Premio Ariadna de Cuento 2018, Editorial Ariadna

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PR EM IO AR IADNA DE

CUEN TO 2018

Premios Ariadna


En los forros: Los Tímpanos de Teseo, ilustración de Marco Antonio Campos Vega.

PREMIO ARIADNA DE cuento 2018

Colección: Premios Ariadna Diciembre de 2018 D.R. © Editorial Ariadna Diseño y formación de interiores: E. A. Olid

Tels.: (55) 2614-3190 (044) 55 39 56 25 06 Patriotismo 545, Col. Ciudad de los Deportes Ciudad de México, CP 03710

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Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualesquier medio o procedimiento sin la previa autorización por escrito de EDITORIAL ARIADNA . ISBN: 978-607-8269-29-7 Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico


PRESENTACIÓN

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otivados por conocer lo que en materia de cuento se está generando en el país y por el deseo de ampliar el catálogo de publicaciones de Editorial Ariadna, lanzamos, el pasado mes de julio, la primera convocatoria al Premio Ariadna de Cuento 2018, abierta a escritores mexicanos y extranjeros que radican en México. La Convocatoria fue bien recibida, conforme pasaron los días ingresaron en el buzón del correo electrónico las participaciones, en su mayoría de jóvenes que por primera vez tomaban parte en un evento semejante, y que, si bien, en muchos de los casos, cursan carreras universitarias que no tienen que ver con las letras o las humanidades han estado integrados a Talleres de Creación Literaria, en Casas de Cultura, Faros del Saber o en las preparatorias donde realizaron sus estudios. También llegaron participaciones de escritores con experiencia: profesores, profesionales de las letras, promotores culturales. Fue una agradable sorpresa ver que los cuentos procedían de casi toda la República Mexicana, y que la convocatoria la habían recibido con agrado en Jalisco, Puebla, Tabasco, Campeche, Yucatán, Chiapas, Guanajuato, Querétaro, Morelos, Estado de México, Hidalgo, Ciudad de México, Tamaulipas, Baja California, Chihuahua… 5


Ha sido grato constatar que la creación literaria está arraigada en el ser humano y que nace profusamente de los seres sensibles, que hay escritores que están dispuestos a dedicar mucho de su tiempo a nutrir sus letras. Conmueve, entusiasma y, a la vez, paradójicamente, preocupa esta disposición de los participantes, porque muchos de ellos podrán sentirse motivados, por diferentes circunstancias, a continuar cultivando el oficio, pero habrá otros que, por la falta de oportunidades, seguramente abandonarán la literatura, sintiéndose traicionados por los medios impresos como periódicos, revistas y editoriales, al no encontrar un espacio de tierra fértil donde sembrar o incluso fincar su hogar literario. Esos escritores, agobiados por todo tipo de necesidades, desviarán su camino hacia diversas latitudes o simplemente dejarán marchitar su ímpetu por la escritura. Por ello, Editorial Ariadna tiene el firme propósito de ofrecer a los escritores en ciernes, y también a los consumados, diversos espacios, páginas y libros en las que vean impresas sus creaciones. Queremos que los escritores sean arropados, incluidos, bienvenidos, por ello ofreceremos, en nuestras siguientes convocatorias y a través de nuestros servicios profesionales, asesoría técnica a quienes la soliciten, con el objetivo de proporcionar herramientas, sobre todo gramaticales, con las que puedan erigir, construir, depurar, pulir, limar y nutrir sus escritos. En todas las participaciones se nota la veta creativa; la imaginación plasmada a raudales o con la mesura de un paciente constructor; la necesidad de expresión, el placer de depositar sobre la página en blanco las experiencias; las emociones que produce el amor, la contemplación de la vida; el dolor que causa la soledad, el abandono, incluso los hallazgos ante la enfermedad, la amistad, la incompren6


sión, la traición, las bebidas, la sobriedad elegida para concebir mundos alternativos. No ha sido posible incluir a todos los escritores participantes, aunque lo merecen (a los cuales les ofreceremos, muy pronto, un nuevo espacio en las Antologías Ariadna). Tuvimos que elegir al ganador, así como a un grupo de finalistas para que integraran este libro, como lo establecimos en la Convocatoria. El ganador del Premio Ariadna de Cuento 2018 es Pedro Miguel Guillén Mejía, quien radica en Zapopan, Jalisco, con su obra “El relato a Conway”. Desde las primeras líneas de este cuento, se detecta a un escritor cuidadoso, que, creando una atmósfera propicia, nos conduce, nos guía a lo largo de una historia colmada de imágenes poéticas, acertadas para el entorno y el modo de ser de los personajes. Sin perder la densidad ni la tesitura del aliento narrativo nos cuenta lo que los personajes sueñan, dicen, planean, esperan, recuerdan, a veces en un tono que sumerge en el vaivén y en el ambiente del mismo mar que describe, que se extiende hasta comulgar con el horizonte: Mi hermano me dijo que el primer espejo del mundo fue el mar. Me acuerdo que arrastrábamos a Isabelina hasta la playa cuando me lo dijo. Pero es un espejo roto, Lázaro, por eso las olas, al cielo le cuesta mirarse en la espuma. Nos metimos al agua y él me dijo que se iría al faro en la noche a ver los barcos.

“El relato a Conway” es sin duda un texto de largo aliento, prolongado, construido con prosa casi poética, sonora, adecuada para leerse en voz alta, al calor de la noche, teniendo alrededor a un grupo de oyentes, a la luz de las velas, al estilo antiguo, porque este cuento tiene la virtud 7


de recordarnos ese estilo, hay en él un tono clásico que nos invita a escuchar: …Nunca lo vi tan silencioso como aquella noche. Y como mi hermano, miraba el mar, preguntándose por lo que habría del otro lado. Se sentaba en la orilla, y me decía que la rosa de los vientos no era más que un jardín de senderos que se bifurcan. Y si uno se va por el sur regresa en el tiempo, a la hora en que las iguanas ven a uno dar sus primeros pasos. Y si uno se va por el norte es porque está dispuesto a morir. Mi madre nos hablaba sobre la muerte, y nos decía que no era una temporada de descanso, sino la estación de buscar y encontrar. Y que el mar era como la muerte, porque debajo de sus aguas estaban todas las respuestas.

Pedro Miguel es un escritor que ama las letras, que ha dedicado largas horas a depurar su estilo. Qué bueno que decidió participar en el Premio Ariadna de Cuento 2018 porque ha conquistado el primer lugar. Desde luego, hay otros autores que participaron en este premio en los que también se constata el conocimiento del oficio, ya que sus textos están depurados, bien corregidos, se advierte que saben que una obra literaria vale, sobre todo, por la buena factura. Por ello, hemos decidido otorgar tres Menciones Honoríficas. La primera mención es para Hugo Enrique Martínez Reyes, de Puebla, con su cuento “El canto de mi amor”. Un texto breve en el que se maneja hábilmente el misterio y la sorpresa; es una historia desarrollada con ingenio, que hará que el lector avance con cautela o relea para descifrar la incógnita. El de Hugo Enrique es un cuento digno de ser publicado y compartido. 8


La Segunda Mención Honorífica la obtuvo Nitzhui Daniela Morales Pineda, de la Ciudad de México, con su texto “El argumento de Azamat”. Una historia con interesantes razonamientos filosóficos y éticos, que hará reflexionar en torno a la veracidad y originalidad de la literatura, no sólo en el mundo contemporáneo sino desde la Antigüedad; que cuestiona los límites entre el plagio y la originalidad, y que hace meditar en torno a las leyes de derecho de autor. Nitzhui se muestra como una inteligente constructora de historias que sabe escalar con precisión su propia fantasía. La Tercera Mención Honorífica, la obtuvo Jorge Antonio Medina Trujillo, de Zapopan, Jalisco, con “El final de un cuento”, un texto en el que la realidad y el misterio se entretejen con precisión. El autor, como un buen arquitecto, supo desde el inicio hasta dónde quería llegar y hace fluir su texto asertivamente, apuntalándolo con paso seguro, creando un hilo conductor en el que la misma literatura funge como creadora de la trama. Editorial Ariadna agradece a todos los participantes su entusiasmo y el envío de su obra al Premio Ariadna de Cuento 2018. El próximo año les haremos llegar la convocatoria para el Premio Ariadna de Cuento 2019, así como otras invitaciones a participar en diversas publicaciones, donde todos podrán ser incluidos. Catalina Miranda Directora de Editorial Ariadna Premios Ariadna, los únicos en los que todos ganan el libro Ciudad de México, diciembre del 2018 9



GANADOR

Pedro Miguel Guillén Mejía

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ació en Guadalajara el 6 de marzo de 1992, es amante de la literatura y apasionado de la promoción lectora; ha participado en diferentes festivales de literatura como expositor o cuentacuentos; fue estudiante de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) y ha sido publicado por la revista El Perro. En 2015 una editorial guanajuatense se interesó por su obra y le publicó su primer libro: Buffet literario. Actualmente trabaja como profesor de literatura en el colegio Clearview. Ha demostrado especial interés en la gestión cultural, pues ha participado en la organización del Congreso Nacional de Estudiantes de Letras, Literatura y Lingüística que se lleva a cabo en Guadalajara, y como organizador principal del Encuentro Regional de Escritores y Editoriales Independientes, también con sede en la Perla Tapatía. 11



EL RELATO A CONWAY A Joseph Conrad y Gibrán Jalil

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i hermano me dijo que el primer espejo del mundo fue el mar. Me acuerdo que arrastrábamos a Isabelina hasta la playa cuando me lo dijo. Pero es un espejo roto, Lázaro, por eso las olas, al cielo le cuesta mirarse en la espuma. Nos metimos al agua y él me dijo que se iría al faro en la noche a ver los barcos. Me saldré cuando todos estén dormidos y me sentaré en lo más alto, con las piernas extendidas al aire, mirando hacia donde el cielo y el mar se confunden, y uno no sabe si está mirándolo todo de cabeza. Nos subimos a Isabelina con nuestras redes de pesca y nuestras lanzas. Yo siempre tuve miedo de alejarme de la isla. Porque sabía que si nos íbamos lejos, estaríamos en medio de un monstruo que nunca acaba. El viento está enojado y no quiere peregrinos, mira cómo azota a las aves, y sacude a las nubes inflamadas. Mi hermano decía que el viento y el mar han estado en guerra desde que se fundó el tiempo. También creo que los peces piensan así porque cuando hay viento se esconden en lo más profundo de las caracolas. Será mejor que volvamos y guardemos a Isabelina, ya mañana habrá otro sol y otro tiempo. Sin querer golpeamos el bote en la playa, y del susto, un cangrejo fue a refugiarse lo más rápido que pudo a ese mundo que se esconde bajo la 13


arena. Ella estará bien, a parte, nadie puede ser el mismo al final de cada viaje. Mi hermano amarró a la chica de sus sueños, y nos fuimos para la casa. A veces creo que la casa es un caparazón muy pequeño para él. Lo veo en sus ojos, cuando se le queda mirando al mar y ya no sé si el mar es un reflejo de sus pupilas o si él ha guardado celosamente al mar en sus ojos. Mi mamá dice que él es un hijo del mar, que lo tuvo mientras estaba en el agua, y que cuando nació su cabello se volvió una medusa. Y mi hermano tanto lo cree que cuando puede hacerlo se desnuda y corre fielmente hacia su eterno enamorado se zambulle, y se despoja de todo lo que sabe para flotar como las algas que, desprendidas, necesitan de sus raíces. Se queda ahí, por horas, mirando a los gavilanes, sabiéndose más pez que hombre. Mi madre se acostumbró a verlo desde la puerta, y como el mar, ella es una luciérnaga triste que ha dejado su luz sobre lo más alto de la montaña, en la tumba de mi padre. Y sabe, lo presiento cuando la veo llorar a escondidas, que mi hermano aparecerá pronto y le dirá que su vida está en el océano. ¿Te imaginas nadar con cientos de tortugas, entre los pilares que sostienen al agua, descubriendo arrecifes y corrientes marítimas que te lleven de un país a otro? Sólo imagina, debajo del mar hay un sol asustado y es por eso que los peces amarillos son amarillos, porque el sol los envuelve en las noches mientras canta la luna. Nos levantamos de la mesa, y mi madre, cansada ya de tanto parpadear en cincuenta y cuatro años, nos veía con sus pupilas de mariposa blanca y azul, y nos decía que nos cuidáramos del mar, que era un laberinto sin paredes. Mi hermano me contó la historia de un capitán llamado Conway, aunque ya no se acuerda si Conway era el nombre del barco o del capitán. Y me decía cada vez que estábamos despiertos, escu14


chando la guerra entre el viento y el mar, que Conway se había perdido en medio de una tormenta, y que su barco había naufragado hasta una isla. Su tripulación fue devorada por la soledad, estaban tan cansados de tanto haber hablado durante los años perdidos, que los hombres se habían callado estando en el barco, y que poco a poco fueron quitándose la vida. Conway los tomaba en brazos, los persignaba como todo buen español, y los arrojaba al mar, en donde la muerte los guiaba sin timón y en el delirio. Y me quedaba pensando en Conway mientras soñaba, y me imaginaba en el barco, ajustando la cabullería, aprendiendo a usar el astrolabio y escuchando decir que navegábamos en un navío de corte transversal, español, de setenta y dos cañones, y que yo era el encargado de ir por la pólvora cuando nos atacaran los ingleses. Y mi hermano me decía que me despertara, que no hiciera ruido, me sacudía para decirme que ya era hora, que si quería acompañarlo al faro. Nos fuimos. Me preguntó que si había ido alguna vez, le dije que sólo una, y que me daba miedo el faro por su enorme parecido al de un gigante. Pero éste es un gigante muerto, nunca lo han usado, subíamos por las escaleras que crujían a modo de venganza por todas las veces que alguien las había pisado, se movían, la columna del gigante se retorcía y los pulmones de aquella criatura estaban destruidos por unas balas de cañón, nos sentamos en lo más alto y vimos con los ojos del gigante, unos ojos antiguos, al mundo que tenía forma de un reloj de arena, en donde el cielo oscuro se pasaba al agua negra de la noche. El mar comienza donde termina el cielo, decía mi hermano cuando se cansaba de estar sentado y se ponía de pie, y miraba, entre tanta luciérnaga, el infinito. ¿Qué hay del otro lado del infinito? Lo mismo, le dije yo sin saber lo que realmente estaba diciendo. Y 15


pensamos en las luciérnagas, en cómo el gran ojo del gigante se había partido en mil pedazos y ahora todos esos pedazos volaban cerca de la playa. Cuando la noche está triste, brotan las luciérnagas, decía él, contemplando la noche bocarriba, y contando las estrellas con sus dedos, o eso era lo que creía que él hacía cuando movía sus manos de esa manera. Conway era como mi hermano, siempre andaba de un lado a otro, preocupado, acercándose al mar y preguntándose constantemente en dónde estaba. Yo también me pregunto dónde estoy, sé que en una isla, pero en cuál de todas las islas, y en cuál de todos los mares. Uno nunca sabe dónde está ni siquiera usando astrolabios. ¿Nunca has querido saber qué hay después del mar? Yo digo que un día tomemos a Isabelina y nos vayamos a descubrirlo. El gran ojo del gigante nos vigilaría en todo momento y encontraríamos lo que sea que fuere que mi hermano buscaba. Prométeme que si un día yo no estoy, tú te irás a descubrir lo que hay del otro lado del mar. Me miró como si él ya supiera que nunca zarparíamos juntos. Las estrellas son pájaros que volaron demasiado lejos, dijo, y luego se recargó. Conway una vez dijo lo mismo, y agregó en el sueño que cuando uno no tiene la suficiente fuerza para levantar el vuelo, se queda en el nido hasta que el tiempo llegue. A mí me llegó estando muy joven, a veces quisiera volver para mirar desde la playa a las gaviotas e intentar atraparlas con las manos. Yo nunca he atrapado una, mi hermano sí, recuerdo el día que entró a la casa y se la llevó a mi madre para que la cocinara, y que eso compensaría la falta de peces. Ella nos pidió que la devolviéramos a su sitio, y la llevamos a la playa y la vimos volar tan alto que nos dio la impresión de haberla visto convertirse en estrella. Nos quedamos en silencio y escuchamos el sonido de las olas que discutían 16


por saber quién llegaría primero a la playa. Y se rompían en las piedras y asustaban a las iguanas que corrían entre las palmeras que lloraban leche de coco. Siempre le pregunté a mi hermano si él sabía por qué las palmeras lloraban, y me decía que en la isla todo lloraba, incluso la arena, y que las lágrimas de la arena tenían forma de caracol y de conchas. Así que un día me dediqué a juntar todas las lágrimas que había y las arrojé al mar, sobre la espuma. Conway hacía lo mismo con su tripulación, y yo entendía que era para que él no se sintiera triste. Lo ayudaba a mover los cuerpos de los hombres que se ahorcaban por las noches y los aventábamos por la borda. Decía que la soledad era el peor de los castigos, y que de todos los hombres, él seguramente había cometido el peor de los crímenes. Y veíamos cómo los cuerpos se iban entre las olas. El mar, decía Conway, era un monstruo que se había comido al mundo y a las estrellas, y que lo único que no podía comerse era el viento, y que por eso siempre estaban en guerra. Mi hermano me dijo que ya era tiempo de bajarnos del faro e ir a casa. Se puso de pie y señaló una lagartija subiendo rápidamente al lugar del gran ojo. Yo seguía sentado, mirando las olas. Y le dije que el infinito somos los que estamos de este lado, y que allá, del otro lado del infinito que él quiere conocer, hay alguien preguntándose lo mismo que nosotros, y que si nos subiéramos a Isabelina podríamos encontrarnos con aquellos en medio del mar. Soñé con esa idea varias semanas e incluso llegué a creer en que Conway estaba del otro lado, mirando su mar, y anhelando llegar a esta isla sin saber que era una isla. Mi madre notaba cómo yo me quedaba sentado en la arena todas las tardes, observando al gran monstruo, y ella se sentaba conmigo. Y le contaba yo de mis sueños y ella me decía que los sueños, sueños son. El día que te vayas de esta 17


isla recuerda que no serás más que otra ola de las olas del mar, que con su oleaje te llevará para que proclames su palabra, porque tú serás parte de su voz, y esta isla te vio nacer como canción y como enigma. Ésta es la ley del mar. Y le dije a mi hermano lo que me dijo mi madre, y se quedó pensando varios días, sentado en la playa, con nosotros, y durante todo ese tiempo, nadie dijo nada. Sólo mirábamos cómo el mar y el cielo se volvían uno solo. Conway también guardó silencio cuando le dije lo que me había dicho mi madre, éramos los últimos tripulantes del barco. Y él, luego de varios minutos, me dijo que el mar, como productos suyos, siempre nos devolvía a nuestras propias riberas. Nunca lo vi tan silencioso como aquella noche. Y como mi hermano, miraba el mar, preguntándose por lo que habría del otro lado. Se sentaba en la orilla, y me decía que la rosa de los vientos no era más que un jardín de senderos que se bifurcan. Y si uno se va por el sur regresa en el tiempo, a la hora en que las iguanas ven a uno dar sus primeros pasos. Y si uno se va por el norte es porque está dispuesto a morir. Mi madre nos hablaba sobre la muerte, y nos decía que no era una temporada de descanso, sino la estación de buscar y encontrar. Y que el mar era como la muerte, porque debajo de sus aguas estaban todas las respuestas. Quizá por eso mi hermano pasaba tanto tiempo sumergido entre los arrecifes. Llegaba noche. Cada vez más noche. Y mi madre rodeada por cientos de luciérnagas lo esperaba en la puerta, a veces se quedaba dormida. Y mi hermano la llevaba hasta su cama y después me decía que la dejáramos sola, entonces nos salíamos y nos sentábamos en la arena. Un día ya no voy a volver, te quedarás a cargo de la isla y cuidarás de nuestra madre, tengo muchas preguntas, por eso me voy. Despedimos a mi hermano junto a unas palmeras, debajo de unas cuantas guacamayas que 18


rayaban el cielo con sus plumas rojas y verdes. Mi madre estaba llorando. De nada sirvió que la abrazáramos, eso la hizo caer de rodillas y sus pies se hundieron en la arena, como si su corazón se hubiera enterrado para siempre. De pronto vi muchos caracoles y conchas. Mi hermano se paró como un árbol joven, sin miedo al viento ni a la tempestad. Conway me dijo que mi hermano había nacido del vientre para meterse a otro, y que ese otro era el mar. Y así lo vimos, cuando llegó a la orilla y el agua cubrió sus pies, comprendí que la relación que tenía con el océano era de amor, y se metió entre las olas, para que con el paso del tiempo naciera otra vez. Mi madre cree que el mar devoró a mi hermano y que se lo llevó a lo más profundo. Yo pienso que así fue, y que ahora está convertido en una semilla, en donde se gestan los corales. Conway supo que estaba triste y se sentó conmigo. No dijo nada y yo tampoco, nos quedamos en silencio durante todo el sueño. Así varias noches. Hasta que un día no soñé con él. Le pregunté a mi madre que por qué no soñábamos con las personas. Me dijo que a veces esas personas necesitan estar solas, incluso en los sueños. Así que probablemente Conway estaba solo. O tal vez nosotros estábamos solos en la isla porque alguien había dejado de soñarnos. Y las iguanas parecían darse cuenta, se quedaban por horas bajo el sol, preguntándose si estaban dormidas o despiertas. Por eso van de un lado a otro, porque ya no saben distinguir la realidad del sueño, y se pierden bajo las piedras, intentando recuperar la noche que creen perdida. Y las palmeras las protegen en su delirio, y las acompañan en su muerte cuando amanecen bocarriba. Mi madre dice que no hay peor vida que la de las iguanas, porque su mente es un laberinto del que nunca podrán escapar. Y el mar es así¸ como una inmensa memoria en donde los re19


cuerdos hunden miles de embarcaciones. Por eso mi madre le tiene tanto miedo al océano. Cree que al meterse al agua perderá la memoria. Tu hermano ya no se acordará de nosotros, dice llorando, sentada sobre la arena, escuchando cómo el viento espanta a los cangrejos. Aquella noche, el faro cayó muerto sobre el agua. Lo vimos derrumbarse contra las olas y perderse un poco entre las algas que llegaban invasoras desde las fauces del monstruo. Yo no dije nada, no quería decirlo, aquel era el lugar favorito de mi hermano. Y mi madre, poniéndose de pie, me pidió que la dejara sola. Comenzó a irse por las mañanas, le daba vueltas a la isla, y se paraba delante del mar y le gritaba, aunque el mar la veía como a una palmera con sus lágrimas de leche, y le regresaba todas sus palabras con la espuma. Y mi madre se caía de rodillas y miraba todas las luciérnagas y se daba cuenta de que la noche también estaba sola. Y llegaba tarde, y me decía que no tenía hambre, que la dejara dormir, que estaba cansada. Yo pienso que ya nadie soñaba con ella y que ella tampoco podía soñar con alguien porque se levantaba en la madrugada. Y lo único que me decía a esas horas era que para qué dormía si no podía soñar. Y se quedaba en la puerta, mirando al océano, reclamándole si todo lo que necesitaba estaba entre sus aguas. Quiero que me dejes sola siempre. Fue lo último que me dijo antes de irse caminando por la orilla. Y por más que le dije que no se fuera, se quitó la ropa y pude ver las manchas en su espalda, y su columna y costillas marcadas en su piel. Avanzó hasta que sus piernas fueron cubiertas. Y me metí con ella pero ella ya no sabía quién era yo. Le pregunté por mi hermano y por Conway. Sólo siguió avanzando como si fuera un instinto. Y le grité. Pero ella se olvidó de la isla y terminó por sumergirse. Y la dejé ir para siempre. Todavía me acuer20


do que me quedé de pie por horas, esperando que flotara de regreso. Toda la noche hubo luciérnagas entre las olas, y al día siguiente, muy temprano, se fueron en línea recta por un camino que nunca me atreví a recorrer. Me dediqué a nadar hasta lo más profundo por días enteros para encontrar la memoria de mi madre. Y lo único que hallé fueron corales, cientos de corales y entendí que los recuerdos tomaban esa forma para que los peces pudieran esconderse de la luna. Y desde aquel día ya nadie soñaba conmigo. Me sentaba entre las ruinas del faro y miraba la isla con su poderosa figura de caparazón seco. Habrá un día en el que todos volvamos aquí, me decía mi hermano, sabiendo otras cosas, con el conocimiento de otras tierras, por eso cuando uno viaja no se olvida de los vientos del sur, porque de allá viene, hacia el norte está lo desconocido, y cuando uno llega tanto al norte tiene miedo de haberse desprendido del sur, pues cree que cuando regrese a casa ya no encontrará a nadie, es por eso, Lázaro, que cuando llegues al otro lado del infinito, debes volver a esta playa que nos vio nacer. A eso se le conoce como agradecimiento. Yo sólo espero que mi hermano dure mucho tiempo en el agua antes de dar las gracias. Y así fue. Nunca lo vi volver. O tal vez volvió cuando me fui. Me acuerdo que llegó un barco a la isla y se bajó de él un hombre que me dijo se llamaba Conrad Conway. Y me dijo que había soñado conmigo y que por eso estaba ahí, pero que hubo unas noches en las que no pudo soñarme y por ello me pidió disculpas. Por fin sé cómo es el infinito, caminó a grandes pasos y señaló la montaña en donde estaba la tumba de mi padre. Es hora de irnos, pronto el mar devorará también esta isla. Se subió al barco. Lo que más tristeza me dio no fue que mi hermano y mi madre se hayan ido, sino haber visto a Isabelina abandonada en la 21


playa. Conway me presentó a su tripulación. Y me hizo encargado de letrinas. Aprendí a ajustar la cabullería, a usar el astrolabio, y a decir que navegábamos en un navío de corte transversal, español, de 72 cañones. También sería el responsable de ir por la pólvora cuando nos atacaran los ingleses. Pero los ingleses nunca nos atacaron. El mar se comió sus barcos hace ya mucho tiempo, me dijo Conway un día que lo encontré solo. Su tripulación había comenzado a colgarse. ¿Sabes por qué las personas se suicidan? Me preguntó. Porque han dejado de soñar con ellas. El día que me muera quiero que arrojes mi cuerpo a los vientos del sur, la tripulación no comprenderá, si es que para ese entonces todavía hay tripulación, pero yo sé que tú sí. Le ayudé a descolgar a uno de sus hombres, lo enrolló en unas telas, lo persignó y entre los dos lo arrojamos al océano. Los hombres se iban quedando en silencio, por decisión propia, la soledad los contagiaba de uno en uno. Podía escuchar sus quejidos por las noches, les dolía que nadie los soñara y que ellos tampoco podían soñar. Se limitaban a caminar despiertos, siempre despiertos, y si parpadeaban lo hacían sin que nadie se diera cuenta. Y el día que las velas dejaron de moverse, se suicidaron todos al mismo tiempo. Conway corría a descolgarlos. Y cuando los bajaba seguían mirando, como si aún estuvieran aquí. Y los arrojábamos a los vientos del sur. Cuando lleguen a sus islas, me explicó Conway, resucitarán en el tiempo, volverán a ser niños otra vez, para que se cumpla lo que dijo el profeta: el mar los dará a luz sobre sus islas, y así ninguna playa se llenaría de cadáveres. Y vimos cómo se alejaba la tripulación para convertirse en olas y luego en semillas. En aquel momento comprendí por qué el cuerpo muerto de Conway nunca había aparecido sobre las costas. Yo tenía ya cuarenta años y lo veía caminar 22


de un lado a otro, preguntándose qué hay del otro lado del infinito norte. Enfermó. Quiero que tomes mi nombre, y que a partir de ahora te llames Conrad Conway, me dijo, eres como los barcos, cambiando de nombre, en poco tiempo yo no podré seguir porque la persona que soñaba conmigo ha dejado de soñarme, estoy enfermo de soledad. Le dije que no se fuera, porque si yo me quedaba sólo era porque también habrían dejado de soñarme. Una vez que muera lleva el barco, al que le puse por nombre Isabelina en honor a mi hermano, por los vientos del sur, la tripulación aparecerá de nuevo y encontrarás a un niño de nombre Lázaro, y le explicarás lo que yo te he explicado a ti. Conway se colgó a las tres de la madrugada. Era sábado. Lo envolví en las últimas telas, lo persigné y lo arrojé por la borda con dirección a los vientos del norte. Su cuerpo llegaría a ese infinito, y el mar lo regresaría a sus propias riberas, en donde lo esperaban ya los cadáveres de su madre y su hermano, a la hora de las luciérnagas, y El gran Isabelina encallaría vacío en algún puerto. Yo volvería al sur, sabiendo que nunca llegaría ningún barco, y estaría dispuesto a morir de soledad después de que mi madre haya perdido la memoria. Y así no se cumplirían las palabras de ningún profeta. Y con suerte le llevaría flores a la tumba de mi padre. Y el mar habría ganado la guerra.

