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Evangelina

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Linda

Linda

Parecía un día como cualquier otro. Llevaba unos días de atraso, aunque era casi imposible estar embarazada; casi.

Mire y volví a mirar. Me agarré la cabeza. Lloré, lloré mucho. Tuve miedo. Estaba recibiendo la noticia de mi tercer embarazo. Mi compañero, padre de todas mis hijas (hago esta aclaración, ya que cuando empiezo a transitar “la soltería” y comento que tengo tres hijas, la pregunta recurrente es: “¿del mismo padre?”, como si esto sumara algo), me abraza, consuela y dice: “si nos sucede es porque lo podemos pasar”. Sabía, sentía en mi interior que era el fin y el comienzo de algo.

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Mi pánico tenía una explicación. Ya tenía una hija de cinco años y otra que acababa de cumplir 1 año. El embarazo anterior había sido tremendo, yo quería otro bebe, pero no tan inmediatamente y además fue gemelar (ninguno de los dos tiene antecedentes en la familia, así que iniciamos la cadena) y con un síndrome que se llama transfundido-transfusor (un bebé crece y aumenta más de peso que el otro). Tienen muy pocas posibilidades de nacer. A mí me tocó ser la excepción. Lo llevamos adelante, yo con mucho mas esfuerzo, era mi cuerpo, mis sensaciones y de un médico a otro todo el tiempo. Eran niñas. La más chiquita tenía más posibilidad de vivir. A la más grandecita, al cuarto mes de embarazo le detectan una cardiopatía severa, era muy probable que al nacer no sobreviva. La idea era llevar adelante el embarazo hasta la semana 26, que ya tiene viabilidad fuera del útero. Y así fue.

Nacieron en la semana 28, la más chiquita con 860 gramos y la más grande, con 1 kilo 200 gramos. La medicina decía una cosa y sucedió otra. La pequeña fallece a los 10 días por una infección y la más grande con su cardiopatía a cuestas, siguió peleando. Diría mi psicóloga “¡qué aferrada a la vida que está!”. Fueron cuatro meses y medios de internación, días bravos, inestables, angustiosos, 45 días entubada.

A los siete meses la operaron de corazón; intervención que generalmente dura cinco horas y la de ella duró 10. Estuvo muy mal y salió adelante. Tiene mucha fuerza. Rodeada de médicos, para cada órgano un médico especialista, así es la vida de los prematuros extremos. Cuando cumplió el año, todo empezaba a ordenarse, ya no había que ir de un médico a otro y me entero de mi nuevo embarazo.

No sé por qué, pero sabía que era el fin de una larga, muy larga relación. Estuvimos 22 años juntos. Pasamos muchas cosas, pero ese final sí que no lo esperaba. Y él había dicho: “si nos sucede es porque lo podemos pasar”. Fue un embarazo normal. No lo pude disfrutar mucho, siempre estaba el miedo y eso no me dejaba relajar. Nació. Era otra nena.

Al principio me reía de la situación, fueron los dos o tres primeros meses. Después estaba cansada, era mucho. Obvio que había ayuda, pero no era suficiente, la maternidad, el amamantar, las otras niñas, la casa, la pareja, el trabajo, el dolor, ¿el deseo?.

De pronto, mi compañero me plantea la separación, no la vi venir, no me cabía una bala más. Era el fin y, a la vez, el comienzo.

Tenía una niña de seis años, otra de dos años aún con pañales y sus dificultades y otra de tan sólo cinco meses. Recuerdo la primera noche que me quedé sola con ellas en la casa. La recuerdo y nunca la voy a olvidar porque fue la más triste y dura, de desahogo, toma de valor y aceptación. Después de esa noche no fui la misma.

Cada una se dormía de distinta manera: una en el sillón, otra en la cama acariciándola y otra en la teta. Recuerdo

que terminé de acostarlas en sus camas cerca de las dos de la madrugada. Bajé la escalera, fui a la cocina y, al pasar por una pared, le di una piña con descarga y lloré, lloré mucho, no iba a ser fácil. Estaba destrozada y no sabía cómo rearmarme. Solo me sentía un poco mejor cuando estaban ellas, ahí había otra fuerza, mandaba otra energía.

La casa, de estar llena de ruidos y juguetes por todos lados, pasaba al silencio profundo y no estaba acostumbrada a eso. No me gustaba. Eso me obligaba a encontrarme y no quería hacerlo. Sentía lástima de mí. Fueron meses, e incluso los primeros años, difíciles, en donde tuve que armar otro tipo de relación con el padre de mis hijas y con ellas también, porque al principio estaban más tiempo conmigo y en la actualidad es más compartido.

Se me rompía todo, el auto, las cosas de la casa, se me vencían los impuestos. Pero nunca aflojé. Siempre estaban mis viejos y mis amigos, que por suerte son muchos, para acompañarme, contenerme y cuando sentía que no podía más, me detenía y las miraba a ellas. “Vamos, Evita”, me decía a mí misma. “¿Qué es lo que querés que tus hijas vean en vos? ¿Cuál es el mensaje que les querés dar?”

Recuerdo pasar momentos de dormir todas juntas en mi cama, como si fuera un tetris. Bañarlas en un 3 x 1 para amortizar el tiempo, hasta que fueron logrando autonomía. Nos comenzamos a disfrutar mucho más, a valorar los momentos juntas, fuimos creando nuestras costumbres y hábitos en la casa. Aún hoy planificamos salidas para compartir las cuatro. Tenemos un diálogo hermoso.

A los pocos meses de separada, agarre el auto y me las llevé de vacaciones al mar. Fui enfrentando todos los miedos y circunstancias y sin darme cuenta, cada día me valoraba y quería más. Nunca dejé de trabajar (soy docente de jardín) a pesar de que estuve a punto, después de haber operado de corazón a mi hija, gracias al consejo de mi vieja (tremenda mujer, mi molde) que me aconsejó no dejar de hacerlo.

Hace siete años somos un gran bloque femenino, nos cuidamos, nos disfrutamos, nos valoramos. Adoramos estar en nuestra casa, la reinventamos también. Modificamos e hicimos propio el tiempo que pasamos juntas. “¡Qué suerte que nos tenemos!”, siempre repito esto.

De aquella ruptura, me levanté y reinventé como madre, amiga, como sostén de hogar y como mujer. Aunque así estamos bien, muy bien; en nuestra casa las cuatro solas y juntas.

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