Tiempos raros

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© De los textos: Rafael Castro © Del diseño de la portada: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Maquetación: Martín Lucía Coordinador editorial: Ediciones En Huida

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Tiempos raros Rafael Castro

Ediciones En Huida Colecci贸n El refugio Volumen 5



Tiempos raros Rafael Castro



Todos los personajes que aparecen en este relato, as铆 como las situaciones narradas, son pura ficci贸n. Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.



A Elisabet, que me enseñó a conocer y querer a Cádiz



I

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.45 a.m. La avenida Ana de Viya a esa hora de la mañana se encontraba repleta de coches que circulaban en ambos sentidos. Los autobuses urbanos iban atestados de gente de todo tipo. Personas mayores que iban al trabajo o quizás a sus menesteres diarios, adolescentes con libros en la mano y otros con mochilas y jóvenes madres acompañando a sus pequeños. Hacía poco tiempo que el curso escolar 2010-2011 había comenzado. Estaba totalmente despejado y corría una ligera brisa que hacía muy agradable la mañana. Claudio Rosety llevaba abiertas las ventanillas de su Audi A-5, que circulaba lentamente, mientras escuchaba las noticias de la SER. ETA anunciaba a través de un vídeo, un alto el fuego para poner en marcha un proceso democrático. Habían tomado la decisión de «no llevar a cabo acciones armadas ofensivas». El Gobierno ya había anunciado que lo único que esperaba de ETA era que dijese que dejaba las armas y abandonara definitivamente la violencia. Carles Francino hacia mención a la entrevista llevada a cabo en la Moncloa al presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero, en la que intervinieron sus compañeras Angels Barceló, Gemma Nierga, Monserrat Domínguez y

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él mismo. Comenzó el presidente hablando de los sindicatos y la huelga general, con preguntas y respuestas instaladas en el correctismo: «Respeto sus opiniones aunque discrepe de ellas» ha dicho Zapatero, que se negaba a criticarlos: «No seré yo quien formule una crítica». En materia de reforma laboral y recorte de derechos sociales, los entrevistadores insistieron en que tanto Zapatero como el Gobierno habían caído en «errores» y «contradicciones», extremo que no aceptó: «Es cierto que en mi plan no estaba reducir el sueldo a funcionarios ni congelar las pensiones... pero tuve que hacerlo» se disculpó, a medias. Además descartó que fuera a meter «la tijera» en ningún otro presupuesto. Claudio, puso el intermitente derecho para tomar a continuación la calle Ciudad de Santander. Una calle no muy larga, que hace esquina con la avenida de Andalucía. Todos los bajos de los edificios a ambos lados de la calle, eran comercios. Había de todo, un supermercado en la esquina, pastelería, peluquería de caballero y señora, herbolario, una entidad bancaria, dos bares, un restaurante chino, perfumería, una tienda de molduras para cuadros, clínica dental y hasta una peluquería canina. No le fue fácil encontrar aparcamiento y dio un par de vueltas por la zona antes de encontrarlo. Seguidamente tomó el portafolios y se dirigió a su oficina en el 27- Bajo de dicha calle. ―Buenos días ―les dijo a los empleados con una sonrisa y tono cordial, dirigiéndose a su despacho sin detenerse. ―Buenos días ―corearon casi al unísono. 12


Tomó asiento, encendió el ordenador y comenzó a abrir unas cartas que tenía sobre la mesa. Rompió tres de ellas sin mirarlas siquiera. «Normalmente ya, cuando se reciben cartas son solo de publicidad o de bancos y cajas de ahorros. El correo personal, cada vez más, está quedando en desuso», pensaba mientras abría el resto. Le habían cargado en cuenta el recibo de la comunidad de vecinos. La otra carta era también del banco, pero de una cuenta distinta a la anterior. Se trataba de una comunicación de transferencia a su favor de 48.317,35 €, correspondiente a la liquidación del segundo trimestre de las comisiones de su cartera de clientes. Comprobó en el ordenador la liquidación anterior y este trimestre la superaba en 2.632,20 €. Si seguía esta tónica terminaría el año bastante bien, claro que todo no era neto, había que pagar sueldos, alquiler del local, impuestos, seguridad social etc., pero quedaría un buen margen. «No está mal», pensó satisfecho.

