Roldana

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© De los textos: Arsenio Moreno © De la fotografía de la portada: José Ángel Fernández Villar © Del diseño de la portada: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Maquetación: Martín Lucía Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-942802-5-2 Depósito Legal: SE 1568-2014 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


Roldana Arsenio Moreno

Ediciones En Huida Colecci贸n El refugio Volumen 3



Roldana Arsenio Moreno



A la memoria imborrable de mi madre.



Capítulo primero

P

or los sombríos corredores del alcázar, Lope de Arellano, el loco Arellano, transita como un alma en pena. El viejo chocho jura y perjura que es un espíritu errabundo. Y no una ridícula camuña, que sería lo más apropiado para su persona; sino una aparición porfiada. Un ánima del Purgatorio que ruega y pide limosna para su eterna salvación. ¡Y no hay quien lo haga salir de su embeleco! Nadie es capaz de hacerle entrar en razón. Mientras tanto, el desgraciado maldice su suerte y llora por los rincones como un fantasma decrépito. El loco Arellano, el simple don Lope para otros, el bobo de Agreda, va dejando su sombra mineral por el suelo, añadiendo tristeza a la tristeza. Tan opaco y contrahecho, el demente se acerca, con el recelo de un cachorro apaleado, a cuantos cuerdos con él se cruzan. Y ruega por su ánima una caridad agitando su bacineta. Doblegado por la violencia del tiempo y la súplica, con la mirada huidiza y humillada, así lo dejó retratado hace unos años un célebre pintor de esta Corte en su obrador del Cuarto del Príncipe. Hoy esta sabandija está ―cómo no― más viejo y achacoso. Los años, que no pasan en balde, lo han aplastado. Y atrás quedaron los días alegres en que era disfrazado a guisa de turco, o en hábito de soldado de la guardia; o cuando era ataviado con una

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capa guarnecida de flores de lis y cascabeles para desenfado de la difunta Reina, que Dios tenga en su santo seno. El pobre Arellano, aquel que fuera traído del Hospital de los Locos de Zaragoza para placer de la Corte con la asignación de una ración diaria, arrastra sus pies cansados de tanto ir y venir. Y arrastra su mala sombra, su impronta de mal augurio. Su risa alborotada ha sido mudada por la mueca compungida de una boca ya ayuna de dientes y donaires. Y el blanco de su valona resalta lo bilioso de su rostro. El loco Arellano pronosticó que moriría la víspera del glorioso San Bartolomé del año del Señor de 1685, en plena canícula de agosto. Hicieron juntas al anochecer todo tipo de gaznápiros a su alrededor, mientras el médico Salcedo tomábale el pulso a cada momento. Hubo un instante en que el desgraciado pareció desfallecer presa de un arrebato de alferecía, hasta el extremo de que el concurso de perillanes lo creyó muerto. Pero pronto resucitó. Resucitó con la mirada perdida, las pupilas algo dilatadas y los pulsos abotargados. Pero él, que no es hombre al que le gustara que le llevaran la contraria, desde entonces, dice estar muerto. Solo que nadie lo creyó. ¿Qué idiota lo iba a creer? Es natural. Su ánima, para él, en forma de crisálida, debió ser exhalada de su boca con el resuello del último aliento aquella tarde en que la luz comenzaba a acortarse. Pero esta, proveniente de una cabeza llena de viento, no supo ir a parar al sitio que en la Gloria debía tener aparejado. Su ánima no subió al Cielo; tampoco bajó a los Infiernos, o invernó, como una cigüeña, en ese llameante adviento del Elíseo que es el Purgatorio.

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Su ánima, que más bien debería haberse dejado caer, como una pluma, en el Limbo de los justos, quedó atrapada en este alcázar del Rey y, una vez más, en su propio cuerpo quebrantado solloza y gime como un penitente en cuaresma. ¿Quién no reiría la ocurrencia, el último desatino, de don Lope Arellano? Llegó la media noche de San Bartolomé, tocaron a maitines en la Encarnación y en San Gil, y don Lope de Arellano, ante la desesperación del loco don Pedro y en medio de la guasa de tanto pícaro trasnochador, no había fenecido. Pero el bendito camandulero, lejos de regocijarse, persistió en su empeño, persuadido de que su inaplazable óbito era una realidad. De manera que don Lope decidió que ya era un difunto. Muerto, pero no sepulto. O al menos no sepulto en una cripta constreñida y húmeda. Y ahora él, que está vivo para los hombres, permanece muerto para sus adentros. Y así simula su apócrifo ser. No habla. Apenas si come. No escucha. Dice no ver. Está muerto y solo agita su brazo, con la cabeza gacha, para impetrar una limosna mientras mueve la mandíbula como un rumiante. Pide para un alma en este exilio terrenal, la suya abandonada en este granítico y oscuro sepulcro de lamentaciones, hueco valle de lágrimas. Y también para las de los demás fieles difuntos, que la vejez, a fuer de interesada, no lo ha hecho egoísta, pues hasta él mismo se siente prioste de todos esos hermanos en pena que cruzan los caminos en santa compaña. Son los caminos, al parecer trazados con tinta simpática, que solo ellos ven. Los vericuetos insondables de este palacio, que más parece un laberinto de fortuna pensado para necios.

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Deambula entre los demás hombres de placer, como los enanos Gabino y Miguelillo, o el loco don Pedro, o las locas María y la Pato, ausente y ajeno a su algarabía y chanzas. Don Lope no está para mojigangas. Ni para nada. Son más de dos docenas los bufones que asisten al servicio de la Reina Madre y de la reina María Ana de Neoburgo, nuestras señoras. Algunos de ellos se alojan en la Casa de los Pajes y están tan honrados que hasta tienen lacayo propio y disfrutan de ración de gallina y vela. Y, sobre todo, gozan de gran copia de hermosos ternos y curiosa variedad de chapines y zapatos en sus roperos, como Catalina la Visitor, de la que se dice que tiene casi cien vestidos a cual más galanos para su solo lucimiento. La loca es engreída como un pavo real. Engreída y arrogante. Avariciosa y bien hablada, aunque parezca imposible esto aquí entre tanta gente de lengua desordenada, Catalina ha estado siempre tan alejada del trato con el resto de los mortales como de la clemencia para ellos. Y los mira a todos por encima del hombro; incluso a mí. A todos nos observa con su elegancia impostada y despectiva. En cambio, don Pedro viste una bayetilla tan desgastada que el solo verlo causa desazón y un poco de pena. Pero él dice que incluso este pobre aliño le sobra. Que todo sobra para un anacoreta de la vida. Y más las vanidades cuando el Anticristo ya es nacido entre nosotros y el mundo tiene sus días contados. «Quien tenga oído, oiga lo que dice el Espíritu de las iglesias: Al que venciere daré yo maná recóndito» ―grita su garganta apocalíptica―. Don Pedro, que hace tronar su vozarrón de montañés, se mofa del pobre Arellano y le pregunta qué tal se está en la otra orilla de la

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laguna Estigia, pues pronto ―según él― todos seremos pasajeros de Caronte. «¡Preparad vuestro óbolo ―grita―, si es que sois capaces de retener en vuestras avarientas manos una miserable moneda! ¡Guardad vuestro óbolo antes que la Perdiz se lo lleve con sus uñas de garduña! ¡Sus garras son insaciables y hábiles! ¡Procurad que el Cojo no dé con él, si no estáis también perdidos! ¡Escondedlo en sitio arcano, que el olfato de esta raposa todo lo alcanza! ¡Abandonad las vanidades y huid de las malas compañías como de la peste! ¡Esas compañías que solo os conducen a vuestra perdición! ¡Escuchad mis consejos y no os arrepentiréis!». Todos, eso sí, tratan de consolar al Rey en su tornadizo ensimismamiento. Pero el Rey, aunque los mira, parece no verlos. O, en realidad, es que no los ve. No los advierte, ni se place de sus lisonjas. Su augusta persona ha tiempo que no tiene consuelo; ni descanso su ánima. Unos son tan altivos, que ni se dignan a mirarte a la cara. Su arrogancia les impide una mirada horizontal, que en algunos casos apenas sobresale de nuestras cinturas. Siempre mirando aviesamente a otro lado, sus ojos nos desprecian con sus miradas de ausencia intencionada. Otros son de extremada facundia y hasta bienquistos. Dicharacheros y tunantes como un estudiante gorrón. Una pequeña tropa de mochales codiciosa siempre de aguinaldos, aunque no estemos en Pascuas. Engolfados en una gallinaza que apenas si da para comer, alborotan por estancias y pasadizos, sumisos como un mastín viejo con los grandes, ariscos con los llanos, sus pares en medio de tanta indignidad.

