antes vivía en la Periferia, pero a mi madre le iba muy bien con la pastelería y nos vinimos al Centro. ―Esto sí que era verdad, cuando la conocí yo vivía en la Periferia, pero me encantaba ir a los Días de Mercado. Sacó la galleta y le dio un bocado. Yo hice otro tanto. ―¿Con cuántos años? ―Hmmm no sé... Creo que con diez o así. ―Ah... ―dijo con un sutil tono de decepción en la voz―. Es que... bueno la verdad es que me da un poco de vergüenza, pero hace mucho tiempo, antes de empezar mis estudios de alira, vine a los Días de Mercado y conocí a un chico por aquí... Ahora que por fin he podido bajar otra vez, pensaba que podría verlo. Me quedé sin respiración... ¡Ella se acordaba de mí! ―No me acuerdo de su nombre ―siguió―. Éramos muy pequeños, pero me has recordado a él: tenía los ojos verdes y el pelo rubio enmarañado, como tú. ―Soltó una risita y me frotó el pelo. Yo me sonrojé e intenté aplastarme el pelo para que se quedara algo mejor. Estaba acostumbrado a no preocuparme nunca por esas cosas. ―¿Y no lo has vuelto a ver? ―Bebí un gran sorbo de leche. ―No... pero estoy segura de que nos volveremos a ver. ―

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Me lanzó una mirada esquiva, en la que aprecié un poco de pena―. Si total, nadie sale de Ágala. Tarde o temprano acabaremos conociéndonos todos... ―Sonrió con pesadez y pareció a punto de decir algo más, pero se cayó. La galleta que tenía metida en la leche se partió de tanto mojarse. En ese instante supe su secreto, y mi corazón dio un respingo. Uno mucho más osado y peligroso que unas simples galletas de chocolate... ¡Ella quería salir de Ágala! ¡Y me lo había insinuado! A pesar de su apariencia angelical, también tenía demonios alocados en su interior. ¡Llevaba a una Sindescalza dentro! Pero, en ese momento, se había mordido la lengua por no ofender. Cuatro clientes entraron a la vez a la tienda. Empezaba el día de trabajo. Estiré el brazo e hice sonar una campanita para indicarle a mi madre, que estaba en el almacén, que ya habían llegado los primeros compradores. ―¡Bueno, me voy que tienes cosas que hacer! ―Nara se levantó de golpe―. Muchas gracias por el desayuno, Raxo. ―Se inclinó y me dio un tímido beso en la mejilla. Me quedé congelado. Noté como la piel de mi cara vibraba y ardía, con tanta fuerza, que el calor se prolongó a lo largo de mi garganta, que se quedó atada, pasó por mi pecho, haciéndolo retumbar con ímpetu, hasta que llegó a mi ombligo, donde sentí como si por dentro hubiese una nube haciéndome cosquillas. Mi cuerpo entero cayó presa de aquel tímido beso que apenas me rozó la piel. Vi que ella también se sonrojó un poco.

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―H… hasta luego ―balbuceé. Hizo una sutil inclinación de cabeza y, sin más, se marchó. Justo llegó mi madre, y no tuve tiempo de pensar en nada... ¡había mucho trabajo que hacer! Y de pronto me sentí con más energía que el incansable río. Los días de mercado pasaron volando, y antes de que me diese cuenta ya era el último día. Nara se acercó a despedirse. ―¿Por qué no vienes a visitarme a la Corona cuando te recuperes? ―dijo alegremente―. Se lo he comentado al consejero de mi padre, y dice que puedes quedarte en una de las habitaciones del monasterio. Yo, haciendo manifiesta mi inteligencia desbordante, ni vacilé al responder. ―¡Pues claro!, iré a verte y te llevaré una caja entera de las galletas que nos gustan. ―¿Me lo prometes? Sonreí. ―Te lo prometo. Ella asintió, se ajustó el macuto de viaje y se dio media vuelta. ―¡Hasta pronto entonces!, Raxo, el mejor pastelero de toda Ágala ―dijo, levantando un brazo al salir por la puerta. En cuanto se marchó, me fue imposible sentirme más estú-

