© De los textos: Tania Padilla Aguilera © Del diseño de la portada: Alejandro Gómez, Tania Padilla Aguilera y Martín Lucía Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941027-7-6 Depósito Legal: SE 741-2013 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es
NOSOCOMIO Tania Padilla
NOSOCOMIO
A Álex, mi amigo, mi amante, mi gurú. Por haberme sacado feliz de todos los escollos.
A mi tía abuela, fallecida cuando esta historia aún estaba por contar. Se llamó María y fue una persona buena.
Detente, sombra de mi bien esquivo, imagen del hechizo que más quiero, bella ilusión por quien alegre muero, dulce ficción por quien penosa vivo. Primer cuarteto del soneto A una fantasía que se contenta con amor decente, Sor Juana Inés de la Cruz
–No, esos niños tienen mala fe. Quien ha visto a la Virgen tiene otra expresión, otra mirada. No especula con ello. Los milagros surgen en el recogimiento, en el silencio. ¡No en esta confusión! La dolce vita, Federico Fellini
Like a virgin touched for the very first time. Like a virgin when your heart beats next to mine1. Like a virgin, Madonna
Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad. Albert Einstein
Claro está que las palabras deben ser dichas “con seriedad” y tomadas de la misma manera. ¿No es así? Cómo hacer cosas con palabras, J.L. Austin 1 “Como una virgen, / acariciada por primera vez. / Como una virgen, / cuando tu corazón late / junto al mío”.
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i tía abuela fue una monja frustrada. “Una mujer consagrada”, la había llamado un conocido mío recién salido del seminario. “¿Consagrada a qué?”, le había hostigado yo: “¿A una vida de atributos biológicos desdeñados, de tía abuela con sobrina nieta a quien dejar la herencia?”. “A Dios”, me había respondido el aprendiz de mediador celestial, amigo mío de cuando el instituto. “A Dios, ya ves, lo mismo que decir a una pelusa, o peor, a una aurora boreal, que aquí solo se la conoce por fotografía; o ni eso: a una ilusión, a un vano deseo, a un apetito eternamente hambriento”, le dije. Sabré yo lo que era mi tía abuela... Mi tía abuela fue una mujer que solo tuvo un novio, al que besó de soslayo; que usó pantalón por vez primera meses antes de morir, o que sufrió quistes vaginales que sanaron con un estreno coital médico y octogenario. Mi tía abuela era una beata almibarada, devota de picaresca escasa aún para esposa de Cristo: una mujer laboralmente frustrada –si se asocia lo laboral a lo monjil–, porque a mí me consta que le hubiese gustado ver recortada del todo su libertad por gruesas paredes de convento, y cantar con voz angelical y en fila india “Nada te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene nada le falta”. Pero la suerte, o la no suerte, la ancló en la sima de una vil guerra (y su antes y después), en la que no le quedó más alternativa que hacerse costurera, pues era la primogénita de una humilde familia numerosa a la que pronto privó la vida de la figura paterna. Tampoco con una buena salud quiso la vida agasajar a mi tía abuela, que siempre soportó unas anginas beligerantes que en invierno se inflamaban como globos y le subían la fiebre hasta meterla en cama por varios días. Así, a un hermano con gangrena en una extremidad y a una prima coja por la polio, se le añadía a aquella casa mi tía abuela encamada para engrosar la lista de cuidados de mi bisabuela viuda, que a todos sanaba con friegas de alcohol de romero. Cuando sus anginas tenían un tamaño normal, mi tía abuela trabajaba bordando manteles a señoras castellanas migrantes, consortes de médicos falangistas. Sus vástagos, futuros socialistas de pana y camperas, fueron niños latosos a la sazón que con sus impertinen11
cias y caprichos ponían nerviosa a mi pariente; pero eran niños al fin y al cabo y pensando eso se consolaba mi tía. Sin embargo, de las exigencias de sus madres no se consolaba tan fácilmente. –Niña, bórdame aquí las iniciales “C” y “V”, y en el extremo opuesto, “L” y “J”. Las dos parejas con guioncito en medio, que si no mi suegra monta en cólera. Y el ribeteado, en crema, por favor. Mi tía abuela iba a bordar a la casa de una de estas señoras incluso los domingos, entre otras cosas para compensar el absentismo de cuando las hemorragias lunares la invalidaban o parecía metérsele en la garganta “la corona de Cristo”. La tarde de uno de esos domingos laborales le dijo a su jefa si no lo mismo, algo parecido a lo que sigue: –Señora, si no es mucha molestia pa usté, mañana me vendré un poco después, porque quisiera ir muy tempranito a la Casa de Socorro por ver si me operan esto –y se señaló con un índice el cuello. –¿El cuello? ¿Y a ti qué te pasa en el cuello? –En el cuello, ná, señora. Es por la garganta, que me ha dicho una vecina que si es latosa, la sacan. –¿La sacan? El qué, ¿la garganta? ¡Ay, Jesús! Lo que no hagan hoy día con esos adelantos de los alemanes… –Yo no sé, pero los que operan muy alemanes no son, que al dotor que la saca lo llaman Don Casemiro. Aquella madrugada de lunes, mi tía abuela salió de su casa de muchos vecinos en torno a un patio, colgada del brazo de su madre para evitar desavenencias con desaprensivos a los que un anciano sereno no pudiera amedrentar (si el desaprensivo no era él). Callejearon un rato y luego anduvieron un tramo por la empedrada ribera del río hasta que a las siete menos cuarto llegaron a la puerta de la Casa de Socorro, que estaba poblada de grotescos indigentes de galdosiano aspecto: harapos cubriendo huesos, huesos testimoniando hambre, y lamentos evidenciando un malestar ingoberna12
ble. Mi bisabuela y su hija se añadieron a la cola de lisiados mirando en torno para hallar un motivo por el que quedarse hasta que la Casa abriera sus puertas. Entretanto mi tía abuela, la mente puesta en la obligación tácita de la limosna, se llevó una mano al sostén y la extrajo con una perra chica entre los dedos, pero su madre la detuvo a medio camino entre su pechera y la de un desdichado que vociferaba doliente en el suelo. “Hay que amputar”, le dijo el practicante de la Casa de Socorro. En aquella época todo se amputaba: las anginas, las piernas, las libertades. Mi tía aceptó, a pesar de lo crudo del verbo. Su madre no dijo nada, pero en su fuero interno se alegró porque la operación le ahorraría el dinero de los limones y el vinagre del colutorio. “¿En qué sanatorio van a operarte?”, le había preguntado minutos después la señora a la que iba a bordarle la mantelería. En Sultamora había cuatro sanatorios: uno en la sierra, de tuberculosos, otro junto al presidio, de militares, otro más sobre el que llamaban arroyuelo del Purgatorio, de contagiosos, y finalmente el que estaba en el antiguo barrio del Pan Ácimo o judería, de agudos. –En el de agudos –respondió mi tía abuela. –¿En el de agudos! Allí no vayas que yo sé de buena tinta que acuestan a los enfermos por parejas… ¡O por tríos! Si en la misma cama o no, mi tía abuela no quiso preguntar, pero el día de la operación el médico, bisturí en mano, se quedó esperando. Antes que de agudos, aquel hospital fue de locos, y mucho, mucho antes, de apestados. Un cardenal del dieciocho, forzosamente altruista, puso una casa solariega, en principio adquirida como morada para sus monaguillos, coristas y acólitos, al servicio de los miles de infectados que hubo en Sultamora. Moderó el lujo previsto en la reforma arquitectónica y regaló a la ciudad un hospital que cuando pasó la peste acogió a enfermos de variopinta índole, en su mayor parte víctimas de alguna tara mental. Así, durante un par de siglos acogió aquel lugar lícitas barbaridades contra enfermos psíquicos, 13
