Premio Ariadna de Cuento 2020

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CONTENIDO

PRESENTACIÓN t 9 GANADORA ROSA MARÍA FAJARDO GONZÁLEZ t 19 EL HILO t 21

PRIMERA MENCIÓN HONORÍFICA FELIPE DE JESÚS SANTA RITA NAVA t 29 LA SEÑORA GEPLETTE t31

SEGUNDA MENCIÓN HONORÍFICA ISRAEL MARTÍNEZ RAMOS t 39 LA NAUYACA t 41

TERCERA MENCIÓN HONORÍFICA ROBERTO OMAR ROMÁN t 49 HUMO AMARILLO t 51

ELIZETH ÁVILA FUENTES t 57 EL GANADOR t 59

JOSÉ ANTONIO BAUTISTA QUIROZ t 65 LA CUENTACUENTOS t 67

HORTENSIA CARRASCO SANTOS t 73 TOMAR EL TÉ t 75

LUIS FERNANDO CRUZ FUENTES t 79 LAS OVEJAS t 81


VÍCTOR ANDRÉS CRUZ PÉREZ t 85 ALTER HADES, POST HADES t 87

XIMENA CRUZ RODRÍGUEZ t 93 LA NOCHE PERPETUA t 95

RICARDO CUÉLLAR SANTÍN t 101 ESENCIA ANIMAL t 103

JUAN ÁNGEL ESPINOSA NETRO t 109 TODO O NADA t 111

ISAAC GASCA MATA t 115 LA CHICA RARA t 117

BEATRIZ HERNÁNDEZ PÉREZ t 125 CUANDO LUNA BESA A MAR t 127

ANTOLÍN SILVESTRE MARTIÑÓN MARTÍNEZ t 131 MOSQUITOS t 133

ADRIÁN LEODÁN MORALES RAMÍREZ t 137 INFANCIA t 139

REYES JOSÉ ROJAS FLORES t 143 LA LISTA DEL HOMBRE t 145

MARCELO ROMERO HERNÁNDEZ t 151 GEOMETRÍA BÁSICA t 153 MÓNICA ESTEFANÍA RUIZ MENDOZA t 157 LA CIUDAD MÁS PEQUEÑA DEL MUNDO t 159

ARNOLD GERARDO TRUJILLO JIMÉNEZ t 167 LA VERSIÓN DEL LOBO t 169


FINALISTAS DIGITALES t 175 VALENTÍN ANTÚNEZ PAVÓN t 177 EL MIEDO A COATIMIS t 179

MA. DEL SOCORRO CANDELARIA ZÁRATE t 183 EL REY BRUJO t 185

JOSÉ LUIS CASTILLO CONTRERAS t 193 LOS ÚLTIMOS MINUTOS t 195

MARÍA ELENA CONDE GÓMEZ t 199 MENTIRA t 201

DIANA MARILYN DOMÍNGUEZ GÓMEZ t 207 ENTOMO-CLINOFOBIA DISOCIATIVA t 209

KAREN RUBÍ FRANCISCO ELIGIO t 213 LA OTRA VIDA t 215

LIZBETH GABRIELA GÓMEZ BOLAÑOS t 219 HOGAR t 221

MARCO DE ALARCÓN t 225 MI PEQUEÑA VISITA t 227

JESÚS LASTRA RODRÍGUEZ t 231 LA TÍA HONORINA t 233

ALEXIS LOZANO TAPIA t 237 RESILIENCIA t 239


CHRISTOPHER MEDINA G.ONZÁLEZt 245 LAS GRAPAS t 247

NELLY GUADALUPE MIGUEL TORRES t 255 EL CUENTACUENTOS DE LOS QUINCE SOMBREROS t 257

SAYONARA MORELIA ORTIZ NARANJO t 261 EL INCIDENTE DE CASSANDRA t 263

JOSÉ SANTOS NAVARRO MONROY t 267 LA MUJER AQUELLA t 269

ALEJANDRO OSTOA t 273

MERO-MERO-PETATERO t 275

TOMÁS VELA MONTERO t 279 LAS CASAS DE AQUÍ ABAJO t 281


PREM IO ARI ADNA DE

C UENTO 2020

Premios Ariadna / 8


En los forros: El Minotauro en su laberinto. Ilustración de Marco Antonio Campos Vega

EDITORIAL ARIADNA Directora general Catalina Miranda Gasca PREMIO ARIADNA DE CUENTO 2020 Colección: Premios Ariadna / 8 Enero de 2021 D.R. © Editorial Ariadna Diseño y formación de interiores: An-io Olid Tel., WhatsApp y Telegram: 55 39 56 25 06 Patriotismo 545 Col. Ciudad de los Deportes Ciudad de México CP 03710 editorialariadna@gmail.com www.editorialariadna.com ISBN: 978-607-8269-47-1 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio sin la previa autorización por escrito de EDITORIAL ARIADNA . Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico Si deseas publicar tu propio libro físico o digital (e-Book) consulta nuestros paquetes con ventajas y descuentos especiales. www.editorialariadna.com


PRESENTACIÓN PREMIO ARIADNA DE CUENTO 2020

A

pesar de la Pandemia por Covid 19, decidimos convocar al Premio Ariadna de Cuento 2020. El ambiente estaba envuelto en un hálito de incertidumbre. Las medidas de emergencia tomadas por el Gobierno limitaron enormemente el tránsito y la convivencia cotidiana a la que estábamos acostumbrados. Vimos reducida la libertad de ser y de hacer. Tuvimos que practicar nuevos hábitos y costumbres a los que nunca habíamos pensado tener que recurrir. Por todo ello, en un primer momento creímos que la Convocatoria no sería bien recibida, pero conscientes de que todos tendríamos que quedarnos en casa, aislarnos y realizar actividades que no comprometieran la salud, nos dimos cuenta que ése era un buen momento para lanzar la convocatoria, ya que las circunstancias harían que algunos, o muchos escritores, tuvieran tiempo suficiente para sacar del cajón la libreta de apuntes y pulir algunos textos, o rescatar esos archivos con ideas inconclusas que se quedaron en el interior de alguna carpeta, en el disco duro de la computadora, porque si bien vimos reducida la libertad de salir de casa, no fue así con la capacidad para crear y expresar. Lo cual confirma Roberto Omar Román, participante 9


del Premio, en el siguiente testimonio: “La pandemia como tal, en realidad no me sensibiliza literariamente ni suscita ninguna influencia ponderable en mi psique. Lo que sí puedo decir es que, derivado del obligado encierro, he tenido ocasión de escribir cuentos nuevos y mejorar algunas versiones de los que ya tenía escritos, leer a autores nuevos y releer a mis cuentistas favoritos. Por otra parte, la reflexión del actuar de la gente ante una crisis global como ésta me persuade a valorar el ocio creativo y refinar mis hábitos de escritura. El mundo no volverá a ser el mismo después de esta pandemia si es que hay un después. Ese mismo sentido de transformación debe operar en las artes en general. La literatura, considero, también será susceptible a esta, llamémosla así, metamorfosis.” Acertamos al lanzar la convocatoria para el Premio Ariadna de Cuento 2020. Recibimos más participaciones que en los años anteriores y, cabe decir, también de mejor calidad. Muchos de los escritores jóvenes que se inscribieron al Premio en sus emisiones 2018 y 2019 volvieron a hacerlo, lo cual es un aliciente, ya que recibimos grandes sorpresas. Hemos comprobado que quienes han sido perseverantes en su participación, no sólo han visto publicados sus textos, sino que éstos han elevado la calidad literaria. Esto nos satisface enormemente porque ése es uno de los objetivos primordiales de Editorial Ariadna: motivar el desarrollo de los escritores mexicanos, sobre todo de los más jóvenes, a favor del buen crecimiento de la literatura nacional. La ganadora del Premio Ariadna de Cuento 2020 es Rosa María Fajardo González, escritora que participó en las dos emisiones anteriores. Un triunfo obtenido con buen pulso y perseverancia. Compartimos aquí su testimonio: “Es la tercera vez consecutiva que participo en el Premio Ariadna. Fui finalista en el 2018 y Mención Honorífica en el 2019, por lo que estuve al pendiente de la convocatoria 2020 para me10


terme de nuevo a la prueba. Felizmente resulté ganadora. ¡La tercera es la vencida! ”Participar por tercera vez en los Premios Ariadna es algo que yo me debía y saldé la cuenta. En mi caso, a pesar de que ya tenía bastante experiencia como escritora y publicaciones en México y Europa, nunca había querido participar en ningún concurso literario; hasta que me decidí en la edición 2018. No es que no me atreviera, simplemente no lo había pensado ni necesitado, pero al ver la convocatoria de Editorial Ariadna sentí que había llegado mi momento. La decisión de participar este año 2020 fue siempre más fácil, aunque como en las anteriores ocasiones lo mantuve en secreto. Ya antes las experiencias habían sido muy gratificantes al resultar primero finalista y luego Mención Honorífica, en el 2018 y 2019, respectivamente. Así que me sentí motivada y quise participar otra vez para darle una oportunidad a otro cuento. Y ahora que en el 2020 me galardonaron como ganadora me embarga la felicidad y me siento honrada ya que el valor de mi obra fue reconocido.” Nos da mucho gusto felicitar a Rosa María en este mismo libro, en el que podrán leer el cuento con el que ganó: “El hilo”, un texto que se desenreda con naturalidad de un ovillo muy bien estructurado. La autora nos va contando la historia —una serie de anécdotas etéreas, nacidas entre lo “onírico y el realismo mágico”—, de Manuel, un doctor en Lenguas Clásicas que de la misma manera que vio llegar e instalarse a la mujer de su vida, la ve desvanecerse de una manera muy, pero muy peculiar. “El hilo” es un cuento fantástico que fluye con frescura, de principio a fin, casi sin gravedad: “Un mediodía la encontré sentada en medio del patio, en posición de loto, y un vendaval elevándole el vestido azul de florecitas que le regalé. ¡Estaba levitando! Su mirada, cristalizada, se hizo polvo al cruzarse con la mía y un piélago de lágrimas la11


mió sus ruborizadas arenas. La cargué y la llevé a la recámara, la metí en el lecho y la cobijé. Al cerrar los ojos dijo: ‘¡Siento que me voy a romper!’ Velé su sueño una semana. Peinaba su cabello por las mañanas y le contaba un relato de pájaros cada anochecer: aves kamikaze, temerarias y suicidas; buscando recuperar su equilibrio roto por el hombre.” Después de conocer “El hilo”, a los lectores de este libro, Premio Ariadna de Cuento 2020, les será más fácil transitar por las páginas hacia cualquier territorio sin importar qué tan alejado de la realidad o qué tan a flor de piel de ésta pueda hallarse. Por ejemplo, podrán adentrarse en el cuaderno abierto de “La señora Geplette”, cuento que obtuvo la Primera Mención Honorífica. El autor es Felipe de Jesús Santa Rita Nava, quien nos ha dado una grata sorpresa. Él es abogado de profesión. Escribe sólo en sus ratos libres y es autodidacta. No obstante, se inició en el oficio de escritor desde que cursaba la secundaria. No acostumbra participar en Premios Literarios y no tiene considerado dedicarse en tiempos próximos sólo a la escritura. Para él participar en el Premio Ariadna de Cuento 2020 “fue una decisión fácil porque el texto ya estaba escrito desde hace un año aproximadamente. Para seleccionar el texto atendí a la extensión. No quise enviar un cuento muy breve y, desde luego, uno con mayor extensión habría sido descalificado. Siempre que tenga tiempo, procuraré continuar escribiendo.” La señora Geplette, protagonista del cuento de Felipe Santa Rita, es una mujer de la tercera edad que, no obstante las limitaciones de salud y de movilidad, adopta el hábito de recordar y escribir sus sueños en un cuaderno, pero no sólo los sueños del día a día sino también los que recuerda nítidamente desde la infancia, porque así pretende mantener la salud mental y tener bien clasificados tanto las vivencias oníricas como los sucesos que en realidad experimentó a lo largo de su vida. 12


Con un estilo fluido, creando un ambiente misterioso — gracias al modo en que ahí corre el tiempo— con descripciones certeras y sugerentes, el autor hace un retrato de esta señora de 85 años, que al escribir y repasar sus experiencias oníricas adquiere un nuevo impulso de vida, que la convierte en una niña que se entretiene, como si de juguetes se tratara, con las imágenes de sus sueños. De este texto, Primera Mención Honorífica del Premio Ariadna 2020, Felipe de Jesús nos dice en entrevista: “ ‘La señora Geplette’ comenzó siendo otro cuento, otra historia, pero un día decidí darle un cambio y salió este cuento. Lo leo y me doy cuenta que hay cosas que no estaban planeadas. Salió de un tirón, de un solo golpe. Dije: ‘esto cambia para convertirse en esto, ya no hay vuelta de hoja’. Los sueños me llaman mucho la atención; están guardados en el subconsciente como reminiscencias de ideas, de deseos, de frustraciones, están ahí, son de nuestra propiedad y a veces afloran. ”El personaje comenzó siendo un hombre, terminó siendo una mujer, y el apartado de recopilación de sueños, se me ocurrió, simplemente surgió de pronto, no me lo sugirieron ni fue por inspiración —que en mi concepción no existe—, fue un hallazgo. Pensé: ‘qué bien recordar lo que uno sueña, pero qué mejor recordar todos los sueños desde la infancia; sería una experiencia maravillosa porque habrían cosas ahí que no reconoceríamos; habría de todo, pesadillas, sueños buenos, incluso los sueños sobre hechos que van a ocurrir, premoniciones, que a veces están ahí; no puedo explicar con certeza el que alguien sueñe lo que va a ocurrir y ocurra como si pudiera ver el futuro. No puedo explicarlo, me faltan elementos, mientras tanto lo expreso de esta manera, escribiendo cuentos.” La Segunda Mención Honorífica la recibió Israel Martínez Ramos, escritor nacido en Veracruz. Israel ya había parti13


