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El bienio 1808-1809, ¿inicio de la independencia hispanoamericana?
El BIENIO 1808-1809,
¿INICIO de la INDEPENDENCIA hispanoamericana?
Ana Buriano Johanna von Grafenstein
El mundo atlántico de la segunda mitad del siglo XVIII sufría
los estremecimientos del parto de una nueva época histórica. Un ciclo de revoluciones en todos los órdenes transformaba la producción, la vida política, social y el orden ideológico predominante. La Revolución Industrial, la eclosión de la ideología liberal, la independencia de las 13 colonias inglesas en América del Norte y la Revolución Francesa fueron las expresiones más visibles de este alumbramiento.
Héroes del Dos de Mayo (1808). Realizado por Aniceto Marinas en 1891.
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durante largos periodos, la historiografía que dio sustento a los procesos de consolidación nacional en los países de nuesbildos, habrían aguardado el momento propicio del debilitamiento de un monarca absolutista incapaz, para dar el zarpazo que los liberara de tro continente tendió a visualizar una España sus cadenas coloniales y los proyectara al priretrasada, relativamente ajena a los cambios que mer plano de la escena pública. En esta visión, sufría el mundo de su época, destinada a afi an- los juramentos de fi delidad al rey no habrían zar el absolutismo monárquico sobre sus súb- sido más que la máscara1 con la que encubrieron ditos coloniales, mientras en otras naciones de sus antiguas aspiraciones independentistas que Europa prosperaba la ciudadanía republicana. En ese rezago fi ncó la historiografía la eclosión revolucionaria independentista. Para esta interpretación, los hispanoamericanos criollos, agazapados en los órganos de poder local, los ca-
1 Cfr. Marco Antonio Landavaso, La máscara de Fernando VII.
Discurso e imaginario monárquicos en una época de crisis. Nueva
España, 1808-1822, Colmex, Universidad Michoacana de San
Nicolás de Hidalgo, Colmich, México, 2001.
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Extensión del Imperio español en América (en color rojo) alrededor de 1800.
no creyeron oportuno manifestar entonces, ante la prisión del “Deseado” Fernando VII.
Así, 1808 y 1809, los años en que la monarquía ibérica sufrió un gran descalabro a partir del cual se desató un intenso movimiento juntista en ambas márgenes del Atlántico, fueron situados por la historiografía fundadora de la nación como el momento inicial de una especie de movimiento de liberación nacional de las colonias americanas frente a su metrópoli. Pero desde algunas décadas atrás esta visión ha sido cuestionada. Con motivo del bicentenario, se desató un auge editorial que conlleva nuevas propuestas en torno al signifi cado de los movimientos que se iniciaron ese año, desde la óptica de revisar no sólo la vieja concepción, sino buscando nuevas facetas y ángulos de análisis muy vinculados a las preocupaciones de nuestro presente. ¿Por qué 1808-1809 es un bienio tan propenso a generar polémicas historiográfi cas? En general puede afi rmarse que aquellos momentos de la historia en los que la humanidad vive la incertidumbre en torno al futuro que le espera, tienden a confundir al historiador. Se trata de situaciones de impasse, donde el mundo conocido se derrumba y los humanos no sabemos exactamente qué sobrevendrá ni qué nos deparará en el futuro. Quizá por esa razón 1808 nos resulta más o menos cercano y afín al reciente 2008.
¿Qué sucedió en la Península Ibérica en 1808?
El auge industrial de Inglaterra, la expansión de su modelo en Europa, particularmente en Francia, afectó la posición de España poseedora de un gran imperio colonial, con vastos mercados y ricas minas de plata que le permitían ocupar un lugar destacado en el concierto internacional. Una vez que se instalaron los Borbones en el trono (1701), una misma dinastía gobernó dos importantes potencias europeas: Francia y España con su imperio. De manera paralela, Europa fue sacudida por intensas guerras motivadas por
desacuerdos de distinto tipo, de los que no eran menores los afanes por lograr la hegemonía comercial. Inglaterra había perdido su imperio colonial americano, una vez que, en 1776, las 13 colonias de América del Norte se proclamaron independientes. Sólo le quedaron las llamadas West Indies, unas pequeñas aunque muy productivas islas en el Caribe, y Canadá, adquirida en 1763, por medio de la Paz de París. Su industria pujante ayudó a Inglaterra a apoderarse de amplios mercados, amparada en su condición de gran potencia naval.