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pido... Pero, ¿¡qué diablos!?... o mejor dicho: ¡qué diabla! No pensé en ello. Los días siguientes me sentí más feliz que nunca pensando en esos ratos con Nara, rememorando una y otra vez los gestos y las miradas con una mueca de felicidad estúpida. Además, las ventas habían ido geniales, y los dolores de las piernas no eran tan desagradables. ¡Mi pancho espíritu se balanceaba sobre una nube con forma de hamaca! Sin embargo, los días largos fueron desvelando la verdad tras mi exaltación. No podía cumplir mi promesa de subir al monte Corona, y no podía mentir para siempre. Me sentía idiota... idiota, idiota, ¡idiota! Y, por si fuera poco, el dolor de las piernas volvió a ser insufrible. No le conté a mi madre nada más de lo que ya sabía. Pero se daba cuenta inmediatamente de cuándo me pasaba algo. Esta vez mi enfermedad me sirvió para poner una excusa muy creíble. ―No es nada, mamá ―le dije con los labios apretados―. Solo que me duele mucho. ―Y añadí―: No me preguntes más. Mi madre se quedó callada, asintió y no volvió a preguntarme. A veces, incluso me daba la sensación de que ella lo estaba pasando peor que yo. Al principio esto me enfadaba, porque ¿cómo iba ella a saber por lo que estaba yo pasando?, no tenía ni idea. Nadie tenía ni idea de mi sufrimiento. No era ella quien tenía la enfermedad ni quien había hecho una promesa que no podía cumplir.

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Mucho tardé en comprender que su sufrimiento era real. Ahora sé lo doloroso que es oír a un hijo sollozar por las noches, sabiendo que no puedes hacer nada para calmarlo y que nunca parará. Que seguirá empeorando mientras los fantasmas de sus sueños y talentos se desvanecen en el aire dejando una marca de ceniza.

Con el tiempo, todo volvió a la normalidad. El año pasó deprisa y llegó un punto en el que casi me olvidé de mi promesa por las noches. Cuando, un día, de pronto, vi desde mi ventana que empezaban a llevar las carpas para el mercado, primero me entusiasmé, y luego me sentí aterrado. Nara iba a volver. Ya no me podía servir la excusa del esguince. Además, tenía que inventar algo muy creíble para justificar el no haber ido a la Corona. Confesar la verdad, por supuesto, ni me lo planteaba. Al final acabé tan estresado que me daba igual lo que pasara, solo quería verla de una vez.

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Capítulo 5 Su media galleta

L

legó el primer día de mercado. Me desperté antes de que saliera el sol, preparé los vasos de leche y las galletas y me senté tras el mostrador a esperar. Tenía el corazón más acelerado que la corriente del río. Y cada vez que veía una sombra bajo la puerta, me erizaba desde los pies a la coronilla. El sol terminó de salir brillante y aún no había llegado. Oí el ajetreo de mi madre y mis hermanos levantándose y sentí que me atacaban los nervios. Entonces la puerta se abrió bruscamente y Nara entró como un martillo en una cáscara de nuez. ―¡Aaaay Raxo, el no tan mejor pastelero de Ágala, te he estado esperando todo un año ahí arriba! ¿No sabes que a las chicas no se las hace esperar? ―Dio un clamoroso golpe en el mostrador con la palma de la mano que puso en peligro los vasos de leche. El ligero temblor en la comisura de sus labios hacía perder credibilidad a su semblante serio y enfadado. No pude seguir el juego y solté una carcajada sincera por primera vez en mucho tiempo. Intenté alargar un poco la risa para darme más tiempo de pensar mi

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excusa, pero ella me miraba intensamente sin pestañear, y así no podía concentrarme. ―Hhmm, verás, eh... ―Solté un sonoro suspiro―. Ha sido un año complicado. ―Era cierto, pero no era la respuesta. Me rasqué la cabeza por detrás y cerré un ojo, como alguien que finge estar avergonzado o espera recibir un golpe. Ella arqueó una ceja, cambió el peso del cuerpo y se cruzó de brazos, preparada para evaluar si mi excusa era lo bastante válida; aunque también le servía para disimular la sonrisa que se le escapaba. Yo intenté pensar más rápido de lo que lo había hecho nunca, pero me había quedado en blanco. Al fin, suspiré. ―Tenía muchas ganas de verte. ―Señalé el desayuno―. Siento no haber podido ir a visitarte. ―Ella se había quedado boquiabierta, y yo sonreí―. Pero me alegra que por fin hayas venido. Ella me devolvió la sonrisa. Se sentó lentamente en el taburete que yo le había dejado al otro lado del mostrador y me clavó la mirada. ―No te creas que me vas a engatusar con tus palabrerías de monje novato. Espero que, al menos, tengas las galletas que me prometiste. ―Por supuesto, Nara, la mejor alira de toda la Corona ― dije haciendo una ligera reverencia, que aproveché para recoger una caja con un montón de galletas, que había preparado especialmente para ella―. Aquí tienes, es un regalo.