cipado en los Premios Ariadna anteriores. En 2019 fue finalista tanto en cuento como en poesía. Nos da mucho gusto, que, al igual que otros autores, la escritura de Israel haya evolucionado y que vaya tomando un estilo muy personal. Su cuento “La nauyaca” refleja mucho del entorne en donde nació, en donde aún vive en la actualidad: “Este año 2020, decidí escribir sobre personas, costumbres, animales y plantas del lugar donde crecí; un pueblecito indígena de Veracruz llamado La Sabana Caramé.” Desde el título, el cuento de Israel nos transporta a la zona rural, donde los habitantes se enfrentan a las bondades de la Naturaleza, pero también a los peligros inherentes para el ser humano. Además de nauyacas, ahí abundan “el coralillo, la xúchitl, la sorda, la mano de metate”, se anda entre “samanes, macayas y nacaxtles”; “pasto, verdolagas y dormilonas” y entre el perfume de la “albahaca y el sauco”. Son vivencias sensoriales las que se tienen al leer este cuento. Aunado a ello, Israel ha impregnado sus letras con el suspenso y el miedo, emociones que crean un tenso hilo conductor que al final incrementa su volumen, dejando la advertencia de que la trágica historia que se cuente se repite ahí de manera cíclica, porque los riesgos abundan y se multiplican en cualquier rincón, sobre la inocua apariencia de la hierba, de la lluvia, en la insignificancia del polvo, incluso del aire, hábitat de alevosos mosquitos. Sobre su cuento, el autor nos dice: “ ‘La nauyaca’ está inspirado en eventos reales cercanos a mí y a partir de un conjunto de relatos y elementos propios de las zonas rurales de Playa Vicente, Veracruz. Al escribir quise exponer la fortaleza de los indígenas y de las personas de comunidades marginadas, así como su determinación para actuar en los momentos más críticos. Siento un profundo respeto por sus conocimientos del entorno natural, por sus costumbres y modo de vida. ”Una tarde, la noticia corrió por el pequeño pueblo donde vivía. Una vecina acababa de dar a luz y lamentablemente su 14


bebé murió ese mismo día, sin que se pudiera esclarecer el motivo exacto. Uno de los comentarios acerca de esa tragedia me quedó grabado en la mente como una cicatriz. ‘¡Pobrecita, debe de estar muy triste, porque es el primero que se le muere!’ De alguna manera se había normalizado la idea de que cada madre perdería a un hijo pequeño a lo largo de su vida. La señora que había hecho ese comentario con un tono de lo más natural me miró y dijo: ‘Yo ya he perdido tres’, y continuó: ‘Cuando se me murió el primero me quería morir también. Mi esposo se lo llevó bien grave en la mañana. Ya era tarde y no regresaba. ¡Esa noche cayó un aguacerón!’ ” Roberto Omar Román, con el cuento “Humo amarillo” ha recibido la Tercera Mención Honorífica. Roberto es un escritor con experiencia, tiene en su haber varias publicaciones y reconocimientos. Su escritura tiene el pulso y el sello preciso de la buena factura; es notorio de inmediato cuando un autor ha trabajado y pulido sus letras. Quienes vivimos inmersos en la literatura podemos detectar esa tesitura. Es un autor que ha perdido “la ingenuidad”, como decía un consagrado profesor de la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM cuando alguno de sus alumnos del taller literario había adquirido las herramientas suficientes para corregir sus textos, con lo que quería decir que le habían crecido los colmillos o que había adquirido la mayoría de edad. Roberto Omar Román nos dice en su testimonio “Afortunadamente he tenido ocasión de participar y obtener primeros lugares en algunos certámenes nacionales y extranjeros y, asimismo, algunos cuentos míos aparecen en antologías impresas y virtuales. Uno como escritor siempre busca trasponer fronteras y llegar a diversas geografías y lenguas incluso. Hay en cada creador de arte un afán de universalidad, de ser más, y más visto, leído, escuchado y conocido por muchos más.” 15


“Humo amarillo”, como los demás cuentos mencionados en esta Presentación, es también una grata sorpresa. Un texto imaginativo y fantástico. Describe una situación apocalíptica. Es la época o el día en que el Sol está por dejar de ser lo que es y se comporta de un modo que a nadie favorece. “Los hombres se levantaron, perezosos como espigas de trigo mojado. Dando tumbos comenzaron a escarbar. Los más cansados, hincados y rezando. A gritos denotaban su presencia para no golpearse entre ellos. ”Varios hombres permanecieron sentados, murmurantes y esquivos. Uno de ellos, súbitamente se puso en pie y arengó, vehemente, segmentos de El Génesis y El Apocalipsis. Después, con la mirada fascinada, febril, etérea, prendió una rama seca que en poco se hizo tea y la empuñó en alto. Logró convencer a doce de aventar sus palas y tomar rumbo contrario al que llevaban. Buscarían su propio sol.” La actitud positiva de Omar respecto a la participación en Premios y Concursos es digna de mencionarse aquí, ya que — creo—, todos o muchos de quienes se dedican a escribir suelen tener por momentos ciertas dudas en cuanto a la validez y el sentido de ingresar a ellos: “Tuve que decidir entre una veintena o más de posibles cuentos para elegir el que envié a este concurso. A veces es algo tan trivial y a la vez tan complejo como decidir si para una cita amorosa te viene mejor un suéter a rayas o un saco sport a rombos. La emoción de participar en un concurso literario es una experiencia amorosa, inefable, de verdadera veneración y fe. En cada cuento en concurso me juego algo más que un premio: me juego mi valía de narrador, no importa si gano o no, pero nunca pierdo.” Editorial Ariadna da las gracias a los escritores y a las escritoras que participaron en el Premio Ariadna de Cuento 2020, no sólo a quien obtuvo el Primer Lugar y a quienes consiguieron 16


las Menciones Honoríficas, también a los incluidos en las versiones impresa y digital así como a quienes en esta emisión 2020 no fueron publicados, ya que todos hicieron posible que el concurso llegara a buen término. En el próximo Premio Ariadna de Cuento 2021 habrá de nuevo oportunidades para todos los escritores que deseen seguir participando, por supuesto con inscripción gratuita. Cada premio es un reto, un logro, la satisfacción de traer luz impresa a escritores que se atreven a participar. Escribimos para seguir vivos, publicamos para alcanzar la inmortalidad.

Catalina Miranda Directora de Editorial Ariadna Enero de 2021 Si deseas ver todos los testimonios, perfiles y fotografías de los participantes, entra en: www.EditorialAriadna.com www.editorialariadna.com/premio-ariadna-de-cuento-2020

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GANADORA

ROSA MARÍA FAJARDO GONZÁLEZ

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ació en la Ciudad de México y vivió en Italia más de quince años. Estudió Ciencias de la Comunicación en la FCPyS de la UNAM, con equivalencia de grado por l’Università degli Studi di Trieste, Máster en Escritura Creativa en l’Università degli Studi Suor Orsola Benincasa de Nápoles y Maestría en Literatura y Creación Literaria en la Casa Lamm de CDMX. Fue reportera en el periódico unomásuno y correctora de estilo del suplemento Sábado, docente en la UNAM y el Tecnológico de Monterrey. En Italia se desempeñó como diseñadora de cursos de capacitación empresarial, traductora, intérprete y profesora de español. Coautora de la revista I seminatori di storie y los libros de cuento Anchora spero di meglio e Impaziente attesa, publicados con el grupo literario Trattolibero. Una conversación con Huberto Batis fue incluida en la edición corregida y aumentada de Estética de lo obsceno. Ha colaborado en medios mexicanos como sábado y la revista Generación, y en Italia en la revista literaria Lìnfera y el suplemento INK del periódico universitario Inchiostro. Actualmente escribe para Newsweek en Español Guanajuato y la Revista México Social. Finalista del Premio Ariadna de Cuento 2018 y 2019 (con mención honorífica en esta última edición). 19



EL HILO

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mi regreso de Montalcino, donde trabajo varios meses al año como experta enóloga en el Castello Buonconsiglio — propiedad de la familia Rossi da Piantravigna—, supervisando y dirigiendo la producción y elaboración de su Brunello; entre toda la correspondencia acumulada en mi departamento en México, encontré este inquietante recado de Manuel en una hoja de libreta Moleskine: “¡¿Cómo no me di cuenta, si ya le asomaban las alas?! Ven a verme, ¡te lo suplico! Debo contarte de ella para saber que existió. P.D. No toques, te dejo la llave en el lugar secreto. Por favor, tráeme unas botellas de tu reserva de Brunello di Montalcino”. Tratándose del abstemio, preciso y riguroso doctor en Letras Clásicas, ese no podía ser un mensaje sin sentido. Manu es mi vecino y mejor amigo desde la infancia, lo conozco más allá de su hermetismo y obsesión por decir siempre la verdad; a cualquier precio, pésele a quien le pese y aceptando las consecuencias. Sabía que, más que una nota, ¡era un SOS! Y, sin más, catapultada de la Toscana a la Colonia Roma (al menos — gracias al nombre— en algo de las dos tierras estaba siempre: en Italia cuando volvía a mi país y lo mismo de México me llevaba cuando partía), apenas dejé las maletas fui a su encuentro. Abrí el portón directo con su llave, como me indicó; la noche había caído. La casa estaba con las luces apagadas, en abrumador silencio; el jardín seco y las plantas del corredor marchitas. El crujir de las hojas al pisar me provocó escalofrío, titubeé 21


en la penumbra; sólo el maullido de Mina, su gatita persa, que salió a mi encuentro, me alentó a seguir. Abrí la contrapuerta, encendí la luz del recibidor, y al antes sobrio, pulcro y sano Manuel Cienfuegos lo encontré ebrio, entre densos humos indefinidos, desaliñado y con la barba crecida; caminando descalzo y desorientado. Apenas me vio; sin que yo pudiera decir nada, alzando un puño bien cerrado, como escondiendo algo, aclaró en su defensa: —Sí, estoy borracho; pero no loco, ¡yo sé que existió! Me he terminado el vino de México. ¡Dame, dámelas ya; las botellas! —pidió tembloroso y con ansia el Brunello que llevé. —¡No he venido a regañarte, sino a saber de qué se trata! Aquí estoy, ten las botellas; puedes contarme —respondí para tranquilizarlo. —¡Vo-la-ba! —dijo silabeando y alargando el sonido de las letras. —¿Quién? —interrogué. —Ella… ¡La que vuela! —contestó tajante. —¿Quién es “ella”? —demandé con énfasis. —¡Los ojos le cambiaban de color!, como los lagos del volcán Kelimutu —exclamó extasiado. —¿Cómo se llama? —insistí curiosa. —¡Te digo que volaba! —gritó alterado, como si ya me hubiera contestado y yo no entendiera. —Pregunté: ¿cómo se llama? —enfaticé sin perder la calma. Fue cuento de nunca acabar. Manuel evadía la respuesta, disparando a quemarropa lo primero que se le venía a la mente cada que preguntaba su nombre. Desistí y pedí que me explicara lo sucedido. Usando palabras remotas, que casi sonaban a un idioma incomprensible, con coherencia y sin lógica, al derecho y al revés, en pasado y en presente; pero sin futuro para compartir, él, recostado en el sillón, con la botella en una mano y el otro 22


puño siempre cerrado, tejió y destejió así su historia, con toques de literato. Narró deambulando en los pasadizos donde lo onírico se encuentra con el realismo mágico: “Remontar el vuelo submarino siempre fue natural entre nosotros; éramos argonautas. Nuestra alcoba era el mar; sumergía nuestra débil carne en la diáfana espuma de las sábanas. Poseidón, enardecido, desataba tempestades ante tal lujuria. Ella era mi playa y yo su ola. Sólo el ancla de mi pasión la retenía en el mundo, al ras del suelo, bajo las nubes; a mi lado. Una tarde de verano suspiró mirando un petirrojo e, inexplicablemente, ¡casi sale volando por la ventanilla del auto! Desde entonces decidimos atarnos juntos de las muñecas con hilo de barrilete. En la calle cuidaba con esmero nuestro hilo, más que un niño del de su globo recién comprado en el parque; porque, a cada estornudo, hipo, tos o suspiro, ¡se elevaba! Parecía como si sus pasos repelieran la tierra firme. Ahora sé que el paraíso la expulsó, consagrándome su delicada levedad; pero no pensé que me la arrebatara tan pronto. Quizá el tiempo se le agotó, o su espíritu era demasiado volátil e inasible para la densidad de este plano y mi incontrolable voracidad. En la cama, solo; con el consuelo de mis desamparadas manos, ¡el martirio se transforma en éxtasis de santa Teresa! En mi diario onanismo, cuando ese travieso ángel del deseo sonríe y me penetra con su flecha, ¡padezco el dulce tormento de san Sebastián! Extraño su inefable perfume emanado durante el sexo”. Manuel hizo una pausa y se adormeció. Yo, que no había osado interrumpir el rebuscado monólogo, le apreté ligeramente el brazo para espantarle el sueño. Prosiguió: “La tarde de lluvia que la encontré, supe que hice bien en no ceder al látigo de la soledad, evadir miradas, eludir al amor y adormecer el deseo; ¡la esperaba! Estaba sentada en una banca del camellón de Álvaro Obregón y, al verme a punto de cruzar 23


la avenida, corrió hacia a mí y simplemente dijo: ‘Voy contigo. ¡Necesito atravesar al otro lado!’ Me dirigía a la Librería Pegaso; quería un café y revisar algunos libros. Tener que incluirla en mis planes no me incomodó y, así, durante horas me habló de su amor por los pájaros y su vida a la deriva. Al avisarnos que la librería estaba por cerrar, le propuse ir a mi casa. No pensé en ir más allá de otro café —tú sabes que yo no bebía— y plática infructuosa. Pero la noche, en un acto de gentileza o compasión, poco a poco le fue robando minutos a la luz, dilatando nuestro espacio. Dos meses después, seguíamos conversando, pero en el día; la oscuridad, piadosa, reservaba su tiempo a nuestros anhelantes cuerpos y, enredados en el luminoso oleaje de nuestro mar, despertábamos con rastros de épicas batallas navales”. Cerró los ojos y se quedó en silencio segundos que para mí fueron eternos. Esta vez lo sacudí con fuerza. Respiró hondo y siguió con su desordenado relato: “Nunca le pregunté de su vida anterior; entre todo lo que pudo haber sido o fue, decidió quedarse a mi lado, y para mí era suficiente. Aunque nuestros intereses divergían, siempre encontramos el conductor para abastecer de energía nuestra infatuazione, ¡para decírtelo a la italiana! —gesticuló, haciendo un sonsonete—. Ella no abordaba temas de filosofía, prefería vivir; no manejaba profundas teorías, llevaba a la práctica sus emociones; no era muy analítica, pero tenía la capacidad de sorprenderse; no intentaba desentrañar el alma humana, sabía amar. Le gustaban los días soleados; se divertía encontrando formas en las nubes, y en su rostro se asomaba la nostalgia. Mi mujer, como empecé a llamarla, concebía el sueño abrazada a mí y despertaba con la larga cabellera arrastrando en la duela. Tomaba un baño con agua tibia al alba y desenredaba su negro pelo crespo con los dedos; suficiente para darle orden perfecto. Usaba vestidos de vuelo, ajustados al talle con cintas. 24


