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Sin molestar
Sin molestar
Los otros no importaban. Como tantos, vivía su vida a concho. Desde siempre sólo sus cosas. Por eso se marchó de su lugar de origen y jamás volvió. El presente era su ego, sus ganas y su desprecio por quien se atreviera a interferir en su vida sin explícito permiso. Incluso allí había límites. Vivía bien. El Estado le había apoyado en sus estudios superiores y hoy, más allá de la deuda eterna con el banco, tenía buen pasar. No molestaba a nadie en el viejo piso que alquilaba, a un módico precio, al sur de la Plaza Baquedano. El Parque Bustamante era su caminata habitual, pues evitaba el transporte público, a menos de que fuera necesario.
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Fue el último de nueve hermanos, allá por el Norte Chico. Sus padres decían que era privilegiado, pues no conoció las pellejerías que vivieron los mayores. Pero sí se daba cuenta de las limitaciones, esforzándose más para que esa pobreza, si bien tolerable, no le alcanzara en el camino trazado. Creció estudiando y viendo el mundo desde el cine, la televisión y revistas con fotografías que le producían toda suerte de sentimientos contradictorios y, sin saber, enajenantes. Cuando llegó a la Universidad todo ya estaba definido.
Pudo haber sido el mejor de su clase, pero no se privó de vivir su vida universitaria a concho. El primer lugar
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Historias confinadas
o las notas siete no definían nada. Tuvo razón. Su vida la sentía perfecta. Se vinculaba con pocas personas, y menos con vecinos. No le importaban. Y, sin saludar jamás, creía no molestar. Vivió el estallido social cual mal necesario, y la pandemia lo sorprendió lo justo para sentir que al fin la ciudad descansaba. Ya no tendría que soportar más tanto escándalo y vergüenza ajena de cara al mundo que veía, con asombro, salir a flote la mugre de Chile, esa que el sistema escondía por décadas bajo la alfombra.
Siguió su vida normal. Dejó de ver a sus cercanos, compró lo necesario y, ya en casa, hizo la pega desde teletrabajo, cuestión no ajena del todo. Su mundo seguía bien, hasta que una noche se despertó casi sin poder respirar y con el cuerpo inerte y sin fuerza. Intentó levantarse. No pudo. La cama ahora era un foso profundo que lo retenía contra su voluntad. Sus pulmones no respondían. No había nadie a quien llamar. Apenas la soledad lo acompañó hasta su muerte.
Juan Carlos Vegas Heredia
Cuando el aislamiento nos une | 103