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finalistas



PRIMERA MENCIÓN HONORÍFICA

Hugo Enrique Martínez Reyes

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raduado de las carreras Enseñanza de Lenguas Extranjeras, en el Instituto Universitario Puebla, y realización y Producción Audiovisual en el Instituto de Comunicación Especializada, ahora renombrada “Cinema”. Formó parte del equipo de diseño de producción en el videoclip Nahual de Scarlett Sunset y del cortometraje La proporción aura (2017), del director Mariano Murguía. Director del equipo de diseño de producción: Ana Mary Ramos. Nació en febrero de 1989, en Puebla. 27



El canto de mi amor

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abía viajado desde otro continente, desde otro mundo para terminarlo todo en este bosque que tanta muerte ha visto. Me adentré en el laberinto de árboles y rocas hasta encontrar el sitio perfecto. Me tomó horas encontrarlo. Comprobé que la rama no se rompería con mi peso, até un nudo perfecto, eché la soga por encima de la rama más fuerte y ahí estabas tú, enmarcada por el óvalo del nudo perfecto. Tirada y abandonada en medio de la nada. Sola, pequeña, fría. Me acerqué a ti con precaución. A cada paso que daba veía alrededor, cerciorándome de estar solos los dos. Antes de encontrarte no había visto a nadie por horas pero uno nunca sabe. Me puse de rodillas frente a ti. Mi mano temblaba cuando te la acerqué pero en cuanto te toqué ya no me pude detener. Salivé encima de ti y te limpié con mi lengua. Eras lo más helado que he tenido en mi boca. Giré la mano y extendí solamente un dedo. Con la punta de ese único dedo toqué los alrededores de tu parte más sensible una y otra y otra vez en pequeños círculos hasta que la excitación fue demasiada. Endurecí ese único dedo y cuando estuve a punto de completar nuestro amor se apareció ese hombre. Desnudo. Parecía sorprendido. Pasó su mirada de mí hacia ti. Su quijada se tensó tanto que sus mejillas temblaban. Sus 29


ojos se abrieron enormes, sus manos se convirtieron en puños y toda su carne vibraba. “¡Es mía!”, gritó alargando la última sílaba. Nos quedamos en silencio. De pronto se movió con insospechada agilidad. En un segundo había acortado la mitad de la distancia entre nosotros y él. En un segundo más nos habría alcanzado y te habría separado de mí. Pero no le di ese segundo. Te penetré en la mitad del tiempo que le había tomado acercarse tanto. Incluso en tan mínimo tiempo disfruté explosivamente tu frialdad. Te levanté (pesas menos de lo que esperaba), te apunté, te amartillé y te disparé. Disparé la única bala que tenías. La única bala con la que te encontré. Su cuerpo desnudo se desplomó frente a nosotros. Nadie, ni siquiera su madre, podría reconocerlo ahora. Pedazos de él por todos lados. Un diente incrustado en un árbol, trozos de piel con cabello sobre un hongo, parecía un señor-hongo, y sangre en mi ropa. Quizá un poco de cerebro también. Tu estruendo debió escucharse a kilómetros pero no me preocupé. No había visto a nadie en horas. Solo a ti, mi amor. Caí junto a él. Ahora yo estaba tan ensangrentado como el muerto y no quería ensuciarte, preciosa. Escuchamos a la distancia el fluir del agua; te cargué hasta la cascada. Me quitaba la ropa mientras nos acercábamos a ella. Entré totalmente desnudo contigo en mis manos. Resbalé y nos sumergimos pero mi amor me había dado fuerza sobrehumana y en menos de un segundo estábamos de vuelta en la superficie. Te deshice en partes delicadamente. Ya no eras una, ahora eras armazón, pestillo, gatillo y cilindro, bello cilindro, hermoso y curvo y vacío cilindro. Sequé to30


das tus partes a soplidos. Te daba tantas cosquillas. Estabas vacía pero llenabas mi corazón. Te armé con aún más dulzura y eras una de nuevo. “En seguida vuelvo, cariño. Me quito esta mierda del cabello y nos vamos.” Te coloqué delicadamente a un lado del río. “No te muevas.” Me sumergí unos segundos y salí de nuevo. Te sonreí, inhalé profundamente y me sumergí con los ojos cerrados. Debí pasar largos minutos fantaseando sobre todas las maravillosas cosas que haríamos juntos. Abrí los ojos bajo el agua y la furia de lo que vi me expulsó de las profundidades. Broté a la superficie como un poderoso tiburón. Estabas en sus manos. Seguías húmeda. Mi quijada se tensó y mis mejillas temblaban. Mis ojos se abrieron enormes, mis manos se convirtieron en puños y toda mi carne vibraba. Él te levantó y te apuntó hacia mí. Pero tú no me ibas a hacer daño porque nos amamos. No me harías daño porque ni siquiera está en ti la opción de hacerme daño. “¡Es mía”, rugí con furia y en un segundo, de un solo salto, me acerqué peligrosamente a él. Pero entonces cantaste. Caí de espalda al río y me hundí. El eco de tu canto me arrulló hasta quedarme dormido.

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SEGUNDA MENCIÓN HONORÍFICA

Nitzhui Daniela Morales Pineda

E

studia Filosofía en la UNAM. En 2017 ganó el Primer Concurso de Microrrelatos “Medidas Mínimas” organizado por la Universidad de Salamanca y la UNAM. En 2018 ganó el tercer lugar en el III Concurso Internacional de Escritura Creativa Skribalia. Ha publicado cuentos, poemas, minificciones y reseñas en las revistas Ágora (Colegio de México), Laberintos (FFyL/UNAM), Enchiridion (UAQ ), Espora (UDLAP), Nota al pie (UAM-I), Revista Asalto, Penumbria y en la revista canadiense The Apostles Review. Formará parte de la antología de cuento Exploraciones quiméricas del Grupo Editorial Lectio. Nació en la Ciudad de México en 1994. 33



El argumento de Azamat

A

los honorables jueces:

N

o hay novedad en el delito del que se me acusa: el plagio. Digo que no hay novedad porque, aunque yo nunca antes me había apropiado de ideas ajenas, el plagio es tan antiguo como el hombre. Quizá incluso le precede. Y como no hay novedad en el delito, tampoco debe atentarse contra la tradición de la defensa. Se me ha orillado a formular una apología que todos juzgarán inverosímil y que, consecuentemente, resultará ineficaz para defenderme. Sé que la causa está perdida de antemano. Sin embargo, me he confiado la tarea de narrarlo todo, tal como aconteció, y delegar el problema de la veracidad a alguien más omnisapiente que nosotros. De nada serviría exponer las razones que me arrastraron al plagio. A los tribunales no les interesa la causa, sino el efecto. Así que les ahorraré mi drama personal e iré directo al meollo del asunto. La víctima de mi plagio fue, como ustedes saben, Askar Azamat, un escritor casi desconocido, nacido en Kirguistán a finales del siglo XIX. La prosa de Azamat es intrincada como las regiones montañosas de Kirguistán. Una prosa propicia para la ficción y el inevitable terror. El corpus de Azamat es más bien ínfimo: 35


tan sólo un libro de cuentos publicado en 1940, con un tiraje de trescientos ejemplares. Tuve noticia de Azamat en mi segundo viaje a Kirguistán en 1994. Yo acababa de casarme con una bella kirguisa de “ojos rasgados, negros como la mora” (esta vez uso comillas al citar a Azamat). Paseando por las calles de Bishkek, tomado de la mano de mi mujer, descubrí una pequeña y polvosa librería custodiada por dos enormes álamos. Entramos en ella y yo tomé un libro al azar ignorando que el azar no rige nuestras vidas. Era un libro azul, escrito enteramente en kirguís. Decidí comprarlo no por curiosidad literaria, sino por sus elegantes tapas celestes y por el nombre del pueblo natal del escritor: Karakol, un pueblito al lado de un famoso lago que nunca se hiela en los fríos inviernos kirguises. Debo declarar, sin pretensiones de vanidad, que yo solía ser un escritor más o menos conocido. Un escritor que aprendió kirguís debido a la razón más prosaica que existe: por amor. Me enamoré de una kirguisa y quise amarla en su idioma. Además de la conveniencia del amor, también advertí que el kirguís me podría abrir las puertas de la traducción literaria. En un primer momento mis intenciones fueron nobles. Me propuse traducir a Azamat al español y revelar al mundo hispanohablante a un escritor de imaginación visionaria. No obstante, durante el proceso de traducción, algo en mí se pervirtió y cambié la ruta de la verdad por la de la mentira. Un francés, cuyo nombre he olvidado, escribió que en el traductor existe un instinto profundo y primitivo de apropiación, y que en la traducción se avanza por la cuerda floja que divide la honestidad del robo, de tal manera que los individuos se convierten, dependiendo de su valor moral, en traductores o en plagiarios. Yo, sin mucho pesar, me convertí en lo último. 36


Las historias humanas son siempre parecidas. El escenario puede ser los valles o las montañas kirguisas o los valles y las montañas mexicanas, pero la esencia humana permanece casi intacta. Descarté los motivos bucólicos y folclóricos que Azamat le imprimía a sus relatos y me concentré en plagiar los argumentos, las tramas. No obstante, tampoco pueden acusarme de plagio total. No puedo decir que domino la lengua kirguisa. Es más, no creo que nadie domine una lengua, sino que son las lenguas las que nos dominan a nosotros. Por eso, ahí donde mi conocimiento del kirguís era escaso o nulo, tuve muchas veces que interpretar o ir más allá del texto de Azamat. Otras veces, simplemente modifiqué las historias para adaptarlas a nuestra época y cultura, y de ese modo hacerlas más rentables. Por ejemplo, ahí donde Azamat escribía que tal personaje bebía kummis (agria y alcohólica leche de yegua), yo escribía pulque, o ahí donde el personaje se llamaba Orozmat Aimatov, yo lo rebautizaba Martín Morales. Me parecía imposible que descubrieran mi plagio debido a las modificaciones que hice en los relatos y a la ignorancia que reina sobre la literatura kirguisa (es más: ¿alguien entre ustedes, jueces míos, es capaz de señalar a Kirguistán en el mapamundi?). Jamás creí que se acordaran de Azamat. Sin embargo, como leí en algún lugar y lo comprobé después, “siempre hay alguien que conoce a los escritores desconocidos”. Aunque ignoro exactamente quién descubrió mi plagio, poco me importa. Lo único necesario e inevitable era la revelación de mi delito. No me molesté en terminar de leer el libro de Azamat. Cada mes “traduje” un nuevo cuento y lo envié a una prestigiosa revista literaria para que lo publicaran y, por supuesto, me pagaran por él. Claro que, en cada cuento que envié, 37


tuve el pequeño descuido de no explicitar que se trataba de una traducción. Por un tiempo todo parecía marchar bien. Obtenía ingresos de los cuentos, mis lectores me admiraban y mi nombre comenzó a estar en boca de los críticos más importantes. Después de varios meses de éxito, me propuse leer y traducir el último cuento del libro de Azamat. No sin desconcierto advertí que el argumento de la historia era el de un escritor del futuro que plagia al propio Azamat. Primero pensé que Azamat era un ególatra al imaginar que su única obra se conservaría a través de los años, considerando que el libro se escribió en una lengua de restringida circulación y que únicamente se imprimieron trescientos ejemplares. Pero después de reflexionarlo un momento, las coincidencias entre la historia escrita y mi propia historia me parecían aterradoras. El mismo día en que terminé de leer el último cuento de Azamat, recibí una llamada telefónica. La voz al otro lado del teléfono me notificaba que debía presentarme ante los tribunales pues se me había acusado de plagio. Anonadado, colgué el teléfono. Durante algunos minutos permanecí inmovilizado por el terror y por el presentimiento de que vivimos una reiteración fatal de las fórmulas ya consabidas. Desde ese momento, tuve la sospecha de que todos somos un sueño soñado antes de nuestro nacimiento. Ahora, frente a ustedes, jueces míos, me atrevo a ir más lejos y conjeturo que todas nuestras historias no son más que un eslabón en la cadena del plagio universal. Nada puede decirse que sea nuevo, y por eso tenemos que imitarnos para no aburrirnos. Somos como el mono frente al espejo que juega a hacer gestos e ignora que su reflejo es tan sólo una repetición de sus propios gestos, de los de su padre y del pa38


dre de su padre. No nos queda más que imitar, apropiarnos del gesto inicial con el que un demiurgo desconocido modificó el cosmos en el origen del tiempo. Sólo nos queda la imprudencia de volver a gritar lo que alguien más a dicho en voz baja. ¿Quién sabiamente dijo que toda la literatura no es más que la rescritura de la Odisea y la Ilíada? En los días siguientes la noticia de mi plagio hizo un gran escándalo. Se criticó a la revista por su negligencia y los mojigatos de siempre fingieron indignarse. Mis detractores me lanzaban injurias poco elegantes pero también hubo un defensor mío, bastante extravagante, que aseguró que yo no había plagiado nada y que incluso el propio Askar Azamat era un producto de mi fértil imaginación. Todo esto me pasó casi desapercibido puesto que yo ya estaba, literalmente, sumergido en la trama del cuento. Yo leía y releía mi propia historia en un cuento que Azamat había escrito años antes de mi nacimiento. Todos los elementos de mi desgracia estaban en el cuento de Azamat: el plagio, el escándalo, los tribunales, mi desesperación y ese fatídico eterno retorno. Evidentemente hay divergencias entre el argumento de Azamat y mi caso. En el cuento de Azamat, el plagiario encuentra el libro en una biblioteca familiar que le ha sido heredada. En cambio, como he asegurado, a mí nadie me heredó el libro sino que lo compré por diez som kirguises en una librería de viejo. El plagiario del cuento es más cínico que yo porque plagia el libro en su totalidad, y en kirguís. Yo, por el contrario, tuve la infeliz delicadeza e ingenuidad de verter el texto de Azamat al español, modificar ciertos elementos y adjudicármelo. El plagiario kirguís comete el delito únicamente para conseguir fama de escritor y, de ese modo, llamar la aten39


ción de una dama que corteja. Yo, no menos iluso que él, plagié para llamar la atención y hacer la corte a mis numerables lectores, plagié para permanecer latente en el cuerpo putrefacto de la literatura nacional. ¿Cómo explicar estas divergencias? Lo ignoro por completo, aunque me aventuro a sospechar que las mismas modificaciones que yo infligí a los cuentos de Azamat implicaron, por una suerte de lógica macabra, la modificación de ciertos detalles o pormenores de mi propia historia. El final del cuento de Azamat es, de manera extraña y nauseabunda, casi una moraleja. Después de descubierta su farsa, el plagiario kirguís es condenado por un tribunal y termina en el oprobio, con el desdén de la dama y de sus conocidos. Azamat insinúa que muere paupérrimo y avergonzado en las calles de Frunze (ahora Bishkek). Me gustaría, honorables jueces, pedir un final diferente para mí. No creo conseguirlo. Después de esta apología ambigua, no puedo esperar más que la vergüenza de haber cometido un delito y de no haberlo negado siquiera. Negarlo ¿para qué? Antes me creía escritor, creador; ahora no soy más que un personaje de una invención ajena. Soy la simple creatura que no comprende la crueldad que su creador ha maquinado para él. Honorables jueces que presiden este proceso, puedo apelar a su clemencia, puedo dar el último paso racional y seguir buscando la redención. No obstante, me temo que no servirá de nada todo lo que haga o deje de hacer. Esta apología les ha de parecer a ustedes, jueces míos, los balbuceos de un loco, la justificación fantástica e inverosímil que fabula un delincuente cuando ha sido sorprendido in franganti. A mí, sin embargo, poco me incumbe lo que este tribunal juzgue al final del proceso. 40


En cuanto a ustedes, caros jueces, les advierto que no están en mejor posición que la mía. En casi todas las historias el héroe tiene su contraparte, el villano. Yo, por plagiario, bien puedo ser el villano de esta historia. Eso los convierte a ustedes, honorables jueces, en los héroes, aquellos que darán su merecido al villano. Sin embargo, tanto el villano como los héroes son personajes y están hechos de la misma sustancia que los sueños. Así que ustedes, desafortunados jueces, podrán condenar mi plagio, encarcelarme, desposeerme. Pero, sin importar la condena que me impongan, ustedes tampoco dejarán de ser meros títeres, personajes que desempeñan su papel en este relato (o conjuro) que Azamat ideó hace más de medio siglo.

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TERCERA MENCIÓN HONORÍFICA

Jorge Antonio Medina Trujillo

E

studió Letras Hispánicas en el CUCSH de la Universidad de Guadalajara. En 2009, su cuento “El soldado y el árbol” obtuvo el primer lugar en el concurso Cuando cuentes cuantos, cuenta con los árboles. En 2013, su novela Wad-allid-jara. El valle de la piedra, quedó dentro de los diez finalistas a nivel nacional en el concurso Premio Letras Nuevas de Novela. En 2015, ganó el primer lugar en el concurso El Despertar de las Palabras: Poesía y Cuento con su texto “La promesa”. Algunos de sus escritores favoritos son Amparo Dávila, José Revueltas, Eduardo Antonio Parra, Julio Cortázar, Umberto Eco y J.K. Rowling. Actualmente, trabaja en la reescritura de una novela y en la escritura de un nuevo libro de cuentos. Asimismo, es profesor de inglés y español en diversas escuelas e instituciones. Nació en Guadalajara en 1990. 43



El final de un cuento

L

a tarde se ocultó tras las negras nubes del verano en la vieja carretera. A pesar del augurio de la inminente lluvia, Elba se alegró porque aquel día impartiría su taller de escritura creativa en el asilo municipal de una pequeña comunidad contigua a la ciudad donde vivía. Desde que había comenzado a trabajar en el Departamento de Literatura, ninguna actividad le agradaba más que la de ser preceptora del arte de escribir. Durante meses, insistió para que le dieran el cargo de algún taller o curso literario, pues como literata profesional, encontraba atrayente guiar a los escritores noveles a través del vasto y diverso mundo de las letras. Sin embargo, su petición siempre era negada. No fue sino hasta cierta tarde que su jefe le anunció la buena nueva. Aquel día, no tan lejano en su memoria, cobraría gran importancia para Elba. Aunque sabía que la mayoría de los ancianos inscritos en su taller asistirían para ocupar su tiempo libre más que por tener la inquietud de escribir, tomó una actitud positiva y vio aquella oportunidad como la concreción de su meta tan deseada. Mientras manejaba por la carretera, recordó los constantes comentarios que algunos de sus amigos le dijeron: “No aceptes la dirección del taller, con lo que gastarás de gasolina, no te saldrán las cuentas; no te conviene”, “no 45


malgastes tu tiempo en actividades infructuosas”, “tú sabrás, pero, recuerda que perro viejo no aprende trucos nuevos”. Elba los escuchaba, y cuando terminaban de hablar, refutaba sus opiniones basándose en las convicciones que ella sostenía sobre la ética profesional. Además, ya había tomado la decisión y nada la haría cambiar de parecer. En el camino, repasó una y otra vez las maneras en que abordaría el taller, pues no deseaba quedar mal parada en su primer día. Después de casi dos horas de conducir, por fin llegó al pueblo. No sabía con exactitud dónde se localizaba el asilo, pero confió en que su celular inteligente la guiaría sin dificultades. Sin embargo, nunca contempló que la recepción de la señal sería tan mala en aquel lugar. No tuvo otra opción más que pedir indicaciones a la manera tradicional: preguntando. Disminuyó la velocidad del auto y se acercó lo más que pudo a la banqueta para preguntarle a una señora que pasaba por ahí: —Disculpe, buenas tardes. ¿Sabe cómo puedo llegar al asilo de…, al asilo de Nuestra Señora de Fátima? La mujer la vio perpleja, y luego de unos instantes, le respondió que no sabía nada. Elba decidió probar suerte con un anciano, pero éste se limitó a santiguarse; con un niño, quien no conocía el lugar; con una muchacha, que lamentó no poder ayudarla; y, justo cuando estaba perdiendo las esperanzas, interpeló a una mujer —ya avanzada de edad— que le dijo que se dirigía al asilo en ese preciso momento. Un poco extrañada por el aspecto desaliñado de la anciana, Elba se ofreció a llevarla. Treinta minutos de trayecto a veinte kilómetros por hora —debido a las pendientes y empedrados—, fueron 46


suficientes para que doña Lola le contara casi toda su vida, desde los asuntos triviales hasta las intimidades. Por su parte, y para parecer recíproca, Elba le contó todo lo relacionado con el taller que impartiría. —¿Le gustaría escribir lo que me ha contado? Quizá le interese hacer su autobiografía novelada. En mis clases, aprenderá cómo hacerlo. —¿En verdad, linda? Me parece buena idea… mira, ya casi llegamos. Una vez que pasemos las vías del tren, hay que subir la colina y listo, ahí tienes el asilo. Ah, y por cierto, ¿también puedo escribir sobre cómo me escapé del asilo? La verdad es que ya me había enfadado de estar ahí encerrada, pero me dieron remordimientos y por eso voy de regreso. Diversas interrogantes invadieron la mente de Elba después de escuchar a la anciana, pero no se atrevió a preguntar nada porque pensó que sería grosero o imprudente, así que siguió conduciendo. Una vez en el asilo, un comité de bienvenida recibió a la nueva tallerista. Entre los saludos y las presentaciones, Elba recordó que no le había agradecido a doña Lola por su ayuda, pero cuando la buscó para hacerlo, no la encontró por ningún lado y nadie supo darle razón de ella. Al terminar el protocolo de recibimiento, por fin llegó el momento tan esperado: la hora de inicio del taller. Al principio, Elba les habló sobre la importancia de la literatura en la vida cotidiana y, casi de inmediato, se inició un debate acerca de si el arte tiene alguna utilidad o si sólo existe el arte por el arte. Luego, les dio las bases de la redacción que todo escritor necesitaba dominar para poder llevar a cabo el oficio y, después, comenzaron a redactar sus cuentos de temática libre. La mayoría parecía tener problemas 47


para saber qué plasmar o cómo hacerlo; casi todos, excepto una anciana —de rostro inexpresivo— que deslizaba la pluma con desenfreno página tras página. El tiempo transcurrió y transcurrió hasta que poco a poco terminaron de escribir sus cuentos. La última parte del taller fue la más difícil, revisión y corrección, la cual se hizo de la siguiente manera: primero se leía el texto, después se comentaban los aciertos y errores cometidos y, finalmente, se respondían las dudas suscitadas. Siguiendo esa dinámica, llegaron al penúltimo texto, que pertenecía a un hombre entusiasmado por participar. Elba le dio la palabra y comenzó a leer: Juan y María se querían mucho, pero mucho. Cada vez que podían salían a bailar, y bailaban mucho, bailaban hasta que se cansaban y entonces se sentaban y se miraban. Juan la veía con amor; María lo veía con amor. Los dos se veían con amor y se amaban mucho como el sol a la luna y la abeja a la flor. Pero la calaca llegó a sus vidas y se llevó a Juan. Desde entonces, María sufre y sufría mucho hasta que ella también murió y entonces esta historia se acabó. Elba tuvo mucho tacto para evidenciar los fallos cometidos. Al final, todo llegó a buen término. Ya sólo faltaba un texto más, el de la anciana inexpresiva que había escrito sin parar: La tarde se ocultó tras las negras nubes del verano en la vieja carretera. Mien48


tras manejaba, Elba se alegró de por fin conseguir su soñado trabajo: ser maestra de escritura creativa. Después de tanto insistir con su jefe, éste le dio un taller de literatura, sólo que no sería impartido en la ciudad, sino en el viejo asilo de Nuestra Señora de Fátima. Mientras conducía, Elba se acordó de los comentarios negativos que sus amigos le habían hecho respecto a su nuevo trabajo como tallerista. Sabía que a pesar de todo, tenía que actuar profesionalmente, razón por la cual iría de todos modos… De haber sabido en lo que se metía, de seguro hubiera cambiado de opinión… La expresión tranquila que hasta ese momento mostró Elba, cambió por una de desconcierto. ¿Cómo es que la anciana sabía eso?, ¿sería amiga de doña Lola?, ¿tendría alguna clase de poder premonitorio? ¿Acaso su jefe le estaba jugando una broma? Continuó escuchando para tratar de encontrar alguna explicación coherente. …Tras casi dos horas de manejar, Elba llegó al viejo pueblo. Confiaba en que su celular inteligente le ayudaría a encontrar el asilo, pero para su infortunio, la recepción de la compañía era pésima. Fue por ello que comenzó a indagar la localización con diversas personas, pero todas a las que les preguntó, o realmente no sabían dónde estaba el asilo o, por el contrario, conocían a 49


la perfección su trágica historia. La única ayuda que recibió Elba provino de una anciana, doña Lola, quien la encaminó por el tortuoso y accidentado trayecto que llevaba al asilo que, para su sorpresa, se encontraba en lo alto de una colina. Cuando por fin llegaron al recinto de ancianos, Elba quiso agradecerle a la vieja Dolores, pero ésta desapareció espectralmente porque, después de todo, eso era doña Lola, un espectro atrapado en el mundo de los vivos que no sabía cómo cruzar hacia el otro lado. Pero Elba no lo sabía; la desdichada ignoraba en qué se había metido y desconocía los horrores que estaban por venir… Las palabras que dijo la anciana, y el énfasis con que las pronunció, hicieron que Elba se estremeciera y comenzara a incomodarse. Sabía que aquel cuento sólo era ficción pero, ¿cómo podían existir tantas coincidencias? …la cálida bienvenida, llena de saludos y presentaciones hipócritas, terminó. Al fin, el taller tan esperado comenzaría. En un principio, se reflexionó acerca de la utilidad de la literatura; después, se vieron las reglas básicas de la buena escritura; luego, cada anciano escribió un cuento; y, para concluir, se revisaron los textos producidos. Elba no tuvo problemas para sobrellevar la polémica surgida con la crítica de los textos; al contrario, era muy buena en 50


ello. El detalle que la sobrepasó fue el último cuento del taller. Nadie sabía por qué, mientras la anciana lo leía, el rostro de Elba lucía cada vez más aterrorizado. ¿Tan malo resultó? Tal vez sí, pues provenía de una pluma emergente. Lo que los presentes desconocían, excepto la anciana que estaba leyendo, era que todos en el asilo estaban muertos; todos, a excepción de la tallerista. Justo cuando el desarrollo natural del relato explicaría cuál era el embrollo detrás de aquel misterio, Elba, llena de miedo, se acercó con la anciana para quitarle las páginas pero, de manera repentina, las ventanas del salón se abrieron y dejaron entrar un viento frío que hizo volar todo por los aires, incluyendo las páginas de la deseada historia… Elba, ignorando la lectura de la anciana, se acercó a ella para arrebatarle el cuento pero, tal y como había ocurrido en la ficción, las ventanas se abrieron inesperadamente y una ráfaga de aire helado removió todo en la habitación, incluyendo las páginas del cuento que salieron despedidas por el ahora roto tragaluz. Cuando el disturbio cesó, el aspecto del asilo era deplorable. Todo estaba deteriorado y parecía que llevaba años abandonado, lleno de polvo y telarañas por doquier. Lo más desconcertante fue que todos los ancianos habían desaparecido. Paralizada por el miedo, Elba se quedó en aquel salón, mirando a su alrededor en busca de alguna explica51


ción lógica, pero lo único que vio fue una sombra informe que la observaba con unos resplandecientes ojos amarillos. Sin demorar, Elba huyó de aquel lugar tratando de recordar por dónde había llegado a ese salón, y aunque erró su camino en varias ocasiones, al final logró salir del edificio maldito. Corriendo bajo la lluvia que acababa de desatarse, llegó a su automóvil y, una vez dentro, pisó el acelerador con todas sus fuerzas. Entre tumbos y golpes, bajó la colina, pero justo al pie de ésta, en las vías del tren, tuvo que detenerse ante el sinnúmero de vagones que pasaban vertiginosamente. Asustada por el reciente suceso, puso los seguros de las puertas y, con nerviosismo, trató de ver qué sucedía afuera, pero no pudo hacerlo debido a la fuerte lluvia. Lo único que se mostró ante su vista fue el tren que aparecía y desaparecía en el agua al ritmo del vaivén de los limpiaparabrisas. Inquieta ante lo que parecía un tren interminable, supo que sólo podía esperar, así que reclinó su cabeza en el asiento y comenzó a respirar profundamente para normalizar su ritmo cardiaco. Mientras respiraba, la intensidad de la lluvia se incrementó; escuchar sus pensamientos fue una tarea difícil entre el fragor de los truenos y el constante repiqueteo de las gotas de agua. Todo hubiera salido bien de no haber sido por el rayo que se impactó con un árbol cercano. El fulgor y el ruido despedidos por el choque la dejaron aturdida por algunos instantes hasta que, poco a poco, recobró su vista y audición. Cuán frustrada se sintió al escuchar el rechinar de los metales mezclado con los golpes del agua: el tren seguía bloqueando su paso. Harta de tener que seguir 52


esperando, comenzó a moverse nerviosamente, pataleó hasta donde las dimensiones del carro se lo permitieron y volteó a todos lados sin mirar nada en particular hasta que, al fijarse con detenimiento, vio unas páginas mojadas apiladas en el asiento del copiloto. Por instinto, las tomó y comenzó a leer: …al darse cuenta de la desaparición de los ancianos y de que el asilo había dejado de ser el edificio pulcro que conoció minutos atrás, Elba examinó a su alrededor en busca de respuestas, y al hacerlo, vio cómo unos ojos amarillos la observaban desde una sombra sin forma. De inmediato, salió corriendo del lugar, y al subir a su carro, se fue a toda velocidad hasta que tuvo que detenerse debido al tren que pasaba justo en ese momento. Tras sus inefectivos intentos para tranquilizarse, pues la lluvia incrementó su ímpetu, con claridad vio cómo un rayo aterrizó en un árbol, dejándola turbada por unos momentos y, cuando volvió en sí, se dio cuenta de que a su lado, en el asiento del copiloto, estaban las páginas faltantes del cuento: …A causa de una funesta decisión cometida tiempo atrás por Trinidad —así se llamaba la anciana que leyó el último cuento—, todas las almas del asilo quedaron confinadas en las garras de un ente del bajo astral. 53