Adoraba andar descalza por la casa y ver las deformaciones de su sombra al caer la tarde. Su buen juicio determinaba el momento preciso; su olfato era casi animal, su tacto era infalible y su boca de promesa derramaba agua fresca en estiaje. En las horas de arduo trabajo me donaba su ausencia en dosis exacta. Venía cuando la necesitaba y desaparecía si mi soledad bastaba para acompañarme. Un mediodía la encontré sentada en medio del patio, en posición de loto, y un vendaval elevándole el vestido azul de florecitas que le regalé. ¡Estaba levitando! Su mirada, cristalizada, se hizo polvo al cruzarse con la mía y un piélago de lágrimas lamió sus ruborizadas arenas. La cargué y la llevé a la recámara, la metí en el lecho y la cobijé. Al cerrar los ojos dijo: ‘¡Siento que me voy a romper!’ Velé su sueño una semana. Peinaba su cabello por las mañanas y le contaba un relato de pájaros cada anochecer: aves kamikaze, temerarias y suicidas; buscando recuperar su equilibrio roto por el hombre. No retornó completa de la oscuridad, empecé a perder su esencia en pequeñas medidas; como si ella fuera el precioso líquido de un gotero. Hasta ese quince de agosto —una semana después de haber abandonado su letargo— que, en plena Calzada de los Misterios, su ausencia se desbordó e, incontenible, continúa escurriendo por la coladera de la noche... Estábamos paseando, atados con nuestro hilo, cuando una feria ambulante llamó su atención. Sin dudarlo, me condujo hasta el tiro al blanco. Zafé el nudo de su muñeca para darle libertad de disparar el rifle. Vimos, uno a uno, caer yertos a todos los patos con el corazón de plomo certeramente perforado. Pidió otra ronda; mientras, yo fui a comprar dos paletas de hielo: una de limón para mí y otra de piña, ¡para mi hermosa niña! ¡En ese momento se soltó una ventisca y sus pies se despe25


garon del suelo! El señor del puesto le entregaba como premio una golondrina de peluche. Arrojé las paletas y corrí con todas mis fuerzas; sentí los músculos desprenderse de los huesos. Un remolino de gente me atrapó y me abrí paso a empujones. Nadie parecía notar lo que pasaba. Salté lo más alto que pude y la sensación fue terrible; el impulso desenhebró la madeja de mis intestinos, poniéndolos en línea recta hasta la tráquea. Y sólo alcancé a rozar las suelas de sus zapatos rojos de grueso tacón. Con los brazos extendidos hacia el cielo, en franca amenaza de lluvia, ¡me desgarré la garganta gritando su nombre!”. Al oírlo decir “su nombre”, vi la oportunidad y con vehemencia exhorté: —¡Su nombre! ¿Cuál es su nombre? Pero él, armado con su revólver de palabras, disparó la última ráfaga calibre 45: “Sonrió, seductora. Dejó caer la golondrina, que se estrelló en mi rostro; la sujeté de las alas, ¡como si quisiera desprender las de ella y llevarla a pique! Impávido, la vi desaparecer en punto de fuga… Mi perspectiva se perdió en el abismo entre sus bienaventuradas piernas; ¡mi jardín de las delicias perdido! Fin”. —¿Fin? —cuestioné desconcertada y casi molesta—. ¡No! ¿Y qué pasó entonces? —protesté. —Nada —respondió él, indiferente y lejano—. Desde entonces no pasa nada. Y desde entonces no sé de mí. Ahora tengo mucho sueño, y quiero más vino. Apenas concluyó esta frase y se deslizó en el sillón, haciéndose bolita. Quedé sorprendida, escéptica y conmovida con su relato rompecabezas. Lo cubrí y velé yo ahora su sueño. La gata, que había permanecido oculta, salió de su escondite y me acompañó. Recorrí la casa buscando indicios de esa mujer: “de la que vuela”. Nada. Ni sus vestidos, ni un tenue olor, ni uno de sus lar26


gos cabellos. Tampoco encontré ese peluche. Manuel dormía ya profundamente. Le abrí cauta la mano y vi lo que ocultaba. Además de dos palitos de paleta, furiosamente mordidos y astillados, vi ¡el hilo! Per Bacco! ¡Existía! Lo conservaba como reliquia. Sangraba, herido por las esquirlas. Parecía un estigma. Con el asombro de Santo Tomás me acerqué a su oído y estremecida imploré: —¡Al menos dime cómo se llama! Sin abrir los ojos y cerrando celosamente el puño, en voz baja, despacio; como una confesión, al fin me reveló: —Bendecida era su nombre y fue mi maldición…

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PRIMERA MENCIÓN HONORÍFICA

FELIPE DE JESÚS SANTA RITA NAVA

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ació en la Ciudad de México en 1980. Es abogado, sin formación literaria. Ha publicado los cuentos “Magallón y aquel objeto” (2016), “Eón” (2016) y “Era este un hombre” (2020). Actualmente no tiene autores favoritos, antes sí. Lee lo que le cae en las manos y escribe a veces, cuando tiene tiempo. 29



LA SEÑORA GEPLETTE

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l reloj de pared contabilizaba tres horas con cincuenta y ocho minutos por día —y día por día, un poco menos— de modo que la señora Geplette habría vivido a perpetuidad, sentada en el reclinable, sin prestar atención al visitador de seguros, un joven magro e hipocondríaco de apenas veinticuatro años que cuando cambiaba de página al expediente, dirigía una mirada interrogante a la anciana. Minutos antes, la señora le había ofrecido una taza de café que él rechazó murmurando números sobre el daño que produce en la salud. Ella no lo escuchó, le puso una taza humeante sobre la mesa y lo dejó trabajar. Poco después, el visitador se acercó al reclinable para decirle que todo estaba en orden. La señora Geplette, sin embargo, permanecía abstraída mirando una abeja que volaba sin rumbo, aturdida. Sólo requiero que firme en el formulario aquí —dijo el visitador, señalando en el papel—, aquí también y aquí su nombre, acá su fecha de nacimiento, acá la de hoy y aquí vamos a imprimir su huella digital. La señora Geplette buscó un bolígrafo en la arquimesa a su izquierda, donde también estaba abierto de par en par, el cuadernillo en el que había transcrito sus sueños con la caligrafía rectilínea, cuadrangular y equidistante propiedad de los escribanos. Ante la curiosidad del joven, ella le explica que lo escrito ahí son sueños, que muy chica se le hizo costumbre transcribirlos y que de mayor recordó varios más; y piensa en eso mientras firma el formulario y piensa también, en silencio, que sin esas transcrip31


ciones habría enloquecido porque, ¿cómo habría comprendido el flujo creciente de recuerdos que comenzó a aparecer en su mente, una mañana después de cumplir ochenta y cinco años?, ¿cómo habría entendido que eran los sueños de toda su vida, que no eran recuerdos de hechos reales? El primer sueño que recordó fue una pesadilla. No una corriente, sino una pesadilla recurrente de la infancia en la que un olmo respiraba, sí, ese mismo frondoso árbol que desde el reclinable observaba todos los días. La respiración honda y densa del olmo ritmaba con el crujir de la corteza en cada inhalación y exhalación, y la mera percepción del acto, su concepción como un vegetal del reino animal, suscitaba terror en la niña Geplette. Ese primer recuerdo, de hecho, estuvo precedido por una noche de incertidumbre. Hacía años que tenía prescritos tres medicamentos y desde entonces, siguió con puntualidad las indicaciones del médico: dejar de tomar, aunque fuese uno, podría producirle otro problema cardíaco; tomarlos en exceso, aunque fuera uno, podría inducirle un coma. Pero ocurrió que el cajón de pastillas estaba revuelto, y tampoco consideró sumarlas, pues hacía mucho que no llevaba las cuentas del tiempo. Su primer pensamiento fue que las había ingerido, pero esa idea se desvaneció con el silbido de la tetera, porque acostumbraba un trago tibio de té por cada medicamento y aún no lo había preparado. Meditó en su circunstancia hasta entrada la noche. Sopesó que no podría resistir otro infarto y que, por otro lado —lo había leído en algún periódico o en una revista amarilla— era posible despertar de un coma. Y si no lo hiciera, concluyó, nada sentiría. La mañana siguiente despertó con un sabor adusto, con una sed rasposa y con la pesantez de costumbre. Sentada en la cama, frotándose las rodillas, fijó su atención en cada parte de su cuerpo tratando de percibir algún cambio. Ninguno. Amanecía. Comió un plato grande de avena hervida y, 32


somnolienta, bebió café en el reclinable, una cucharada más fuerte de lo habitual. Entonces, de soslayo, miró el olmo, y la impronta de esa mirada oblicua la dejó sin aliento, con el recuerdo despierto del terror olvidado, del terror recurrente de la infancia. Sobresaltada vació la taza de café en la tarja. Pero la pesadilla, cuadro a cuadro, estaba ya apegotada en su mente, materializada de súbito, como los objetos extraviados que reaparecen con un aspecto cínico. Y entre más la pensaba, más nítidos se le mostraban sus detalles: ese crujido de la corteza, aquel calosfrío ante un organismo que percibía todo poderoso, el sudor en las manos, la imposibilidad de gritar. Después de un acceso de tos y un mareo, se repuso, y recordó otro sueño, un sueño fragmentario y luminoso en el que sintió el tacto sutil de su madre, contempló el rostro exacto de su padre y se bañó de sol sobre un pastizal dorado de otoño. Los siguientes seis meses, la señora Geplette fue identificando uno tras otro los sueños transcritos en el cuadernillo, aunque ni en los años ulteriores logró domesticar sus fechas o concluir un catálogo onírico que la satisficiera. La última clasificación la concluyó el invierno severo que le hizo advertir la nueva fragilidad de su organismo, el invierno en que comenzó a tomar los baños nocturnos. Al primer conjunto lo denominó sueños de los sentidos, experiencias a veces sin tiempo ni ritmo, a veces ausentes de espacio, a veces ambas; eran sueños de luz u oscuridad absolutas, de vacuidad o totalidad, a veces ambas; sueños acuosos, cálidos, de colores con sabor, de tactos con color. Los sueños orbiculares infinitos, el segundo grupo, eran tañidos insistentes de su memoria cuyo desenlace, si es que ocurrió, jamás pudo recordar. Como el sueño del monolito cilíndrico amarfilado que ocultaba la luna tras él y que así lo rodeara, en cualquier sentido a cualquier velocidad, sólo lograba distinguir una estela de polvo grisáceo —semejante a la cola de un cometa— pero 33


nunca al astro. Al tercer orden de sueños los llamó sueños orbiculares perfectos, porque a pesar de su naturaleza recurrente, de su índole perpetua, de su esencia infinita, estos sueños habían encontrado una salida, un armisticio con la realidad. En un último grupo sin nombre archivó el resto de los sueños. Ahí puso a los fragmentarios, imágenes efímeras de seres o lugares, instantáneas resplandecientes del mundo, como la del gato gris de la calle que sólo ella podía tocar, o la de su rostro de la infancia reflejado en un espejo, o la de las manos de la enfermera que la sostuvo cuando murió el hombre al que amó, o la del teléfono público en el que recibía las llamadas de su único hermano de sangre. También guardó ahí a los vacíos, sueños que no le suscitaban ningún recuerdo adyacente y que procuraba no confundir con los ajenos, esos en los que comprobaba que no era ella quien soñaba y que, a su vez, tenía cuidado de diferenciar bien de los futuros, episodios que se presentaban en la realidad después de haberlos recordado, como un rayo con determinada fisonomía de relámpago y trueno, o una abeja volando sin rumbo, u otro diente que se le despedazaba con la comida. No obstante, por algunos días al mes, la señora Geplette despertaba en blanco y vigorosa, sin recuerdos nuevos y el cabello más largo. Eran días que dedicaba a leer los sueños transcritos y a recordar los detalles de la realidad que, a causa de estos, recrecían en su mente. Desde el primer recuerdo, la señora Geplette permaneció en una recapitulación perenne de sus sueños incluso durante las actividades consuetudinarias, las que llegó a abreviar de tal manera que le fuese innecesario ausentarse de su casa. Pronto, apenas tuvo contacto con los mandaderos, muchachos a quienes entregaba un papel en el que registraba todo cuanto necesitaba y que le suministraban con diligencia por su edad. De esta manera, aunque el reloj sólo pudiera marcar —a tropezones— tres horas con cincuenta y tantos minutos por día, la señora Geplette completaba las mismas ocupaciones, a las mis34


mas horas, día a día. Comía siete huevos de codorniz por la tarde y ya con energía, hacía limpieza hasta poco antes de que comenzaran a cantar las aves, tiempo del té con los medicamentos y de una golosina. Después preparaba el baño para la ducha, esa manía de todas las noches que contrajo cuando comenzó a percibir en ella el humor agrio de los mohos. Más tarde y sin esfuerzo, dormía sin soñar. La mañana siguiente, mientras el café goteaba, desayunaba un plato de avena con arándanos, para después sentarse en el reclinable, donde permanecía recordando sus sueños, hasta la hora de comer. En esos hábitos, el tiempo de la señora Geplette se retorció como la abeja se retuerce entre sus pies, en zumbidos concéntricos de sueños y aleteos de realidad. Una vez que hizo todas las firmas en el formulario, la señora Geplette escribió su nombre y su fecha de nacimiento, pero su mano se paralizó en la fecha del día. El visitador se la dice, jadeando un poco, y ella, zurda, escribe con letra el día, el mes, el año. Y conforme escribe el año palidece, y palidece también el visitador que permanece en silencio, inmóvil y sudoroso, mientras la señora Geplette hace cálculos mentales. Sí señora, le dice, he verificado sus documentos, todo está en regla. El silencio que sobrevino se mantuvo flotando en la habitación el tiempo suficiente para que el visitador, eligiera el pañuelo que entregaría a la señora Geplette tras imprimir su huella, las palabras precisas para decirle que la semana pasada, había alcanzado la edad de ciento veinte años, y la entonación adecuada, para que pareciese que su dejar de contar el tiempo, era un olvido sin importancia. El visitador entinta el cojinete para interrumpir el estupor en que cayó la señora Geplette, le toma con delicadeza el pulgar y mojado de tinta lo presiona contra la hoja, al tiempo que le explica, con la garganta seca y resistiendo la urticaria que su presencia es rutinaria, que la compañía de seguros ordena al azar 35


