Francisco J. Fernández Romero es Licenciado en la Escuela Superior de Comercio de Sevilla y Diplomado por el Bureau d’Etudes et d’Organisation y la Escuela de Alta Dirección y Administración de Barcelona. En 2009 escribió su primera El pacto de Nicoletta. Dos años después fué premiado por su relato corto Alma robada en el X concurso de cuento corto del Ayuntamiento de Bormujos .
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En un frío amanecer de la Sierra Norte sevillana,
cuatro tiros rompen el silencio de las colinas. Un testigo presencial vislumbra a lo lejos cómo dos cuerpos han sido abatidos y yacen inertes en la tierra. Ambientado en el marchito retrato de altivos señoritos y obedientes jornaleros, el lector irá descubriendo paso a paso qué misterio encierra ese dramático suceso. En un ayer que todavía no se ha esfumado, saldrán a flote secretos de amores oscuros que han permanecido bien guardados a lo largo del tiempo. Un embarazo no deseado relacionado con la familia, conduce a una mujer emprender una desesperada lucha: recuperar la maternidad que le había sido arrebatada.
Francisco Fernández Romero - Colección DSK - La huella violácea- Ediciones En Huida
El Autor
Otros títulos de la colección
José María Ramírez Loma
2. Julio Mariscal y la revista Platero Francisco Basallote 3. Las bicicletas no son para El Cairo Emilio Ferrín 4. La carta Bonsor Emilio Morales Ubago 5. La Cuestión israelí Antonio Basallote Marín 6. Recuerdos de un tiempo vivido Francisco Vélez Nieto
Reportaje abierto Colección DSK - Novela
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1. El hombre no mediático que leía a Peter Handke Edgar Borges
Ediciones En Huida
7. Todas son iguales Nerea Riesco 8. Nosocomio. El diamante negro Tania Padilla 9. El Áfrika star
Ignacio Sánchez
10. La huella violácea Francisco Fernández Romero
© De los textos: José María Ramírez Loma © De la foto de portada: Antonio Jimeno Parra © Del diseño de la portada: Martín Lucía Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941773-2-3 Depósito Legal: SE 2111-2013 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es
REPORTAJE ABIERTO José María Ramírez Loma
REPORTAJE ABIERTO
A Cati, mi mujer, y a Pedro Vidal, un gran amigo, que mucho han tenido que ver en esta novela
PARTE I Septiembre de 2003
CAPÍTULO I
L
a avenida de la Palmera estaba desierta, era tarde, pero el calor aún pesaba. Una persona paseaba solitaria por la dársena, junto al rio, miraba los reflejos del agua y las luces mortecinas de los edificios que, a lo lejos, parpadeaban suavemente. De repente, a gran velocidad, dos coches de la policía recorrieron la calzada, cruzaron el puente, llegaron a la rotonda y frenaron para girar, después aceleraron sin tener en cuenta los semáforos. Tal vez se tratase de una falsa alarma… pero no, esa noche algo había pasado, la sangre y la muerte surgieron de nuevo de la oscuridad. Un hombre de pelo canoso esperaba en el portal de una casa con gesto preocupado, avisado por las luces que se acercaban. El frenazo seco chirrió sobre el asfalto. Las patrulleras se pararon junto al bordillo y cuatro policías se bajaron con prisas, dos de ellos se dirigieron al portal, los otros se quedaron vigilando la calle. ―¿Es usted quien ha llamado? ―preguntó uno de ellos. ―Sí, he sido yo ―contestó con voz nerviosa el portero del edificio. ―Díganos qué ha pasado ―añadió el policía. ―Una vecina dice que algo extraño ha ocurrido en el apartamento que está junto al suyo, por lo visto oyó unos gritos. Hemos llamado a la puerta y nadie contesta, pero estoy seguro de que su propietario no ha salido. ―Indíquenos el lugar ―dijo el policía. Subieron con rapidez por la escalera. El apartamento estaba 9
en el tercer piso, al fondo del pasillo. Se acercaron con cautela y llamaron varias veces. No hubo respuesta. Insistieron, pero fue inútil. Uno de los policías acercó su rostro a la puerta para comprobar si se oía ruido en el interior de la vivienda, durante unos instantes permaneció inmóvil, hasta que con la mirada confirmó que el silencio era absoluto. ―¿Está usted seguro de que el propietario está dentro? ― preguntó uno de los policías. ―¡Dios mío! Seguro. Cuando entró me saludó como todas las noches…, y no lo he visto salir ―contestó el portero. ―Por favor, avise a la vecina que oyó los gritos. El portero se dirigió al apartamento contiguo, al instante salió una señora de mediana edad vestida con bata de casa; en sus ojos brillaba el espanto. ―Disculpe señora soy el inspector Estévez. El portero dice que ha oído unos gritos ―se giró para indicar con la mano la puerta del apartamento lindante. ―Sí ―contestó con voz quebrada― discúlpeme estoy muy nerviosa. Mi salón y el suyo están pared con pared. ―¿Qué es lo que ha oído? ―insistió el policía. ―Un grito tremendo, después un portazo… no sé… ―Tranquilícese señora, haga un esfuerzo, dígame ¿exactamente qué oyó? ―Primero una voz, dijo algo parecido a «qué haces», luego añadió gritando «te voy a matar». Eso lo oí con mucha claridad, la voz parecía jadear. Después escuché un golpe y, por último, cerrarse la puerta. ¡Me asusté mucho!... Estoy muy nerviosa ― añadió juntando las manos que le temblaban. ―¿Cuándo ocurrió? ―preguntó el inspector. ―Hace algo más de una hora ―contestó la mujer.
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―Y usted, ¿no ha visto salir a nadie? ―dijo al portero. ―Por el portal no. Ya le he dicho que no me he movido de la portería. ―¿Y por qué está seguro de que el propietario está dentro, y no fue él quien dio el portazo y salió por el garaje? ―Lo he pensado, comisario, pero he comprobado que su coche está abajo, no hay otra salida ―contestó el portero. El inspector Estévez se dirigió a su compañero. ―¿Qué hacemos, entramos? ―¿Sin una orden? ―contestó el compañero. ―¿Tiene usted llave? ―preguntó al portero. ―Debería tenerla, en la portería guardo la de algunos vecinos. Don Julián me la dejó, junto con un mando de la puerta del aparcamiento. Vive solo y pensó que alguna vez podría necesitarla. Pero ―añadió con tono preocupado― hace un rato fui a buscarla y no estaba. ―¿Qué quiere decir, que la han robado? ―No lo sé. ¡Dios mío! ¡Que no haya pasado nada! ―musitó el portero. ―Y el mando, ¿también ha desaparecido? ―No, el mando no, está en el cajón. ―No sé, quizás deberíamos llamar a alguien de la judicial para que abra la puerta ―dijo Estévez a su compañero. Bajaron la escalera y salieron a la calle. Estévez entró en el coche y llamó a la comisaría para informar y pedir instrucciones. Con tranquilidad salió del vehículo para dirigirse a donde estaban sus compañeros. ―¡Ya vienen! ―les dijo sin inmutarse.