La vieja Trinidad, antes de pactar el trato, conocía de antemano la regla principal de la magia: no se puede obtener nada sin primero dar algo a cambio o, como le había sucedido a ella, no se puede adquirir un beneficio y después rehusarse a pagar el precio. Y así, como resultado de su ignorancia, el asilo se incendió y las almas inocentes de aquellos incautos quedaron bajo el poder del marqués de las serpientes, el presidente del infierno. La noticia del incendio conmovió a todas las personas del pueblo, quienes no tardaron en hablar del incidente y de los extraños acontecimientos sucedidos en aquel asilo abandonado, incluso años después de lo ocurrido. Solamente Trinidad conocía la verdad detrás de aquellos actos sobrenaturales, pues estos seguirían manifestándose hasta que el total de sesenta y un almas fueran recolectadas para el demonio. Un alma era lo único que hacía falta para que el pacto quedara saldado… el alma de Elba. Después de tanto tiempo, el profanador de lo sacro al fin tendría lo acordado, y para asegurarse que no hubiera errores, él mismo iría por ella. Cuando Elba terminó de leer el cuento, sintió cómo el miedo se apoderó de su cuerpo, causándole un parálisis casi total que sólo le permitió mover la cabeza para 54


ver reflejado, en el espejo retrovisor, al demonio que estaba sentado en los asientos traseros. FIN Las páginas del cuento se quedaron pegadas en los dedos de Elba cuando terminó de leerlo. Un terror inigualable recorrió con rapidez su cuerpo y la entumió de pies a cabeza. Sabía qué era lo que no debía hacer, pero sus ojos la traicionaron y miró: al ver el resplandor ambarino de una vista demoniaca, supo que nunca más podría impartir otro taller de escritura creativa.

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Elizeth Ávila Fuentes

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studia para ser escritora en la escuela de escritores de la SOGEM y por ahora ésa es su única obligación. Recientemente uno de sus cuentos (“Déjame dormir”, firmado con su nombre artístico: Scarlet Oliva) fue seleccionado por el blog Hago Cosas, en su convocatoria para jóvenes escritores Número 5. Su escritora favorita es Cassandra Clare y todos los años lee El principito de Antoine de Saint-Exupéry, para nunca olvidar lo que de verdad es un tema serio. Actualmente lucha por terminar su primera novela juvenil. Nació en la Ciudad de México en 1998. 57



Me gusta aprender

-¿Q

ué es eso?

—Es una cámara. —¿Para qué? —Para grabar esto —el niño pareció insatisfecho y el policía suspiró—. Para verlo una y otra vez. Tantas veces como queramos. —¿Cómo una película? —preguntó ilusionado. —Sí, como una película —el policía encendió la cámara y miró al niño sentado frente a él—. ¿Te importaría volver a contar los hechos? Tomó asiento y abrió una carpeta casi vacía. El niño lo miró confundido. —Lo que pasó —se aclaró el policía—. ¿Qué pasó está noche? —Nuestra madre salió para hacer unas compras y nosotros la llevamos al baño. —¿Tú y los otros niños del orfanato? —el niño no pareció notar la interrupción—. ¿Todos la sujetaron? —Vivo en un lugar con muchos niños. Ninguno es mi hermano o hermana, pero todos compartimos una madre —el niño se recargó en la silla, y la lisa y fría superficie le hicieron recordar la pregunta que hizo el policía frente a él—. No todos la sujetamos, no cabríamos en el baño. —¿Por qué querían llevarla al baño? 59


De nuevo, no hubo reacción de parte del niño, en realidad, parecía entusiasmado de hablar con él. —Por el agua caliente —sonrió orgulloso—. Fue mi idea. —Así que tú y otros niños la arrastraron al baño y la pusieron bajo el agua caliente de la regadera —el niño asintió—. ¿Por qué? —Todos la llamamos: la chica en las escaleras. No hablaba con nadie, se mantenía alejada de todos, incluso comía en las escaleras para evitarnos —el niño rio sin disimulo—. Por eso el nombre. Era muy solitaria. Pensé que era muda, nunca hablaba con nosotros, pero gritó cuando la metimos al agua caliente. El niño frunció el ceño al mencionar eso último, como si le molestara haberse equivocado con ella, haber descubierto que no era muda. —¿No les agradaba porque comía en las escaleras? —Nuestra madre no nos permite hacer eso, a ella sí. Eso puso a los demás niños muy molestos, a mí también. ¡No era justo! —el niño golpeó la mesa con sus puños. —Injusto, totalmente —el policía fingió estar de acuerdo con él—. No pareces alguien que tolere ese tipo de cosas. —No. No me gusta lo injusto, creo que todos deberían ser tratados igual —el niño comenzó a hablar más rápido—. Ella podía comer en las escaleras, nosotros no, ella podía ir a dormir tarde, nosotros no, ella podía no hablar con nadie, nosotros no. La carita del niño se puso roja, sus fosas nasales se expandieron y el puente de su nariz se arrugó. Fue extraño ese cambio tan repentino. De una sonrisa despreocupada a una muestra tan clara de disgusto. 60


—¿Ustedes no pueden no hablar con nadie? —preguntó el policía con calma. —Nuestra madre dice que debemos convivir, que eso es bueno, pero ella no hablaba con nadie y nuestra madre nunca le decía nada. La dejaba hacer cosas que a nosotros no. No era justo y debía saberlo. —Apuesto que el agua hirviendo la ayudó a entender el mensaje —el niño respiró profundamente antes de asentir—. ¿Después qué pasó? —Ella gritó mucho. Decía que nos detuviéramos, que la dejáramos en paz, que le dolía mucho. Antes de eso pensé que era muda —la misma frustración cruzó su cara—. La seguimos empujando al agua y ella se cayó. Los niños se fueron, sin importarles que el agua mojara su cuerpo rojo. ¡Ja!, parecía un jitomate —la broma no le hizo gracia al policía, y el niño pareció entender que debía continuar un poco más serio—. Cerré la llave del agua, la sentí tan caliente como se sienten los columpios un día muy muy soleado, y la vi. Estaba dormida y parecía que no despertaría pronto, y me pregunté si sus piernas y boca estarían conectadas. Como mis Legos. Si quitas una pieza todo se cae —el niño miró al policía antes de continuar. Tal vez pensó que lo interrumpiría con otra pregunta. —Continúa, por favor. —Abrí el cajón del mueble del baño, saqué unas tijeras que usé para cortar una línea desde su boca hasta su rodilla. La ropa fue fácil de cortar, la piel fue el problema y más la sangre que no dejaba de salpicar. Cuando separé la piel y pude ver dentro de ella, comprendí que sí, su boca y piernas estaban conectadas —el niño tocó su rodilla derecha y siguió un camino recto hasta el arco de sus labios. Un gesto tan insignificante como perturbador—. Nunca 61


lo pensé. Parece que tu boca y piernas están muy lejos, pero no. —Y después que descubrieras eso, tu mamá llegó ¿verdad? ¿Ella llamó a la policía? —Yo estaba guardando las tijeras cuando entró al baño y gritó, de una manera muy parecida a la que ella gritó. La miré y le dije: “Hoy aprendí algo nuevo”. Ella no pareció feliz y no entendí por qué, siempre se pone feliz cuando aprendemos algo nuevo. —¿Ella nos llamó? —repitió la pregunta que el niño decidió ignorar. —No. Ella se quedó conmigo, no me dijo nada, pero se quedó en la puerta y me miraba, hasta que otro policía llegó. Se parecía a ti, vestía igual. —¿Y ese policía te trajo a la estación? El niño hizo un puchero. —Fue malo. Me empujó y me lastimó mis manitas. Tú eres bueno. El policía pensó en la pregunta que estaba apunto de hacer. Una pregunta fácil, pero que condenaría a este niño, a este pobre niño que no alcanzaba a comprender lo que había hecho, a una vida tras las rejas. —¿Te arrepientes de lo que hiciste? El niño ladeó la cabeza y preguntó con cuanta inocencia pudo. —¿Por qué? Sólo aprendí algo nuevo.

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José Antonio Bautista Quiroz

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studió Letras Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, así como un diplomado en psicoterapia ericksoniana basada en la sabiduría universal, en el Centro Ericksoniano de México. Ha participado con un cuento en la antología Callejeros, cuentos urbanos de mundos soñados (2017). Trabaja en la Central de Abasto de la Ciudad de México, además de dar terapia a distancia. Sus autores preferidos son: Pierre Lemaitre, Johan Theorin, Víctor del Árbol, Henning Mankell, Verónica Llaca, Arturo Pérez-Reverte y Peter May. Actualmente prepara cuentos breves enfocados en la psicología de los personajes. Nació en la Ciudad de México en 1974. 63



Lluvia nocturna

H

oy comenzó a llover muy temprano. Salí como todas las madrugadas rumbo a la Central de Abasto. Los limpiadores del parabrisas del coche rechinaban cada vez que bajaban, dejando unas líneas de agua que dibujaban una mancha borrosa. La calle, como de costumbre, lucía solitaria. La luz del alumbrado público se reflejaba sobre el pavimento como un espejo brillante. Hacía frío. Me detuve en la gasolinería de la avenida Revolución. Pedí un café en el seven eleven, tomé unas mantecadas y pagué. Miré el reloj, las tres y media de la mañana. Iba con buen tiempo. Al salir del bajo puente de Mixcoac, vi que acababan de chocar. Era una camioneta blanca volcada con los pasajeros aún dentro y un coche negro golpeado del lado del copiloto. Me detuve. Las puertas de la camioneta no abrían, se habían atascado. Una chica golpeaba la ventanilla con desesperación y me hacía señas indicándome que la rompiera. Fui por el bastón de seguridad con el que atranco el volante, y regresé. Me di cuenta de que no podía romperla, la joven estaba muy cerca, casi pegada a ella. Rompí la ventanilla de atrás y estiró sus brazos para que la jalarla. La acomodé sobre el pasto del camellón. Faltaba sacar al conductor. —Ahí déjalo, por su culpa nos volteamos, veníamos discutiendo y no se fijó en el coche que venía incorporán65


dose por la entrada —lo que acababa de decir me tomó por sorpresa. —Pero no podemos dejarlo ahí, sangra de la frente. —Mejor saca la mochila —pasé de la sorpresa al desconcierto en un instante. Pareció no escucharme. Noté que estaba muy molesta. Regresé al coche por el vaso de café y se lo ofrecí. Le dio pequeños sorbos. Miré de nuevo el reloj y le dije que me tenía que ir, que le hablara a algún familiar mientras llegaba el apoyo de las autoridades. No me dejes, susurró. Sin embargo, arranqué el motor. Su figura se iba perdiendo por el retrovisor. La lluvia no cedía. De mi cabello escurrían gotas que helaban mi cara. ¿Qué más da? Me dije a mí mismo, los clientes del negocio podían esperar. Di la vuelta en el primer retorno que vi y regresé. Ya había llegado una ambulancia. Los paramédicos la estaban atendiendo. Uno de ellos dijo que no era más que una crisis nerviosa, mientras se limpiaba la frente. Me preguntó si era su familiar. Negué con un movimiento de cabeza. El conductor estaba sobre una camilla. Varias lesiones en casi todo el cuerpo lo tenían paralizado. Lo único que movía eran sus ojos que buscaban con insistencia mi mirada. Al principio no lo noté, pero la chica acaparaba mi atención con ese encanto que le otorgaba la lluvia sobre sus pechos, resaltando la redondez de sus pezones. Una pequeña panza sobresalía de su cuerpo. Cuando notó que la miraba, cruzó los brazos para protegerse. Le ofrecí mi chamarra, aunque estaba mojada, por dentro aún estaba seca y guardaba el calor de mi cuerpo. La coloqué sobre sus hombros. Le quedaba grande. La capucha le tapaba la mitad de la cara. Me terminé tu café, me dijo. 66


Levantaron la camilla y subieron al conductor. Mi teléfono, toma mi teléfono y llama a mis padres, por favor; quedó en la camioneta, dijo con dificultad. Lo que no supe era si me decía a mí o a la chica. Fui a buscarlo y lo encontré entre el toldo y el espejo retrovisor, también había una pequeña mochila deportiva en la parte de atrás. Al abrirla vi que estaba llena de dinero, pero en el fondo, además, había una pistola. Volteé de inmediato buscando a la chica que se apresuraba hacia mí con las manos sobre el estómago. No digas nada, por favor, escóndela, ¡rápido! La dejé donde estaba y apenas hubo dicho eso cuando de una patrulla descendió un policía que venía hacia nosotros. Por el radio se oían palabras en clave. Era alto y panzón, su colega se dirigía con el conductor del otro auto. Le revisaría los papeles: licencia, tarjeta de circulación, engomado, y por el radio verificaría que no tuviera reporte de robo. ¡Robo! Eso había dicho el policía que se acercó a nosotros, que la camioneta tenía reporte de robo. Que tendrían que arrastrarla con grúa al corralón y que la chica y su acompañante tendrían que declarar. Me ganaron los nervios. No sé por qué. No debía nada. No era mi asunto. La chica me veía como diciendo: “No te vayas, no me abandones, no en este momento.” Mientras le mostraba mi identificación al policía, se sentó en la banqueta, muy cerca de mi auto, se acurrucó en la chamarra y comenzó a llorar. —Mira, galán —dijo el policía—, entiendo tus buenas intenciones y sé que no tienes nada que ver en esto, pero mi pareja y yo te encontramos en la escena con esta muchachita y sea como sea ya estás involucrado; pero, ¿sabes algo?, ni tu auto ni tú tienen broncas. Así que vamos a resolver esto 67


rápido. Saca de tu cartera cinco de los grandes y te puedes ir; o bien, puedes quedarte a acompañar a este par de ingratos que ni las gracias te han dado por ayudarlos. De momento sentí un alivio en todo mi cuerpo entumecido por la humedad y los nervios. Tuve el pensamiento impulsivo de ir por la mochila y tomar de ahí lo que pedía el policía. Como sea, no podía hacer más por la chica. Volteé a verla, pero ya no estaba donde se había sentado. Volteé al otro lado, la ambulancia continuaba atendiendo al conductor. Un auto rotulado con el logo de una aseguradora estaba llegando. La lluvia había empezado a caer con más fuerza. Continué buscándola alrededor cuando, de pronto, escuché las llantas de mi auto derrapar por el pavimento mojado. Estaba escapando. Corrí a la camioneta y confirmé mi única sospecha: se había llevado la mochila. Lo primero que se me ocurrió fue subirme a la patrulla. Arrancamos a toda velocidad. Recuperar mi auto era prioritario. El otro policía se había quedado custodiando al conductor de la camioneta. El lenguaje encriptado por el radio era casi un grito: “Aquí Potro azul JL49, tengo un FK 14 sobre Churubusco, vehículo golf plata, viejo, con un sospechoso de sexo femenino a bordo escapando; necesito refuerzos, cambio.”. La avenida a esa hora (ya eran casi las cuatro de la mañana) estaba sola. La lluvia se intensificaba a medida que la patrulla ganaba velocidad. El parpadeo de las luces azul y rojo de la torreta iluminaban los troncos de los árboles que escurrían grandes gotas de lluvia. A lo lejos alcanzamos a ver un auto que se desviaba para tomar la Calzada de Tlalpan, pero no sabíamos si se trataba del mío, los limpiadores del parabrisas que iban y venían con rapidez, no nos 68


ayudaban con la vista. En todo caso, nos llevaba bastantes metros de ventaja. Aun así, el policía siguió el mismo camino. Por el radio continuaba hablando con su lenguaje en clave. Había pedido el apoyo del C5 para no perder su ubicación. Alcancé a ver que el auto doblaba rumbo a Coyoacán, como si estuviera rodeando la zona o como si estuviera regresando al mismo punto. La patrulla Dodge Charger alcanzaba velocidades altas en muy poco tiempo a pesar de tratarse de un vehículo pesado. Vimos a la distancia que el auto no frenaba en los topes. Supimos que era ella. Enseguida se incorporó a la avenida División del Norte y retomó el Circuito interior. El golf no tenía mucha potencia, pero la chica era hábil para conducir. Se alejó tanto como pudo. No sabíamos hacia dónde se dirigía, pero ella sí sabía que la íbamos siguiendo, lo que le daba la ventaja de poder volver a desviarse en alguna otra salida. Por el radio, el policía daba órdenes de encapsularla, cerrarle el paso en las entradas y salidas, más adelante sobre los carriles centrales. Recordé el arma en la mochila, pero no abrí la boca por temor a que pensara que tenía información de más. No creí que la chica fuera a utilizarla en contra nuestra. La intuición del policía atinó. El golf seguía derecho. La avenida se prestaba para correr por su falta de topes y semáforos. En las desviaciones empezábamos a ver cómo otras patrullas cerraban el paso. La chica también lo había notado porque aceleró más. De pronto vimos que zigzagueó varias veces. Un camión de basura había tirado varias bolsas, que quedaron sobre el carril central. Por un momento parecía que perdía 69


el control del coche, pero continuó avanzando. Nosotros las esquivamos con cierta facilidad, ya que sin querer nos había alertado. Con lo que no contábamos era con el charco que se había formado pasando una curva prolongada. Las llantas levantaron el agua negra varios metros y perdieron contacto con el pavimento. La patrulla golpeó todo el lado del copiloto con el muro de contención. El vehículo viró y quedó en sentido contrario, pero el motor seguía encendido. Retomamos el camino, pero a ella la habíamos perdido. Además, no arrancamos a la misma velocidad; esta vez íbamos más despacio. Me le quedé viendo al policía con una extrañeza poco común en mí. No sabía qué pasaba. Vi que varias patrullas nos rebasaban. Eran tres camionetas y cuatro motociclistas. El ulular invadía todo el espacio y apagaba el ruido de la lluvia que se había intensificado aún más. Mi desconcierto aumentó cuando se detuvo por completo, en pleno carril de baja velocidad. Apagó el motor. Nos quedamos quietos. La desesperación empezaba a invadirme. Le pregunté qué sucedía, casi en tono de reclamo, pero no contestó. Su mirada seguía fija en los carriles centrales como una flecha que sigue en una misma dirección. Ese mutismo llenó de incomodidad el interior de la patrulla. De la guantera sacó una cajetilla de cigarros. Eran unos Faros. Sacó uno con mucha delicadeza. Lo miró de tal modo que parecía que lo estaba contemplando, como si el mundo se hubiera detenido; como si la lluvia hubiera quedado congelada en una imagen en la que se podían contar una a una las gotas suspendidas en el aire. Lo acercó a su nariz y al olerlo cerró los ojos. Así se quedó un momento. Después, con la punta de la lengua comenzó a chuparlo rodándolo con los dedos hasta dejarlo todo remojado, menos la orilla por donde lo agarraba. Lo acomodó entre sus labios 70


que se fruncieron para sujetarlo. Enseguida giró la rueda del encendedor. Unas chispas diminutas aparecieron. Volvió a intentarlo, presionando el pulsador con insistencia, pero tampoco logró encenderlo. Verificó esa parte pequeña que llaman “piedra” y la colocó en modo de encendido máximo. Una pequeña flama apareció iluminando la blancura del cigarrillo para desaparecer casi al instante. Los ojos del policía brillaban. Dio una calada profunda entrecerrándolos y enseguida soltó una gran bocanada de humo que abarcó todo el parabrisas. Comencé a toser. Me ofreció uno, pero con la mano dije que no. —Allá tú, no sabes de lo que te pierdes, galán —dijo al tiempo que lo sostenía con tres dedos y daba otra calada. —Lo que no quiero perder es mi auto, oficial, ¿por qué se detuvo? —intenté que mi voz no sonara a reclamo, pero sí enérgica. —Tú tranquilo y yo nervioso, galán, la vamos a atrapar —dijo con una calma que envidiaba por increíble. —Pero ya nos lleva muchos kilómetros de distancia. —Ya te dije que la agarraremos, las cápsulas no fallan —de repente cambió la conversación—. ¿Sabes por qué fumo Faros? Porque me recuerdan a mi padre, un hombre honorable; no como yo que sólo soy un polizonte que se gana la vida levantando infracciones. El olor del cigarro me recuerda cuando me cargaba en sus brazos. Quise decirle que sus recuerdos de la infancia me valían madres, pero me contuve. Me sentía desesperado. En cada bocanada que daba sentía que perdíamos una eternidad, sin embargo, no podía exigirle que arrancara. Estaba a su merced, viendo cómo pasaban otras dos patrullas a toda velocidad con el molesto sonido de la sirena. El cigarro ya casi le quemaba los dedos. Por el radio le comunicaban 71


algo que sólo él entendió: “L40XXJ Caballero andante con el objetivo a la vista, mi Potro azul; estamos en FK58 esperando órdenes.” Abrió la ventanilla y un aire frío entró y despejó el humo. Respiré hondo a modo de suspiro. —Antes de ir por nuestro objetivo, tenemos que ponernos de acuerdo con el varo, galán —dijo mirándome por primera vez desde que habíamos arrancado—, ya no son cinco, ahora serán diez mil. Tu coche ya está involucrado en una fuga. ¿Sabes lo que significa? Corralón seguro, mi rey. Además, tu chica está por caer en la trampa como un ratón. Los camaradas del C5 la van siguiendo con las cámaras. De repente, entre el lenguaje en clave del radio alcancé a entender algo: “la acabamos de perder, Potro azul, repito, la acabamos de perder; el Caballero andante ya no está en posición de detenerla, cambio.” Pisó el pedal del acelerador. Las llantas derraparon. Varias patrullas se nos emparejaban. Más adelante, el golf estaba detenido con la puerta abierta. La chica, tal vez al adivinar que intentaban encapsularla, se bajó y había escapado subiendo a un puente peatonal. Otro policía le seguía los pasos de cerca. Vimos cómo corrían atravesando el puente. Fuimos detrás de ellos. Pero cuando estábamos a punto de alcanzarlos, la chica se desplomó. Del otro lado del puente el ulular de las patrullas era ensordecedor. Incluso ya tenían encapsulado mi golf. —Levántese, señorita —dijo el policía que la alcanzó, pero no hizo caso. Había enconchado su cuerpo, adoptando una posición fetal. Con sus manos tocaba su vientre, como protegiéndolo. El policía al que le decían Potro azul y yo cruzamos una mirada de desconcierto. Entre sollozos y el ruido de la lluvia escuchamos algo: 72


—Quiero a mi bebé, yo sí quiero tenerlo, sí lo quiero. Por favor, déjenme ir. En ese momento el policía que resguardaba al conductor de la camioneta radiaba el reporte a Potro azul de que la había obligado a abortar, que traía una mochila con dinero para la operación y una pistola, por si la chica seguía resistiéndose. No tardó en llegar otro policía con la mochila que había dejado en el golf. Se la entregó a Potro azul. Al asomarse al interior vio la pistola. De reojo vi que el dinero no estaba. Volteé a ver al policía con desconfianza. Tal vez un posible hurto, pensé, pero no logré saber nada. Sin embargo, nos subieron a una patrulla. —De aquí no salen hasta que se aclare todo —dijo con voz amenazante—, y tú, ya sabes en lo que quedamos, dijo sin dejar de mirarme. Seguía confiando en que yo no debía nada. Mi presencia en los hechos era circunstancial. No había cometido ningún delito. La chica sí estaba en problemas. Su celular sonó. Potro azul le hizo una señal con la cabeza indicándole que contestara por el altavoz. Una voz de mujer preguntaba en tono de preocupación en dónde estaba. La chica le explicó la situación y le dio la ubicación. Voy para allá, dijo, y colgó. —¿Y el dinero, chica maravilla? —preguntó Potro azul. —No sé. —¡Cómo no vas a saber, con un carajo! —dio un manotazo sobre el manubrio que hizo sonar el claxon. —Lo aventé por la ventanilla. —Más te vale que digas la verdad, niña, si no, ya te cargó la chingada. 73