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Los menos, como Flequillos, son realmente divertidos y por su gracejo gozan del universal aplauso. Este, desde unos años a esta parte, se hace acompañar a todas partes por un mono más negro que el azabache. El simio fue un envío del duque de Uceda y es cosa prodigiosa, pues anda siempre en dos pies y no en cuatro. Y, sobre todo, parece en todo su garbo muchacho. Este gracioso animal siempre va en hábito de soldado, vestido de grana con guarnición de plata, con sus botas con espuelas, su tahalí y espada. Y jamás se descubre de su vistoso sobrero de plumas si no es en presencia de Su Majestad. Dicen que ha sido enseñado a andar desde chico, que con paciencia todo se consigue y aprende. Y que el Rey gusta mucho de su presencia, aunque es con el enano Flequillos con quien parte peras, pues ambos sienten entre sí una gran afición. Comen juntos. Duermen juntos. Y ambos son de la misma estatura. Cuentan también que el mono, aunque no sabe hablar, todo lo entiende. Y en todo, zancajo y primate, coinciden y hacen buenas migas. Algunos orates, cuando sufren paroxismo o perlesía, son sacados de palacio y llevados al hospital que está a la vera del Nuncio. Apenas si son un trebejo roto, como el pobre don Antonio, al que una tarde de carnestolendas pasearon por la plaza con un tocado de judío hecho de cartones engomados y un cuerno a ambos lados. Y ahora está abandonado a su mala suerte, suplicando ser devuelto a Zaragoza donde, al menos, tenía amparo, aunque creo que ya murió. Según cuentan eran tiempos alegres. Tiempos menos ásperos que los corrientes, donde todo se trastorna en aflicción. Aque-

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lla turba de locos, enanos, niños malformados, negros, engendros, garantizaban contento a sus Reales Personas. Y ellos, a cambio, se aseguraban un buen pasar. Una comida caliente. Buena cama y un techo junto a las nuevas cocinas de palacio. Una vida casi regalada dado los malos tiempos que corren. Ahora todo es bien distinto, que no hay dinero ni para bastimentos de boca. Y solo abunda aquí la pena más contagiosa. Pues desde la muerte de la reina María Luisa nadie ha osado sonreír en esta Corte. Tampoco hay motivo ni gusto. Se dice que la francesa murió al caerse del caballo. Era buena amazona. Después de merendar pasó la noche con grandes congojas. La Reina pensó que había sido emponzoñada. Pasaron las siguientes jornadas con grandes ansias e inquietud de estómago y vientre por parte de Su Majestad. Hasta que un sábado, a primeras horas de la mañana, dejó de existir. No duró mucho su enfermedad, antes bien fue corta y apresurada. Pero los protomédicos aseveraron que nunca, nunca, fue envenenada, como las malas lenguas aseveran. El Rey, nuestro señor, la amaba tiernamente. La quiso con el ímpetu de un amor juvenil. Se dice aquí que los diez años que se contaron de su matrimonio fueron los únicos felices que ha podido gozar Su Majestad. La francesa era alegre y risueña. Y nada entrometida en cosas de la república que son más bien para los hombres. El monarca la colmaba de atenciones y caprichos. Y ella, hacienda de tripas corazón, hizo lo imposible por dar un heredero a la Corona. Pero no pudo; tampoco fue culpa suya.

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El Rey también era joven. Un mozo de diecisiete años. Y ahora es un viejo apremiado por la muerte. Un viejo prematuro que se apresura a su final, como quien emprende una carrera inevitable hacia el abismo. También se dice por acá que el Rey está hechizado. Todo el mundo lo sabe. Y todos lo cuentan. Pero es este palacio el que está endemoniado. Los demonios solo gustan habitar donde hay suma tristeza; allá donde la melancolía tiene su asiento. Como las cucarachas habitan donde hay oscuridad y mugre. Ellos, por su pecado, siempre están en pena y llevan consigo el infierno, su infierno que también es el nuestro, y la propia pena. Y han hecho de este alcázar su reino de tinieblas, su posada natural donde cultivan todo tipo de maleficios, su nido tenebroso donde poder conjurar a sus anchas. Porque el Infierno no es como lo pintan, sino como se siente y padece. Es mucho peor. Ha empezado a anochecer en palacio. Pronto llegará la queda. En noviembre los días son muy cortos. Por los Jardines de la Priora se trasluce un arrebol ceniciento. Es una luz rosácea que se torna violeta con el paso de las horas. Ya es tarde y debo marchar con los míos. Aquí sin luz es muy penoso trabajar. Hace ya un año que suplique a Su Majestad me concediese una de las habitaciones del Tesoro, vacía desde el anterior verano, para morada de mi familia. Pero aún no he obtenido respuesta alguna. De vivir aquí en palacio, o en la Casa del Tesoro, mi existencia sería más sosegada. Y sobre todo más holgada para los míos, que la suma estrechez de los tiempos no me permite ni tan siquiera pagar el arriendo de mi casa al duque.

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Pronto los porteros despejarán de los patios a toda la patulea de mentideros y pretendientes que aún queda retozando. Solo permanecerá la guardia de puertas. Y así una tarde más de un día más. Como la pringue se pega a la casa del pobre, la desazón parece agarrarse aquí a las paredes como una lapa. La tristeza es enfermedad pegadiza, como el mal de San Lázaro. Todo parece haberse engendrado y criado bajo el signo de Saturno. Hasta el aire tiene aromas de haber enfermado de hipocondría, humedad de melancólica cantina. Debo marcharme. Tengo que irme. Ya es tarde y todavía no he recogido a mis dos hijas. El Rey está melancólico. Ni sus bufones, ni sus enanos, logran distraerle. La negra melancolía, que es suma tristeza, es mala dolencia donde las haya. Cuentan que a toda costa evita ver a su madre y a la Reina, que no cesan en sus intrigas. Apenas es un títere en este retablo gobernado por mujeres. Se niega a verlas. Y cuando está en su presencia refunfuña como un niño mal criado. Pero todavía he de despedirme de Eugenia. No tardará en llegar. Ella, con su andar pánfilo y su sofoco, es puntual. Y siempre viene a visitarme antes del rezo de vísperas. Si me fuera sin decirle adiós no me lo perdonaría. Y eso que ella lo perdona todo. Pero hoy se está retrasando. Eugenia, de sólito, se pasa las horas muertas viéndome trabajar. Es como si escondiera en sus abundosos mollares un no sé qué de artifice por debastar. Eugenia es una gema sin tallar. Bruta y ciclópea, pero una piedra preciosa. Hay días que hasta me con-

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mueve con sus discretas razones. Es ingenua como una zagala, pero de agudo ingenio para saborear la belleza y el corazón de las buenas personas. Tan desmañada y tan tierna a un mismo tiempo, yo le he tomado afición. Su alma late bulliciosa entre tanta carne, dentro de tanto mondongo. Sus ojos son vivaces, aunque sumergidos entre las abultadas mejillas. Eugenia vino a esta Corte allá por el año de 1680. Ocho años antes de que nos mudáramos a Madrid, pues a la presente ya no somos estantes, sino vecinos de esta villa. Entonces apenas era una niña de seis años, cuyo peso superaba con creces las cinco arrobas. Se recuerda que a su llegada a palacio el Rey la hizo vestir decentemente, al uso de la Corte, con un rico vestido de brocado encarnado y blanco con su botonadura de plata. Pronto Eugenia se hizo popular como la Monstrua, pues aunque la estatura de su cuerpo era de mujer ordinaria, su grosor y buque era el de dos. Se dice que su vientre era ya desmesurado, como el de la mayor mujer del mundo en días de parir. Sus muslos, tan poblados de carnes, que hacían imperceptible a la vista su vergonzosa naturaleza. Sus piernas llenas de roscas. Y sus pies acordes al edificio que habían de sustentar, más grandes que los de un hombre grande. Pero dentro, aquella niña guardaba el tesoro de un ser amigable y cándido. Un corazón enorme, aunque insuficiente para cargar con tanto cuerpo. Ahora es todo una mujer de inmensa envergadura y porte cansado. Aunque ya no causa admiración verla, tal vez porque la costumbre nos hace a todos inmunes al espanto. Eugenia, sentada a la turca sobre un almohadón, se embelesa viéndome modelar. Permanece absorta con la boca entreabier-

