El suave olor de las magnolias

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© De los textos: M. Carmen Orcero © Del diseño de la portada: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) © De la fotografía de la portada: Miguel Angel Gestido Maquetación: Martín Lucía Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-942802-8-3 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


El suave olor de las magnolias M. Carmen Orcero

Ediciones En Huida Colecci贸n El refugio Volumen 2



El suave olor de las magnolias M. Carmen Orcero



A ellas: mis magnolias.



I

C

uatro meses después de que el reloj marcara el inicio del año nuevo, el diez de mayo de mil novecientos ya dejaba entrever el verano. Una luz cada vez más intensa se colaba a hurtadillas por las habitaciones como preludio de la nueva estación. El viento de poniente empezaba a dejar paso a una brisa ligera que arrastraba con ella los olores y la ciudad se despojaba del manto gris que le había cubierto el cielo, con una dulce expresión de alivio. La casa se había puesto en marcha hacía un buen rato. Cada detalle había sido cuidadosamente preparado y protocolariamente estudiado. Cádiz se asomaba con tristeza al borde de un nuevo siglo, así que cada dicha se convertía en una conmemoración y cualquier celebración en un acontecimiento. Solo dos años antes, España había perdido Cuba, Puerto Rico y Filipinas como final de un conflicto que duró décadas. Tras aquella derrota lejana en la que los hombres morían, el tráfico marítimo disminuyó y empezaron a escasear los productos

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con los que se comerciaba con Europa. En un terrorífico efecto dominó, las empresas se habían arruinado unas a otras, y eran muchas las compañías que andaban repatriando a sus corresponsales y echando el cerrojo a sus negocios. Como desafío a la decadencia que se respiraba por los rincones, las familias que conformaban el exquisito círculo social de los poderosos seguían resistiéndose a perder los privilegios y a mostrar el fracaso. Con esa intención convertían las reuniones, los paseos y las meriendas en una mentira. Los hombres fingían que no había nada de incierto en el nuevo ritmo que marcaba la historia, y las mujeres continuaban exigiendo de ellos las prebendas de un mundo que ya no era real. Beatriz había pasado una noche inquieta. La claridad de la mañana la encontró dando vueltas, tapando y destapando las sábanas, luchando con el deseo de empezar el día y la desazón que le producían los cambios. Había crecido imaginando cómo sería ese preciso instante de su vida. Podía decirse, aunque no llevara la cuenta, que la mitad de su existencia no había supuesto más que una preparación para lo que sería la siguiente mitad, cuando se convirtiera para siempre en la señora de Solana. No cabía duda de que sus padres se habían preocupado en darle una educación adecuada al papel que a partir de ese día tendría que desempeñar. Tocaba el piano, podía reconocer las pinceladas características de los maestros de la pintura y conocía la literatura: una muy clásica y otra, quizás no tan purista pero sí más imaginativa, que le enseñó a soñar. Aquel magnífico caldo,

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enriquecido con todos los ingredientes y cocido al fuego de las profundas convicciones de su madre, la había convertido en una fantástica anfitriona en las fiestas y una maravillosa administradora en el hogar. Dejándose guiar por un impulso, saltó de la cama, se colocó una bata de encajes sobre el camisón de seda rosa y abrió el balcón de par en par. El sol la saludó haciendo un guiño desde el horizonte y ella cerró los ojos, intentando guardar en la memoria todas y cada una de las emociones de esas horas, preludio del instante mágico en que todo cambiaría para siempre. Cádiz también estaba despierta desde antes de amanecer. El viento traía el olor del mar por encima de las azoteas y el cielo se presentaba azul, limpio de nubes. De arriba abajo, por el pequeño resquicio de la plaza que le permitían atisbar los árboles, vio pasar mujeres con cestas camino del mercado y hombres tocados con sombreros de ala o gorros de paja. Algunos de ellos cargaban con paquetes, sacos o sobres y desaparecían por las puertas accesorias de las casas que conformaban la plaza de Mina. Otros, como era habitual en los últimos tiempos, solamente andaban sin rumbo, en busca de algún encargo que realizar o algún trabajillo con el que ganar una moneda o conseguir gratis un chato de vino. El olor de las magnolias impregnaba el aire dejando un dulzón aroma a frambuesas. Influidos por el contacto directo de América, muchas zonas de Cádiz habían sido sembradas con especies traídas del nuevo continente. En el jardín exótico que

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llenaba de color el centro de la plazuela, se mezclaban las fragancias de la tierra propia con otras de un lugar que quedaba ajeno al otro lado del mar. Parecía como si las palmeras, el ficus o el ave del paraíso, hubieran echado raíces como símbolo de todos los mundos que compartieron durante mucho tiempo aquella ciudad. Por uno de los laterales de la plaza, un muchacho joven, tocado con una boina negra, tiraba de la mano de un niño pequeño. A medida que avanzaban los árboles los escondían a su vista, pero Beatriz podía oír al chiquillo llorar claramente desde la posición en la que se encontraba. El balcón de su habitación estaba en el primer piso de la vivienda. El edificio era imponente. La casa había sido construida para su abuelo paterno en mil ochocientos cincuenta y dos. Era solo un joven cuando llegó desde Santander, dispuesto a consolidar un próspero negocio en la ciudad del comercio. Y allí mismo había nacido su padre, heredero único de la naviera del abuelo, que intentó continuar la saga de los Torres-Quevedo, con poca suerte para el futuro de la dinastía. El nacimiento de las dos hijas, primero su hermana Sofía y después ella, significaba, muy a pesar de su padre, el final de la hegemonía del apellido en Cádiz. ―Niña, cierra la puerta ahora mismo ―la voz de Emilia sonó estridente― ¿es que quieres que todo Cádiz vea a la novia antes de la boda? ―continuó la mujer mientras la apartaba suavemente de la balaustrada y cerraba las cortinas. ―Ay nana, qué nerviosa estoy ―le dijo tomándola de las manos con voz melosa―. Cuánto voy a echarte de menos. 12