Se comunicó con el personal del C5 para verificar la veracidad de lo dicho por la chica. Le dijeron que se veía cómo había sacado la mano arrojando algo, pero que por la lluvia y la distancia de las cámaras no se alcanzaba a ver el contenido. Envió de inmediato a un policía a buscar. —No había nada, mi comandante. —¡¿Cómo madres no?! —Se lo aseguro, mi comandante, ya revisamos la zona. En ese momento la chica empezó a marearse y comenzó a vomitar. Me obligó a tragarme unas pastillas, el maldito, dijo cuando se recuperó. El policía llamó a una ambulancia que no tardó en llegar. Noté que la miraba diferente. La amiga llegó minutos después. Se abrazaron y la chica comenzó a llorar. A partir de entonces ya no se separó de ella. Antes de subirse a la ambulancia, me devolvió mi chamarra que aún estaba empapada y se disculpó. Me la puse para aprovechar el calor que aún guardaba en su interior. La amiga estiró su mano dándome su tarjeta de presentación. Por si te debemos algo, dijo y subió también a la ambulancia. Potro azul se apresuró a ellas para preguntar una vez más por el dinero. —Ya le dije que lo aventé lo más lejos que pude. —No te creo. Cerré los ojos. En qué situación me había metido. No tenía el monto que me pedía para soltarme. Tendría que llamarle a alguien del mercado para que viniera a ayudarme, ¿pero a quién? Saqué el celular de mi pantalón para buscar con quien comunicarme. Cuando quise guardarlo en la bolsa oculta de la chamarra noté que algo estorbaba. Metí la mano y sa74


qué un fajo de billetes. Revisé las bolsas laterales y también había otros dos fajos en cada una. La chica, pensé, ¿quién más? Potro azul se acercaba y disimulé lo mejor que pude. —¿Qué pasó, galán, ya tienes lo mío? Como no había hecho nada, pensé que tampoco debía darle nada. —Deme chance, oficial, yo no tengo nada que ver. Chínguese mejor al que provocó todo esto, al conductor de la camioneta. A mí déjeme ir, tengo que llegar a mi trabajo todavía. A la chica también debería soltarla, si ya la ayudó llamando a la ambulancia, ¿qué más da dejarla ir? —No es tan fácil, galán, ya se hizo mucho ruido y mis superiores me pedirán cuentas. —No lo haga por nosotros, hágalo por usted. Por su padre, ¿no dice que era un hombre honorable? Mire, sólo tengo este par de billetes, no lo tome a mal. Los tomó, alcanzó a la chica y se los entregó. —Para que te atiendas, que todo esté bien. —Gracias —la chica lo miró con la misma extrañeza con la que yo lo había hecho en un principio. Vimos cómo se alejaba la ambulancia. —¿Puedo preguntarle algo?, ¿por qué lo hizo? Sacó el último cigarro de la cajetilla, lo miró como si lo estuviera contemplando, repitió el ritual anterior y le dio una gran calada. —Por mi padre, lo hice por mi padre. Y por mí. Ahora vete, antes de que me arrepienta. Atravesé el puente y me subí a mi coche, las patrullas abrían el paso. Al llegar a mi trabajo, había dejado de llover. Saqué la tarjeta de la amiga. Tenía que devolver algo. 75



José Alberto Bonilla Torres

O

riginario de Querétaro (1998). Estudia Química, área biotecnología. Es aficionado a la lectura y escritura, tiene como modelos de inspiración a Victor Hugo y a Oscar Wilde. Tiene escrita una novela distópica: Guerras Floridas y otra novela-testimonio Chimère. 77



Cabezas rojas

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l cielo color gris plomizo anunciaba el comienzo del invierno y la próxima nevada en el pueblo de Beaver Fort. Casper seguía sin alzar los ojos del círculo perfectamente dibujado sobre la mesa. La bebida, que no paraba de escupir vapor como espectros fantasmales, tenía la engañosa apariencia de un café. Le gustaba siempre pedirle lo mismo a la camarera del viejo bar de Waterford como también le hacía gracia pensar que el bar llevaba el mismo nombre que la ciudad de la provincia de Munster, en Irlanda. Jamás había visitado aquel lugar, por supuesto, pero de igual forma se imaginaba siempre a su gente bebiendo cerveza negra, aunque si bien es cierto que es un estereotipo estúpido, quizá ganaba fuerza debido a que la manufacturera de la cerveza Guinness tenía sede en Dublín. En lo que sí estaba de acuerdo era en que de allá eran los mejores productores de indie rock, y he aquí donde empezó la historia. Casper era el clásico chico cazador de antigüedades en una tienda de discos. Al principio sus expectativas eran altamente grandes pero luego supo que en esta época jamás nacería otro Chuck Berry, un James Brown o un Ben E. King así que se conformó con comprar recopilatorios de sus más grandes éxitos. A la música de ahora solía llamarla “contaminación acústica”. 79


El día 27 de noviembre del año 2001 había llevado un solo disco a la caja sin prestar atención al cajero, como siempre, lo conocía por el nombre de David, esto debido al gafete prendido de su solapa, pero muchos le decían gordo David por obvias razones. Además de que no era una imagen realmente agradable, enfatizada por las cicatrices de su profuso acné juvenil y su personalidad hostil. —Dos con cincuenta —dijo. Casper se precipitó en sacar su cartera del bolsillo trasero cuando se detuvo en medio del acto. Era una voz aguda, dulce y suave, y eso era imposible de parte de David a menos que hubiese sido sometido a una especie de castración como el pobre Francesco Grossi. De inmediato se le vino un fragmento de una novela a la mente: “Tu pelo es fuego de invierno, rescoldo de enero, allí arde también mi corazón”. Probablemente era del rey del terror, quién sabe, no lo logró recordar. Estaba demasiado aturdido para hacerlo. Más aun cuando sus manos rozaron las suyas al entregarle el cambio. Se fijó primero en su piel blanca y en el lunar, cerca de sus labios, que decoraba como una estrella al firmamento. Llevaba el pelo rojizo recogido en una trenza. “Rosa inglesa”, pensó, evocando nuevamente una cita, esta vez de Sarah Lark en su trilogía de La nube blanca aclarando que era una expresión común extendida en las islas británicas para las chicas de este tipo. Blair Brooks lo miró con impaciencia, con esos ojos tan oscuros como un abismo. —¿Es todo? Casper despertó de su sueño, cogió la bolsa y salió sin atreverse a mirar atrás. El pequeño pueblo de Beaver Fort se 80


encontraba en una tensión superficial al igual que los pueblos circundantes, como era el caso de Deephollow. Esto debido a una presión política ejercida últimamente por una iniciativa presentada en el Congreso que posteriormente adoptaría una resolución. El país entero estaba envuelto por una especie de turbia atmósfera. Sin embargo, como ya era sabido, la propaganda se hacía cada vez más fuerte con esos cartelones que recordaban al “I WANT YOU FOR THE U.S. ARMY” y el dedo acusador del Tío Sam. Sólo que éstos decían: “únete, menos wetback”. No sólo era algo en contra de los latinoamericanos sino en contra de todos los inmigrantes o inclusive descendientes de hispanos, pero en su mayoría a los mexicanos, otro estúpido apodo probablemente nacido en Texas. Se podría traducir como “espaldas mojadas”, haciendo referencia a todos los que querían cruzar a nado el río Bravo. Casper miró uno de los carteles y luego empujó la puerta del instituto. Era obvio que algunos maestros mostraban una postura conservadora mientras otros eran temerosamente liberales. En clase de ciencias, el maestro sujetaba un libro a la par que señalaba en dirección a un modelo anatómico, probablemente salido de una caja de Learning Resources; apuntaba al nódulo de Aschoff-Tawara y, como haciendo una línea imaginaria, recorrió el haz de His por todo el fino cordón. —Oye Casper —una voz interrumpió sus pensamientos—, ¿pensaste en algo para la fiesta de recaudación?, ¡ayúdame hombre!, ¡estoy en blanco! Era Bruce, sentado al borde de su butaca intentando no llamar la atención. Casper lo había olvidado por completo, la fiesta de recaudación se llevaba a cabo cada año en el instituto Grover 81


Cleveland y hoy tocaba la presentación de proyectos en el auditorio con presencia de cientos de estudiantes. —¡Te dije que me avisaras! —susurró en voz baja, casi imposible para el grado de sorpresa. —Lo siento, lo…. —Bruce todavía no acababa de responder cuando un par de órganos cayeron por el suelo deslizándose hasta llegar a los pies de Casper. El maestro los había dejado caer luego de montar terriblemente mal la caja torácica. Ahí estaba la mitad de un riñón seccionado, el hígado sin su vesícula biliar y los intestinos. Algo parecido a lo que le ocurriría si no ingeniaba algo lo suficiente bueno para no dar cuenta de su terrible Alzheimer. Tratar de engañarse con que lo haría, era lo mismo que dejarle a un oso marino australiano una croqueta salada en forma de pescado esperando que creyera que es una merluza. Así, bajo este contexto, la tercera en pasar fue la niña Jenn que con un golpecito en la rejilla del micrófono hizo resonar el auditorio con un chirrido espantoso. Su idea era sobre un mercado de pulgas, vaya que quizá en otro momento hubiese sido oportuno pero la idea de artículos viejos provocó unas sonrisas incómodas. —¡Casper! , ¡Casper!, tú sigues —lo alentó Bruce cuando ya lo llamaban. Pero tenía la mente en blanco como una hoja de papel. Era un auditorio espacioso singularmente sencillo, adornado por todas partes por lucecillas titilantes como hadas de cuento y letreros de neón. Tan atractivos como los viejos carteles de Budweiser. Además de tiras de papel calado colgados en tiras de tela engomada y unos gallardetes dispuestos aleatoriamente como a quien se le ha acabado 82


el tiempo. Y lo más importante, un buen número de sillas plegables distribuidas en filas todas ocupadas. Casper se acercó al podio como un presidente antes de dar el Discurso del Estado de la Unión y no haberse tomado el tiempo una noche antes para vincular aspectos de comercio internacional con la propiedad intelectual. Permaneció quieto por unos segundos que le parecieron una eternidad. —Mi proyecto es sobre… —dijo esperando una señal divina. Allí entre el montón de gente resaltaba un color rojo como una remolacha. Era Blair Brooks que lo veía con esos ojos indescifrables—, un festival de personas pelirrojas. Quizá Pascal Sacleux lo hubiera maldecido en ese instante por pasarse por los cojones el Red Love Festival o lo mismo los australianos con sus ridículos cortes mullet por robarse la esencia de su tradición. Durante los días siguientes se hizo la votación, y como por ironía su proyecto encabezaba la lista, así que Casper empezó a formular las reglas. La primera y la única que le importaba era “llevar contigo a una persona pelirroja” esto con el afán de invitar a Blair. No sabía cómo había llegado ahí, sabía que podían traer invitados a la reunión pero nunca se imaginó que fueran de esas personas que se tomaran tiempo para algo tan insignificante. Así que sin más visitó su tienda. Estaba tan bella como siempre. Debieron verlo, tras la ventana de cristal con esa mirada tan estúpida igual que en las películas del cine de oro. Esas clásicas blanco y negro de finales de los treinta. Quería hablarle, de verdad quería hacerlo, pero sabía que quizá no le devolvería la sonrisa “¿qué se supone que haga, estúpido corazón?” Se dijo y, sin más, entró. 83


El tintineo de una campana de latón le dio la bienvenida pero él apenas la había escuchado cuando estaba delante del mostrador. —¿Te gustaría ir conmigo a la fiesta de recaudación? Por un momento creyó haber imaginado preguntárselo hasta que Blair lo miró y sonrió. Era una sonrisa radiante y hermosa no como el horroroso rictus de Casper que parecía hacer cada que le gastaban una buena broma. —Lo siento — dijo—, me acaban de invitar. Los siguientes días vio un movimiento animado entre los pasillos. Algunos lo felicitaban como héroe por sus hazañas bélicas pero él se sentía terriblemente mal. Al paso de unas semanas llegó el día y él estaba dentro del salón de fiestas. No era más que la cancha de básquet disfrazada por un montón de adornos. El piso parecía bastante limpio aunque era de esperarse al ser de madera de arce. Había música con el volumen a tope y cuerpos moviéndose al ritmo de las canciones. A Casper se le figuraban sujetos a los que les acababa de dar un ataque epiléptico sobre la pista, aunque sabía que no debía bromear sobre el tema. Era una broma personal. Y esas cabelleras rojizas se le figuraban un montón de pompones como los que sacudían las porristas. Al fondo había una barra con pastelillos rellenos de natillas, sorbetes, tartas de fruta y un enorme panqué de licor de almendras. Se dirigió ahí y tomó un batido de frutas tropicales y algarroba. Su estómago rugió protestando. Sin embargo no le prestó atención, era el recurso que se usaba cuando uno tenía dos pies izquierdos. De pronto las bocinas empezaron a escupir ese ritmo lento y acompasado de More Than Words. Como hechizadas, las mujeres rodearon con sus brazos los cuellos de los hombres, y éstos 84


sujetaron con sus manos las cinturas. Casper sólo escuchó el estribillo: “What would you do if my heart was torn in two?” cuando su vista se detuvo en Blair que recostaba su frente sobre el pecho de David. No lo creía, le dio otro trago al batido como si hubiera escanciado un vaso de aguardiente. Se sentó en una mesa redonda con sillones a su alrededor, totalmente derrotado. —Patético —dijo una chica con un cigarrillo entre los dedos de los cuales ascendía una columna de humo en línea recta. No parecía mayor. Tentativamente unos quince años, con el cabello anaranjado como una zanahoria. Casper levantó la vista y de pronto se encontró con cinco chicos de cabellos de flama mirándolo con curiosidad. Cada unos más diferente que el otro. El que llamó más su atención era un chico moreno con el mismo tono de cabello que los demás. Más tarde sabría que se llamaba André y que era de Río de Janeiro, la ciudad más costera de Brasil. —¿No la estás pasando bien tu tampoco? —preguntó un chico regordete, de baja estatura con el cabello chino y alborotado. Tras las gafas, sus ojos se veían tan diminutos como perdigones. Era George. Casper no respondió, la escena le parecía ridícula como una comedia hollywoodense de mal gusto. —Al menos no la pasas tan mal como Terry —aseguró con una mirada a un chico que descansaba sobre el respaldo acojinado de su silla de ruedas. Vestía un smoking negro de etiqueta y una corbata blanca de muselina—. A él lo invitaron sólo para que la chica pudiera venir a la fiesta —dijo un poco reflexivo—, bueno, como a todos lo que estamos aquí. 85


—¿También a ti te ocurrió? —preguntó Casper cada vez más interesado. Pero antes de que pudiera responder, una chica delgada, con aspecto anodino, que no era la primera en hablar, interrumpió. —Deberíamos irnos, creo que esta fiesta ya se terminó para nosotros desde hace un buen rato. A Casper no le gustó escuchar eso, y que todos estuvieran asintiendo luego de ver los trajes impecables de los chicos y los vestidos de las chicas color negro y blanco, de satén. —Esperen, creo que quedaron unos pocos bocadillos en la barra. ¿Por qué no los traigo y empiezan cada uno desde el principio? —Estoy segura de que esas cosas nos matarán —dijo Paige, la chica con aires de rebeldía al momento que ponía los ojos en blanco. —No tanto como tu cigarrillo —contestó y noto cómo casi una sonrisa imperceptible se dibujaba en sus labios. La fiesta había terminado hacía dos días y ahora tenía cinco números registrados en su celular. Había sido un total éxito. La escuela había recaudado fondos suficientes y había recibido donativos por parte de agencias de gobierno y organizaciones del condado de Blackburn. Ahora sólo quería hacer algo estúpido, como todas las cosas locas que no se atrevía a hacer. Quizás algo como viajar en un Buick Roadmaster de los años 50 con The Byrds sonando en la radio o inhalar media raya de cocaína en alguna excursión grupal. Pero no lo hizo porque no estaba tan seguro de que le contestarían, pero sin darse cuenta ya tenía una cita en la tarde en el restaurante chino de la Séptima Avenida. Decidió usar una cazadora, unos vaqueros gastados y unas zapatillas deportivas. Se 86


miró al espejo, se parecía a James Dean fuera de los años sesenta. No era guapo como los personajes principales de las novelas que puedes hojear en un supermercado. Era de mediana estatura, delgado pero fuerte y algo distraído. Llevaba el cabello alborotado pero sin duda tenía algo que provocaba un singular interés. Se presentó en el restaurante no tan seguro de que estuvieran tras la puerta. Pero esos Duì lián, esas tiras de papel pegadas verticalmente a cada lado de la puerta lo incitaban a entrar. La empujó y entró. El lugar era una fiesta de colores. Había lámparas chinas redondas de papel de seda sobre bastidores de bambú. Un Maneki-neko en el mostrador moviendo ligeramente un brazo y en el otro sosteniendo un Koban, lo que le hizo pensar a Casper que estaba influenciado por la cultura japonesa. También había petardos de papel brillante como los que se usan en año nuevo y papel picado sobre las mesas reemplazando los manteles. —¡Hey!, ¡Casper!, ¡estamos por aquí! —alzó la mano André. Allí estaban todos, en una mesita al fondo, con sus vistosos colores como un auténtico mar rojo. Cualquiera podría decir que eran los perdedores de la preparatoria Grover Cleveland pero no le importó en lo más mínimo. Eran lo más cercano a un amigo desde que Bruce le llevó todas las tareas en las vacaciones de verano cuando había pescado un resfriado del diablo. Algunos ya se habían adelantado, Ginger, la chica delgada con la que aún no se había familiarizado, había pedido cerdo agridulce, Paige tenía un plato repleto del legen87


dario pollo del general Tso y casi todos acompañados por fideos con ternera y verduras. —¿Qué pasa amigo?, ¿se te fue el tren? —preguntó Terry. A la par que todos sonreían de forma burlona. Casper sólo hizo una pobre imitación de su voz con una chispa cómica y fue a servirse unos rollitos primavera. Se llevaron cerca de dos horas discutiendo desde temas como la abducción de Betty Andreasson hasta el buen argumento que tenía la serie Killer Instinct pero lo mal que había resultado para la televisión. —A todo esto, ¿deberíamos tener un nombre, no? Como en esa vieja película del 85 The Breakfast Club o como el Club de los perdedores, esos chicos de Derry que eran acosados por un payaso alienígena —sugirió George. —Creo que es una buena idea —dijo André—, ¿pero qué se les ocurre? —Vamos, digan sus más retorcidas ideas —los animó Paige—, a mí se me ocurre ¡cabezas de tomate! Todos rieron. —Discúlpame Paige pero creo que ése es un nombre fatal, ¿qué tal cabezas de cerilla? —espetó Terry. —Hombres llama —dijo Ginger. —No, creo que con ése nos podrían confundir con esos animales mamíferos —dijo Casper reflexivo. —¡Lo tengo! —dijo George—, cabezas de ¡Gudu Pop! André soltó una carcajada y todos se contagiaron. Casper recordó aquella serie española llamada Polseres vermelles emitida por la televisión de Catalunya y lo único que se le ocurrió fue decir: —Cabezas rojas. —Me agrada, es un poco simple pero creo que funciona— dijo Paige. 88


—O, ¿qué tal cabezas huecas? —bromeó Casper pero lo único que logró fue que Paige agarrara con su mano un montón de fideos y se los arrojara en la cara. Quedó salpicado de salsa de tomate y pimientos por doquier. —¡Guerra de comida! —gritó George. Y así fue como el pobre restaurante de la anciana Ming pasó a ser un campo de guerra. Le siguieron un par de travesuras cada vez más frecuentes, robaron una botella brillante de color miel que resultó ser whiskey de Bourbon en la que la etiqueta se leía Jim Beam, una botella de ron de Bacardi Raspberry y un par de latas de cerveza. André distrajo a los empleados del minisúper mientras los demás tomaban las bebidas heladas de los enormes refrigeradores y las ponían en el regazo de Terry como si se tratase de un carrito de supermercado. El resto del día imaginaron ver las luces centelleantes y escuchar las sirenas de la patrulla pero creyeron haberlas perdido al descender por la empinada carretera asfaltada por la que se deslizó Terry a gran velocidad como un carro al que le faltan frenos. Habían llegado a la vieja estación del ferrocarril y allí se embriagaron hasta perderse. Una vez visitaron el río Bodwer llevando un arsenal confiscado de golosinas y bombones que asaron en una fogata. Y una memorable ocasión alentaron a George a hacerle frente al matón de la escuela que se robaba su almuerzo. Aunque esto último no salió tan bien porque a George le pegaron una patada en el estómago y Casper tuvo que ponerse un bistec crudo sobre su ojo morado. Habían logrado una reputación en el pequeño pueblo de Beaver Fort como Los Cabezas Rojas, aunque Casper fuera el único con la cabeza de color negro como el azabache. 89


Los días de tensión aumentaron. Con la inminente llegada al cargo de la presidencia por parte de Herman Hughes, un miembro de extrema derecha, las alarmas se dispararon. El Wall Street Journal dedicaba columnas enteras y los periodistas no dejaban de decir que la votación se había visto influida por una injerencia rusa. Como fuese, implementó desde su primer gestión una política de tolerancia cero, iniciando el proceso de deportación de muchos inmigrantes inclusive de aquellos que tenían Green Card que los convertía en residentes legales. Delante de las cámaras y de líderes locales y federales presentó las nuevas leyes migratorias. Esas propuestas legislativas fueron aprobadas por el Senado y por la Cámara de Representantes en las sesiones plenarias convirtiéndose en ley. El Senado la había aprobado con 51 votos a favor y 48 en contra. Pero todo se complicó para Los Cabezas Rojas cuando deportaron a André y el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas lo esperaba fuera de su casa porque ¡vamos! a nadie le iba a importar ahora el lema de “Liberty and union, now and forever” de Dakota del Norte. Era inevitable pensar en la cacería de brujas del XVII en Europa y en el secretario de Justicia Jeff Sessions actuando como verdugo en los juicios de Salem. Y de igual forma era difícil de imaginar que André era Jesse James y uno de sus amigos Robert Ford que le había pegado un tiro en la cabeza por la espalda. Es decir, un traidor. El fiscal general había mandado investigar éste y miles de casos más concluyendo que André debía ser llevado a un centro de detención de inmigrantes. Esto le provocó la separación de sus padres. André fue llevado a la Oficina de 90


Instalación de Refugiados (ORR) junto con doce mil niños de países como Guatemala, Honduras y El Salvador. Jamás quiso hablar de lo ocurrido pero el periódico El Heraldo revelaba lo siguiente :“duermen en colchones sobre el concreto en unidades delineadas por cercas metálicas que ofrecen al conjunto la impresión de una enorme jaula.” Era de obviar que Cabezas Rojas se había desintegrado. Y como de la nada la enfermedad arremetió a Casper un buen día de verano. De pronto había dejado de comer, la piel se había ceñido a sus huesos y una que otra vez corría al váter para vomitar una masa sanguinolenta. Su rostro enfermizo y amarillento no pronosticaba nada bueno. Aún recordaba el día, le habían dicho que ayunara, como si hiciera falta recordarlo. El médico apostó por hacer una prueba de ingesta de bario coloreando las paredes del tubo digestivo y realizar una fluoroscopía. Le ordenaron despojarse de sus ropas y ponerse una bata para tomarse una pastilla que redujera sus movimientos peristálticos para luego entrar al camarín. Una de esas cosas que se le figuraban a las enormes secadoras de Godefroy de 1900. El doctor hizo un estudio minucioso del esófago, estómago y duodeno buscando alguna anormalidad, algo como hernias hiatales o alguna obstrucción y rogaba a Dios porque fuera tan solo una inflamación. Tuvo que esperar cerca de cinco horas los resultados de los exámenes para saber lo que ya había descubierto. Tenía cáncer de esófago. Supuso que no habría algo peor que las sesiones de quimioterapia y radioterapia. Pero pronto perdió el cabello, aparecieron úlceras en la boca y náuseas repentinas que contrarrestaron la primera idea. 91


Había pasado medio año desde la última vez que había visto a un miembro de Cabezas Rojas. Era Terry, que había ido a comprar un cartón de leche pero éste no le hizo caso por las ideas conservadoras de su madre que le habían lavado el cerebro a pesar de que las cosas habían cambiado. El presidente firmó una orden ejecutiva que revocaba su política migratoria “o al menos hasta que sus compatriotas del Partido Republicano no empezaran a susurrar a sus espaldas”, pensaba Casper. Pero en su mayoría creían que se debía a la presión de los medios y a las recurrentes manifestaciones de pancartas y pegatinas. Casper pensaba que había echado marcha atrás por la incapacidad de la aduana para devolver los hijos a sus padres dejando miles de huérfanos de lado. Como fuese, algunos fanáticos se mostraban renuentes, como un ratón agazapado en una viga mugrienta al acecho de las migas de un queso Gruyére. Casper había terminado su segundo ciclo y la enfermera le extrajo la sonda. Midió su presión arterial, arrojaba una lectura de 80/55 mmHg. Como era baja, la enfermera decidió recostarlo en una camilla para tenerlo bajo supervisión. Casper sintió los párpados pesados como dos sacos de arena y pronto se desvaneció. Cuando los abrió tenía la vista borrosa como si padeciera migraña. Vio cinco figuras, al principio creyó que se trataba de la familia Cooper, unos amigos lejanos de su madre, que venía a visitarlo pero no, luego creyó que eran Los Cabezas Rojas pero también se equivocó. André no podía estar ahí, debía estar en algún lugar del río Amazonas pescando bagres con un anzuelo de tripa de sábalo, Terry no podía estar usando ortopédicos sin haber pasado por las muletas primero, probablemente George debería estar durmiendo como oso pardo en hiber92


nación sobre una cama de hierbas y ramillas, sin miedo a errar, Ginger debía estar en el centro cultural de artes cada vez más cerca de convertirse en un Holden Caulfield y Paige debía estar viajando de Chicago hasta Los Ángeles conduciendo una Triumph Thunderbird por la mítica ruta 66, de no haber sido reemplazada por la Red de Autopistas Interestatales en el 85. Y lo más importante: ninguno era cabezas rojas, eran más bien cabezas calvas.