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Discutimos un par de minutos sobre el tema, pero al final le dije que no le cobraría con la condición de que siguiera viniendo a verme. Ella aceptó refunfuñando, pero prometió que también me regalaría algo. ―Bueno, tengo que irme. Abrí mucho los ojos. ―¿Ya?, ¿tan pronto? ―Sí, es que acabamos de llegar y tengo que ayudar a montarlo todo. Había venido a saludarte. ―Ah... bueno... gracias entonces. ―Además, dentro de poco tú también tendrás trabajo que hacer ―dijo con una risita señalando los estantes que estaban a rebosar de galletas, tartas, panes y dulces. Hizo una elegante inclinación de cabeza―. ¡Nos vemos luego! ―Dio media vuelta y echó a andar. ―¡Chao! ―Levanté una mano. En cuanto salió solté un suspiro de alivio... «No ha ido tan mal». Al poco rato empezó a llegar gente y se formó un enorme barullo en la tienda que nos mantuvo a mi madre, a mis hermanos y a mí trabajando sin parar. Gracias a esa muchedumbre, vi que mi hermano Luar tenía problemas para andar entre tanta gente, y que se movía con pasitos cortos, irregulares y lentos; y se me ocurrió una gran idea. 47


Al día siguiente, con gran esfuerzo y algo de ayuda de mi hermano Miro, llené todo el pasillo que ocupaba el mostrador en forma de L, de cajas de galletas, utensilios de limpieza, taburetes, y otras cosas que encontré. Eso me serviría para tener una perfecta excusa al andar despacio, o para pedirle que ella misma cogiera algunas galletas más alejadas. Todo ese desorden en teoría era porque estábamos limpiando el almacén, y pusimos ahí los trastos mientras. Cuando se lo expliqué a Nara, se lo tragó. A mi madre no sabía qué excusa ponerle, y no me importó. Le dije que se lo explicaría todo cuando acabaran los Días de Mercado. A fin de cuentas, estaba ya demasiado confuso para seguir guardándole ese secreto, aunque ella siempre se cuidaba de dejarnos cierta intimidad cada vez que venía Nara. Siento hacer esta pausa, lectores, pero tengo que escribirlo: Mi madre es espectacular. La tercera mañana dije a mi familia que, por favor, no hicieran ninguna mención sobre mi enfermedad. No entendieron nada, hasta que un rato después, les presenté a Nara oficialmente. Mi madre y ella se quedaron un rato charlando sobre túnicas de la Corona e infusiones; luego se pasó otro buen rato discutiendo con mis hermanos sobre quién era capaz de correr más rápido. Conforme se desarrollaba la conversación, sentía crecer mi horror. Sabía que, como la cosa se pusiera seria, Nara me desafiaría a correr también. ―¡Pues os vais a enterar! ―Nara dio un golpe en la mesa y se puso en pie―. Si vuestra madre no tiene ningún inconveniente, 48


nos vamos afuera ahora mismo a ver quién es mejor. ―Me señaló con un dedo, y lo movió varias veces hacia arriba―. Y tú, también vienes. ¿O tienes miedo de que te gane una chica? ¿O es que sigues cojo? Sonreí, como único remedio a la horrible encrucijada en la que me encontraba. Mis hermanos la miraron a ella, y luego a mí, con esa expresión inocente de que algo no encajaba del todo. El interior de mi pecho era como un herrero golpeando un palo de hierro al rojo vivo con un enorme martillo. Temí que mis hermanos dijeran algo que lo echara todo a perder. Imaginé la expresión decepcionada en Nara, y el palo de hierro se partió. ―S… sí... ¿por qué no? ―Puse los brazos como para incorporarme, pero me quedé inmóvil. No me atrevía a admitir que, de nuevo, estaba lesionado. ¿Qué clase de debilucho sería? Vi que mi hermano pequeño hizo ademán de hablar. ―¡Raxo! ―Y como una robusta cuerda que cae junto a una persona que es arrastrada por la furiosa corriente de un río hacia una cascada, mi madre vino a mi salvación. Su voz, que provenía del interior de la tienda, sonaba ligeramente enfadada―. ¡Te dije que limpiaras todos los trastos desde anoche! Miré a Nara rápidamente, y me agradó ver su expresión consternada. ―¡Raxo! ―volvió a llamar mi madre. ―Corre, ve ―me susurró Nara, mientras mis hermanos tiraban de ella hacia fuera. 49