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ta, entusiasmada. Su humanidad desbordante y desparramada me hace compañía, aunque casi siempre permanece en silencio. Sus ojos clavados en mis manos, las mismas manos que son capaces de infundir espíritu al barro, movimiento a la materia inerte, sonrisas y llanto al amorfo caos. Mis manos, como las de un demiurgo, son hábiles para otorgar una fingida realidad a la figura. Al fin y al cabo Dios también hizo al hombre de barro: pero solo el Creador es capaz de dar la verdadera vida. Yo solo hago apariencias de santos que placen a la vista. ¿Qué mortal sería capaz de emular a la perfección su obra? ¿Qué bizarro pincel podría conceder la existencia de un ánima inmortal, el semblante certero de alegría y tristeza que esta demuestra cuando arde en ella la llama de la existencia? Hablamos de vida, y no una ficción, una vida como la de la pobre Eugenia, que un día fuera arrancada de su pueblo de Bárcena, allá por las tierras de Burgos, por mandato del duque de Medinaceli como una curiosidad de gabinete, un fenómeno raro de la naturaleza, un error del natural orden que todo lo gobierna. ¡Triste vida la suya, pero no más que la de otros! ¿Qué queda de aquella doncella? ―me he preguntado alguna vez―. Apenas si recuerda a sus padres. Para ella son solo recuerdos borrosos, como una pintura hecha de brochazos a lo valentón, que solo la distancia le otorga apariencia. Una boca menos que alimentar, pensarían ellos. La deserción de un hambre segura para ella. La oportunidad de escapar de tanta lacería, de tanta necesidad. Una cortina de olvido voluntario se cierra ante su memoria. Y ella se niega a descorrerla, pues lo que hay detrás no le conforta ni le place

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Eugenia, hija de la pobreza, cuando llegó a palacio, solo era un animalito domesticado y medroso. Y no entendía nada de una admiración ajena que solo le causaba vergüenza. Era una niña. Nunca pudo superar la timidez. Y con razón, pues ella no había venido al mundo para ser una atracción de barraca, como el monstruo que se exhibe en el palenque. Nadie es parido por su madre para eso. Hoy ha sabido cincelar en torno a su cuerpo una coraza que lo hace invisible para ella y defiende su pudor de toda impertinencia. Ese cuerpo que es objeto de burla y en el que siempre se sintió como un triste galeote. La pesadez carnosa que fuera un baldón para su existencia ya solo es un estorbo para su cansado corazón. Ahora parece como si se hubiera olvidado de su corpulencia y ya nada le incumbiera. Su cuerpo ha dejado de existir y en él se abandona disoluta, como dentro de una máscara que nos protege de la indiscreción. Su cuerpo le resulta indiferente. No existe. Es como un feto sumergido en el líquido acogedor de la indiferencia. Pero ella, que nunca fue necia, sabe que gracias a su opulento corpachón puede comer a diario y ser merecedora de una ropa decente. Otros, con mayores quebrantos, se ven abocados a la mendicidad, a la miseria incluso vergonzante. «Vos tenéis fortuna, señora Eugenia, que al menos no os falta ración que echaros al coleto. ... Y buen coleto el de vuesamerced» ―chasquean algunos criados―. «¿Y a cambio de qué?, pues no se os conoce otro ejercicio que mostraros tal como sois». ¿A cambio de qué? A trueque de ser el pasmo de todos. Esa es su única gabela. Y esa es la verdad, tan oronda como su regazo.

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¿Y quién supo nunca cómo, en realidad, era ella? ¿Quién supo ver en aquella deforme algo más que un prodigio de esta zafia naturaleza, que no siempre es en su escrutinio espejo de Dios? ¿Quién se preocupó por preguntarse si aquel casco deforme e hiperbólico podía atesorar el soplo de un alma delicada, de un criterio sensible y prudente? Y lo peor de todo es que estos, los criados mozos, no son peores que los demás. Ni tan siquiera son malos; tampoco imbéciles. Son fámulos de su propia vaguedad, que tanto pesa, de su falta de entendederas, de su inhumanidad. Bestias engolfados de una gallofa segura y no siempre ganada en buena lid. Pelagatos en esta orza de pícaros adiestrados para sobrevivir y arrebatar al mismísimo Diablo la mejor tajada. Pero ahora la ración falta para todos. No hay dinero para mantenimiento de nadie; ni para la más miserable ayuda de costa. Es el hambre y la necesidad la que aquí gobiernan y dictan sentencias, pues cuentan que hasta la propia Reina pasa privaciones, pues ella misma fue invitada a golosinas por uno de sus bufones, quien, por falta de dinero, de su bolsa pagó sus buenos reales de plata para complacer a su señora. ¡Quién ha visto un criado invitando a su soberana! Y cuando la gazuza acecha hay que mirar a otro lado. O simplemente no mirar. El hambre es mala compañera para el decoro. El hambre encanalla. Pero Dios, en su justo entendimiento, tiene razones que el corazón de los mortales no alcanza. A fin de cuentas lo que para Dios importa es el alma. Y el alma de Eugenia es hermosa y pura. Simple como una deleitosa flor de campo.

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¿Qué sabe el alma de hambre y privaciones, si solo se nutre de plegarias y provechosa virtud? El alma se alimenta de otros frutos espirituales. La penitencia nos hace fuertes, nos templa como el mejor acero. El desprecio de nosotros mismos nos hace grandes a los ojos de Dios. Pero ¿y nuestros hijos?..., Dios no niega el sustento a sus criaturas más desprotegidas. ¿Por qué sí al hijo del hombre? ¿Qué culpa tienen estos inocentes de nuestros pecados? He tenido oportunidad de saber cómo era Eugenia de niña gracias a los retratos que de ella hizo nuestro segundo Apeles, el ayuda de cámara y pintor de Su Majestad, don Juan Carreño de Miranda. Y gracias a sus valientes pinceles conocemos su hechura infantil. En ambos, la modelo mira al espectador con extrañeza. Pero sin pizca de malicia; casi esbozando en su porte una mueca de dignidad. Hoy la prematura madurez, aunque todavía es joven en edad, la ha mudado. Su rostro ya no expresa la inocencia del pasado, sino la resignación bovina del presente. Sus carnes han perdido la frescura de ayer. Los años han ido consumiendo el jugo de sus cueros. ¿Sería más feliz en su pueblo? ¿Hubiera sido más dichosa entre sus parientes? No lo sé. Y nadie lo sabrá. Ella, que es de lágrima fácil, tampoco lo sabe. Solo se limita a existir. Y a llorar cuando nadie la observa. Llora por llorar, como todos en palacio. Llora mansamente, casi por costumbre. Como la lluvia que Dios nos manda en estos meses. Llora como una plañidera de oficio, sin saber siempre el motivo. Pero llora, como si de una función vital se tratara.

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Porque Eugenia es incapaz de retener en su pecho el rencor; mucho menos el desprecio. Para ella su vida es esta y no existe la más mínima contingencia de cambiarla. Dios ha querido que así sea y, encima, le está agradecida por ello. Su inmensa mole de cetáceo esconde sudorosa la docilidad de un perrico de falda. ¡Bienaventurados los mansos, porque ellos verán a Dios! ¿Y yo, veré alguna vez a Dios? Entre mis virtudes nunca se ha contado la mansedumbre. Eso es notorio. Yo, que he intentado tantas veces inventar su semblante, su infinita misericordia, la dulzura de su rostro infantil, la clemencia de su mirada, imaginarlo en su inmensidad, en su humana divinidad, en su belleza infinita y en su dolor viril ¿seré alguna vez admitida a contemplar su auténtico rostro? Me gustaría reposar en su hombro. Caldearme en la candela de su luz. Refrescarme a su sombra. Poder modelar su verdadero retrato, habiendo disfrutado antes de su presencia, como la madre Teresa de Ávila, cuya lectura tanto me consuela. Contar lo que he visto, como yo sé hacerlo: con el artificio de mis manos, con la industria aprendida de mi insigne padre. Si yo alguna vez hubiera visto a Dios ¿quién me privaría del derecho a testimoniar su verdadero rostro? San Lucas pudo retratar a la Virgen, pues la historia sagrada cuenta que la conoció. ¿Pero quién ha retratado nunca a Cristo, sino la santa Verónica y por obra de un maravilloso milagro? ¡Quién volviera a ser, en verdad, Verónica, aquella santa mujer que enjugó el sudor y la sangre de su cara para perpetuarla por los siglos de los siglos, dejándonos en su paño adivinar a través de las sombras toda la impronta de su divinidad!