visitas de supervivencia y que el sobre de su pensión le seguirá llegando por correo postal, como de costumbre. Visita de supervivencia, permaneció mascullando la señora Geplette mientras frotaba su pulgar con el pañuelo, bastante después incluso de que el visitador se hubiese ido y con tal energía, que la tinta en el pañuelo comenzó a impregnarse de regreso en su dedo y en toda la mano. Así la sorprendió la noche, con el viento frío entrando por la puerta que el visitador dejó de par en par tras su salida intempestiva y accidentada. Inmersa en el ímpetu ferroviario de un presente enérgico, rebosante de conjeturas victoriosas de vida y concepciones asperjadas de sueños, la señora Geplette se afanó apresurada en las labores de la rutina que había omitido: puso a hervir huevos de codorniz, ingirió —con un sólo trago de agua— su dosis diaria de medicamentos y limpió, concienzudamente, cada resquicio de la cocina en el que acostumbraba nacer el moho. Visita de supervivencia, pensaba mientras preparaba el té y experimentaba una sensación volátil de haber vivido tantos años, sin su consentimiento. La tetera silbó en ese momento y por la inercia acumulada en décadas de hábitos sirvió el té, y mientras lo dejó entibiar, permaneció abstraída repitiendo en su mente ciento veinte ciento veinte, como si ese estribillo le permitiera asimilar las propiedades o las magnitudes que el número ejercía sobre ella. Cuando el té estuvo tibio la señora Geplette se halló agotada, respondiendo sólo a la mecánica de la costumbre, de manera que, como lo había hecho durante tantos años, ingirió —cada una con un trago tibio de té— las tres pastillas, y dado el cansancio atroz que la doblegaba, decidió sentarse en el reclinable y no tomar por esa noche el baño vespertino. Apenas descansó los ojos, se sintió engarzada en la gravitación del tiempo, frágil, menguante, aislada, solitaria como nunca; al tocarse el rostro, percibió el perfume del visitador que se había impregnado en sus 36


dedos, junto con la tinta del cojinete. Desde ese momento, los recuerdos de la señora Geplette no volvieron a ser precisos y quizá, no volvieron a ser recuerdos. Alguna indeterminada mañana ulterior —del siguiente día o de años más tarde—, en un momento de lucidez intermitente, de esos que iban y venían con intensos dolores de cabeza, recordó que al oler el perfume del visitador, se supo un ser en el que se hallaban fundidos los reinos animal y vegetal, se supo libre de movimiento y de deseo, un ser cuyas necesidades básicas eran satisfechas directamente por sí misma, por la naturaleza. También recordó estar de pie, pero ya sin miedo, frente al olmo y luego un sueño pesado, un parpadeo gradualmente lento que la sumergía en lapsos de luz y oscuridad absolutas. Sin embargo, en ese momento de lucidez estaba transpuesto otro recuerdo, otro en el que al percibir el perfume del visitador, un insomnio infinito y lineal la había postrado en el reclinable, donde permanecía tratando de retomar el pensamiento interrumpido por el silbido de la tetera. Pero este recuerdo sólo era un fragmento entre muchos, porque para entonces, el instante de lucidez se hallaba completo de actos, de percepciones, de pensamientos, de sueños y de recuerdos que se iban sucediendo y después traslapando, superponiéndose como si su memoria sólo tuviese ya cabida para un único episodio apelmazado que iba engullendo al de atrás en pulsiones cada vez más breves, más vívidas e intensas. Antes de que el visitador, con un portafolio en la mano derecha y un grueso expediente en la izquierda, llamara a la puerta y la abeja entrara con él, la señora Geplette escribía orbicular perfecto, bajo la distante fecha de un sueño infantil. En el sueño, estaba descrita una mujer de ojos curiosos y largos cabellos blancos, una anciana sin dientes que le sonreía y la contemplaba, a través de un espejo.

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SEGUNDA MENCIÓN HONORÍFICA

ISRAEL MARTÍNEZ RAMOS

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ive en una comunidad rural de Veracruz donde gusta de escuchar historias antiguas en voz de los primeros pobladores. Le apasiona tomar fotografías de los paisajes naturales que conforman su región, así como promover el cuidado del medio ambiente y de la fauna silvestre a través de redes sociales. Le gusta escribir poesía, cuento y practicar pintura. Finalista del concurso de Cuento Ariadna 2019. Finalista de concurso de relato corto Netanya 2019. Finalista digital del Premio Ariadna de Poesía 2019. Actualmente radica en Playa Vicente, Veracruz. 39



LA NAUYACA

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l camión de pasajeros se detuvo. Esta vez sin la nube fiel que solía anunciar su llegada. Después de unos segundos se marchó sin levantar una sola partícula de polvo a causa de la llovizna previa. Son como las siete, pensó aquel campesino que cargaba entre sus brazos uno de los más grandes tesoros que a los hombres humildes se les permite tener. Miró al camión alejarse, ruidoso y dando tumbos entre baches encharcados, como un animal herido que usa sus últimas fuerzas en busca de refugio. No vio al burro por ningún lugar. ¿Se habrá ido? ¿Lo habré amarrado bien? ¿Lo habré amarrado tan siquiera? Ya veremos mañana. Lo importante era llegar a casa antes del anochecer. Emprendió el retorno por el camino pedregoso invadido de pasto, verdolagas y dormilonas. Sin embargo, la noche acompañada de grandes nubarrones negros, se presentó antes de lo planeado. La oscuridad se apoderó de los cerros, de los potreros y del monte. No del todo del arroyo que, con su gorgoteo revelaba su ubicación. Con cada relámpago, las palmeras de coyol aparecían como centinelas gigantes; resguardando con imponencia la marcha del campesino y su misión de volver al jacal con su familia. Los coyotes aullaron con un lamento largo y doloroso. No aullaban a causa del hambre; el coyote es melancólico por naturaleza. Las lluvias llegaron antes de temporada, con ello el reverdecer de los pastizales y, en consecuencia, los conejos abundaban en las parcelas. Sólo es uno, pensó. Un coyote solitario puede aullar como una jauría com41


pleta. Apretó el paso. Tal vez aún podía ganarle a la tormenta. La carga entre sus brazos se hacía cada vez más pesada. Levantó la ligera manta perfumada de albahaca y sauco del rostro del bebé. A falta de buena visión, tocó las mejillas suaves color canela. Confirmó que sus ojitos negros de pestañas interminables seguían cerrados. Le dio un beso en la frente. Volvió a cubrir el rostro angelical con la mayor delicadeza que sus manos toscas de machete, azadón y coa podían lograr. Varios puntos luminosos brotaron de los pastizales, de las ramas y de la corteza de los samanes antiguos que dominaban el paisaje. Eran cocuyos; los únicos insectos silenciosos que logran disminuir en los caminantes afligidos, los efectos de la soledad. La lluvia no esperó. Se derramó por los campos con furia y violencia. Con truenos y relámpagos. El campesino arqueó el cuerpo hacia adelante para proteger a su pequeño de las inclemencias. Sus huaraches se pegaban en el lodo a cada paso. El viento mojado lo azotaba. No se detuvo. Esperar resultaba inútil. Las lluvias nocturnas se toman su tiempo y él lo sabía. Protegerse bajo un árbol frondoso era impensable en una tormenta como esa. Continuar era su mejor opción. Así siguió; subiendo y bajando cerros durante ocho kilómetros. Cuando llegó al cerro más alto, creyó que vería el resplandor de los fogones en su pequeño pueblo. Sólo confirmó que la oscuridad se prolongaría por más tiempo. Allí, el viento era fuerte y los truenos se oían tan cercanos que temió que un rayo cayese sobre su espalda. Ahora todo es bajada, pensó. La falda del cerro era una espesa muralla de samanes, macayas y nacaxtles. Al descender, el follaje casi impenetrable lo protegió en gran medida de los vientos y las aguas, más la oscuridad era absoluta. Debía reconocer el camino por el sonido de las piedras bajo la suela de sus huaraches, pero las hojas caídas evitaban ese sonido. Mucha gente contaba en el pueblo sobre avistamientos de chaneques precisamente en esa zona de árboles 42


viejos. Con seguridad que, a causa del espesor de la noche, él no vería nada. Temió tropezar con alguna rama seca o una roca. Y tuvo miedo de pisar alguna serpiente a su paso. Sin proponérselo, su mente hizo un listado de aquellas que podrían ser fatales. El coralillo, la xúchitl, la sorda, la mano de metate y claro, la nauyaca. En un momento trágico de su imaginación consideró que, de ser picado por alguna, no llegaría ni al arroyo. Un escalofrío filoso recorrió su espalda. Se sintió tan propenso, tan expuesto. Caminó lo más rápido que pudo. Casi corría entre ese festival de sombras e hilos de luces fugaces. Las ramas se sacudían en las alturas y rechinaban con dolor un idioma desconocido; él lo interpretó como amenazas. Sólo debo llegar al arroyo, se repetía en su mente y, para su sorpresa, encontró la orilla, mas no en el sitio donde la recordaba. El cauce del río se había desbordado, inundando con sus aguas turbias toda la zona baja. Apenas en la mañana logró pasar en burro sin ningún problema. Se sentía tan fatigado. Un cansancio indescriptible que nacía desde sus huesos lo derribaba. Ni en los días más pesados de labrar la tierra, sembrar maíz o chile, cosechar los elotes o cargar los bultos de mazorcas se había sentido con tal agotamiento. Metió los pies con cautela en el agua revuelta. El pequeño arroyo que solía cruzar de cinco pasos ahora era una laguna de tamaño considerable. Su hijo ya estaba empapado, por más que deseó protegerlo. El infante de año y medio de edad, pegado a su pecho, empezaba a sentirse muy frío. Ya vamos a llegar, mi prietito hermoso, le susurró con ternura. Vino a su mente la frase coloquial que, ya sea dicha de aliento o como un regaño, se convirtió en el aforismo de su gente. ¡Un indio no se raja! Y en nombre sea de Dios, se adentró a la laguna. No debía dejar que la corriente lo arrastrara ni un centímetro. De otro modo, saldría quién sabe dónde y perdería el camino. El miedo que supuestamente se apaciguaría al encontrar el 43


arroyo sólo se intensificó. Era inevitable. Nuevamente pensó en aquello que podría hacerle daño mientras se sumergía más en el agua. Las culebras cazando ranas. Las arañas violinistas que seguro navegaban sobre trozos de corteza. Los lagartos en busca de presas. Y en el menor de los casos, las pepeguas que, al inundarse el hormiguero, forman balsas flotantes con sus propios cuerpos. Escuchó el cantar insolente y desesperado de la popoxcala. En cualquier otro día le hubiese divertido, sin duda. Pero en esa ocasión lo dedujo como un aviso de peligro y esto lo hizo dar pasos menos firmes. En el bosque a su espalda se oía a los tecolotes ulular con excesiva tranquilidad. Desde el amanecer los venía escuchando. El contraste del canto con todo lo ocurrido durante el día le resultó ofensivo, burlesco. Sintió algo retorcerse entre sus pies y pegó un salto. Su corazón casi reventó dentro de su pecho. Es un jolote, o un xohuilin, se dijo para tranquilizarse. Eran peces comunes en el arroyo, disfrutando la ampliación de su espacio. A cada paso el agua aumentaba de nivel. Tuvo que levantar a su pequeño con ambas manos al momento que llegó a su pecho. Después alcanzó su cuello. No quería meter a su hijo al agua, pero si sus pies dejaban de tocar fondo, debería nadar. Dio unos cuantos pasos de puntillas y levantó la cara para respirar. Sus manos seguían extendidas al cielo sosteniendo aquel trozo de su corazón. El terror de perderlo en la corriente se manifestó en sus nervios. No podía mantener esa posición. Ya se encontraba a la mitad de la laguna, según sus cálculos. La satisfacción que sintió cuando el agua empezó a descender por su cuerpo fue reconfortante. Volvió a colocar a su hijo entre sus brazos y en pocos segundos por fin salió del agua. Los ojos le ardían, en parte por las gotas de lluvia que entraban en ellos y otro poco, por las ganas de llorar que se andaba aguantando. Los tres kilómetros restantes los recorrió con mucha más 44


tranquilidad, pues como decían en su pueblo, uno se siente en casa desde que falta poco para llegar. Su corazón palpitó con fuerza. Se sentía a salvo de cualquier mal de la noche, pero la angustia de enfrentar a su esposa lo tenía al borde de la histeria. Pensó en su casita techada de palma con paredes de pencas de coyol. Pensó en las goteras y las rendijas. Pensó en las ratas que se metían a su casa a buscar maíz y en las víboras que las seguían. Tan sólo hace unas horas, por ahí de las diez y algo de la mañana, cuando chapeaba su tierra para sembrar, un grito urgente lo hizo anticipar las malas noticias. Era un muchachito del pueblo que venía en su búsqueda. Y por experiencia sabía que, sólo por urgencias se molesta al campesino en su labor. Cuando el joven le dijo que una nauyaca había picado a su hijo, el hombre soltó el machete y el gancho y corrió de vuelta al pueblo sin saber cómo cruzó las alambradas. Ya no pasó a su casa. El jovencito le dijo que su familia ya estaba con el curandero. Seguían ahí. El llanto de su esposa lo confirmó. Llegó sudando frío. Al bebé le habían hecho una pequeña incisión en la piernita para chuparle el veneno. Le aplicaron un torniquete y le hicieron beber una poción de tepejilote, además de una limpia en nombre de san Nicolás. Se encontraba inconsciente. El curandero era un hombre viejo y de pocas palabras. Fue tan sincero que sonó insensible. Al igual que se lo había explicado a la mujer, le hizo saber al campesino que la nauyaca es una serpiente muy venenosa, y que el bebé estaba muy pequeño y desnutrido para soportar la ponzoña. No va a aguantar, le dijo. De esta noche no pasa. Y le tocó el hombro en señal de apoyo. Entonces préstame tu burro. Lo voy a llevar con un médico y vas a ver que sí se salva. Llegó a tiempo para tomar el autobús de mediodía. En la ciudad, no consiguió que ningún doctor le confirmara que su hijo se salvaría. De hecho, ninguno le dijo que el niño siguiera con vida. Se le había muerto en el camino. Y allí, a nada de darle 45