―¿Tú, echarme de menos a mi? ¡Anda niña!, eso lo dirás en broma. Tendrás a tu marido y un hogar que cuidar. Yo sí que te echaré de menos, en esta bendita casa que cada vez está más silenciosa ―le contestó ya desde el otro lado de la habitación, retirando las sábanas de lino entre las que ocultaba su emoción. Beatriz la miró desde lejos y se dio cuenta de cuánto cariño había encerrado en aquel cuerpo menudo pero fuerte, en esas manos llenas de callos pero rebosantes de ternura. Emilia vivía en la casa desde antes de que ella naciera. Aunque el propio pensamiento le infundía pudor, Beatriz estaba convencida de que había sido uno de los regalos de boda que el abuelo hizo a su madre. Las dos mujeres tenían casi la misma edad y las dos eran jerezanas de nacimiento. Emilia había sido la camarera y acompañante de confianza de su señora desde que esta era soltera. Cuando las niñas nacieron, pasó a convertirse en la nana, en la niñera con derecho a sustituir a la madre en la educación estricta, pero también en el cariño y en las horas de vacíos que le imponía a los hijos, la vida que a una gran señora correspondía. En nadie mejor que en ella había confiado doña Juana para dejarle la responsabilidad de cuidar de sus hijas y de sí misma. Desde que las dos mujeres se habían instalado en la casa familiar después de la boda, Emilia lo había sido todo en el hogar. Era el corazón vigilante de aquella familia que ella había hecho suya. Don Jaime, el abuelo paterno que llevaba varios años viudo, nunca puso reparo a que su nuera ocupara el lugar de 13


la señora de la casa, y confió plenamente en la decisión de que Emilia gobernara al servicio. ―Voy a llevarme las ropas de cama ―decía como para ella misma en un susurro bajo―. A partir de mañana este cuarto también se quedará vacío. Demasiadas habitaciones cerradas en una casa muy grande ―la voz que sonaba cansina, como en forma de letanía, cambió para dar una nueva instrucción―. Ahora mismo voy a prepararte el baño, niña, que dentro de un rato vendrá la modista para la última prueba del vestido. Beatriz, que se había recostado de forma desgarbada en el sillón del tocador, la miró con cariño mientras Emilia realizaba su trabajo con el mismo ímpetu que hacía muchos años, cuando ella era solo una niña y aquella misma mujer la despertaba con caricias y le peinaba las trenzas antes de ir a la escuela. La vida no había tratado bien a Emilia, pensaba Beatriz. Había pasado tantos años cuidando de una familia ajena y enviando dinero a la suya propia, que había dejado escapar la juventud, encerrada entre aquellas cuatro paredes con una tarde libre a la semana. Cuando tuvo la oportunidad de ser feliz, casada casi en edad madura, el marido, que estaba empleado en Tabacalera y compartía con ella una habitación de la segunda planta de la casa, dejó de quererla una tarde de verano en la que se marchó para no volver nunca. Sola había tenido que criar a esos dos hijos que habían venido al mundo casi en el mismo año, y a los que su padre abandonó a la vez que a ella sin una carta ni una despedida, un día en que un barco zarpaba hacia Cuba.

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La miró, vestida con una blusa y una falda negra sobre la que reposaba un delantal blanco como la nieve. Observó sus hombros un poco cargados hacia delante y el pelo que empezaba a ser gris, recogido detrás, sobre la nuca. Sabía que Emilia no podría ir a la iglesia el día de su boda: «Así ha sido siempre y así tiene que ser», había sentenciado doña Juana. Y al cruzar su mirada con los ojos pequeños y la sonrisa perpetua de aquella mujer tan querida, volvió a sentir una oleada de ternura que le formó un nudo en la garganta y le nubló la visión. ―¿Se ha levantado ya mi madre, nana? ―Pues claro que sí. La señora lleva despierta desde muy temprano y anda dando órdenes por la casa para que todo esté preparado ―contestó en un tono airado, como si hubiera algo de deshonor en la misma duda con la que Beatriz planteaba la pregunta, como si no fuera posible que una señora como la suya, cometiera el acto terrible de no estar al pie del cañón en un acontecimiento tan decisivo. Casi a la vez que la nana hablaba, dos golpes suaves en la puerta anunciaron la llegada elegante de su madre que venía a darle los buenos días, como había hecho cada mañana durante toda su vida. ―Buenos días ―hubo un tono especial en el saludo, un ligero matiz que a Beatriz le sonó a despedida y le produjo un escalofrío―. ¿Cómo has dormido? ―Apenas he dormido, madre. ¡Estoy tan nerviosa! ―Pues tienes que estar tranquila ―comentó en un tono 15


suave― que los nervios se dejan ver en la cara y hoy tienes que ser una novia preciosa. ―Lo dijo mientras le cogía el rostro entre sus manos con un gesto de cariño. Emilia recogió las sábanas y se fue sin hablar, dejando a madre e hija solas en la habitación. Por el gesto, Beatriz entendió que aquello estaba de alguna manera pactado. Detrás de la huída, la muchacha lo supo enseguida, había un acuerdo previo o un instinto especial, adquirido entre las dos mujeres después de tantos años de convivir en mundos diferentes pero en las mismas habitaciones. Era el momento de la charla sobre el matrimonio, y Beatriz lo intuía. No podía decir que le gustara mucho aquella circunstancia. Nunca había habido entre su madre y ella ningún instante que rozara en lo más mínimo la confidencia o la advertencia en el tema que ahora tenían que tratar. Beatriz andaba en el filo de las emociones, luchando entre la vergüenza y la curiosidad. Se sentía temerosa de no ser capaz de preguntar todo lo que bullía en su cabeza, y a la vez divertida, observando cómo su madre, siempre tan en su lugar, iba cambiando el semblante a medida que preparaba el momento de la conversación esperada. Evidentemente, nadie le había dicho a la señora que Beatriz ya había sido informada de todo lo que tenía que saber. A diferencia de su madre, Emilia había sido siempre su confidente y amiga. No sabía por qué, pero se había acostumbrado a hacerle a ella las preguntas desde pequeña. Lo que entre cuchicheos su amigas llamaban el mal de las mujeres, los primeros cos-

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quilleos del amor, los dolores del parto, todos esos temas malditos de los que el decoro no permitía hablar en los salones, eran motivos de conversación que nunca le dio reparo preguntar a su nana. Y la sirvienta, que jamás le recriminaba su deseo de saber, respondía, seria unas veces, a carcajadas otras, a todas las ideas peregrinas que a ella se le ocurrían, fruto, la mayor parte de las veces, de la oscuridad en que eran envueltas a causa de una sociedad represiva y encorsetada. ―Hija mía ―fue el preludio del discurso―. ¡Cómo pasa el tiempo! Hace nada que eras una niña y mírate, a punto de casarte. Beatriz la miró con la frente alta, sin titubeos. Sus ojos eran tan francos que la madre intentó esquivarlos bajando los suyos hacia las manos entrelazadas. De forma inconsciente quería que su madre se sintiera incómoda. No fue un gesto premeditado, pero hubo algo de reproche detrás de su mirada. Había llegado el momento de las confidencias, y al recuerdo, pero sobre todo al corazón, llegaban de sopetón las sensaciones de todas aquellas veces que le hubiera gustado correr hacia ella, que necesitó la confianza y el cariño que al final siempre terminaba hallando en la nana. Allí, sentada en la cama donde había dormido desde que dejó la cuna, Beatriz volvió a darse cuenta de que entre su madre y ella había un amor fuerte pero extraño, confeccionado por los lazos de la sangre, pero atados sin fuerza, embadurnados con una pátina resbalosa. 17