En este ríspido contexto, la nueva dinastía española hizo grandes esfuerzos por aggiornar su imperio a los cambios que agitaban a Europa. Los Borbones españoles, particularmente Carlos III, un déspota ilustrado, introdujeron transformaciones muy sensibles tanto en la administración de la península como en el control de su imperio americano. Ellos consideraban que la época exigía abandonar la antigua forma de gobernar a España tal como lo había hecho la dinastía anterior, la de los Habsburgo, a partir de la unión de dos reinos –el de Castilla y León– que pactaban sus relaciones con otras unidades de la península. Modernizar España suponía un gobierno central fuerte, que aplacara y controlara los poderes locales y las corporaciones, incluso a la Iglesia católica, y que desarrollara la industria, así como la marina mercante y de guerra. El reformismo alcanzó también a sus colonias en América. El viejo sistema comercial que privilegiaba a una elite monopolista radicada en Cádiz se vio afectado cuando los Borbones abrieron nuevos puertos en España y en América para agilizar el tránsito de mercancías con objeto de restaurar a la monarquía como una potencia en el comercio de intermediación. Este propósito, aunado a las múltiples guerras que impedían a España mantener un fl ujo comercial constante, dieron lugar a la aprobación de pragmáticas de
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Fernando VII de Borbón, llamado el Deseado, fue rey de España en 1808 y desde 1813 hasta su muerte.
libre comercio, que permitieron los contactos comerciales entre las áreas americanas y, en ciertos momentos álgidos, el comercio con buques de potencias neutrales. Los nuevos gobernantes trataron, además, de racionalizar la administración y aumentar el control de las remotas regiones de su imperio. En este plano introdujeron muchas innovaciones, desde la creación de dos nuevos virreinatos –el de Nueva Granada en 1739 y el del Río de la Plata en 1776– hasta nuevas y distintas circunscripciones administrativas dentro de ellos, las intendencias. Incrementaron también la recaudación fi scal con objeto de fortalecer al Estado imperial español y se ocuparon de enviar visitadores a los virreinatos para estudiar las formas de maximizar las potencialidades económicas de los dominios americanos. Los problemas de Europa se agudizaron una vez que estalló, en 1789, la revolución en Francia. Razones dinásticas obligaron a Carlos IV, el
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Batalla de Trafalgar, William Clarkson Stanfi eld (1793–1867), pintor inglés.
rey Borbón español, a declarar la guerra a una Francia revolucionaria y republicana que constituía un peligroso ejemplo y que guillotinó, en 1793, a su primo Luis XVI. El mismo camino siguieron Inglaterra, Prusia y Austria. Las cabezas coronadas de Europa temblaron y temieron el contagio que el mensaje de esta decapitación transmitía a todos los reinos. Los avatares de las múltiples etapas revolucionarias, la hostilidad de los monarcas que llevaron la guerra adentro de las fronteras de Francia, y la degradación del proceso revolucionario fi nalizaron con la reimplantación de un sistema de carácter monárquico. El retorno no estuvo, sin embargo, en manos de las viejas casas europeas. Un advenedizo, un corso de modestos orígenes y gran genio militar como fue Napoleón I, se afi rmó primero como cónsul y luego se coronó emperador de los franceses. Él guió los ejércitos revolucionarios a lugares tan remotos como Egipto y Rusia con la intención de crear el imperio europeo y colonial más grande de su época. A medida que las invencibles tropas francesas avanzaban, Europa temía ser sojuzgada por el “tirano”.
El empuje militar de Napoleón cambió los originales alineamientos que se habían producido contra la Francia revolucionaria. España volvió a su tradicional alianza con el país vecino y, bajo el infl ujo de Manuel Godoy, el joven primer ministro que sustituyó en el cargo al conde de Aranda, selló tratados de paz con Francia (los de Basilea y de San Ildefonso, de 1795-1796). Por el primero, España obtuvo de regreso los territorios peninsulares ocupados por los franceses, al tiempo que les cedió, como compensación, la mitad española de la isla antillana de Santo Domingo. Francia quedó así en posesión de todo el territorio insular pues ya había obtenido, desde un siglo antes, la parte occidental. Un verdadero partido afrancesado se formó
en España, en tanto que la antigua posesión francesa en la isla de Santo Domingo ingresó en un agitado ciclo revolucionario que culminó con su independencia. Grande fue el impacto de la revolución de esclavos y guerra de independencia (1791-1804) que destruyó la economía de plantación más próspera de la época y llevó al poder a mulatos y antiguos esclavos negros; al mismo tiempo, se fi jó constitucionalmente que ningún blanco podía pisar en calidad de propietario el suelo del país liberado, ahora nombrado con su antiguo apelativo indígena de Haití. La emergencia de este segundo Estado independiente en América, que aniquiló de raíz las bases políticas, económicas y sociales del poder colonial, infl uyó poderosamente en las iniciativas emprendidas por las elites políticas de la América española, a la hora de la crisis imperial de 1808.
Inglaterra, reina de los mares, fue enemiga acérrima de Napoleón, quien arrastró a su aliada España a acompañarlo en su guerra contra aquella. Durante este confl icto bélico, la monarquía católica perdió una parte muy considerable de su fuerza naval una vez que el almirante Nelson derrotó a las fl otas conjuntas de españoles y franceses en la batalla de Trafalgar, en 1805. Abatida la fl ota española, Inglaterra aprovechó la circunstancia para intentar conquistar partes del imperio español en América. Entre 1806 y 1807 invadió, en dos oportunidades, el virreinato del Río de la Plata, se apoderó sucesivamente de Buenos Aires y Montevideo e hizo intentos por tomar Venezuela y el puerto chileno de Valparaíso.
