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Aprendamos a ver cine XXIII
Y ARTESANOS
PRIMER ASOMO DESDE EL EXTERIOR
Luis Ignacio de la Peña
Hablar de Luis Buñuel puede resultar tan inagotable como hacerlo de Jorge Luis Borges. Y es que en su obra y personalidad se conjugan opuestos que al fi nal resultan complementarios: hay diversos jugueteos enfrentados a la severidad en la puesta en escena, delirio desatado en contraste con observaciones de un rigor con los pies bien plantados en la tierra, ironía sangrienta y miradas líricas, realismo a ratos cruel y vislumbres de algo que quizá esté más allá. En resumen, su peculiar punto de vista desembocó una de las obras cinematográfi cas más originales de todos los tiempos.
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nacido en Calanda, un pueblo de Aragón, España, un 22 de febrero de 1900, Luis dad Las tres luces (Der Müde Tod, 1921), de Fritz Lang, tomó conciencia de que no sólo podía ser Buñuel estudió en escuelas religiosas hasta la un espectáculo, sino también un formidable veadolescencia y se inclinó hacia varias discipli- hículo para la expresión personal. Por lo tanto, nas antes de terminar en el cine. Fue de la agro- decidió empapase más en ese nuevo medio de nomía a la entomología y, fi nalmente, a la his- comunicación y logró colocarse como asistente toria, de la que terminó por licenciarse, aunque del director Jean Epstein, a quien ayudó en la originalmente había planeado un doctorado. Vi- realización de Muaprat (ídem., 1926) y La caída vió en la famosa Residencia de Estudiantes de de la casa de Usher (La Chute de la maison Usher, Madrid, donde conoció a García Lorca y Alber- 1928). Por esos años, Dalí llegó también a París ti, entre otros, y estableció una estrecha amistad y, en equipo, los dos españoles planearon lo con Salvador Dalí. que sería la primera película reconocida como En 1925 se trasladó a París. Desde muchos auténticamente surrealista por André Breton, años antes había descubierto el cine, al que acu- jefe de jefes de ese movimiento de vanguardia día con frecuencia, pero cuando vio en esa ciu- artística: el corto mudo de 17 minutos Un perro
Luis Buñuel.
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Luis Buñuel interpreta al hombre de la navaja en la primera escena de Un perro andaluz, de 1929.
andaluz (Un chien Andalou), estrenado con gran éxito en 1929 (se exhibió durante ocho meses).
Escrita al alimón por Dalí y Buñuel, y dirigida por el segundo, Un perro andaluz ejemplifi ca un modo de hacer cine que no suele ser el habitual. En general estamos acostumbrados a las películas-narración, en las que nos cuentan una historia y nos presentan a sus personajes, a veces nos dejamos seducir por películas-ensayo, que suelen ser documentales, pero rara vez nos enfrentamos a películas-poemas, que es el caso de la primera obra de Buñuel, un tipo de cine que nos desconcierta justamente por su rareza pero es tan válido como los otros. Al margen, y para atajar de antemano alguna réplica, quizá valga la pena aclarar que con la expresión “película-poema” se quiere dar a entender “cine con talante poético”, es decir, una obra en la que los aspectos narrativo o expositivo no predominan necesariamente.
Buñuel siempre insistió en que era absurdo e inútil buscarle una explicación a Un perro andaluz. Se trataba tan sólo de una conjunción de sueños, de una serie de imágenes que buscaban incomodar al espectador y mostrarle el otro lado del mundo racional. Tal efecto se logra desde la primera famosa escena nocturna en la que un personaje (el mismo Buñuel) hace con una navaja un tajo en el ojo de una mujer, como preámbulo que da a entender que lo que sigue no puede verse con los ojos que usamos para captar la vida diurna, cotidiana y plana. Hay un evidente afán por desmembrar (incluso, masacrar, si se quiere) la secuencia narrativa, reforzada por los intertítulos que aparecen según va avanzando la película y dicen “había una vez”, “ocho años después”, “hacia las tres de la madrugada” y “en primavera”, en esa secuencia. Hay un defi nitivo alejarse de situaciones “normales” y un dejarse ir por la pulsión de deseos y obsesiones de
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La actriz Simone Mareuil en la primera escena de Un perro andaluz.
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Los actores Simone Mareuil y Pierre Batcheff en Un perro andaluz.
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Salvador Dalí interpreta a un sacerdote en Un perro andaluz; aquí en una escena con el actor Jaume Miravitlles.
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Escena de Un perro andaluz.
los personajes, transformaciones que desafían las expectativas, golpes de absurdo a diestra y siniestra. Y, sin embargo, a pesar de la declaración expresa del autor de que nada en la película simboliza algo, muchos detalles tienen sentido, pues resultan evidentes las referencias, por ejemplo, al deseo y la ceguera que provoca (el personaje masculino que acaricia el cuerpo del personaje femenino con los ojos en blanco y lo imagina desnudo), a los elementos que lo reprimen (las gruesas cuerdas en las manos del personaje masculino atadas a pianos, las tablas de los diez mandamientos, sacerdotes y burros muertos como lastre).