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OLIVIÉ DROUAILLET PADRÓN

N

ació en Orizaba, Veracruz, en 1987. Estudió Pedagogía en la Universidad Veracruzana y una Maestría en Administración Educativa por parte de la Universidad Hispano. Docente de secundaria por profesión y vocación, empezó a escribir cuentos que compartía a un grupo de conocidos y a sus estudiantes, estos últimos le han motivado a seguir escribiendo más y más. Es apasionado de la lectura y la escritura; publica en esta antología, por primera vez, uno de sus cuentos. Sus autores preferidos son los mexicanos José Emilio Pacheco y Juan Sánchez Andraka, así como Franz Kafka, al que considera su álter ego. Actualmente (y desde hace ya unos años) trabaja en su primera novela. 95



MI VERANO Y MARGOT

C

uando la conocí me dejó un ojo morado. Fue con una nuez y una tremenda puntería. Era pequeña, muy delgadita, de rizos enmarañados, su sonrisa era muy peculiar, sobre todo por ese espacio que tenía entre los dos dientes de enfrente. Se veía como de unos nueve o diez años, siempre traía unas botas que contrastaban con sus piernitas flacas, era incluso, de cierto modo, bonita. Descubrí que su nombre era Margot, al tercer día del suceso de la nuez, porque su santa madre no paraba de gritarle todo el tiempo. Todo por motivos de un viejo gato enfermo al que Margot alimentaba, bañaba o incluso metía a la casa. “¡Margot, qué haces agarrando a ese animal!” “¡No, Margot, claro que no puedes quedártelo!” “¡Margot, sácalo de la casa, por Dios!” Era imposible no enterarse de todo, su casa estaba justo enfrente de la de mi tía y el alféizar del ventanal era el sitio perfecto para verlo todo y para ser golpeado por nueces. Días después la vi en el prado, cerca del arroyo, intentaba mirar dentro de un hueco que había en un árbol, supuse que era el nido de un pájaro carpintero. Ella saltaba e intentaba trepar, pero el hueco estaba demasiado alto. No pude evitar soltar una carcajada al ver sus ridículos saltitos y entonces me escuchó. Recordé lo de la nuez y me preparé para recibir un ataque, pero no fue así, volteó furiosa hacia 97


mí, dio unas largas pisadas con sus enormes botas y se detuvo a unos centímetros con mirada retadora. Ya de cerca, se veía aun más pequeña. —¡Libéralos! —me gritó de repente, enojada, con una voz aguda y ensordecedora. El grito me tomó de sorpresa y di un paso atrás del susto. —¿Me escuchaste, monigote?, libéralos! —estaba atónito ante su actitud, entonces reaccioné. —¿Qué dices? ¿De qué cosa hablas? —pregunté. —¡Los cardenales, tu tía tiene ocho cardenales enjaulados en su jardín, no lo soporto más, es una bruja maldita, libéralos o te las verás conmigo! —realmente se le veía muy enojada, olvidé toda posibilidad de trabar una amistad con ella. —¿Cardenales? ¿Te refieres a las aves de mi tía? No puedo hacerlo, son de ella, no sería lo correcto —traté de hablar sereno, para que se calmara. —¡Las aves son libres, tonto! ¡Quieren estar en el prado! ¡Quieren volar! ¡Tonto, tonto, tonto, tonto! —eso ya era todo un berrinche, no me dejó volver a hablar, me dio un empujón para apartarme del camino y se largó dando largas zancadas, su mal humor se podía notar desde lejos. Era mi quinto día con mi tía cuando una mañana le pregunté sobre sus cardenales, ella me explicó que los apreciaba mucho, que un leñador se los llevaba a cambio de unas monedas y que llegó a tener cerca de veinte, pero que a veces no se acostumbraban a las jaulas y en seguida se morían. Entendí los argumentos de Margot, pero no dije más, observé las jaulas por largo rato hasta que mi tía me habló para merendar. Los días pasaron muy rápido, mi sitio favorito era el ventanal de la sala. Esperaba ver qué nuevas hazañas hacía 98


Margot, y cuando salía de su casa la observaba desde ahí en silencio. Durante las mañanas acostumbraba recoger toda la basura que encontraba en los alrededores de la calle, no dejaba ni el más pequeño rastro. Luego se dirigía al prado, yo la seguía sigilosamente para que no notara mi presencia. Un día, Margot pasó horas viendo cómo las abejas polinizan las flores, se sentaba por largos ratos cerca de los agujeros que ella creía eran madrigueras, esperando ver si salía algún conejo, o mapache o lo que fuera, pero nunca salía nada. En otra ocasión salió corriendo de su casa con una enorme lechuga, en seguida fui tras ella y vi cómo cortaba las hojas de la hortaliza en trocitos para dejarlos esparcidos por todas partes. ¡Qué locura! Sólo dos veces más se cruzaron nuestras miradas, ella me miró con el mismo coraje; en la segunda ocasión, incluso me sacó la lengua, yo sólo observaba, no respondía ni nada, no sentía el derecho de hacerlo. Faltaba un par de días para que terminaran mis vacaciones de verano y mi padre volvería por mí. Yo estaba en la rama de un nogal, cerca del arroyo, cuando escuché un gritito ahogado. Era Margot, quien estaba ahí abajo, a unos escasos metros, asombrada, frente a una liebre. ¡Sí! Frente a una hermosa liebre regordeta y orejona. Yo estaba tan asombrado como ella, era la primera vez que veía una. Margot dio unos pasos cuidadosamente, luego, muy muy lento se puso a gatas y avanzó hasta estar junto a ella. La liebre seguía en su lugar, yo observaba paralizado dicha escena. Con mucho cuidado, Margot acarició su pelaje, tomó valor, estiró sus dos manos y la cargó. La puso sobre sus piernas y la siguió acariciando suavemente por largo rato. Entonces sentí un nudo en la garganta al ver cómo los ojitos de Margot brillaban, pensé en todo lo que esa niña 99


había hecho en aquel prado para llegar a un momento como ése y me descubrí lleno de gozo y emoción hacia lo que tenía ante mis ojos. Veía que Margot era feliz, y entonces, yo me sentí inmensamente feliz. Pasaron unos minutos más y la liebre saltó, se marchó, y Margot no opuso resistencia, la pequeña niña le susurró un hasta pronto, se quedó un rato sentada en silencio y luego se marchó. Ni ese día ni el siguiente dejé de pensar en ella, no sabía exactamente qué pasaba por mi cabeza, pero sabía que algo dentro de mí había cambiado esa tarde viendo a Margot y a la liebre. Pensaba que tal vez podía intentar hablarle y decirle cuánto admiraba su amor por la Naturaleza, pero sabía que todo lo había hecho espiándola y más me odiaría, de por sí ya me aborrecía por… ¡los cardenales! Ya tenía la respuesta. El verano terminó y mi papá llegó puntual, subimos mis maletas a la cajuela, me despedí de mi tía dándole un beso en la mejilla, quien no sospechaba nada. Volteé hacia la casa de Margot mientras el auto se ponía en marcha, pero no había rastro de ella. Eso no me preocupó, porque la imaginé brincando de felicidad cuando descubriera que todas las jaulas de los cardenales estaban vacías.

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Rosa María Fajardo González

E

studió Ciencias de la Comunicación en la FCPyS de la UNAM, con equivalencia de grado por la Università degli Studi di Trieste en Italia; Máster en Escritura Creativa en la Università degli Studi Suor Orsola Benincasa de Nápoles y Maestría en Literatura y Creación Literaria en la Casa Lamm. Ha sido docente en la UNAM y el Tecnológico de Monterrey. Es coautora de la revista I seminatori di storie (2012) y de los libros de cuento Anchora spero di meglio (2013) e Impaziente attesa (2013), publicados en Italia con el grupo literario Trattolibero. Fue correctora de estilo del suplemento sábado del periódico unomásuno. Ha colaborado en medios mexicanos como sábado y la revista Generación, y en Italia en la revista literaria Lìnfera y el suplemento cultural INK del periódico universitario Inchiostro. Es traductora e intérprete italiano-español y escribe para la Revista México Social y Newsweek en español, Guanajuato. Sus autores preferidos son Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Horacio Quiroga, Edgar Allan Poe, Alda Merini. Actualmente prepara una nueva colección de cuentos. Nació en la Ciudad de México en 1976. 101



Volterra

I

niciaba el verano cuando recibí la llamada de Leonardo quien, con su encantador acento toscano, me hizo una proposición que, él sabía, yo no podría rechazar. Lo había conocido en Florencia hacía diez años, cuando ambos frecuentábamos la universidad; yo para revalidar mis estudios mexicanos en Letras Clásicas, y él, como un pasatiempo. Empezamos a coincidir en la universidad y en los cafés del Centro y nos hicimos grandes amigos. Leonardo Vannini tenía once años más que yo y era un hombre riquísimo. Huérfano desde que tenía un año. Su padre, Michele Vannini, era un importante banquero toscano que murió en "la strage di Piazza Fontana". Por infausto destino il dottor Vannini se encontraba cumpliendo una importante cita de negocios en la Banca Nacional de la Agricultura el fatídico doce de diciembre de mil novecientos sesenta y nueve en Milán, cuando sucedió la explosión de la bomba y él voló por el aire convertido en sangriento confeti. Su madre, Lucia Ranieri, quien se encontraba en el sexto mes de embarazo, murió ese mismo día con sus gemelos atravesados en el vientre a consecuencia de un infarto, luego de recibir la fatal noticia de lo ocurrido a su esposo. Así fue que, a turnos, sus abuelos paternos y maternos se encargaron de su educación, hasta que todos fallecieron. Leonardo tenía la vida resuelta pues ni doscientos años le bastarían para dilapidar su fortuna, y vaya 103


que él se empeñaba. Así que iba por el mundo, de aquí para allá, sin vulgares preocupaciones económicas. En las primeras vacaciones de la universidad me invitó a conocer su espléndida villa en Volterra y luego en el invierno a pasar Navidad. Regresé a Volterra como huésped de Leonardo muchas otras veces hasta que terminé la universidad y volví a mi casa en Venecia. Él, luego del primer año, había renunciado a los estudios, como ya antes lo había hecho en Roma, Siena y Milán. Hace varios meses que no sabía nada de Leonardo pues se había ido a vivir a Positano, donde había alquilado una lujosa casa en los acantilados frente al mar. Así que esa mañana cuando sonó el teléfono y del otro lado escuché esa voz con su "c" aspirada me dio un vuelco el corazón. Me dijo que estaba de regreso en la Toscana pero sólo de pasada para arreglar algunos asuntos, pues su custodio se había marchado de repente y él se iba a París, esta vez lo intentaría en la Sorbona, así que necesitaba irse de inmediato para establecerse y preparar todos los detalles. Leonardo sabía que mi corazón se había quedado enmarañado en las colinas toscanas donde un verano me había infatuata de un músico trashumante que una noche oímos tocar su guitarra flamenca por las calles de Volterra. Volvimos la noche siguiente al mismo lugar, pero el músico había desaparecido. Leonardo me había dicho tiempo atrás que ese gitano regresaba cada verano con su guitarra bruja, así que cuando me propuso transcurrirlo ahí, a cambio de que me encargara de cuidar a Gertrude, acepté de inmediato. No sólo tendría a mi sola disposición su maravillosa villa en Volterra con todo pagado y la posibilidad de volver a ver al zíngaro, sino que la proposición era más tentadora. “Leonardo Corleone” con voz ronca disparó del 104


otro lado del teléfono: "Ti farò un’offerta che non potrai rifiutare". Si aceptaba ser guardiana de su villa y cuidar de su amada Gertrude mientras él encontraba otra persona de confianza, podría usar uno de sus grandes tesoros, la máquina de escribir Olivetti Valentine roja que fue de su padre y que hasta ahora se me había permitido admirar sólo detrás de una vitrina cerrada con llave, ubicada en la biblioteca. Más que Corleone, “Leonardo Maquiavelo”. No pude decir que no. Y de viernes a domingo me encontraba en marcha sobre un tren rumbo a la Toscana. En la maleta llevaba, además de un poco de ropa ligera, mis cómodas sandalias de cuero y mi enorme sombrero estivo. Intercalados entre la ropa, iban también los manuscritos en que entonces trabajaba y el disco que le había comprado años atrás al misterioso guitarrista de Volterra. Llegué a la estación de trenes de Florencia al atardecer y Leonardo me esperaba en su motocicleta Guzzi, nos fuimos rodando los caminos de las fabulosas colinas toscanas hasta Volterra. Cuando llegamos hicimos un veloz recorrido por la villa donde el tiempo parecía haberse detenido. Todo estaba en el exacto y preciso lugar en que mi mente lo había dejado, salvo el terrario de Gertrude que ahora coronaba el piano Fazioli del salón principal. “A Gertrude le encanta la música, como a ti”, me dijo Leonardo en broma irónica. Gertrude era un ejemplar hembra de tortuga mediterránea Testudo hermanni que le había regalado Luca, un joven napolitano, bronceado y escultural, su última conquista de Positano. Leonardo tenía prisa por irse a París, pero yo sabía que no era por la Sorbona, sino por el galo veinteañero de ojos celestes que recién había conocido. Sabía bien la 105


orientación sexual de Leonardo desde que nos conocimos en Florencia. Y así, luego de esa noche del domingo en que celebramos nuestro reencuentro con una espléndida cena y buen vino de su cava, antes de irse al amanecer me dejó una nota con todas las indicaciones y varios juegos de llaves. Además de todas aquellas de las cerraduras de la casa, del auto y la moto, me entregaba otras dos llaves: una era de la caja fuerte donde encontraría todo el dinero necesario para cubrir los gastos y la otra, más preciada para mí, la llave que abría la vitrina del librero donde se encontraba la Olivetti Valentine con varios rollos de cinta y perfectamente funcionando. Me acabé el primer rollo muy rápido y casi sin escribir nada relevante, sólo por el placer de deleitarme con el martilleo musical de sus teclas. Cuando regresé a la biblioteca a buscar un repuesto vi en lo alto del librero un libro envuelto en papel negro que llamó mi atención. Tomé la escalera del estudio y subí por él. Lo desenvolví lentamente y con cautela, llena de curiosidad. Se trataba de Gli anni della Fenice, título con el cual se publicó Fahrenheit 451 de Ray Bradbury en la versión italiana de 1953. El libro olía a viejo y a nuevo a la vez, a tiempo suspendido. Estaba maravillada con mi hallazgo de esta primera edición en italiano y en éxtasis con la Olivetti Valentine a mi disposición. Tenía a mi cargo una silenciosa tortuga de tierra, muda testigo, y toda Villa Mannini a mi disposición. Y, no me olvidaba, tenía también una remota posibilidad de volver a encontrar al fascinante calé. Aquello era casi el paraíso. Pasé mi primera semana en Villa Vannini, alejada del mundo y ajena a todo. Por las tardes, cuando las horas se volvían tibias y se respiraba mejor, me servía una Moretti 106


bien fría y salía al jardín armada con la rossa portatile y con la buena compañía de Gertrude. Más que frente a una máquina de escribir tenía la sensación de encontrarme frente a un piano del que se desprendían espléndidas notas. Ella, libre, se perdía aventurera por el jardín y pasaba temeraria al borde de la piscina. Regresaba horas más tarde a beber el agua fresca de la jícara que le ponía a la sombra, junto a sus trocitos de zanahoria y manzana, que eran sus favoritos. Al caer la noche yo cenaba bajo la pérgola y solía hacer una larga sobremesa degustando vino, oyendo algún concierto de piano de la colección de discos de Leonardo. Antes de dormir, abanicada por la frescura del aire de noche que se colaba por el balcón de mi habitación, leía algunas páginas de Gli anni della Fenice. El viernes de la segunda semana, luego de la sobremesa y de instalar a Gestrude cómoda en su terrario y dejarle el diente de león que comía todas las noches, salí por fin a reencontrarme con las calles de Volterra. Mis pasos eran ligeros y tenía la sensación de flotar. Mis ojos se inundaban de las sombras, de los colores de la noche y, elevando la mirada al cielo, miré la melancólica luna. En ese momento sonaron los primeros acordes de aquella guitarra bruja que sólo podía ser del gitano. Su música inundaba las calles que eran ya ríos de notas flamencas que escurrían por los medievales muros, y mientras más me acercaba a la Piazza del Pirori más su cauce creía y sentía mi alma empapada, tutta fradicia en aquel incontenible océano de pasión. Llegué por fin a la plaza y, ecco entonces que, luego de años de feroz anhelo finalmente volví a ver al gitano Manyé que, en trance y con la indomable cabellera al viento, tocaba su incendiaria Improvisation. 107


Me acerqué lento, casi levitando. Una cálida brisa me acarició las piernas por debajo de mi largo vestido estivo y elevó su amplia falda de seda. Me estremecí. Ahí me quedé durante los casi diez minutos de su improvisación, ardiendo como las cuerdas de su guitarra —entre las que había una barita de incienso— y deteniendo con las manos el vuelo de mi falda para no salir volando. Invisible entre la multitud, presencié toda la exhibición de Manyé. Al terminar, me senté en uno de los cafés de la plaza para poder observarlo sin ser notada y esperé hasta que recogió sus monedas, guardó su guitarra y tomó camino entre las callejuelas. Errante como es, pensé que mañana no volvería a verlo y quería saber a dónde se dirigía. Tan sólo verlo. Y fui tras él. Seguí sus pasos con cautela. Caminaba lento y armonioso, con la guitarra en la espalda, como alas, ajeno al mundo. Lo vi entrar en el Bar L’Incontro. Fue directo a la barra y ordenó un caffè corretto con grappa. Yo, nerviosa, tratando de no mostrar el rostro, pedí un prosecco. El gitano bebía pausadamente su café y yo lo miraba de costado. Al dar el último trago posó la taza con fuerza en el plato y se giró rápidamente hacia mí con una mirada penetrante, casi hiriente. Se acomodó el estuche de la guitarra con la mano izquierda, mientras con la derecha se pasaba los dedos entre el cabello. Yo, al sentirme descubierta, no supe qué hacer y, temblando, evadí el abismo azul de sus ojos. Se dirigió a la puerta y, antes de salir, volvió a mirarme. Bebí de golpe el prosecco e instintivamente salí tras él. Le perdí el rastro. Afuera quedaba sólo la noche. Aceleré el paso y llegué de nuevo a la plaza, ya desierta. No lograba entender cómo había podido desaparecer en pocos segundos. De repente tuve un momento de lucidez y me 108


sentí excitantemente absurda. ¿Qué hacía yo, en medio de la noche, buscando a un músico trashumante con quien nunca había cruzado palabra y que, además, me acababa de sorprender siguiéndolo? ¡Vaya plan! Renuncié a la persecución y decidí regresar a la villa. El silencio hacía que el sonido de mis sandalias sobre el empedrado se magnificara, rebotando su eco en los muros. De pronto, mi acompasado andar se vio distorsionado por el ritmo de pies ajenos. Sin mirar atrás, me detuve unos segundos y, en perfecta sincronía, cesó también el sonido de los otros pasos. Luego reanudé mi caminata y aquellos pasos de nuevo tras de mí. Y así, dos o tres veces. Entonces paré por última vez, respiré hondo e, instintivamente, eché a correr. Al entrar en la estrecha calle que me llevaba a Villa Mannini me envolvió un sutil aroma. Se me doblaban las piernas. Al llegar a la esquina de esa callejuela vi una barita de incienso clavada entre las rocas del muro. Me acerqué y la tomé. Entonces oí la voz profunda del gitano que atrás de mí, sin piedad, disparó: —¿Por qué me seguías, donna? ¿Quién eres? —¡No te seguía!, bueno, sí te seguía, pero…—fue todo lo que acerté a decir, sujetando nerviosa la barita de incienso. Al verme tan angustiada noté en su mirada un toque de ternura y, para suavizar la situación, se acercó y rozando mi mano me quitó delicadamente la barita, respiró lento su humo y dijo: —No me molestó, al contrario… Sólo quiero saber: ¿por qué a mí? y ¿quién eres tú? Tremendamente avergonzada, jugueteando con el vuelo de mi vestido, intenté explicarle el interés que su mú109


sica había despertado en mí veranos atrás y que ahora que había regresado a la Toscana, al oír su guitarra, no resistí la tentación de seguirlo. Me justifiqué diciendo que, como él, estaba de paso en Volterra y no sabía si regresaría, si lo volvería a ver. Escuchó mis excusas sin que notara yo ningún gesto de vanidad de su parte. Luego le dije que era huésped de un amigo en Villa Vannini y de súbito me interrumpió, preguntando: —¿Leonardo? ¿Leonardo Vannini? —Sí… —respondí titubeando—, ¿lo conoces? —agregué curiosa. —¡Quién no conoce en Volterra a Leonardo Vannini! —enfatizó con una leve y misteriosa mueca semejante a una sonrisa, para luego confesar sereno—, varias veces me ha seguido por el mundo ofreciéndome sus riquezas a cambio de…, tú sabes, ¡Leonardo! Estaba tan desconcertada al enterarme de que Leonardo ci aveva provato con mi gitano sin jamás decirme nada, que no pude hilar las palabras y me quedé varios segundos en el limbo mirando a Manyé con estupor. En ese momento él debió leer en mis ojos la natural sospecha, porque poniendo su rostro muy cerca del mío y clavándome su azul mirada dijo con voz sensual: —Pero, a mí me gustan las mujeres…, y mucho. Sentí su aliento tibio y se me fue el respiro. Cerré los ojos. Me llevé las manos al pecho, cerca del cuello. Morí sin absolución. Subí al Paraíso y bajé al Infierno. Ahí me quise quedar. Resucité. Todo junto, dos vueltas más y de regreso. Luego me detuve otra vez de mi falda para anclarme a la tierra. Me sentí evaporar y luego derretirme dulcemente entre las piernas. Estaba húmeda, ardiendo en deseos por el gitano y con miedo y ganas de que él lo notara. Y lo notó. 110


Lo llevé a Villa Mannini conmigo. Cenamos los manjares de la mesa de Leonardo. Bebimos su vino. Escuchamos su música. Nos bañamos desnudos en su piscina. En su cama de baldaquino hicimos el amor. —Al amanecer, cuando despiertes, quizá ya no esté aquí, linda —me puso sobre aviso el gitano. —Cuando despierte, al amanecer, si ya no estás aquí, no te buscaré, mio dolcissimo zingaro —contesté yo. Y antes del amanecer y de la ausencia, volvimos a hacer el amor. Escuché cuando se preparaba para marcharse, pero fingí estar dormida para no faltar a nuestro acuerdo. Lo sentí acercarse a mi rostro, sus largos cabellos rozaron mis párpados, me tocó las pestañas con su dedo índice, volví a respirar su aliento, me besó en la boca y pronunció muy bajo en su caló: —Agarabar. Ajilí. Alachar. Aluné. Aocana. Araquear. Aquejerar. Calochin. Bundal. Clichí. Aquellas palabras desconectadas semejaban una oración. No quise abrir los ojos y apreté los puños con furia. Luego, se fue dejando sobre la mesita de noche unas baritas de incienso. Hice mi maleta, tomé a Gertrude, mis manuscritos, la Olivetti Valentine, las llaves de la Guzzi y, dejando una nota para Leonardo, salí rumbo a la estación del tren. Al alejarme de Volterra, viendo las colinas toscanas a través de la ventanilla del tren, finalmente una lágrima rodó hasta mis senos. Me parecía escuchar a lo lejos la guitarra bruja del gitano a quien aún sentía deliciosamente entre las piernas. La nota para Leonardo decía así: Gracias a ti, caro, ya tengo otra historia para mis manuscritos. Si quieres volver a ver a Gertrude y que te devuelva tu Olivetti Valentine y las llaves de tu Guzzi, ven por ellas a Venecia y de paso ha111


blamos del gitano, stronzo che non sei altro! Por cierto, tu preciosa cama de baldaquino la haces tú, ¡sabe que la distendí con Manyé! Sigo esperando la respuesta de “Leonardo Judas” quien seguro aguarda a que bajen las aguas de mi ira para presentarse. Desde que regresé a La Serenissima, cada noche, antes de dormir, enciendo una barita de incienso y, mirando los canales de la mística Venecia, tenuemente iluminados por las luces de los barcos, pronuncio en éxtasis el conjuro de mi gitano: “Esperar. Azar. Encontrar. Distancia. Ahora. Llamar. Enamorar. Corazón. Puerta. Llave”.

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Cecilia Figueroa Rodríguez

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eriodista y comunicóloga por la UNAM. Redactora y reportera del diario unomásuno; articulista y colaboradora del suplemento Hogar Joven, del periódico Reforma; productora y coordinadora de información cultural en Radio Educación; productora y locutora en la radio por internet RadioSME; colaboradora del programa radiofónico Entornos en Radio. Conduce y produce el programa radiofónico Linterna, mujeres iluminando caminos. Directora de Literatura de la Coordinadora Internacional de Mujeres en el Arte, ComuArte. Ha sido compiladora de las antologías: Mujeres en el Arte, seguimos en pie conformando identidad y Flores para el no olvido (ambas de 2018). Cuentista y narradora, mención honorífica en el Concurso de Cuento Nacional Beatriz Espejo en 2003. Hizo el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). Está por obtener el grado de Maestría en Periodismo Político, en la Escuela de Periodismo “Carlos Septién García”. Nació en la Ciudad de México, el 21 de enero de 1973. 113



HACE FALTA UN COMANDANTE

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uando mataron al Comandante, yo no estaba en México. Fue mi mujer quien me lo informó: “Mataron al Comandante”, me dijo por teléfono entre sollozos. Sus palabras me dejaron mudo, no sé si porque su llanto me conmovió o porque me sentí muy triste con la noticia. Lo cierto es que después de colgar el auricular ya no pude dormir, la llamada había sido tan abrupta, a mitad de la madrugada, que era imposible cerrar los ojos sin pensar en la muerte del Comandante y la aflicción de Laura. En mis condiciones, el único consuelo que podía ofrecerle desde París era un mensaje por correo electrónico durante los ocho días que faltaban para mi regreso a México. Todas las tardes, a las cinco de allá y las diez de la mañana de aquí, escribía, por ejemplo: “Lo siento. Quisiera estar a tu lado para consolarte. Sé que es difícil para ti, pero trata de no pensar más en él. Te amo”. Sólo recibí respuesta del último mensaje, en él me decía que no iba a recogerme al aeropuerto. Efectivamente, no había nadie esperándome. Llegué a casa y el jardín me recibió con dos ramos de flores. En realidad las flores no eran para mí, sino para el Comandante, Laura lo enterró ahí para que su espíritu estuviera siempre con nosotros, cuidándonos, según me explicó al notar mi cara de extrañeza. Su decisión no me pareció correcta, incluso me molestó, pero yo no podía hacer nada, era absurdo querer desenterrarlo después de una semana 115


cuando, probablemente, ya se lo estuvieran comiendo los gusanos. Además, ella se veía muy mal, sus ojos estaban hinchados de tanto llorar y había perdido, por lo menos, dos kilos. La abracé muy fuerte, le besé la frente y acaricié su cabello. Ella volvió a llorar en el mismo tono como cuando me habló por teléfono. Nunca antes había visto a un ser humano sufrir tanto por un gato. Ninguna de mis palabras logró aliviar su pena y mejor opté por el silencio para que ella llorara todo lo que quisiera. Cuando secó sus últimas lágrimas y sonó la nariz me preguntó: ¿Sabes cuántos años tenía con nosotros? No lo sabía con exactitud, como muchos hombres, pierdo la noción del tiempo. A veces quisiera ser como Laura y tener conciencia del paso de los días, las semanas, los meses, los años. ¿Cuántos? No sabía... Regresamos agotados a la casa: yo giraba la llave para abrir la puerta cuando Laura se agachó a acariciar a un pequeño gato que de repente apareció maullando. ¿De dónde salió? No lo sé. “Parece que está perdido, ¿dónde está tu mami?”, le preguntaba ella al gato como si estuviera segura de recibir una respuesta. “Pobrecito. Ya, ya no llores, gatito”, le decía consoladoramente al tiempo que, generosa, buscaba una galleta dentro de su bolsa. Cuando abrí la puerta, Laura no entró sola, llevaba en sus brazos al pequeño gato y sin pronunciar ni una sola palabra, me dijo: este gato se va a quedar aquí. La casa era de ambos, así que tenía que aceptar su decisión de quedarse con el felino. Además, era absurdo que en ese momento nos pusiéramos a discutir por tonterías, a doce días del levantamiento indígena en Chiapas, habían muerto ya más de cien zapatistas, era necesario seguir gritando, como lo hicimos esa tarde en el Zócalo, que era momento de parar la guerra. Como 116


a muchos, la noticia nos llenó de desconcierto, sin embargo, no tardamos en convencernos de su autenticidad y adherirnos a las voces que fuera de la selva lacandona también gritaban ¡Ya basta! Teníamos que asirnos de algo para seguir creyendo que luchar valía la pena. Como miles de mujeres en el país y en todo el planeta, Laura se enamoró del subcomandante Marcos. Lo halagaba tanto que, debo de confesarlo, me sentía celoso y un poco decepcionado pues una y mil veces me había dicho que me admiraba por mi participación en el movimiento estudiantil, por la organización de la huelga en el trabajo y por haber increpado a un político en un programa de televisión, entre otras virtudes que ella me encontraba. Sin embargo, ninguna había sido tan poderosa como el pasamontañas de Marcos. Lo cierto es que yo también me sentía seducido por el subcomandante. Nuestra participación en las movilizaciones civiles fue muy comprometida. Ambos repartíamos volantes que nosotros mismos escribíamos y, sin amedrentarnos, tratábamos de convencer a quien se nos pusiera enfrente, de que era necesario y urgente apoyar las justas demandas indígenas. Eso era lo importante y trascendental, no un pinche gato que de la noche a la mañana ya dormía en nuestra casa. El nombre, dadas nuestras circunstancias, era fácil de inferir. El inquilino debía llamarse Comandante, no podía ser subcomandante porque, en opinión de Laura, nadie tenía derecho al sub, sino únicamente Marcos... Dije: Como diez años, dudando un poco de la exactitud de mi respuesta. Sí, respondió ella, diez, y ya más tranquila me preguntó cómo me había ido en el Encuentro mundial: por una alternativa a la globalización. Le platiqué a grosso modo algunos sucesos y después nos fuimos a dormir. 117


