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Violeta
A los 24 años empezaba a salir con W y no estaba en mí el deseo de ser madre, me parecía que era algo que no me había tocado en esta vida. En una consulta ginecológica de rutina, mi médico de toda la vida me dijo que yo tenía síndrome de ovario poliquístico, me mandó a hacer un montón de estudios, pero me dijo que yo no iba a poder tener hijos. Me agarró una angustia, me sentí tan mal hecha, porque de repente una cosa era no quererlos y otra cosa era no poder tenerlos. W me llamó después de una consulta y me dijo: “Vos quédate tranquila que cuando queramos tenerlos los vamos a poder tener”.
Finalmente, cuando dejamos de buscarlos, quedé embarazada. Para mí era algo imposible, cuando vi el test positivo me llené de felicidad. De todas formas, algo en mí supo cuándo quedé embarazada. W volvió de viaje un 28 de mayo y fue entre ese día y el 3 de junio. En el momento que dio positivo el test, W entró en shock: dejó de estar cerca mío, no quería tener relaciones porque tenía miedo de lastimarme y se convirtió todo en una gran soledad. Éramos la panza y yo por un lado, y W por otro, con sus 538 mil actividades: curso de foto, de desnudo vivo, curso, curso, curso, curso.
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Yo sentía que me había metido en algo acompañada y después me abandonaron, me sentía sola, tenía mucho miedo.
Antes de cumplir los tres meses de embarazo tuve una pérdida, estaba en el trabajo, me acuerdo que era un 9 de julio. Le avisé por teléfono. Le pedí vernos en el hospital
y me dijo que no me podía acompañar porque estaba en la oficina. Me quería matar, me sentía cada vez más sola y en ese momento me di cuenta que ese deseo era solamente mío y que la maternidad iba a ser solamente mía. Entonces me dediqué a empollarlo, lo cuidé, lo gesté, lo abracé, le hablé todos los días, hasta el día en que me enteré que íbamos a una cesárea. Le pedí a W que no me dejara sola porque tenía mucho miedo, realmente necesitaba que me acompañe y se quedó conmigo. El lunes 18 nació nuestro hijo en el IADT y W llenó la habitación de gente que yo no conocía ni quería. Él no fue capaz de entender que era un momento íntimo de los tres y se dedicó a colmar la habitación, como hacía siempre con todo. El miércoles, después del alta, llegamos a casa con el bichito, él agarró sus cosas y se fue a trabajar.
A partir de ese momento perdí la capacidad de entender lo que estaba pasando. Con el tiempo, me di cuenta que no iba a ser diferente, que no iba a cambiar. Mi vieja me dice siempre que yo a mi hijo lo tuve en la panza dos años, lo que mi vieja no sabe es que yo lo seguía llevando en la panza, en realidad en mi pecho, porque era mi forma de cuidarlo y de que él no se sintiera tan solo como yo.
A sus cuatro meses lo empecé a dejar en la guardería, me iba a trabajar, todos los mediodías rigurosamente iba al baño, me sacaba medio litro de leche, volvía a trabajar y después lo pasaba a buscar y me iba a casa. Así fueron los años hasta que finalmente me separé.
Todo el mundo estaba convencido de que yo era madre soltera, porque a todos lados íbamos solos. Éramos S y yo, además de que trabajaba y mantenía la casa.
Fue muy duro porque W no estaba bien y se puso violento, me engañó. Me quisieron embargar mi casa porque él tenía deudas por todos lados. Y yo resistí.
A fines de 2011, una mañana me levanté de la cama porque S lloraba y caí desplomada. Me agarró un síncope
por agotamiento, y porque tomaba pastillas para dormir y alcohol, porque no comía y así me evadía de la realidad que tenía.
La emocionalidad de mi hijo era un quilombo, estaba colapsado, no hablaba, tenía ataques de ira, así que empezamos también el trajín de terapia, de aprender cómo habilitarle su sentir y la seguridad y, finalmente, después del síncope y de estar internada una semana, mi vieja invitó a W a irse de mi casa. Y ahí la vida empezó a florecer.
Mientras, había aparecido M, que en mi vida estuvo desde siempre. A partir del florecer de mi vida empecé a reconstruirme, a amigarme con la maternidad, con mi lado amoroso, a amigarme con mi hijo. Porque la otra cara de la soledad y del abandono es sentir que te mandaste una cagada, que trajiste al mundo a alguien que no puede recibir tu amor porque vos estás triste y que de alguna manera, y hablándolo en terapia, empecé a sentir que todo este abandono por parte de W, había surgido con la llegada de S, entonces le echaba la culpa a un bebé.
Cuando empecé a sanar todo eso, me di el permiso de ser quien soy ahora. Fueron años de mucho sacrificio, de mucha pelea conmigo misma, mucha bronca, mucha desilusión, de sentir que hacía todo mal. Estuve apagada por seis años. Con la llegada de M a nuestras vidas, S se dio cuenta de que hay varones en serio y que me esfuerzo por ser mejor, que le pongo todos los días el cuerpo, el alma y el corazón para remediar todos los errores emocionales que cometí y para que él se sienta seguro. Cuando nació F, mi segundo hijo, me di cuenta que soy una buena mamá y que tengo un gran compañero. Y también de que S vino a transitar su experiencia y que esto es parte de su tránsito. Es un pibe de fierro que tiene un carácter complicado porque es acuariano. Él vino a mostrarme que yo puedo ser mejor persona, que
puedo crecer y me puedo dar cuenta de las cosas que necesito cambiar.
Los hijos son lo que necesitás aprender. En general viene la oposición a uno y todo eso que nos choca, que no entendemos, que nos saca de la racionalidad.
Creo que sacar la fuerza para darle estabilidad a los hijos, cuando ya no tenemos más, es lo que nos hace mujeres. Somos indestructibles en el sentido espiritual. Podemos estar desarmadas, rotas, quebradas, dolidas, pero nos paramos sobre una fortaleza única para darles sostén a ellos, porque somos su cuenco. Y esto nunca lo hubiera conocido sin S.