y dos siglos más tarde, cuando el número de estos especímenes se atenuó o disimuló en la ciudad y sus aledaños, fueron quedando camas libres que ocuparon enfermos “agudos”, etiqueta esta para un cajón de sastre en cuyo interior se hacinaban enfermos de enfermedades a menudo graves, con larga convalecencia o desenlace irremediablemente fúnebre. En torno a los años cincuenta del siglo pasado, el inmueble se convirtió en hospicio para niños huérfanos de la Guerra o abandonados por la emigración que siguió a la contienda, y a finales de los sesenta, cuando todo se renovó y adecentó por decreto, el lugar se amplió con hormigón y chapa y se llenó de estudiantes porque lo compró la Universidad de Sultamora para ubicar su Facultad de Filosofía y Letras. Como consecuencia de la perentoria necesidad de contar con un lugar de cierto peso histórico para la ubicación de sus instalaciones, la Universidad tuvo tanta urgencia en la adquisición del edificio, que las primeras promociones tuvieron que compartir pasillos con niños huérfanos vigilados por sonrientes monjas de elaboradas cofias. Hoy en día se sigue estudiando al otro lado de las históricas paredes de este antiguo hospital. Un desayuno en la cafetería de la Facultad es el más económico de Sultamora: un café con leche y una tostada con mantequilla, por ejemplo, cuesta un euro con veinte céntimos; todo un lujo a pesar del pan terroso y el pellejo de nata que suele flotar en el café, pues la experiencia nos brinda la oportunidad de imaginar, siglo atrás siglo adelante, camillas para trepanaciones donde ahora se yergue la barra, y sierras, agresivos escalpelos y atroces sucedáneos de bromuro en donde ahora está la máquina de café, el lavaplatos o un tetrabrik propagandístico de zumo multifrutas con soja. Su biblioteca también nos permite fantasear, y de manera gratuita, con el fúnebre horno crematorio que se levantaba en el mismo punto donde hoy se hacinan enormes mamotretos literarios, algunos de ellos –permítaseme decirlo–, también dignos de esas llamas de otro tiempo. Pero bueno, al fin y al cabo estas cosas que os cuento no tienen demasiada importancia: no son más que escollos que me entretienen al intentar abrir la brecha por la que me adentro. Y… y ya está. 14
Ahora, como fluyen los ríos viejos, no a su aire, sino al de las aguas de siempre, de siglos y siglos de lluvias y soles y asimilados granizos, procuraré fluir precisa por esos desconcertantes fragmentos de vida que suelen interesar a quien se propone contar una historia que no es exactamente la de su tía abuela; o que sí lo es, pero solo en parte, porque en el mundo real a menudo nos conviene y consuela sabernos fragmentos de un todo mayor que es una red conectora que nos justifica, pero también salvadora que nos impide caer. ¿Y cómo iba a ser eso de otra manera en el paralelo universo de la literatura?
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on Luis de Góngora y Argote se despertó amarillo aquel día y con el ceño más fruncido de lo normal. Se lo dijo a primera hora de la mañana el mancebo de la carne que le llevó los chorizos a casa. “¿Le pasa alguna cosa, señor?”. Él se limitó a esbozar una mueca altiva. “¡Vuesa merced está de la color del huevo!”. –¿Del huevo, de qué huevo? ¿Escalfado o pasado por agua? –Mismamente escalfado, que está más descompuesto. –¡Pero habrase visto atrevimiento igual en moçalbete que de la quincena no pasa! –Y además, vuesa merced arruga el ceño. Y con aquesto parece más grosero de lo que en verdad es. –¡Cuidado con el rufián! ¿Mas no es hora ya de ir a la miga2? –Es que yo no consiento consejas de maestra alguna. –Ya se ve. –Además, para maestro, mi tío el latiniparlo, que desde que lo parieron está de ropero mayor en la Asunción, y de tanta misa que escuchado se ha, habla mejor la lengua culta que el Santo Padre. Óigame voacé, ¿de verdad que no quiere que mande llamar a un médico? Palabra que tiene mala cara. –Patrañas. Al alba, como en la noche, todos los gatos son pardos. –Pues a vuesa merced se le ve malo enseguida. –Buena cosa no es aquesa, pues. ¿Mas a qué tanto mirarme? –La pícara curiosidad. Y que vuesa merced no pone reparo en que yo siga. –Será que me aguanto cualquier cosa, pues los dineros me faltan. 2 En Andalucía, “escuela de niñas”.
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–¿Que le faltan? –Que me faltan. –¿Y cómo piensa pagarme? Mi dueño me mata. –El riesgo has de correr. –Entonces ahora mesmo me voy por do he venido. –No, que tengo un poema. –¿Otra vez? –Otra vez. –¡Pues bonitas cosas hace usía con tantos latines como sabe! El señor cura que vive aquí abajo dice que vuesa merced está chocho, y que le queda que estar en la Corte menos de lo que tardó Pedro en negar a Cristo, que el nuevo Rey ya lo ha calado, que tiempo ha que no lo ampara amigo de abolengo ninguno, y que, abreviando, de todo Madrid es sabido ya de cuál pie andamos cojo. –A ese cura del demonio importarle ha lo que yo haga un higo, lo mismo que a mí sus mancebías. Y ese infame cojitranco que dices no soy yo, que es esotro que también anda en la Corte, do amén de medrar como un descosido, pasa el hambre de un marrano. –Pues sepa que no es el cura el único que dice ponçoña de vuesa merced y sus rarezas. –Por ahí digan, por ahí se pudran. –Lo que vuesa merced guste. Pero los choriços no me los pague con poema, que a mí me estorba lo negro. –A la vista está. Mas, como la chacina la quiero, lleguemos a un acuerdo misericordioso por la parte que te toca. –¿Y cómo es que apetece tantismo estos choriços? La manteca no es nuestro pan de cada día. –Por eso mesmo. Olivares no es necio. 17