Debido a que las Islas Británicas se habían convertido en un refugio inexpugnable, la estrategia bélica de Napoleón fue rendir a Inglaterra impidiendo la salida de su producción con objeto de colapsar su poderosa industria. Por ello decretó, en 1806, el embargo continental. Incapacitado para impedir que la armada inglesa surcara los mares, amenazó con declarar la guerra a todo país de Europa que comerciara o reembarcara productos ingleses desde sus puertos. El embargo tenía un talón de Aquiles. Portugal era un viejo aliado de Inglaterra y por sus puertos fl uía la producción inglesa en todas direcciones. Para impedirlo, Napoleón solicitó y obtuvo, a través del tratado de Fontainebleau en 1807, la autorización de su aliado, el monarca español Carlos IV y su ministro Godoy, para invadir al desafi ante Portugal. Los ejércitos franceses atravesaron la península y apenas un mes después, en noviembre de 1807, se apropiaron de Lisboa. Ante el peligro de ser tomados prisioneros, los monarcas de Portugal, el príncipe regente Juan VI de Braganza, su esposa, la infanta Carlota Joaquina de Borbón, acompañados de la corte, abandonaron el reino y migraron hacia sus posesiones americanas en Brasil.
La monarquía española estaba seriamente afectada. La necesidad de realizar cambios profundos ante la composición de fuerzas europeas, de repensar el papel del imperio español, de profundizar las transformaciones iniciadas por Carlos III, los reveses militares y el destino del imperio colonial encontraron un monarca débil en un entorno dividido.2 Después de la derrota de Trafalgar, los opositores al primer ministro Godoy rodearon y elevaron la fi gura de Fernando, hijo de Carlos IV, y conformaron un partido fernandista que impulsaba su coronación. El descontento se plasmó en una sublevación, en marzo de 1808, que destituyó a Godoy y obligó a Carlos IV a ceder el trono a favor de su primogénito Fernando. Napoleón no se concretó a ocupar
2 José M. Portillo, “La crisis imperial de la monarquía española”,
Secuencia: revista de historia y ciencias sociales, número conmemorativo, Ana Buriano, Johanna von Grafenstein, coords., Soberanía, lealtad e igualdad: las respuestas americanas a la crisis imperial hispana, 1808-1810, Instituto Mora, México, 2008 (en proceso de edición).
Portugal, sus tropas permanecieron estacionadas en territorio español, se apoderaron de las principales plazas militares, al tiempo que las desavenencias entre Carlos IV y su hijo Fernando VII se profundizaban. El drama familiar culminó en Bayona, cerca de la frontera con Francia, donde Napoleón reunió a padre e hijo. Hubo llantos, reconciliaciones y abdicaciones. Fernando devolvió el trono a su padre y éste abdicó nuevamente la corona y el imperio en benefi cio de Napoleón, quien a su vez lo hizo en su hermano José Bonaparte, que pasó a ocupar el trono del imperio español con el nombre de José I.
Ésos fueron, en esencia, los hechos que provocaron una reacción en cadena en el marco de un suceso fuera de las normas. No era extraño que las monarquías europeas sufrieran cambios dinásticos. Algo más de un siglo antes, por ejemplo, y con una guerra de por medio, los Borbones habían sustituido a los Austria. Sin embargo, aquella sucesión no fue percibida como un descalabro de la institución real. Las circunstancias de 1808 eran diferentes. España estaba ocupada por tropas francesas. La corona cambiaba de mano con extraordinaria velocidad en poco más de un mes. Carlos IV sumó a su descrédito una serie de violaciones inadmisibles. Vendió sus derechos reales a Napoleón, a cambio de bienes y rentas fabulosas para él y su hijo. Además, Carlos cedió no sólo sus derechos personales como monarca, sino el conjunto de aquello que conformaba la monarquía, con sus posesiones coloniales incluidas. De esta manera, se violaban principios básicos que separaban las posesiones del rey de aquellas de la nación.3
Si bien la corte real reconoció al nuevo monarca advenedizo, la reacción se inició en Madrid, el 2 de mayo de 1808. La prisión de los monarcas en Bayona y la noticia de que Fernando sería
3 Ibid. trasladado a Francia desató un estallido popular apenas acompañado por algunos sectores del ejército, cuya represión plasmaría Goya, años después, en su famosa escena de los fusilamientos del 3 de mayo. Los franceses, fogueados en los confl ictos de Europa, se vieron enfrascados en una guerra formal, con participación de ejércitos ingleses en apoyo a las tropas españolas, que obtuvo algunos efímeros éxitos hacia septiembre de 1808. La resistencia obligó a Napoleón a tomar directamente el mando al frente de sus mejores cuerpos. Este empuje logró acorralar a las fuerzas españolas hasta convertirlas en una guerra de guerrillas refugiada en las montañas. De esta manera, hacia enero de 1810, retirados ya los apoyos ingleses, sólo quedaba en manos de las autoridades españolas la pequeña isla de León.