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Dios, que concede la contemplación de su rostro a nuestros místicos, a nuestros santos, no lo hace a los que ejercitamos el arte de la imaginería, o la pintura. No somos dignos de ello, por muy ingenuo y liberal que digamos que es nuestro ejercicio. Yo nunca veré la cara de Dios. Ni a nadie que me diga, en verdad, cómo es. Solo puedo inventarlo. Nunca tendré la certeza de su rostro, aunque espero verlo al final de mis días. No, nunca tendré fuerzas para ello. Ni me alcanzará el ingenio. Tampoco el tortuoso camino de la virtuosa contemplación, que nunca he de emprender. Mis ojos son mortales y siempre gustan de inspirarse en la inmediatez de lo cotidiano. Es muy tarde. Y Eugenia se está alargando demasiado. Si no viene tendré que marcharme. Ella es de natural tranquilo, pero esta noche se está demorando más de la cuenta. Y todavía debo llegar a mi casa. Ya ha oscurecido. Huele a humo de encina. Y de La Moncloa corre un aire que, más que fresco, empieza a ser frío. El otoño en esta Corte es así. Ya la siento venir. Oigo su resuello. La lentitud de sus pisadas acolchadas. ¡No sé por qué se me ocurren estas cosas! Será que los años me están haciendo más deliberada, más astrosa y a un tiempo advertida. Siempre hay un momento en que a todos nos pilla la edad y yo este verano he cumplido los cuarenta y dos años. Hace mucho que dejé de ser joven. Los inviernos me han tornado irascible y maniática; aunque tampoco faltan en mi ánimo momentos de postración. Mi condición se ha tornado más mudable con el tiempo.

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Sin embargo, Eugenia considera que todavía sigo siendo una beldad. Para ella sigo estando hermosa. Y para mucha gente, que sin ser guapa siempre he resultado agradecida. Han sido siete partos y la máxima estrechez en los últimos años. Y un marido que no me ha sabido acompañar más allá del himeneo de los primeros años. Yo siempre he tenido que salir adelante con la casa. Y a una no le quedan fuerzas para seguir tirando de este carro, que está más embarrancado que nunca. Demasiados trabajos los que el Señor se ha servido enviarme. Demasiado lodo para tan endebles ruedas. Demasiado peso para un cuerpo ya achacoso y con las primeras goteras alboreando. Fui nombrada escultora de cámara de Su Majestad. ¿Y de qué me ha servido? Apenas si he recibido por ello buenas promesas en muchos años. Aplazamientos y parabienes. Con los honores no se come. ¡Bien lo sabe Dios! Muchas veces he pensado si yo no formo también parte de esta tropa de seres de placer; sin no soy un bufón más al servicio de sus reales personas. Una rareza de este triste bestiario de gabinete: una mujer que sobrepuja a cualquier hombre en el ejercicio de la escultura. La mujer que modela y estofa como el más valiente varón, sin haber perdido por ello su condición de hembra. ¡Pasen y contémplenla vuesasmercedes con sus propios ojos! ¡Vean el prodigio de la mujer escultora que, a pesar de ello, se muere de hambre sin que haya mortal que lo remedie! La pequeña María Bernarda se ha quedado dormida de tanto esperar. Mis hijas, como otros días, me han acompañado a palacio. Rosa María, con apenas diez años, ya se da buena maña

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para ayudarme. La otra es muy pequeña todavía. Francisco, el mayor, ha salido a su padre. Ambos partieron muy de mañana hacia la villa de Ocaña con recado de no sé qué negocio. Francisco podría ser un buen artífice a poco que se lo propusiera. Pero es indolente y de ninguna aplicación al ejercicio del trabajo. ¡A saber qué trajines se traen allí! Él siempre con sus afanes fantasiosos de acá para allá, malgastando su tiempo y mi ganancia. La más chica, María, tan solo tiene tres años. Nació cuando ya nadie pensaba que podía ser. Pero así fue. ¿Quién diría que a mi edad volvería a ser madre? Eugenia la bienquiere, porque es zalamera y despabilada. Para ella es la muñeca que nunca tuvo, la hija que nunca va a tener. Por fin Eugenia ha llegado y nos ha traído una hogaza de pan, algo de leche en un cuenco y castañas. Es todo cuanto ha podido medrar. Posiblemente quitándoselo de su propia pitanza. También me ha pedido que no me marche a mi casa. «¡Ya nos apañaremos!» ―me ha dicho. ―Mi señora doña Luisa, no es honesto ―ha vuelto a insistir― que una señora vaya sin compañía por esos andurriales a boca de noche. La niña Rosa puede dormir con ella y la muchacha conmigo, aquí en este obrador. Todo menos salir a las calles a estas horas. Tampoco me espera nadie en casa. Tan solo que Rosa siente recelo de tropezarse con don Lope en estos oscuros corredores. Le han hablado de él. Le han dicho que es un alma en pena y se lo ha creído. Y de noche tiene pesadillas.

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La criatura, la pequeña, lleva tiempo dormida y no quiero despertarla. Mejor. Así podré seguir trabajando un rato. O pasar la noche en blanco. A la luz de un candilejo todo se trastoca en algo quimérico. Eugenia se queda a mi lado. Se emboba viéndome trabajar. Dice que de las yemas de mis dedos nace la gracia para modelar de barro en lo pequeño. En estos momentos estoy afanada en un paso que representa a san Joaquín con santa Ana y la Virgen niña. Es un barro bien precioso que estoy haciendo para el Rey. Me fascina modelar estas pequeñas figuras tan a lo vivo, donde derramo mis destrezas y toda la ternura de unas entrañas, las mías, que permanecen las más de las veces consumidas y resecas por la adversidad. La gente las aprecia. Por lo demás, los tiempos que corren no son propicios para otras empresas de mayor monta. Ya no es como cuando mi señor padre tenía abierto obrador en Sevilla en sus años de gloria. ¡Aquellas sí eran labores de gubia y estofa! La ocupación no dejaba tiempo ni para el reposo. ¡Ya ves como han mudado las cosas! La última escultura en madera policromada que labré fue el San Miguel arcángel, que hoy se venera en uno de los lugares más honrosos de la Tierra, como es el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Fue un encargo del Rey. Y es una valiente obra, de linda compostura y de brioso talle, que luego policromaría mi cuñado Tomás. «Una obra majestuosa y de amplios vuelos» ―ha dicho de ella el ilustre don Antonio Palomino―, donde muchos dicen ver en la cara del Diablo la vera efigie de mi marido, su figura contrahecha: su retrato, a la postre. Es verdad que se parece,

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pero yo solo me percaté de ello cuando la obra estaba acabada. Aunque mi señor esposo nunca fue desbarbado; mucho menos capón. Si así resultó ser, esta no fue mi voluntad. Que yo jamás le faltaría el sacramental respeto contraído con el matrimonio. Y la cornamenta... ¡no quiero ni pensarlo!... En todo caso, sería yo quien tendría que lucirla, pues siempre me he tenido por mujer honestísima y de apariencia paciente. Pero algo me dice en mi interior que cuando estaba modelándolo no podía apartar de mi memoria su recuerdo. También hay quien piensa que yo misma me hice retratar como el mismísimo san Miguel. Y no es así. Ni yo soy un arcángel, ni mi Luis Antonio, Lucifer. En todo caso él solo es un pobre diablo. Yo siempre lo he respetado. Y hubo un tiempo en que lo quise con locura, con un amor sin puertas, ni bardales. Como solo sabe amar el corazón de una mujer joven enamorada que nunca se tuvo por lerda, pues aunque avisada le amé como una tonta. Pero estos barros son reputados y dóciles a la inventiva. Su pequeñez minuciosa los hace proclives a la intimidad de esta poca acogedora e improvisada oficina. Sin embargo, su manipulación recoge mi espíritu. Es lindo manosear en la soledad esta materia muda, mejor que ser manoseados por las criaturas que están vivas afuera. Es lúcido recrear la realidad, antes que la realidad te modele a ti. ¡Qué hermoso manejar estas pequeñas figuras que se recrean en su felicidad! Mas a mí el desengaño me trastornó hace ya mucho tiempo. Los arrastraderos de la vida me hicieron cambiar. Me desollaron como a una res en matadero. Ahora solo busco refugio en este