Mi presencia fue determinante para que mi mujer superara la pérdida de su entrañable gato y conforme pasó el tiempo cada vez lloraba menos. Del álbum fotográfico sacó la mejor imagen del Comandante y le hizo una reproducción, cuatro veces el tamaño original, la enmarcó y la colgó en una pared de la sala. Con el paso del tiempo se le hizo costumbre detenerse frente a la fotografía y acariciar la imagen del gato. Yo nunca le dije nada pero ese acto se me hacía verdaderamente reprobable. Cuando consideré que la crisis había pasado, tuve la peor ocurrencia de mi vida: Un fin de semana, cuando estábamos acostados, Laura descubrió en las cobijas algunos pelos del Comandante y sin lágrimas en los ojos dijo: “Ahorita estuviera aquí mi chiquito, calentándonos los pies”. Estábamos de lado, yo atrás de ella, le pasé la mano por la cintura y le propuse comprar un perro. Rápido se bajó de la cama y sin mirarme respondió: “los hijos no se cambian”. Sí, el Comandante no era una simple mascota, después de diez años apenas me daba cuenta de eso. No, no es cierto, claro que lo sabía pero la salida más fácil era hacerme pendejo. Laura y yo nos enamoramos, entre otras causas, porque descubrimos nuestras coincidencias respecto a la inviabilidad de un sistema que nos asfixiaba, en la esperanza de un mejor porvenir, en la lucha como consecuencia pragmática de nuestro pensamiento, hasta conseguir la victoria. Decidimos vivir juntos, sin casarnos, ni por la iglesia, en la que no creíamos, ni por lo civil, en lo que desconfiábamos. Nuestra relación era el mejor ejemplo de que era factible vivir en pareja sin ningún compromiso, sin nada que nos atara, a no ser por nuestro propio amor. Era posible, lo estábamos demostrando: ninguna pareja que verdaderamente no se amara, 118


podría vivir más de doce años juntos, como nosotros que desde 1992 compartíamos una casa. Laura era jovial y muy esbelta, quizá esas características la hacían representar menos años de los que tenía. Una tarde, mientras veíamos las noticias, ella comentó que si no nos apurábamos, el tiempo nos iba a ganar y después sería demasiado tarde para tener hijos. Yo no dije nada, veía horrorizado las imágenes de la guerra en Bosnia. Laura cargó al Comandante que jugaba en el piso, lo puso en su regazo y por primera vez escuché que lo llamó “mi chiquito”. A partir de ese día, las atenciones y muestras de cariño que recibía el gato, fueron en aumento. Se acostaba con él, jugaba, le preparaba comida especial y le platicaba largamente. En no pocas ocasiones los excesos de mi mujer llegaron a molestarme. En especial aquella ocurrencia de dejar que una noche el gato viera atentamente cómo hacíamos el amor. Sin embargo, ninguno de sus abusos mermó el amor que sentía por ella... Después de su respuesta abandonó la recámara y me dejó solo. Cuando bajé ella estaba sentada en el comedor y leía el periódico. ¿Qué hay de nuevo?, pregunté. Nada, lo mismo, fue su respuesta. Ninguno de los dos comentó nada respecto a mi propuesta del perro. Me serví una taza de café y le pedí que me prestara una parte del periódico y ambos leímos en silencio. De pronto, detrás de la puerta del baño se empezaron a escuchar ruidos extraños. Dejamos el periódico y nos acercamos a la puerta. ¿Qué será?, preguntó Laura. No sé, se escucha raro, dije. Durante un par de minutos nos quedamos parados con la oreja recargada en espera de nuevos sonidos, pero éstos dejaron de escucharse. Convencido de que había sido una ilusión auditiva, le dije a mi mujer que ahí no había nada, que el sonido prove119


nía de la calle, pero no se sintió satisfecha con mis palabras. Mejor entra para que estés seguro de que no hay nada, me dijo en un tono imperativo. La única posibilidad de demostrarle mis afirmaciones era, precisamente, entrando. Abrí la puerta sigilosamente y, dando pasos pequeños, entré al baño y en el momento en que le dije: “Ya ves, no hay nada”, del inodoro brincó una rata y cayó junto a mis pies. Al escuchar los chillidos, Laura cerró la puerta. Yo intentaba abrirla pero ella desde afuera no me dejaba. La rata se había escondido detrás del bote de papeles y no dejaba de chillar. Le grité encabronado ¡que abriera! pero Laura no me hizo caso. Con mi voz la rata se asustó y salió de su escondite, daba vueltas como loca y en una de ésas, sentí en mis pies enchanclados el roce de su cola. No sé cómo pero tuve el tino de patearla con todas mis fuerzas, tantas que la rata se estampó en una pared y cayó como si se hubiera desmayado. Por fin Laura dio visos de estar viva. Me preguntó si ya la había matado. Yo no quise responderle, estaba muy enojado con ella. Pero mi enojo fue menor que su respuesta: “No te voy a abrir hasta que la mates”. Entonces, con toda la fuerza de mi coraje, agarré la bomba destapacaños y con el palo le pegué a la rata hasta que dejó de salpicar su sangre, entre golpe y golpe yo no dejaba de maldecirla. Después de unos segundos de silencio, mientras se tranquilizaba mi corazón, escuché a Laura que, llorando detrás de la puerta, me dijo: “Si mi chiquito estuviera aquí, esa rata no se hubiera aparecido”. No dije nada, solté el palo y me enjuagué las manos en el lavabo.

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MARÍA MAGDALENA FUENTES ANGULO

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studió Arquitectura en la UNAM. Durante algunos años se dedicó a dar clases de regularización a nivel primaria y secundaria y actualmente lo sigue haciendo de manera particular. Debido a su admiración por el arte, tomó cursos de creación literaria, el más importante en el Centro Cultural San Ángel, donde obtuvo la mayor motivación para encauzar su imaginación en la escritura, desarrollándose en la creación de cuentos cortos. También le gusta la poesía. Sus autores favoritos: Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Jaime Sabines, el argentino Julio Cortázar y los grandes cuentistas del terror: Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, W.W. Jacobs, Guy de Maupassant, Franz Kafka, Oscar Wilde y Stephen King. En la actualidad escribe una novela de ciencia ficción. Nació en la Ciudad de México en 1970. 121



PANTEÓN DE PUEBLO MÁGICO

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ente sencilla y soñadora la de los pueblos. Eso me gusta. Generosa y quizá sin tanta malicia y mala vibra como la que a pesar de todo estoy acostumbrada en la ciudad. Hay un sentimiento de buena voluntad en estos lugares del campo. Pero pueblo al fin, con costumbres y realidades mágicas, hay situaciones que asombran hasta al más acostumbrado a lo increíble. Como lo que contaré a continuación: Entramos al panteón. Acostumbrada al bullicio de los cementerios capitalinos, atestados de gente que visita a sus difuntos sin poder caminar para llegar a las tumbas, con vendedores de flores, cubetas, palas, alimentos, por todos lados, aparece mi primer asombro: pocas tumbas, mucho espacio. Después de visitar la tumba por la que acudí a este singular panteón acompañando a buenos amigos y celebrando el Día de Muertos y al padre de uno de ellos, guardando el debido respeto y arreglando la tumba en particular, me dedico a observar. ¡Realmente son pocas tumbas! Me pregunto si ahí la gente muere poco. ¡No es broma! Eso pensé. Otro aspecto que llama mi atención es cómo están acomodadas las tumbas. Hay tres divisiones que se ven desde la entrada al cementerio abarcando todo el ancho del lugar y ante mi inquietud, me explican: la primera división es la de los niños y jóvenes, la segunda es para la gente de mediana edad y la tercera pertenece a los ancianos. Pero… hay un lugar con tumbas justo a la entrada. 123


Me pregunto, ¿quién lo ocupará? Supongo que los fallecidos más importantes del pequeño pueblo porque en mi ingenuidad pienso que están en un lugar privilegiado. La respuesta me deja impresionada: —Son tumbas que pertenecen a la gente mala del lugar, rateros, delincuentes, asesinos… personas que hicieron daño. —¿Y por qué al principio? —Porque todo el que entra al panteón, es decir, TODOS, las pisan. Es una forma de humillarlos, sobretodo a sus familiares, para que sepan que se les ha repudiado y no dejarlos descansar en paz. Me quedé sin palabras.

¿QUÉ PONEN LAS MARRANAS?

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empieza una discusión familiar, una de tantas, y trato de hacerme invisible, que no me vean para enterarme de la alteración, del por qué llora mamá, por qué mis hermanos se enojan... pero se dan cuenta de mi presencia infantil y me piden que salga. Las palabras exactas son: —¡Ve a ver si ya puso la marrana! Y… ¡Sorpresa! Existía una marranita en casa. (Una puercota, diría yo). Y allá voy. Así que en lo que camino para llegar a ella, en mi mente siguen las mismas preguntas sin respuesta: ¿qué pasa en casa?, ¿por qué parecen los almuerzos transcurrir normales, sí, todos hablando al mismo tiempo, regaños; “los codos no se ponen sobre la mesa...”, “se mastica con la boca cerrada...”, y de repente mamá suspira, y el tema gira sobre papá y todo se pone mal. 124


Llevo parada mucho tiempo desde donde puedo ver a la cerdita (¡es una puercota!), ¿cuánto? Creo que bastante. ¿Cómo mide el tiempo una niña de seis años? Y aterrizo la mirada en el enorme animal y surge la gran pregunta: “¿Qué ponen las marranas?” La veo por delante, me muevo para verla por detrás, me inclino para verla por abajo, me levanto y observo por arriba… ¡y nada! Así que regreso al comedor, temerosa de que me regañen pero dispuesta a que me saquen de la duda. Toco la puerta con golpes suaves y la abro. Dentro ya están todos relajados pero aún se siente tensión, me voltean a ver y me animo a preguntar con voz entrecortada, pero aparentando serenidad: —¿Qué ponen las marranas? Se escucha una carcajada general, fuerte, estruendosa, unísona. Y todo vuelve a estar en paz. Al menos por hoy.

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JULIO CÉSAR GARCÍA LEÓN

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studió el bachillerato en la Universidad Nacional Autónoma de México, a la par inició su activismo político, ya que ingresó a comités estudiantiles. Asistió como oyente a la carrera de Pedagogía en la Universidad Pedagógica Nacional. Estudió Filosofía en la FES Acatlán. En esa etapa de su vida se acentuaron sus convicciones políticas respecto al anarquismo. En cuestiones éticas su influencia más profunda es el cinismo de la antigua Grecia. Sus convicciones estéticas se arraigan en la forma de entender el arte y la vida a través de los poetas malditos. Auguste Rodin y Van Gogh son fundamentales en su formación filosófico-artística. Nació en la Ciudad de México en 1977. 127



EL POETA MODERNO

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así fue, tomó sus pertenencias, las introdujo a su bandolera, llaves, cartera, monedas de todo tipo de denominación, y un libro de poesía: Baudelaire y sus Flores del mal eran una profunda inspiración para Jaime. Tal vez al tomar el libro sabía que no leería ni una página de poesía en su andar nocturno, pero el sólo hecho de traerlo le brindaba seguridad, y un halo de fuerza fascinante. Cerró su puerta con doble llave y se dispuso a salir de su edificio. Bajó las escaleras con una prisa inusual, como si el salir a la calle para él fuera un tema esencial para sus aspiraciones futuras. Al abrir la puerta del edificio revisó su reloj: las once de la noche, era la hora perfecta. Jaime recibió un pequeño aire fresco de la noche que le servía de testigo, respiró profundo y con una decisión absoluta decidió caminar. ¿Su destino? En realidad no importaba. Ya en la calle, sus pasos eran firmes y seguros. La luna llena guiaba su camino. Al andar, Jaime poco a poco comenzaba a gestar ideas nuevas, diferentes, sobre lo que quería de su vida. —Estoy decidido —dijo al aire con una vitalidad que a nadie le quedaría duda. Caminaba y caminaba. Absorbía la belleza de la noche, las luces de los rascacielos de la ciudad, observaba a toda la gente a su alrededor, seguía caminando, sonriéndole a la luna, a la noche, al sonido que absorbía su mente. Era momento de ingerir, de devorar, de alimentarse de vida, de 129


energía, de todo aquello que le pudiera servir de inspiración para algo diferente. Jaime había vivido una vida llena de experiencias límite, era un hedonista consumado, vivía por y para el placer, pero no un placer vulgar, sino más bien el placer del alma que poco a poco va embriagando el cuerpo y lo fusiona con el espíritu. A pesar de esa forma de vida tan llena de satisfacciones, Jaime necesitaba algo más y estaba decidido a encontrarlo. Un hedonista jamás deja de buscar placer para el alma, ésa era su cruz, su destino, su vida misma. La noche parecía detenida en su propio tiempo. El placer que sentía Jaime al ingerir todo tipo de visiones que la noche le proporcionaba lo ponía en un estado de éxtasis. Caminaba por la calle más bella y céntrica de la ciudad, conversaba con cualquiera que quisiera hacerlo. Al terminar de conversar, Jaime seguía su camino, un camino de dicha pero también de alimento, de la posibilidad de gestar una nueva idea. Así pasó la noche. Volvió a su departamento a las cinco de la mañana. Tal vez indigesto de todo lo que la bella y enigmática noche le había proporcionado. Llegó a casa, durmió seis horas, recuperado de una caminata sin cesar decidió tomar un desayuno revitalizador y energético. Se encontraba, digámoslo así, en un estado de gracia, embriagado de su propia plenitud. Se duchó, con una calma que asombraría a cualquiera: era un viernes de quincena, Jaime ya debería de estar en el trabajo, sin embargo parecía que ya nada le importaba, sólo las efímeras ideas que había creado en su andar nocturno. Al terminar la ducha se cambió, se puso su mejor traje y decidió dirigirse a su trabajo. Manejando con toda la calma del mundo llegó a su destino. Su jefe lo recibió con una mueca de molestia característica en él: 130


—¿Qué ha pasado Jaime, por qué este retraso? Él se limitó a decir: gracias por todo el apoyo, pero renuncio. Nadie entendía nada, pero él lo tenía todo muy claro, quería liberarse por un tiempo para realizar lo que realmente le tocaba el alma. Sin más, su jefe le ordenó que pasara al área de Recursos Humanos y realizara el trámite de su baja y su indemnización. Lo hizo sin dudar ni un solo momento. Al terminar el trámite burocrático tomó su auto y decidió comprar un boleto de avión. ¿Su destino? Oaxaca. Para ser exacto, la hermosa playa de Zipolite. Jaime era un hombre inquieto e introspectivo. Tal vez por esa razón decidió estudiar Filosofía. La música, la escultura, la pintura y la ciencia eran sus mejores compañías, pero su amor profundo, sin saberlo, era la poesía. Salió del aeropuerto dirigiéndose a su casa, el plan era hacer una pequeña maleta, tomar las cosas indispensables y volar a Oaxaca con la intención de pasar algunos días en la playa. El avión salió al otro día a las diez de la mañana. Al llegar a Puerto Escondido, Jaime tomó directo un taxi para viajar a la playa destinada. Al llegar a Zipolite buscó un hospedaje barato y cercano a la playa. Dejó sus cosas y decidió seguir con su tarea introspectiva. Ya en la playa se despojó de toda prenda. El sol era hermoso, quemaba de una manera que lo hacía amar el fuego mismo. Su vista se dirigía al horizonte y veía una belleza sin igual. El sol, fuente de vida y energía era su mejor testigo. Caminaba desnudo sintiendo la calidez y suavidad de un polvo casi blanco, a cada paso que daba sentía una caricia casi excitante en sus pies, el agua se mezclaba con la arena, una sensación todavía más suave recorría sus pies. Jaime, al igual que durante una noche no tan lejana, seguía ingiriendo sensaciones y olores, su sensibilidad se agudizaba. Ahora el día era testigo de las excitantes sensa131


ciones que el cuerpo de Jaime experimentaba. Decidió tirar su cuerpo desnudo en la arena, se revolcaba con el placer que lo hace un cerdo en el lodo. Un guante arenoso y delicado cubría cada poro de la existencia de Jaime. Su ingesta sensitiva seguía. Estaba decidido a entregarse a las vibraciones y sensaciones que la propia naturaleza le brindaba al alcance de su mano. Soplaba el viento: un sonido suave se hacía dueño del entorno, una fuerza vital llamada aire acariciaba de manera sensual el cuerpo bello y desnudo de Jaime. Todo estaba ahí: agua, tierra, aire, la esencia misma de la existencia al alcance de cualquiera. Mojado, desnudo, lleno de arena y con un aire delicado seduciéndolo, Jaime decidió sentarse en la playa. Gozaba cada momento como si fuera el instante más bello que la existencia le pudiera otorgar. Su ser vibraba: un estado de plenitud lo atrapaba. Jaime sabía que poco a poco todas las sensaciones que le provocaba el ambiente cobrarían forma de un momento a otro. La sensibilidad a flor de piel y la ingesta de experiencias bellas continuaba. Decidió sumergirse en el mar. Desnudo nadó y la inmensidad del agua lo cogía como si fuera un cálido guante de terciopelo. No había nada que se interpusiera entre Jaime y una visión diferente de la vida, del mundo y del cosmos. El tiempo continuaba su andar. Sin embargo, para Jaime eran momentos de plenitud extrema y parecía que la relatividad del tiempo aplicaba sus principios esenciales. Alrededor de las seis de la tarde sucedió algo que jamás olvidaría. En el horizonte el sol poco a poco comenzaba a perder su poderío, y al hacerlo un color naranja inundaba el cielo maravilloso al que Jaime tenía acceso: las palabras videntes de un poeta al que admiraba profundamente cobró sentido. 132


—Qué razón tenías RIMBAUD, qué razón tenías. ¡Yo también la he encontrado! —¿Qué? —La eternidad. Es la mar fundida con el sol. Cuando el sol dejó de existir a la vista de Jaime y la luna cobró su fuerza vital, se levantó de la arena, puso su ropa y corrió desesperadamente hacia el lugar donde se hospedaba. Tomó algo de dinero y fue directo a comprar en alguna tienda un cirio. Regresó a paso lento pero firme hacia la playa, buscó el espacio más alejado, la noche era mágica de una forma inigualable. Al sentirse completamente solo, a la orilla del mar, volvió a desnudarse. Se sentó en una posición relajada y encendió el cirio. Ante él, la mar, las estrellas, la luna y el fuego inamovible de un cirio que poco a poco se iba consumiendo. Mientras el fuego continuaba totalmente estático, las ideas, pero sobre todo las emociones, cobraban forma. Jaime estaba convertido en un niño, explorando todo con sus sentidos; descubría que el universo es sonido puro, que a pesar de que no existía ni un ruido en la playa el sonido era presente: el sonido y las armonías que no se escuchan sino que se sienten, se vibran. —El universo y todo lo que nos rodea es sonido — pensaba—. El cielo es sonido, la mar es sonido, mi cuerpo es sonido, soy sonido, por eso vibro y gozo con cualquier armonía presente en mi vida. Por fin parecía que encontraba una verdad que le satisfacía el alma. Descubría que lo que hacía era arte: el arte de la contemplación; el placer del espíritu que penetra en la naturaleza y descubre que ésta al igual que él está animada, que tiene vida, que siente, vibra, goza, y se embriaga de placer al ver las bellezas que ella misma crea. Jaime estaba claro: si realmente quería vivir, debía entregarse a los bra133


zos del arte. Al placer del alma que indaga en el cosmos y lo recrea, con una visión intensa y consciente. —Ésta —pensaba Jaime—, es la verdadera tarea de mi existencia. Indagar para entender el mundo y hacerlo entender. Jaime sentía que su tarea era crear, a través del sonido y de la armonía. Crear una suave cadencia que se convirtiera en música para los oídos y en imágenes para el espíritu: poesía capaz de hacer vibrar la existencia y despertar la imaginación. Tomó su cuaderno, el fuego del cirio seguía encendido, y escribió: LLAMA ENCENDIDA Volemos a la llama encendida/ vibremos en su delicado calor/ gocemos del sentido de vida/ tocando el alma en su inmenso amor. Tomemos el agua encendida/ bebamos fuego hidratante/ en la noche perpetua/ de una musa excitante. Flotemos sobre la arena/ caminemos sobre el mar/ penetremos en la noche que sucumbe ante el sol. Volemos a la llama encendida/ vibremos en su delicado calor/ gocemos del sentido de vida/ tocando el alma en su inmenso amor.

Jaime sólo podía sentir que la poesía era el medio para evocar imágenes y vibraciones del espíritu, la forma perfecta de penetrar en la naturaleza y descubrir que ésta también vive. El poeta moderno —pensaba Jaime— tiene que penetrar en su corazón para expresar lo más bello de la naturaleza y transformarlo en un sentimiento real, capaz de provocar placer imaginativo. La poesía —reflexionaba Jaime— es el sentimiento de infinitud oceánica por excelencia, la palabra que combina el sonido 134


del universo, que expresa la emoción más intensa de la vida. El decir poético desborda la imaginación, devela realidades ocultas a través de su palabra. Al leer su poema apagó el cirio, lo recogió, se vistió y se dirigió al refugio donde estaba durmiendo. Ahí, empacó las pocas cosas que traía, salió de la habitación buscando un taxi para que lo llevara directo al aeropuerto. En poco tiempo, Jaime estaba abordando el avión que lo traería de regreso a la ciudad. Pensativo como siempre al escuchar al capitán decir que estaba a punto de aterrizar el avión, Jaime lanzó una mirada por la ventanilla y vio la inmensidad de una ciudad hermosa, en ese momento la inspiración llegó: LUNA La luna descansa en tus ojos/ en los ojos intensos de la noche Luna escondida/ luna divina Luz de la ciudad/ descubre tu brillo en la eternidad La luna descansa en tus ojos/ en los ojos brillantes de la noche En el espacio eterno de nuestros roces/ en los placeres oscuros de nuestros goces.

Para Jaime ya todo era poesía: arte contemplativo y capacidad creadora, vínculo entre las emociones y todas las demás expresiones espirituales. Música, escultura, pintura, todo podría ser inspirado por la palabra que penetra en la naturaleza para fusionarse con ella en su propia alma. Así llevaría Jaime su vida de ahora en adelante, viviendo como un artista, como el POETA MODERNO por excelencia, que vibra mediante la posibilidad de que él mismo deje de ser poeta, para convertirse, en poesía misma.

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MANUEL SANTIAGO HERRERA MARTÍNEZ

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ació en Monterrey, Nuevo León. Realizó la licenciatura y la maestría en Letras Españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León. En 2015 obtuvo el doctorado en Filosofía con acentuación en Estudios de la Cultura en la misma universidad, con la tesis “Las aristas semióticas y literarias en ‘las genealogías’ de Margo Glantz”. Actualmente trabaja en la FFYL de la UANL y en la Escuela Guadalupe. Es maestro de español en secundaria y ha organizado actividades culturales como cuenta cuentos, narración oral escénica, rally, lectura en atril y obras de teatro. Sus escritores favoritos son Margo Glantz, Gabriela Brimmer y Ana Clavel. Admira el cine europeo y la visita a museos. Dentro de sus proyectos literarios se encuentra el de escribir minicuentos sobre la equidad de género; en la universidad ha participado en congresos nacionales e internacionales sobre sus investigaciones acerca de la didáctica del español. 137



DE FICCIÓN LITERARIA

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olía caminar por la playa. Gozar las horas castas de la mañana y ver cómo el rojo dedo del Sol las desvirgaba. Sentía las rasposas caricias de la arena, sentía ese cosquilleo que subía hasta su sexo y descontrolaba los deseos. Buscaba el amor. Siempre había escuchado que los hombres tienen uno en cada puerto. ¿Y por qué no las mujeres? Le gustaba leer historias románticas. Devoraba libro tras libro. Y cada renglón era una raya que arañaba su locura. Y cada párrafo, una caja de deseos ocultos. Y cada libro abierto, dos pequeños bracitos que la invitaban a soñar despierta. De pronto, apareció. Portaba un pantalón blanco y una gorra azul. Era un príncipe marinero. Se dejó caer para que corriera a su rescate y así sucedió. —¡Con cuidado, señorita! Era un caballero en peligro de extinción. La tomó de la mano y pasó su musculoso brazo sobre el talle. Fue amor a primera vista… flores, paseos, cenas y regalos trazaron sus iniciales dentro de un enorme corazón sobre la arena. Desde aquella relación empezó a escribir un diario. Se narraba a sí misma sus íntimas locuras y se proponía más para el siguiente día. —Mañana le preguntaré de nuevo si me ama y si me defendería de los hombres malos. No habían acordado en verse sino hasta pasado mañana. Aunque él le había prohibido salir a caminar por la 139


playa, ella lo desobedeció. Era feliz y su dicha era tan inmensa como el mar. Sólo escuchaba el tambor de las olas y su ropa era salpicada por la brisa del mar. En eso captó unas risas. A lo lejos vio a una pareja abrazada. Era su príncipe marino con otra. Corrió para separarlos. Y al quedar libre, la mano del hombre le dio tremenda bofetada. Perdió el sentido. Al despertar le dolía el cuerpo, y tenía moretones (señal de que él la siguió golpeando). Reptaba por la arena. Arrastraba sus ilusiones y sangraban sus fantasías. Por la noche tomó el diario y escribió: —Las mujeres siempre identificamos a un hombre gay, pero nunca a un príncipe machista. Cerró el diario y con él sus ficciones literarias.