El movimiento juntero de 1808-1809 en España y América
Una vez que se produjo el levantamiento madrileño del 2 de mayo, la guerra se generalizó. Los reyes, padre e hijo, fueron trasladados a Francia y la monarquía quedó acéfala.4 Se trataba de una situación insólita. Los reyes no cedían sus reinos ya que, de acuerdo con el derecho vigente en la época, el poder de los soberanos, la soberanía, no había sido concedida por Dios directamente a aquellos, sino que Él la había depositado en el pueblo, en los pueblos, para que éstos la custodiaran de manera temporal y sin demora se la entregaran a los monarcas. Por ello, una vez acéfala y vacante la monarquía, cada una de las provincias del reino entendió que esta so-
4 Predominó la falsa percepción de que Fernando VII, el
Deseado monarca, había sido tomado prisionero por Napoleón. En realidad, Fernando había entrado en las mismas componendas de su padre y había recibido benefi cios por la cesión del trono.
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El dos de mayo de 1808 en Madrid, también llamado La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol, Francisco de Goya, 1814, Museo del Prado, Madrid, España.
beranía regresaba nuevamente a ellas en el mismo carácter de depósito, para que ejercieran la tutoría y preservaran el poder a fi n de devolvérselo al monarca, cuando éste fuera liberado.
Desde este supuesto, cada una de las provincias del reino formó su propia junta de gobierno, encargada de administrar los territorios de su jurisdicción y sostener la guerra contra los franceses. De ellas, la de Sevilla se autonombró Junta Suprema de España e Indias. Después de que la resistencia española, ayudada por los ejércitos ingleses, infl igió una derrota a Napoleón en Bailén, la mayor parte de las provincias decidieron conformar una Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, que pasó a gobernar en nombre de Fernando VII una vez que el Consejo de Castilla declaró nulas las abdicaciones de Bayona. La vida de esta junta, entre fi nes de septiembre de 1808 y enero de 1810, fue efímera y estuvo estrictamente ligada a la suerte de la guerra. A medida que Napoleón se apoderaba del territorio, la Junta se replegaba. De Aranjuez, pasó a Sevilla; cuando ésta cayó, se refugió en Cádiz y luego se disolvió. Un Consejo de Regencia de España e Indias se hizo cargo de la vacancia de la monarquía, en la isla de León. Antes de disolverse, en enero de 1809, la Junta Central, preocupada por el destino del imperio de ultramar, reconoció la igualdad de los españoles europeos y los españoles americanos. La circular establecía que:
los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías… sino una parte esencial integrante de la monarquía española.
Y convocaba a la elección de representantes americanos para integrarse a la junta. El criterio de elección desdecía la declaratoria de igualdad pues, mientras cada provincia española tendría
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El tres de mayo de 1808 en Madrid o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío (conocido popularmente como Los fusilamientos del tres de mayo), Francisco de Goya, 1813-1814, Museo del Prado, Madrid, España.
derecho a dos diputados, 36 en total, a toda América se le ordenaba elegir sólo nueve representantes, uno por cada virreinato y capitanía general. Muchos diputados americanos no llegaron a integrarse pues cuando fueron electos o iniciaron su viaje a España, la Junta Central ya se había disuelto.
Una vez que las noticias de estos sucesos fueron llegando a América, todas las circunscripciones coloniales sufrieron grandes conmociones. A medida que arribaban los barcos a los puertos, las noticias de los viajeros, y las cartas de las que eran portadores, transmitían noticias alarmantes. Predominaba la confusión. No sólo los acontecimientos eran complejos (una sucesión de veloces abdicaciones, guerras y formación de nuevos órganos de gobierno) sino que se conocían a destiempo, tres o cuatro meses después de ocurridos, cuando la situación ya había variado en España. Las autoridades americanas estaban bastante confundidas. Poco antes se habían enterado de que Carlos IV había cedido el trono a su hijo y les había llegado la real orden de jurar a Fernando VII. Casi todos la habían acatado con el oropel que se desplegaba de manera habitual para jurar a un nuevo monarca. Unos meses después, les informaban de las abdicaciones de Bayona, llegaba la orden de reconocer a José Bonaparte como nuevo rey e incluso venían a América los emisarios de Napoleón. Poco antes, los ingleses habían sido enemigos e invasores de los virreinatos americanos; ahora luchaban codo a codo con los españoles para expulsar a Francia de la península y la antigua aliada se convertía en enemiga. Para elaborar un juicio histórico de estos hechos, es imprescindible tener presente este confuso escenario. La situación cambiaba en meses y días, al tiempo que los medios de comunicación de la época no eran lo sufi cientemente rápidos como para mantener informadas a las autoridades y a la sociedad latinoamericana en tiempo real. Las
tertulias, los cafés, los teatros y todos aquellos lugares donde socializaban las elites en las áreas urbanas eran un hervidero de rumores contradictorios.