la noticia a su esposa, se enfureció con el curandero porque el desgraciado siempre tenía la razón. Ojalá nunca aparezca su burro, pensó. De inmediato se recriminó por tener esos pensamientos. Debía buscarle al animal perdido con todo y juste, y debía agradecerle por el favor. Pasó por un terreno, que no hacía mucho tiempo, las autoridades municipales habían destinado para panteón y que hasta ahora nadie había ocupado. Ay prietito, suspiró al imaginarse lo solo que estaría su retoño. Abrió la puerta de costaneros. Su esposa estaba sentada. Sus ojos evidenciaban lo mucho que había llorado. Justo terminaba de limpiar frijoles. Sus dos pequeñas, de cuatro y seis años dormían en el petate sobre el piso de tierra. En la pata del fogón tenía un gallo amarrado. La mujer esperó una respuesta. Él sólo movió la cabeza en negativo. Al verlo, se derrumbó de rodillas como un árbol de chicozapote, que no importa cuán dura sea su madera, se caen cuando se ablanda la tierra. El campesino entró a la casa y le entregó el cuerpecito empapado. Dio la orden de cambiar la sabanita y volvió a la puerta. ¿A dónde vas?, preguntó la mujer conteniendo el llanto con visible dificultad. Hay que tocar la campana, respondió. Y ella deseaba suplicarle que no lo hiciera, porque una vez sonadas las campanadas, oficialmente tendría un hijo muerto. Pero no insistió. Lo dejó marchar. En el camino a la capilla, el campesino ya empezaba a sentirse solitario como un coyote. Ya no lo acompañarían los pensamientos optimistas y antelados que daban vueltas en su cabeza. Nomás que mi hijo crezca ahí va a andar conmigo. Partiendo leña, sembrando frijol y chile. Me va a ayudar a sacar los surcos de maíz y vamos a regresar juntos pa´ la casa. Y acá lo voy a ver abajo de los cocuites, haciendo su tarea cuando pongan la escuela, pastoreando borregos así, como Don Benito Juárez. Sintió envidia por su mujer, pues las niñas la seguían a sol y sombra. Después de las campanadas no quedaba más que esperar 46


el apoyo de los vecinos. Los primeros en llegar fueron el comisariado ejidal y su señora. La mujer preguntó por su esposa. Ha de estar bien triste, pobrecita, y más que es el primero que se le muere. El campesino pensó en sus hijas. Tan felices recogiendo nanches, revisando los nidos de las pepenchas o nadando en el arroyo cuando acompañaban a su mamá a lavar ropa. Se propuso hacer una mejor casa, sin rendijas, con palmas cortadas en luna llena y con pósteles de chipil. Y podría llegar a un acuerdo con los ejidatarios; desmontar sus parcelas a cambio de sacar un par de siembras y así le alcanzaría el grano para criar puercos, gallinas y guajolotes. Porque en su hogar ya no iba a tener ni serpientes venenosas ni hijas desnutridas. El agua hervía en la olla de barro. Al escuchar las campanadas, la mujer lo dio por definitivo. Su varoncito estaba muerto. Se acercó a la hamaca para mirarlo y no había duda, ahora si se veía sin vida; rígido y con un ligero tono morado. El primero va parado, recordó. Imaginó una pequeña tumba en alguna esquina de ese panteón nuevo y decidió que su hijo no sería un vigilante. No permitiría, de ninguna manera, que lo enterraran parado como dictaba la costumbre. Sintió tantas ganas de acostarse a llorar, sin embargo, sabía que tendría el tiempo suficiente. Acudiría seguido a la sepultura con velas y flores frescas y ahí lloraría todo lo que fuese necesario. Pero ahora, debía matar al gallo, pues era de noche y San Pedro dormía con las puertas del cielo cerradas. Era urgente despertarlo. San Pedro es muy piadoso, pensó mientras tomaba al gallo en sus manos y le torcía el pescuezo. Remojó al ave en el agua caliente y lo desplumó. Tenía que prepararle un caldo a su marido, pues seguro que no había comido nada en todo el día. Y debía poner a hervir el nixtamal. Y hacer café. Conseguir dinero para las velas, la caja, la ropita del niño, el pan. Así que, en lo que el caldo hervía en el fogón, se dirigió a los costales de mazorcas. Arrastró uno hasta una esquina, cerca de la puer47


ta. Tendió un petate en el suelo y vació el contenido del costal encima. Acercó un pequeño trozo de madera para usarlo como banco y se puso a desgranar con apuro. En la mañana mandaría a sus hijas a ofrecer el maíz casa por casa. No sabía cuánto dinero ocuparía para solventar los gastos de esa tragedia, pero algo tenía claro; de manos cruzadas no se va a resolver nada. En medio de varios costales a contra esquina, la nauyaca aguardaba. Su olfato era infalible.

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TERCERA MENCIÓN HONORÍFICA

ROBERTO OMAR ROMÁN

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ació en la Ciudad de México en 1965. Es cofundador e integrante del Grupo Literario Urawa, iniciado en mayo de 1993 en la ciudad de Toluca, Estado de México. Es autor del libro de cuentos breves Artilugios (2018), ha publicado minificciones en la revista Urawario, cuentos en las antologías colectivas La semana comienza los sábados (1997), Gambusinos (2006), Átomos literarios (2012), Cuentos del Sótano VI y en Alebrije de palabras y Vamos al circo, de la BUAP. Ganó el Concurso Nacional de Cuento del 12° Festival Internacional de Escritores y Literatura en San Miguel de Allende, Guanajuato, con el cuento “La mala tierra” (2017). El primer lugar del Primer Concurso de Nelson Mandela, en la categoría de prosa, patrocinado por Pretextos Literarios y la embajada de Sudáfrica en México, con el cuento “El día de la libertad” (2018). Asimismo, ganó por segunda ocasión el Concurso Nacional de Cuento del 15° Festival Internacional de Escritores y Literatura 2019 en San Miguel de Allende, Guanajuato con el cuento “El lado roto de la vida”. Es servidor público de la Secretaría del Medio Ambiente del Estado de México. 49



HUMO AMARILLO

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os que caminaban junto a Enodio Trejo, tropezando y pateando piedras, levantaban nubes de humo amarrillo que desaparecían como un respiro al chocar en las caras de los de atrás. Cargaban junto con el desaliento, palas y picos al hombro. Los arreaba el ansia. Querían que ese Enodio, el que fue a sacarlos de la iglesia, donde estaban apretujados, temerosos, rechinando los dientes entre rezos y malas palabras, les dijera cuánto más tenían que caminar, pero no se atrevían a preguntarle. Cuando fue por ellos los encontró alumbrándose con veladoras a medio consumir. No lo reconocieron de inmediato. —¿Quién eres y a quién buscas? —le preguntaron cuando llegó—. Algunos lo miraron curiosos tratando de hallarle parecido. —Soy Enodio Trejo —respondió enérgico, acicateado por el picante olor a miedo de los hombres—. Los busco a ustedes —dejó de hablar al escuchar el lloro de mujeres, luego repitió—: Vengo por ustedes. Oyó que le decían fantasma profeta, después risitas y susurros que hicieron ondear un velo de aire amarillo, oloroso a encierro. Como un insulto brotó una voz cascada, de mujer mayor. —¿Y a dónde nos llevas, digo, si se puede saber, Enodio? Respondió de buen ánimo, sin apresurarse, casi paternal. 51


—¡Cómo a dónde, pues a buscar el sol! Volvió a oír risitas, y fantasma, fantasmita profeta. Sintió respiraciones cercanas. Tres o cuatro hombres se le aproximaron como perros oteando a un extraño. Pudo distinguir, cuando se acostumbró a la penumbra, que la voz vieja pertenecía a Matea, su madrina. También vio los rostros rudos de aquellos hombres, reducidos a pucheros de criaturas a punto de llorar. Algunos rezaban el rosario tan quedito con las mujeres que parecían avergonzados. Una maldición se escuchó enseguida a un tosido seco y bilioso que parecía desgarrar a quien la profería. Enodio Trejo frunció la nariz, dulcificó el tono para darles confianza: —No se espanten, ni se hagan los ingenuos, que ya el viejo Leandro, que en paz descanse —se quitó con sumisión el sombrero en señal de pésame—, nos había advertido que el sol estaba muriéndose, o qué, ¿no han salido a asomarse cómo llueve humo amarillo? —¿Será por eso, Enodio? —¡Pues claro que es por eso, hombres! O qué, ¿creían que del cielo les estaban echando fuegos de fiesta de feria? Un anciano masculló algo referente al juicio final, luego resonó la misma maldición acompañada del áspero tosido. Desafiante, Enodio abrió la puerta y salió. Unos ocho se animaron a seguirlo. Señaló arriba, y ellos, asombrados como niños en circo, observaron una enorme yema de huevo mordisqueada en rededor que se desmoronaba, humeando un amarillo subido. Enodio Trejo repitió burlón: —O qué, ¿creían que del cielo les estaban echando fuegos de mitote de feria? —No, tampoco creíamos eso —respingó altanero el de la voz maldiciente. —¿Cuántos son ustedes? 52


—Casi estamos todos; los que se hartaron de estar aquí aplastados se largaron junto con su prole, Dios sabrá adonde, Enodio. —¿Y el padre? —Se fue con ellos. Los guía en estas infames penumbras olor purgatorio. —Muy mal por los que se fueron —dijo Enodio Trejo, resignado—. Ustedes, los hombres, es decir, agarren el pico, la pala o lo que tengan para cavar hondo y vámonos. Las mujeres y los que no tengan fuerzas que se queden aquí. Un hombre flaco y desguanzado señaló arriba con ingenuidad y se dirigió a los demás con la mirada vaga, sin esperanza: —¿Entonces, ése es el sol? —Lo que queda de él —contestó Enodio, y antes de que otro más preguntara, ordenó: —¡Vámonos ya! Empezaron a caminar, cautelosos, abriéndose paso como si espantaran abejas con el brazo desocupado. Seguían atentos a la llamita crepitante del cirio llevado al frente y en alto por Enodio Trejo. Los ojos les ardían como si les hubieran arrojado chile, y sentían una comezón que maldecían no tener las uñas multiplicadas por cien para darse a basto en rascarse. Muchos se dejaban caer de espalda para restregarse en las piedras. Luego, ya satisfecha su necesidad, les gritaban a los de adelante para que los esperaran. Sin embargo, el humo les había retacado las orejas y no los oían, o no querían esperarlos, temerosos de perder al guía. Nadie supo cuánto caminaron antes de que Enodio gritara la orden de descanso cuando llegaron a un sumidero donde era menos denso el humo. Mordían, de nervios, cortezas y ramitas que habían venido arrancando de los árboles. Se miraban con curiosidad, entrecerrando los ojos como ancianos miopes. Querían reconocerse, sentían ganas de platicar, de pedir ayuda para 53


rascarse. Querían, también, preguntar a Enodio a dónde iban, si ya mero llegaban o cuánto faltaba, pero temían una mala respuesta y preferían callar. Resollaban como bueyes fatigados resistiéndose a respirar aquel mal aire, pero sintiendo ahogo lo tragaban a bocanadas. Invocando a Dios, uno de los hombres preguntó al de enfrente: —¿Eres Refugio Soto, compadre? —Soy. —¡Qué bueno que eres tú! —No puedo ser otro. —En eso tienes razón, compadre. Ahorita yo creo que todos quisiéramos ser otros, ¿pero qué le hacemos? Oye Refugio, no te molestes por lo que digo pero tú lo recordarás mejor que yo, porque muchas veces tú mismo lo juzgaste de loco marihuanazo, porque andaba siempre espulgando debajo de arbustos y árboles y deteniendo a la gente para decirle que el sol, que la tierra, que la luna, las estrellas y no sé cuántas barbaridades más se estaban muriendo. Y no conforme con andar repitiéndolo a los cuatro aires, hasta las puertas de nuestras casas nos iba a sermonear con la misma cantaleta. Te has de acordar seguramente, cómo iba aquello que Leandro Lurias, o el Profetita Fantasma como lo mal nombraban, decía. Refugio Soto siguió mascando, sin sentir curiosidad por saber quién le hablaba. Entornó los ojos como si recordara un hecho lejano. Luego, despacio, repitió de memoria lo que ya había dicho muchas veces a quienes se lo pedían: Hijos de su mal dormir, no se queden aplastados, salgan a buscar otro sol, un sol joven. Éste que está ahorita ya se va a morir de viejo, ya se nota que su tibieza es de cansancio, como el resuello del moribundo. Salgan a escarbar debajo de los árboles más anchos que vean; en las raíces de alguno está atado de greñas el sol joven, hay que hallarlo antes de que nos lleve la jodida... 54


—Y tú qué crees, Refugio, ¿será verdad? —Yo ya no quiero creer. —Recordarás también, Refugio, que la gente se hartó de las prédicas de Leandro, lo llegaron a bañar con baldes de agua fría para quitarle el ánimo necio y loco, por eso se murió de pulmonía. El único que siempre le fue fiel, el que siempre estuvo con él en las buenas y en las peores, fue Enodio Trejo. Yo creo porque también fumaba la misma yerba, o bien, porque andaba tras Zenaida, su hija... creo tú también andabas tras ella, ¿no? Refugio tosió. Mirando con atención distinguió que el conversador era Cecilio Aranda. Se extrañó que de pronto se hubiera vuelto tan platicador, cuando antes ni el saludo le dirigía; ni siquiera el día en que llevaron cargando en peregrinación a la Dolorosa de san Dimas. Refugio sacó con calma una rama chaparra y gorda como caña y la mordisqueó sin apuro. Cecilio habló menos entusiasmado. —¿Sabes una cosa que sí me preocupa, Refugio?, te lo digo en confianza, compadre. Me preocupa que esta misma perra comezón que sentimos hasta debajo de las uñas también la sienta mi Obdulia, y pida ayuda para rascarse. Si es a una mujer a quien pida ayuda, está bien, pero si es uno de nosotros, mejor dicho, de los que se quedaron a rezar con las mujeres, entonces si está riesgoso el asunto, conociendo lo fogosa que es. Oye, y no será que Enodio también nos está viendo la cara, a la mejor sólo está nublado y lo amarillo se debe a que los gringos nos echaron un experimento químico para apropiarse de nuestras tierras… Refugio siguió mascando, se acuclilló a buscarse los pies porque el humo se los había envuelto. Sonrió, imaginando cuánto le gustaría ser él quien rascara a Obdulia. Enodio Trejo gritó: —¡Vamos! Hay que cavar bajo esos abetos, están frondosos, quien quita, allí esté el nuevo sol. 55


Los hombres se levantaron, perezosos como espigas de trigo mojado. Dando tumbos comenzaron a escarbar. Los más cansados, hincados y rezando a gritos denotaban su presencia para no golpearse entre ellos. Varios hombres permanecieron sentados, murmurantes y esquivos. Uno de ellos, súbitamente se puso en pie y arengó, vehemente, segmentos de El Génesis y El Apocalipsis. Después, con la mirada fascinada, febril, etérea, prendió una rama seca que en poco se hizo tea y la empuñó en alto. Logró convencer a doce de aventar sus palas y tomar rumbo contrario al que llevaban. Buscarían su propio sol. Refugio sonrió, orgulloso de atestiguar el surgimiento no de un guía, sino de un profeta… quizá otro Leandro. Entre los doce reconoció a Cecilio Arana. Un estruendo en lo alto los estremeció. Enodio Trejo gritó: —¡Vamos, muchachos! Refugio se apresuró a recoger las palas abandonadas. Calculó el dinero que obtendría por su venta. Luego, delicadamente sacó de la bolsa de su camisa el retrato de Obdulia y lo besó.