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Pocos minutos después apareció otro vehículo, lo conducía un oficial acompañado por un hombre vestido con traje de faena. Subieron al apartamento con el inspector Estévez, el operario se arrodilló delante de la puerta y la abrió. Los policías la empujaron despacio y entraron en un pequeño vestíbulo semioscuro, les iluminaba la tenue luz de una lámpara de mesa que llegaba desde el final del pasillo. Caminaron hasta llegar al salón: un hombre yacía sobre el suelo. Avanzaron unos metros y al verlo de cerca se quedaron paralizados, sin duda estaba muerto; un cuchillo de cocina le atravesaba el cuello; le entraba por el lado izquierdo y le salía a la altura del mentón. La sangre, todavía fresca, manchaba la alfombra y su traje de color hueso. El inspector se dirigió a su compañero: ―¡Joder! Llama a la comisaría y da parte. El portero y la vecina que esperen, hay que tomarles declaración. Por cierto ¿este sujeto no es un periodista que está siempre husmeando por jefatura? ―dijo, acercándose al cuerpo para mirarle mejor el rostro. Su compañero también se agachó para fijarse. ―A mí también me suena su cara, aunque está totalmente desfigurada ―contestó. La noche prometía ser larga. El inspector Estévez dio instrucciones para que uno de los policías hiciese guardia delante de la puerta del apartamento, los demás bajaron a la calle para situarse delante del portal del edificio. A pesar de lo avanzado de la hora no faltaron curiosos alrededor del cordón policial. El juez de guardia y el secretario del juzgado llegaron poco después, el inspector Estévez se acercó para contarles lo que había sucedido y acompañarles hasta el lugar en el que se encontraba el fallecido. No tardó en aparecer una ambulancia que aparcó sobre la acera, dos hombres vestidos con bata blanca se bajaron de ella, sacaron una camilla, la desplegaron y salieron corriendo abriéndose paso entre los curiosos. Durante más de una hora los policías registraron el apartamento, tomaron huellas y buscaron pistas que permitieran reconstruir lo que acababa de pasar en esa habitación. Cuando el juez dio la orden de levantar el cadáver los camilleros lo cubrieron con una sábana y bajaron con la camilla a toda velo12
cidad ―el silencio era absoluto, sólo se oía el inquietante chirrido de sus ruedas y los golpes que daban al subir y bajar el escalón de la puerta y el bordillo de la acera―. La apoyaron contra la parte trasera de la ambulancia y al empujar, sus patas se plegaran con un sonido metálico; después se oyó el golpe sordo que produjo el cierre del portalón. El espectáculo había terminado. ¿Qué habría sucedido? «Se trata de un asesinato» decían algunos, mientras se alejaban. Sólo se quedó el portero, que estaba de pie, asustado y con el rostro marcado por el cansancio.
Al día siguiente, en la Jefatura Superior de la Policía, la noticia de la muerte de Julián Márquez corrió como reguero de pólvora. ―Collado ¿te has enterado de la muerte de Julián? ―dijo un oficial abriendo la puerta del despacho del inspector sin llamar. ―¿Julián? ―preguntó con frialdad, sin revelar demasiada sorpresa. ―Apareció ayer muerto en su casa, tenía un cuchillo atravesándole el cuello. ―¡Joder! ¿Qué ha pasado? ―No tengo ni idea, es todo lo que sé. ―¿Quién te lo ha dicho? ―Un compañero, pero no sabe nada más. ―¿Quién lleva el caso? ―Estévez. Durante unos segundos estuvo en silencio; de repente, como si hubiese tomado una decisión importante, dijo: ―Vámonos, hay que verlo. 13
El inspector Collado y su ayudante salieron con prisa y se dirigieron a la comisaría de distrito en la que estaba destinado su colega. ―Esto nos puede resolver las cosas ―dijo como si estuviera pensando en voz alta. ―¿Qué quiere decir? ―No importa, ya te enterarás. Ahora lo que tenemos que conseguir es que nos hagamos cargo de la investigación. El despacho del inspector Estévez estaba en la segunda planta. Collado y su ayudante subieron la escalera casi corriendo, el policía llamó a la puerta al mismo tiempo que la abría. ―¡Jacinto, cuánto tiempo sin verte! ―dijo dirigiéndose a su compañero que estaba de perfil mirando en el interior de un archivador. ―¡Hombre, Enrique! ¿Qué haces aquí? ―Mira, te presento al oficial Garrido, trabaja conmigo ― Estévez hizo un movimiento con la cabeza que había que entender como un saludo―, venimos por el caso de Julián Márquez, nos gustaría participar en la investigación, tenemos motivos. ―¿A qué te refieres? ―preguntó. ―A que tenía que ver con asuntos que estamos investigando. ―Mira, Enrique, si quieres te informo de lo que averigüe, pero el caso es mío. ―No te molestes, sólo quiero ayudar ―contestó Collado dándose cuenta de que había planteado mal su pretensión―. Si no te importa, cuéntame lo que ha pasado. Estévez le contó lo que sabía: que murió a causa de varias puñaladas, que una vecina oyó lo que parecía una disputa; y, lo más extraño, que no vieron salir a nadie por el portal. Collado preguntó la razón por la que eso le parecía extraño y Estévez le contestó que el portero guardaba en un cajón la llave del apar14
tamento y un mando a distancia del garaje, pero cuando fue a buscarlos, la llave había desaparecido. -¿Y qué conclusión sacas? ―preguntó Collado. ―Todavía no tenemos ninguna hipótesis, pero cabe pensar que el asesino conocía la existencia de la llave y la sustrajo con la idea de sorprender a su víctima, pero ¿por qué no se llevó la del garaje? y si no lo hizo, ¿cómo salió del edificio? El portero asegura que a esa hora nadie pasó por la portería, aunque sí oyó ruido y vio salir un coche. ―¿Pudo reconocerlo? ―No, el garaje está justo a la vuelta de la esquina. El portero estaba en la acera, junto a la puerta del edificio, vio a un coche girar, pero era de noche y no se fijó, aunque asegura que no era de ninguno de los vecinos. ―¡Si tenía un mando…, o ha sido un vecino, o alguien relacionado con alguno de ellos! ―replicó Collado con ironía. ―No lo sé, lo hemos pensado, pero resulta poco probable. Ese hombre hacía una vida extraña, llevaba un año en el edificio y, por lo que hemos averiguado, nadie lo conocía, sólo el portero. Además en su domicilio hemos encontrado una importante cantidad de heroína, suponemos que tiene que ver con el asesinato, seguramente se trate de un ajuste de cuentas. El inspector Collado hizo una pausa y preguntó. ―¿Era mucha cantidad? ―La suficiente ―contestó Estévez―, por menos he visto muertes. ―¿Y no se la llevaron? ―No, ahí estaba. Eso también es extraño. Collado se sentó en una de las sillas y con tono agrio dijo: ―Yo lo conocía, aunque de lejos, siempre estaba buscando 15
historias en jefatura y en alguna ocasión coincidimos. Desde hace unos meses lo hemos estado siguiendo, sospechábamos que estaba implicado, precisamente, en asuntos de drogas. ―Bueno, creo que debemos empezar por buscar a alguien con el que tuviera la suficiente confianza como para entregarle el mando, pero antes me gustaría saber qué es lo que habéis investigado. No me cabe la menor duda de que el asunto de las drogas es la clave para resolver el caso ―remató Estévez. ―Desde luego, cuenta con ello ―replicó Collado. ―¿Y qué decían la voces que se oyeron? ¿Algún nombre? ―No, sólo dijo algo parecido a «qué haces», y «te voy a matar», pero no sabemos quién fue, si el muerto, o el asesino. ―¿La voz era de hombre? ―Según la testigo, sí. ―Gracias Jacinto. Collado y el agente Garrido salieron del despacho y volvieron a la comisaría. Dos semanas después, Jacinto Estévez recibió una orden de la jefatura, le comunicaban que a partir de ese día el inspector Enrique Collado se hacía cargo de la investigación y que, a la mayor brevedad, le remitiera toda la documentación que sobre el asunto obrara en su poder.