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paraíso de arcilla. Como si yo fuera dueña de los destinos de cada mañana. Como si pudiera ordenar que cada día trajera aparejada su renta. Como si supiera recrear el mundo a escala y semejanza de mis sentimientos. A la imagen y semejanza que un día perdí. Aquel mismo día que abandoné la inocencia para enfrentarme conmigo misma, después de haberlo hecho con tantas cosas. Como si la luz vacilante del velón hiciera que las sombras de mis párvulas imágenes murmurasen, todo se anima. Y solo para decirme que la misericordia sigue teniendo aparejado un lugar en esta edad de plomo. Que hogaño el amor y la belleza también recorren nuestros pulsos. Que nuestra sangre, más que helarse, duele cuando quema. La llama requiebra sus perfiles, dibujando sombras extravagantes en la pared, contornos de enigmática ternura. Una linterna mágica que trueca la realidad, haciendo de la amargura un dulce de Pascua. Derritiendo el hielo en calor de lumbre. Fuego de hogar, con olor a alhucema en el brasero. Con luz de niñez y sabor a poleadas y saliva de niña. Con el fervor magnético de la caricia de una abuela. De sus besos desbordados y jugosos. Una verdad asombrada. Un colosal contraste con la realidad que a todos nos envuelve. Pero son solo sombras. Negras sombras sobre la blanca pared. Hace frío. Ahora sí que hace frío. Y el poco carbón apenas da para que esta estufilla abrigue. Pero ahí está el aliento de Eugenia. El respirar sincopado de mi María, la pequeñita. Su calorcito no tiene precio. Su tibieza me favorece como un regalo. ¡No se está tan mal aquí...! Es verdad.

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La Reina, me cuenta Eugenia, ha sufrido hoy una nueva crisis de nervios. Dice que por largo tiempo ha pataleado, tirándose de los pelos, retorciéndose las muñecas. También ha estado sollozando toda la tarde, gritando palabras descompuestas y arrojando al suelo cuanto objeto encontraba a su alcance. Los chillidos se han llegado a oír en el patio de su cuarto. ¡Pobre señora! Ella, que proviene de una familia de hembras paridoras, no puede darle un descendiente al Rey. Me han asegurado que solo su madre soportó dos docenas de partos. ¡Es una desgracia! Y lo peor es que no tiene remedio. No es ella la culpable, que sus desesperados intentos por quedarse preñada la han llevado a la enfermedad a cuenta de tanto purgante estéril. Como tampoco lo fuera doña María Luisa. ¡Cómo comprendo a doña María Ana! Ella, tan caprichosa y arisca, tan robusta y lozana, tan rubia, sepultada en este ergástulo de supersticiones y carroña. Invisible para su esposo. Arreada por su suegra. Tan joven y ya tan desdichada... Tan extranjera y tan hermosa a pesar de sus pecas... Tan ajena a este nido de pardas cucarachas. La conversación con Eugenia es sabrosa. Siempre sazonada de novedades y chismes. Y eso que ella no es muy decidora. El Rey está endemoniado. Tiene miedo y solo duerme acompañado en su cámara de su confesor y dos frailes. Aseguran que de noche delira y que siente espasmos, moviendo ojos y boca de un modo acuciante. Que procura evitar a la Reina como gato escardado. Ella es nerviosa y difícil de contrariar. Siempre inquieta en todos sus movimientos, siempre volandera y movida por una furia peregrina. El Rey, en cambio, se cuenta que es indolente y desalentado.

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Su Majestad tirita ante las asechanzas del Diablo. Dice sentir su vecindad, su bufido sulfuroso e irrespirable. Y ni el enjambre de enanos y bufones a su real servicio es capaz de apartarlo un solo instante de sus fantasías. Eugenia, que ha podido ver al Rey no hace tanto, me cuenta que lo ha encontrado más escuchimizado y abstraído que otras veces. La mirada aturdida y sin apenas poderse mantener de pié. «Parecía un infantico embalsamado» ―me ha dicho con su habitual ocurrencia―. También se comenta que el Rey tiene accesos de glotonería para después arrojar. Y, sobre todo, una desmesurada apetencia por el chocolate. Pero está flaco y sufre cagaleras de continuo, pues le cuesta trabajo masticar y tiene los bazos corrompidos. Y por si fuera poco sus exorcistas han ordenado darle en ayunas un cuartillo de aceite cada mañana. Es un clamor en toda Castilla la hablilla de que el Rey fue hechizado apenas cumplidos los catorce años cuando se le dio a beber, justamente, un chocolate en el que se habían disuelto los sesos de un hombre ajusticiado para quitarle la razón, las entrañas para robarle la salud, y los riñones para corromperle el semen. Se habla también de que los efectos de este bebedizo se renuevan por lunas y son más recios durante las nuevas. Y cuentan que fue el Duende quien había ordenado preparar el hechizo a una bruja llamada Casilda, viuda y madre de dos hijos. Al parecer ella misma había usado para su aderezo un cadáver sacado de la Casa de Misericordia. Hay quien murmura que detrás de todo esto está la mano de doña Mariana de Austria.

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¡Pobre don Carlos! Está enfermo. Enfermo y espiritado por un maleficio. Yo solo he visto a Su Majestad en una ocasión. Y además iba en carroza camino de la iglesia de San Blas. A mí me pareció de mediano cuerpo. Más bien bajo que alto. Carilargo: su cuello, su frente y su mentón, eran estirados. También su nariz. Unos ojos grandes, azul celeste, resaltaban sobre su cabello rubio, largo y aderezado hacia atrás, y una piel blanquísima, como de cera. Labios agachados y flácidos. Su persona era flaca, pero no mal formada. No así su cabeza, que se me antojó desmedida. Me resultó feo y melancólico. Al Rey pocos lo ven fuera de su cámara. No es fácil verlo, pues hasta cuando asiste a los divinos oficios en la capilla de palacio lo hace oculto tras su cortina. Don Carlos, con su expresión de asombro y de tristeza, de estupidez disimulada, no parecía capaz de advertirse de nada. Su mirada lechosa era el azogue de un ser inanimado y sobre todo afligido. Otra noche más de vigilia. Rosa yace ya en el lecho de Eugenia. María lleva ya tiempo durmiendo. Y Eugenia permanece a mi vera. Despierta, con unos ojos que alumbran desde el fondo de sus mejillas, emboscados en la cerúlea blandura de sus párpados. Luis Antonio me dijo que volvería en unos tres días. Nadie me espera en casa. Pero es que nadie me espera nunca, a excepción de mis hijos. Luis Antonio, cuando está, se comporta como un sonámbulo. Incapaz de mirarme a los ojos. Hace tiempo que

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dejamos de hacer uso del matrimonio. Somos dos extraños entre cuatro paredes. Dos seres recelosos que apenas si se espían de un modo furtivo. ―Esta mañana ―me ha dicho Eugenia nada más sentarse― han aparecido pasquines en las puertas de San Ginés y San Felipe Neri culpando al Rey directamente del mal gobierno y de la falta de un heredero. ¡Ya no se honra ni a su augusta persona! Al ser avisada la Reina, esta ha entrado en una de sus habituales crisis de ansiedad y locura. Eugenia habla quedo para no despertar a la chica. Y sus confidencias cobran el tono de una conspiración de corral de comedia. ―Todo esto es una desgracia que no nos ha de traer nada bueno ―le contesto algo irritada tras suspirar―. ¡Malos tiempos estos! Se ha perdido el respeto hacia lo más sagrado. Nadie puede negar a su señor natural. Vivimos en un pudridero, retozando como gorrinos entre nuestra propia porquería. La salud de nuestro Rey, por lo que me cuentas y todo el mundo dice saber, es tan quebradiza como un hilo de seda. Y ese precioso hilo está envuelto en una sucia tela de araña de intrigas y ambiciones. Demasiado benevolente es Dios con todos nosotros. Demasiado paciente con tanta iniquidad. ―¿Os parecen a vos pocas las calamidades que se sirve el Señor enviarnos? ―Es que somos obstinados en el empeño. Tercos y necios. Sin duda alguna merecemos su castigo. ¿O no lo crees tú también? No es que seamos malos. Lo peor es que somos incorregi-

