La profundidad de los espejos Jorge GutiĂŠrrez Diego
A todos los que estรกis a mi lado sin condiciones
Primera parte
Espejos invertidos
La huida
Y
o no iba en aquel coche por voluntad propia. No es que hubiera sido obligado, no es eso lo que intento decir, es simplemente que si hubiera visto otra salida no me hubiera quedado allí sentado, ni siquiera me hubiera metido en el coche. Me entró el pánico, qué otra cosa puedo decir en mi defensa. Actué por instinto o por inercia, llamadlo como queráis. No soy digno de compasión, o sí, pues qué ser vivo sobre este maldito planeta no lo es. Pero no lo soy en el sentido de haber sido un héroe o un verdugo o una víctima. No soy ninguna de esas tres cosas, soy una figura más de un teatro en el que los personajes olvidaron su papel, lo confundieron, o simplemente improvisaron demasiado. El hecho es que yo iba en ese coche por una autopista recta que iba agujereando el cielo que teníamos delante. Él conducía, extasiado y completamente superado por la situación, aunque no quisiera admitirlo, fingiendo una tranquilidad tan falsa como lo era todo en su vida, porque todo era falso, desde el reloj hasta sus historias y sus afirmaciones, sus promesas, sus caras, su estilo de vida, hasta sus recuerdos eran falsos, pues los había disfrazado de una épica que jamás tuvieron. Todo era falso, sus ojos mentían, «todo va a 11
salir bien, ―decía―, todo saldrá bien», pero ambos sabíamos, ya entonces, que aquella carretera interminable tenía un fin, y que, fuera cual fuera, este no sería benigno con nosotros. Yo miraba a través de la ventana, permanecía mudo, solo trataba de resignarme a lo venidero, de aceptar que aquel paisaje era lo último que vería, que aquel viaje era el último, que todo lo demás era absurdo, que no podría cargar con todo eso, que no iba a volver como lo que no era, tal vez otros tengan el valor, puede que incluso se merezcan ser admirados por ello, pero a mí nunca me importó ser admirado. Lo que yo no era, lo que no he sido ni seré nunca, digan lo que digan estas líneas, escondan lo que escondan, lo que vosotros queráis inventar o de lo que me queráis acusar, es un asesino. Yo no hice nada, eso que quede bien claro. Yo iba en aquel coche, iba a su lado, incluso no lo despreciaba, sabía que no era un mal tipo a fin de cuentas, pero ya no lo comprendía, había perdido completamente la cabeza. Aquello necesitaba un fin. No soy un asesino, no lo fui, no inventen, por favor. No creen en su cabeza historias sobre mí, no traten de hacer sus vidas más emocionantes a mi costa, no intenten aliviar su moral o su mala conciencia a través de lo que yo hice o no hice, de lo que cuento aquí y de lo que dejo de contar y ustedes imaginan. No juzguen. Ustedes no saben nada de mí. Y yo no lo voy a contar todo, eso desde luego, no hay tiempo para ello. Vayamos al principio, supongo. Es un buen lugar por donde empezar. Pero no se asusten, el principio no está tan lejos. No es mi fin aburrirlos. Todo comenzó en la tarde de ayer. Cuando el día ya declinaba y el sol era débil y se precipitaba al olvido, David vino a recogerme. Teníamos un plan, rápido y eficaz, nada podía
salir mal, lo habíamos hecho montones de veces. (Por cierto, no crean que soy un mentiroso, dije que no iba en ese coche por voluntad propia y es verdad, pero no me refería a este momento, todo eso viene después. Ya lo comprenderán). Íbamos cantando, escuchando la radio, con las ventanillas bajadas, el aire me daba en la cara y era una sensación agradable, de libertad, como cuando te tumbas en la hierba y dejas que esta, fresca y húmeda, te acaricie la espalda. Tardamos unos veinte minutos en llegar a nuestro destino: un asador situado a las afueras de la ciudad. Un sitio pijo y familiar. Los papás gastaban su fortuna en filetones enormes que sus hijos no podían acabar, en filetitos minúsculos para sus mujeres, que siempre terminaban diciendo que habían comido demasiado, y en unos solomillos sangrantes para ellos, que se sentían como reyes, como verdaderos jefes de familia, cuando se lo zampaban entero y dejaban su barriga asomar por encima del pantalón. Se lo