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24 de abril del 2020

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Rutina

Rutina

24 de abril del 2020

Me echo en el sofá cansada de no hacer nada, vestida con la misma pijama desde hace tres días. Mi olor ya revela mi apatía ante la necesidad primaria de mantener limpio un cuerpo que no quiere ni moverse. Cuando alzo los brazos para acomodar mi cabeza en una almohada hecha con mi propia piel, percibo el olor ácido de mis axilas. Miro las uñas de mis pies y me sorprenden lo largas que están. No tienen esmalte, ni brillo. Inspecciono las planta de mis pies y reconozco que están sucias por el polvo que han recogido de un piso que ha visto tiempos mejores. Me gusta caminar descalza por la casa. Me muevo sólo para satisfacer necesidades básicas.

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Mi cuerpo se ha rendido a la monotonía de los días. Lo engañé al principio, respetando los horarios habituales, haciéndolo trabajar en tareas de limpieza doméstica, saliendo a ejercitarse cada día, teniendo más actividad sexual que de costumbre. Como si fuera una mascota, lo premié caprichosamente con sus comidas preferidas. Me descubrió. Se dio cuenta de que era un truco. Ya no lo arreglaba afanosamente para ir a trabajar, no tenía reuniones importantes, no daba charlas, no salía a lugares públicos a divertirse... ya no era.

Se reveló a los mandatos de mi mente. No importan los argumentos inteligentes que le ofrezca, no los escucha.

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Historias confinadas

Tampoco les presta atención a las súplicas de mis hijos que me piden que hagamos algo juntos para divertirnos. —Mamita, ya quita esa cara. Juguemos Monopoly, bingo o cartas. ¡Lo que quieras! Te vas a sentir mejor. —Gabriel, no quiero hacer nada. Mañana, me voy a sentir más animada y te prometo que haremos algo —respondo sin convicción.

Me quedo en la misma posición, sintiendo un vacío infinito que no logro entender. Mis ojos miran el blanquísimo techo del apartamento donde una lámpara de metal con ocho tentáculos duerme temporalmente. Me incinerará la vista cuando la luz de sol mengüe y Xavier se vea obligado a iluminar el espacio común de la sala. Es en ese momento, que vuelvo a mi cama y trato de dormir.

Mi posición fetal busca repetir la tranquilidad que viví en el vientre amable que me dio vida, las sábanas me cubren como líquido amniótico y la mano de Xavier hace las veces de cordón umbilical. Él me mantiene conectada con el mundo exterior. Quiero quedarme aquí, estática, hasta que todo pase y vuelva a la normalidad. —Mi amor, mañana será un día mejor. Te traeré un rico desayuno a la cama y te prepararé la tina con agua caliente y sales de mar.

Permanezco callada. Mantengo los ojos cerrados como si durmiera. Mi cuerpo simula una serenidad inexistente mientras mi mente sigue en su actividad enloquecedora de ideas que vienen y van. Maldita sea, ¿cuándo se va a acabar esto?, me pregunto, sin encontrar una puta respuesta. Estar en esta trinchera me da la seguridad de que no me va a

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atrapar, infectar y quitar la vida... ¿pero de alguna forma ya no estoy muriendo?

“Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino...”. Mi mantra para tranquilizarme, para tener la esperanza de que todo va a pasar pronto y que mañana nos reiremos de este pasaje amargo en nuestra vida. “Somos parte de la historia”, me digo a mí misma. Mi voz me traiciona y Xavier se da cuenta de que estoy despierta. —¿Qué dijiste? ¿Qué quieres, mi amor? —Nada, estoy bien, estaba soñando —miento.

Mis ojos se aferran a la oscuridad y sigo repitiendo mi mantra como obsesa, persiguiendo una redención. Me esfuerzo para que sólo se escuche mi rezo, que retumbe y haga un eco ensordecedor, que obligue a las otras voces a hacer silencio. Poco a poco, mi cuerpo cede a un sueño inquieto.

Cristina Margarita

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