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ELIZETH ÁVILA FUENTES

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ació en la Ciudad de México. Después de terminar el bachillerato, supo que quería dedicarse a ser escritora, así que inició y terminó el diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México). Motivada a seguir aprendiendo, se inscribió a dos nuevos cursos tan pronto se graduó, uno en línea impartido por la Vanir Academy y otro presencial con MUESART, lamentablemente este último se vio interrumpido por la contingencia sanitaria del COVID-19, pero ha sabido utilizar el tiempo para replantearse sus proyectos y metas en la vida. Ahora más que nunca desea hacer llegar sus historias al mundo. Su escritora favorita es Cassandra Clare. Ha sido dos veces finalista del Premio Ariadna de Cuento (2018 y 2019). 57



EL GANADOR

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uando despertó, descubrió que había ganado la Gran Lotería. Su madre se lo dijo, parecía confundida y entusiasmada cuando entró a la habitación. Él no supo qué decir al escucharlo, pensó que seguía dormido. —¡Ganaste la Gran Lotería! —repitió—. ¡¿Por qué no me dijiste que te inscribiste?! Su madre parecía feliz e impaciente por saber detalles. ¿En serio había dicho que ganó? Eso era imposible, él no tenía la suerte de... Pero por qué no se lo decía. ¿Por qué sólo había abierto los ojos? —Mijo, ¿me escuchas? Sintió una mano en su frente, una mano fría que le hizo querer alejarse, pero no se movió, todo su cuerpo quedó tendido en la misma posición: un brazo sobre su cabeza y otro en el estómago, sus piernas medio flexionadas y la cabeza de lado. Así despertaba todas las mañanas, y así era como había permanecido los últimos minutos. Su madre comenzó a moverlo del hombro, lo sacudió tan fuerte y rápido como pudo, pero en cuanto ella se detuvo, su cuerpo se mantuvo tan estático como el de un muerto. ¿Muerto? ¿Acaso estaba muerto? Había escuchado que al morir todavía eras consciente unos minutos antes de ir a quién sabe dónde y ver quién sabe qué. Tal vez era eso, tal vez Dios o alguien, le permitía ver por última vez la cara de su madre antes 59


de llevárselo. Pero si era así, si era obra de Dios, le pareció muy cruel que lo obligara a presenciar la cara de horror que su madre tendría al darse cuenta que estaba muerto, y también un poco burlón por asegurarse de que supiera que había ganado el mayor premio que su país había ofrecido (casi setecientos millones) pero nunca sería capaz de disfrutarlo. No dejó de meditar sobre la muerte y el carácter de Dios, hasta que se dio cuenta que su madre ya no estaba en el cuarto, pero no tuvo que preocuparse mucho por eso cuando ella regresó con su teléfono pegado a la oreja. Era algo que le desesperaba, su madre nunca cargaba el celular o lo tenía conectado a las nalgas (como decía), no, ella siempre lo dejaba en la mesa del comedor. —Sí, necesito una ambulancia, mi hijo no se mueve —con quien sea que estuviera hablando debió decirle que se calmara, gran error—. ¡No sé con quién cree que está hablando, pero mi hijo es Eduardo Quezada! ¡Sí, así es, ahora envíen una maldita ambulancia! Su madre colgó y volvió la atención a él. ¿Cuánto era que duraba el estado de consciencia antes de morir? No podía ser mucho, pero esperaba que fuera lo suficiente para que llegaran los paramédicos. Si moría antes que eso, su madre se culparía toda la vida por no haber llamado antes y era lo último que quería, irse de este mundo sabiendo que dejaba una carga más a su madre, suficiente debía tener ya con que fuera su hijo. Así que rezó, o intentó hacerlo, en realidad no era de rezar mucho. "Dios todo poderoso, creador del cielo y de la tierra, por favor, no sé si te importe, pero por favor no me dejes morir así, déjame irme cuando mi madre no esté presente.” Mientras seguía rezando, su madre lo abrazó como pudo y comenzó a susurrarle al oído. —Ya deja de hacerte el menso. Ándale, muévete. No estoy 60


enojada porque no me dijiste lo de la lotería, debiste tener tus razones. Por favor, mijo. Al principio le asustó sentir agua en su mejilla, pero pronto comprendió que las lágrimas nacían de sus ojos todavía abiertos y, por alguna razón, no las sentía hasta resbalar por su piel. Quiso detener el agua para que ni su madre ni nadie lo viera así, no quería que la imagen de su cuerpo inmóvil fuera todavía más preocupante con los ojos abiertos y llorosos, como si fuera una estatua milagrosa de esas que varios programas se encargan de desmentir. ¿Milagro? ¿Era acaso todo esto parte de un milagro? Tal vez. Una vez, su abuelo le dijo que Dios enviaba ángeles a los hombres para cumplirles un deseo, pero siempre los perseguía un diablito que le echaba al mismo hombre un pequeño maleficio y eso, esa combinación de la acción de un ángel y un diablito, era un milagro. Porque sin eso, sin la intervención del diablito, decía su abuelo, sería un acto puro de Dios y esos no son para los hombres. Tal vez un ángel le había dado el dinero, una oportunidad de ser finalmente reconocido, pero un diablito le quitó la posibilidad de disfrutarlo al tenerlo tendido y llorando. “Dios Todo Poderoso, creador del cielo y de la tierra, por favor haz que deje de llorar. Por favor, detenlo, no quiero que me vean así, que nadie me vea así.” El timbre comenzó a sonar y su madre se levantó de manera tan brusca, que lo dejó en una posición un poco inconveniente: su cara boca abajo contra la almohada, y el peligro obvio de asfixiarse lo asustó. No podía moverse. Su madre tardaría un poco en regresar ya que debía bajar cinco pisos, pero al estar tan apurada, sabía que optaría por las escaleras, el elevador se atoraba en el segundo nivel de vez en cuando y todavía tenía que abrir la puerta, que desde el temblor se necesitaba mucha fuerza y un pequeño empujón para hacerla ceder. Sí, seguro que su madre 61


tardaría unos buenos veinti y algo minutos en regresar, suficiente para que sus pulmones dejaran de recibir aire y muriera ahí, tendido en ese colchón que irónicamente era el mismo sobre el que había nacido. ¿Irónico? Bueno, sí, esto era algo irónico. Cuando hacía meses se anunció oficialmente a la venta los boletos para la Gran Lotería, su madre, hermana y abuelo, dijeron que era una burla y que de seguro todos los tontos que fueran a gastar terminarían regalando su dinero porque ya estaba destinado a algún rico o amigo de ricos. En esa charla, él se había quedado callado y muy quieto, sólo pendiente de la conversación a medias ya que quería escuchar en dónde podía comprar un boleto, uno, que le diera el reconocimiento o la esperanza de tener el reconocimiento que su hermana día a día le robaba. —Ey, muévete, maniquí —había dicho su hermana entonces. Maniquí. Una figura inmóvil, insensible e inútil. Supuso que después de todo sí lo describía. Era inútil, al menos a ojos de su familia, y a ningunos otros debía impresionar. También era insensible, o al menos eso había demostrado toda su vida, que nada lo afectaba como realmente lo hacía. Y vaya que estaba inmóvil, tanto que lo sostenía la punta de su nariz. Sí, así era, de alguna forma su nariz se había vuelto tan rígida y fuerte para soportar el peso de la cabeza y así mantenerlo a salvo de una muerte segura. No pudo convenserse de que realmente pasaba lo obvio, hasta ver las lágrimas de sus ojos caer y formar pequeños charcos a cada lado. ¿Qué era esto? Sabía que había una enfermedad que volvía todo tu cuerpo rígido, lo había visto en un programa de televisión. Así que tal vez era eso. Sólo estaba enfermo y los paramédicos ya debían estar subiendo las escaleras, ellos lo llevarían al hospital donde doctores de todo el país se pelearían por atenderlo y hacer que se recuperara, después de todo era el legítimo dueño de setecientos millones, eso debía significar algo para ellos. Si había significado lo suficiente para que su madre 62


entrara a su habitación y lo abrazara, era imposible que los doctores fueran inmunes. Esperanza, eso era lo que ahora sentía, la esperanza de que iría al hospital, lo atenderían bien y todo esto lo recordaría como un mal sueño o una historia para romper el hielo. Y así, más relajado, sin ideas de muerte, milagros, ironía o su hermana, esperó a escuchar la puerta abrirse, sentir manos tomarlo de los hombros para girarlo y evaluar su situación, antes de llevarlo de urgencia al hospital. Pero eso nunca pasó, porque un maniquí no puede ser llevado de urgencia al hospital.

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ANTONIO BAUTISTA QUIROZ

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ació en la Ciudad de México en 1974. Egresado de la Licenciatura de Letras Inglesas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en 1998. Estudió la Maestría en Psicoterapia con enfoque ericksoniano en el Centro Ericksoniano de México en 2015. Trabaja en la Central de Abasto de la Ciudad de México desde el año 2000. Ha tomado talleres literarios con Agustín Cadena y Verónica Flores. Participante en la antología Callejeros. Cuentos urbanos de mundos soñados (Elementum, 2017). Finalista del Premio Ariadna de Cuento 2018, con “Lluvia nocturna”. Su último cuento, “Crónica de un cielo inesperado”, ha sido seleccionado para ser publicado en la antología Un paso más a la realidad. 65



LA CUENTACUENTOS

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espierto todas las mañanas con el canto de las aves. Me asomo por la ventana y ahí estás, sentado en la banca del parque leyendo el periódico y dándole de comer a las palomas. Qué bonito se ve desde aquí, lleno de buganvilias. Los pétalos que caen colorean el pasto formando un círculo que te rodea. ¿De dónde sacas el maíz quebrado?, si por aquí no hay ninguna tienda. Allá donde vives, ¿sí hay? Me gustaría que me llevaras. Sé que lo sabes. No importa que siempre estés dándome la espalda, te conozco muy bien, Alfonso. Toda la vida juntos como para creer lo contrario. Y luego aparece Mariana, nuestra hija, con su cabello suelto hasta el hombro, su falda hasta los talones y esa blusa pegada al cuerpo que permite ver su delgadez. De ti heredó los ojos claros con todo y ojeras. Vela, hasta camina como tú. En cuanto llega a la banca donde todos los días lees el periódico, finges no verla. No sé si sepas que desde que te fuiste está enferma, pero es inofensiva. Desde aquí la veo para que no se vaya más allá del parque. Nunca lo ha hecho, pero la vigilo por si las dudas. Esta ventana es tan amplia que yo misma podría saltar si no tuviera estos barrotes. No alcanzo a oír lo que te dice. Sólo veo que coloca sus muñecas cerca de ti. Flora, su preferida, es la que siempre deja cerca de tu pierna. Cuando alza los brazos sé qué cuento te contará, el 67


de la niña trapecista. Aquí lo ensaya una y otra vez. Hace malabares. Se sube a la cama y, con los brazos alzados a la altura de los hombros, sosteniendo el palo de la escoba en posición horizontal, avanza lentamente balanceándose hasta la orilla. Y luego va de regreso, un pie detrás del otro en una línea imaginaria. Aunque no dice nada, le gusta que la mire y que le diga que tenga cuidado. Si vieras cómo ríe y se emociona cuando le aplaudo. Pero, ya sabes, me conoces, no siempre estoy de humor. A veces no le hago caso y es cuando más rebelde se comporta. También sabes que no me busca a mí. Te quiere a ti. A ti, Alfonso. Por eso la dejo salir. Para que te vea. Para que la veas. Desde aquí se ven tan bien juntos, hasta el color blanco de su blusa y el tono coral de tu guayabera combinan con el de las buganvilias. Siempre fuiste su héroe. De niña la llevabas al parque cargándola sobre tus hombros. Desde esa edad le gustaban las alturas. A mí es lo que más miedo me da. No soporto mucho el tercer piso de este lugar que, por cierto, es muy frío. Pero aquí me dejaste y aquí seguiré cuando decidas volver. Me encanta cuando sacas el maíz de la bolsa y las palomas enseguida se acercan a ti. Las tienes comiendo de tu mano. Como tú a mí cuando éramos jóvenes. Sacabas un chocolate y ahí estaba yo arrimándome a ti como un gato, restregando mi cara en tu hombro para que me dieras un pedazo. A veces le pregunto qué tanto te cuenta, pero no me dice nada. Me he acostumbrado a su hermetismo. Sólo abre la boca y hace como que habla. Yo le sigo la corriente y hago gestos con la cara y las manos. Parecemos dos personas haciendo mímica. A veces me gana la risa. Se me queda viendo con ternura. Ella es buena. Es un ángel. Lástima que se le haya olvidado quiénes somos. Es nuestra hija y lo hago con gusto. Estoy segura de que te cuenta el mismo cuento una y otra vez. Lo sé porque no se sabe otro. Se quedó atrapada en su niñez. 68


Acuérdate de cuando quiso caminar sobre la orilla del estanque y se resbaló cayendo al agua. Cuando la sacaste estaba pálida de miedo. Tiene ya casi cuarenta años. Y ahí está siempre puntual, frente a ti, hablando y hablando sin dejar de mover los brazos. Tú sentado en la banca. Las palomas comiendo de tu mano. Los pétalos de buganvilia cayendo lentamente. Lluvia rosa sobre ustedes. Sólo con ver sus gestos, sé qué parte del cuento te está narrando. Cuando Mariana mira hacia arriba aspirando aire, la niña trapecista está por empezar su acto sobre la cuerda y cuando se encoge, está perdiendo el equilibrio; mira cómo se balancea, como si estuviera sobre el cable, con un pie delante del otro. Cuando ve hacia abajo y abre la boca y los ojos sorprendida, es porque está a punto de caerse. Mira cómo se mueve. Enseguida, el movimiento brusco de manos hacia arriba, indica que está colgando del cable. Me acuerdo cuando fuimos al cine Ópera. Estábamos sentados justo debajo de la primera fila del balcón. El piso estaba todo pegajoso y lleno de palomitas desperdigadas. No te dije nada para no incomodarte. A ti te gustaba sentarte en ese lugar. Era la mejor vista, según tus ojos. Mirábamos la película cuando de reojo vi una sombra que caía desde las alturas. Se trataba de un hombre joven. Había caído del balcón. Por suerte, no había nadie sentado en las butacas. Se levantó como si nada y caminó hacia la salida. Casi nadie se dio cuenta. El ruido de la película opacó el golpe seco de aquel hombre. Llevaba una gabardina que le daba casi a los talones. Me encontré con su mirada justo cuando el réferi está presentando al Santo en el ring. Me miró con un dolor silencioso. Fue en una fracción de segundos. Recuerdo esa caída y es como si yo quisiera caer desde esta ventana. Como si Mariana al gesticular la caída de la niña trapecista fuera a caer también. 69