Juana tuvo enseguida la percepción de que Beatriz esperaba de ella algo que no sabría darle. Nunca nadie la había preparado para abordar la intimidad y sabía que esa parte de la relación con sus hijas había quedado huérfana. Jamás fue capaz de deshacerse de la educación que había recibido, así que dejaba la vida pasar y daba las gracias a Dios por tener a Emilia. ―Lorenzo es un buen muchacho ―volvió a sonar la voz educada pero tensa de su madre―. Creo que será un buen marido. Mira, los hombres son... cómo te diría, diferentes a las mujeres. La muchacha asentía, sin querer decir nada hasta ver por qué camino seguiría la explicación de su madre. ―Hay que ser muy comprensivas con ellos. A veces cometen equivocaciones, pero es que esa es su naturaleza. A partir de ahora, vas a ser una mujer casada y tendrás que estar siempre dispuesta a ayudar a tu marido. Déjalo creer que es él el que manda y él te dejará a ti vivir una buena vida. «¿Eso es todo? ―se preguntaba a sí misma cuando su madre guardó silencio―. ¿Eso es todo lo que tengo que saber? ¿Que debo ser obediente?». ―Lorenzo es militar y es de suponer que será un hombre experimentado en ciertas cuestiones... íntimas, normales en un matrimonio, así que tú no te preocupes y confía en él. Estoy segura de que serás feliz. La señora se levantó con un movimiento ligero, dando por finalizada la conversación con el gesto de alisarse el vestido 18


y pasando al siguiente movimiento con el alivio de quien acaba de quitarse un peso de encima. Se acercó al tocador, haciendo el gesto de poner en orden el cepillo de plata y el peinador blanco que estaba sobre la silla y Beatriz pudo verla a través del espejo con los labios apretados y la mirada baja. La hija la observó sin saber qué decir, no estaba segura de si decepcionada o burlona por la forma en que su madre había resuelto aquella situación embarazosa que seguramente llevaba días preparando. ―¿Tienes listo todo el equipaje? ―le preguntó con una voz que a Beatriz le sonó atiplada, aguda, como si le costara trabajo sacarla del cuerpo. ―Sí. Está casi todo ―fue lo único que pudo contestar dándose cuenta de que en un momento ya estaban en otro lugar distinto del de hacía apenas un minuto, en otro continente del mundo geográfico en los que su madre se movía. La observó dirigirse al armario y sonrió. Pensó que seguía siendo guapa a pesar de los años. Tenía una belleza suave, de piel tersa y ojos claros que ella envidiaba. No era muy alta, pero disimulaba muy bien ese pequeño defecto por la rectitud con la que caminaba. Delgada por naturaleza, siempre había sabido lucir muy bien los vestidos en los que se embutía, apretando hasta límites insospechados el corsé. Ella en cambio era más como su padre, morena y de ojos oscuros. Aunque nunca lo había confesado, llevaba toda la vida deseando ser rubia como su madre y admirando aquella elegan19


cia innata, aquella palidez que a doña Juana la hacía parecer frágil, necesitada de protección. A pesar de que la familia y los amigos la consideraban de una belleza exótica por el brillo oscuro de su pelo y la negrura profunda de sus ojos, sabía que nunca podría rivalizar en prestancia con aquella madre de manos largas y huesudas a la que tan bien sentaban los vestidos de moda. ―Cuando vuelvas, Emilia tendrá preparado el resto de tu ropa y todo el ajuar para trasladarlo a tu nueva casa ―continuó mientras revisaba lo que había quedado en el armario de caoba pegado a la pared―. ¿No habrás olvidado poner a mano la ropa de abrigo, no? Sabes que en los barcos siempre hace frío por las noches y todavía no estamos en verano. «Trasladarlo a tu nueva casa». La frase golpeó por un momento a Beatriz. Esa era la única parte de su futura vida que no acababa de gustarle. Sabía de antemano que sería así, que tendría que abandonar Cádiz y lo aceptaba porque debido a su profesión como militar, Lorenzo necesitaba vivir en la población de San Fernando. Intuía que le costaría acostumbrarse. Tras la guerra y con las restricciones en la construcción, el camino del Arrecife, un istmo de varios kilómetros que comunicaba Cádiz y San Fernando, se encontraba en muy mal estado. El viaje era complicado para cualquier carruaje, y a pesar de que la distancia podía recorrerse en tren, estaba segura de que no volvería tan a menudo como le gustaría a la ciudad donde dejaba a su familia y a sus amigos.

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Aunque no la habían puesto al corriente de los motivos de su nuevo destino, supo que después de volver de Cuba, en parte por consejo médico y en parte por las influencias con las que contaba su suegra entre la élite de la Armada, su futuro marido había sido apartado del trabajo militar en primera línea y destinado por un tiempo al Real Observatorio. Como todas las casas de los comerciantes y hombres de negocios de Cádiz, la planta baja del edificio donde vivía con sus padres estaba destinada al negocio familiar, con todo lo que ello significaba de ajetreo y actividad cotidiana. Beatriz sabía que cumplir la decisión que había tomado Lorenzo de vivir en San Fernando con su madre, viuda desde que él era apenas un niño, significaba abandonar un lugar vivo, donde el negocio naviero de su padre aportaba un movimiento añadido al propio de un hogar, e integrarse en una casa ajena, menos visitada, más triste. Su prometido era marino. A pesar de ser una profesión muy valorada, correspondiente a una clase social privilegiada, era bien sabido que el sueldo de un militar no suponía una gran suma, así que tendría que acostumbrarse a un servicio menos numeroso y a una vida algo más austera. Volvió desde lo profundo de sus sentimientos a la pregunta que le había hecho su madre, preocupada por la ropa de abrigo que llevaría para el barco. ―No, madre, ¿cómo cree usted que iba a olvidar ponerla en el equipaje de mano con Emilia todo el día repitiéndolo? ― contestó, escabulléndose con la respuesta de sus pensamientos. 21


Doña Juana continuó un buen rato dando los últimos retoques a los preparativos para la luna de miel de Beatriz, esfuerzo totalmente innecesario cuando se cuenta con un séquito entero de sirvientas preparadas a conciencia para esos menesteres. Pero era la forma, Beatriz lo sabía aunque no decía nada, en que su madre se sentía útil en la casa: haciendo el papel de supervisora de todos y cada uno de los detalles que a su vez habían sido ya inspeccionados por otros. En unos momentos, los toques de la puerta anunciaron que era necesario comenzar con el ritual del baño, el peinado, el acicalamiento, todo aquello con lo que las mujeres soñaban cuando pensaban en ese día tan especial. Su madre estuvo por allí, tomando decisiones y dando órdenes para que todo estuviera perfecto y su hija luciera preciosa. Las modistas llegaron desde la tienda donde se había confeccionado todo el ajuar nupcial para ajustar la ropa al cuerpo de la novia de forma que quedara perfecta. La muchacha tenía unas formas bonitas, aunque el ajetreo de los preparativos la había dejado un poco más delgada. Aquellos kilos perdidos provocaron el disgusto de su madre y una letanía eterna en boca de Emilia que se empeñaba con la comida diaria para que los huesos no se le notaran a través de la piel. El vestido era de satén formado por dos cuerpos. La parte superior, ablusada, estaba adornada con unas aplicaciones de encaje y pasamanería que cubrían desde los hombros hasta más abajo del busto. La falda, bien entallada a la cintura, acababa en