Claudio, llevaba diecinueve años como agente de seguros de Ibersegur S. A. y unos diez gestionando fondos de inversión, que se comercializaban con el nombre de Ibersegur Multifondos. Comenzó al poco tiempo de terminar la licenciatura en Económicas, año 1991. Ahora, a sus cuarente y siete años, tenía una de las mejores carteras de clientes de la zona oeste de Andalucía. Su formalidad, 13


su buen hacer y su don de gente, le habían hecho granjearse el respeto y la confianza del sector más representativo del comercio de Cádiz capital y además tenía varias e importantes pólizas del sector bodeguero en El Puerto de Santa María, Jerez y Sanlúcar de Barrameda. Su cartera de clientes estaba compuesta por empresas y particulares de alto nivel económico. No existía apenas menudeo de pólizas de hogar ni de coches que daban una alta siniestralidad y calentamientos de cabeza para unas primas irrisorias. En cuanto a los fondos, siempre les había hablado con absoluta franqueza a sus clientes. ―Invierte en el fondo solo el capital que no vayas a necesitar, de la rentabilidad ya me encargo yo. Y le había salido hasta ahora muy bien. En los cinco años anteriores a la crisis, la rentabilidad media de los fondos mixtos, (20% en renta fija y 80% en renta variable) había sido del 14,2%. En estos fondos era donde había captado más capital. Los fondos garantizados o de renta fija, iban dirigidos a clientes muy conservadores y su cifra era de un 15% del total de su cartera de clientes. Ahora tocaba aguantar hasta que las aguas volvieran a su cauce. En las bolsas de todo el mundo en cuanto había una subida, al día siguiente o al otro se recogían beneficios y volvía otra vez la caída. La oficina la tenía perfectamente informatizada, tal como mandaban los tiempos actuales; además, sus tres empleados eran muy trabajadores y eficientes. Todo marchaba sobre ruedas.

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A pesar de la crisis, había empresas que no la padecían de manera perentoria y las primas se seguían pagando puntualmente. La siniestralidad era normal con tendencia a baja. Ello hacía que en la central, tuviesen un alto concepto de él.

La última carta que le quedaba era precisamente de Ibersegur S. A. Le pedían con tiempo que tuviese preparado el informe de previsiones de crecimiento para el próximo año. Si bien conocían que la situación económica no era la más idónea, la política empresarial exigía crecimientos anuales que impidieran el estancamiento, pues ello daría lugar a fusiones y presiones del Gobierno a las aseguradoras para que incrementaran su coeficiente de solvencia. Todo ello se explicaba de manera muy comedida y cordial, pero a la vez exigente. «Otro año más como siempre», pensaba mientras pulsaba el número dos del interfono del teléfono. Cuando descolgaron al otro lado dijo: ―Laura ven un momento, por favor. ―Y colgó. ―Pasa y siéntate ―le dijo mirándola de arriba abajo, sin descaro. Cuando hubo tomado asiento, antes que ella dijese nada le dijo sonriendo: ―¿A que acierto qué perfume traes hoy? ―¿Cuál? ―contestó sonriendo también. 15


Llevaban años compartiendo el trabajo juntos y poniendo en práctica este inocente juego cuando había ocasión para ello. Era el preludio de la conversación formal y seria que le seguiría de inmediato acerca del trabajo. Claudio se echó un poco hacia delante apoyando los codos y el pecho sobre la mesa, aspirando mientras cerraba los ojos para una concentración mejor. ―Es Two one two (212) de Carolina Herrera ―dijo apartándose de la mesa para apoyarse de espalda en su sillón. ―¡Premio para el caballero! ―contestó ella riendo. ―Han enviado ya la carta de previsiones de crecimiento para el año que viene, saca el informe del año pasado, que nos sirva para trabajar sobre él. Todo este jaleo del Bicentenario de la Constitución de 1812, nos puede beneficiar. Ya lo estudiaremos detenidamente. Antes de pasármelo me das tu opinión sobre la situación actual, las posibles bajas y cuál ha sido la tendencia en estos dos últimos trimestres. ¿De acuerdo? ―De acuerdo ―dijo levantándose de la silla―. ¿Alguna cosa más? ―Nada de momento. Voy a hacer unas llamadas y después saldré. Me ha llamado Nacho Martínez, para el asunto aquel de las naves de la Zona Franca ―terminó diciendo él cuando ella estaba ya casi en la puerta. Descolgó el teléfono y marcó: ―Nacho, hola, ¿a que hora nos vemos?... Una y media en 16