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PARTE II Nueve meses antes
CAPÍTULO II
L
a sala de redacción de Diario del Sur estaba en plena actividad, los redactores preparaban los textos que debían enviar a la rotativa y todo era un continuo ir y venir de personas. Sobre una de las mesas un teléfono no paraba de sonar sin que nadie le prestase atención, callaba y de nuevo repetía su monocorde sonido. Los periodistas caminaban con prisa por el pasillo y entre los espacios que dejaban los muebles de oficina; no parecía que les molestase el ajetreo y los continuos timbrazos. Con las carreras de unos y otros, la puerta basculante de la sala no paraba de abrirse y cerrarse con movimientos acompasados. Un hombre, que parecía venir de la calle, entró tras uno de esos vaivenes y se dirigió a la mesa donde estaba el teléfono que no dejaba de recibir llamadas. Era de mediana edad, con un rostro afilado y sudoroso, con poco pelo, pero con un largo mechón castaño claro, casi rubio, que le crecía encima de su oreja izquierda y que peinaba sobre la cabeza, disimulando la calva. Su traje, de color hueso, marcaba profundas arrugas a la altura del antebrazo y diagonalmente, entre la cadera y las ingles. Caminaba a zancadas, acompasando sus pasos con una respiración profunda y sonora. ―Julián, tu teléfono no ha parado en toda la tarde ―le dijo un compañero. Se sentó, apartó con los antebrazos el montón de papeles que descansaba sobre la mesa, se acercó el teléfono y miró en una pequeña pantalla las llamadas recibidas. En ese momento, sonó de nuevo. ―Dígame ―contestó con voz estridente. 17
Durante unos instantes se mantuvo en silencio, pero con una extraña mueca en los labios. ―¡Mira!, os he dicho muchas veces que tengo otras cosas que hacer, así que esperáis a que aparezca. Si no, me llamáis al móvil, que no va a pasar nada. De nuevo se calló para escuchar lo que le decían, anotó una dirección y una hora en uno de los papeles que tenía a su alrededor, colgó el teléfono y dejó el bolígrafo. Miró el reloj y sonrió mientras se recostaba en la silla. ¡Esa noche tendría suerte! El redactor jefe se dirigió a él. ―Julián, ¿tienes algo para hoy? ―Sí jefe, no te preocupes, ahora salgo y te traigo una exclusiva, guárdame media página. Gutiérrez tiene que venir conmigo. ¿Dónde está? ―Lo vi antes en la sala de fotógrafos, búscalo allí, hoy no tenía nada. Pero no tardéis que hay que cerrar ―dijo mientras se alejaba hacia su mesa. Esperó un rato y volvió a comprobar la hora; era el momento, se puso en marcha, salió de la sala de redacción y se acercó a la de fotógrafos para buscar a Gutiérrez. ―Coge las cámaras que nos vamos. El fotógrafo era un hombre joven y de aspecto agradable, a pesar de lo poco elegante de su vestimenta: acostumbraba a llevar un pantalón caqui sin forma, camisa de un color semejante y un chaleco de estilo explorador, con un montón de bolsillos. ―¿Dónde vamos? ―dijo mientras se colgaba al cuello varias cámaras fotográficas de distinto tamaño. ―Ahora te lo cuento ―contestó Julián. El reportero y el fotógrafo bajaron al garaje y en unos instantes estaban en la calle. Durante el trayecto le contó a su colabora18
dor que iban a El Vacie, que había recibido el chivatazo de que la policía iba a hacer una redada. ―¡Joder Julián!, ¿cómo es posible que siempre seas tú el que se entera de esas cosas? ―le dijo el fotógrafo. ―¡Contactos que se tienen! ―contestó con una sonrisa de astucia. ―Lo que me cabrea es ir otra vez a ese basurero ―añadió Gutiérrez.
El Vacie era un histórico arrabal de la ciudad, un asentamiento de chabolas situado entre el cementerio, el río, y la carretera de circunvalación. Siempre fue un lugar maldito, donde la marginación y la delincuencia, desde el principio, formaron parte de la vida de los vecinos. En sus polvorientos callejones era fácil encontrar basura, restos de muebles, colchones viejos tirados por el suelo y ratas, que circulaban como un habitante más de la zona. Muchas de sus construcciones eran sólidas, pero otras, simples chabolas hechas de cartones y chapas viejas, que a duras penas se mantenían de pie. Llamaba la atención la maraña de cables que salían de sus techos para terminar conectándose a los de la luz, y de ellos, atadas por los cordones, era frecuente que colgasen zapatillas usadas de deporte, como si fuesen racimos de uvas. Puede que esa extraña costumbre no tuviera ningún significado y se tratase de un simple juego infantil, pero su visión resultaba inquietante, como una pesadilla que convocara imágenes fantasmagóricas. Los vecinos estaban acostumbrados a que las patrulleras de la policía entrasen en el barrio para registrar las viviendas, era frecuente; y aquella noche ―como otras muchas― los hombres salieron a las puertas de sus casas para observar lo que pasaba: una redada, decían, ¿a quién le habría tocado esta vez? Cuando el coche de Julián cruzó la calle los vecinos, que estaban reunidos formando corros, se giraban para esquivar las luces 19
de sus faros, el periodista los observaba con indiferencia desde el interior del vehículo, ellos devolvían las miradas con desconfianza y, al reconocerlo, escupían en el suelo; mientras, los niños correteaban semidesnudos entre la basura o se dedicaban a encender pequeñas fogatas, rodeados de perros que no paraban de ladrar. Después de dos o tres vueltas por sus sucias calles, entraron en una en la que el asfalto desaparecía para convertirse en un polvoriento camino, en cuyos márgenes se acumulaba la basura. La luz de los faros rasgaba la oscuridad y anulaba la que proporcionaban unas tristes bombillas sujetas en unos postes. Al final, varias patrulleras de la policía estaban colocadas de forma que cercaban un ensanche situado delante de ellas. Las luces azules giraban silenciosas sobre los techos de los vehículos; en efecto, se trataba de una redada, habían registrado unas modestas chabolas hechas de maderas de desecho, donde vivían unos presuntos traficantes de drogas. Los periodistas se bajaron del coche con resolución. El inspector que parecía ser el jefe del operativo enseguida se acercó; Julián hizo algunas preguntas y el policía le facilitó los datos necesarios para hacer su crónica, al tiempo que Gutiérrez se alejaba para fotografiar desde varias posiciones el espacio cercado y a tres personas que estaban de espaldas con la frente apoyada en el techo de un coche y con las manos entrelazadas detrás de la nuca. Se les veía el pelo, que les llegaba hasta los hombros, rizado y largo, y en sus pulgares, unas grandes sortijas de oro amarillento. El responsable del operativo era el inspector Enrique Collado, un hombre corpulento con aspecto rudo y con ademanes violentos. Su rostro resultaba difícil de olvidar, la piel parecía cuero endurecido por el sol, con marcas y profundos hoyuelos distribuidos por la cara. Con frecuencia se le dibujaba un rictus de dureza en la comisura de los labios y en los ojos se le encendía la llama de una mirada directa, que parecía no controlar. Su oreja derecha carecía de lóbulo, a causa ―según se decía en la comisaría― de una bala perdida en un tiroteo que mantuvo con unos delincuentes. En un momento en el que el fotógrafo se alejó para continuar con su reportaje gráfico, Julián se dirigió al policía y con un leve movimiento de cejas le dijo: 20
―¡Hablaremos!, ¡ya sabes! Julián y el fotógrafo dieron por terminado su trabajo. Salieron del barrio dejando atrás el polvo de sus callejuelas, la pobreza y el abandono de sus habitantes. El fotógrafo no pudo reprimir su pena. Mirando por la ventanilla del coche, dijo: ―¡Me deprime esta miseria! ―¡Sólo son delincuentes y drogadictos! ―contestó Julián con desprecio.