A diferencia de lo que sostenía la historiografía fundadora de nuestros Estados, puede afi rmarse que en Hispanoamérica privó un sentimiento de fi delidad al monarca, así como de temor y odio a los franceses quienes, además de haber apresado al rey, eran “impíos” y deseaban propagar el ateísmo por el continente. A esto se suma que los virreyes, los oidores de las Reales Audiencias y todos los funcionarios coloniales temían por sus cargos. Ellos habían sido designados por un monarca que ya no existía y ni siquiera lo había sucedido su hijo; un francés sin linaje reclamaba su acatamiento y en poco tiempo los sustituiría de sus funciones. El panorama era más grave aún. La infanta Carlota Joaquina de Borbón, la esposa del príncipe regente de Portugal, asentada ahora en Brasil, reclamaba la regencia de su hermano. Sus emisarios visitaban los virreinatos de la América del Sur para exigir el reconocimiento. Muchas veces coincidían varias misiones en el mismo lugar: los enviados de la Junta Suprema de Sevilla, los de Napoleón y los de la infanta Carlota. El caos era innegable.
Ante la vacilación de las autoridades y la sospecha de que algunas de ellas fueran propensas a someterse a Napoleón, en diversos lugares surgió la inquietud de formar juntas; “Juntas como en España” se decía. Es decir, Juntas que preservaran los derechos del monarca y que colocaran las circunscripciones americanas en condiciones de igualdad frente a las de la península. Aún más, se pensaba que si los monarcas no podían reinar en España bien podían seguirlo haciendo desde América, exactamente igual como lo practicaba el regente de Portugal. En Montevideo, en el Alto Perú (Chuquisaca y La Paz) y en Quito las Juntas llegaron a instalarse, entre septiembre de 1808 y mediados de 1809.
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José Fernando de Abascal (1743-1821), trigésimo quinto virrey del Perú (1806-1816).
Pese a que sólo en estos lugares los nuevos órganos de gobierno local pudieron conformarse, hubo intentos fallidos en casi todo el continente. En México, por ejemplo, el virrey Iturrigaray consideró el pedido del ayuntamiento de la capital, mayoritariamente integrado por criollos, de formar una Junta presidida por él mismo. Cuando se proponía reunir a las corporaciones para efectuar una consulta, un verdadero golpe de Estado promovido por un grupo de peninsulares lo destituyó de su cargo, lo tomó prisionero y lo remitió a España. En Caracas, el mismo capitán general solicitó en julio de 1808 al ayuntamiento la formación de una junta, iniciativa que fue interrumpida por la llegada de los comisionados de la Junta de Sevilla cuya autoridad fue reconocida por los poderes constituidos. El proyecto fue retomado en noviembre por 45 vecinos principales, criollos y peninsulares; la solicitud al capitán general de constituir una junta fue rechazada, sus promotores perseguidos y luego absueltos. Santa Fe de Bogotá, la capital del virreinato de Nueva Granada, fue
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Santiago de Liniers y Bremond (1753-1810), virrey del Virreinato del Río de la Plata (1807-1809).
también intensamente conmovida. En sus dominios, los quiteños formaron una junta a la que nos referiremos luego. El virrey Amar y Borbón participó en la represión de esta junta, pero sus esfuerzos principales estuvieron centrados en que el ejemplo quiteño no cundiera en sus dominios. De esta manera, se resistió a la solicitud de los capitulares santafereños de constituir una Junta que pudiera entenderse con la quiteña y se dedicó a levantar suscripciones para socorrer a la península en la guerra contra los franceses. Ningún intento pudo cuajar en el virreinato del Perú, férreamente controlado por el virrey José Fernando de Abascal, dispuesto a reprimir cualquier intento que se produjera en sus dominios e incluso a incursionar en los que no les correspondía. Ante la debilidad que notaba en los virreyes de Nueva Granada y del Río de la Plata, Abascal se sintió llamado a erigirse como un baluarte en la defensa irrestricta del carácter dependiente de España de las colonias americanas. En Chile, las noticias encontraron a la Capitanía General sumida en una verdadera crisis. El capitán general había fallecido en los primeros meses de 1808, lo sustituía el militar de mayor graduación, quien se había granjeado la oposición de varias instituciones coloniales. El cabildo, foco principal de la resistencia, fue reprimido y nada nuevo ocurrió en el bienio estudiado en esta área andina periférica. Peores aún fueron las agitaciones que sacudieron al más joven de los virreinatos, el del Río de la