desabrochaban, como si estuvieran en el jodido salón de su casa, y sonreían estúpidamente hacia todos lados, esperando la alabanza de un camarero flacucho, perdedor condenado, que les diría lo increíble que era que fueran capaces de comer esa cantidad de carne. Él jamás sería capaz, diría. El hombre orgulloso, el camarero humillado, odiando la altivez del caballero tanto como su trabajo. Yo no sería capaz de servir a esos engreídos que creen saberlo todo. Estábamos llegando. Yo le dije, «lo hacemos como siempre, rápido y limpio, no quiero conflictos, yo me quedo apuntando mientras tú coges el dinero de la caja fuerte. Sin tonterías, ¿te enteras?». Él afirmaba con la cabeza, no quería oír mi sermón, lo sé. Pero, no lo voy a negar, yo conocía su temperamento algo 13
impetuoso, no pensaba antes de actuar, era tozudo, tremendamente tozudo, si algo se le metía en la cabeza, aunque fuera la cosa más estúpida del mundo, la llevaba hasta el final. Siempre había sido así. Por lo tanto, no puedo declararme inocente de no saber quién me acompañaba, lo sabía muy bien, pero esperaba que esa faceta irracional no saliera a relucir jamás en un momento totalmente inoportuno. Lo hizo, ya lo deben saber. Debí alejarme de él. Jamás debí haberlo conocido, ¡qué diferente sería todo hoy si no me hubiese tropezado nunca con él! Pero quién puede saber esas cosas. Nadie. Nadie pudo decírmelo entonces, nadie me dijo que me alejara de él. Decirlo ahora es fácil. Pero ya de nada sirve. Aparcamos el coche en el aparcamiento situado en la parte posterior del restaurante. Este tenía gran cantidad de plazas, y la mayoría estaban ocupadas. Aquello estaba a reventar de coches, de buenas marcas, de carrocerías relucientes, tapicerías de cuero, todoterrenos poderosos, enormes, cuya presencia hacía que te sintieras pequeño e insignificante conduciendo un coche como el nuestro. Un Honda viejo con arañazos por doquier y las llantas feas y oxidadas, como si fueran las de un tractor. El coche parecía sacado de una serie de los ochenta, de esas en las que los policías conducían tras su objetivo en persecuciones que se alargaban durante interminables minutos, en los cuales recorrían las calles más estrechas y también las más transitadas de la ciudad, se saltaban semáforos, conducían por el carril contrario y chocaban una y otra vez con coches de desconocidos, haciendo que algunos de ellos explotaran frente a las caras incrédulas de los propietarios. Finalmente, el resultado era el automóvil destrozado y el ladrón
detenido. Ya no hay persecuciones así, ni siquiera en la tele. Aquí tampoco las habrá. Como he dicho, se trataba de entrar y salir. Coger el dinero y marcharnos, sin más. Nos pusimos unos pasamontañas en la cabeza y salimos del coche. Solo se veían nuestros ojos. Las ojeras que los envolvían. Mirar a través de aquellos ojos era como mirar una ciudad desde una ventana. Avanzamos decididos por el aparcamiento desierto, sin mirarnos, cada uno con una pistola automática metida en el pantalón. La pistola se me clavaba en el muslo, como un punzón en la madera. Estaba nervioso, algo más que normalmente, tenía la leve sensación de que algo iba a salir mal, mis manos temblaban más que de costumbre y la derecha se mantenía cerca del arma, como si creyera que me fuera a faltar tiempo, como si en vez de encaminarnos hacia un restaurante lleno de clientes desarmados que comían en paz y charlaban distraídos, nos dirigiéramos a un duelo de vida o muerte con otros dos pistoleros o a enfrentarnos a un ejército de contrabandistas rusos. No lo sé, todo era muy extraño. Era una intuición inconsciente, una imagen sin rostro, una aguja invisible que se inyectaba dolorosamente en mi cabeza y hacía que se me agarrotaran los músculos. Sin embargo, el día era luminoso y tranquilo, silencioso como una noche de invierno. Pero no, nada en mi interior estaba calmo, el tiempo se espesaba a cada paso, que resonaban en el asfalto como si fuera el único sonido vivo, como si me hubiera quedado sordo y solo me quedara oír mis pasos una y otra vez, yendo hacia ningún lado, sin moverse del sitio, cayendo a un vacío negruzco.