la Bodeguita de Plocia, perfecto. Sí..., sí..., sí..., de acuerdo, ahora nos vemos. Salió y decidió tomar el autobús de la línea 1, que le dejaría en la parada del puerto; sería mejor que mover el coche. Cuando bajó del autobús y mientras caminaba, sonó el móvil: era su mujer. ―Hola cariño, dime... Voy cruzando por el paseo de Canalejas hacia la calle Plocia. Sí, sí..., es que he quedado con Nacho para tomar una cerveza, que me quiere comentar un tema de trabajo. Bueno... Vale... Sí... Sí... después nos vemos, un beso... Sí... No, no creo... hasta luego.

Mercedes Rincón, la menor de dos hermanas, era una mujer de cuarenta y cuatro años. Morena, de pelo castaño oscuro natural, nunca se había teñido de rubio (comentaba ella riendo, que era porque en su época de universidad le tenían cierta manía a las rubias porque decían que eran tontas), tenía unos bonitos ojos verdes, que cambiaban de color según el día. Había días que parecían enteramente celestes y otros días verde claro. Vestía normalmente de manera informal, pero elegía bien su ropa y tenía buen gusto vistiendo. Sin ser sofisticada, iba siempre con los complementos adecuados para realzar su vestimenta. Tenía carácter y seguridad en sí misma y le gustaban las relaciones sociales. Su padre fue coronel del CIM (Cuartel de Instrucción de Marinería) de San Fernando y falleció en 2005; su madre, como la gran mayoría de las mujeres de su 17


época, era ama de casa, contaba con sesenta y ocho años de edad y vivía en su casa, acompañada de una mujer sudamericana. Mercedes estudió Bellas Artes, pero lo dejó cuando le quedaban dos años de carrera; no obstante, seguía practicando la pintura y no lo hacía nada mal. Tenía casi una fijación con las torres de la ciudad, las cuales había pintado de mil maneras distintas. La de la iglesia de Santo Domingo vista desde el final de la cuesta de las Calesas, frente al Palacio de Congresos, por la mañana cuando el sol doraba sus paredes de piedra ostionera, era una de sus predilectas. Estando en la universidad conoció a Claudio, que formaba parte de la pandilla de amigos, y al año de salir en grupo se hicieron novios. Se casaron en el año 1995 en la iglesia de San José; a los diez meses nació Jose que ahora cuenta con catorce años y medio. Dieciocho meses más tarde nació Mario, de trece años. Eran dos adolescentes bien formados y guapos, que empezaban a tontear con las chicas, sobre todo Jose. Ambos hermanos estudiaban en el colegio San Felipe Neri y, sin ser de los de matrícula de honor, habían aprobado hasta ahora todos los cursos con buena nota. Mario quería ser arquitecto y Jose no lo tenía nada claro, pues había cambiado varias veces de parecer.

Cuando Claudio llegó a su casa eran las tres menos diez de la tarde. Se había retrasado un poco, pues solían comer sobre las dos y media.

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―Hola familia, ya estoy aquí ―anunció cuando cerró el portón de entrada. Dejó el portafolio y fue al baño. Fue hasta la cocina, abrazó por detrás a Mercedes y la besó en el pelo. ―Hola cariño, se me hizo un poco tarde, ya sabes cómo se enrolla Nacho ―le soltó de corrido. ―Si Nacho es el que se enrolla, anda que tú... ―le contestó ella volviendo la cara y besándolo en la comisura de los labios. ―¿Con qué nos va a deleitar hoy nuestra chef? ―le preguntó él zalameramente. ―Vamos a comer espaguetis a la carbonara, que sabes que a los niños les encanta, y unos filetes de mero en salsa verde. ¿Qué le parece al señor? ―¡Magnífico! Niñooos a comeeer. ―Alzó la voz para que le oyesen desde la habitación de ambos, pues seguro que estarían entretenidos con el ordenador. ―¡Hola papá! ―Hola Mario, ¿y tu hermano? ―Está chateando en el Tuenti... Jose vamos a comer que estamos todos esperándote ―le gritó y a continuación―. Y lávate las manos, que siempre tienes que volver, atontado. ―Se sentó y empezó a dar buena cuenta de los espaguetis. ―Nacho ha comprado las entradas para que vayamos los cuatro a ver a María Dolores Pradera en concierto ―dijo Claudio dirigiéndose a su mujer. 19