Plata, creado apenas en 1776. La crisis de la monarquía española llegó a estas regiones en momentos de intensas conmociones. Entre 1806 y 1807 los principales puertos virreinales, Buenos Aires y Montevideo, habían sufrido dos oleadas de invasiones inglesas, en el marco de la guerra que esta potencia sostenía con España. El virrey Sobremonte huyó hacia el norte, sin enfrentar el desembarco inglés en Buenos Aires y la reconquista quedó en manos de Santiago de Liniers, comandante general de armas de Buenos Aires, con el apoyo de las fuerzas de Montevideo. El comportamiento de Sobremonte fue juzgado cobarde y el virrey destituido, en tanto que Liniers, considerado el héroe de la reconquista, fue designado virrey. La incapacidad de las fuerzas militares peninsulares para detener a los ingleses demostró la necesidad de crear milicias criollas para reforzar las defensas. Sobre este sustrato, las noticias de los acontecimientos peninsulares de 1808 cayeron en un terreno por demás abonado para las disensiones. Dos elementos complicaron la situación. Liniers era francés de origen y recibió con amabilidad a su connacional, el marqués de Sassenay, enviado por Napoleón. Al mismo tiempo, el cabildo de Buenos Aires recibía alarmantes noticias de la corte portuguesa, quien le advertía de un supuesto doble comportamiento de Liniers, del peligro de una expedición francesa sobre Buenos Aires, y lo amenazaba con invadir el Río de la
Plata para instaurar a la infanta Carlota Joaquina como regente de los derechos de su hermano Fernando. Un partido carlotista criollo apoyaba estas pretensiones. En medio de esta doble pinza de aspiraciones y amenazas, Liniers mantuvo la fi delidad y luego de algunas vacilaciones, motivadas por el carácter contradictorio de las noticias, realizó la jura a Fernando VII.
Las juntas de Montevideo, Charcas, La Paz y Quito
Sin embargo, el gobernador de Montevideo, Francisco Javier de Elío, se hizo eco de las intrigas que desplegaba la infanta Carlota. Una misión enviada por ella había alimentado sospechas sobre la fi delidad de Liniers, potenciadas por un viejo reclamo autonomista que sustentaba el comercio montevideano contra Buenos Aires. Elío se encargó de transmitir esta sospecha a Manuel José Goyeneche, emisario de la Junta Suprema de Sevilla y con su respaldo conformó una Junta Gubernativa en Montevideo, el 21 de septiembre de 1808. La Junta montevideana desconoció la autoridad del virrey Liniers y se declaró autónoma de Buenos Aires.5 En medio de tales tensiones, el cabildo bonaerense, apoyado por la Junta de Montevideo, decidió destituir al virrey en los primeros días de 1809. Sin embargo, las mismas milicias criollas formadas para enfrentar a los ingleses lo sostuvieron en el cargo, deportaron a los amotinados y prácticamente se hicieron dueñas de la situación. La Junta Central se hizo eco de las desconfi anzas contra Liniers y lo sustituyó, en julio de 1809, por Baltasar Hidalgo de Cisneros, el tercer virrey que ocupaba el cargo en los dos últimos años. Re-
5 Ana Frega, “La Junta de Montevideo de 1808”, en Manuel Chust, coord., La eclosión juntera en el mundo hispano, FCE, Fideicomiso Historia de las Américas, Colmex, México, 2008. suelto el problema, la junta montevideana se disolvió como muestra de acatamiento a la Junta Central formada en España en septiembre del año anterior. Tradicionalmente, la historiografía ha tratado al movimiento montevideano como un fenómeno diferente de las juntas altoperuana y quiteña en función de su deseo de subordinación a las autoridades peninsulares y su carácter circunstancial.
Los movimientos juntistas más sólidos surgieron en áreas periféricas, aquellas que por su misma lejanía y anterior importancia se consideraban como reinos independientes, postergados en lo económico y afectados por mudanzas jurisdiccionales: el riquísimo abastecedor de plata del Alto Perú y el gran taller de Hispanoamérica que había sido Quito. En su condición de reales audiencias subordinadas, ni a Charcas ni a Quito se les había reconocido derecho a elegir a sus propios diputados a la Junta Central. Charcas dependía ahora del lejano puerto de Buenos Aires, capital del virreinato del Río de la Plata, y Quito, que había sufrido serios desmembramientos territoriales en benefi cio del virreinato del Perú,6 sentía afectada su jerarquía al unísono que la crisis de los textiles ahogaba su antigua bonanza. Charcas aspiraba a que se le reconociera su aporte a las arcas reales y a ser una entidad administrativa autónoma y del mismo nivel que el Río de la Plata y Perú.7 El mismo sentimiento albergaban los quiteños en relación a Bogotá y Lima.