–¿Olivares? –El Señor que es Conde y Duque, y que ya pronto será valido del nuevo Rey. Para él son los choriços. –Con bonito se codea vuesa merced para no tener dineros… –Dineros son calidad. –Yo no sé de letras. –Que te las lea tu tío el ropero. –Ni ansí… Y menos de las suyas de usted. –Para ti no tengo letras, sino letrillas… Un par que hice la pasada noche, sabedor de la soledad que campa en mi humilde faltriquera. Pero si quieres sonetos, sonetos. Tengo algunos nuevos. –No, que los sonetos los entiende su padre de usted. Los que hacía antaño, todavía. Pero ahora vuesa merced se ha puesto que no hay manera, según dice mi tío. A veces me lee cosas suyas; a mi me gusta oírlas porque trato a vuesa merced y me place verlo en mi cabeça escribiendo esas cosas tan finas, tan bien imaginado que me parece que le estoy tocando. Pero de las letras que hace, y sobre todas una que es muy larga y muy tediosa, la mayor mitad se me escapa del entendimiento, que le tengo corto. –Ya entenderás y sufrirás como cuatro. Todavía eres moço. –Ya sé. Pero el caso es que mi tío también se chotea de esos poemas que últimamente hace. Debe de ser que es como niño, y por eso mesmo es dichoso y huelga tanto. –La necedad del vulgo es vasta como de este aposento al coro de la Catedral de mi Sultamora. Y, por lo que dices, tu tío capitanea los españoles tercios de la bellaquería. –No me amohínan decires contra ajenos. –Aqueso es: que tu pariente libre solo la batalla por su honra. ¿Y qué cosas más dice ese tío tuyo? 18
–De vuesa merced, ninguna otra. Pero sí que habla de un poeta joven y talentoso que ronda la Corte con más ahínco que nadie. Francisco de algo se llama. Y dicen que es noble, y que goça como nadie del favor del Rey. –¡Hi de puta, el cojitranco! Aquese es el que antes yo te refería. Si das por cierto lo que comentan las hordas de necios sobre ese Quevedeco, mejor es que te lleves tus choriços a otro sitio, pues yo juro que no serán dignos de estas cuatro paredes que son la casa mía. Y otra cosa te digo: si Su Majestad aprecia mucho a ese cojitranco es porque quiérelo sumar a su corte de enanos y tullidos; ¿no sabes que el nuevo monarca es amante de la comedia? –Yo no sé de altas dinidades, pero sí de negocios. ¿Ese Quevedo sabe de la existencia de voacé? –Qué pregunta, pillastre. Claro que sabe. Y si no que me parta un rayo en este instante. –¿Y piensa de voacé lo mesmo que voacé de él? –O peor. –Entonces habemos trato: me quedo con su poema y hago negocio con ese poeta que, cojo o no, tendrá la faltriquera con más dineros que usía. Que me lleve hasta la casa suya mi tío, que presume de conocer palmo a palmo la Corte entera. –¿Al cojitranco vas a irle con mi poema? –Al mesmo. Como que doyselo en mano y no voyme hasta que no me enseñe la plata. –De acuerdo soy, que yo apetezco el marrano. Y, pillastre, tú, chitón, como si aquesto fuera lo que es: treta propia. Mas aguarda que le dé el cambiaço a esta letrilla por una burla cruel contra él que tengo de haber guardado en algún rincón. Soportaré luego con paternal paciencia su respuesta asonantada y contrahecha.
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Entonces don Luis dio al jovenzuelo un poema contra aquel nuevo poeta, y a cambio el muchacho, 谩vido de irle al rival con algo que mereciera suculentas monedas, entreg贸 a don Luis un rosario de choricillos con el que pudiera agasajar a Olivares.
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na Virgen se aparecerá a un par de niños en la orilla de un sendero bajo un árbol centenario, encina o alcornoque que parece un sauce llorón. Cuando tenga lugar el milagro, en los años cincuenta del siglo veinte, el camino únicamente lo transitarán carromatos con bueyes y humildes campesinos a pie con el hatillo a cuestas. Ya bien entrado el siglo veintiuno, se llegará al árbol dejando atrás todo lo recientemente urbanizado, ladera arriba, y tomando al cabo el camino izquierdo de una bifurcación cubierta de flores de plástico que la DGT habrá incluido en su lista de periurbanos puntos negros en la comunidad. No muy lejos del árbol bajo el que se producirá el acontecimiento, años antes los dominicos habrán edificado un sanatorio donde se envían enfermos de pulmón a los que conviene mucho el aire puro de la montaña. Los niños que verán a la Virgen precisamente son hijos de una madre tuberculosa que convalece en este lugar. En una asfixiante tarde de agosto, Bonifacia y Francisco darán un paseo por los aledaños del sanatorio para coger eucalipto y romero con los que hacer ungüentos para sanar a su madre, como la abuela difunta les había enseñado a hacer en el pueblo. Es entonces cuando al pie de la mencionada encina verán un resplandor impreciso que acabará concretándose en la virgen María. Enseguida Bonifacia reconocerá en su figura a Nuestra Señora de las Penas y las Angustias en la Agonía del Calvario, que sale el Jueves Santo bajo palio bordado y armazón argentino; su porte majestuoso y contrito es obra de la barroca escuela sevillana, pero en este caso la niña Bonifacia comprueba que también es obra de Dios, pues la Virgen que se les aparece es de carne y hueso y les habla con tangible dulzura. Su hermano pequeño, al decirle ella que mire bien, verá también lo que ve la niña. El mensaje que les transmitió la Virgen será claro incluso para el reportero de La dimensión oculta, programa de televisión emitido los martes a las doce de la noche con un share medio del trece por ciento, que, sesenta años después del milagro, anotará en su libreta electrónica las palabras impresas en un extenso papel pegado a un tablón de madera a los pies del árbol del milagro. El mensaje 21
de la aparecida comienza con “Y la Virgen dijo:” y acaba con un “Amén”. El tablón se extiende desde lo más alto del tronco hasta los matorrales del suelo, por lo que hay espacio de sobra en él para que el devoto pueda escribir su petición o agradecimiento con el bolígrafo que cuelga al extremo de un muelle. De las ramas penden piernas ortopédicas, muletas, bastones y un andador devorado por el óxido. Detrás del tablón, al otro lado del tronco, hay una Virgen embutida en una hornacina robada al árbol; ante ella se extienden seis bancos con los reclinatorios almohadillados y forrados de escay rojo. –Disculpe, ¿aquí dan misa? –Los domingos y fiestas de guardar –contestará recelosa al reportero una señora que merodea por allí–. ¿Usted es del programa ese raro, verdad? El reportero se lamentará de que su jefe se empecinara en que él mismo presentase cada martes la sección de “misterios a fondo”. –Sí, de asuntos paranormales. Herminio Villarín. ¿Y usted es…? –Dolores Barroso, la sacristana del lugar, para servirlo. Cuando pasó lo de los nenes yo trabajaba en el sanatorio como auxiliar de enfermeras. Luego ya, cuando me jubilé, me vine aquí y adecenté un poco el árbol, como puede usted comprobar. Yo misma vi a los niños desde una ventana cogiendo matas en el campo mientras la madre se nos iba. En realidad fui yo la que los mandó a coger hierbas, para que no estuvieran delante de ella cuando agonizaba. A nadie le conviene ver ciertas cosas, y menos cuando se es un niño; de todas formas ya la vida te las enseña luego cuando le da la gana. –¿Y no vio usted a la aparecida? –¿A la Virgen? No, hijo, no. Que más quisiera servidora… Yo estaba con la enferma, pendiente por orden del doctor de bajarle la fiebre con barras de hielo. –Qué curioso… ¿Entonces usted cree en todo esto? 22