―¡Ah sí! ¿Para cuándo? ―Es el día 8 de octubre a las 21.00 horas en el teatro Falla. No me había dicho nada hasta hoy, pero las tenía ya reservadas. Menos mal, porque dice que solo quedan algunas salteadas en platea, anfiteatro y en paraíso; las del patio de butaca están todas vendidas. ¡Jose por favor, quieres venir de una vez a comer! A este niño le vamos a tener que restringir las horas de ordenador ―concluyó Claudio. Por fin Jose se había sentado a la mesa. Mario, con un espagueti pegado en la barbilla, volvió a bromear sobre él. ―Jose, hermano, ¿te has lavado las manos? Ja, ja, ja, me ha salido hasta un pareado. ―Deja a tu hermano tranquilo poeta, y límpiate la barbilla ―le dijo Mercedes sonriéndole y continuó―: Mañana quieren los niños que les llevemos a Decathlon, para comprarles alguna ropa deportiva. ¿Qué te parece? ―Bueno pero temprano, que me apetece quedarme en casa escuchando un poco de música y si puedo, leer también un rato. ―¡Papá no nos hagas madrugar también un sábado! ― contestó rápidamente Mario. ―No le estaréis llamando madrugar a las diez de la mañana, que es a la hora que abren, ¡qué sabréis vosotros de madrugar, holgazanes! Vale, mañana vamos a Decathlon ―respondió Claudio resignadamente. ―Anda llevad los platos al lavavajillas, que ahora me llevo 20


yo el resto. ¡Qué mayores se están haciendo!, Claudio. ―Y nosotros con ellos, cariño, que es lo peor, que ya voy para los cuarenta y ocho. ―Tampoco hacía falta que me lo recordaras. ¿Quieres café? ―Sí, pero me voy al salón a ver un poco la televisión. Encendió el aparato y comenzó como buen televidente a zapear. Cuando Mercedes llegó con el café, ya estaba adormilado. ―Eh, que te duermes, anda tómatelo. ―le dijo dejando la taza sobre la mesa. Tal como estaba agachada, él la cogió del brazo antes que se incorporara, la atrajo hacia sí y la besó tiernamente en los labios. Ella le devolvió el beso y se apartó sonriente y feliz. No solo quería a su marido, sino que seguía enamorada de él.

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II

E

n 1981, la multinacional americana General Motors se instaló en unos terrenos pertenecientes a Puerto Real. Era una fábrica de componentes eléctricos para automóviles, direcciones, amortiguadores, etc. Al cabo de un tiempo esta se convirtió en Delphi, que se quedó con la fábrica y una plantilla de mil seiscientos empleados. Uno de esos empleados se llamaba Manuel Bocanegra Amador, natural y vecino de Cádiz. Había empezado a trabajar cuando tenía veintitrés años. En la fábrica reinaba cierto descontrol con respecto a la producción. Era bastante fácil escaquearse. Manuel no era una excepción; además, era muy reivindicativo, de muchas palabras y pocos hechos y siempre estaba de un sitio para otro haciendo proselitismo obrero. Su palabrería llegó a otros compañeros que eran sindicalistas y le animaron a que formara parte del comité de empresa en las próximas elecciones que hubiera. Estaba afiliado a Comisiones Obreras. Su periplo en el comité duró poco tiempo, pues era demasiado impulsivo y un tanto pendenciero y gallito.