La mañana estaba nublada, la niebla se había espesado en los márgenes del río y en toda la ciudad se respiraba humedad. Era pronto para que le avisasen, sólo habían pasado un par de semanas desde que realizaron la operación. ¿Qué podría ocurrir? A pesar de sus dudas, Julián Márquez acudió con presteza al pequeño cafetín situado en un callejón del centro donde acostumbraba a citarse con el inspector Collado, que lo esperaba sentado en una banqueta moviendo la cucharilla de un café. Cuando el periodista entró, el jadeo de su respiración se oyó en todo el local, se acercó al policía, mientras que con la mano en alto pedía al camarero que le sirviera una copa de coñac. ―Todo está preparado, el paquete lo hemos dejado donde siempre, no podíamos retenerlo más ―dijo el inspector de policía, después de lo que pareció un saludo. ―¿A qué jugáis? ¡Es pronto! ¡Mover la mercancía tan rápido es peligroso! ―contestó. ―Sí, pero también que la tengamos más tiempo. ―¿Ha pasado algo? ―¡Ha pasado que no vamos a ser nosotros los que corramos todos los riesgos! 21
―Repito que es muy pronto, alguien puede relacionar las operaciones ―insistió Julián. ―No te quejes, que esta vez hay un buen pellizco ―le replicó Collado―. Habla con tus amigos y arréglalo, y les dices que no estamos dispuestos a aceptar un precio tan bajo como el que últimamente han pagado. ―Joder, si es que ha entrado una partida muy grande, hay mucho en el mercado ―protestó Julián. ―Pues ya hay menos, así que déjate de rollos ―dijo el inspector con tono severo―. Nos avisas cuando hayas terminado ―añadió, mientras dejaba unas monedas para pagar su café. Salió del local y se adentró en otra callejuela que llevaba a la puerta de la Iglesia de San Marcos; allí un coche patrulla lo esperaba. Subió al vehículo y le dijo a su compañero: ―Hay que vigilar al periodista, ese hijo de puta nos engaña. Julián no tenía prisa. Apuró la copa de coñac y salió con calma hacia la oficina, tenía que prepararse para recoger el encargo. Apartó la papelera que estaba en el suelo, junto a su mesa de trabajo, y cogió una bolsa de deporte que había en el interior de una pequeña cajonera; era temprano y para hacer tiempo estuvo tomando notas en un pequeño cuaderno azul. Después, se dirigió al gimnasio en el que normalmente realizaban las entregas, un edificio gigantesco, con varias plantas, situado frente a la estación de ferrocarril. Entró con la bolsa de deporte colgada del hombro y se sentó en una mesa de la cafetería. El camarero le dijo: ―Don Julián, ¿lo de siempre? Contestó con un movimiento de cabeza. Comió con lentitud. Cuando terminó se acercó a la puerta de uno de los vestuarios esperando encontrarlo vacío. Puso la bolsa debajo del cajetín 212 y lo abrió con una llave que llevaba en un bolsillo de su chaqueta. En su interior había dos paquetes envueltos en una toalla, los cogió con cuidado y los guardó en su bolsa. 22
Salió de nuevo, esta vez directamente al garaje. Las calles atascadas le irritaban. Lo que llevaba le quemaba en las manos y no veía el momento de llegar a su casa, un pequeño apartamento situado en un lujoso edificio situado en el barrio más caro de la ciudad. Después de dejar el coche en el garaje, cogió el ascensor temiendo encontrarse con alguien; agarraba la bolsa con fuerza. Hasta que no entró en su apartamento no se relajó. Dejó lo que llevaba encima de una de las butacas e intentó sentarse en la que estaba al lado; tuvo que apartar la ropa usada que había sobre ella. Todo estaba revuelto, en la mesa del sofá descansaban vasos con restos de cerveza y unas latas vacías, y en la encimera del ventanuco que daba a la cocina, un azucarero y varias tazas de café sucias. Fue a la mesa del comedor, apartó algunos papeles y ceniceros llenos de colillas, sacó uno de los paquetes que traía en la bolsa de deporte y lo abrió con cuidado. Despacio, rasgó con una navaja su envoltorio, hundió un dedo en el polvo y se lo acercó a la punta de la lengua. Se reclinó en la silla y esbozó una sonrisa... pero aún no había terminado, pesó los dos paquetes en una pequeña báscula que tenía en la cocina y volvió al salón, sacó de uno de los cajones del aparador un cuaderno color marrón y anotó en él lo que había escrito en el cuaderno azul. De un salto se echó sobre del sofá para coger el teléfono. ―Chumbo, ¿eres tú? ―¿Quién llama? ―dijo una voz con frialdad. ―Soy Julián, ya tengo el envío, te vas a llevar una sorpresa. ¿Has hablado con alguien? ―No corras tanto ―contestó el Chumbo―, ¿de cuánto estamos hablando? Julián hizo un silencio. ―Aún no lo sé, no la he cortado, pero es bastante ―contestó secamente. ―¡Hostias!, a mí no me llames si todavía no sabes las cosas. 23
―Qué mala leche tienes, hijo puta. Mañana donde siempre ―replicó Julián y colgó el teléfono.