En esa parte le gusta que el público imaginario grite. Eso la emociona mucho. Ella mira hacia abajo y ve que hay un tigre de bengala con la boca abierta esperando a que caiga. Las luces del circo iluminan de blanco todo su cuerpo. Su cara se ve tensa. Asustada. El domador avienta un latigazo al animal, luego otro y otro más, pero no se mueve. Su presa está a punto de caer. Los payasos corren despavoridos hacia detrás del telón. Cuando Mariana voltea hacia el otro lado es cuando te está contando que la trapecista ve cómo alguien, desde las alturas, le ha aventado un trapecio. Pero no lo alcanza. Mira cómo estira todo el cuerpo. Se lo vuelven a aventar, pero pasa de largo. El tigre de bengala cabecea a uno y otro lado. La saliva le escurre por la mandíbula. Los ojos fijos en la presa. El público sigue a la expectativa. Hipnotizados por lo que están viendo. No dejan de gritar. Mariana es muy expresiva. Desde pequeña fue así. Habla más con el cuerpo que con palabras. Desde aquí la veo contándote el cuento y lo entiendo todo. Incluso el final. Hasta yo me tenso cuando la veo narrar. Me doy cuenta porque mis manos están aferradas a los barrotes de esta ventana que es mi única salida al mundo. La veo regresar al cuarto. Trae esa sonrisota en la cara. Se le iluminan los ojos. Sé que le encanta verte. Aunque no me veas, volteo una vez más por la ventana para decirte adiós con la mano, pero ya te fuiste. Estaba pensando que hasta parece un ritual. Ustedes dos en el parque con las muñecas a tu lado y yo viéndolos todos los días. A la misma hora. A mí no me aburre. Espero que a ti tampoco. Por cierto, la otra vez vino un señor a tocar la puerta. Se parecía a ti. Preguntó por Mariana. Le dije que estaba en el parque. Se fue sin decir más. Me asomé por la ventana y ahí estabas con 70


ella. O ella contigo. Da igual. El hombre se acercó y le dijo algo a Mariana. Ella interrumpió la narración y miró hacia la ventana. Entró al cuarto. Dijo: «mamá». Fue la primera vez después de mucho tiempo que oí de nuevo su voz. Dulce, suave, aguda, casi como la de una niña. Fue tan agradable. Quise abrazarla, pero no pude. Mi cuerpo no me obedecía. Estaba como aletargado. De pronto su rostro se fue haciendo borroso hasta que todo se nubló de un gris oscuro y ya no supe más. Desperté recostada sobre la cama, Mariana me tomó de la mano. Pude sentir su calor. Me contó de las idas al parque, de las palomas picando tu mano. Del periódico al que le había caído caca de pájaro al momento en que lo estabas leyendo y que le dio mucha risa por la cara de fuchi que pusiste. Me dijo que le gusta verte. Te espera tanto como yo desde entonces. También me dijo que ya no me preocupara, que te ve bien. No dejaba de acariciarme la mano. Cerré los ojos y fingí estar dormida, como otras veces, para sentirla cerca. Cuando te fuiste de casa la vi tan triste y desconsolada que le prometí que haría cualquier cosa por mantenerte cerca de nosotras. Lo que fuera con tal de mantener a nuestra familia unida. Ella no se acuerda. Pero yo sí.

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HORTENSIA CARRASCO SANTOS

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ació en 1971, en Acatlán de Osorio, Puebla. Estudió la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la cual ejerció en distintos medios de comunicación impresos como el unomásuno y México Desconocido. Ha publicado los libros Jaulas ocultas (2000); Ciudad como seca hierba, Universidad Autónoma del Estado de México (2001); Poemas del encierro, Versodestierro (2011); La Habitante, Trajín (2011); Quemar el silencio, Crisálida (2015); El libro del mal amor, Verso Destierro (2018). Obtuvo el Premio Interamericano de Poesía Navachiste Jóvenes Creadores (1999); primer lugar en el Torneo de Poesía Adversario en el Cuadrilátero (2010); Premio de Poesía La Maga (2015); mención honorífica en el concurso La Crónica como Antídoto, UNAM (2015); primer lugar del Concurso de Poesía Esos Pecados Suntuosos, Homenaje a Margo Glantz (2016); mención honorífica en el Certamen Internacional de Poesía “Ayotzinapa a tres años. Poesía, Verdad y Justicia”, Universidad Iberoamericana (2017). Sus poemas aparecen en diversas antologías como La mujer rota, Musa de musas, Pájaro de agua, El Chamote, entre otras. Sus autores favoritos son: Saúl Ibargoyen, Roberto López Moreno, Adriana Tafoya, Alma Karla Sandoval, Max Rojas, Gonzalo Martré, entre otros. 73



TOMAR EL TÉ

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n punto de las ocho de la noche tomamos el té, con la ración exacta de tres galletas de nuez para cada una. Después, la tía Isabela nos conduce al dormitorio, cierra la puerta y escuchamos el sonido perturbador de la llave. Denis y yo nos quedamos despiertas, nuestros ojos permanecen fijos en la puerta. Tratamos de escuchar algún movimiento de la tía, el cepillado de dientes, trastos, el ruido de sus pasos. El silencio se acumula y no se escucha ni su respiración. Todas las mañanas la puerta del cuarto se abre. Son las ocho de la mañana en punto. La tía nos conduce al baño y nos da cinco minutos para tomar la ducha, luego nos lleva a su recamara y ahí tiene listos los vestidos que usaremos. Para Denis, elige vestidos blancos con cintas rojas y salpicados de pequeñas flores de color rosa pálido, además, resaltan en el atuendo encajes discretos y finos, zapatos blancos de charol y unas tobilleras también con encaje. En cambio para mí, elige vestidos rojos diseñados con encajes burdos y una sola flor de color negro que resalta el listón de la cintura, me coloca sombreros del mismo color y los zapatos de charol negro no se notan por lo largo del vestido. Nos arregla con tal esmero y por eso creemos que por fin saldremos de compras o tal vez a dar la vuelta por los alrededores de la campiña. En seguida nos damos cuenta que eso no pasará 75


y como de costumbre, nos quedaremos en casa como la única compañía de la tía. Ella no sale de compras, es un misterio cómo logra tener en casa los víveres necesarios para que no falte la comida en la mesa. La casa es pequeña, la mayoría de los muebles son de madera rústica, creemos que sólo la estufa es de metal muy gastado por el tiempo. Mantiene el hogar ordenado y sin la necedad del polvo. En el desayuno tiene la costumbre de servir la leche con el suficiente cuidado, detesta derramarla fuera de las tazas y la pone de malas si llega a suceder. Acerca las tostadas y la mermelada. Esas jaleas son diferentes cada día de la semana, ella las prepara con cuanta fruta se pueda convertir en confitura. En los huevos casi no hay variedad, por lo regular son tibios y a veces revueltos con jamón. Denis come en silencio. A mí me dan ganas de hablar, de hacerle preguntas a la tía y me abstengo porque la última vez que Denis lo intentó, la tía la tomó del brazo y la condujo al baño y le lavó la boca con jabón casi hasta la asfixia. La tía es la que habla. Nos dice que si miramos por las ventanas lo único que encontraremos es niebla sobre árboles y pasto porque siempre llueve por las noches; que los gatos no la dejan dormir, que le molesta el alboroto de la gente que vive en la granja vecina y las vacas y los cerdos y los borregos y las gallinas. Al terminar el desayuno nos trasladamos a la sala. Los sillones son de madera con cojines de color azul rey, sobre la mesa de centro hay un florero de cristal con flores artificiales, ella dice que las flores naturales dejan un olor en el agua como de muerte. Tiene una consola y ahí pone un disco de música de vals. Lo escucha por largo tiempo mientras sus ojos cafés brillan de nuevo ante la felicidad que le provocan las notas. Su rostro recupera el apiñonado que tenía en sus fotografías, sobre todo en la 76


que cuelga de la pared de la sala. Cuando se fastidia se levanta y quita el disco un poco enojada, parece que de repente se le mete un mal recuerdo a la cabeza. El ruido en la cocina indica que la tía prepara la comida que nos servirá a las dos en punto, lo sabemos porque en el comedor, adosado a la pared, hay un reloj donde la tía casi siempre observa pasar los minutos, su mirada se pierde en el segundero, como si viajara montada en él y quisiera que aquel caballo del tiempo se la llevara lejos. La tía va por nosotras a la sala y nos sentamos, sobre la mesa coloca mantelitos impecables y enseguida nos sirve la sopa, después pollo asado con puré de papa y de postre gelatina de limón. Eso es lo que comemos desde hace muchos años. Nos da agua simple y nos explica que el agua de fruta no es buena para nosotras, en cambio para ella nunca falta la limonada. Durante la comida nos repite que Denis y yo somos hermanas aunque tengamos la misma edad. Yo no sé si me parezco a Denis, le tengo un poco de envidia porque su cabello es ensortijado y rubio, las pecas en sus mejillas realzan su ternura y sus ojos verdes sobresalen a pesar de lo espeso de sus pestañas. Yo tengo el cabello lacio y castaño oscuro, no tengo pecas y mi rostro es pálido, tengo los ojos cafés como los de la tía Isabela. A las 8 en punto nos sirve el té y las galletas. Al terminar nos conduce al dormitorio. Se nos hizo extraño que no hablara durante la merienda. Vimos cómo le salía agua por los ojos, a nosotras nunca nos ha pasado. La tía apaga la luz y nosotras nos quedamos mirando de nuevo hacia la puerta. Hoy la tía no abrió la habitación, creemos que nos tiene castigadas. Anoche, por primera vez sí percibimos su respiración, agitada como la cabalgata del reloj, desesperada como la lluvia que castiga las ventanas, como si la tía quisiera traspasar con su aliento nuestra puerta. Luego silencio. 77


No hubo ducha ni vestidos rojos y blancos, ni la leche servida con sumo cuidado, tampoco huevos tibios ni el olor de la mermelada impregnando la casa. No hubo pollo asado ni música de vals. Sólo el reloj sobre la pared trotando las horas, desbocado a las 8 en punto y en el comedor ni té ni galletas. Creemos que ya es otro día. Se escuchan gritos y llanto, sabemos de esa palabra porque la tía nos comentó el día que le salió agua por los ojos que así lloraba una hija que tuvo. Otra vez el silencio. Denis y yo no quitamos la mirada de la puerta. El ruido perturbador de la llave se escuchó y al fin llegaron por nosotras. Alguien nos tomó con delicadeza y nos llevó a otra casa. La de la tía Isabela quedó atrás, ahora el polvo necio establecería su rutina, a sus anchas reinando junto con la soledad y el herrumbre. Unas niñas abrieron las cajas donde nos guardaron. A Denis se la llevó una chiquilla regordeta y no la volví a ver. A mí, una pequeña con rostro parecido al de la tía Isabela, me agarró del cabello y me llevó a un jardín donde había una mesa y sillas de juguete, me sentó y me invitó a tomar el té.

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LUIS FERNANDO CRUZ FUENTES

N

ació en la Ciudad de México en 1996. Estudió Geografía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es miembro del comité editorial de la revista estudiantil de investigaciones en Geografía Espacio, donde ha publicado un artículo: El volcán Ajusco y la clasificación de sus paisajes. Amante de las palabras y del olor de las páginas viejas, sus escritores favoritos son Julio Cortázar y Carlos Ruiz Zafón. Actualmente escribe su tesis de licenciatura sobre paisaje y una novela donde se mezcla la Geografía y la distopía de un futuro que ya nos alcanzó. 79



LAS OVEJAS

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eñor, hoy amaneció muy frío, hasta el pasto se veía congelado, al rato de seguro que se quema por el sol que arrecia aunque sea diciembre; ay Señor, en este pueblo tan olvidado de todos, hasta del tiempo, ¿será que se le olvida venir o será que deja de correr?, creo que por eso las hijas de mi esposo vienen de la ciudad a descansar del ruido y vienen a descansar del tiempo, allá no se olvida de ellas, allá las quiere y les da dinero, yo no sé por qué si tienen tanto dejan que su papá viva con tantas carencias, bueno, sí le traen sus pesitos, no digo que no, pero siempre vivimos al día, con lo justo y la verdad si me da coraje que vengan en sus camionetas y con sus ropas caras a la casa que hicieron en el terreno que le regatearon a mi hermano, me da coraje que le dejen lo justo a mi Juan, bueno le dejaban, mi Juan ya se nos fue y sus hijas ni para creerle fueron buenas con él, nadie en el pueblo fue bueno con él, al final nadie le hizo caso cuando les dijo lo del compadre Pancho, pero a ver, ¿en dónde anda ese cabrón entonces?, ay mi Juan ya tenías tus canas, me sorprende que siendo tan huevón y tan borracho construyeras tan bien ese corral, míralo ya tiene 20 años y no se cae, me acuerdo de las ramitas que te junté para hacerlo, fue por estas fechas, me acuerdo por el pasto quemado y por el Tofico, yo lo tuve que enterrar en el jardín, tú andabas con el corral y la Mari estaba muy triste por su gato, me acuerdo cómo destapé el tambo y ahí estaba flotando 81


todo tieso abajo de la capa de hielo que se le hizo al agua y por eso me acuerdo, me acuerdo de cómo no teníamos martillo nomás mecate y alambre y así lo empezaste y luego la comadre Tita nos prestó a escondidas el martillo del compadre Mario y unos clavos y quedó todo remendado pero no se cayó y ya van 20 años, me acuerdo que lo hiciste por las ovejas que nos regaló tu hermano, todavía me acuerdo de las ovejas que teníamos la semana pasada, bien chulas y lo feo que se murieron todas deshechas ahí en el pastito, todo rojo y apestoso y las otras pobrecitas nomas viéndonos como para que las ayudáramos, me acuerdo cómo revisamos que el corral estuviera cerrado aunque sabíamos que los coyotes no bajaban tanto al pueblo, me acuerdo cómo fuiste por tu escuadrita, tu ángel de la guarda, decías, la que te había dejado tu mamá, lo único que te dejó la mujer más cabrona con todos los hombres menos contigo, a mi como que no me quería pero no me decía nada, me acuerdo cómo nos escondimos y cómo ya bien noche, cuando se enfrió el aire y me temblaba todo el cuerpo llegó el compadre Pancho, como encorvado, agitado, veía para todos lados el maldito, cuidándose, vimos cómo abrió el corral y se metió, cómo se revolcó en el piso como los perros se revuelcan donde hay otro perro muerto y cómo se levantó con forma de coyote, en cuatro patas con pelo negro y orejas levantadas con ojos que brillaban en la noche y con colmillos bien grandes y bien filosos y cómo le mordió el cuello a otra ovejita y se la empezó a comer, me acuerdo que yo tenía rete harto miedo y te agarré fuerte para que no fueras y me empujaste y fuiste y le disparaste y me acuerdo cómo antes del disparo se escuchó que el compadre te dijo bien clarito "no" y luego chilló como coyote y no se moría de un balazo y le diste otros dos hasta que ya no hizo ruido, ay mi Juan y cómo nadie nos creyó, ni tus hijas y luego los del pueblo fueron a matar al cerro a los coyotes, cuídame de 82


los coyotes Juan, Diosito cuídame de los coyotes que ya les tengo mucho miedo, ya no sé si son gente o animales, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

