5 minute read
Amanda
Escribo esto con C al lado mío, con fiebre y no sé por dónde empezar…
Desde el 9 de noviembre vivo en esta casita con mis tres hijos, J (10), E (6) y C (3). Ese día que literalmente nos escapamos con lo puesto, ellos en pantuflas, yo con terror, fue como volver a nacer. Llegué acá luego de esconderme con ellos unos días, hasta tener la perimetral, después de hacer una denuncia por violencia, donde apenas dije y apenas tenía registro, sólo sabía que si me quedaba iba a terminar internada porque no podía resistir una noche más. Todo se había vuelto insostenible para mí a partir de la pérdida de mi cuarto embarazo.
Advertisement
Él me forzó, me obligó a quedarme quieta para su descarga, yo buscaba estrategias para atravesar el momento, como lo hice durante años. Pero esta vez estaba con pérdidas, luego de haber pasado por un quirófano por la pérdida incompleta del embarazo, después de haber ido a una guardia a escondidas y pasado todo ese proceso bajo exigencia y violencia.
Esta vez estaba tan destruida física y emocionalmente que no supe cómo atravesar eso sin sentir que me moría. Después, también al ver las consecuencias en mis hijos, empecé a sentir que esta vez no podían más. Pedí ayuda aun dudando de mis propias percepciones (hoy, por momentos, todavía dudo) y de a poco fui viendo o al menos confiando en lo que veían tan claramente quienes estaban a mi alrededor y quienes me ayudaron a salir. Tardé unos meses más, pero las consecuencias en mis hijos me hicieron dar cuenta de
que no era contra mí sola la violencia y que ellos no podían vivir con terror a volcar un vaso, a que él me hiciera algo por eso (ellos se alternaban entre defenderme, llorar pidiendo silencio, repetir conductas y tratarme con agresividad o control). A su vez, veía en ellos angustia y tensión. Ellos a mí me salvaron.
No pude ver antes que mi entrega a la lactancia, abrazos, tiempos de bebés pegaditos, apego -todo lo que intenté darles- , no compensaba lo demás y que el daño estaba hecho. Me sentía culpable y responsable por todo.
Ellos también estaban tan metidos en la situación, hasta creían que yo era egoísta por tener que ir a un turno médico, porque mi ex marido los convenció de eso. Él nos humilló, los hizo sentir mal por ir a una plaza conmigo, torturó a J porque se hizo pis en la cama hasta los ocho años.
Los asustó arrojándome cosas, lo vieron venir con violencia a la noche por años. Estuvieron presentes, les di la teta destruida luego de ser forzada, les decía “mamá ya va” cuando él no me dejaba asistirlos inmediatamente porque no podía “quedarse así”. Lo vieron manipulando mi cuerpo y yo llorando, rogándole que me dejara abrazarlos.
Lo puso a J en el rol horrible de controlarme a mí, lo amenazaba y humillaba y J buscaba complacerlo en todo por miedo. Llegó un punto en que yo lloraba de miedo si se hacían migas en el living cuando comían. Tenía ataques de pánico (aún tengo) y él me decía: “yo aún te veo respirando”, con los nenes tapándose los oídos y rogándole “basta”.
Él usaba mi historia previa de haber sufrido abuso sexual en la infancia para justificarse y culparme.
Hasta que un día acepté la ayuda y un 9 de noviembre me escapé con mis hijos: los que me devolvieron las ganas de luchar y vivir cuando llegaron.
Cuando perdí ese bebé se me vino todo abajo. Así reaccioné. Podríamos habernos quedado años en esa vida de violencia, miedo y “morir de a poco”.
Desde que nos fuimos pasó muchísimo. De a poco fui viendo todo lo que tenía naturalizado en torno a mí y a ellos. Supe que por ellos tenía que sacar fuerzas de donde no las tenía y hacer también denuncia penal por abuso. Por ellos también, tenía que luchar para preservarlos, porque no se sabe hasta dónde llega el daño que recibieron. Aunque esté desbordada y por momentos necesite, igual que J, que me abracen, tapen, protejan y que me digan que nadie me/nos hará daño y que podremos sanar.
Hace seis meses estamos solos. Él se negó a verlos con supervisión, no quiso darles sus juguetes ni sus muñecos, ni ropa, ni nada. No quiso verlos en sus cumples, ni a fin de año, ni nunca. Fue tiempo que ganamos para reconstruir y repararnos un poquito. Falta mucho. En estos meses ellos conocieron otra vida: jugar afuera sin retos, sin gritos, sin violencia o miedo cotidiano. De plantar y sembrar semillitas y pintar sin humillaciones. De que no haya castigos, ni llantos. De empezar a juntar los pedazos. Porque hay mucho, mucho por sanar en ellos, en mí.
A la noche, J llora desesperado por miedo si está mal tapado, pero ahora ese miedo está siendo menos.
Ahora empezaron, muy de a poco, a bañarse sin terror, a hablar y dejar de guardar secretos. Muy de a poquito reemplazan golpes y amenazas por otras formas, por palabras y abrazos; aunque aún haya violencia y angustia aprendida.
Día a día yo me encuentro con las consecuencias en ellos. Día a día me digo a mí misma que él ya no está y que lo que manifiestan ellos es consecuencia de años de vivir en un infierno, sintiéndonos en falta y culpables y con “algo malo” en nosotros.
Día a día trato, con todas mis fuerzas, de crear nuevos recuerdos, de ser libre con ellos, de disfrutar de las cosas pequeñas que antes no podíamos.
Hay momentos en que desbordo y lloro, que no puedo con todo, con mi propio proceso, mi falta de aire, mis ganas de llorar con todos, de hallar alivio y estos ataques de pánicos que me dejan temblando como una niña asustada. Hay días que no puedo llegar a hacer todo, revisar cuadernos, ayudarlos con la tarea, lavar la ropa, luchar contra fantasmas, preparar la cena. Pero después me digo a mí misma, o busco ayuda para convencerme, de que no tengo que hacerlo todo, que acá puedo dejar un día los platos sin lavar, que nada malo va a pasar ni habrá castigos.
Doy lo mejor que tengo y confío que eso está bien: para sanar juntos, continuar juntos, fortalecernos y no desesperar por la incertidumbre y el miedo a lo que pueda llegar a pasar.
Cuando me fui, sentí que si no fuera por ellos yo me internaba, porque no podía manejar ese registro, tenía terror a no poder funcionar. No sabía cómo mantenerme en pie. Pero pudimos y ahora muy de a poco seguimos avanzando juntos, construyendo nuestro nidito.
Ofrezco lo mejor que puedo, reconstruyo mi rol de mamá y trato de confiar en que no estamos solos, que hay red y que no es tarde para recomenzar.