El Chumbo era un joven de mediana estatura, acostumbraba a vestir con pantalones estrechos y unas camisetas de color oscuro que dejaban los hombros al descubierto. En su brazo derecho tenía una sucesión de tatuajes que iban desde la muñeca hasta el omóplato. El pelo, de un intenso color negro, lo llevaba rapado y sus ojos, marrones, miraban con indiferencia, acompañando al gesto agrio y mal encarado que forzaba en su rostro. En los dedos acostumbraba a llevar sortijas de metal ennegrecido y un aro le pellizcaba una ceja. Cuando tenían que verse se citaban en un pequeño bar situado al lado del mercado de abastos de la calle Feria, a una hora en que el bullicio les ofrecía protección. Julián llegó antes y se sentó a esperar; cuando el joven llegó, el periodista ya tenía la segunda copa de anís en la mano. ―Escúchame ―le dijo nada más verle―, me están apretando. Esta vez podemos sacar un buen pellizco, habla con quien sea, pero el precio tiene que subir ―bajó el volumen de la voz y añadió― tenemos una buena cantidad de heroína. ―Y nosotros ¿cuánto nos apañamos? ―preguntó el joven. ―Ya la he cortado, bastante. Pero hay que tener cuidado, me parece que desconfían. ―Hostia puta, si es que está cada vez más complicado ― replicó el Chumbo con enojo―. Ahora dicen que está entrando mierda por todos lados. Ellos saben de dónde viene la que les llevamos, y que es mogollón peligrosa, por eso los cabrones pagan menos. ―Pues que se lo piensen, si no, nos buscamos a otros, todavía mis cojones se hacen respetar. Sólo tengo que dejarme ver dos o tres días por el barrio y verás cómo entran. Lo mismo que 24
ahora reciben, pueden cambiar las tornas y ser ellos a los que se les quite, ¿te enteras? Julián era un viejo conocido de las bandas traficantes que trabajaban en Torreblanca, con los que tenía un pacto secreto: les procuraba protección policial y a cambio distribuían la droga que les facilitaba; lo odiaban, pero también le temían, sabían que con una sola palabra podía hundirles el negocio. El Chumbo era su contacto en el barrio y el encargado de llevar los mensajes y, como siempre, cumplió con su tarea: días después trajo la noticia de que los jefes de las bandas no aceptaban las condiciones. Los gritos de Julián y su furia rechinaron en el aire; sin dudarlo, decidió acudir a los lugares en los que encontraría los contactos adecuados para que hicieran llegar sus amenazas a los que mandaban.
Torreblanca era un barrio lleno de contrastes. Situado al este de la ciudad, tenía dos zonas perfectamente diferenciadas: la vieja, en la que las construcciones eran de baja altura, como casitas de pueblo; y la nueva, con bloques de viviendas que parecían gigantescas colmenas donde los vecinos se apiñaban en pequeños apartamentos. En sus calles podía encontrarse de todo: vendedores que ofrecían sus productos sobre tableros de madera que montaban delante de sus casas; ancianos empujando carros repletos de hierros y materiales de desecho; y un incesante ajetreo de personas que se movían de un lado a otro o hacían corros sentados en sillas que sacaban a la calle. A pesar de que la mayoría de la población era honrada y trabajadora, el barrio tenía mala fama por culpa de las pandillas y mafias que lo controlaban. Era cierto que a cualquier hora del día se podía encontrar cocaína, heroína, anfetas, pastillas y cualquier cóctel de moda. La plaza del Platanero, situada en la zona de las casitas bajas, era el lugar donde la marginalidad alcanzaba su máxima expresión y uno de los sitios favoritos de los jóvenes para reunirse, jugar al futbol o fumar hierba. Allí encontró a Antoñito, un joven de la cuadrilla de Ginés. Se acercó por la espalda, lo cogió por la camiseta y lo puso contra la pared. 25
―Antoñito, cuánto tiempo sin verte ―le dijo subiéndole con las manos la camiseta hasta la nariz―. Me ha dicho el Chumbo que Ginés no está de acuerdo con nuestra oferta. Le dices que se lo piense, que la policía está deseando trabajar en este barrio y dejar en paz a los miserables de El Vacie. ¿Lo has entendido? Soltó al muchacho y se volvió con mirada provocadora hacia los otros jóvenes, que se le acercaban con la intención de rodearlo. ―¡Quitaos gilipollas, o me lío a hostias con todos vosotros! ―dijo con tono desafiante. Los jóvenes se apartaron y lo dejaron pasar sin rechistar. Después se acercó al bar de Andrés, para repetir la maniobra y, más tarde, fue a las calles donde se concentraban los vendedores; dejó claro el mensaje que quería que llegase a los jefes del pequeño ejército que traficaba en el lugar. No quiso salir del barrio sin rematar el trabajo y se dirigió al domicilio del Chumbo, que estaba situado en la zona vieja. Una mujer de edad avanzada le abrió la puerta. ―Vengo buscando al Chumbo ―la señora se apartó, miró hacia el interior y dejó a la vista una pequeña sala de estar donde el joven descansaba recostado sobre el sofá. Al ver a la visita se levantó y de un salto se acercó a la puerta. ―¿Qué haces aquí? ―preguntó a Julián. ―¡Tenemos que hablar, sal un momento! El Chumbo salió a la acera y la señora protestó gritando. ―¡Chumbo, ahora te vas a ir, la cena está en la candela! ―¡Calle, madre, y deje de dar por culo! ―contestó el Chumbo. ―Me he dado un paseo por el barrio y he dejado las cosas claras ―le contó―. Mañana te vas a ver a los que mandan, que ya habrán recibido el recadito. Si hay algún problema, me lo dices, que se van a enterar esos cabrones.