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ROCÍO DEL CARMEN JUÁREZ AZUARA

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ive en la Ciudad de México (su seudónimo es Rosée); estudió Comunicación y Periodismo en la UNAM, se ha dedicado a las letras durante más de quince años. Autora del libro de poesía Espejismos (2018). Su poema titulado “He llorado”, aparece en la revista digital española Triadae Magazine, Número 8 (2017) y su microcuento: “Siempre el mismo viernes” será publicado en el libro de Microrrelatos Sweek 2017. En el 2018 fue seleccionada para participar en el Primer Draft de escritores de la Editorial Endira con su antología de cuentos Las 4 estaciones. Es content manager en una empresa de videojuegos. Adora la mitología, el té, los dragones y la magia. Sus autores favoritos son Cecelia Ahern, Stephen King, J. K. Rowling y Mario Benedetti. Sus temas favoritos son el romance, la fantasía, el terror y la literatura japonesa. Actualmente escribe una novela romántica, un diario de viaje y una antología de cuentos de amor. 141



Nuestra boda Un amor imposible, un amor retorcido; no hay ninguna diferencia, de los dos alguno siempre tiene que sufrir. Rosée

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uando mi hermana nos anunció la gran noticia en la cena, sentí cómo el alma se me salía del cuerpo. Dejé caer la cuchara, que hizo un sonido metálico cuando chocó con el plato de cereal que tenía enfrente. Mi madre la abrazaba y millones de felicidades salían de su boca acompañados de sonrisas que se me hacían repugnantes. Mi padre, en cambio, no terminaba de digerir lo que sus oídos escuchaban y no se había percatado de que la cuchara con la que se servía azúcar estaba hasta el borde y la fina materia se regaba por su café y la mesa. Pequeñas lágrimas se me juntaron en los ojos, quería ponerme a llorar ahí mismo y al reprimirme, un dolor en el cuello y en la mandíbula me invadió junto con la sensación de la leche hirviendo que tenía en el estómago. Las manos me empezaron a temblar cuando papá se dio cuenta por fin de que su hija se casaba y se acercaba para abrazarla. Sentí cómo unos cuchillos atravesaban mi espalda y un grito de rabia, tristeza, dolor y enojo, se acumulaba en mi garganta. Mi respiración se agitó con odio y cerré los ojos para eliminar de mi mente la sonrisa estúpida que tenía mi hermana en la cara. 143


Quería a mi hermana, pero a él lo amaba; lo amaba desde que entramos a la primaria, desde que en el recreo ella y yo le hablamos, a ese niño tímido de ojos negros con rizos descontrolados y nos volvimos los mejores amigos, desde que compartíamos juntos los trabajos escolares, las respuestas de los exámenes, los castigos, las idas de pinta, el primer amor de él, el primer amor de ella; cuando falleció su padre y adoptó a sus cinco mascotas; al entrar a la prepa, cuando nuestros caminos se separaron en la universidad; cuando estuve en su primera borrachera, cuando compartió la noche con una de sus maestras... incluso estuve cuando se dio cuenta de que estaba enamorado de mi hermana y me lo confesó, con un nudo en la garganta. Cuando ella le correspondió y mi corazón se hizo trizas. Lo amé en los cinco años que llevaban de relación, en las peleas de ellos, en las fiestas, en los momentos felices, en los momentos tristes; en los consejos, pero sobre todo en mis celos, en mi odio hacia ella, en mis pensamientos de esperanza de que se dejaran y él se diera cuenta de mi presencia; incluso ahora cuando ella nos da la noticia en la que tanto me horrorizaba pensar, cuando sé que el hombre que amo se casará con ella, cuando minutos después de decirle, con una sonrisa obligada, un “felicidades” a fuerza, recibí una llamada de él pidiendome perdón por no decirme la sorpresa antes que a ella y cuando mi corazón desapareció de mi pecho al escuchar la invitación de ser su padrino de bodas... incluso en ese momento lo amé y por supuesto odié a mi hermana melliza quien viviría su vida con el amor de mi vida. Nunca sabré cómo fue que sobreviví las semanas que le siguieron a la noticia. La alegría de los dos me carcomía el alma; los preparativos para la boda eran agobiantes, la prueba de los menús me daban asco, los pasteles de boda 144


se me hacían insípidos, las invitaciones ridículas, los invitados hipócritas, la iglesia satánica y el salón me asfixiaba a pesar de ser un enorme jardín. Quería morirme, literalmente planeé hacerlo muchas veces, pero mi amor por él me mantenía con vida, su sonrisa radiante, perfecta, aquella de la que me burlé cuando llevaba brackets; me llenaba de fuerza para continuar con el tormento que vivía todos los días, para sobrevivir cuando los imaginaba en la noche de bodas, cuando los dos aceptaban frente al altar, cuando algún niñito me decía tío con la risa de él y los ojos de ella; mis ojos verdes y esa sonrisa que tanto amo en un hijo que no sería mío. Mientras los días se acercaban, mi dolor y agonía eran insoportables. Las ojeras se me marcaban por las noches de insomnio, adelgacé alarmantemente, varias veces fui al doctor por petición de mi familia, pero ninguna medicina me curaría: me estaba muriendo de amor y nadie lo sabía. Las sonrisas falsas estaban acabando con mis órganos internos, el traje a la medida me apretaba el cuerpo, la corbata me oprimía el cuello al punto de parecer suicidio, los regalos me hablaban con voces de ultratumba, imposibles de sacarlos de mi cabeza, y las felicitaciones y abrazos eran como mordeduras de seres deformes ansiosos por comerse mi cerebro. Cuando mi hermana por fin decidió qué vestido llevaría en tan devastador día, y cuando la vi de blanco y con su sonrisa radiante, al ver su rostro en el espejo, ese rostro tan igual al mío, el pequeño espacio de mi corazón que aún latía se desmoronó y le dio la bienvenida a la nada. Yo podría ser quien usara ese vestido, yo podría ser el radiante de felicidad, yo podría ser quien aceptaría la compañía de mi amado por la eternidad; yo podría ser ella, vestido de 145


blanco, un blanco que puesto en ella se tornaba del color de la sangre. Yo estaba muriendo lentamente y de alguna u otra forma yo tendría que dejar de existir, ya que mi estado de salud empeoraba cada vez más y la boda estaba a punto de postergarse por las veces en que fui a parar al hospital. Así que la solución llegó una noche de insomnio, la planeación no fue tan difícil y llevarlo a cabo todavía menos: una fiesta inexistente de despedida de soltera fuera de la ciudad, un secuestro en el que se pedía rescate por los mellizos, un hermano que quedaría como el héroe que defendió a su hermana para cumplir sus sueños, una melliza inconsolable, pero con el deseo de cumplir la promesa a su hermano de ser la mujer de su mejor amigo. Un cuchillo de cocina recién afilado; el rostro lleno de dolor cuando el primer golpe se le encajó en el dorso, sus lágrimas de terror al ver que su hermano mellizo le robaba la vida, su último suspiro al escuchar que él sería mío, la sangre de ella derramada por el suelo, mi cuerpo cubierto de lo que antes fue la persona con la que nací, crecí y viví todos estos años de mi vida, con la que compartí el vientre de mi madre, de nuestra madre. Un maletín con el dinero de mis padres que yo mismo había pedido en rescate, un experto en cirugía plástica; un miembro desaparecido, dos compañeras nuevas; meses de recuperación para acostumbrarme a mi nueva forma física, mental y psicológica, el regreso de una mujer desfallecida después de tanto tiempo de no ver la luz, de estar encerrada en un cuarto junto con el cuerpo putrefacto de su hermano. Una familia enojada, desolada, triste, sin respuestas y llena de deseos de venganza que jamás se efectuaría cuando vieron que su hijo no regresó de tan horrible tragedia; un novio que perdió a su mejor amigo, una novia consoladora 146


que llorará la muerte de su hermano hasta que le llegue el turno de reunirse con él y una boda que se efectuaría a pesar de haberse pospuesto varios años tras tan lamentable noticia. Cuando la luna se coló por la ventana pude ver en el espejo, el reflejo de nuestros cuerpos que se movían con lenta precisión, un suspiro de placer y un te amo seguido de mi nombre salió de la garganta de mi esposo. Me dedicó la sonrisa más bella del mundo y sonreí con él porque nos amábamos, porque era mío, porque compartiríamos la vida y porque así tenía que ser.

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Marcela Magdaleno Deschamps

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s iniciadora de la Fundación Cultural Paz y Garro A.C y de la Fundación Marcela del Río Reyes, así como miembro de la Asociación de Periodistas del Valle de Toluca (APVT). Entre sus libros publicados están: La lectura para el desarrollo infantil (Lectorum); Escribe tu vida y oxigena emociones (Lectorum); Mitos y leyendas de Jiutepec; Fiestas agrícolas y patronales de Jiutepec; Leyendas de la Tierra Grande (Lectorum); Un mundo al revés (Ariadna) En poesía: Sutil convulsión (Innovación Editorial Lagares); Dócil Insurrección (Innovación Editorial Lagares). Antología del País de las Nubes (Oaxaca). En dramaturgia: Yo quiero que haya mundo de Elena Garro (Porrúa). Dentro del rescate de literatura olvidada ha publicado: La poesía inédita de Elena Garro, las obras dramáticas de la Revolución de Mauricio Magdaleno (1935). Colaboró con el bisnieto de Emiliano Zapata en el libro: A cien años del Plan de Ayala. También ha escrito para teatro Los milagros de San Isidro Labrador; Una empresa llamada Garro (Nos y Otros Editores Madrid) y La furia y la paz. 149



Juan se había vuelto un vendedor de desgracias

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n menos de un año, pasó de ser vendedor de sueños, a vendedor de tachas, pero finalmente su profesión culminó en vendedor de desgracias Todo lo veía negro. Griselda pensó que sus ataques de ansiedad serían pasajeros, pero día a día, su querido amigo empeoraba. Juan despotricaba contra todo. Odiaba al PRI al PAN al PRD, y a todos los partidos, incluso a los independientes. Siempre que había mítines sacaba su furia contra el sistema. No soportaba a los líderes sindicales ni religiosos. No perdía oportunidad para decir a gritos: —Dónde están todas aquellas instituciones creadas para el pueblo: el apoyo médico, la educación gratuita, la vivienda. ¿Dónde está la defensa laica por la que tantos reformistas murieron? Y solo se contestaba: —De seguro su plan es cooptar al Estado. Aquella lluviosa mañana también insultó a su gato, porque recordó que tenía cita en el Seguro Social. Llevaba dos años haciendo fila para que le operaran la hernia que no lo dejaba caminar ni dormir. Mientras que con dificultad se ponía los zapatos, visualizaba el rostro de la seño Gertrudis, en pleno deguste de fritanga: —Tiene que bajar al primer piso, pida una firmita; asegúrese de que después le sellen, y regrese en un mes. 151


Señor, no ha adelgazado, recuerde que es propenso al infarto —finalizaba su perorata la obesa enfermera abriendo un gansito marinela. —Ya relájate, estás muy tenso, pareces porro de la UNAM —le decía su amiga Griselda que era orientadora familiar pero siempre estaba desorientada. Estaba secretamente enamorada de él, pero en ese momento, atisbó detalles en su carácter, que le aterraron, el resentimiento lo estaba tornando perverso. —El país está en crisis, pero el cambio está en nosotros —decía Gris, constantemente. —¡No te das cuenta Gris, vivimos en una autocracia subdesarrollada de sospechosísimo reactivo, ¡ya reacciona! ¿Dónde están las reformas de seguridad pública? Para él, ella era la persona ideal para pasar el tiempo cuando no tenía nada que hacer, olvidar las penas, y despotricar contra todo, porque siempre estaba alegre y, a diferencia de sus amigos, ella lo escuchaba pacientemente. Una tarde ella le comento: —Deberías ver el valor, México es un lindo país, échale ganas; si criticas tanto a los sistemas, propón algo para cambiar. Él guardó silencio y enfurecido contestó: —Ya estás como esos anuncios de superación personal que promueven los canales monopólicos. ¡No te das cuenta que sólo pretenden amordazar!; ¿cuál valor?, ¿cuál libertad? estamos peor que nunca. Parece que nadie se da cuenta, vivo rodeado de aletargados. —Bueno, ya, ya… —dijo la orientadora desorientada—. Necesitas relajarte, por qué no mandas por internet tus mensajes, para concientizar gente. Pero Juan, en tono desquiciado, respondió: 152


—¿Cuál?, ¡no te das cuenta que la ley mordaza domina todo! Con un beso tierno ella dijo: —Ya aleja a la parca de tu vida. Tomaron el uber, el conductor transexual olía a jazmín, estaba ataviada con un sexy traje de látex, cabello planchado y minifalda. Los miraba desde el retrovisor, lanzándole miradas pícaras a Juan. Él la analizó: —¿Oiga cómo le hace usted para verse mejor que cualquier mujer? —¡Ay mi rey, tengo mis secretos!, ¿a dónde los llevó? Griselda intervino: —Llévenos a un antro para bailar toda la noche y olvidar. —Mi reina, ¿qué tendencia les gusta?, porque ya ve que el Clásico está que arde, en el Infierno matan en la entrada... —Bueno, bueno, bueno —intervino Gris: —El que sea, pero donde no tengamos que cuidarnos de las rafagueadas. Iban por la autopista hacia la zona Squid cuando Juan dijo: —Mira, allí fue donde encontraron al cadáver. —¿A cuál te refieres mi rey, el del martes o el del lunes? ¿El colgado o el descuartizado? —Yo hablo del de la Flores Magón. Los tres intercambiaron silencios y siguieron su ruta sin despegar la mirada de aquel rinconcito entre la barranca y la autopista. Después de un silencio respondió la conductora sexy: —No creo que alguien merezca morir así, nació amado… 153


—Pues ya ve —intervino Griselda—. Pero ahora a divertirnos que la vida es corta. Los dejó en un ruidoso antro, no hicieron fila ni pagaron cover, las atribuciones y una sonrisita de Gris encantaron al cadenero, ella se sujetó del brazo de su pareja. —¡Mira, es noche de sixtees! ¡Ahora sí a bailar!, terapia para liberar tensiones. Ya no aceptaré ningún reproche tuyo Juan, ya olvida todo, sacude tus enojos, deja tu resentimiento social afuera. —¿Resentido yo? Esa noche Juan bailó como cuando no existía calentamiento global, como cuando los de la CFE no habían sido despedidos, o cuando el PRI disfrazado, ganó el gobierno. Se movía como cuando era niño, sintiendo el ritmo en sus venas, como si no hubiera devaluaciones, ni narcos, ni feminicidios, como cuando no existían retenes clandestinos o convoys clonados; bailó recobrando su alegría. —Tienes razón hay que verle el lado bueno a la vida, nosotros forjamos la nación. Ella lo besó percibiendo una dosis de simulación jocosa, y con sus dedos sintió sus ojos. En ese momento descubrió que ella era invidente, con una enajenación erótica sintió de nuevo su corazón, se tragó su egoísmo y olvidó las desgracias… por esa noche, evadiendo su neurosis con las rimas catatónicas del Cartel de Santa. Pagar el precio

La niña metió sus ojos en una bandeja de agua, los espejos se multiplicaron y vio la libertad interior. Prefirió ser una 154


niña sin ojos, que tener como todos, un manicomio en la cabeza. El cristal sombrío

—Y dígame señor secretario, ¿cuánto dinero se tiene para el festejo de la ley de transparencia? —No puedo informarle señorita, esa información es confidencial. El eterno retornelo

—¿Por qué dejaste a tu esposo? —Porque regresé a mí misma. La correccional: la universidad de la vida

Lo llevaron a la correccional para corregirlo, pero en realidad lo violaron y le pegaron el sida, y, en poco tiempo, en el reporte carcelario notificaron que él y su novia de doce años habían sido asesinados. La barranca fetichista

Ayer fui a caminar a la barranca con el deseo de explorar la flora y la fauna. De repente encontré mascadas rojas enredadas en las ramas, una tanga púrpura en las rocas, zapatos de dama casi nuevos enlodados, paliacates, varias botellas de tonayan, una muñeca de barro con alfileres y 155


velas negras. !Vaya, vaya¡, las verdaderas enfermedades mentales se reflejan en las debilidades sexuales. Las perversiones del cerebro humano han llegado a su límite. Cómo es posible que un paraíso se haya convertido en un burdel clandestino. Realidad virtual

Hoy los niños encienden la vida con un control remoto y se internan en el combate virtual alimentándose artificialmente de la cultura de la muerte, saboreando ideas congeladas. Sus presentes son tan breves que impiden hilar futuros, ¿dónde están los soles, las estrellas, los besos, las ternuras y las risas?, hoy llenamos de blasfemias nuestros vacíos mientras saboreamos el placer de las franquicias.

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OSWALDO HIRAM SÁENZ LICONA

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studió Ciencias de la Comunicación en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la UAEH. Nació en Atotonilco el Grande, Hidalgo, en 1999. Ha trabajado en el campo de la fotografía y la producción audiovisual. Uno de sus principales intereses es realizar actividades culturales en comunidades del estado de Hidalgo, por lo que prestó servicio como practicante en el INAH, área de Promoción y Difusión del Patrimonio Cultural, colaborando para el programa radiofónico Palabras de obsidiana, es co-creador de la revista digital El Bacalao Ilustrado donde ha desarrollado varios proyectos audiovisuales. Colaboró en el libro Relatos sonoros (2016) con “El Santo”. En 2018 fue seleccionado en el concurso Hidalgo: Crítica, Crónica y Comunidad para colaborar con el texto Diablitos borrachos. Tiene como pasatiempo el cine, la literatura y la fotografía. Sus escritores favoritos son: Octavio Paz, Italo Calvino, Etgar Keret y Juan Rulfo. 157



La Mariana Bajaré al fondo de los infiernos sacaré a los diablos de la cola. Óscar Chávez

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a noche ya de por sí caliente se potencia dentro de la casa de Rubén Gallardo, ahí frente al fogón debe ser un infierno, el humo de lo que parecen haber sido tortillas cubre casi toda la casa, intenta escapar por los espacios que hay entre los muros de cañavera. Tiene los ojos clavados en El Negro, lo agarra del cuello y lo aprieta para que no se escape. El Negro mira el fogón, regresa la vista, esos ojos se le siguen encajando, forcejea para zafarse. —Tranquilo Negro —le habla suave—, ¡shhh! —lo acaricia—, ¡shh! —le quita las lagañas y se unge los ojos con ellas. En una silla de madera y mimbre espera, el celular viejo que por tanto tiempo reclamó su atención ahora es irrelevante, mira la puerta con ojos fijos como si de un momento a otro alguien fuera a llegar. Ya casi dan las tres, se eriza El Negro, le ladra a la noche, a lo que no vemos. Corre el aire, se cuela entre los muros, entre las pieles, se aviva el fogón; ayudados por la luz del fuego alcanzan a ver siluetas que andan afuera con pasos mudos, se asoman por los huecos verticales para ver qué se quema. —¡Oigan! —les grita Rubén a ver si una se queda, pero nada, corren, se esfuman. 159


Ladra, sale, entra y corre para alcanzarlo, mueve la cola, quiere que vuelvan. Vista desde afuera, la casa parece una boca llena de fuego, un dragón dormido a medio cerro, mira el pueblo, está desierto, además de las tres o cuatro luces eléctricas como luciérnagas embotelladas alumbrando el kiosco sólo los perros andan y se hablan, se aúllan sus amarros, se ladran sus calles, con ese coro caminan la vereda, todo huele a guayaba, en el día uno puede ver tantas que se llena por los ojos, atraviesan con cuidado de no resbalar con las frutas que se desperdician en el suelo y continúan el descenso bailando el son del silencio con rostro tenso y orejas alertas hasta que buscando sombras se les acaba el cerro. Por una de las pocas calles adoquinadas del centro que lleva al kiosco suenan las uñas del Negro, es el camino de siempre cuando van a la casa de Nicanor a cobrar o a llevarle una tarja de guayabas para que no se pudran, y desde hace un tiempo, cada dos días, a cargar su celular mientras escucha con oídos sordos que nunca le van a entrar llamadas por que en el pueblo no hay señal, menos por su casa. Bajo el cielo nocturno duerme El Susto, pasan las pocas casas, salpicadas todas en unos seiscientos metros alrededor del kiosco, sin encontrar más que sonidos de animales escondidos. Rumor de agua alisando las piedras, estridulares como cables de alta tensión, ululares ocasionales. Van por una vereda cercana al Río de las Naranjas, camino a La Peña del Dedo. El Negro pela dientes, arma escándalo, se quiere trepar a un árbol y deja a Rubén de espaldas viendo al cielo, derrotado en la lucha por taparle el hocico. —No vas a encontrar a Mariana —escucha al tiempo que pasa rápido los ojos por las ramas, pero arriba ya no hay nadie. 160


El nombre lo dejó tieso, que lo haya dicho el hombre en las sombras lo quebró, tiene los oídos tan ahogados de impresión que el canto de los grillos es apenas un levísimo rumor. Pensando en Mariana va Rubén en automático, no hay gran ciencia en caminar, los pies se siguen solos. A lo lejos ve su casa, un puntito de lumbre viva que tirita y baila allá en el cerro; después del susto empezó a no creerle a sus oídos, fueron imaginaciones, le da vueltas, hubiera visto, me hubiera hablado más, piensa. Y así, súbitamente como llegan los pensamientos y mirando aquella lumbre le entró el miedo de estar muerto, la curiosidad le empezó a picar el espinazo y la idea de que su cuerpo sigue frente al fogón a recorrerlo con patas de araña por adentro, a decirle a sus pies que regresaran cuando estaban por llegar a la peña. —Rubén —lo llama alguien en la oscuridad. Viene el miedo, el frío en la espalda—. Yo sé dónde está Mariana. —¿Dónde? —se apresura a contestar mientras sus ojos ya habituados a la noche intentan asir una forma humana, pero la oscuridad es tanta que de nada sirve—. Sal —no entiende el origen de la voz, como si se moviera o viniera de diferentes direcciones—. Deja que te vea. Ya no cantan más los grillos, lo que queda en el silencio es el gaznate de Rubén bajando saliva y El Negro dando vueltas en el mismo sitio queriendo ubicar la voz. La calma que se siente parece una extensión de las palabras que le llegan, le soplan en la nuca para erizarlo —Los que me ven se mueren, Rubén —el silencio que antecede las frases le parece una risa —. Y luego quién va a buscar a tu hija. —¿Qué quieres? —pregunta asustado sin saber de qué o quién—. Dime dónde —El Negro no ha hecho ruido, 161


tiene las patas delanteras paralelas al suelo, la cola levantada, los dientes pelados, blancos blancos, es casi lo único que se le alcanza a ver. Silencio, todo el silencio, los árboles, las piedras, la oscuridad, le parecen ahora una carcajada. —Déjame al perro. —¿Para qué? La voz lo observa, lo divierten sus reacciones, sus respuestas. —Para ver qué haces solo. Piensa Rubén, aprieta los puños, rechina los dientes, lo enojan las risas, piensa Rubén, mira al Negro, lo enoja la voz. — Me vas a engañar. —¿No quieres encontrarla? Le falta el aire, se pone blanco, tiene la duda atravesada entre la nariz y la garganta. Siente sus tripas, escucha claro su sangre, el tum-tum tum-tum en su pecho como si se estuviera tapando los oídos, siente los ojos del Negro y como le falta Mariana. Lo piensa. Agarra al Negro —Tranquilo —le dice suave, como diciéndose a sí mismo—. ¡Shh! —lo acaricia—, ¡shh! —chilla El Negro, se pasa la lengua por los dientes todavía agresivo—. Quieto —se chupa la nariz. —Que se vaya —le dice al oído como un zancudo. Rubén se sacude, piensa en Mariana, le palpita la cabeza. —¡Sáquese, para allá, pinche Negro! ¡Órale! —le aplaude y lo empuja fuerte—. ¡Sáquese! —no sabe por qué escucha la voz omnipresente que le habla, tiene un impulso de rabia, de impotencia, patea al Negro —. ¡Pinche perro! —chilla, se aleja—. ¿Dónde? 162


Busca a alguien, a la voz. Siente las risas. —¿Dónde cabrón? Busca como un ciego que no se entera que ya no puede ver. Se lo está comiendo la noche “Me engañó”, piensa Rubén. —Espérala en la mina —responde después de silencio prolongado. Los pies le pesan, le cuesta poner uno frente a otro, como si se hubiese quedado clavado donde escuchó la voz, voltea buscando al Negro, no hay nada, y si todavía anda por ahí no lo alcanza a ver, camina sin pensamientos concretos hasta que un alarido lo golpea por la espalda y sale por sus pies igual que un rayo. Piensa, ya no sabe qué piensa, pinche Negro, mi Mariana, qué ganas de estar lejos. Alrededor un infierno de grillos pero Rubén es una radio descompuesta que no capta la señal del mundo, se va a desmayar pero camina, el sonido es una bruma espesa, le llegan sus pasos arrastrados y lejanos, ya está en la cueva, se derrumba, no se mueve, no sabe si es la tristeza o si se está muriendo, a lo mejor ya lo está. Desde la cueva ve al pie de La Peña del Dedo a un grupo de personas, la mayoría desnudas, esqueléticas, descompuestas, llenas de sangre seca unas; incompletas, con el cuerpo agujereado o las manos destrozadas otras; una quemada, humeando, como salida de un tambo con ácido; todo el extraño grupo observa la parte oscura del cielo como volando un papalote, miran cómo se eleva uno de ellos agarrado del Negro, chocando con los árboles, intenta darle alcance a una parvada de muertos que huye del claro que se acerca. —Ojalá se tarde. 163


ll Haré que los pecados capitales sean obras meritorias para el cielo. Óscar Chávez