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un volante al que el satén daba un brillo mágico. En medio de la prueba, Sofía se unió al coro de voces capitaneadas por doña Juana para no perderse el momento. ―Estás preciosa, hermana ―le dijo apretándola en un abrazo y dominando a duras penas las lágrimas―, estás preciosa. Sofía había llegado un mes antes desde Santander. Después de su boda, hacía ya tres años, se había trasladado a vivir con su marido a la ciudad donde él había nacido y donde este dirigía el negocio ferroviario de su padre. Su historia de amor fue el desenlace de una costumbre familiar arraigada a través de los años. Desde siempre, a don Julián, el padre de las dos muchachas, le había gustado pasar temporadas en Cantabria. El abuelo, que nunca tuvo claro si el riesgo de venir a Cádiz saldría bien, había dejado cerrada la casa en el norte por si era necesario desandar el camino. Cuando la prosperidad de su empresa le hizo quedarse en Cádiz para siempre, al hombre le gustaba volver con su familia al clima húmedo que echaba de menos. El padre de Beatriz, entonces un niño, esperaba con ansia aquellos viajes. Era tanto el cariño por la tierra de donde su familia procedía, que la vieja costumbre paterna se hizo en él una ley, promulgada para continuar con la tradición. Tal vez aquella tierra le devolvía a su esencia y a los recuerdos que quedaron huérfanos cuando su padre murió. Quizás era el lazo de sangre que tiraba de él, no sabía explicárselo a sí mismo, pero la realidad era que cada verano todos se trasladaban a Santander a pasar allí un mes de veraneo. 23


En una de aquellas temporadas de baños en el Sardinero, Sofía conoció a Tomás. «Esto tenía que pasar ―le decía doña Juana a Emilia―. Yo sabía que pasaría cuando las niñas empezaron a hacerse mayores». Porque a pesar de que al principio Juana compartía completamente la emoción de su marido por los desplazamientos a Santander, solo Emilia sabía que a medida que las hijas crecían, a su señora cada vez le gustaba menos ese viaje. Tenía miedo a que ocurriera lo que al final sucedió, que una de sus niñas acabara comprometida con alguno de los chicos que las rondaban durante sus estancias de verano. «Si no hubiera oportunidades en Cádiz ―le volvía a confesar a Emilia―, pero si allí pertenecemos al mejor de los círculos, para qué buscar un matrimonio tan lejos». «Pobre de Juana», pensó Emilia el día que Tomás aprovechó uno de los veraneos para pedir la mano de la niña. Todos sus miedos se habían cumplido y con la boda, Sofía se marchó a instalarse en la casa de su marido en Santander, dejándola con la tristeza de saber que tendría que acostumbrarse a verla una vez al año y olvidarse de aquella ilusión de ayudar a criar a un nieto. Para don Julián, aquella unión tampoco fue de su agrado. No tenía nada en contra del muchacho al que ahora tenía por yerno. Conocía desde siempre a su familia y no podía reprochar nada respecto a su educación y sus orígenes. Pero se sentía decepcionado con la actividad a la que se dedicaban. Cuando un naviero como él no tenía hijos, siempre quedaba la esperanza de que al menos el yerno se interesara por su

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mismo negocio. Era la mejor forma de asegurar la continuidad de una casa comercial que de otra manera, terminaría su andadura cuando por ley de vida, acabara su generación. Por eso se dejó llevar cuando Juana, que tras el casamiento de Sofía andaba vigilando a Beatriz, utilizaba artimañas con él para evitar la posibilidad de que volviera a darse la misma circunstancia. «Es mejor que nos quedemos a esperar que sea Sofía la que venga», le decía ella, creyendo que su argumento era necesario. «Compréndelo querido. Echará de menos a sus amigas y estará deseando pasar unos días aquí». «Le vendrá muy bien tomar los baños». Y así, su esposa le iba poniendo excusas para intentar que transcurriera el verano, sabiendo que esa era la única época del año en que a él le gustaba viajar a su tierra. «Que quien quita la ocasión, quita el peligro, Emilia», le confesaba a la sirvienta doña Juana por lo bajo, cuando esta le preguntaba si empezaba con los preparativos del viaje. Desde Santander llegó una carta, seis meses después del enlace, anunciando el embarazo de la niña. Así, Juana pudo olvidarse durante un tiempo de inventar excusas, y se enfrascó en todo tipo de preparativos excesivos para que Sofía se trasladara a Cádiz a esperar junto a ella el momento del parto. Se la veía todo el día yendo y viniendo, se habilitaron habitaciones que llevaban algún tiempo cerradas, se decoró la casa y se compró lo necesario para hacer cómodo a la hija el último tramo de embarazo y los primeros meses de la vida del pequeño. 25


―Pero, madre ―le dijo un día Beatriz poniéndose en el lugar de su cuñado― a Tomás le gustaría estar con su mujer para esperar juntos a su hijo. ―Beatriz, hija, tú no tienes experiencia. Cuando te cases comprenderás que hay ciertas cuestiones de la vida que los hombres prefieren no vivir de cerca. Un parto es algo que hay que sufrir en casa, rodeada de las mujeres de la familia, y los hombres... cuanto más lejos mejor. Ya tendrá tiempo tu cuñado de disfrutar de su hijo cuando haya nacido ―le decía, sin parar de darle su toque personal a la posición de las flores del jarrón o enderezando el cuadro del abuelo que había quedado inclinado después de la última pasada de plumero de la sirvienta. La muchacha asentía sin decir nada, sabiendo por el tono de voz de la madre que ante aquellas afirmaciones suyas nunca había nada que objetar. Eran como un poema aprendido que la mujer recitaba con naturalidad y que a ella le removía por dentro un sentimiento extraño. No le gustaba imaginarse tarareando la misma melodía. No quería ser Juana cuando una hija suya sintiera la necesidad de preguntarse por qué las cosas tenían que estar tan estrictamente establecidas, por qué no había hombres diferentes a esos que su madre describía como si fueran todos uno. Al minuto siguiente, Beatriz miraba a aquella mujer a la que la unía la sangre, probando la comida de la cocinera y dando el visto bueno a los manteles. Entonces el vértigo desaparecía y la calmaba la sensación de que su mundo estaba en paz, de que la vida era exactamente como debía ser: un universo ordenado.