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CAPÍTULO III
G
uillermo Suárez era el gerente y principal accionista de La Colina S.A., una productora de televisión que en los últimos años había adquirido cierto renombre. Su actividad se centraba en la producción de programas de todo tipo, entre los que destacaban varias telenovelas de éxito. Alberto Velasco trabajaba en la empresa como responsable de la realización de una serie de reportajes de actualidad y de investigación periodística; lo ayudaba Ángel Gutiérrez, un magnifico cámara que no se separaba de él ni un instante, siempre dispuesto a sacar el mayor partido a las ideas de su jefe. Uno de los contratos que la empresa había firmado, lo obligaba a entregar un número de reportajes en determinados plazos, lo que exigía hacer un seguimiento periódico de la producción. Al comité de dirección le tocaba hacer ese día el control de los reportajes de Alberto. A la reunión acudieron, además de Guillermo, Antolín Pérez, jefe de presupuestos y costes de producción, Alberto y Ángel, su ayudante. ―Si no os importa empezamos ―dijo Guillermo dirigiéndose a los asistentes que estaban de pie charlando animadamente―. La semana pasada entregamos los tres últimos. Por cierto, Alberto, nos han felicitado por el que hiciste sobre la Medina de Tánger ―dijo mientras se sentaba―. La cuestión es que nos faltan por entregar cuatro más para cumplir el contrato ―continuó― ¿no es así Antolín? ―que asintió moviendo la cabeza―. ¿Tienes algo preparado? ―añadió girándose con rapidez para mirar de nuevo a Alberto. ―No, pero tengo tiempo. Lo que hace falta es que me preciséis con qué presupuesto cuento. ―Te lo digo ―contestó Antolín―. Eran dieciséis programas, hemos entregado doce y llevamos gastados más del noventa por ciento. ―¡Estamos bien! ―exclamó Alberto con tono de desáni27
mo―. Pensaba en un reportaje sobre el conflicto de Chechenia, está de actualidad. ―¿Sólo tienes eso? ―preguntó el jefe. ―Cuando hay que viajar, sobre todo a esos sitios, el coste se dispara ―intervino Antolín. ―Espero sacar otro de una entrevista que tengo concertada; es un soplo. Va de algo relacionado con una trama urbanística ―contestó Alberto, ignorando el comentario del jefe de presupuestos. ―Oye, ten cuidado con temas de corrupción, ya sabes lo que luego pasa. ¿No tienes algo que puedas hacer con menor coste? ¿Por qué no haces un reportaje sobre zonas marginales?, siempre es muy efectivo, no hay que hacer complicados viajes y se hace en una patada. ―Hombre Guillermo..., está muy visto. ―Bueno, piensa en algo y nos lo dices, pero procura no pasarte demasiado del presupuesto. Alberto Velasco era un hombre joven, tenía alrededor de treinta y cinco años y llevaba cuatro trabajando en la productora. Su rostro resultaba agradable, aunque algo afilado. Tenía una sonrisa que le daba un aire infantil ―uno de sus dientes delanteros tenía una forma irregular, como si estuviera partido y se unía al de al lado dejando, entre ambos, un pequeño espacio en forma de pico―. En sus gestos se alternaban el aire pícaro con un rictus de seriedad. Tenía el pelo moreno que peinaba con raya en medio hacia atrás y una de esas gafas en que los cristales van al aire, sujetos con unas endebles patillas. Su forma de vestir era convencional: pantalones de algodón mal planchados y camisas con botones en el cuello. Cuando salieron de la reunión, Alberto le dijo a su ayudante. ―Me parece que podemos despedirnos de lo de Chechenia. ―Eso creo ―contestó―. ¿Qué es eso de la trama urbanística? 28
―Ya te contaré cuando lo sepa. Tengo que ir al centro, te dejo donde quieras. Al pasar por el vestíbulo del edificio se despidió de la telefonista con sus bromas habituales. ―Rosa, hasta mañana, si me buscan, no me llames ―dijo con jovialidad. Los dos colaboradores subieron al coche de Alberto y, casi sin hablar, se dirigieron a la ciudad. Ángel iba vestido, como siempre, de manera informal, sin afeitar y completamente despeinado. Su aspecto resultaba desenfadado y simpático, lo que no impedía que a pesar de su juventud ya hubiese adquirido una cierta reputación como fotógrafo. Una de sus principales actividades era acudir todas las tardes a la plaza del Salvador, con la puntualidad propia de un ritual, para tomar unas cervezas con los amigos. Durante el trayecto fue canturreando, acompañándose con golpecitos que daba con las puntas de sus dedos en el reposabrazos de la puerta del vehículo. En pocos minutos entraron en el centro y pararon cerca de la estación de autobuses donde Ángel se bajó. Alberto continuó solo hasta adentrarse en el casco histórico; esa tarde le tocaba visitar a una tía suya que estaba en una residencia de ancianos. Dejó el coche en el aparcamiento de la plaza de Santa Catalina y se dirigió andando a una callejuela situada a la espalda de la parroquia de San Isidoro. Antes de llamar a la puerta resopló y con suavidad musitó «¡vamos!». Como siempre, le abrió una señora mayor vestida con una bata gris y calzada con zapatillas de fieltro. Alberto la saludó como a una vieja conocida. ―¿Cómo estamos Juliana? ¿Es buena hora para ver a mi tía? ―Claro que sí, pase, enseguida le digo que está usted aquí. La residencia tenía una sala central con varias mesas en las que los ancianos se reunían para hacer tertulias y jugar a las cartas 29
o al dominó y se comunicaba con otras dos, que hacían las funciones de comedor y de cuarto de televisión. Pilar, la tía de Alberto, a pesar de ser una mujer mayor, aún mantenía un excelente aspecto. Se peinaba con primor, se pintaba con coquetería y hablaba sin límite con cualquiera que se pusiera a su alcance. No tardó en localizarla, estaba sentada en una mesa con su permanente acompañante, Angustias, una mujer mayor que ella que estaba impedida. Las encargadas de la residencia estaban acostumbradas a trasladar su silla de ruedas de un lado a otro, la mayoría de las veces a petición de la tía Pilar, que a cada momento quería que la sacaran al jardín para, como decía, «tomar el fresquito las dos juntas», que la situaran en la sala para ver la televisión o que la llevasen a la otra estancia para charlar con las amigas. La tía Pilar no dejaba a su amiga ni un minuto. Se ocupaba de repasarle el peinado y repintarla y lo hacía con la misma dedicación que se aplicaba a ella misma. Por su parte, doña Angustias, siempre tenía la vista perdida y los ojos muy abiertos, sin expresión, y el labio inferior plegado hacia delante. Pero para la tía de Alberto, era su inseparable acompañante, decía que hablaba con ella y que le contaba cosas de su vida, a pesar de que en la residencia nadie había conseguido sacarle ni una sola palabra. ―Hola Alberto, cómo me alegra que estés aquí ―dijo su tía al verlo entrar. ―¿Cómo estás? ―contestó mientras se reclinaba para darle un beso―. He parado en el torno de San Leandro, te he comprado una yemas, no te las comas todas esta tarde ―añadió, al tiempo que inconscientemente se acariciaba la base de la nariz con el dedo índice, como si quisiera arrancarse el fuerte olor a cosméticos que su tía desprendía. ―Gracias, hijo ―respondió―. No saludas a Angustias ― añadió con tono recriminatorio. ―Es verdad, buenos días Angustias ―dijo con automatismo, mientras la mujer permanecía inmóvil, mirando con fijeza y con los ojos muy abiertos, un punto del tablero de la mesa. 30
