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Hormigas
Hormigas
Al principio quería matar a todos. Me enervaba el sonido de la voz de mi esposo trabajando por teléfono. El volumen del computador. La presencia constante de mis hijos, como un aire en la nuca. La pila de ropa sucia. La necesidad de comer al mediodía. La certeza de que nadie liberaría espacio pues no había espacio permitido para salir.
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A las dos semanas se acomodaron las piezas, como cuando juntas las partes rotas de una tetera de porcelana. Mi lugar fue el comedor, al lado del ventanal hacia el jardín, con buen wifi y una luz matinal salvadora. Sergio se adueñó del cuarto matrimonial y lo dotó de artefactos de la vida laboral. Constanza siempre tuvo su rancho aparte, en ese tercer piso al que sólo le falta una entrada lateral para decir que vive sola, así que allí no hubo cambios grandes. Jeremías hizo de su habitación un templo: computador, mate, y clases de PSU por Zoom. Henry se instaló en el cuarto de huéspedes, y se inventó un sistema por el cual cuatro minutos de anticipación le bastaban para levantarse, lavarse los dientes, vestirse y estar listo para “el colegio”.
Como hormigas, al alba, cada uno se iba a su centro de trabajo. Sólo nos veíamos para cenar. Las cenas eran muy animadas. Nos contábamos anécdotas y noticias y si alguien nos hubiese escuchado desde afuera, no creería que
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Historias confinadas
en realidad ninguno había salido de la casa desde hace meses. La pregunta de rigor era —eso sí siempre la misma—, “¿Las cifras de hoy?”. Y, por lo general, Jeremías las sabía. Cuatro mil quinientos contagiados. Ciento treinta y cuatro muertos. Positividad de un 14%. Nos acostumbramos a esa rutina de las cifras. Jugábamos a adivinar. El almuerzo lentamente desapareció. No sé cómo cada uno se alimentó de día. La pila de ropa sucia fue encontrando un cierto orden, y de a poco remitió también la cantidad de platos a lavar. El polvo se hizo menos. Se armó una danza armónica de horarios y espacios y volúmenes tolerables. Se redujeron los roces, aprendimos a movernos en una especie de tango acompasado y sinuoso.
Sin embargo, y misteriosamente, aunque nunca nadie saliera, ni nadie entrara, el lavarropas siguió vomitando calcetines guachos. Aún en cuarentena.
Daniela Roitstein
Cuando el aislamiento nos une | 53