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Basándose en esa armonía cósmica a la que estaba acostumbrada, dejó transcurrir el día más importante de su existencia para el que la venían preparando casi desde que nació. Doña Juana estuvo presente para supervisar cada detalle relacionado con la puesta en escena de su belleza, y su padre se ocupó del protocolo de recepción de amistades e invitados de renombre. Ataviada con el vestido de estilo francés que había sido confeccionado en la calle Cristóbal Colón, «centro de la moda del vestir», como le gustaba decir con aires de modernidad a la señora de la casa, su padre la miró con orgullo ofreciéndole el brazo. ―Bueno, mi querida niña, es la hora. ―La voz sonaba emocionada―. Nos están esperando. Beatriz no apreció la verdadera realidad que había detrás de la mirada de su padre. No se daría cuenta hasta mucho después de que por encima de la emoción, solo había que asomarse un poco para atisbar el cansancio o incluso tal vez el miedo. ―Padre ―le dijo mientras alargaba su mano hacia el brazo que él le tendía― soy muy, muy feliz. El hombre depositó un beso en su frente sin decir nada, con los ojos llenos de lágrimas y un ligero temblor por debajo del espeso bigote blanco que cubría casi al completo su labio superior. Sintió el brazo de la muchacha agarrarse al suyo y se guardó para él un profundo suspiro. Don Julián siempre había sentido algo especial por Beatriz. Tenía que reconocer que Sofía, la mayor, fue una niña en27


cantadora. Educada, refinada como su madre, le había hecho sentirse un padre orgulloso y sabía que sería una señora, una madre y esposa excelente. Y aunque Beatriz había sido instruida por Juana de la misma manera, no podía evitar pensar que había algo en su carácter que la hacía diferente, una pequeña rebeldía con la que le había hecho sonreír cuando su mujer no lo advertía. Como a la mayoría de los hombres, Julián no podía negar que le hubiese gustado tener un hijo varón. Él hubiera sido el heredero directo de su patrimonio, el báculo en el que sostenerse para seguir dirigiendo el negocio familiar. Su matrimonio había sido bendecido con dos niñas, así que tuvo que resignarse a que en su casa los juegos fueran las muñecas y el ambiente familiar irremediablemente femenino. Sofía se comportó como una mujercita casi desde el momento en que nació. Creció pegada a las faldas de su madre, aprendiendo, incluso él diría que imitando, cada uno de sus gestos. Solo le interesaron desde siempre las reuniones femeninas a las que acompañó a Juana en cuanto la edad lo permitió y las conversaciones sobre futuros maridos, a las que dedicaba tardes enteras con sus amigas. En cambio, Beatriz tenía un carácter fuerte y a él le encantaba. Cuántas veces había bajado a la planta baja de la casa, desde donde dirigía el negocio, para sentarse junto a él en el despacho. «¿Puedo ayudarle padre?» le decía más de una vez, dispuesta a escribir las cartas que él le dictaba.

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Y aunque a su madre no le gustaba nada aquella predisposición que Beatriz tenía por un mundo masculino, él siempre le guardaba el secreto y la dejaba estar allí, en aquellas tardes en las que Juana acudía a alguna tertulia literaria o a alguna visita de cortesía. Ahora se sentía un poco culpable por la forma en que se había comportado con su hija en este último año. Era verdad que aquellas visitas al despacho se habían espaciado mucho desde que se había comprometido con Lorenzo. La preparación del ajuar, las visitas a la familia política y todo lo que suponía el acontecimiento, habían hecho que Beatriz se uniera más a su madre y se dejara llevar por el entusiasmo que esta ponía en el enlace. Pero, también era cierto que él mismo había propiciado que aquellas tardes compartidas fueran menos por una razón que no quería que ella advirtiera: desde que había terminado la guerra, los negocios no iban bien. ―No me dice usted nada del vestido, padre. ¿Qué le parece? ―Pues qué me va a parecer, que estás preciosa. ¡Mi pequeña niña! Qué pronto te has hecho una mujer. Todavía me parece que fue ayer cuando te cogí en brazos por primera vez. ―Tengo veintidós años ―decía con voz melosa, buscando el halago―, no soy tan joven. ―Ay, hija mía, para los padres, los hijos siempre sois niños. Bueno, vamos bajando que tu madre nos va a matar como lleguemos tarde. No podemos hacer esperar al novio. 29


En ese momento la vio sonreír y Julián pensó que todo merecía la pena. No sabía cómo iba a pagar aquella boda fastuosa en la que se había metido, pero volvió a mirar a su hija, con ese vestido carísimo, convertida en una princesa y pensó nuevamente que no podía haber hecho otra cosa, que no era el momento de contar que no podían afrontar ningún derroche y que el negocio del que habían vivido hasta el momento, estaba a punto de irse a pique. Beatriz se agarró firmemente del brazo de su padre y aspiró el olor, ese aroma a agua de colonia y tabaco de pipa que vivía en torno a él como parte de su esencia. De reojo, para no apenarlo con el gesto, echó una última mirada a su habitación. La próxima vez que entrara en ella, cuando esa noche viniera a cambiarse el vestido para partir de luna de miel, ya no sería su habitación. Y en un momento, recorrió la estancia con ojos de niña y sueño de adolescente, recordando otro tiempo, antes de irse su hermana, cuando compartían secretos en camas gemelas e inventaban mil y una estratagemas para reírse, con cariño, de Emilia. Allí su hermana le contó que estaba enamorada, un mes de septiembre, a la vuelta del viaje a Santander. Y fue apenas unos meses después de la boda, cuando el cuarto había sido modificado para convertirlo en este espacio donde había vivido sola la emoción del amor, el miedo a la guerra y la dicha de sentirse correspondida. Cruzó el umbral agarrada a su padre, recibiendo los gestos cariñosos del servicio, las lágrimas calladas de la nana y el