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bles ante los ojos de Dios y ante nosotros mismos. Incorregibles y contumaces. Somos una piara de charlatanes. ―Desde la partida del conde de Oropesa nadie sabe quién gobierna en estos Reinos. La reina María Ana lo odiaba con todas sus ansias sin poder disimularlo. No menos que la Reina Madre, siempre más prudente y de discreto juicio. Claro, más vieja. Ahora dicen que se consume en la Puebla de Montalbán, donde tiene sus estados. Se comenta que, desde entonces, el Rey está más solitario y taciturno. Solo y descaminado en su laberinto. Está perdido y dolido consigo mismo, pues dicen que sentía afecto por el conde y que solo la influencia ejercida en su persona por los de su entorno hizo que forzara su decisión. Siente vergüenza de su falta de voluntad y coraje. ―Siempre he estado persuadida de que quien tiene la obligación de gobernar es el propio Rey ―le he contestado con resolución―. De Dios le viene la autoridad y el mayorazgo, y solo a él tiene que rendir cuentas. Pero de Dios también le viene la obligación del buen gobierno para sus súbditos. Todos los otros quieren medrar para su faltriquera con los caudales ajenos, sin dejar ni las migajas en la despensa. La ambición y la codicia son malas consejeras para cualquier valido. La avaricia es vicio abominable y algunos solo tienen el corazón en sus talegos. ―¿El conde, por ventura, era un ladrón? ―¿Y cómo quieres que lo sepa?... Yo no meto las narices en esas cosas. ―Sí, señora, vos estáis en la verdad. Hay quien dice que el conde tomó las de Villadiego y a todo correr. Él siempre creyó

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contar con el valimiento del Rey. Pero don Carlos no puede decidir por sí mismo. Es indolente y fácil de persuadir. Nació débil. Tan doliente y menesteroso que jamás ha podido valerse por sí mismo. Si no puede gobernar a su propia mujer, si no puede regir a su persona, ni a su casa ¿cómo soportar el peso de la corona? Su Majestad no puede tirar de sí mismo. No puede con su cuerpo; como tampoco con su mente trastornada. ―¿Me estás diciendo que el Rey está loco? ¡Creo que porfiáis demasiado! Eso sería tanto como apuntar su incapacitación. ¿Sabéis acaso que la loca en este caso sois vos? Eso es traición y una irreverencia. Un crimen de lesa majestad. ¿Cómo podéis pensar, ni tan siquiera, esa majadería? El Señor no puede dejarlo de su lado. Es su hijo predilecto. Ya proveerá lo mejor para esto Reinos y para su persona. Dios no puede abandonar a su amantísima y católica majestad. ―Yo nunca he dicho que esté loco, sino poseído. Tiene el cerebro húmedo, el humor melancólico, y el corazón flaco. ―¿Y tú qué sabes de esas cosas? ¡Quién te manda meterte en esas bachillerías! ―Sé lo que oigo, señora. Lo que se escucha en cada rincón de palacio, en cada soportal, en los patios, en todas partes y vericuetos. ―Pues deberíais guardar mejor las palabras. Entre estas paredes tampoco faltan duendes que todo lo escuchan. No creo que os convenga. ―¿Y quién iba a prestar atención a una criatura de placer como yo? A mí nadie me echa cuentas. Ni a mí, ni a ninguno de

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estos desgraciados. Yo solo soy la Monstrua para todos. La Gorda. ¿O es que no me veis? Lo que yo diga es siempre jocoso y digno de aplauso. Todos ríen mis ocurrencias. Esa es mi principal obligación y la razón de mi existencia aquí. En algo tenía que ser aventajada. Los duendes de palacio apuntan más alto. ―Vos lo que sois es demasiado confiada. Deberías andarte con más aviso y no siempre chismeando con ese hato de rufianes. ―Yo estas cosas solo las hablo con vos. ―¿Nada más que conmigo?... Yo no lo tengo eso por seguro. ―He oído decir también que el Rey es un enfermo por causa de su propio linaje. Cuando se mezcla tanta sangre de tantos príncipes la linfa se espesa y los humores se trastornan. Por eso lo someten a continuas sangrias para atemperar su mal flemático. ―Pero también los hijos de los imagineros nos hemos casado siempre con imagineros, o con nuestros parientes más próximos, los pintores, que a la postre todos somos uno. Todas mis hermanas se han casado con oficiales de este arte de la escultura. Igual hacen los alfareros, o los caldereros, los sastres o los orfebres. «Cada gorrión con su espigón». Los matrimonios han de ser entre iguales. La duda viene cuando los casamientos, y en eso tal vez llevéis razón, se hacen entre primos carnales, o entre tíos y sobrinas, que también los ha habido de continuo. La misma Reina madre era sobrina de don Felipe, padre de nuestro monarca que Dios tenga en su santa gloria. Esos apareamientos son casi anti natura. Los bastardos, por el contrario, nacen fuertes y en todo aventajados. La sangre, así, se renueva y fluye con calor en nuestras venas.

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―Es verdad, señora ¿vos conocisteis al hermanastro de nuestro Rey, don Juan José de Austria? ―No, pero he oído hablar de él. Dicen que era en extremo galán, de rostro bueno y agradable. Pero la muerte se lo llevó presto. Y hay quien opina también que era nuestra última esperanza, la última luz para la ruina de estos reinos, el restaurador de tanto daño, llamado a redimir la opresión de nuestro Rey. ―Y un soberbio, un ambicioso vengativo, que se creía más que el mismo Rey. El fruto del ilícito ayuntamiento de nuestro señor con una comedianta no estaba llamado a reinar. El era hijo de la tierra. ¡Mala sangre la de esa mujer del partido y peor mezcla! La Calderona, su madre, era una comedianta de ninguna virtud. Una mujer que era moneda de vellón para los hombres nunca podrá ser la madre de un rey. También se decía de él que era de corta capacidad e inexperiencia en los negocios. ―¿Y eso qué importa, si don Juan era cabal y buen gobernante? ¿O es que no corría por sus venas el mismo fluido?... Toda la sangre, mi querida Eugenia, la buena sangre, aquella que se asoma a nuestras mejillas, es roja. Y aquella que lo parió, aunque poco honesta, al menos era hermosa y lozana. ―Si vos lo decís... ―¡Pues claro que lo digo! ¿Y quién puede contradecirme? ¿Era hermosa o no? ¿Estaba sana? ―Era muy hermosa. Hermosa entre todas las mujeres. De cabellos de oro y piel blanquísima. Y golfa, golfa y salida como una perra en celo. ―¡No menos que sus amantes! Tonsurados, poetas, no-

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bles y mitrados, y hasta el propio Rey. ¿O es que estos os parecen inocentes? ¿Acaso os parece que por el simple hecho de ser hombres están limpios de culpa? ―… ¡Un escándalo es lo que a mí me parece, aunque ya nadie parece escandalizarse por nada! ―¿Y eso todavía os escandaliza a vos?... ―Unos pagan para pecar y otras cobran para vivir. ―¿Sabéis? Me ha comentado Flequillos que ha oído decir que el Rey ha mandado traer a sus aposentos los sagrados despojos del señor san Isidro desde su iglesia. Solo así piensa que dormirá tranquilo. Protegido de las acechanzas y vejaciones del Maligno. También dicen que van a dejar yacer a la momia en el tálamo nupcial de la regia pareja para ver si así la Reina se queda en estado. ―¡Jesús! Yo no podría pegar ojo a la vera de un momio en fiambre por muy santo que este sea. ¡Qué barbaridad! Esto sí que me perturba. ―No creo que acuesten al glorioso san Isidro con los soberanos para que estos duerman, sino todo lo contrario. ―¡Ya está bien de chacotas! ―¿No os parece un buen conjuro? ¿De qué os sorprendéis? Esta casa está llena de saludadores y exorcistas. No hay curandera, no digo ya en esta Corte, en toda España, que no se precie de tener el remedio para aventar tan regio maleficio. Todo esto lo tengo por cierto. El otro día una mujer quiso entrar a toda costa en palacio forzando incluso al cuerpo de guardia. Pidió audiencia. Parecía fuera de sí. Y ante su mal porte no la dejaron en-