Los sucesos de 1808 en España tuvieron repercusiones violentas en el Alto Perú, los territorios de la actual Bolivia. Era un área confl ictiva,
6 El virrey Abascal del Perú interpretó una real orden de 1803 que le daba el control militar del puerto de Guayaquil como una agregación total. De esta manera, Quito perdió su único puerto ultramarino. 7 Víctor Peralta, “Elecciones, autonomismos y sediciones: el virreinato del Perú en la época de la Junta Central, 1808-1809”, de Secuencia: revista de historia y ciencias sociales, número conmemorativo, op. cit. (en proceso de edición).
donde habían estallado grandes sublevaciones indígenas a fi nes del siglo XVIII. Las primeras agitaciones se hicieron sentir en la ciudad universitaria de Charcas y fueron violentamente reprimidas por el presidente García de León y Pizarro, quien hizo detener a los principales cabecillas. Este acto represivo, aunado a los rumores de que los rioplatenses estaban dispuestos a reconocer la regencia de Carlota Joaquina, desataron los descontentos y el 26 de mayo de 1809 el presidente fue apresado. Menos de un mes después, La Paz formaba una Junta Tuitiva, presidida por Pedro Domingo Murillo, que destituyó al gobernador intendente y al obispo, sospechosos de ser carlotistas, y elaboró un plan de diez puntos destinado a conservar los derechos del soberano y a ejercer algunos actos de gobierno. El virrey Cisneros, recién arribado al cargo, envió, desde Buenos Aires, una tropa de mil hombres para someterlos. Abascal consideró que la vecindad de estas juntas era peligrosa para su jurisdicción, que Buenos Aires estaba demasiado lejos y que la autoridad de Cisneros era precaria. Por eso tomó en sus manos la represión y lanzó contra la junta de La Paz un ejército de 5000 soldados comandados por Goyeneche. Los juntistas resistieron, reclutaron fuerzas populares, fundieron armas y cañones. Fueron lógicamente derrotados y sometidos a juicio, diez de ellos ahorcados y sus cabezas exhibidas en picas, los demás fueron apresados y confi scados sus bienes. Los tribunales que realizaron los juicios los acusaron del delito de alta traición, de haber usurpado las funciones del monarca y haber promovido la “independencia” de España, pese a que proclamaban a Dios, el rey y la Patria. La junta de Charcas, atemorizada, se disolvió; sin embargo, la represión se extendió por toda la región altoperuana.
El 10 de agosto de 1809 un grupo de quiteños ennoblecidos, endeudados, descontentos y temerosos, guiados por hombres de armas, apresaron al presidente de la Audiencia de Quito, el conde Ruiz de Castilla, y otros peninsulares con el argumento de que todo estaba perdido en España y formaron una Junta Suprema Gubernativa del reino, presidida por el marqués de Selva Alegre. En sus manifi estos, la Junta quiteña acusó a las autoridades de proponerse reconocer a Bonaparte, se declaró conservadora de los derechos de Fernando VII y “de la religión de sus padres”, redujo los impuestos, abolió las deudas y suprimió los estancos al tabaco y alcohol. Se trató de un acto meramente circunscrito a la capital de la audiencia, y los junteros quiteños se enteraron con sorpresa de que no sólo Popayán, Guayaquil, Cuenca y Loja se negaban a reconocerlos, sino que las provincias consideraron que la junta quiteña afectaba sus intereses y la cercaron. También lo hizo el virrey de Nueva Granada, Amar y Borbón, aunque con ánimo de conciliación. Nuevamente actuando fuera de sus dominios, Abascal envió, desde Lima, una fuerza al mando de Manuel de Arredondo. La reacción de las provincias, las amenazas de Perú y el propio aislamiento social de la Junta quiteña, que se manejó al margen y temerosa de los levantiscos barrios populares, provocó la división en facciones y su disolución. El marqués de Selva Alegre renunció a su cargo y Ruiz de Castilla fue reinstalado en la presidencia con el compromiso de olvidarlo todo. La entrada de las tropas peruanas le dio la fortaleza y, pese al compromiso, los junteros fueron apresados, se les abrió juicio el fi scal solicitó la pena de muerte para varias decenas y el destierro de por vida para los demás.8 Mientras se sustanciaba el juicio, el rumor de que los prisioneros serían asesinados indujo a un fallido intento de rescate
8 J. E. Rodríguez O., La revolución política durante la época de la independencia: el Reino de Quito, 1808-1822, Universidad
Andina Simón Bolívar, Corporación Editora Nacional, Quito, 2006, pp. 61-65.
que fi nalizó en una matanza perpetrada por el Batallón de Pardos de Lima, que no sólo asesinó a varias decenas de hombres de las mejores familias quiteñas sino a amplios sectores populares en enfrentamientos que duraron todo un día, en agosto de 1810.
1808-1809: ¿independencia o autonomía?
La nueva historiografía ubica el bienio que estudiamos como un momento bisagra, una coyuntura en la que, pese a la crisis del orden monárquico, nada nuevo se visualiza aún en el horizonte. Por el contrario, los nuevos estudios historiográfi cos están convencidos de que existió una unidad de propósitos entre ambas orillas del Atlántico. Todos deseaban la preservación de la monarquía hispana y reafi rmaban su fi delidad al rey “prisionero”. La reacción en América fue igual a la que tuvieron las provincias españolas. Y ello ocurrió porque existía un marco religioso jurídico y cultural predominante. Los reclamos que provocaron el estallido de las juntas fueron autonomistas, sin afectar la lealtad.