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aplauso de los mozos que habían formado en la puerta un pasillo y vitoreaban al paso de su padre con las gorras en la mano. Tuvo la sensación de que el paseo en calesa hasta la iglesia fue mágico. Había en ello mucho de sueño cumplido, de momento vivido a fuerza de ser imaginado. Cádiz entera parecía haberse vestido de luz a su paso. Vio los ojos de su padre, con esa mirada translúcida de mar del norte, y sonrió a los vecinos que se destocaban a su paso, saludándolos con cortesía. Las calles estrechas que separaban su casa de la iglesia del Carmen estaban pavimentadas con adoquines, y al paso del caballo, el repiqueteo hacía que la gente se volviera a mirarla. Su padre había mandado sacar del almacén la calesa que se guardaba para las ocasiones especiales. Era un coche negro, amplio, con el interior tapizado de piel beige y unas ruedas altas con los radios pintados de un amarillo alegre. La capota negra había sido bajada para que la novia luciera y el coche entero estaba enjaezado con flores y lazos blancos. El cochero, serio, vestido de ceremonia... Todo, pensó Beatriz, parecía sacado de los cuentos de princesas que Emilia tantas veces les había contado. Para cuando llegaron, en los alrededores del templo ya había mucha gente congregada. La alta sociedad gaditana se daba cita en la ceremonia a la que habían sido invitados, y a lo largo de la Alameda, los coches y los caballos aguardaban a los señores que ya esperaban a la novia dentro. Al otro lado de la acera, la chiquillería se agolpaba esperando que el padrino repartiera algunas monedas en señal de 31


alegría. La mayoría de ellos eran hijos de los obreros de los astilleros y del puerto de Cádiz. Si para todo el país la pérdida de los mercados americanos había sido un duro golpe, en Cádiz la situación era insostenible. El parón en el comercio indiano supuso que se frenara toda la actividad relacionada con la construcción y el mantenimiento de los barcos, así como con el transporte de viajeros y mercancías. No solo los hombres como don Julián estaban siendo desbaratados por la crisis, ya que gran parte de la población de la ciudad participaba como mano de obra en ese tipo de actividades. Otros muchos de aquellos niños pertenecían a familias de constructores y maestros de obra, desamparados desde que en la ciudad no se realizaban construcciones, a pesar de que eran casi setenta mil habitantes los que vivían apretujados entre las murallas, con alcantarillados defectuosos y viviendas insalubres. «¡Dicen que no es momento para obras!», oía Beatriz decir a su padre, cuando volvía de una de aquellas reuniones de hombres a las que acudía. Y le oía maldecir por lo bajo y gritar por lo alto, cuando hablaba en su despacho con alguno de sus amigos. «El puerto... ¡ese puerto anticuado necesita una remodelación!», era el discurso que últimamente pronunciaba hasta la saciedad. Lo que Beatriz no le había oído en ningún momento porque el miedo se le había incrustado al hombre en la garganta, era la situación en la que empezaban a encontrarse algunos de los amigos que ese día estaban esperándola en la iglesia. Indumen-

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taria repetida un evento tras otro, vestidos retocados para engañar la memoria, e inicios de un hambre parecida a la de los del otro lado de la acera. Ocultos tras el decoro social y el orgullo, era el momento de lucir las sonrisas pintadas con restos de un carmín que ya no estaba de moda y los regalos comprados con la venta de alguna alhaja heredada. ―Así pues, ya que queréis contraer santo matrimonio, unid vuestras manos, manifestad vuestro consentimiento ante Dios y su Iglesia ―les decía el sacerdote, mirándolos directamente. La luz tenía un tono mágico, rebotando en los dorados del retablo de la iglesia. Un olor a flores ascendía desde el ramo que llevaba en las manos y sobre el silencio respetuoso con el que los invitados atendían la ceremonia, Beatriz creyó oír al mar, acompañándolos desde el otro lado de la Alameda. Lorenzo la tomó de las manos mientras ella dejaba caer unas lágrimas saladas. Este era por fin el momento esperado, se dijo para sí misma, mientras las bóvedas de la iglesia barroca reverberaban el eco del órgano donde sonaba un aleluya. Juana la miraba atenta desde primera fila. Era como si viera pintar el cuadro cuyo boceto había estado preparando desde que la niña nació, desde que puso el lazo rosa con el que adornó la cuna. Sintió que había cumplido con la importante misión de procurarle un buen marido y que eso significaba un buen futuro. Era el momento de sentarse a mirar desde lejos la obra, de que su pequeña utilizara los conocimientos de solfeo 33


para dar calidez a las veladas, y la lengua inglesa para cambiar impresiones con otra esposa llegada por el imperativo de un negocio, desde más allá del mar. ―Felicidades, muchísimas felicidades, hija. Estoy muy contento ―le susurró don Julián a Beatriz en el abrazo. ―Ay hijita ―lloriqueaba su madre―, mis dos hijas casadas. Por fin me puedo morir tranquila. Mientras la familia se arremolinaba a su alrededor, veía de lejos a Lorenzo repartiendo abrazos y apretones de manos. Apenas distinguía su cara, rodeada de damas con sombrero y caballeros aduladores. Le hubiera gustado que el primer beso fuera el suyo, pero sabía que ni siquiera el matrimonio permitía ciertas demostraciones en público, y que tendría que esperar. ―Mi más sincera felicitación, señora ―la voz sonó más baja a medida que un hombre al que reconocía pero no ponía nombre, le tomaba gentilmente la mano y la acercaba a su boca en un beso cortés. Y ella seguía a la perfección el protocolo sonriendo, agradeciendo, doblando las rodillas como su madre le había enseñado, y ejerciendo aquella gracia especial que era necesaria para no clavarse el corsé. No cabía duda de que en la boda se había dado cita lo mejor de la ciudad. Las caras conocidas se mezclaban con otras que para ella solo representaban apellidos ilustres, con los que sus padres compartían cenas de galas y charlas de negocio. Abogados, notarios, el capitán general del Departamento Marítimo... 34


manos, caras; don Miguel de Aguirre, alcalde de Cádiz; besos, sonrisas. Componían un grupo de personas bien vestidas. Algunos de los hombres lucían el uniforme militar en honor al novio y el resto iban ataviados con chaqués oscuros. Pero no cabía duda de que eran las mujeres las que competían para lograr ser la más elegante. Los vestidos, en su mayoría de colores pastel, estaban en muchos casos divididos en dos partes: una superior, pegada y ajustada al corsé para realzar el busto, y una amplia falda, separada por un cinturón confeccionado en la misma tela. Como complemento, todas las señoras lucían espectaculares sombreros haciendo juego con el vestido, guantes de un blanco inmaculado y sombrillas de encaje con las que protegerse del sol que empezaba ya a presentar, de forma cortés, al verano. ―Beatriz, estás guapísima ―su amiga Margarita la besaba emocionada mientras hablaba. ―Y tú también ―le contestó de forma franca, alejándose un poco de ella para admirar su vestido en un tono azul claro y el pelo abombado a la moda. ―Espero que no dejes de ser mi amiga ahora que estás casada. ―Claro que no. En cuanto volvamos de viaje tienes que venir a casa y te lo contaré todo. ¿Ya lo has visto? Ha venido a felicitarme. ―Calla, calla. ―La amiga le hizo un gesto poniendo un dedo sobre los labios mientras Beatriz se reía. 35