―Y tu mujer y tu niña, ¿cómo están? ―le preguntó. ―Como siempre, ya sabes que Marisa tiene sus cosas ― contestó Alberto. ―Te sigue amargando la vida. ―Lo intenta ―replicó con una sonrisa. ―Hablemos de otra cosa ―continuó―. El otro día vi el programa que hiciste sobre el pueblo ese de Marruecos, Tánger, ¿verdad? ¡Hay que ver qué marranos, toda la suciedad que tienen! ¿Cuándo es el próximo? ―El mes que viene ―contestó Alberto. ―Estás haciendo más, supongo. ―Sí, claro. ―¿No ves Angustias?, ya te dije que mi sobrino era muy trabajador ―subrayó la tía dirigiéndose a su acompañante, que seguía paralizada mirando a la mesa. De repente, como si acabase de hacer un importante descubrimiento, añadió: ―¿Por qué no haces uno sobre la familia con la que ha vivido Angustias desde niña? Me ha contado su historia y desde luego es tristísima ―dijo al tiempo que con un golpe en la silla de ruedas, trasmitía a su amiga, que no se inmutó, un gesto de complicidad. ―Tía, por favor, yo veo a doña Angustias poco parlanchina. ―Eso dice todo el mundo, pero no es verdad, conmigo habla y me cuenta muchas historias, lo que pasa es que no quiere que se sepa, no vayan a sacarla de la residencia… no tiene dónde ir ―añadió con un susurro. ―Venga tía, sólo he venido a darte un beso. Me tengo que ir. ―Espera, ¡si te lo cuento muy rápido! Mira, ella nació en una casa palacio que hay por ahí detrás ―dijo haciendo un revo31
loteo con su mano derecha―, por la calle Imperial. Sus padres servían en la casa, después ella se casó con el jardinero. Ha vivido allí, qué te digo, setenta años por lo menos. La familia era muy importante. Angustias ¿cómo se llamaban? ―dijo subiendo el tono de voz―. Bueno es igual. Tenían muchísimo dinero, fincas, caballos, un montón de cosas. Pero tuvo que pasar algo raro porque se arruinaron y lo perdieron casi todo. Tuvieron tres hijos, dos de ellos murieron de una extraña enfermedad. La tercera es algo retrasada, vive con una tía muy vieja. ―Pero tía, lo que yo hago son reportajes de actualidad, tú me estás contando un culebrón. ―De eso nada, ¿es que crees que la historia de las familias pudientes de la ciudad, que se arruinaron porque no se adaptaron a los nuevos tiempos, no es de actualidad? Alberto se quedó en silencio y contestó: ―Bueno, a veces das a las cosas un enfoque que me confunde, puede que tengas razón. Se levantó e insistió en que tenía que irse, acercó su rostro al de su tía y antes de besarla arrugó la nariz. Esta vez sí notó, con toda intensidad, el empalagoso olor del maquillaje y el denso aroma a rosas del perfume que llevaba. Se despidió de ella y de doña Angustias. Al salir le dijo a Juliana mientras le abría la puerta: ―Mi tía sigue igual, empeñada en que su amiga le habla. ―Sí, hijo, no hay manera. No sabes la charla que le da a la pobre Angustias. Ella no para de hablar y la otra, no dice ni pío.
La cita estaba concertada en un hotel de las afueras de la ciudad. Alberto no conocía a la persona que le hizo llegar la nota en la que le ofrecía una información, que según decía, tenía mucho valor periodístico. Otras veces había recibido llamadas telefónicas o denuncias semejantes que normalmente no atendía, pero en 32
esta ocasión le dio credibilidad. Quizás por la manera en la que relataba los hechos o porque daba todo lujo de detalles sobre su identidad. La cafetería estaba situada al fondo del hall. Alberto llegó a la cita con retraso voluntario. Antes de entrar, miró desde el exterior con detenimiento, observó durante unos instantes y después entró despacio. Se dirigió a una de las pocas mesas que estaban ocupadas; había un hombre que al verlo se puso de pie. Era más joven que él y vestía de manera desaliñada, una barba rala afeaba un rostro en el que lo más destacable eran unos ojos de un azul intenso y una nariz redondeada. ―¿Es usted Alberto Velasco? ―dijo tendiéndole la mano. ―Encantado ―contestó. ―Mi nombre es Juan García ―añadió ofreciéndole con un movimiento una de las butacas que rodeaban la mesa. Alberto se sentó con desgana, al tiempo que miraba la hora en su reloj de pulsera. Le concedería unos minutos, pero nada más. ―Perdone, no le quiero hacer perder el tiempo. Supongo que le habrá extrañado la carta que le envié. ―No crea, recibo algunas parecidas ―contestó Alberto con cierto aire de suficiencia. ―Verá, yo trabajaba en la cadena de televisión municipal del pueblo que le indico en la carta ―prosiguió bajando el volumen de voz, girándose en la silla para mirar a su alrededor. ―No se preocupe, estamos solos ―le aclaró Alberto, que estaba sentado en una posición que le permitía ver toda la sala. ―El caso es que me han despedido sin darme ninguna explicación. Creo que ha sido porque en un noticiario mencioné una operación inmobiliaria que, por lo que se ve, no gustó. ―¿A quién no gustó? ―preguntó Alberto mostrando algo más de interés. 33
―No lo sé… pero me lo imagino… déjeme que le cuente. Hace unos días descubrí que se está intentando llevar hacia delante un proyecto inmobiliario de envergadura, algo realmente importante. Un montón de viviendas, un campo de golf, picaderos, zonas deportivas, vaya, de todo. Como sabe, estamos a pocos minutos de la capital y seguro que una inversión así tendría éxito. El asunto es que se trata de un proyecto antiguo, que todo el mundo tenía olvidado por los problemas que planteaba. Sin embargo, ahora parece que quieren desempolvarlo. Pero no avanza: que si los propietarios del suelo no quieren vender, que tiene problemas la recalificación, que hay restricciones medioambientales. No sé qué razón pesa más. El denunciante hizo una pausa para encender un cigarro y continuó: ―En realidad, esos mismos problemas son los que hicieron que años atrás se olvidara el proyecto. Las dificultades siempre fueron insalvables, especialmente por el impacto medioambiental. Pero algo deben de estar tramando, porque parece que lo quieren sacar como sea. Alberto escuchaba en silencio, mirándolo con indiferencia. ―Lo más curioso ―continuó Juan García, después de hacer una pausa y mirar a su interlocutor, que no se inmutó― es que todo el mundo sabe que es una zona en la que no está permitido construir, que tiene un indudable valor ecológico y que siempre ha estado fuera de todos los planes urbanísticos. Por eso lo llevan con tanto secreto y se ponen nerviosos cuando preguntas por el proyecto. El camarero se acercó a la mesa y Juan García se calló; con rapidez giró la cabeza en varias direcciones, se movió sobre la silla e invitó a Alberto a que pidiera lo que le apeteciese. ―El caso ―continuó cuando el camarero se alejó― es que cuando lo mencioné en el noticiario lo hice de puro relleno y, pienso ahora, que de manera imprudente. En mi ignorancia, llegué incluso a describir lo que supuse que podría ser el proyecto. Pues bien, esa misma tarde, el director de la cadena me dijo que estaba despedido. 34