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trar. Cuando quisieron saber de quién se trataba descubrieron que aquella mujer, alterada por el enojo y frenética, vivía en una casa de Fuencarral en compañía de otras dos hechizadas. El Rey que la oyó mandó que la dejaran entrar. Protegido por su lignum crucis pareció atender sus dislocadas cláusulas. Otros, los más, dicen que corrió aterrado y dando tropiezos. ―¿Y qué quería? ―¿Quién? ―¿Quién iba a ser, mema? La bruja esa de la que me hablas. ―Declaraba que de todo punto tenía necesidad de hablar con el Rey en descargo de su conciencia, pues una de sus compañeras era quien lo gobernaba a su capricho, haciéndole vivir en todo con sujeción a su voluntad. Cuando la registraron llevaba en una bolsita algunos huesos, cascara de huevo y, según cuentan, una hostia consagrada. Tuvieron que sacarla en volandas hasta llegar a los patios, pues estaba agitada del maligno espíritu. ―¿Y tú te lo crees? ―Señora, lo he visto con estos ojos. ―¿Y cómo sabían de antemano dónde y con quién vivía? ¿También has visto con tus propios ojos las reliquias de san Isidro? Y además: ¿quién puede saber si una oblea está consagrada? ¡No digas bobadas! ―Doña Luisa, tal vez me he anticipado en mi relato. Pues fue el mismo Rey quien mandó a su maestro mayor de obras don Josefh del Olmo que la siguiera tras abandonar palacio.

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―Hoy tienes la fantasía alterada. ¡Como si al Rey fuera tan llano verle! ―¿No me creéis entonces? ―No es que no te crea. Es me que cuesta trabajo aceptar todo lo que vos me contáis. ¡Todo esto me parece tan torcido, tan descompuesto y fuera de razón! ―¡Preguntadlo vos! ―¿Y a quién?.. ¿Acaso creéis que no tengo yo bastante julepe para meterme en camisa ajena? Eugenia, mi tierna y buena Eugenia, no hay que buscar los diablos en el más allá, sino entre nosotros. Todas esas supercherías me parecen historias para asustar a los niños o a los idiotas. ―Pues eso es lo que os intento avisar. ―¿De qué me queréis avisar? ―Ahora sois vos la que parece poco atinada. De qué va a ser, sino de los diablos de esta casa. ―No me entiendes, Eugenia. Lo que te he querido decir es que el mal, casi siempre, es obra del hombre. Está en el hombre. ―¿Y por qué no el bien? ―¡Por el amor de Dios, no seáis inocente! El bien, mi querida Eugenia, no existe por sí mismo. Bueno, el bien solo es Dios y en él reside. Eso lo dice la santa madre Iglesia. Yo solo puedo hablar de la bondad natural del hombre, cuando esta se da en escasas ocasiones. Lo demás me trae al pairo, pues no soy nada industriada en teologías ni otras filosofías. ―No os comprendo. ―Yo solo puedo inflamar de bondad mis imágenes. ¿Pero

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el bien cómo puedo hacerlo visible? ¿Cómo conformarlo de la masa? ―Tampoco os entiendo. ―Es lo mismo. Mira la cara de estas figuras. ¿Qué te inspiran? ¿Qué sentimientos te conmueven al verlas? ―Yo solo advierto unas criaturas buenas, como corresponde a sus sagradas hechuras. Y hermosas. Son hechuras de santos. ¿Cómo queréis que sean? ―Tú lo has dicho: buenas. Son santos. Es la bondad nuestro postrero asidero y el origen de su hermosura. La hermosura nace de la bondad. El bien y el mal, en cambio, tan solo nos arrastran a un enfrentamiento entre los mismos hermanos. Son conceptos abstractos. Cuántos han matado, creyéndose estar en posesión del bien, y no viendo al enemigo más que como una reencarnación del mal absoluto. ¿Y quién está, en verdad, en posesión del bien? ¿Y del mal? ¿Quién, salvo Dios, sabe discernir entre ambas cosas? Las ideas absolutas nos tornan fanáticos y alumbrados. Más cuando debajo de la especie del bien de ordinario se esconde el mal. Yo prefiero quedarme con la corteza de los sentimientos. Con aquello que nos permite vivir. Somos buenos o malos. Y entre ambas orillas hay una amplia gama de corrientes y rápidos sobre la que nos deslizamos a nuestro pesar. Turbulentas a veces; otras mansas. Mi fe, la que me inculcaron mis padres, ya lo ves, es sencilla. Como mi vida. Pero es la que me ha servido para agarrarme a la existencia. ―Mi señora doña Luisa, no os alcanzo, pero me place como habláis esta velada. Aunque yo no comprenda muchas de

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vuestras agudezas, se conoce que el ejercicio de vuestro arte os ilumina también el entendimiento. ―El entendimiento y las demás potencias del alma. ―No sé qué me estáis diciendo, pero de verdad que os alabo y admiro. Hay veces en que pienso que sois lo único que tengo. Y lloro, pero sin saber por qué. ―Tú siempre lloras. Esa no es novedad. ―Lloro por costumbre, ya los sabéis. ―¡Bizarra costumbre!... ―¡Y qué le vamos a hacer! ―Pues yo a vos os quiero como a una hermana; por eso, porque sois buena y llorona. Ya os lo he dicho en otras ocasiones. Y ahora te lo vuelvo a repetir. Pero deberíais dejar de llorar por un tiempo, aunque solamente fuera para probar. Es posible que hasta os haga bien ¡Anda! ¿Por qué no le echáis un ojo a la niña? También vos deberíais dormir un rato. Eugenia está más habladora esta noche que otras veces. No he querido contradecirla, aunque tampoco he pretendido darle la razón de un modo franco. No quiero que me tome por irrespetuosa con la suprema mano que nos ha de dar de comer a todos lo que acá pacemos. Con nuestro señor. Pero es verdad. Nuestro Rey es un pobre engendro. A sus casi treinta años es tan solo un retablo de duelos. Un hombre envejecido en la flor de su edad varonil. Yo sigo con mi tarea hasta que el sueño no me permita continuar. Esta noche, Eugenia me ha parecido algo excitada y más parlera que de costumbre. Será que la holganza le suelta la lengua.

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Rosa lleva tiempo durmiendo. Antes vino a darme un beso. Eugenia, tras arropar a la niña, ha vuelto a sentarse. Me observa con una avidez casi golosa. ―Barrunto, por lo que me acabáis de decirme, que el Rey está rodeado de hombres malos ―vuelve a retomar su ingenua plática―. ¿Es así, por ventura? ―Yo no creo que todos sean malvados. ―¿Entonces qué son? ―Mira, Eugenia, el alma humana tiene una morbosa tendencia a corromperse. Es como el pescado si no se sala. La ambición, el poder, la gloria o el dinero, pueden hacer de un ser angelical un monstruo. Y no una monstrua como tú, que te tengo en consideración como una excelente mujer y te estoy muy obligada por todo lo que haces por nosotros... El mismo Dios hizo en su infinita misericordia bueno por naturaleza al Diablo. Y la más hermosa de sus criaturas. Pero este se hizo malo por su libre albedrío. ¡Ya ves! Y si eso lo hizo el príncipe de los ángeles... ¿Qué podemos esperar de los hombres, simple mortales? ¿Es que no nos revelamos también nosotros a diario contra Dios con nuestros pecados? ―Siempre lleváis razón, aunque a veces me asustáis con vuestro conocimiento de las cosas y de las gentes. ―Sí, casi siempre llevo razón. Pero solo para un corazón y un alma inocente, como la vuestra. Hoy día la razón de nada vale. ―Porque vuesamerced siempre es muy buena conmigo. Siempre lo ha sido. La única persona que me ha tratado con cariño. La única que me ha sabido respetar. De vos solo se dice en esta Corte que sois de suma modestia y de virtud extremada. Yo os he

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visto derramar lágrimas cuando ejecutabais algún divino simulacro. Tan modesta y tan piadosa... pero a un tiempo tan aprestada... ―Lloraba también por mí, mi querida amiga. No solo por piedad. ¿O no te dabas cuenta? ―Lo sé, mi señora. La vida no es nada fácil. Aquí siempre hay motivos para llorar ―no me lo reprochéis―. Yo sé lo que habéis padecido. Y lo que estáis penando. Pero sé, también, que os sobra temple para encarar la adversidad y la estrechez. ―Algo debía de sobrarme... ―Y bizarría para seguir labrando imágenes admirables y extremadas. Dios os ha hecho merced de un don maravilloso que no todos compartimos. Vos sois la escultora de cámara de Su Majestad. Ninguna mujer ha recibido antes tal honor. Vos sois una consumada artífice para todos. Sois respetada por vuestro trabajo, admirada. Contáis con el universal aplauso de todos los discretos que saben de vuestro arte ¡Eso también deberíais tenerlo presente! ―Yo no pretendo honores. No digo que no los haya buscado en otros tiempos. Pero ahora solo quiero poder dar de comer a mis hijos. Y con mi trabajo no me alcanza. Los honores son volaterías de la edad juvenil. Y en esos nidos de antaño... no anida ya ningún pájaro ¡Tan difícil es ganar el pan nuestro de cada día, máxime cuando no escatimamos el trabajo?... ―Corren tiempos ásperos. ―Y, sobre todo, poco agradecidos. ―Tendríais, señora, que escribirle a la Reina. Ella, si quiere, podría poner remedio a vuestros apuros. Es la Reina. Nada podéis perder por ello. Ahora lo que sí deberíais hacer es reposar un rato.