En cuanto salió, me metí con la cabeza baja a fregar los trastos. Mi madre tan solo me miró con una sonrisa, pero no dijo palabra. Había mentido, para ayudarme. Nunca me había dicho que limpiara nada. El único temor que me quedaba era la posibilidad de que mis hermanos se fueran de la lengua. Pero, por suerte, no tardaron en volver. Nara y yo nos despedimos, y finalmente, volví a respirar tranquilo. Esa misma tarde, mientras hacía las cuentas, volvió Nara, que llegó con una pequeña bolsa en la mano, jadeando. Llevaba su elegante túnica sucia y desgarrada, pero sonriendo de oreja a oreja. ―¡Por Dios!, ¿pero qué te ha pasado? ―Un pequeño ladronzuelo que ha intentado quitarme esto ―dijo levantando la bolsa―. He tenido que correr detrás de él un buen rato y arrastrarme entre unos arbustos. ―Fue hacia el mostrador y se apoyó pesadamente sobre él―. El pobre resultó que solo había perdido una apuesta con sus amigos. Pero eso no lo salvó de un par de collejas. Solté una carcajada y me relajé. ―¿Y qué hay en la bolsa? ―Ah, sí... toma. Son unas infusiones para tu madre. ―Cogí el saquito y me quedé mirándolo fijamente―. No te preocupes, es un regalo. Sonreí y guardé la bolsa debajo del mostrador. Saqué un taburete, lo puse encima y lo señalé.

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―Gracias. ―Lo cogió y se sentó al otro lado, como siempre―. Por cierto, tu familia es genial. ―Me alegra que te gusten. ―¿Y tu padre? ―preguntó Nara―. ¿Dónde está? Terminé de cerrar una de las pequeñas bolsas de veinte monedas de cobre, y la puse en un estante junto a otras. Durante un instante me quedé quieto. Por la ventana entró una reconfortante brisa y noté que mi madre miró hacia nosotros, desde el otro lado de la tienda, de reojo. Levanté mi mano y empecé a tirarme del lóbulo de una oreja. Ella abrió los ojos y se echó un poco hacia atrás. Me di cuenta de que la había asustado con mi reacción, y traté de sonreír. ―Mi padre murió cuando yo tenía cuatro o cinco años. Cayó enfermo una noche, porque se le inflamó un órgano, y los médicos no pudieron hacer nada. ―Dejé de tirarme de la oreja, ya enrojecida, y devolví mi atención al saquito de monedas que debía estar contando―. No recuerdo casi nada de él, así que tampoco me afecta tanto, y mi madre siempre nos ha cuidado muy bien ella sola. Nara se puso roja como un atardecer. Se echó hacia delante y puso sus manos sobre la mía. Un escalofrío me recorrió la espalda y la miré con los ojos muy abiertos. ―Raxo, lo siento mucho. ―Se mordió el labio. ―No te preocupes. ―Me esforcé por no tirarme de la oreja con ansiedad.

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Saqué mi mano suavemente de entre las suyas y seguí metiendo monedas. Sentí que Nara me miraba fijamente, pero yo la ignoré. Era estúpido. Jamás me había sentido triste por eso. No llegué a conocer a mi padre. Aun así, notaba un nudo en la garganta y tenía miedo de que se soltara y me pusiera a llorar si la miraba a los ojos. Nara volvió a cogerme la mano. ―Te prometí que tú también tendrías tu regalo. Aquí lo tienes. Sin soltarla, me traspasó una bonita pulsera hecha de cuerdas marrones trenzadas de diferentes tonalidades. ―Es una narata. ―Sonrió con aire orgulloso―. Es un tipo de pulsera que he inventado yo, pero es la única que he hecho por ahora, así que es muy especial. Espero que te guste. Y si no te gusta, lo finges. ―Pestañeó varias veces. ―Es muy bonita. ―Le di vueltas sobre mi muñeca con un dedo―. Muchas gracias. Ya no podía evadir más su mirada y me hundí en sus profundos ojos azules. Me sentí relajado y ardiendo al mismo tiempo. Lejos de estar incómodo ante su tacto, creía estar flotando sobre el refrescante río. Podría haber congelado ese instante durante toda mi vida y no me habría importado lo más mínimo. Pero justo en ese momento llegaron mis hermanos corriendo y gritando a saludar a Nara, y nos soltamos rápidamente. Sin insistir demasiado, convencieron a Nara para echar otra carrera. Y