No hacía falta nombrarlo, solo el susurro y la mirada cómplice de ambas hubiera servido para delatarlas ante cualquiera que las observara. Por supuesto, Beatriz se refería al compañero de Lorenzo que las había acompañado en algún paseo por la Alameda o la calle Ancha, y de quien ella esperaba en breve que diera un paso al frente en relación a su amiga. ―¿Sabes qué dice mi madre de estas cosas, no? Que de una boda sale otra boda. ―Calla, calla, por favor... que me avergüenzas ―decía la amiga sonrojándose y bajando levemente la cabeza en un gesto coqueto, mientras ponía en práctica la habilidad necesaria para no mover de sitio el sombrero. Beatriz admiró el brillo de los ojos almendrados de su amiga y en el momento en que alguien le tiraba de la mano para felicitarla de forma cariñosa, pudo ver cómo esta se alejaba en un gesto respetuoso para dejarle el protagonismo debido. «El vestido azul celeste le sienta de maravilla», pensó Beatriz antes de poner atención a lo que le decía el señor Montes de Oca, que hacía grandes y elocuentes comentarios sobre la vida escandalosamente feliz que llevaría de ahora en adelante, con unos labios finos apenas tapados por un bigotito pequeño. Solo le hizo falta levantar el mentón para volver a verlo en medio de aquella avalancha de deseos cariñosos y sonrisas afectuosas. Y al mirar a su flamante marido se ruborizó, imaginando nuevamente la escena que se produciría cuando estuvieran juntos. 36


Si hacía un ejercicio de memoria, Beatriz solo podía encontrar breves momentos en los que hubiera estado a solas con Lorenzo dentro de una habitación. Aunque realmente no llevaban comprometidos ni siquiera dos años, hacía al menos cuatro que se conocían y que se habían convencido de que estaban hechos para estar juntos. Sabía todo lo que era necesario saber de un hombre como él: que era formal, educado y una persona de costumbres rectas. Lo demás, como le había repetido mil veces su madre, tenía toda la vida para ir descubriéndolo poco a poco. Aquella primera tarde en que su historia de amor comenzó, había estado paseando con su madre por la calle Ancha, como tantas otras veces, aliviando el calor de un verano que realizaba sus últimas representaciones en la terracita de un coqueto café, cuando Margarita le tocó levemente el brazo para llamar su atención. ―No deja de mirarte. ―¿Quién? ―Le había contestado disimulada, aunque ya sabía la respuesta. ―Aquel militar que pasea con el hijo de doña María. Y es guapísimo. ―No seas tonta. ¿Por qué va a mirarme a mí? ―contestó con un gesto de incredulidad a pesar de que hacía días de que se había dado cuenta de la atención que él llevaba prestándole en cada paseo. Aquella misma tarde, aprovechando que su acompañante era conocido por la familia, Lorenzo se acercó a conversar con doña Juana, haciéndose el encontradizo. Unos días después, 37


durante los cuales ambos solamente habían cruzado algunas fórmulas corteses de saludo, el muchacho pidió a su madre permiso para caminar junto a ella y charlar durante el recorrido. A partir de entonces, Beatriz solo vivió durante la tarde, cuando salía con su madre a caminar por la Alameda o la plaza de San Antonio esperando encontrarse con el apuesto galán, o cuando compartían mesa con él y los amigos comunes en una de las concurridas terracitas de los cafés de moda. Vestido con el uniforme azul de alférez de navío, Lorenzo se hacía valer de su encanto para adular a doña Juana, cada vez más entusiasmada con la relación. Durante el resto del día, andaba lánguida por la casa, aguantando el sopor del verano y esperando anhelante a que llegara la hora de salir a la calle. Los jueves, cuando el paseo no era posible porque su madre tenía reunión en la tertulia literaria a la que asistía desde hacía muchos años y a la que hasta su matrimonio la acompañaba Sofía, Margarita se venía con ella a casa a merendar. Aquellas tardes eran mágicas. Se sentaban en la cama o directamente en el suelo fresco de su habitación, y se contaban las ilusiones y los sueños una y otra vez. Veían tan claro el futuro, que a veces parecía que se creían todas aquellas historias que entre las dos inventaban, llenas de amores fantásticos y aventuras inimaginables para unas señoritas como ellas. Esas eran también, sin duda, las tardes de Emilia. Muchas veces la llamaban a la habitación con cualquier excusa, a sabiendas de que una vez allí, la mujer no pondría reparos en 38


contestarles a lo que le preguntaran y en darles el punto de vista de la experiencia y la sabiduría que a las dos les faltaba. La nana muchas veces protestaba al verse envuelta en aquella encerrona. «Qué va a decir la señora si se entera de que os cuento estas cosas», decía moviendo la cabeza con desaprobación, pero sin dejar aparcada la conversación que tenían para resolver las dudas. Luego, después de repetir varias veces la misma frase, Emilia hacía como que se dejaba convencer de algo de lo que ella ya estaba, por supuesto, convencida. Acercaba una silla y se sentaba con gesto cansado. «A ver, ¿qué queréis saber?» les decía con aire de resignación. Nunca les contó que en realidad ella estaba encantada de estar allí. Sentirse útil, saberse escuchada, respetada y hasta querida por aquella familia por la que había dado parte de su vida, era toda una satisfacción. La señora la tenía en cuenta, en cierta manera la respetaba, de eso estaba segura. Pero aquellas niñas... esas la querían. El rumor de las voces la devolvió a la iglesia, donde el revuelo a su alrededor estaba comenzando a hacerla sentir mareada. ―Beatriz, es hora de irnos ¿no? Se volvió y él estaba a su lado. Por fin los nervios de la ceremonia habían pasado y nuevamente tuvo la impresión de que su marido era un hombre increíblemente guapo. Volvió a sentir, como si el recuerdo fuera una ola que la invadiera, las sensaciones de aquellas primeras tardes. 39


Había pasado mucho tiempo y muchas cosas desde que lo sorprendió mirándola en la calle Ancha. Nada menos que una guerra había cruzado por en medio de los dos, una guerra lejana que había abierto un pasillo de realidad en el sueño de aquellas tardes gaditanas junto al mar. Apenas llevaban un tiempo compartiendo caminatas, siempre por supuesto bajo la supervisión de su madre, cuando la certeza de batallas y de despedidas, se confirmaron. Ella no entendía nada de política. Hasta ese momento, las discusiones sobre la posibilidad de una guerra y las consecuencias económicas derivadas de ella, solo era el tema de una conversación entre hombres en la que no participaba. Después de alguna cena, los caballeros acostumbraban a retirarse a charlar en privado. En muchas ocasiones, hasta el salón llegaban las voces alteradas. Al principio, el juego entre Estados Unidos y España había sido diplomático, aunque se detectaba la tensión. «Esto acaba mal, seguro», oyó una vez que su padre decía, en tono preocupado. «Es mucho lo que hay en juego», hablaba en voz alta, reunido en su despacho con miembros de la Cámara. El nerviosismo estaba perfectamente justificado. La economía de Cádiz se basaba principalmente en el comercio y el transporte hacia los territorios de ultramar. Incluso el vino de la zona de Jerez dependía de la exportación a las colonias americanas. La industria naval, que construía los barcos con los que se realizaban aquellos viajes transoceánicos, el negocio de los