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Mañana, con la luz del día, trabajaréis más a vuestro agrado. Las niñas llevan tiempo durmiendo, pues como dice el refrán: sueño sosegado no teme nublado. Están tranquilas y vos deberíais estarlo también. Mañana hay que seguir con la brega de todos los días. ―Sí, pero antes tengo que calar un poco el barro y envolverlo en trapos humedecidos. Estás harta de vérmelo hacer. Si se seca, ya ves, se endurece. ―¿Os puedo ayudar? ―Si os place... O mejor, ¡déjalo!, que yo sola me apaño con más premura. ―Claro, yo solo soy un estorbo. Un fardo de mondongos, una mole de cristiana carne. ¿No es así? ―¿Qué me estás diciendo? Tú nunca has sido lerda. Antes bien, siempre me has resultado lista y hasta incluso mañosa. ¿A qué vienen esas sandeces conmigo? ―Porque es la verdad, señora. Yo no sirvo para nada. ―Para mí nunca fuisteis eso que acabáis de decir. Y hace tiempo que deberías saberlo. ¡Tú sirves más de lo que tus vientos te pueden dar a entender! ¡Y no quiero oírte más eso que me habéis dicho! ―¿...? ―¡No digáis más estupideces, por los clavos de Cristo!. No vaya a ser que ahora te dé por llorar otra vez. ¡Anda, ven y deja que te dé un beso de buenas noches! ¡Y no gimáis, por el amor de Dios! ¡Estas no son horas! Eugenia me besa y su semblante recupera su habitual dulcedumbre. Por fin se queda dormida en un petate, pues no ha que-

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rido compartir su cama con Rosa por miedo a despertarla. Así es ella. Pero antes ha querido ponemer en el secreto del último enredo de palacio. Un chisme más. Y lo peor de todo es que son todos tan ciertos como la luz que a todos nos alumbra al amanecer. Me dice que aquella misma mañana los familiares del Santo Oficio han soltado al sastre de la Reina, tras someterlo a interrogatorios y tortura durante tres días. Al parecer habían encontrado ocultas en las mangas de uno de los modelos confeccionados para la soberana unas bolitas de plomo, a guisa de perdigones. Al principio se pensó que aquel metal maléfico formaba parte del ritual de un hechizo. Luego, con el rabo entre las patas y más corridos que una liebre, comprendieron que solo se trataba de un artilugio para dar peso y forma a los encajes. Yo pienso que todos están enloquecidos. ¡Pero quién le quita el disgusto a ese pobre alfayate y a su familia! Del triste infeliz, que es melindroso, aunque otros dicen de él algo peor, hay quien asegura que se ensució encima en el momento de su arresto. ¡Y no es para menos, pues aquí nadie está libre de sospecha y ya sabemos como se las gastan esos! El silencio es total. Hueco y sonoroso como el vientre de una tinaja. Solo roto esporádicamente por el grito alucinante de alguno de los locos. Un bramido sobrecogedor que pronto parece ser acallado. El palacio duerme y, como cada noche, renueva su propia pesadilla, su modorro encantamiento. ¿Qué estará soñando el Rey en estos instantes? ¿Estará dormido o permanecerá aún despierto? Agotado por las tercianas dobles, desudado y desvariando, pensará que una legión de demonios revolotean sobre su tornalecho. Él no puede verlos, pero los oye. ¡Claro que los oye!

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Algunos son pequeños, como zorzales. Otros, por el contrario, son del tamaño de una simia y emiten, con sus alas de vitela, un crujido seco. Los hay que hasta gallean con graznidos desentonados e infames. Los demonios hacen gestos obscenos entre ellos, mientras fornican entre sí ecuménicamente, sin distingos y a su libre criterio, sin tasa, de aquel modo que llaman nefando. Lo asedian. Sus visajes son groseros y descompuestos. Y el Rey siente los miedos de las noches veladoras. Otras veces, las menos, estos no cesan de vejarlo. Castigan rigurosamente sus magras carnes y le entumecen la cabeza. Sus exorcistas hacen lo posible por tranquilizarlo y levantar a Satanás de su cortesano asiento. Cuentan que al menos han conseguido que don Carlos se desprenda de un pequeño saquito que siempre llevaba prendido del cuello. Y que en el interior de este había cáscaras de huevo, uñas de los pies y cabellos. Los demás Padres cantan: Gloria Patri et Filio et Spiritu Sancto. Las fumaradas de incienso turban con su espesa briza la alcoba. Falta el aire y el humo se desmaraña. El Rey tiene espasmos. ¡Asfixia me da solo imaginarlo! De tarde en tarse se escucha la voz pavorosa del padre Mauro, quien ordena: «Yo os exosorcizo espíritus impuros, enemigos del genero humano y de las disposiciones divinas, en el nombre de la singular Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ¡salid de estos aposentos! ¡Romped vuestro encantamiento, o ligadura o cualquier otro hechizo, de vuestras armas malignas!». Para mí que todo es una fantasía. Pero una fantasía que lo está consumiendo.

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¿Seguirá desvelado? Es lo mismo, pues su vigilia se ha trastornado en incesante duermevela, en un insomnio aletargado y contumaz. Su razón en un tormentoso delirio. Su sueño, en un ajetreado sinvivir. ¡Pobre hombre! Pues, a la postre, solamente es eso, un hombre, un desdichado ser. El más desgraciado de los mortales. El más poderoso soberano de la Tierra es solo un guiñapo. Ha empezado a soplar el cierzo. El invierno parece anticiparse. Buen rato hace que la campana de la Encarnación ha tañido a completas. Eugenia ronca con la respiración entrecortada. Algún día su corazón no podrá cargar más con el peso de tanta zahorra atragantada, de tanto embutir grasiento. Su ronroneo es pausado como el arrullo de un palomo. Aunque a veces se torna sobrecogedor. ¡Dios mío, cuánta soledad! ¡Y cuán placentera me resulta ahora! ¡Cómo me gusta este silencio! Es un silencio que deja hablar a mis manos, mis manos que se resuelven a la mudez para expresar sueños inasequibles. ¡Quién pensó alguna vez que esta iba ser mi nueva tierra de promisión! ¡Y cuanto frío, Dios mío! ¡Cuánto frío hace en este alcázar! Tengo a mis hijos, a Eugenia... Y mucho sueño. Aunque el hastío acumulado me despereza, puede más la fatiga. Me echo sin hacer ruido para no despertar a María, pero el sueño parece que se me escapa. Estoy desvelada. Pienso en

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ese momento en la momia del santo labrador, en su trasiego, y un escalofrío me recorre el espinazo como un zurriago. ¡Que el Señor me perdone por mi irreverencia, pero no puedo sufrir esa visión! Su solo recuerdo se me figura impío. Me acuerdo de un romance que cantábamos de niña yo y mis hermanas. Y de golpe, apenas entonándolo, me quedo dormida. Rosa fresca, rosa fresca Tan garrida y con amor, Cuando vos tuve en mis brazos, No vos pude servir, no; Y agora que os serviría No vos puedo haber, no. ¿Qué habrá sido de aquella rosa fresca? ―me pregunto en medio del sueño―. ¿Dónde su frescura?

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