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Llegamos a la puerta, mi compañero puso la mano sobre el pomo, me miró, le devolví la mirada, y entramos. Entonces todo se aceleró, el tiempo empezó a correr y en pocos minutos, o segundos, la noción temporal se pierde en la red de mi frágil memoria, mis peores presentimientos se cumplieron. Entramos con aire autoritario. Gritando no recuerdo bien el qué, amenazas y órdenes, lo de siempre, solo para amedrentar, para que vieran que íbamos en serio. Y vaya si lo íbamos. Yo me quedé apuntando a los clientes, los cuales yacían en el suelo o escondidos tras las mesas. Se oían respiraciones profundas y entrecortadas, como cercanas al llanto. Yo me mantenía sereno, soltando alaridos que transmitían órdenes absurdas, dando vueltas sobre mí mismo para no perder a nadie en mi limitado campo visual. Pero todos estaban demasiado asustados para intervenir, eso estaba claro. Nadie es tan valiente, en estas situaciones no hay héroes. El miedo lo baña todo. Mi compañero se saltó la barra y apuntó al camarero. La pistola frente a la cara. La boca exclamando órdenes a una distancia mínima. Los esputos caían sobre el apresado. Yo seguía dando vueltas. Todo parecía dar vueltas. Me empezaba a desagradar la situación. Una arcada me subió a la boca, dejando un espeso sabor a desprecio. Por mí, por ellos. El camarero y mi socio se fueron hacia dentro. Allí tenía que haber una caja fuerte, o así estábamos informados. Yo no estaba presente, así que no vi nada, tan solo seguí apuntando y tratando de desoír los llantos, ya evidentes, y las respiraciones aceleradas. No sé qué pasó, el camarero no acertaba con la combinación de la caja, debía temblar como un árbol en un día de tormenta, las manos debían sudarle y le resbalaban, no atinaban con los números. Tal vez no sabía la combinación, lo desconozco. No quiero saber más. De repente
sonó un disparo. Solo uno. En la cabeza, a bocajarro. Me acerqué al quicio de la puerta, sin dejar de apuntar hacia el salón, y vi la escena: mi amigo empuñando la pistola, el camarero muerto al lado de la caja fuerte, con la cabeza reventada. La escena me impresionó, lo prometo, jamás había visto a un muerto por disparo de bala. Había empuñado muchas veces un arma pero no había matado a nadie. Como mucho un disparo en la pierna. Algo así. Pero jamás había visto matar. Mi amigo farfulló algo: no quería abrir la puta caja. Una mujer estalló, se levantó y se puso a gritar, enloquecida, con los nervios deshechos, superada por todo aquello. Y quién no lo estaba. Mi compañero salió corriendo de la habitación. Disparó. Una, dos, tres veces. Su marido se levantó y la sostuvo entre sus brazos. Lloraba. Mi compañero volvió a disparar, esta vez al hombre, que cayó con su mujer aún entre los brazos. «¿Estás loco?», le grité. Sin respuesta. Miraba a su alrededor y el cuerpo le temblaba. Se quitó el pasamontañas y se giró hacia mí. No sé por qué lo hizo, supongo que ya le daba todo igual. Yo no podía creer lo que estaba viendo. La sangre de la pareja se confundía entre sus cuerpos. Los presentes mantenían un silencio inquietante. Yo seguía apuntando, pero ya ni siquiera pensaba en ello. No había héroes. Él se acercó a la caja y cogió el dinero. No era mucho, pero era lo único que quedaba. Yo me quité el pasamontañas, no sé por qué, supongo que pensé que tapar mi rostro ya no tenía sentido. Quizás fue estúpido, pero puede que solo fuera una manera de justificar lo que luego haría, de obligarme a hacerlo. La fuerza del subconsciente, que siente las heridas de inmediato, cuando estas aún no han agujereado la piel. Nos marchamos del asador, con una 17