―¿No le dio ninguna explicación? ―preguntó Alberto ―Sí, que no había presupuesto, que querían darle un giro a la programación, excusas. El caso es que al principio casi me lo creo, pero luego no. Más tarde me di cuenta de que algo raro estaba pasando, que mi despido tenía que ver con ese asunto y que el motivo era que querían silenciarlo. En la carta le cuento algunos detalles. ―Si no recuerdo mal, dice que preguntó en el Ayuntamiento y que las respuestas que le dieron fue lo que le hizo sospechar... Pero bueno, luego hablamos de ello. No se moleste, permítame primero que le haga una pregunta: ¿por qué hace esto?, ¿es una venganza por su despido? ―No me extraña que lo piense… puede que sea así ―respondió Juan―. Si hubiera seguido trabajando probablemente no habría hecho ninguna averiguación, ni estaríamos hablando, pero lo cierto es que creo que son unos mafiosos sinvergüenzas y alguien tiene que desenmascararlos. ―Sí, pero usted no dice nada concreto. En la carta habla de corrupción y de prácticas mafiosas. En principio, recalificar unos terrenos es algo normal, salvo que se aporte alguna prueba de que detrás hay sobornos o conductas irregulares ―hizo una pausa y continuó―. No parece que las tenga. ―Es verdad, no las tengo. Pero sí tengo algo que puede ser importante, aunque habría que profundizar y yo no puedo hacerlo, para mí sería muy complicado. Sin embargo, el menor movimiento que hiciera una persona como usted los pondría nerviosos y facilitaría las cosas. Por eso lo he buscado. Un reportaje emitido en televisión provocaría un efecto inmediato y haría que el asunto saliese a la luz. Alberto se recostó en la butaca y arqueó las cejas. ―¿Y, si es tan secreto, cómo se enteró? ―Esa es la cuestión y la razón por la que me he puesto en contacto. En una grabación que estaba haciendo en el Ayuntamiento, sin darme cuenta, dejé la cámara encendida encima de una mesa. Recogió una conversación entre dos personas que ha35
blaban de la operación, estaban próximas al micrófono y debieron pensar que estaba desconectado. Alberto se incorporó de un salto en la butaca y cruzó las manos sobre las rodillas. ―¿Decían algo importante? ―Hablaban de un programa de actuación que llamaban «expansión», después dijeron algo que se entiende mal, pero que puede ser «las pozas», o algo semejante. He hecho averiguaciones y he descubierto que cerca del pueblo hay una finca que se llama así. Uno de ellos se quejaba de las dificultades que habían encontrado y el otro le contesta que el asunto ya no tenía marcha atrás, porque ―dio un nombre que también se oye con dificultad, pero que parece Escobar― ya había adelantado mucho dinero, que el partido y mucha gente habían cobrado y no iba a aceptar que ahora se parase. Antes, dijo, descubriría el asunto llevándose por delante a todo el mundo. ―¿Ha dicho Escobar? ―Sí, ese parece que es el nombre que se oye. ―¿Sabe quiénes hablaban? ―Uno de ellos sí, por la voz estoy seguro que era Jaime Lora, el jefe del gabinete del alcalde. El otro, no tengo ni la menor idea. ―¿Y no ha pensado en denunciar lo que me está contando? ―¿Denunciar qué, una conversación en la que no se sabe quién habla, diciendo algo que probablemente sea delicado pero que, como usted ha dicho, no concreta nada? Este asunto necesita primero una aparición pública, un reportaje o un artículo que lo ponga en el foco de atención. Después, seguro que aparecen montones de voluntarios para investigarlo. ―Espero que no esté usted haciendo una montaña de un grano de arena ―dijo Alberto reclinándose de nuevo en la butaca. ―Le he traído la cinta ―le dijo Juan García sacándola de un bolsa de mano, mientras miraba a su alrededor. 36
Alberto se quedó inmóvil. Después de unos segundos se incorporó para cogerla. Juan añadió: ―No tema, puede usted hacer lo que quiera con ella, yo con esto he cumplido. De todas maneras vaya al pueblo, haga un reportaje, ha crecido mucho y eso puede ser motivo suficiente. Hable con quien tenga que hablar, deje caer algún comentario sobre el proyecto de urbanización de la finca Las Pozas, ya verá. ―Lo pensaré. Si hiciese algo, ¿podría contar con usted? ―Por supuesto, déjeme que le anote mi teléfono y mi dirección ―añadió Juan mientras escribía sobre un posavasos. Alberto salió del hotel, caminaba despacio. En la mano llevaba la cinta. Cada diez o quince pasos aflojaba o aceleraba el movimiento; al fin se dirigió con convicción hacia el coche, se paró antes de abrir la puerta y llamó por teléfono a Ángel. ―Soy Alberto, ¿vas a ir al Salvador? ―Sí ―contestó su amigo. ―¡En quince minutos estoy allí! ―¿Qué pasa? ―He hablado con el confidente que te dije. ―¿Y qué? ―preguntó Ángel subiendo el volumen de su voz para superar el murmullo que había en la plaza. ―No sé, después de lo que me ha contado me pica la curiosidad, pero no estoy seguro de que podamos sacar un reportaje. Ahora te cuento ―concluyó.
A pesar de estar en invierno, en los días soleados la plaza del Salvador no se libraba del calor hasta el atardecer. En ese momento, como por encantamiento, empezaba a llenarse de gente que acudía con la intención de acabar con los barriles de cerveza 37
que tres bodeguitas ponían a disposición del enjambre de personas que se reunían delante de sus puertas. Ángel acostumbraba a salir de su ático a esa hora para recalar en el soportal que las protegía y tomar una cerveza con alguno de los habituales del lugar. Alberto lo localizó enseguida, a pesar de la multitud que inundaba la plaza, estaba rodeado de sus amigos y con una caña en la mano. ―Vengo de entrevistarme con el que me dio el soplo. ―¿Y qué? ¿Tenemos historia? ―No sé, no me fio. En la carta daba detalles de sobornos a políticos y de amenazas, pero a la hora de la verdad no tiene nada y no parece que lo que dice sea fácil de confirmar. Eso sí, me ha dado una cinta en la que se grabó una conversación que contiene algunos indicios; al parecer son interesantes. Por otro lado reconoce que lo hace por venganza, así que no está claro. Después del aviso que me dio el jefe, no sé si merece la pena. ¡Veremos qué hay en la cinta! ―Tampoco tenemos otra cosa. Si es el pueblo que dijiste, podríamos hacer un reportaje sobre cómo ha crecido en los últimos años, o algo así. Al fin y al cabo es uno de los que más se está beneficiando del boom inmobiliario. ―Eso me ha sugerido mi confidente. Alberto se alejó unos metros para entrar en una de las bodeguitas y pedir una cerveza. Enseguida salió con una en la mano. ―Otra posibilidad en la que he pensado ―dijo al volver como si no hubiese habido interrupción en su discurso― es hacer un reportaje sobre un barrio marginal. Me he acordado de un amigo que nos puede ayudar. Aunque a mí me moleste, ya sabes que a Guillermo le gusta, sobre todo porque sale barato y mejora la audiencia ―dijo con ironía. Hizo una pausa y continuó―. No acabo de acostumbrarme a que al público le guste ver, desde el cómodo sofá de su salón, la miserias de los demás. Pero desde luego, así es.
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