La muchacha con nubes en los ojos

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La muchacha con nubes en los ojos

Félix Amador Gálvez

Ediciones En Huida

Colección Extravaganza - Novela


© de los textos: Félix Amador Gálvez © de la fotografía: Antonio Jimeno Parra Coordinador editorial: Ediciones En Huida Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) ISBN: 978-84-942507-8-1 Depósito Legal: SE 1224-2014 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


Índice Primera parte BUSCANDO A PAUL AUSTER

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Segunda parte PASEANDO POR EL LADO SALVAJE

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Tercera parte WOODY ALLEN NO TENÍA RAZÓN

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Epílogo NEWARK AIRPORT

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La muchacha con nubes en los ojos

Félix Amador Gálvez

Ediciones En Huida

Colección Extravaganza - Novela



La muchacha tenía nubes en los ojos, pensó. Nubes. Esa clase de tristeza que se desdibuja en la mirada como el vapor en el cielo, esa clase de tristeza que asoma y fluye violeta, etérea, inconsciente, hacia los demás, con formas caprichosas que excitan la imaginación, como queriendo decir algo para lo que no existen palabras, esa clase de tristeza que parece que va a difuminarse de un momento a otro dejando pasar la claridad del sol, de la alegría que empaña. Los dos autobuses transportaban pasajeros desde sus aviones hasta la terminal de equipajes. Los dos autobuses se habían detenido a la par a la altura del control de aduanas. Hacía ya cinco minutos de eso. Ninguno de los autobuses echó a andar. Nadie permitió bajar a los pasajeros. Manuel estuvo observando a la muchacha, allá en el otro autobús, estudiando tras el reflejo de la ventanilla su desconocida piel morena, sus ojos castaños, nublados, que buscaban inquietos algo, o quizás a alguien, en las lejanas cristaleras del aeropuerto de Newark. Una voz sonó metálica, lejana, en la megafonía del autobús.

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Manuel dudó. Bajar suponía renunciar a aquella visión. Dejó de pensar durante un instante. La dibujó en su mente, un retrato destinado a perdurar. La muchacha, movediza, recorría con la mirada la lejanía desde su ventanilla. Durante una fracción de segundo, sus ojos mauros se cruzaron con los de Manuel. El doble filtro de cristal de sus respectivas ventanillas resumió sus vidas en un instante. Ambos sostuvieron la mirada ajena durante ese leve intervalo de tiempo. Luego apartaron sus ojos con pudor. Manuel bajó del autobús y se disolvió en la multitud. Nueva York al fin, pensó. Ahí comenzó todo.


Primera parte BUSCANDO A PAUL AUSTER



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Manuel siempre había querido ser poeta. Componía desde pequeño sonetos a los pájaros y a las niñas del colegio, y soñaba estrofas mientras acompañaba a su padre por el monte para llevar a pastar las cabras. Se le perdían los atardeceres rosas en llenar papeles de rimas. Crecía y volcaba la concupiscente rebeldía de su larga adolescencia en poemas que luego escondía en los rincones más diversos. Nunca leyó nadie lo que había escrito, pero él sabía que valía para esto. Mascullaba rimas mientras ayudaba en las tareas del campo o cuando paseaba solo, roncaba poemas cuando soñaba, tirado bajo una encina, que vivía lejos del pueblo. Aquel día ordenaba endecasílabos mientras corría a casa de Gúmer, el hijo de Sebastián el tendero. Era la víspera de la romería de mayo.

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Gúmer había sido su vecino de pupitre en el colegio, su amigo del alma en la pubertad y su compañero de correrías en el instituto de Valverde, donde estuvieron internos. Luego, Gúmer se fue a la universidad, fue el primer universitario del pueblo, hasta hoy el último. Allí sacó arquitectura con muy buenas notas. Ahora vivía en Nueva York, a donde le había llevado una beca para luego quedarse como miembro de una constructora más que importante, decía su madre. Volvía siempre al pueblo en la semana de la romería de mayo. ―¿Cómo es Nueva York? ―le preguntó Manuel, por enésima vez. ―Gris. Y Manuel pensaba en las imágenes de las películas, en el gris de los edificios y en su amigo Gúmer, viviendo en aquel mundo ceniciento y cinematográfico, tan distinto al pueblo. ―Debe estar muy lejos. Gúmer asentía, mudo. Siempre había sido un muchacho callado, de parcas palabras y comunicación escasa. Inteligente, decía su madre. Raro, decían los niños del colegio.