Ojalá pudiera decir que la primera semana es la más difícil, pero todos los días te quieres escapar o que te den un tiro ¡BAM! y adiós, a golpes y amenazas te quitan lo valiente. Conmigo no necesitaron mucho, nada más tengo a mi papá y ya está medio grande, pero me agarraron bien chiquita, tenía diecisiete. A veces pensaba si alguien nos estaría buscando, pero después se me pasó el pensamiento porque el patrón era amigo de los judiciales y nos decía que “a las perdidas nada más las encuentran muertas”. Las matan los mismos judiciales y las botan en algún camino. Después, con el tiempo, te acostumbras a la rutina y nada más esperas que te baje para que te dejen descansar unos días en los cuartos, y ni tan descanso porque a veces nada más son manchitas y una no sabe si se habrá embarazado, entre nosotras nos tenemos que cuidar, así conocí a la Mariana, llegó como yo, como casi todas, con la cara hinchada y verde y como de diecisiete años. Yo le daba consejos, ni bebía cuando llegó pero le fui diciendo cómo hacerle para no sentir tanto, porque al principio es difícil y la vida es perra, llegas y te van a ver los señores, te dan de tomar y te sacan a bailar para manosearte, checan para ver si se animan y casi siempre terminas llorando la primera semana, a veces hasta más tiempo, a veces siempre, pero ya después, en la noche cuando llegas 164


a los cuartos. El problema de llorar ahí es que los clientes reclaman, “a nadie le gustan las putas chillonas” dice el patrón, y te quitan lo llorona a madrazos, pero nada más al principio porque las que lloran son las nuevas o las que se embarazan. Me la pasé consolándola todo el primer mes, la abrazaba para que llorara todo lo que pudiera y la escuchaba. Me contaba de su papá, de El Susto y entonces yo también me ponía a llorar porque me acordaba de lo mío, ya ni sabía cuánto tiempo llevaba con “El Papi” pero me daba miedo ponerme vieja y que me fueran a matar, más porque los que cuidan los cuartos se la pasaban diciendo cuando no les quería aflojar: “¡Pinche vieja, si ya estás bien aguada! Pero espérate a que ya no te quieran hacer el favor y nos va a tocar llevarte con ‘los puercos’, ‘o a lo mejor hasta nos toca a nosotros’, son dos los hijos de la chingada, el ‘Big’ y el ‘Rap’, les encanta ponerse apodos pendejos.” Muchos días me tocó estar con la Mariana, era algo así como su madrina, las noches que no me contaba de su papá me decía que se quería morir, y yo le decía que todas pero que la decisión no era nuestra, que nos teníamos que aguantar, y ella lloraba más y se ponía a gritar “¡me quiero morir!” “¡Pinches maricones pocos güevos, mátenme si son tan hombres!” “¡Cobardes!” “¡Hijos de la chingada!” y yo intentaba callarla pero era imposible y llegaban los dos pendejos esos, y no la mataban pero varias veces estuvieron cerca, es bien triste ver cómo se va echando a perder una muchachita, pero eso nos pasó a todas aquí. Yo vi cómo esa niña se fue perdiendo, cómo igual que muchas ya no estaba en el mundo, o sí estaba pero nada más la mitad del cuerpo, ya sin espíritu, vi cómo se fue diluyendo con el tiempo en esta vida de mierda que no nos debería 165


tocar y lo peor es que vi cuando se quebró. La Mariana ya le había agarrado mucho el gusto a todas las porquerías, la de menos era la bebida, su cama y el piso de la parte en la que se dormía ya estaba tapizada de periódicos porque casi siempre llegaba a vomitar. Un día llegó a manosearse para que la agarraran los dos poco hombres que nos cuidaban, “vénganse los dos decía”, los dos cayeron, y en el acto le arrancó la oreja de una mordida al Big y al otro le intentó hacer lo mismo, pero no pudo y la dejó embarrada en el piso de un manotazo, chorreando sangre. El Big se fue corriendo al baño con el pedazo de su oreja en la mano porque no dejaba de salirle sangre, y el Rap se la llevó arrastrando a un cuarto separado y me mandó con ella “cuida que no se vaya a morir esa pinche zorra loca” y nos dejó ahí. Ya casi al final de sus días, borracha y sucia, se enteró de la muerte de su papá, estaba vomitando en los periódicos del cuarto y de golpe se le bajó la peda de todo lo que traía, limpió con las manos el vómito del periódico y se puso a gritar “¡Se murió mi papá!”, “¡se murió mi papá!”, así se siguió el día entero, la Mariana nada más se callaba cuando iban a callarla, ya no nos reconocía a ninguna de las muchachas, o ya no nos quería reconocer, se quedaba a ratos como dormida abrazando su periódico vomitado. Cuando se la llevaron, gritaba como puerco y soltó el periódico, yo lo agarré y en un pedacito alcancé a leer: “¡Se quedó dormido y murió quemado!” La madrugada del 16 de mayo del año en curso, los habitantes de El Susto, Nanxatepec, acudieron a una casa vecina en llamas, de donde las autoridades extrajeron el cuerpo carbonizado del que parece ser Rubén Gallardo, quien se quedó dormido frente al fuego… hasta ahí dejaba leer el vómito y las lágrimas. 166


ALDO RAÚL RODRÍGUEZ ARREOLA

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riginario de Chihuahua (1970). Estudió la licenciatura en Sistemas de Computación y Administrativos, en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde comenzó a escribir sus primeros cuentos para una revista local. En el 2017 publicó su primer libro: Por el placer de dibujar, en el sitio de Amazon.com. El premio Ariadna de cuento 2018 es su primera participación en un concurso a nivel nacional. Además de la escritura de cuentos, poemas y artículos, tiene la afición de dibujar principalmente caricatura y humorismo; comparte sus trabajos en su blog personal, instagram y en grupos de dibujantes en las redes sociales. Sus autores favoritos son Gabriel García Márquez, Mario Benedetti, Juan Rulfo, Victor Hugo y Julio Verne. Actualmente escribe una novela de ciencia ficción y un libro de dibujo humorístico. 167



LAS OSCURAS GOLONDRINAS

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prendí a ser lo que quería ser cuando con la rabia de los perros se echó sobre mí, cuando me golpeó cobardemente por la espalda y de sorpresa, cuando me rompió todas mis cosas gritando a más no poder y entre la euforia de la droga quiso matarme a patadas otra vez. A mí, que desde hacía muchos años era golpeada a su antojo y capricho, y yo —María de los Ángeles— como esposa sumisa y abnegada me consideraba un ejemplo a seguir. Cristiana protestante desde chica, era sufrida por parte de madre; cargaba la cruz de mis pecados porque para mi iglesia no existía el divorcio, ni otras palabras como ésa que ofendían a Dios. Los vecinos no decían nada, como si no supieran lo que pasaba, porque nadie se atrevía a meterse donde no les importaba; y, dicho sea de paso, de cualquier forma tenían una excusa: —Es que así es como ellos se quieren el uno al otro. —Ni modo, ¿qué se le puede hacer? Hasta que llegó ese día, mi “Macho” acabó ladrando, después de haberme golpeado hasta el cansancio, que uno de tantos días me iba a matar, que como era todo un “hombre”, mataría primero a mi hija. Entonces probé lo amargo de mi sangre, encontré un poquito de vergüenza adentro de mí y GRITÉ. Porque con los golpes aprendí a quedarme callada, a disimular y a no decir nada, a bajar la vista cuando me 169


encontraba con miradas extrañas, y a mentir con los demás tanto como conmigo misma acerca de mis moretones, mis heridas y mis lágrimas... era esposa abnegada y como tal, el mejor ejemplo a seguir. —¡YA NUNCA MÁS! ¡Y clavé las uñas en mi “Macho”! ¡Y mordí la mano que me golpeaba! ¡Y ladré más fuerte que ese “hombre”! ¡Y me obligué a mirar de frente y con odio a los ojos de aquel “valiente”!... y me juré a mí misma que ya nunca más me dejaría pisotear. Le juré a mi hija que jamás volveríamos a pasar por lo mismo, que aquel feroz “Macho” que salió corriendo, gritando amenazas de matarnos a ambas, y no sólo a nosotras sino a toda mi familia... ya nunca más regresaría. Quemamos todo lo que quedó de él, olvidamos su presencia y tiramos sus recuerdos; cambiada, dejé la iglesia y aprendí a ser lo que siempre había querido pero que nunca había podido. Se tomaron fotos de mis lesiones, se enviaron citatorios a varios lugares, se publicaron edictos por varios días; se abrió un expediente en el juzgado en turno, se rindieron declaraciones y se anotó mi nombre en la lista de mujeres golpeadas. Mi “Macho” todavía ladró un poco, pero ya sin tantas ganas de morder. Por fin soplaron los vientos del respeto y de la confianza adentro de mí, y si antes nunca tuve el valor de reírme de mi “Macho”, ahora lo hice y en su cara. —Hasta quince años puede alcanzar —le dije complacida a mi hija y volví a empezar. De ahora en adelante lo haría sola, pero con ayuda de mi Norma; lucharíamos ambas y muy pronto todo queda170


ría atrás, donde debía quedarse por siempre tirada la basura del pasado. Aún era joven, aún podía colocarme a trabajar en cualquier parte; mi Norma aún no cumplía los diecisiete y me quería ayudar, pero no, yo preferí meterla a estudiar. Poco a poquito, todo era cuestión de esperar; y qué mejor que ahora, sin trabas, que teníamos tiempo de sobra, para ponernos a andar. —¿Y si vuelve, qué vamos a hacer? —Ya nunca va a volver, y si vuelve, apenas ponga un pie por aquí y se lo llevan. Las noches serían un tanto más frías pero tranquilas, me debía tanto a mí misma y a mi hija, que tan sólo pensar que durante muchos años mantuve callada a la mujer libre, fuerte y autosuficiente que vivía dentro de mí, me impulsaba a seguir luchando y a no rendirme ni un instante más. En muchos otros errores volvería a caer, pero en ninguno de ellos estaría otro “Macho”. El comenzar de nuevo no sería fácil, jamás ha sido fácil empezar una nueva vida; y mucho menos ya casi llegando a la mitad de la mía, mas, sin embargo, mi hija y yo por fin éramos dichosas, aunque con demasiado tiempo de retraso. Por eso no vi con enfado que me empezara a platicar, cada vez con más frecuencia, de un tal Omar. Ni tampoco fruncí el ceño cuando con los ojos llorosos, mejillas sonrojadas y risa nerviosa me contó con emoción que el muchacho por fin se decidió. —Señora... ¡Qué bonito está el día! ¿Verdad? —Sí, bastante soleado. —¡Y deje usted lo soleado, lo limpio que se ve el cielo! —Es cierto, no me había dado cuenta. 171


—Señora... éste... Muchos riñones, sudor y pena son las cosas que necesitó el muchacho para solicitar el permiso de poder ser el novio de mi hija. Como asunto delicado que no podía ser tratado a la ligera, le pedí informes precisos y detallados sobre oficios, vicios y beneficios. Y después de una larga plática les di mi aprobación. Mi vida iba por buen camino; yo era feliz, Norma también, y cada una casi tanto o más que la otra. Ella, más risueña que nunca, todas las mañanas me despertaba —jamás pude madrugar tanto— y me hacía de almorzar antes de irse a la escuela. Por la tarde me tenía la comida lista y —aunque cada vez menos— con las mejillas sonrojadas y nerviosa me pedía permiso de salir a platicar con Omar, un ratito. Me daba gusto verla feliz, pero no quería mal acostumbrarla; me hacía la dura un rato, alegando que así nunca llegaría a ser enfermera, si seguía perdiendo el tiempo con él en las tardes, en lugar de ponerse a estudiar. Al final siempre me dejaba convencer, y la veía salir corriendo en busca de aquel, que ya estaba detrás de la puerta esperando por ella. —Híjole comadre, ¿y cómo se aguanta a seguir viviendo sola? —Pues como usted lo puede ver, comadrita. Le extrañaba que viviera sola, o como más claramente lo dijo mi comadre: “Sin un hombre”. Aún era joven y tenía amigos con los que salía a dar la vuelta, dos o tres veces al mes, pero no había algo ni nada que fuera en serio. Jamás perdería la libertad que acababa de conseguir para Norma y para mí, por unos pantalones 172


bien planchados, unas botas boleadas y un ramo de buenas intenciones ¡NO!, de eso ya había tenido suficiente. Cuatro o cinco salidas en plan de amigos, dependiendo de lo bien que me cayera el galán-pretendiente y “adiós que te vaya bien, muchas gracias, te agradezco”. A Norma le gustaba cuando iban por mí a la casa, decía que bien podía salir a tirar las ansias y el estrés; que no se trataba tan sólo de trabajar, dormir y comer sino también de divertirse. La verdad era que le encantaba tener más tiempo para estar a solas con Omar. —Mamá... ¿a que no sabes qué me dijo Omar? ¡Santo cielo!, mi hija, la única que tenía; andaba alocando sus neuronas con ideas de casorio. Toda madre pone el grito en el cielo cuando oye algo así, pero por increíble que parezca: Yo no. Norma acababa de cumplir los diecinueve y mi yerno los veintiuno, cierto, ambos muy chamacos y muy verdes pero rebosantes de cariño. Por eso les puse un año de plazo para que se arreglaran las cosas como deben de ser; porque el que corre se tropieza y sería una lástima que a los dos se les viniera abajo el castillo de ilusiones que habían construido. —¡Ay mamá!, ¿qué va a ser de ti cuando me vaya? —¡Anda pos pobre!, ¡si nomás le estoy rogando a Dios que te vayas! —Es cierto comadre, ¿qué va a hacer ahora que se vaya Normita? —Supongo que lo mismo de siempre, ¿no? ¿Por qué todos le preguntan eso a la mamá de la novia?, cualquiera pensaría que las madres se secan y se quedan tiradas, como hojas en el otoño, cuando las hijas se casan. 173


—¡Quién la viera comadre, su hija casándose y usted tan tranquila! ¿Acaso el día que se case Norma me debo meter al cajón, y con ayuda de los vecinos, que me tiren al hoyo y enterrarme dos metros bajo tierra?, ¿o vendrá solamente alguien a darme el tiro de gracia? No veo yo por qué deba preocuparme por el qué pasará y el qué haré cuando ella ya no esté en la casa. Definitivamente, tal vez serán diferentes cosas pero nada a lo que no me pueda acostumbrar. —La casa dejará de tener tanto ruido y verá todos los días ese cuarto que está de más. Mi comadre, como siempre, sembró su cizaña y durante todo el año no dejó de cultivarla con tanto esmero que al volver yo sola de la boda de mi hija, me encontré con las luces apagadas y sin nadie que me estuviera esperando, más que el recibo del agua. No había cena porque nadie la había preparado, ni tuve a quién reclamar que por qué no compró el pan; la semilla de mi comadre comenzó a rendir fruto. Me quedé sola, y tal como me lo habían dicho, sin nada qué hacer más que irme acostumbrando a vivir así. Y así lo hice porque lo hecho, hecho está y las cosas no tienen marcha atrás; y menos ahora que mi Norma comenzó su nueva vida de señora felizmente casada. Hasta que de nuevo regresó mi comadre a romperme los nervios con sus gritos de mal agüero. —¡De segurito no lo sabe!, ¡ay comadre, fíjese que no me lo va a creer pero a su “Macho” ya lo soltaron! —¿Ya? —¡Sí, y por allí me dijeron que salió llorando!, ¡hágame usted el favor! —¿Llorando? 174


Los siguientes seis meses me fueron muy borrosos, pasaron tan rápido; no hay nada o alguien que me los recuerde, así que no sé dónde ni cómo los pasé; lo único que puedo decir, es que hoy me desperté en un cuarto que no es el mío y a mi lado está el bulto de alguien que ronca como animal enjaulado. Había vuelto con mi “Macho”. Con lágrimas borró mis malos recuerdos cuando implorando y suplicando se presentó ante mí. Me pidió volver a empezar, chillando nuevas promesas, juró quererme mucho, mucho más que cuando se lo llevaron preso. —¡YA NUNCA MÁS! —le grité antes y volví a hacerlo una vez más. —¡No sabes lo que es vivir solo, sin ti! Y acepté, porque yo sí sabía lo que es vivir sola pero no sé vivir así. Tengo tantos miedos, y a todos los confundo con amor; eso era lo que antes me unía a mi “Macho” y me daba fuerzas hoy. Porque es preferible vivir con alguien que a la menor provocación discute por horas y horas diciendo frases sin sentido que le permitan ganar una pelea, o que al perder esa pelea corra a encerrarse en su cuarto por horas enteras, haciendo las rabietas de un niño achacoso. La casa en que vivo es la de él, no es más grande ni mejor que la que yo tenía; pero puedo así escaparme de Norma y de mí. Sólo una vez he ido a visitarla, mi yerno resultó ser un buen marido, y mi hija vive feliz y tranquila. —Oye mamá, ¿y por qué? ¿Por qué?, ¿quién sabe? Yo no sé por qué sigo viviendo con él, por qué sigo formando parte de la lista de mujeres golpeadas, ni por qué me siento orgullosa de eso. 175


No sé por qué me quedo mirando por la ventana todo el día y me entretengo soplando al polvo que flota entre los rayos de luz. Tampoco sé por qué tengo miedo de vivir sola y me apresuro a buscar su compañía, cubriendo hasta rebosar de mentiras el gran vacío en que me encuentro, pues sigo estando sola... mucho más sola que antes. —Porque soy María de los Ángeles, esposa sumisa y abnegada, que vive como las golondrinas, volviendo una y otra vez a su balcón.

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JOSÉ FERNANDO ROSAS CARTAS

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ació en Juchitán, Oaxaca, en 1999. Estudia Psicología en la UNICACH (Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas). Gusta de reunirse con personas desconocidas con quienes pueda conversar de literatura; frecuenta las presentaciones de libros, le agrada la declamación y los toquines. Sus autores favoritos son José Agustín, H.P. Lovecraft, Julio Verne, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Stephen King, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y George Orwell. Actualmente busca desarrollar sus habilidades literarias participando en actividades enfocadas a ello. 177



Él ya se despidió

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n sábado de cervezas, que mi abuelo nunca pasa por alto, lo dejó hasta el tope de bolo, que no podía mantenerse en pie. Un misterio grande era el cómo había llegado hasta la puerta donde lo recibí. Habíamos entrado ya a casa y las risas se presentaron en mi abuela y yo, pues el tambaleo de mi abuelo y su repentino contar, que no se le entendía, era gracioso en conjunto. Lo habíamos sentado en una hamaca y mi abuela, junto a él, comenzó a preguntarle cosas habituales de la noche: “¿Cómo estaba el compadre?” con el que siempre salía a beber. “¿Cómo llegaron?”, pues esta vez se veía más borracho de lo acostumbrado. Ya estábamos por retirarnos del lugar cuando mi abuelo con un tono de voz grueso, nos llamó para charlar. Grande fue mi sorpresa cuando al responder al llamado me topé con su rostro en lágrimas. Comenzó a hablar sobre un accidente que tuvo cuando venía para la casa. La casa de su compadre se encuentra a unas cuantas calles de la nuestra y el recorrido de allá para acá era una loma un tanto inclinada. Nos asustamos, pues pensamos que se trató de su corazón, el cual había tenido algunas molestias. Estar borracho le hacía hablar mal y sin sentido, además de eso no hablaba bien el español. Él desde pequeño habló y sigue hablando zapoteco, idioma oaxaqueño, con el que creció. No entendimos bien el asunto pero el susto estaba ahí, hasta que mencionó mi nombre. Se dirigió a mí con cierta ternura, la cual nunca había recibido de su parte; hablo de cómo me había percibido al ayudarle con su negocio, 179


dijo que lo había hecho sin coraje. Lo mencionó así, pues cuando me pedía un favor, yo lo hacía con coraje y mala gana. Me dio una larga charla con relación a mis estudios y sobre los esfuerzos que debo ponerle para salir adelante cuando él no esté. Volvían a salir más lágrimas, mientras volteaba a ver mi abuela, quien igualmente estaba llorando. Mencionó que todo lo de mi abuela era suyo y que lo de él era de él, pues son las cosas que heredaría a los hijos de su primera mujer; le dio un abrazo y volvió a mí. Comenzó a decir que ya no tendría más tiempo, que ya era corto el que le quedaba; que más años ya no. Me dijo que valorara lo que me daban de apoyo; que les tuviera paciencia, pues ellos ya estaban viejos; que le tuviera paciencia a mi abuela, como diciendo que él ya se iba. Contuve las lágrimas para no interrumpirlo, pues a pesar de su borrachera, aquello me había hecho sentir una profunda tristeza. Guardó silencio un momento y mi abuela preguntó qué le había pasado; no había quedado muy claro lo del accidente. Él comenzó a reír y a cantar. Volvió a referirse a lo del poco tiempo de vida, nos abrazó y lloró. Todo esto me tenía pasmado y llorando de tristeza, pues nunca había hablado con él, porque siempre era callado, rígido con sus empleados y muy poco expresivo con lo de sus estados de ánimo. Pero en este estado reía, cantaba y lloraba. Al día siguiente se levantó como siempre, el mismo viejo de todos los días, sin recordar nada de lo pasado en su estado de bolo, o por lo menos eso creo. Pero fue ese día uno muy bueno, no me hizo cambiar del todo mi mala actitud, pero me hizo pensar y ver el valor de lo que ellos me dan. Lo más importante para mí fue que a pesar de no mantener gran comunicación con mi abuelo, y de tener una relación un tanto distante, él ya se despidió de nosotros, mucho antes de tiempo, y de la mejor manera, como nunca habría podido hacerlo estando sobrio. 180


RICARDO SOL VERA

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riginario de Tampico, Tamaulipas (1991). Estudió Educación Artística en la Facultad de Música y Artes de la UAT. Es maestro de Artes y de Teatro Musical. Escribió la obra de Teatro Guiñol Ánimas de la Huasteca (2015) con el objetivo de difundir el significado de las fiestas de Xantolo. Colaboró en el área de cuento infantil en el Primer Festival por la Lectura realizado en el municipio de Tantoyuca (2016) y participó como expositor y divulgador de la ciencia en el Segundo día del Investigador organizado por la Secretaría de Investigación y Posgrado de la UAT (2016). Sus escritores favoritos son Juan Rulfo y Julio Cortázar, así como los autores de estudios mesoamericanos Alfredo López Austin y Miguel León-Portilla. Actualmente trabaja en una serie de cuentos inspirados en la Huasteca. 181



Síntoma de la Juventud

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i enfermedad comenzó cuando era joven, no hasta hace poco como afirman los doctores. Los primeros indicios los sentí poco después de conocerlo. Yo era tan sólo una niña, y él un muchacho cualquiera como todos los demás; unidos únicamente por un par de palabras cruzadas. Llegó la primavera y él comenzó a acudir a mí continuamente con algún pretexto infantil, incluso muchas veces ridículo. Yo trabajaba en el almacén de ropa de mi padre, y continuamente lo encontraba devolviendo mercancía con un enojo fingido que me causaba un ligero disgusto. Pero no llegó a ser importante hasta el día en que sucedió el primer síntoma de mi enfermedad. Sentada frente a él, conversando sobre un tema trivial, una mañana comencé a sentir un movimiento continuo en el dedo índice de mi mano izquierda. Era un movimiento de arriba a abajo, casi imperceptible, que oscilaba desde el interior de la falange. Me pareció tan gracioso e interesante, que toda la tarde me quedé observando el dedo para ver si regresaba y ser testigo del momento exacto en el que comenzaba. Sin embargo no volvió ese día. En otra ocasión, caminando con él bajo la lluvia, el extraño movimiento hizo de nuevo su aparición. Esta vez no le bastó con mi índice, sino que se extendió a los cinco dedos de mi mano izquierda. Al instante crucé los brazos fingiendo tener frío. Fue la primera vez que fue necesario ocultar la incontrolable convulsión. Él, al notar mi fingida 183


acción, puso sobre mis hombros su sofocante abrigo, tan caliente como mi memoria me permite recordarlo. Más allá de hacerme sentir mejor, su prenda ocasionó un malestar mayor en los días siguientes: el temblor que dominaba mis dedos avanzó sobre mi palma en una semana. Toda mi mano izquierda temblaba, y ése sería el principio de un largo periodo de estremecimientos espontáneos. Con tremenda angustia, cada vez que estaba con él, sentía cómo mi agitación comenzaba. Las primeras veces era fácil esconder la oscilación sobreponiendo mi mano derecha a la del problema. Así transcurrían las conversaciones. Con una mano sobre la otra, como en una posición de afable complicidad. Debí parecerle graciosa, como un retrato del siglo XVII. Pero esto no bastó la noche en que la convulsión contagió a la derecha. Dos manos independientes de mi cuerpo, vaya suerte. Cada día sentía que era más difícil controlarlo. Constantemente iba con las manos ocultas, agarradas por detrás de mi cintura o haciendo movimientos bruscos para disimular su tiritera natural. Hasta que se me hizo costumbre meter las manos en los bolsillos al mismo tiempo que caminaba hacía él. Por un tiempo tomé una decisión: jamás volvería a frecuentarlo. Pero el recuerdo de su semblante me bastaba para desechar tan descabellada decisión. Mientras más lo pensaba, más mi deseo me obligaba a buscarlo. “Este temblor debe afectar mi voluntad”, pensaba, segura de que mi enfermedad contenía algo de adictiva. Tardes de encierro me hicieron saberlo; sin más remedio, opté por enfrentar mi condición. Decidida, comencé a buscarlo. Ahora todo era peor. Cada momento que pasaba a su lado parecía aumentar mi afección. Mis sacudidas se extendían. El temblor ocupó mis 184


brazos por completo. Luego subió a mis hombros, bajó hasta mi pecho, mi cintura, mis piernas. Tanto se esparció que en unos meses llegó hasta la punta de los dedos de mis pies. Todo mi ser se convirtió en una agitación general, desde los cabellos hasta las uñas de los pies. Incluso verlo a lo lejos me ocasionaba tiritar. Algunas veces, el mismo temblor anunciaba su llegada varios segundos antes. Agitada, giraba y lo encontraba parado detrás de mí. El padecimiento llegó a tal grado que mi voz también llegó a padecer. Cuando quería decirle algo, las frases se me cortaban o se ahogaban en el fondo de mi garganta antes de ser pronunciadas. Tuve que inventar dolores de muela para no parecer estúpida. Llegando el invierno pude percibir tranquilidad venidera. Afortunadamente, la práctica de excusas y mi tenacidad lo logró. Después de algunos meses, pude controlar la mayor parte de mi cuerpo, dejando escapar sólo uno que otro tambaleo cada vez que explicaba algo con las manos, como el tamaño de una hamburguesa, o cuando señalaba algo a lo lejos. A pesar de ello, a menudo perdía los estribos cuando me abrazaba. Cuando esto sucedía, mi cuerpo arrojaba la tranquilidad a un lado y se entregaba a pequeñas convulsiones indomables. Y ni qué hablar de las miradas nocturnas o las caricias aisladas en las que me extraviaba. La calma definitiva llegó. Años enteros de convivencia y despertar junto a él fue extinguiendo cada rastro de mi tembladera. La agitación se fue contrayendo. Subió a mi cadera, a mi pecho, mis hombros. Después bajó por mis brazos hasta reducirse otra vez a mi mano izquierda, a los cinco dedos, al dedo índice. El temblor murió lentamente en la cama un jueves por la tarde en la punta del índice iz185


quierdo. Como deslizándose, se retiró dando marcha atrás por donde había venido. Los doctores afirman que el temblor de mis manos inició un par de semanas después de la muerte de mi esposo. Dicen que un suceso grave detona la enfermedad, y que las neuronas que producen no sé qué sustancia mueren lentamente, impidiendo mandar mensajes correctos a los músculos. También dicen que, dificultando mis actividades, se extenderá a todo mi cuerpo sin ceder hasta el día de mi muerte. Mas yo sé que mi enfermedad comenzó hace mucho, y el día que él partió, supe que regresaría con más fuerza después de haberle dado un descanso de cincuenta y un años.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN, 5 GANADOR Pedro Miguel Guillén Mejía, 11 El relato a Conway, 13 FINALISTAS, 25 PRIMERA MENCIÓN HONORÍFICA

Hugo Enrique Martínez Reyes, 27 El canto de mi amor, 29 SEGUNDA MENCIÓN HONORÍFICA

Nitzhui Daniela Morales Pineda, 33 El argumento de Azamat, 35 TERCERA MENCIÓN HONORÍFICA

Jorge Antonio Medina Trujillo, 43 El final de un cuento, 45 Elizeth Ávila Fuentes, 57 Me gusta aprender, 59 José Antonio Bautista Quiroz, 63 Lluvia nocturna, 65 187


José Alberto Bonilla Torres, 77 Cabezas rojas, 78 Vladimir Olivié Drouaillet Padrón, 95 Mi verano y Margot, 97 Rosa María Fajardo González, 101 Volterra, 103 Cecilia Figueroa Rodríguez, 113 Hace falta un Comandante, 114 María Magdalena Fuentes Angulo, 121 Panteón de pueblo mágico, 123 ¿Qué ponen las marranas?, 124 Julio César García León, 127 El poeta moderno, 129 Manuel Santiago Herrera Martínez, 137 De ficción literaria, 139 Rocío del Carmen Juárez Azuara, 141 Nuestra boda, 143 Marcela Magdaleno Deschamps, 149 Juan se había vuelto un vendedor de desgracias, 151 Pagar el precio, 154 El cristal sombrío, 155 El eterno retornelo, 155 188


La correccional: la universidad de la vida, 155 La barranca fetichista, 155 Realidad virtual, 156 Oswaldo Hiram Sáenz Licona, 157 La Mariana, 159 Aldo R aúl Rodríguez Arreola, 167 Las oscuras golondrinas, 169 José Fernando Rosas Cartas, 177 Él ya se despidió, 179 Ricardo Sol Vera, 181 Síntoma de la juventud, 183

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