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Nara ya se estaba remangando los brazos cuando llegó mi madre gritándoles. ―¡Niños! Dejad a la niña en paz. ¡Para arriba ya, que os espera un buen estropajo! Mis dos hermanos se pararon en seco, obedientes, y echaron a andar arrastrando los pies y haciendo pucheros ante los que mi madre se mantenía impertérrita. Ya que estaba allí, Nara le dio personalmente las infusiones y le explicó las propiedades de cada una. ―¡Quédate a cenar, Nara! Que estos niños casi no comen y siempre sobra comida. Nara me echó una rápida mirada antes de contestar. ―Muchas gracias, señora, pero tengo que volver para ayudar a los demás monjes. ―Inclinó la cabeza con educación y me miró de nuevo―. Pero mañana volveré. El resto de días de mercado pasaron volando, y de pronto era, de nuevo, el último día. Estábamos tomando galletas con virutas de chocolate, y acabábamos de partirnos de risa porque Nara decidió hacerme una mueca de ojos saltones mientras yo bebía leche, haciendo que me saliera disparada por la nariz. Cuando limpié la barra y nuestros pechos dejaron de agitarse tanto, se apartó el pelo de la cara y me dijo: —Prométeme que, esta vez, vendrás a verme. La miré. No sabía qué contestar. Y como si quisiera darme cuerda, se incorporó rápidamente y me dio un húmedo y delica53


do beso en la mejilla. Si la primera vez que me besó me quedé como una piedra que por dentro ardía, esa vez, la sensación en mi garganta, en mi pecho y en mi estómago se multiplicó. Y como si aquella caricia de sus labios me hubiese hecho perder la razón, dije: —Iré. Te lo juro. Aunque haya ciclones, dragones, o pierda las piernas por el camino —noté que me puse demasiado dramático y supe que más tarde me arrepentiría de mis palabras. Por supuesto, lo de perder las piernas era para ella un simple comentario exagerado y divertido. Para mí era más real que estas páginas. Para ocultar mi vergüenza, fui a coger la última galleta sobre el platillo. —Que teatrero eres —Nara se echó hacia atrás mientras también, al mismo tiempo, llevaba su mano hacia el plato. Nuestros dedos estuvieron a punto de tocarse. Abrí los ojos y escondí la mano. Ella se puso seria, cogió la galleta y la agitó entre nosotros. —Esta galleta es mía. —Perdón… no me había… Me cortó con una carcajada.. —Qué inocente eres. Podemos compartirla. Me la volvió a tender para que yo mismo partiese mi mitad. Lo hice evitando sus ojos, y le di las gracias. Ella me miraba de 54


forma extraña, como si estuviese planeando algo. Cuando me la fui a meter en la boca, estiró el brazo como una serpiente y me agarró de la muñeca. —¡Para! ¡No te la comas! Se me ha ocurrido una cosa. —¿Qué cosa? —Voy a añadir otra promesa a la que ya me has hecho. Dejé mi media galleta sobre el mostrador. —¿Otra? —Tenemos que prometer, los dos, que no nos comeremos esta media galleta hasta que nos volvamos a ver, y desayunar juntos—sonrió—. ¿Te parece? —Pero, va a estar como una corteza de árbol… —¡Ah! Ahí está la gracia —extendió la palma de su mano hacia mí—. ¿Trato o no? —S-sí, claro —se la estreché con la mayor seguridad que fui capaz. Sin haber pensado demasiado en lo que me decía—. Trato. Guardaremos esta media galleta, hasta que nos volvamos a ver, y desayunar juntos. —Dame un cabezazo —Nara inclinó su frente hacia mí. —¡¿Qué?! —Un cabezazo —repitió, como si fuese evidente—. Una vez vi dos hombres en un bar cerrando así un trato.

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Vacilando como nunca lo había hecho, me incliné hacia delante y choqué levemente mi frente con la suya. Nuestras pieles se quedaron unidas durante una fracción de segundo extra, a lo que debía ser el golpe, hasta que ella se echó hacia atrás. —¡Genial! Trato cerrado. Y no vale hacer trampas. Con mucho cuidado, cogió su parte y la guardó en un pequeño bolsillo a un costado de su sotana. Yo miré la mía, sin saber dónde guardarla. ¡Qué frágil parecía de pronto! Así que la dejé ahí. —Bueno, me voy —dando con las palmas en la mesa, se levantó, y me miró desde lo alto—. Hasta pronto, Raxo, el mejor pastelero de toda Ágala. Hice un esfuerzo por levantarme, dejando todo mi peso sobre los brazos. —Hasta pronto, Nara, la mejor alira de toda la Corona. Nara se alejó hacia la puerta, y desde ella me lanzó el típico gesto de “te estoy vigilando”: extendió su dedo meñique y lo flexionó dos veces. Después, la vi marcharse como se marcharía una brisa fresca en un mediodía de agosto. Yo me dejé caer en el taburete, miré mi media galleta y, escondiendo la cara entre mis manos, lloré como el día en que nací.


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