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Julieta
“La madre tierra es madre soltera”, canta Jorge Drexler en una canción.
Siempre quise ser mamá, imaginé un hijo con cada hombre con el que me relacioné, con todos, aunque sea algo efímero y sin futuro. Salvador me esperó y a mis 23 años decidió llegar. Fue difícil desde el minuto cero, pero no hubo un sólo instante en el que me haya arrepentido de haberlo recibido. Mi adolescencia estuvo colmada de drogas, situaciones riesgosas, violencia, y el papá de Salvador es consecuencia de eso. Nunca fuimos novios, sólo nos frecuentábamos, a veces más, a veces menos. Desde muy chico entró y salió de comisarías, institutos y penales. Y ahí, en una comisaría de la ciudad de La Plata es que quedé embarazada.
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Yo trabajaba en un restaurante entre ocho y diez horas diarias, llevaba una vida de consumo activa, no estaba cerca de mi familia ni de amigos donde buscar contención. No era un panorama luminoso para la llegada de un bebé, sentía dudas y miedo. El tenerlo o no, no estaba en juicio, sabía que había llegado el momento de ser mamá, sólo que miraba para adelante y veía un abismo.
Un día me hice el test, eran las 11 de la noche, yo vivía sola en un departamento por la zona del Parque Saavedra de La Plata. La ansiedad no me dejaba dormir y salí caminando en pijama, buzo y ojotas a buscar una farmacia de turno. Caminé 15 o 20 cuadras, volví, lo hice y al ver el resultado llamé por teléfono a la cocinera del bar donde trabajaba. Una
mujer con tres chicos, una vida de lucha y sacrificio, una oreja incondicional, abrazos calentitos, mates siempre y una cantidad de amor que le rebalsaba por los costados. Lloramos juntas, nos asustamos y decidimos pensar bien qué hacer. Pasaron un par de días y una noche atendiendo el bar, llegan dos parejas, piden cerveza, papas, maní y una de las chicas pide una gaseosa, hago un chiste con respecto a su postura de no beber alcohol y me dice “es que estoy embarazada”, a lo que respondí “yo también”. Lo recuerdo como si fuese ayer, fue la primera vez que me dije “estoy embarazada”. Recuerdo el calor que me invadió, como si hubiese crecido dos centímetros y mi alma festejase la decisión.
Todo se volvió romanticismo, sueño, náuseas y amor. Mucho amor dentro de mí. Nunca dudé de su nombre, Salvador se iba a llamar mi hijo desde que tengo energía de mamá. La relación con el papá se puso turbia, mi panza era mi refugio. Crecí sabiendo que no tenía nada que perder y ahora sí, ahora tenía todo adentro mío. Uno arrastra parámetros familiares y cargas que no nos pertenecen y yo no soy la excepción. Mi mamá y mi papá están juntos desde que son adolescentes, mi hermana y su marido igual, crecí sabiendo que si tenés un hijo con alguien, ese alguien pasa a ser tu marido, te guste o no y así me comporté, luego el miedo hizo su trabajo y pasé a soportar sin saber si tenía resto.
Durante todo el embarazo y hasta el año y medio de Salva, paseamos por comisarías, penales, juzgados, abogados, defensorías y demás. Estuvimos presentes en todas las visitas. Hacíamos colas desde las tres de la mañana con heladas que te hacían sentir que no tenías pies, lugares inmundos, gente con mirada vacía que parecía no tener alma. La cárcel no es un lugar para un bebé, pero en mi cabeza no cabía otra realidad, era lo que nos tocaba, lo aceptaba y seguía. Dormía
y comía poco, trabajaba mucho, la plata no alcanzaba, pero a Salva nunca le faltó nada porque mis viejos nos ayudaron siempre.
Su papá salió en libertad al año y ocho meses de Salva. Fue una pesadilla desde el principio. Había un solo objetivo, proteger a mi cachorro del tsunami de violencia en el que se había convertido nuestra vida.
Duele mucho ver un sueño romperse en mil pedazos, generar niveles altísimos de energía para no volverte loca, para empezar de cero todos los días. Todos. Hay momentos en que duele hasta respirar, tus brazos se transforman en máquinas de protección que contienen tu vida y la de tu hijo, donde no hay margen para el descuido. Llantos a escondidas, corridas, ruegos, taquicardia, mentiras, más ruegos, más suplicios, y mientras tanto tu hijo crece en la peor realidad y todo tu ser se llena de culpa.
Un día nos escapamos, no fue un plan ni mucho menos, fue una huida sin regreso y con lo puesto. Recuerdo esa primera noche con mucha tristeza, había perdido la batalla, pero estábamos a salvo. Tuve que reinventar en mi cabeza el rol de mamá. La foto no era ni iba a ser de tres y desde ese lugar es que nace la mujer-loba, la madre que en realidad siempre había soñado ser. Descubrí que ese era mi papel en este paseo terrenal, desde ahí nacerían mis aprendizajes más profundos. Me di cuenta que absolutamente todo por lo que había pasado, previo a esa noche caminando a la farmacia, había sucedido para que sea la mamá que estaba comenzando a ser: una que comenzaba a elegir.
Cuando sos víctima de violencia, la palabra elegir se borra automáticamente de tu realidad y cuando esa carta vuelve a tus manos, la libertad te habla al oído nuevamente. Comenzaron los paseos eternos en bicicleta, cantando, conversando, teniendo nuestras mejores charlas. La bici era una especie de confesionario, donde tanto él como yo,
nos decíamos cosas que quizás el pudor no permitía frente a frente. Tardes enteras en la plaza, respirando árbol, comiendo caramelos, aprendiendo a contar con los escalones del tobogán, acariciando perros. Estaba donde quería estar, de la mano de mi sueño, de mi maestro, mi viejo sabio en cuerpo de niño.
Ser madre soltera es difícil, es vacío en muchas ocasiones, pero tiene el encanto de la lucha, de la guerra ganada y el triunfo en tus manos. Salvador es mi primer amor, es aprender a caminar teniendo que correr, motivada por la adrenalina de tener dos ojos mirándote fijo y desnudando el amor más profundo. Hoy tiene 12 años y los lunares más preciosos. Nuestra historia lo convirtió en protector, precavido, temeroso. Cuando quiere, te da los abrazos más apretados y sentidos que te dejan en pausa. Salvador hoy tiene una mamá entera que sobrevivió a una violencia cruda y sin tregua, que dijo basta, a base de aprendizaje y es consciencia. Una mamá loba.