―Nueva York es el centro del mundo ―musitó. Manuel pensó que estaba de acuerdo. Todo el mundo se resumía en Nueva York y todo el mundo había estado en Nueva York. Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Neruda, Cortázar, Gúmer. Woody Allen no se entendía sin su perenne escenario de rascacielos detrás. Ni Paul Auster. Manuel había descubierto a Auster el verano anterior, rebuscando en la biblioteca pública lo poco que no había leído aún. Se le atragantó desde el principio, como se atraganta la realidad cuando uno solo ve sonetos donde hay egoísmo, guerra, inflación, delincuencia, intereses ocultos; el mundo, en definitiva. Luego encontró, como encuentran los poetas de corazón, poesía en sus personajes desbaratados, en su indecente forma de mezclar la más descabellada fantasía con un rutinario y a veces brutal realismo. Considerado por los americanos como un escritor europeizado, pronto se convirtió para Manuel en el emblema literario de su Sueño Americano. De Auster se dejó llenar con su violencia estética y su prosa desnuda.

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Ese solo fue su primer paso en direcci贸n a la Gran Manzana.


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Poeta en Nueva York, decía el título. El libro reposaba junto a él, bajo la sombra generosa del pino que coronaba el camino de la ermita. Abajo, a lo largo de los dos kilómetros por los que discurría la vereda que iba del pueblo a la pequeña iglesia, la procesión dibujaba una serpiente humana multicolor, ancestral, que se encaminaba hacia la romería. Poeta en Nueva York, pensó, desahogándose en un suspiro del calor que la sombra del árbol no le robaba. Había sido la lectura más apasionante desde que a los doce años descubrió que Miguel Hernández y él tenían la misma profesión, la misma doble vida. ―Poetas y pastores ―le había dicho entusiasmado al padre, que no hizo ningún esfuerzo por disimular su desinterés. Pero ahora había cumplido los veinticinco y tenía

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ahorrado algo de dinero. Su padre le pagaba poco, todo quedaba en casa al fin y al cabo, y se sentĂ­a pastor y poeta, y diferente. Independiente.


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Su madre lloró toda la noche. La oía en la oscuridad. Lloraba y lloraba y, a veces, paraba y se quejaba al padre. El padre, en silencio, maldecía la pena del hijo que se iba o simplemente a la madre que le robaba el sueño con sus lamentos y sus malos augurios. Murmuraba un vago monosílabo a modo de consuelo. Luego, ella volvía a llorar. Manuel soñaba, despierto, edificios que alcanzaban el cielo, perritos calientes y el puente de Brooklyn, construcciones de ladrillo rojo y adolescentes negros jugando en la calle al baloncesto, un apartamento de los sesenta, pequeño y desordenado, artistas malviviendo en el mismo edificio, y él escribiendo por las noches una

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novela muy americana, su Gran Novela Americana. Se hizo de dĂ­a antes de que la terminara.


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No vio el paisaje desde el autobús, ensimismado en leer y releer su manoseada edición de Poeta en Nueva York. No vio la estación de tren. No vio la meseta. No vio el aeropuerto de Barajas. Poeta en Nueva York. No vio el océano inmenso deslizarse a sus pies mientras surcaba como un Ícaro distraído atmósferas desconocidas ni vio a los ángeles de cerca ni tocó con los ojos cúmulos y estratocúmulos. Continuó absorto en la lectura, sometido a la métrica como si de un respirador artificial se tratara, hasta que despertó en aquel autobús del aeropuerto de Newark, sorprendido por aquella muchacha con nubes en los ojos.

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