–A pies juntillas. Figúrese. Cuando los nenes subieron arriba, a la habitación en la que estaba lo único que tenían en el mundo, con el corazón encogido los dos, los estreché entre mis brazos y los alejé del cuerpo ya sin vida de su madre. Entonces la nena, con la cara transformada, me hizo escribir en una hojita esas palabras que ha estado usted anotando antes, lo que yo hice como buenamente pude, que por entonces me estaba enseñando a leer mi primer marido, que en paz descanse. Hace unos años le dije a mi sobrino nieto, que estudia para cura, que me pasara el mensaje a ordenador, eso sí sin alterar una sola letra, que era mensaje sagrado. Lo curioso es que ella lo soltó todo muy de corrido, y como habrá podido comprobar son palabras de envergadura para una niña. Además, recuerdo que estaban muy asustadicos los dos. –Asustados quienes. –¿Pues quienes van a ser! ¡Los niños! ¡Ay, Jesús! –¿Y tenían padre? –Hombre, figúrese si lo tendrían, que de eso tiene todo el mundo. Su madre fue de mala vida, la pobre, y él se desentendió de la carga nada más saber que el varón venía de camino, que ya se sabe que dos niños pesan más que uno solico. –Entonces, ¿se quedó usted con ellos? –Con quienes. –Con los niños. –¡Qué más quisiera yo! Nada de eso. Los enviaron al orfanato. Uno que está por la judería. –Ah. Oiga, ¿y esto lo sabe el Vaticano? –Esa es otra. A Su Santidad se le informó enseguida. –¿Y? –Que aún no ha llegado respuesta. Así que figúrese. Yo pienso que lo que pasa es que estos asuntos son muy delicados. 23
–En cualquier caso no se pueden descartar otros factores, ¿no? Muchas veces el calor fuerte puede nublar el entendimiento, y aquí los veranos... –Los del sur estamos hechos a la calor como nadie. Yo soy granaína y sé muy bien de lo que hablo. Mi niña es una santa, y su hermanillo, igual. Usted opine lo que quiera, pero yo viví la cosa desde dentro y por eso llevo razón. ¡Vamos que si la llevo! –¿Los dos siguen vivos? –¡Digo! ¿Pues no sigo viva yo? ¡Cuanto más ellos, que son más jóvenes! –¿Y viven en Sultamora? –¿Dónde si no? La nena se metió a monja: convento de las Llagas Perpetuas, calle de la Hambruna número ocho. El nene está prejubilado; toda su vida ha sido basurero, y con los pluses de nocturnidad y demás ha ganado para hartarse. Apunte, que vive en la calle Cabezuelas número tres, subiendo la escalerilla, a mano izquierda. Herminio Villarín asentirá mientras toma notas en la pantalla de su libreta electrónica. –¿Ellos suelen venir por aquí? –Solo él, más que todo cuando toca aniversario. Ella ni eso, porque guarda clausura. De todos modos los dos son muy sencillicos y no quieren famas. –¿Qué día fue? –¿El milagro? –Sí. –El veintitrés de agosto. –¿De qué año? –El bendito de mil novecientos cincuenta y dos. Y una cosa le digo 24
a usted: que en el mes de María de ese mismo año la nena había hecho la Primera Comunión. ¿No le parece coincidencia? Lo que a Villarín le parecerá es que una Primera Comunión, salida en la procesión del Corpus incluida, puede convertirse en una experiencia de absoluta relevancia en la vida de una niña de aquella época, y lo que impresiona a un cerebro aún blando puede proyectarse a cada instante a la vuelta de cualquier esquina, o debajo de cualquier arbolito en medio del campo. –Me alegro de que su programa lo haya enviado hasta aquí – le soltará la mujer ante el prolongado silencio de él –. Se le ve a usted bueno y sano. Me refiero a su alma: se nota que es usted creyente; moderno, pero creyente. –Bueno. Volvamos al caso, señora. La cuestión es que dio usted credibilidad plena al testimonio de los chiquillos, ¿es eso? –¡Faltaría más! ¡Como casi que vi la aparición con estos ojos! –¿Que vio usted la aparición? –Que casi la vi. Si se me llega a pasar por las mientes en ese instante asomarme a la balconada principal, que la verdad es que lejos no me quedaba, ¡pumba!, me veo a María Santísima primorosa y reluciente. –Pero no la vio. Entonces, de la misma manera que cree posible una aparición de la Virgen, cree a los niños que la presenciaron. –De la misma manera no. Ni mucho menos. Es que a la niña se la cree a pies juntillas, porque la niña es una santa. ¿Ve usted?, con el niño no pasa eso tanto, porque como tiene un poco de retraso… –Retraso cómo, ¿Síndrome de Down? –Ese creo que es el que tiene. –¿Y vive aún? –Ya le he dicho que sí. 25
–Es raro. ¿Qué edad tiene? –Lo menos quince años menos que yo. –¿Y qué edad tiene usted? ¿Unos ochenta? –¡Uy, si será fresco! ¡Ochenta tu padre! Como Herminio Villarín es ante todo un profesional, se despedirá cortésmente de la sacristana cuando considere que ya no tiene nada más de utilidad que aportarle a su investigación y aprovechando la llegada de una anciana devota que la solicita. La mujer lo invitará a unas torrijas que se ha traído de casa en una fiambrera, pero él rehusará el detalle porque el dulce que le pone ante los ojos emana ligero tufo a plástico caliente; no obstante, hará que parezca que rechaza el manjar porque lleva prisa.
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l doctor don Casimiro Allende también tuvo prisa por irse de la ciudad tras una misteriosa llamada telefónica cuyo contenido jamás comentó con nadie. Cuando colgó el teléfono dijo a su mujer y a sus hijos que debían marcharse, que aquel lugar había dejado de ser para ellos. A sus amigos más allegados les dijeron que se iban a Soria, a un pequeño pueblo a las faldas del Moncayo. Don Casimiro es el médico que debería haber operado a mi tía abuela si ella, por su temor, no lo hubiera dejado esperando. Para cubrir su vacante en la Casa de Socorro y en el hospital de agudos, llegó “desde muy lejos” don Remigio García Bauskartofleitz, de madre alemana y padre español (un soldado de Orihuela que durante la Gran Guerra vivió una noche de pasión en Berlín con una prostituta turingia). Por eso este último es el galeno que ahora, bisturí en mano, se asoma a la boca de mi tía abuela, de par en par abierta por dos hierros que le tersan los labios anclándose en sus comisuras. Durante la última amigdalitis mi pariente había decidido operarse a toda costa, obviando por completo –esta vez sí– la convalecencia compartida a la que podría verse expuesta. Lágrimas como puños le brotaron de unos ojos sanguinolentos y estrechos por cuarenta y pico grados de una fiebre que no menguaba con paños de agua fría ni con alcohol de romero. Tendida sobre la mesa de operaciones siente el férreo sabor de su sangre bajándole hasta el estómago, y muy de fondo, como con sordina por la acción del sedante que le han dado, comienza a notar en el cuello una quemazón molesta. Fija los ojos en un reloj de madera de pino que toca las enteras y las medias con sonido grave en un rincón; después gime un poco y deja brotar una lágrima que ni siquiera nota correr mejilla abajo. Como le avergüenza clavar los ojos en la cercana cara del médico, de la que únicamente ha logrado ver dos cejas cobrizas y unos ojos azul celeste, intenta girar el cuello para mirar a un lado, pero se lo impide la correa que le cruza la frente y la sujeta a la camilla. Se revuelve nerviosa entonces hasta que escucha una maternal voz junto a ella: “Tranquila. Respira, respira hondo”, le dice en un susurro la enfermera. Le frena el llanto el consuelo; el consuelo, la sirena que manda a refugio.