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En esas fechas, Manuel Bocanegra, el Lolo, era un joven apuesto, rubio, de frente amplia, que denotaba una inminente calvicie, ojos azules, ancho de espaldas y buena labia. La empresa no pagaba mal, dejaba algo para la casa de sus padres y el resto lo manejaba él a su antojo. Vestía ropa de marca, fumaba Winston y frecuentaba los pubs de moda de la ciudad. Una noche, mientras estaba en la calle junto a la puerta del Pub Capricornio, tomando un cubata con los amigos, conoció a la que dos años más tarde sería su esposa, Pepa Rincón Olmedo. Fue un flechazo para ambos. Cuando Pepa entró con las amigas en el pub, dejó al grupo de amigos y entró tras ella. ―Hola guapa, ¿puedo invitarte a una copa? ―le dijo hablándole al oído, pues la música estaba bastante alta. Ella, que también había reparado en él, le contestó sonriendo y mirándole a los ojos con cierta picardía: ―¿Por qué no? Se fueron hacia la barra y pidió whisky con Coca-Cola para él y vodka con naranja para ella. Ya, cada uno con su copa en la mano, se fueron hacia la pared del fondo; todavía no estaba muy lleno y no hacia demasiado calor. Al pasar junto a las amigas, les hizo un comentario y todas formaron un corrillo alrededor entre risitas. ―Ahora nos vemos ―les dijo para continuar con Manuel. ―¿Qué les has dicho? ―preguntó él. ―¡Oye qué fresco, a ti qué te importa! 24


―Es que ya todo lo que tú hagas me va a importar ―contestó él arrimándose y sonriéndole. ―¿Y qué sabes tú lo que yo hago o vaya a hacer? ―Nada, pero ya me lo irás contando todos los días cuando nos veamos, ¿no? ―Qué rápido vas tú, chico. ―No creas que soy un bocazas, pero es que mi corazón me dice que tú serás para mí. Estaba tan sorprendida y se sentía tan halagada, que experimentaba en su interior algo nuevo y desconocido hasta ahora para ella. El joven le atraía enormemente y se dejó llevar. ―Si todavía no te has presentado siquiera ―acertó a decir, sintiendo cómo le subía el calor a la cara. ―Me llamo Manuel Bocanegra, pero todos me dicen Lolo. ¿Y tú? ―Pepa. ―La Pepa de Cai, ¡ole! La más guapa de todas las niñas. Bueno Pepa y ¿cuándo nos vamos a ver otra vez? ―Todavía estamos aquí y además acabamos de llegar como quien dice y sobre todo no sé si nos vamos a ver otro día, así que tranquilo. ―Yo ya no voy a estar tranquilo nunca, como no esté contigo.

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Ella no sabía qué contestar cuando le hablaba así, con tanta seguridad y aplomo. Se sentía como atrapada por sus palabras. Estuvieron casi tres horas juntos. Ya en la calle, él le cogió la mano y le dijo: ―¿Cuándo nos vemos otra vez? ―Que no lo sé, pesado ―le contestó retirando la mano―. No sé si mañana vendremos otra vez por aquí. ―¡Ah, oye es verdad, que hoy es viernes! Te esperaré. ―No te estoy diciendo que vaya a venir seguro. ―Aunque su corazón pedía a gritos al cerebro que dijese que sí, que le vería cada vez que él quisiera. ―Me voy, que ya se van mis amigas, adiós. ―Oye, no te iras a ir sin darme un beso ¿no? Se dieron fugazmente un beso en la mejilla, ella se perdió con sus amigas entre la multitud que ocupaba ahora totalmente la calle y él volvió eufórico con su grupo de amigos. ―¡Menos mal que apareces, tío! ―le dijo su amigo el Gordo. ―¡Que tía, Gordo, me ha calado hasta los huesos! ―¿No te parece un poco pija?, dame un cigarrillo ―le dijo otro. ―No he notado que fuera pija, lo que sí me he dado cuenta es de que me he enamorado. ¿Nos vamos? ―preguntó sin dirigirse a ninguno en concreto. 26


―Tío qué fuerte te ha dado. ¿Qué quieres, irte a tu casa a machacártela, no? ―bromeó el Gordo y todos rieron, incluido él que salió corriendo hacia ellos. ―¡Como coja a alguno veréis, maricones! ―les gritó divertido. Fueron entre risas y bromas hasta la parada del autobús. ―Bueno, nos vemos mañana a la misma hora ¿no? ―dijo Andrés. ―Vale, bueno no sé si el Lolo habrá quedado con la pija ―contestó el Gordo, acentuando expresamente la jota al decir pija. ―Eres un cabronazo, Gordo ―y le dejó que se fuera junto con Andrés pues tomaban una línea de autobús distinta. Solo quedaron Tito y él en la parada.