bolsa de dinero y apuntando a los rehenes, nuestros rehenes, los que no eran héroes, las víctimas, los testigos. Al cruzar la puerta nos pusimos a correr en dirección al coche. El cielo seguía abierto, tan abierto e inmenso como jamás lo había visto. Subí al coche, qué otra cosa podría haber hecho. Era el cómplice de todo aquello, era parte de lo que acababa de ocurrir y mi sitio era aquel. Cualquier otra cosa hubiera sido ilógica. Ocupé el asiento del copiloto y guardé silencio mientras las ruedas chirriaban al arrancar. Al poco rato se hizo de noche, pero era una noche luminosa, de luna llena, y yo aún era capaz de discernir el paisaje que atravesábamos. Veía la naturaleza escasa formada por arbustos aislados y montes lejanos. Y tierra, arena seca, suelo duro y desnudo. No le pregunté por qué lo hizo, ni le grité ni le reproché nada. Me quedé en silencio, mientras él conducía con los ojos enfermizos puestos sobre la carretera; se movía en ademanes nerviosos, no parecía encontrar su lugar. ¿Tenía lugar en el mundo? Lo dudo. Tras conducir varias horas, sin cruzar una sola palabra, paramos en un bar de carretera. Estaba amaneciendo pálidamente, me di cuenta de que habíamos conducido toda la noche. ¿Qué pensaba él que estábamos haciendo? ¿Adónde nos dirigíamos? Ni siquiera le había preguntado adónde marchábamos. Pero no era necesario que me lo dijera, no me interesaba lo más mínimo. Bajamos del coche y entramos en el bar. Dejamos el dinero en el maletero. Pedimos café y tostadas. La camarera era una rubia muy simpática, bromeé con ella, pues necesitaba volver a sentirme vivo, aunque fuera por última vez, hacer reír a alguien, ver una
risa fresca y femenina. Él no dijo nada, tenía un aspecto horrible. Grandes ojeras y el pelo revuelto. Sentados allí no tuve la impresión de que se arrepintiera de nada. Solo tuve la certeza, repentina, de que estaba cansado, como si supiera que tenía que huir, pero no comprendiera muy bien el porqué. Asimilé por primera vez que él no tenía concepto del bien y del mal. Creo que jamás comprendió sus actos. No supo verlos tal y como eran. Estaba fuera del mundo, se hallaba tan lejos de él que su único recurso posible parecía ser el de destruirlo. Sabotear la realidad, para tal vez comprender o sentir algo. Pero no sentía nada y seguía sin entender. Yo creí volverme loco, creí estar, por un momento, lejos de todo juicio, lejos de todo acto, creí estar en un sueño y poder despertar, borrar la cafetería, el coche, el restaurante, las víctimas, los disparos, el verdugo e incluso la realidad y el cielo claro que iluminó la escena de huida. Pero no era así, la cordura regresó, el remordimiento también, y volví a ver la cara inexpresiva de mi compañero de mesa. Pagamos y nos pusimos en marcha. Me despedí con tristeza de la camarera. Durante las siguientes dos horas que condujimos pensé en ella. Llevábamos toda la noche viajando y la mañana ya había nacido por completo. Lo extraño era que yo no tenía sueño, como si ya dormir no fuera importante. De pronto tomamos un desvío hacia una carretera de arena y nos adentramos en un bosque. Cuando llegamos a un pequeño claro él frenó y apagó el motor. «Descansaremos aquí durante un rato», me dijo. Por fin habló. Salió del coche, para estirar las piernas supongo, y yo salí tras él. Se quedó mirando los árboles 19
que nos cercaban, dándome la espalda. Creo que él comprendía como yo que al final seríamos atrapados, que no podíamos huir indefinidamente. Nuestros rostros estarían ya en la televisión. La sangre que él derramó estaría ya en cada emisora. Mi nombre se mancharía pronto con esa sangre. Ya estará manchado. Seríamos juzgados, condenados, odiados. Lo seremos o lo somos ya. Qué más da, vosotros no sabéis nada de mí. A todos os faltan demasiados datos para juzgar. Me acerqué a él, por detrás, y le apunté con mi pistola a la cabeza. Él aún miraba los árboles, no se movía, solo observaba el cimbrear de las hojas, parecía esperar a que algo ocurriera, que se desprendieran aquellas hojas en un baile calculado para despedirlo. Disparé y el disparo murió solitario en aquel bosque despoblado que me rodeaba. Que me rodea. Dejo este escrito aquí para que la historia no tenga solo una cara. Pues, cuando se oiga otro disparo, de mí solo quedarán estas palabras.
Qué más puedo decir, hay caminos que son solo de ida.