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armadores y consignatarios que aprovisionaban las embarcaciones... era demasiado lo que estaba en juego si España perdía una hegemonía que había ejercido durante más de cuatro siglos. Los Estados Unidos, que no había participado en el reparto colonial de África ni de Asia, pusieron la vista en el Caribe y en el Pacífico. En esa visión del mundo, tropezaron con los intereses españoles que tenían valiosas posesiones en ambas zonas. A medida que esa mirada se hacía más penetrante, los españoles se enardecían en las reuniones privadas, temiendo las consecuencias de lo que estaba por llegar. «Hombres», decía su madre haciendo un gesto. Como si aquella algarabía formara parte de la esencia masculina, sin entender, sin ni siquiera sospechar cuánto les iba en juego en el cariz que estaba tomando la situación. Hacía una señal a Beatriz, que había dejado de tocar el piano absorta por las voces alteradas, para que continuara tocando la pieza, para que siguiera poniendo música de fondo a aquellas conversaciones profundas que no despertaban su interés. La guerra vaticinada en el despacho de su padre fue la que los separó durante demasiado tiempo, dejando suspendido el compromiso para evitar marcar con él a la joven, a la que Lorenzo no sabía a ciencia cierta si el destino le permitiría volver a ver. Cuando en 1898 el desastre se completó y España lo perdió todo, las voces de los hombres que se reunían a la hora del puro y el café, sonaban igual de airadas pero con más desespe41


ración. Los augurios se habían confirmado y el declive ya era evidente. No quedaba ya preocupación por una guerra pasada, había consternación por todo lo vivido. Crecía la indignación por unos políticos que no aportaban soluciones. Aumentaba la tristeza por la pérdida de cientos de hombres, a los que habían despedido al principio con música de zarzuela y ruido de masas enardecidas, y a los que habían recuperado, si les acompañaba la suerte, heridos o enfermos de malaria y fiebres cerebrales. ―No nos representan, Portillo, esa estirpe residente en la Villa y Corte no son más que una vergüenza. No toman ninguna medida para paliar este desastre ―sonaba la voz de su padre―. Y ese petimetre de Villaverde. ¿Qué clase de ministro de Hacienda saca una ley para perjudicar a los únicos que podríamos sacar al país de la miseria? Impuesto de guerra... ―decía enfadado, haciendo referencia a las nuevas medidas del ministro de Hacienda que impuso tributar por la riqueza y por los beneficios de las sociedades. ―Necesitamos un puerto artificial como el de Barcelona o el de Bilbao. Las operaciones de carga y descarga deberían hacerse en muelles adecuados porque lo que tenemos es un desastre ―la voz de uno de los contertulios sonaba ronca―. Sé que van a dejar morir a esta ciudad. ―Tenemos que movilizar a la Cámara. Tienes que convocar a Junta, Julián. ―Mariñas, dueño de la mayoría de las salinas de la zona, apremiaba a su padre que era en ese momento el presidente de la Cámara de Comercio.

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«No dejarán nunca de hablar de política», volvía a decir su madre, sentada en el mismo salón, aliviada por haberse cumplido el compromiso del novio de la niña que había vuelto sano y salvo a casa. «Ellos y esa necesidad de intrigar», volvía a repetir con gesto de desgana, sin darse cuenta de que todo en la vida depende de la sutileza de la tela de una araña, y que el movimiento de cualquiera de los débiles hilos de esa red de seda, puede hacer que en un momento, tu mundo se parta en mil pedazos. ―Cógete a mí, querida ―dijo Lorenzo en la iglesia, sacándola de su recuerdo y trayéndola consigo al día en que la vida en común comenzaba para los dos. Entrelazó su brazo con el de él, e imaginó su piel por debajo del paño fino. Se había vestido con el uniforme de gala, un pantalón azul y una casaca del mismo color. La chaqueta, que se ajustaba con dos filas de botones, estaba ribeteada de rojo y rematada con un filo de oro. Iba tocado con un gran sombrero en forma de bicornio y del costado derecho colgaba un sable. La vestimenta y aquella leve cojera con la que había vuelto de Cuba, le daban un aire masculino que ante ella lo hacía parecer un héroe. Lo miró a los ojos y volvió a atormentarle el pensamiento de que en este último año, apenas lo había visto sonreír. Como en un envite, llegaron hasta ella todas las imágenes terroríficas que había inventado en su mente durante el tiempo en que estuvo prisionero del ejército de Estados Unidos. Pero en ese momento

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descubrió en su cara un gesto que a ella le pareció de felicidad, y se empeñó en olvidar las veces que había sentido que estaba con ella su cuerpo pero no su mente, como si una parte del corazón se hubiera quedado en el penal donde lo tenían preso hasta que España negoció su vuelta. Recorrió de su brazo el pasillo de la iglesia y salió a la calle convertida en su mujer para siempre. Tuvo la sensación de que aquello debía ser la felicidad y se dejó llevar por sus sentidos. No hubo ojos para nada ni para nadie más. Era el momento que llevaba tanto tiempo esperando y no había resquicio para los malos pensamientos. Depositó el amor en los ojos de su marido que hoy lucían su verdadero color miel, y no dejó ni un trocito de corazón para otra cosa que no fuera la dicha de montar en la calesa y pasear por las calles de Cádiz con él. Por eso, ni siquiera se fijó en aquel hombre que se acercó a su padre y le habló al oído. Si se hubiera fijado en él, hubiera reconocido a uno de los empleados de la naviera. Pero aquel era su día y solo tenía ojos para ese marido que acababa de estrenar, así que ni siquiera se percató del temblor de las manos de don Julián, de la lividez de su rostro, ni de la forma en que arrugó el papel que le habían entregado, el recado que venía a dar el último golpe, el último aldabonazo que cambiaría sus vidas para siempre.

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II

L

orenzo no había vuelto a pisar la cubierta de un barco desde que volvió de Cuba.

Siendo marino de profesión, sabía que era una situación a la que tendría que enfrentarse tarde o temprano. Su médico había dicho que poco a poco la angustia iría pasando. Y él había confiado plenamente en aquellas palabras, a pesar de que tenía la sensación de que aunque el tiempo transcurría, el miedo seguía atenazándolo de forma pasajera durante el día y desmesurada durante la noche. Los últimos años no habían sido fáciles. Cuando se miraba al espejo, tenía la sensación de no reconocerse. No se encontraba a sí mismo ni en aquella piel que parecía haber perdido vida, ni en aquel espíritu que aparentaba haber extraviado la juventud. No quedaba nada que le recordara ni a su cuerpo ni a su alma, en aquellas tardes de paseo en las que se había enamorado de Beatriz. De haber sido otro hombre, pensaba muchas veces, ya llevaría tiempo licenciado de la Armada. «Un marino que tiene

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