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–Calma, muchacha –resuena ahora la voz del médico, remota tras la mascarilla; su español está manchado de un sutil deje germánico–. La operación está en un punto sin retorno: hay que concluirla. Vivimos tiempos imposibles. Mi tía abuela aprieta con fuerza la mano de la enfermera; don Remigio respira hondo un par de veces y con pulso preciso y pausado, practica un corte a su paciente en la angina izquierda. A un nuevo aviso de la sirena le siguen salvajes estruendos y violentas sacudidas de tierra que mueven los cimientos del edificio como si fueran de cartón. Fermina, la enfermera, presa del miedo por los todavía extraños envites de la guerra, no acierta con lo que el doctor le va solicitando, y le da la sierra en lugar del bisturí y la palangana en vez de la caja de sutura, pero es breve rectificando y él se limita a arrojarle mudas miradas a quemarropa. Mi tía abuela cierra los ojos para evitar que se le claven briznas de cal y trozos de mampostería que se descuelgan del techo, de la base de la lámpara que cuelga sobre su cabeza, al ritmo del balanceo que le imprime el impacto de una bomba arrojada no lo suficientemente lejos. El pánico que la atenaza ahora, potenciado el miedo a la operación por el horror que vuelve a desatarse fuera por cuarta vez desde hace un mes escaso, no sabe canalizarse con lágrimas ni puede hacerlo con gritos o sacudidas de espanto como las de la tierra, por eso se nota una quemazón entre las piernas que le deja luego un charco de agria humedad en el que, salvo ella, nadie repara. Mi bisabuela procuró que en esta ocasión la operación de mi tía abuela contase desde el primer momento con tácitos compromisos de palabra que la hicieran una realidad ineludible. El mancebo de farmacia con el que habló le consultó a su jefe y este, a su vez, a un médico mejor amigo suyo sobre lo más conveniente en esos casos. “Operar, sin duda. Una subida de fiebre algo más notable y se va como vino”. Estas palabras dijo mi bisabuela a mi tía abuela, que fueron las que el médico dijo al jefe del mancebo cuando este le comentó el caso. –Así que, ya lo sabes. Mañana mismo te apunto a la lista. 28
–Madre, no, que luego me acuestan con otro. –Bueno, hija, resignación. Hay que ver mundo. No te quejes. Mejor es eso que no que te quedes muertita aquí mismo, Dios no lo quiera, que no sabemos si al final va a estallar una guerra y cuando vayas a operarte te dicen que no. –Tranquila –le había dicho a mi tía el médico de turno al apuntarla en una lista llena de trazos negros precedentes–, que no tendrás que quedarte a dormir allí. Entre otras cosas, porque no suele haber cama libre. –¿Y compartida? –¿Compartida? ¡Qué disparate! ¿Dónde has oído eso, mujer? En realidad el riesgo de la operación era minúsculo, pero la interminable lista de espera que había lleva a mi familiar al reto de operarse de anginas en plena Guerra Civil. Cuando una bomba legionaria de doscientos cincuenta kilos cae al otro lado de la ventana de la improvisada sala que les sirve de quirófano, la tierra se sacude, varias losetas se levantan y el pulso del doctor se resiente y corta donde no debe. –Fermina, corra. Y Fermina, la enfermera, corre en dirección a la puerta que da al pasillo con la mente puesta en el refugio bajo la escalera, donde las cajas de apósitos. –¡No, corra aquí! Una incidencia… Creo que he cercenado la úvula de la paciente. Fermina rectifica, digna a pesar de todo y rápida como siempre, y se acerca a la camilla. Dos fluyentes y espesos regueros rojos cruzándole la cara a la paciente en dirección al cuello, hacen que 29
se lleve una mano temblorosa a la ristra de gasas que guarda en el bolsillo de su guardapolvo. –Humedézcame una en alcohol, corra. Y acérqueme otra vez la caja de sutura para enseguida ir cosiendo. Hay que rescatar la úvula de inmediato. –¿La qué? –pregunta Fermina. –La… ¿Cómo se dice? ¿Úvula, no? La… –el médico, que duda de pronto de su español desentrenado, se ve obligado a descubrir su boca de labios brevísimos, a abrirla y a señalarse dentro con un índice sanguinolento que mantiene a cierta distancia–. Aaaa… ¿Ve? El apéndice que cuelga, ¿sabe? Ante el estatismo de la enfermera, que ahora mismo acaba de tomar conciencia de que a la paciente le ha sido cortada la campanilla, el médico sacude la cabeza con evidente indignación. –Tráigame una bandejita, que voy a sacarle ya la otra angina: cuanto menos cosas en la boca, mejor para encontrar lo que buscamos. El médico mete en su boca unas pinzas con las que extrae la angina derecha. –Necesito más luz. Sustitúyame la carburera, por Dios. –No, que no hay repuesto. –¡Demonches, pues acérqueme algo que arda! –Aquí solo hay un candil. –¡Que remedio! Traiga, corra. La enfermera prende el pabilo y acerca la llama a la cara de la paciente con una precipitación que hace que un chorreón de cera le caiga en la mejilla. Mi tía abuela, estática a causa de las correas que 30
la anclan al catre, sufre esta y otras vejaciones (las uñas del médico metiéndosele en el hueco aún abierto de la angina derecha, una sonrisa congelada y estúpida en la boca de la enfermera, la lámpara meciéndose todavía y despidiendo trozos de cal y yeso que siguen yendo a parar a sus ojos) con un estoicismo que no es suficiente para cortar las lágrimas que se le escapan. –Tranquilícese, señorita. Busco lo que me parece que se ha tragado. En ese instante sacuden la habitación ondas expansivas de nuevas bombas que quiebran la tierra. – Sí –dice ausente el médico, sus dedos palpando lengua, cielo de paladar, heridas–, en efecto, la ha ingerido. Mi tía abuela piensa entonces que sí, que es probable que junto con la sangre le corriera garganta abajo algo que no debía de ser para eso, para tragarlo. ¿No sería una angina? Un escalofrío le recorre el cuerpo cuando empieza a asimilar la anormalidad de esta operación que le parece a estas alturas tan ajena. –Hay que abrir. Mi tía abuela toma entonces verdadera conciencia del cariz de los hechos, y llevada por una armonía interior que le cuesta no poco trabajo inventar, cierra los ojos e inicia un silencioso y devoto rezo del rosario. Pero unos instantes después, una bofetada del médico, impertinente y terrenal, logra sacarla de su ascética práctica. –No te duermas –le dice–, no te duermas que cierras la boca y me muerdes la mano. De improviso una nueva sacudida tira al suelo el frasco de cristal donde reposan las anginas de la paciente, que pasan a yacer en el suelo, entre cristales de redoma y fragmentos de espejo. A estas alturas, mi tía abuela deja de contenerse y solloza y gime y grita expresándose todo lo más que la dejan las correas que la sujetan a la 31
