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La naturaleza, el nuevo Eldorado mercantil
El trabajo es fuente de valor económico, no la naturaleza. Aunque abastece de todos sus recursos primarios a las sociedades humanas, la naturaleza es explotada y nunca recompensada. Algunos economistas consideran que la destrucción de los medios naturales proviene, precisamente, de su carácter gratuito. “¡Pongámosle un precio!”, proponen, con la esperanza de salvar el planeta: una falsa buena idea…
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¿ C ómo se produce una camisa? Tradicionalmente se ha considerado que la producción se basa en la unión de dos elementos clave –¡y solo dos!– (se habla de “factores” de producción). Por una parte, requiere trabajo humano. Por ejemplo, un modisto transforma tejido, hilo de coser y botones en una elegante camisa: su energía, sus competencias, en definitiva, su trabajo produce un valor nuevo, que se añade a la suma de estos consumos intermedios. El capital (por ejemplo, una máquina de coser o una computadora) transfiere también una parte de su valor al bien que fabrica. Pero como estas herramientas también fueron a su vez fabricadas un día, su valor se puede reducir a un número de horas de trabajo realizadas en el pasado para producirlas.
Esta concepción encuentra su formulación más precisa en la teoría del “valortrabajo” de Ricardo. Para este economista británico (1772- 1823), uno de los fundadores de la economía política clásica (véase el gráfico de la pág. 18), solo el trabajo, ya que transforma la naturaleza, permite obtener una ganancia. Después de Ricardo, la ciencia económica se inscribió de forma permanente en la línea de un antropocentrismo cristiano en el que el ser humano se beneficia de una naturaleza creada para él y para su provecho.
Apostar por la cat ástr ofe En esta perspectiva, los recursos naturales –es decir, el lento “trabajo” de la naturaleza cuando, por ejemplo, el plancton muerto se transforma en petróleo al cabo de varios millones de años– constituyen “donaciones gratuitas”. Los bienes naturales no intervienen en la fijación de los precios ni siquiera cuando son considerados como riquezas –bienes importantes o incluso fundamentales para la humanidad–. En efecto, el carpintero ha comprado los troncos de pino para fabricar un armario, pero, en realidad, el precio de la madera que compra remunera el trabajo del leñador y el capital del propietario del bosque, no la naturaleza, evidentemente.
Ahora bien, considerar a la naturaleza como una persona generosa, que nunca pedirá que se le pague por su
trabajo, ¿no lleva a no tener en cuenta la riqueza natural y su preservación? ¿No conduce esto a alejar los objetivos ecológicos y medioambientales de una reflexión económica sobre la producción de riqueza al enmascarar el papel de la naturaleza?
Al partir de la idea de que la degradación irreversible del patrimonio natural proviene de su carácter “gratuito”, algunos economistas propusieron asignar un precio a su preservación. Por ejemplo, la explotación de gambas en los manglares brasileños conlleva importantes destrucciones medioambientales. Integrar el costo de estos daños en el valor de las gambas permitiría, en teoría, financiar la restauración del patrimonio natural, a la vez que desalentaría este tipo de pesca. En el argot económico se dice que estas medidas tienen como objetivo corregir externalidades, es decir, reintegrar en el ámbito mercantil las consecuencias de una actividad económica que afecta negativamente a los otros agentes económicos sin que el responsable asuma el costo.
La idea parece ingeniosa. Sin embargo, vuelve a mercantilizar la naturaleza por segunda vez: después de su explotación por parte de los empresarios industriales, su propia preservación se convierte en una mercancía y, por lo tanto, en una fuente de beneficios. Por otra parte, el ejemplo del mercado de carbono –una Bolsa donde los empresarios industriales que contaminan intercambian derechos para emitir carbono– demuestra la ineficacia de estos dispositivos: las emisiones de CO 2 continúan aumentando.
Al igual que la especulación. Desde hace unos años, algunos derivados financieros* nuevos permiten apostar por la desaparición de especies o por la posibilidad de que llegue un tsunami.
La naturaleza es objeto de lo que el geógrafo británico
Neil Smith califica como “estrategia de acumulación”: al hacerse verde, el sistema capitalista –cada vez más ávido de recursos naturales– también expande sin ningún reparo las fronteras de la mercantilización. n