Mamá Loba
Evangelina Parecía un día como cualquier otro. Llevaba unos días de atraso, aunque era casi imposible estar embarazada; casi. Mire y volví a mirar. Me agarré la cabeza. Lloré, lloré mucho. Tuve miedo. Estaba recibiendo la noticia de mi tercer embarazo. Mi compañero, padre de todas mis hijas (hago esta aclaración, ya que cuando empiezo a transitar “la soltería” y comento que tengo tres hijas, la pregunta recurrente es: “¿del mismo padre?”, como si esto sumara algo), me abraza, consuela y dice: “si nos sucede es porque lo podemos pasar”. Sabía, sentía en mi interior que era el fin y el comienzo de algo. Mi pánico tenía una explicación. Ya tenía una hija de cinco años y otra que acababa de cumplir 1 año. El embarazo anterior había sido tremendo, yo quería otro bebe, pero no tan inmediatamente y además fue gemelar (ninguno de los dos tiene antecedentes en la familia, así que iniciamos la cadena) y con un síndrome que se llama transfundido-transfusor (un bebé crece y aumenta más de peso que el otro). Tienen muy pocas posibilidades de nacer. A mí me tocó ser la excepción. Lo llevamos adelante, yo con mucho mas esfuerzo, era mi cuerpo, mis sensaciones y de un médico a otro todo el tiempo. Eran niñas. La más chiquita tenía más posibilidad de vivir. A la más grandecita, al cuarto mes de embarazo le detectan una cardiopatía severa, era muy probable que al nacer no sobreviva. La idea era llevar adelante el embarazo hasta la semana 26, que ya tiene viabilidad fuera del útero. Y así fue. 71