cama. Pero el médico, que en su angustia se ha despojado del trozo de tela que le tapaba la nariz y la boca, le levanta el camisón y a ella la enmudece un pudor que le hiela la sangre. Luego siente el corte del bisturí abriéndola en canal y la mano de la enfermera apretándole la suya con cara mal fingida de todo saldrá bien. El médico, entretanto, corta a la altura del esternón, abre la carne, cercena tres dedos más abajo del cardias y mete la mano entera en el estómago. Palpa dentro al tiempo que pide con urgencia a la enfermera una patena esterilizada. –A esterilizar no me ha dado tiempo. –¡Vaya! Pues démela como sea. Fermina acerca de inmediato a su jefe una bandejita en la que él deja imprecisos restos de algún alimento, sangre espesa y un pequeño trozo de carne carcomido por un extremo. –¡Lástima! –¿Ha muerto? –De ninguna manera; no diga usted disparates. Los jugos gástricos han empezado a comerse la punta de la úvula. Báñemela en alcohol y enseguida suturamos. El médico le cose a mi tía abuela el estómago y la carne del vientre; y cuando lleva cosida la mitad de la abertura de la angina izquierda, un rayo de sol reverbera contra un breve corpúsculo negro que cae de su boca entreabierta y va a parar la oquedad practicada en la boca de la muchacha, que enseguida es sellada por hilo y aguja. El médico, ajeno al incidente, está cortando aliviado el último hilo de sutura a su paciente cuando por la puerta entra mi bisabuela. –¡A ver! ¿Dónde está mi niña? La enfermera abandona lo que está haciendo y corre a interrumpir la trayectoria de la señora en dirección a la cama. Mi tía abuela incrementa el sollozo por la emoción de tener cerca a su madre. 32
–Estamos operando, señora. Salga usted de aquí, se lo ruego. –De eso nada. Acaban de caer del cielo bombas como soles y yo no me voy de aquí sin mi niña. –Créame que es mejor que espere fuera. Vuelva al refugio. –Claro que vuelvo, pero con mi niña. –Fermina, se lo ruego, sea tan amable de solicitarle a esta señora que aguarde fuera. En seguida concluyo: la guerra nos apremia. Un nuevo estruendo surge para ratificar las palabras del doctor, y la mujer accede a irse sola al refugio. –Acérqueme la úvula de esta jovenzuela y márchese usted también para ponerse a buen recaudo. Yo no me siento quién para velar por mi persona entre tanto enfermo desatendido. A la enfermera no le cuesta obedecer, y enseguida le entrega a don Remigio la campanilla ya desinfectada. Después se marcha al refugio donde se guarece del bombardeo todo el personal sanitario y los pacientes que por unos instantes pueden dejar de guardar cama. El médico le limpia con alcohol la garganta a su paciente, que hace ya tiempo que reza para sus adentros pero sin cerrar los ojos. Don Remigio planta en la garganta el pedazo de carne amputado para estudiar rápidamente la posición en la que debe coserlo. Como no le caben las manos en la boca, trabaja al milímetro con la ayuda de unas esbeltas pinzas que encuentra en un cajón. En la herida de la boca le escuece a mi tía abuela el sudor que resbala desde la frente del médico. Cuando don Remigio acaba de darle los puntos, empapa en alcohol voluminosos algodones que estruja en las suturas. Mi tía profiere un alarido que supera por un momento al ruido de los aviones que sobrevuelan la ciudad.
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El médico respira aliviado mientras sumerge las manos en una palangana. En ese instante o poco menos de un segundo después, un demoledor estruendo rompe el cielo y los cristales de la única ventana que hay en el improvisado quirófano. El médico, asustado, repentinamente ensordecido, quita el freno a la camilla metálica de mi tía abuela y la empuja a través de dos puertas que se abaten internándose en la honda oscuridad del corredor.
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a doctora Sibilina Trébol caminará por un oscuro pasillo de la planta baja de la Facultad en dirección a las escaleras cuando escucha pasos a su espalda. Por infantil instinto, comenzará a acelerar el ritmo de sus pies enfundados en silenciosos zapatos veinticuatro horas; y al doblar el recodo del rellano, notará que pisa un chicle y que por eso el mocasín se le vuelve pesado y reticente al siguiente paso. Murmurará entonces algo entre dientes y después de dejar la carpeta que lleva en la mano sobre uno de los escalones, se agachará para quitarse el zapato y mirar la suela. Un minuto escaso después, Pascasio Paniagua, reciente vencedor de un ajustado concurso a cátedra en Alicante, subirá las escaleras con su habitual ligereza de deportista veterano; al llegar al descansillo se topa con la inesperada visión del trasero de Sibilina, que se agacha sobre la suela de su zapato con hipnótico interés. Desde el primer instante en que la vio, un día caluroso ya, poco antes del verano, la joven investigadora le pareció una deliciosa y fatal mezcla de inquietante juventud y subyugadora madurez. “Treinta y pocos años llevados como si fueran quince, una actitud de colegiala desvalida y un oscilante carácter que un día te premia y al siguiente se burla de ti; pero, joder, también un expediente académico circunscrito a los resultados brillantes, un despacho por derecho propio en el Departamento de Literatura Española y, sobre todo, una odiosa frialdad ante cualquier intento de seducción masculina. Yo todo eso junto no puedo soportarlo; a mí es que esa mujer me vuelve loco”, le había dicho a su compañero y amigo Recaredo después de un par de vinos de más. Desde aquel doce de mayo en que la vio entrar en la Facultad, dos años y pico atrás, despeinada y con una voluminosa caja contra el pecho llena de libros, Pascasio supo que la belleza de aquella mujer tenía el ilimitado poder de enajenarlo hasta la sinrazón. “¿No la ves? Es una copia perfecta de la Venus de Botticelli, y a la vez una Ursula Andress saliendo de un mar al fondo. Cruel Salomé, pusilánime Ofelia. Una naturaleza hecha para subyugar con una seducción que a mí me parece tan inagotable…”, le había dicho a 35
su amigo el mismo día, varias copas de vino más tarde. –¿Le ayudo, señorita? –le preguntó en aquella mañana casi estival a las puertas del edificio. –No, gracias, ya puedo yo. –Qué tal. Soy Pascasio Paniagua, profesor de esta Facultad: Departamento de Lenguas Clásicas, especialidad en Latín Eclesiástico… Y, desde este mismo instante, totus tuus–le dijo también, ahorrándose tenderle una mano que él sabía que no habría sido estrechada. –Qué tal. Soy Sibilina, la nueva profesora adjunta del Departamento de Literatura Española; especialidad en los Siglos de Oro. Agradezco su efusivo ofrecimiento –dijo ella sonriendo ausente sin dejar de caminar hacia su despacho, sin mirar al profesor. –Encantado –balbució él mientras caminaba a su lado–. Eres prodigiosamente joven, ¿no? –Si usted lo dice… A pesar del hermetismo de la mujer, él se empeñó en acompañarla hasta su solitario despacho (“el mismo de Recaredo: mierda”), aunque únicamente le fue útil en girar el pomo de la puerta cuando ella intentó manipularlo cargada con su enorme caja. Todavía pesaba en su memoria el primer encuentro con aquellos pechos turgentes de pezones erectos tras la fina camiseta a la que le obligaba el calor, ávidamente vislumbrados al alzar ella los brazos, ya despojada de su carga, para recogerse en una cola su ondulada melena. Dos años después de aquello, cuando Pascasio se encuentre con las nalgas de Sibilina a la altura de su cara, a pocos peldaños de él, ella distraída por un percance, completamente ajena primero a sus pasos, luego a su presencia, se detendrá un momento para regalarse un detallado examen, un instante mágico –la delgada línea que divide sueño y vida a punto de quebrarse–. Lo que vendría después de aquello habría de suceder en otra parte, no en aquel lugar, relativamente transitado, sino en algún despacho recoleto, despeinando 36