Lo ocurrido en España fue el eslabón de un encadenamiento crítico. Un mundo se derrumbaba y este derrumbe abrió espacios por los que penetraron antiguos reclamos de jerarquías olvidadas que debían ser recobradas a la hora de jurar fi delidad. Los pueblos asumían en depósito la soberanía del monarca, pero reclamaban igualdad. Igualdad entre españoles europeos y españoles americanos, igualdad entre las capitales virreinales y las áreas subordinadas. E igualdad entre todas y cada una de las partes del imperio en América. Cada una de estas instancias se sintió con derecho a recibir el depósito de la soberanía frente a su superior jerárquica. Una vez aniquilada la cabeza del imperio, muchas de las partes no se sintieron comprendidas ni repre-
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Carlota Joaquina Teresa de Borbón (1775-1830) fue infanta de España, reina de Portugal y princesa honoraria de Brasil.
sentadas por la junta de su circunscripción administrativa mayor y quisieron por sí mismas recibir el depósito y autogobernarse. Esta reivindicación igualitarista y promotora de formas de autogobierno, una vez aniquilado el centro, dio lugar a un verdadero “mosaico de sentimientos de pertenencia grupales”,9 como ha señalado Chiaramonte.
De esta manera, el bienio 1808-1809 no puede entenderse como el inicio de la lucha por la independencia de las colonias americanas. No es el momento de una guerra por la liberación nacional, porque ni España era todavía una nación, ni menos aún lo eran las áreas que luego se convertirían en países independientes al otro lado
9 Chiaramonte, “Modifi caciones del pacto imperial” en Antonio
Annino, François-Xavier Guerra, coords., Inventando la nación:
Iberoamérica, siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 111.
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Cabildo de Buenos Aires. Es un edifi cio público que se utilizaba como recinto de las autoridades del Virreinato del Río de la Plata.
del Atlántico. Aunque en algunos lugares predominó el enfrentamiento entre criollos y peninsulares, ésta no fue la tónica en todos los casos. Ni siquiera puede decirse que todos los intentos de destitución de las autoridades constituidas y formación de juntas fueran responsabilidad de los criollos, baste mencionar los casos de Montevideo y Buenos Aires, donde las autoridades peninsulares impulsaron los derrocamientos y el establecimiento de juntas; o como en La Habana, en San Juan de Puerto Rico y en Caracas donde peninsulares y criollos por igual promovieron la constitución de Juntas; o como en el caso novohispano, donde la represión peninsular cayó sobre el propio virrey que había accedido al pedido del ayuntamiento capitalino. Casos diferentes fueron los de Charcas, La Paz y Quito, donde los criollos cuestionaron la legitimidad y los propósitos de las autoridades constituidas.
Más allá de la composición de los movimientos, en ninguno de ellos estuvo presente la noción de independencia. Ése fue el propósito que les endilgaron las autoridades represivas, el lenguaje de los “partes policiales” de Abascal e incluso parece lícito preguntarse hasta dónde creía en sus propias afi rmaciones o exaltaba el peligro para justifi car sus incursiones fuera del ámbito de su jurisdicción y ocultar las alteraciones que su actuar provocaba. Cierto es que este “discurso de la represión”10 verbalizó aquello que nadie se animaba a decir ni quizás a pensar por sacrílego: la independencia. Y al hacerlo, lo sitúa en el espacio público.
Todos los movimientos que se produjeron entre 1808 y 1809 estuvieron impregnados de un clima de temores, sospechas e incertidumbres que no provenían exclusivamente de la volatilidad de los sucesos. Existía un temor social pues, en general, los movimientos se hicieron al margen de las plebes urbanas en un entorno donde el peligro de la guerra de castas estaba demasiado fresco en Sudamérica y en las Antillas como para no ser tomado en cuenta. Las rebeliones altoperuanas y la más reciente independencia haitiana eran un fantasma que quitaba el sueño a las elites. En las iniciativas junteras del bienio 18081809 podemos ver las últimas pero indiscutibles manifestaciones de fi delidad a la corona; de demandas de igualdad política entre americanos y peninsulares, y de autonomía como consecuencia de rivalidades entre entidades y órganos administrativos, pero sin que se propusiese un abandono del orden monárquico. La formación de juntas y de los primeros congresos, a partir de 1810, en cambio, tendrá otro carácter y, conjuntamente, con el estallido de la lucha armada en varios puntos clave del imperio llevará a desarrollos irreversibles de disolución del orden colonial en la América española.
10 R. Barragán, “Los discursos políticos de la represión: una comparación entre 1781 y 1809”, Secuencia, op. cit. (en proceso de edición).
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