Se interprete o no (pues es una de esas obras en la que no es obligatorio hacerlo), lo defi nitivo es que la película conserva buena parte de su frescura y capacidad de asombrar e impresionar al espectador, lo que no es poco si se consideran los años que han pasado desde su realización. Esto seguramente se debe a que sus delirios e imágenes oníricas responden a sustratos que tenemos guardados y dormidos en nuestro interior, cuya base las imágenes del fi lme remueven y despiertan, si el espectador lo permite, por esos escasos, mas sufi cientes, 17 minutos. En cuanto al título, Buñuel declaró que buscaron algo que no tuviera nada que ver con lo que se miraba en pantalla, y entre otros también habían considerado El marista de la ballesta (una frase ideada por su amigo Pepín Bello) y Es peligroso asomarse al interior (que reproduce un letrero que aparecía en los trenes, pero en un sentido diametralmente opuesto).
Gracias al apoyo de una pareja de nobles que gustaba patrocinar a artistas, Buñuel emprendió su segundo proyecto en 1930. De nuevo se reunió con Dalí para trabajar un guión, pero el cambio de actitud de éste y la presencia de Gala, a quien no toleraba, terminaron por enervarlo, por lo que regresó a Francia y trabajó él solo el
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Escena de Un perro andaluz en la que el hombre acaricia el cuerpo de la mujer con los ojos en blanco y lo imagina desnudo.
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Luis Buñuel.
guión. No obstante, aprovechó algunas de las sugerencias de Dalí (detalles como el hombre que camina con una piedra sobre la cabeza semejante a una estatua que tiene a su lado o, probablemente, los objetos que el personaje principal arroja por una ventana en un ataque de celos: un árbol en llamas, un obispo, un arado, una jirafa) y por ello incluyó su nombre en los créditos. El resultado fue La edad de oro, que se estrenó en noviembre de ese mismo año.
Sin el peso más cargado hacia aspectos puramente visuales, La edad de oro tiene más consistencia narrativa y resulta claro y nítido lo que quiere comunicarnos. Encontramos de nuevo irrupciones inesperadas (la carreta con campesinos en medio de la fi esta burguesa), episodios alternos (el asesinato del hijo malcriado), incongruencias (el episodio de los bandidos, que incluso podría omitirse), ocurrencias de imaginación enfebrecida (el suicida que en lugar de caer al piso termina en el techo). Sin embargo, no hay que olvidar que la yuxtaposición de elementos disímbolos era una de las técnicas fundamentales del surrealismo, que solía ejemplifi carse con una frase del Conde de Lautréamont en la que habla del encuentro de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de operaciones quirúrgicas, lo mismo que la presentación de elementos irracionales. Grosso modo puede afi rmarse que la película trata de la fundación de una civilización (la ahí llamada Roma imperial), del establecimiento de las instituciones que la rigen y del peso y la hipocresía de la moral de los poderosos y de la religión. Tenemos además la anécdota central de los amantes que nunca logran consumar físicamente su amor (asunto que bastantes años más tarde, en 1972, será uno de los motivos recurrentes en El discreto encanto de
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Escena de La edad de oro en la que una carreta con campesinos entra inesperadamente en la esta burguesa.
Escena de la película La edad de oro en la que se ve a unos obispos antes de convertirse en esqueletos sobre un acantilado y cantando el Dies Irae (típico canto de las celebraciones fúnebres).
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La actríz Lya Lys en una escena de La edad de oro.
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Escena de La edad de oro en la que el personaje que interpreta el actor Gaston Modot le da una bofetada a la an triona.
la burguesía), enmarcada por el prólogo sobre los alacranes y el epílogo con un guiño al Marqués de Sade.
Buñuel asume plenamente el papel de provocador y se tira a fondo. La película resuma una densa y en verdad enrarecida atmósfera de sexualidad (sin que haya siquiera un solo desnudo), las instituciones son puestas en ridículo (los grandes burgueses contemplan indiferentes y casi como si fuera parte de la fi esta a la que asisten el epílogo del asesinato del niño malcriado, en tanto que se indignan enardecidamente por la bofetada que el personaje principal da a la anfi triona) y la religión, como se convertirá en costumbre en el realizador aragonés, resulta muy mal parada. La lectura de las impresiones de algunos espectadores modernos deja ver la incomodidad que la película provoca con detalles como la patada al perro faldero o el ciego golpeado, pero sobre todo con los aspectos relacionados con la religión. Si eso sucede aún ahora, ¿qué impresión pudo provocar en 1930 ver al duque de Blangis, uno de los personajes libertinos de la novela de Sade Los 120 días de Sodoma, salir de la encerrona en el castillo de las orgías con la facha y la vestimenta del Jesús de las estampitas piadosas?