alguna mesa de estudio llena de apuntes y libros. Le sofrena el castizo descaro de palmearle el trasero una certeza que se le evidencia a plomo: que aquello no le corresponde, que los casi treinta años que le saca son demasiados para ese tipo de atrevimientos. –¿Se puede saber qué estás haciendo? –le dirá desde el rellano para hacer notar su presencia. Sibilina dará un respingo al escuchar la cercana voz de trueno del profesor. –Me ha asustado usted –le dirá mientras se gira para comprobar que, en efecto, es quien piensa. –Pues disculpa. ¿Qué haces?, ¿qué miras? –Me parece que un chicle. Se me ha pegado a la suela y no hay manera… ¿Tendría usted un clínex? –No, chica. Yo de eso no uso. Si quieres te dejo mi pañuelo de toda la vida. Esta juventud… –Divino tesoro. Ellos no tienen nada que ver. Muchos de nosotros mascamos chicle. Lo mismo es de don Trinidad, que los usa de nicotina, porque pegajoso es como pocos. El chicle, claro, no don Trinidad. –Bueno… Los dos tienen lo suyo. ¿Por qué no te pones el zapato de nuevo y restriegas la suela por el filo del escalón? Para limpiar estas cosas están luego las limpiadoras, ¿no? Sibilina lo mirará impasible y luego se pondrá el zapato y lo restregará contra el filo de un peldaño, pero con una estudiada indiferencia que persigue apropiarse de la autoría del gesto. El chicle se estirará hasta romperse, de manera que la mitad seguirá adherida a la suela y la otra mitad se pegará ahora al escalón. –Yo creo que a lo mejor sí que deberías buscar un clínex de esos. Oye, ¿tienes clase ahora? 37
–Sí, claro. ¡Cielo santo, se me había olvidado! –exclama esbozando un gesto truncado de subir el siguiente peldaño, mirando el reloj luego:– ¡Y es tardísimo! Pero, ¿qué hago yo ahora con esto? Es que de verdad que se pega… –poniendo el pie en el siguiente escalón y viendo cómo la goma se estira de nuevo ligándolo al suelo:– ¿Ve? Y no se rompe. El profesor Pascasio no podrá evitar sonreírse. –Tienes que reconocer que es gracioso –le dirá. –Ya, sí. Mucho. Sobre todo cuando tienes clase luego. Muchos funcionarios matarían por este invento. El profesor se quedará un instante pensativo, serio de pronto. –Mira –le dirá–, toma mi pañuelo –sacándoselo del bolsillo y extendiéndolo hacia ella–. Hasta lleva bordadas mis iniciales. –¿Lo dice usted en serio? ¿Pero cómo voy a usar ese pañuelo para esto? –Cógelo, por favor. Además… –dudando un momento sobre la conveniencia del comentario, decidiéndose finalmente (cada año que cumplía lo hacía ganar en descaro):– Me muero porque tengas algo mío. Sibilina se quedará un rato mirando al catedrático con cara de asombro, de no creer del todo posible que le esté hablando en esos términos. –Gracias, pero de verdad que no –dirá enseguida, y cortará con los dedos el elástico chicle, del que aún se llevará un pequeño trozo pegado a la suela, que, aunque ofrece resistencia, no logra retenerla; luego recoge su carpeta del suelo–. Me voy, que llego tarde a clase. Adiós.
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Alarmada por la actitud de Pascasio, más descarada que otras veces y digna de recelo a tenor de lo que un par de compañeras le han dicho sobre él, ascenderá con rapidez los escalones de camino a la planta de arriba. Cuando lleve subidos la mitad, de nuevo resonará desde abajo la voz tonante de Pascasio: –¿Por qué eres tan grosera conmigo, a ver? La mujer se detendrá para girarse luego indignada. Le hablará al profesor desde arriba, instalada en la superioridad física que le concede estar siete escalones por encima de él. –Mire… Hay ciertos comentarios que yo no tengo por qué tolerar. Y se los tolero de la forma más educada que sé. –¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso? –Con mi silencio. Le pido respeto, por favor. Y que ceje en su empeño de no sé muy bien qué. Tengo pareja y soy feliz. –¿Y qué habría de incumbirnos eso? Yo no te pido amor. Sibilina no terminará de creerse que sea parte activa en esta conversación. –¿Y qué me pide entonces? –se atreverá a replicarle–. ¿Sexo? Y me lo dice así, sin escrúpulos de ninguna clase. –De ninguna: tú me los dinamitas todos. –Por desgracia a mí usted lo único que me dinamita es la paciencia. Y ahora, si no le importa… Subirá uno, dos escalones. –Ni siquiera me has felicitado por mi cátedra. Suspirará y volverá a detenerse. 39
–Enhorabuena por su cátedra –le dirá mecánicamente–. Y ahora me voy, que tengo prisa. Sibilina sube los escalones con una energía que aglutina enfado y prisa, y a causa de la exagerada agresividad en sus ademanes, con los que parece querer demostrarle a Pascasio que el error que ha cometido con su descaro es ya irreparable, un papel viejo, viejísimo, algo arrugado y manuscrito, se escapará de su carpeta de cuero entreabierta y planeará escaleras abajo hasta caer a los pies del profesor. Esto sí que es, pensará él, un guiño del destino. –Un momento, preciosa –le dice ufano–. No seas tan rápida. Vuelve a mí, que se te ha caído esto. Sibilina, helada, adivina en su nuca una lenteja láser de francotirador: touchè, presiente, y en seguida teme. Ceremonioso, Pascasio se saca del bolsillo sus gafas de cerca y vuelca con curiosidad los ojos sobre el ajado papel. Lo mirará con atención un rato y luego comenzará a leer su contenido con voz queda mientras la doctora desciende las escaleras de nuevo, esta vez muy despacio, al ritmo de cada endecasílabo que el catedrático recitará con afectación y cadencia, pero a trompicones porque le cuesta descifrar la pomposa grafía barroca: Al Conde de Lemos por su valioso presente: Vuestro esplendor sincero de señores –émula bruta del mayor lucero, de pícaro dádiva y lisonjero– cuantiosos dale al mendigo favores, y el fiero ya suave tiempo devoto, poco después que su cristal dilata, con el arbitrio proprio se desata haciendo hoy lo que era remoto. Si no fragmento dio al soplo Oriente que iguale viejo Hefesto, el extranjero, de un cristal de sol más reluciente