Manuel estuvo durmiendo hasta bien entrada la mañana, desayunó y salió a dar una vuelta por el barrio, pero no encontró en qué entretenerse. Se notaba algo nervioso y desde luego no podía quitarse de la cabeza a Pepa. Ni siquiera le había preguntado dónde vivía. Había notado por cómo se expresaba, que estaba educada y tenía clase. La próxima vez le haría preguntas sin parar, para saberlo todo de ella. Volvió a su casa y cogió el Vespino, para ir a la Punta de San Felipe, que se encontraba casi al otro lado de la ciudad. Encontró a algunos conocidos y estuvieron hablando hasta la hora de comer. Montó de nuevo en el Vespino para regresar a casa de sus padres, pero antes tomó una cerveza en el bar Los Arcos. 27


Estuvo adormilado en el sofá y a eso de las siete de la tarde, bajó de nuevo al bar para ver el partido Real Madrid-Valencia. Terminado este, subió, cogió algo de la nevera y se metió en la ducha. Cuando salió a la calle, su único propósito era ver a Pepa. Estuvo merodeando por los alrededores del pub por si la veía paseando con sus amigas, antes de dirigirse hasta donde lo estarían esperando sus amigos. ―A lo mejor es pronto todavía ―se decía tratando de consolarse a sí mismo, comido por la impaciencia. ―Venga Lolo, vamos a tomar una cervecita, que te estamos esperando ―dijo su amigo Tito que estaba con Andrés. ―¿Y el Gordo? ―les preguntó Manuel. ―No sé, dijo que nos veríamos aquí, ya llegará ―contestó Andrés. Manuel no quería que sus amigos empezaran de nuevo con las bromas, así que no dijo nada de Pepa, pero estaba nervioso y un tanto ofuscado. Llevaban ya hora y media, cuando llegó el Gordo. Pasó otra hora más. Pepa no aparecía. «A lo mejor llevan estos razón y era una pija calientapollas y si te he visto no me acuerdo», pensaba, ignorando la conversación de los amigos. Habían picado algo con las cervezas y después decidieron pasar a los cubatas. Se sentía un poco mareado y cada vez más irritado. 28


Se levantó para salir a la calle con el vaso en la mano. Un joven que hablaba con su grupo de amigos, se volvió de pronto y le tiró el cubata encima mojándolo de arriba abajo. Sin mediar palabra y sin que le diese tiempo a disculparse le propinó un puñetazo en la cara a la altura de la oreja izquierda, descargando sobre él toda la rabia que llevaba acumulada. Fue a caer sobre una mesa ocupada por dos parejas y encima de una de las mujeres. Los amigos del que le había tirado el vaso, unos fueron a levantarlo y otros se fueron hacia Manuel, con intención de pegarle. Los amigos del Lolo se sumaron a la bronca intentando separarlos. El que sería el novio de la chica de la mesa, también se incorporó e increpaba a Manuel de forma amenazante. Se escucharon sonidos de vasos rotos, bebidas por el suelo, mesas y sillas revueltas y gente dando bofetadas y empujones a diestro y siniestro. Cuando por fin los dueños, ayudados por algunos clientes, pudieron poner orden y expulsar a Manuel y a sus amigos, estos se encontraron en plena calle sucios, con una camisa hecha jirones y Manuel con un corte en la cara, seguramente hecho con un vidrio, que iba desde el pómulo hasta casi la mandíbula inferior. Una de las amigas de Pepa, lo había reconocido. Cuando lo llevaron al hospital, dijeron que se había cortado al caerse de la moto. Le quedaría alguna cicatriz, pero le iban a dar ocho puntos de sutura para que se notara lo menos posible.

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