Buñuel confesó haber acudido al estreno de Un perro andaluz con los bolsillos llenos de piedras para enfrentar el escándalo que suponía que iba a causar película, pero el éxito obtenido lo había desilusionado. Con La edad de oro no pudo quejarse. El público en general se sintió agredido con lo que veía y seis días después del estreno, luego de las protestas de varios grupos de derecha que incluso llegaron a destruir el cine y una exposición de pintura que ahí se exhibía, la policía fi nalmente prohibió la película. No volvió a proyectarse en Francia de manera abierta sino hasta 1980 (en Estados Unidos –aunque se había visto en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1933– se estrenó ofi cialmente en 1979). Quizá la gran diferencia resida en que Un perro andaluz es sobre todo innovadora en su forma de presentar las cosas y, desde luego, en su gran imaginería visual, mientras que en La edad de oro los puyazos ponzoñosos calan mucho más hondo y sus blancos están determinados de manera más que explícita.
Pero si La edad de oro únicamente fuera provocación y escándalo no valdría la pena ocuparse de ella. Ante todo es una obra de arte hecha y derecha en la que su director demuestra un dominio más fi rme del ofi cio y aprovecha de manera acertada los principios de la vanguardia artística a la que se hallaba adscrito entonces. No sólo se muestra capaz de obtener un montaje ágil, seleccionar el encuadre adecuado para cada escena y señalar a los actores los elementos de la puesta en escena, también sabe darle a ese discurso visual un tono “auténticamente
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Escena de La edad de oro en la que el duque de Blangis sale del castillo de las orgías vestido como Jesús.
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Escena de Las Hurdes, tierra sin pan.
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Escena de Las Hurdes, tierra sin pan, en la que un burro es atacado por abejas.
surrealista” con recursos como las imágenes de la pareja de amantes revolcándose en el lodo (como señal de que el resto de los presentes desaprueban su conducta), llenar de moscas la cara del gran burgués (representante de una visión del mundo en estado de descomposición), poner como líder civil a un hombre con el pecho adornado de medallas pero con una estatura inferior a la del resto de las personas. Todo lo que sucede está marcado por el “amor loco” (uno de los conceptos surrealistas más socorridos) y la rebelión ante las convenciones sociales y la “racionalidad” impuesta por ellas. Hay además novedades técnicas para la época, como la voz en off, usada por primera vez en la historia en esta película.
Luego de una estancia en Estados Unidos invitado por una compañía productora para observar los métodos de producción, Buñuel regresó a España en 1931, poco antes de la proclamación de la segunda república. Dos años más tarde se enfrascó en la realización de una nueva película. Este proyecto se realizó gracias a un golpe de suerte, pues el productor había prometido que si ganaba la lotería le fi nanciaría un proyecto a Buñuel, y así fue, por lo que se llegó a realizar el documental de 27 minutos llamado Las Hurdes, tierra sin pan.
El documental está planteado como un viaje antropológico (“un ensayo fílmico de geografía humana”, dice literalmente la presentación) a una región montañosa en la que reinaban unas condiciones de pobreza atroz. La mirada se centra en las duras condiciones físicas del lugar, las carencias materiales, las enfermedades y las costumbres arraigadas. Lo que vemos es un catálogo de miserias que una voz en off acentúa todavía más con una narración exagerada y tremendista, condimentada con imágenes de algo podríamos llamar “surrealismo cotidiano” (el toro que sale por la puerta de una casa, el burro atacado por las abejas, la pregonera de la muerte). Y claro, los espectadores iniciales se tomaron todo muy en serio, se indignaron y se terminó por prohibir la exhibición porque ese material denigraba a España.
Revisiones más modernas de la película, sin negar su valor como material de denuncia, llegan a plantear que más que un documental se trata de una parodia del género en una época en que eso ni siquiera se consideraba posible.1 Entre otras cosas, se sugiere que el público se deja engañar por la seriedad y tono de la voz, por las expresiones empleadas, que son recursos para enganchar la atención y la aceptación del público en los documentales convencionales. Sin embargo, la película no ofrece una visión realmente abarcadora y redonda, no está sustentada por una verdadera objetividad y se halla plagada de contradicciones internas, empezando por el título (pues como bien se puede ver en una de las escenas, pan sí había) y siguiendo con las constantes faltas de concordancia entre lo que aparece en pantalla y lo que se oye en el discurso verbal. En eso, en el hecho de constituir una parodia de los documentales, no en la veracidad absoluta de su argumentación, residiría uno de los valores destacados de la cinta.
Las Hurdes fue el último trabajo de la primera etapa de la obra de Luis Buñuel. Durante los años de la república española y después del triunfo de Franco siguió ligado al cine, pero no a la dirección o los proyectos personales. Habría que esperar más de una década, hasta 1946, año en que realizó su primera película en México, país donde rodaría gran parte de su obra. De eso se hablará próximamente.
1 Jeffrey Ruoff, “An Ethnographic Surrealist Film: Luis Buñuel’s
Land Without Bread”, en Visual Anthropology Review 14, núm. 1 (primavera/verano de 1998), pp. 45-57 (puede consultarse en la página de internet www.dartmouth.edu/~jruoff/Articles/
EthnographicSurrealist.htm).