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que esta piedra, plomo es su venero, pura y bañada en néctar ardiente, en deuda está con vos poeta artero. –No está mal, pero… los hay mejores. ¿No crees? Sibilina tardará unos segundos en encontrar palabras con las que salir airosa de su silencio. –Qué soberbio –dirá mientras desciende de nuevo los escalones con una fingida tranquilidad, intentando que el profesor no vea la manera de hacerle daño con aquello–. Además, ¿mejores qué: manuscritos o poemas? Apuesto a que este ni siquiera lo conocía. –Ganas entonces. Pero es de quien yo creo, ¿verdad? –Yo no sé lo que usted cree. –Pues que su autor es Góngora. Por el estilo: tiene su sello. O algún epígono. Pero, un momento, ¿acaso a ti te importa lo que yo crea? –En absoluto. Y ahora –adelantando una mano tímida hacia él–, ¿me devuelve el poema, si es tan amable? El profesor bajará rápido la suya alejando el papel de su alcance. –Desde luego que no. Si quieres recuperar tu manuscrito tendrás que hacerme un poco más feliz de lo que soy ahora por el mero hecho de tenerlo y poder chantajearte. Sibilina no dará crédito a la situación que está viviendo, pero decide gastar el último cartucho de una indiferencia que persigue disuadir la osadía del otro. –Tampoco sobrestime su gesto –le dirá–: es solamente un facsímil; el original lo tienen en la Biblioteca Nacional. –Mientes. No me chupo el dedo. Es más, me da a mí la impre41
sión –volcando de nuevo los ojos sobre el poema– de que precisamente me engañas porque te interesa mucho recuperar este papel… ¿O mejor tendría que decir pergamino? Sé sincera y dime si me equivoco. Sibilina tomará nota de su comportamiento cándido y torpe para castigarse luego, en casa. La cara del profesor, abombada y blanca como una luna llena, la mirará ella con una amalgama de ira y asco, pero también con miedo y frustración; y estos últimos sentimientos tenían la peligrosa cualidad de ablandarla, de lo que también se lamentaba adelantadamente para martirizarse después, a solas. Un no del todo desagradable tufo a colonia o a after shave la sacará de la autocompasión que la bloquea trayéndola de nuevo al presente de la escalera. –Vale. Rápido, que llego tarde a clase –le soltará mirándose instintivamente la muñeca–; muy tarde. De hecho, corro el riesgo de que mis alumnos ya hayan hecho uso de su derecho de marcharse a casa. –No te quejes entonces. Tómate un respiro. –Ni hablar. Rápido he dicho. ¿Qué quiere?, ¿qué piensa pedirme a cambio del manuscrito? Se sorprenderá de sí misma tarde, cuando ya hayan salido estas palabras de su boca. –Adivínalo –dirá el profesor, también recién sorprendido–. Es fácil. –Joder, váyase ya a la mierda –le soltará ella, en parte arrepentida de su descaro, en gran medida incapaz de seguir poniéndolo en pie según las normas del otro. Exasperada, aparentemente segura de sí misma, ascenderá de nuevo peldaños; pero enseguida se detendrá y, esta vez mucho más alta, se volverá de nuevo hacia el profesor para casi gritarle: 42
–Dígame ya qué quiere, ¿vale? ¿Qué diablos me pide usted a cambio? –Algo proporcional, tranquila. –El qué, dios bendito. ¿Una mamadita, tal vez? –al escucharse decir esto no se escandalizará tanto como antes; cuando uno se adentra por este tipo de caminos, se acostumbra pronto al paisaje. –¿Tanto vale este poema? –le dirá él, que jamás habría apostado por una salida así de boca de ella. –A lo mejor el poema no vale lo que otros, pero créame que hay quien mataría por tener ese manuscrito. –Vaya, vaya… Pues entonces mejor me lo pones, ¿no? Lo mismo hasta te saco un completo. A Sibilina le entrarán unas ganas irrefrenables de golpear a Pascasio, pero después de respirar hondo un par de veces elegirá tragarse su orgullo y aprovechar el arma de doble filo con el que le habrá obsequiado el azar para cortar profundo a riesgo de dañarse. –No sabe de lo que habla –le dirá con un tono de desprecio–. Hagamos lo que hagamos no le estaría abonando ni la mitad del gramaje de ese pergamino. –Si tú lo dices, que eres experta en estos asuntos... El profesor cargará sus palabras de evidente lascivia y soslayadas malas intenciones. A la mujer le repulsará ese tono más que la cara bovina del profesor, inofensiva solo por el olor a colonia que la envuelve. –Es usted necio: una cosa es el valor y otra el precio. –Me consta. Hay un refrán. –No, es un poema. De Machado. 43
–No me digas. ¿Y cuánto vales tú? –Lo que usted nunca va a poder pagar. –¿Cincuenta manuscritos como este? –Más. Varias veces más. –¿Tanto? –Si quiere sexo de saldo, búsquelo en la calle. En la universidad hay más caché, ¿no le parece? –Sabes que tengo contactos, dinero, nombre y un equipo de becarios a los que el Gobierno me obliga a mantener entretenidos. En un mes puedo reunir todo lo que quieras… Y entonces me pagarás gustosa. –¿Un mes? ¡Cuán largo me lo fiáis! –¿Quieres recuperar el manuscrito o no? –Es evidente. ¿Por qué lo pregunta?; ¿le ha chafado su deseo mi arrogancia y me lo va a entregar sin más? Ella mirará desafiante al profesor y él permanecerá en silencio, callado, ruborizándose como un bobo adolescente que se adentra en lo prohibido. Sibilina intuye lo que quiere Pascasio. –Dígame ya qué quiere –le hostigará. –Que me enseñes tus pechos. Quiero tocarlos. Ella se sonreirá: no era eso exactamente lo que había imaginado que le pediría. De pronto piensa que Pascasio es un hombre ridículo. –¿Ahora? ¿Aquí? –le contestará burlona, de repente segura de sí misma. –Aquí y ahora. –Pues aquí no. Y ahora menos. 44
A pesar de la euforia que la embarga, la profesora siente que una idiota le acaba de implantar una boca nueva y absurda. Mentalmente se consuela pensando que llegará el momento en el que salir del atolladero sea una opción. El profesor sonreirá triunfante y entonces ella sabrá que ya no hay vuelta atrás. –Está bien. Soy paciente –le dirá él, optimistamente resignado, con la condescendencia del que sabe que es él quien se sale con la suya–. Lo dejamos entonces para mañana. En mi despacho. Estaré en él trabajando desde primera hora de la tarde. –Es usted ridículo. –La culpa es tuya. Un hombre es siempre lo que una mujer guapa quiere. Sibilina permanecerá un rato en silencio, y durante ese instante, paréntesis que fractura el instinto, la Sibilina sensata se le rebela a la que da por cierta la falacia de actuar de acuerdo a un plan concienzudamente establecido. –No pienso enseñarle nada –dirá con una voz quebrada de indignación. –De acuerdo. Olvídate entonces del poema, del manuscrito y de las medallas filológicas que podría haberte reportado. Ni te cuento del apoyo de mi equipo de investigación. Ahora, si me disculpas… El que se va soy yo, que tengo trabajo. Y después de quitarse las gafas de cerca y guardar en su portafolio el poema barroco, Pascasio comenzará a ascender pesadamente el último tramo de escalera recreándose en el gesto, dándole tiempo de sobra a ella para cambiar de opinión. Cuando él ya está un escalón por encima de ella, como si el destino, previsor, hubiera decidido no molestarlo antes de haber salido airoso, sonará su teléfono móvil. Pascasio contestará rápido (“¿Sí?... No. Enseguida bajo”) y cuando cuelgue le dirá a ella: 45
–Cambio de rumbo. Bajo a la capilla. Me reclama don Trinidad. Piénsatelo, ¿vale? Sibilina, consciente de su desventaja frente a él (ella no es catedrática, tampoco prima del decano), reprime a tiempo el impulsivo gesto de su puño derecho, que llega a alzarse tan solo una cuarta en dirección a la cara de Pascasio, trémula y perruna en su triunfante descenso al pasar a su lado.
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