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VÍCTOR ANDRÉS CRUZ PÉREZ

E

studió la carrera de Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y ha participado en diversos talleres de Creación Literaria y múltiples diplomados sobre educación. Fue Promotor de Fomento a la Lectura por parte de la SEP y profesor de educación media superior en las asignaturas de Historia, Español, Comprensión de Lectura, Literatura, Historia del Arte y Comunicación. Ha publicado dos libros: La pelusa en el ombligo (2013); La luna en la oscuridad (2014) y varios cuentos, poemas y ensayos en diferentes tipos de publicaciones, tales como la Jornada Semanal, Revista Asimov de Ciencia Ficción, y diversas revistas virtuales. Participa en diferentes programas de Radio tales como FilmoSofía, CoolTVrama, Filosofando y CosmoCentrismos, trasmitidos por Radio GEA. Además, escribe semanalmente un artículo para la revista virtual RADIO GEA INFORMA… Sus actividades favoritas son la Música, el Cine y la Literatura, pues no sólo es amante del Rock, es también un bibliófilo curioso, enfermo de las películas y la literatura clásica. 85



ALTER HADES, POST HADES

S

ostengo en mi comedia una verdad elemental y por lo tanto frágil, el día es tan oscuro como la noche y también te pierde. La luz te ciega tanto como la sombra, las pasiones te abrazan y te acarician con manos seductoras, regurgitan alegría y te la colocan con su trémula boca tiernamente en la tuya; Te entregan una falsa felicidad sin advertirte que son tus propios miembros los que te alimentan, te haces dependiente y en ese momento las pasiones te tragan y te escupen, se comen tu razón, se comen tus ojos y perversamente te van alejando de tus sueños. El deseo es un monstruo que se sienta en tu voluntad para desviar todos tus sentidos y abandonarte en un camino indeseable y por completo desconocido. Cualquier pasión te ataca como una feroz Gorgona, te ofrece mustiamente su calor y mimando tus manos, es con ellas con las que te desfigura y al último y precipitado momento te humilla y te suelta en las puertas del infierno, de tu propio infierno. Así llegamos a la ciudad del llanto; al profundo dolor; abandonamos rápidamente toda esperanza y nos integramos a la raza condenada con la gente que ha perdido el bien de la inteligencia. No sé cuándo comencé pero mi moral se fue descomponiendo, lentamente y sin detenerse, hasta que el aroma que yo despedía se tornó insoportable, esta situación me avergonzó y me sumió en un estado agudo de melancolía, para soportar el 87


dolor me dediqué por completo al estudio de la filosofía, deseaba curarme de esta lepra con baños diarios de cordura, un régimen estricto y constante que duró exactamente treinta y tres meses. Mis amigos me brindaron todos los libros que yo requería. Puse en mis palmas muchos y buenos títulos: Las epístolas morales de Seneca, Las meditaciones de Marco Aurelio, Caracteres del estagirita Teofrasto, gran amigo de Epicuro, un monumento compuesto por treinta capítulos dedicados a los vicios y defectos humanos; Las comedias de Meandro, discípulo del anterior, quien se inspiró en los temas que trata el libro de los Caracteres para darle vida a cada uno de sus personajes; Los discursos de Demóstenes y volví a leer por completo al maestro de los que son sabios, La política, La retórica, La ética y también todos Los diálogos de su maestro Platón. Aunque fue precisamente el más cercano de mis amigos, Guido Cavalcanti, quien me proporcionó el mejor de ellos, de todos los libros que había yo leído hasta ese momento era el más humilde, gramaticalmente hablando, pero el más profundo en sus ideas, por título tenía escrito en su portada “Alter Hades, Post Hades” y sorprendentemente estaba firmado por Sócrates como autor. Este manuscrito fue el que me salvó, el que me guio y le dio nuevo sentido a mi vida, fue el que me despertó de mi letargo, me descubrió el infierno en el que me encontraba atrapado y me obligó a avanzar, a cruzarlo para poder salir de él. Se han cantado mil veces las osadías valientes de quienes han bajado al infierno; Ulises, rey de Ítaca, quien contra su voluntad fue obligado a ir a pelear junto con todos los Aqueos a una de las más injustas guerras, abandonando por esta razón estúpidamente a su familia y a su pueblo; al aniquilar a los troyanos por medio de todas sus argucias y mentiras sintió su conciencia vacía y su moral deshecha, después de vagar por veinte años arrastrando sus errores se dio cuenta que había perdido su destino. Obligado a detenerse, bajó a su abismo para observarlo, interpretarlo 88


y al final retomar algún camino. Unos bajan perdidos por sus vicios y otros bajan evaluando sus virtudes. Unos cruzan el Tártaro por amor y otros por odio, algunos lo cruzan por vanidad y los más desafortunados por fatalidad. Orfeo sintió la imperiosa necesidad de bajar hasta lo más profundo del infierno por amor a su amada Eurídice, para rescatarla, pero esta no le permitió la liberación, porque cada quien debe salir de su propio averno, así como Pólux lo hizo por cariño a su hermano y Psique bajó por un vaso de agua del lago Estigio como un arrebato amoroso que sentía por Cupido; lo intentó Teseo y Sísifo, lo hizo también Hércules, pero solamente Hermes el tres veces poderoso tenía permiso de entrar y salir cual si fuera su casa y para mostrarle al mundo que la esperanza existe. Todos esos mitos son metáforas de una verdad, la nuestra; cada uno de nosotros baja alguna vez al infierno, casi siempre a la mitad de nuestra vida, como Jesús el Cristo a los treinta y tres años, justo cuando hemos acumulado suficientes pecados, en el momento agudo donde más duele la culpa, cuando tenemos la conciencia abierta en canal y la vergüenza nos duele como en carne viva, cuando las derrotas son insoportables, cuando sentimos el primer cansancio de la vida. Cuando queremos hacer un inventario de logros y descubrimos que nos encontramos llenos de vacío. Es cuando bajamos, golpeados y humillados, descendemos para encontrarnos, para conocer nuestro verdadero rostro y descubrir, ¿qué somos?, para analizar con preocupación, ¿qué hemos hecho? y ¿qué senderos bifurcados nos perdieron?, dejando abandonada nuestra existencia en las fauces del Can Cerbero. Algún motivo nos abre la puerta del Hades, se abre con una acción, a veces con la fuerza tenue de un pensamiento. Cuando es una acción interna de nuestro ser, definitivamente es la moral quien nos empuja, pero cuando el impulso es externo, no es otra cosa que la contrafuerza, la reacción de nuestra propia injusticia 89


la que nos abisma. Nos vemos obligados a descender a sus órbitas más tenebrosas. El Hombre es malo, es egoísta y si lo niega además es un necio; pero ante ese despotismo ególatra siempre se subordina la conciencia y es ella quien nos despierta, imperativamente nos grita que la maldad al igual que el averno gira en torno a un eje que nunca dejará de ser circular, naturalmente interminable y reiterativo pero sobre todo, insoportable. Cuando alcanzamos la cima de nuestra vida, toda la perspectiva que observamos es hacia abajo, esta situación nos exige una cosa, decidir cómo vamos a descender, la mitad de la vida nos costó subir, la otra mitad nos costará bajar y esto nos crea muchos conflictos; por ejemplo, si hemos llegado solos, nos aterra terminar en la misma situación, si logramos acompañarnos de alguien en el camino y es el correcto, si formamos dignamente una familia, nos preocupa arrastrarla si caemos o tropezamos en la bajada. La vida es una constante de decisiones, una tras de otra sin cesar, sin tomar aliento siquiera, y tal vez es por eso que equivocamos la mayoría, en el momento cumbre cualquier decisión es más peligrosa, más significativa. Todos llegamos a la mitad de nuestra vida por equivocación y equivocados miramos atrás y nos damos cuenta que la felicidad es una errónea apreciación ya que solamente se da por momentos, no es constante, tal vez son lapsus de irracionalidad. Es desestimulante darnos cuenta que las decisiones acertadas no existen, cuando parece ser que actuamos con tino sólo se trata de una interpretación apresurada, tenemos que esperar la fuerza de reacción, las consecuencias, el costo, para poder juzgar mejor, al final todo es tortura, como seres pensantes aplicamos actitud y nos sobreponemos a la adversidad, pero de cualquier forma le vamos agarrando miedo a las decisiones, esto se convierte en un callejón estrecho cada vez más agudo y que parece terminar en una constante infinita; al ser 90


humano se le presentan dos opciones, adherirse completamente y para siempre al mal o soportar estoicamente la desdicha... ...en ese momento ya nos encontramos en el Hades y es precisamente cuando el manuscrito de Sócrates toma sentido, no es sino una guía para poder salir de allí. El “Alter Hades, Post Hades” no simplemente se lee, se coteja con la vida misma, se tiene que reescribir por la persona que lo tiene en su poder con su experiencia y su sangre. Para salir hay que avanzar, no hay que detenerse sino solamente para descansar y seguir avanzando, llegar al final de nuestro propio infierno, sobreponernos y entrar a un nuevo círculo del otro infierno, el del eterno conocimiento y la búsqueda de la verdad inexistente. Cito textualmente un fragmento del libro que tengo ahora en mis manos: El camino hacia la inocencia, hacia la búsqueda de la verdad, la reintegración al todo, el sendero que nos devuelve a la felicidad perdida, no es nunca de regreso, es forzosamente hacia adelante, hay que tener valor y terminar el periplo para llegar nuevamente al comienzo, a un nuevo comienzo.

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XIMENA CRUZ RODRÍGUEZ

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studió en la Facultad de Filosofía y Letras la carrera de Filosofía (UNAM). Actualmente cursa la licenciatura en Lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y se encuentra apoyando como tallerista trans en el área de Diversidad Sexual y Funcional por parte de la SECTEI en el programa PILARES de la Ciudad de México. Ha participado en diversos coloquios sobre filosofía y lenguaje. Este año ha publicado un cuento en la Antología de relatos eróticos de la editorial española Hechizo Editorial, titulado “La lucha con la quimera”. 93



LA NOCHE PERPETUA A mi eterno Salvador, dondequiera que estés.

H

e trascendido esas noches en que nos alejamos y aquellas veces que estuvimos alejados sin poder hablar. Pienso en la coherencia de mi pasado contigo; no obstante, me percato que hablar no evita que diga cosas sin sentido, y que nunca termino de decir lo que quiero decir y que aquello que dije nunca llena los vacíos de lo que pensaba decirte. Los límites de mi lenguaje son el fracaso de mi propio pensamiento. Puedo pronunciar letra por letra palabras completas, pero nunca se me vienen a la mente en el momento exacto frente a ti. Las noches que dormí esperando que te presentaras en un sueño junto a mí; ¿por qué nunca pasó?, ¿por qué tu mano acariciándome nunca más regresó?, ¿por qué mis horribles pesadillas vuelven con formas monstruosas? El miedo de no poder respirar ni despertar se apoderan de mi conciencia. Pero el dormir es tan agradable, que el despertar es el inicio de la verdadera tortura. Estoy aquí; te tengo enfrente y me convenzo de que puedo decirte lo que quiera. Sin embargo, espero ver qué haré conmigo y mis decisiones. Aguardo en este umbral de indecisión esperando que el sueño, el hambre y los químicos te mareen y debiliten, para que puedas olvidar lo que intenté decirte en relativa calma. Me pides un beso y no te lo quiero dar, te veo más extraño de lo que ya me parecías. Y la verdad, todo es confuso después de un año de no verte. 95


Te veo dormir. Te observo intrigada por el contenido de tus sueños. ¿Cómo puedes ir a la cama pensando que mañana estarás despierto de nuevo?, ¿es tanta la seguridad que tu arrogancia te brinda en la vida que te sostienes en la creencia de despertar una y otra vez por siempre? Una vez más podría alejarme de ti. Es el momento perfecto. Dejarte en este hotel, y que despiertes y que no me encuentres a tu lado. Pero quizás no te haga gran daño. Al final, yo soy la que me hago daño cada vez que te veo. Antes tenía miedo de ser dominada de nuevo por la fuerza oscura de tus palabras. Ahora, después de muchos días y noches, me he dado cuenta que la composición de tu esencia inefable —de aquello de lo que se constituye tu verdadera personalidad— es el caos de una presencia que nunca se opone a nada. Eres demasiado nihilista para soportar el peso de la vida. No usas esa fuerza vital que imprimes al soportar el aturdimiento del alcohol y todas las demás drogas en tu organismo. Después de todas tus pérdidas y tus sueños, ¿por qué abandonas a las que te aman?, ¿qué buscas pequeño niño con ojos de gato perdido en la oscuridad de las calles?, ¿no has encontrado el camino a casa donde te han esperado por siempre las manos que jamás te lastimarían? Al contrario, en el camino que tomas hacia tu refugio escondido en el parque hay jardines vacíos de almas, pero llenos de flores silvestres y blanquecinas, húmedas por el rocío de la madrugada, algunas bancas metálicas frías y noches en penumbra que velas tocando las yemas de tus dedos de la mano derecha, las cuales chocas continuamente con las puntas de tus uñas descuidadas y desaseadas de tu mano izquierda, acariciándose entre sí con sobrada ansiedad, esperando una venerable salida a este inframundo que han creado tus pensamientos apresados en tu interior, acarreándote a las acciones tercas y egoístas que tú ya conoces, situaciones que transitan como una película en movimiento, mientras los químicos afectan tu organismo y tu juicio. 96


Desconfío de aquellas criaturas mitológicas y noctívagas que deambulan sus propias pisadas caminando en círculo, perdidas en su propia ceguera sin intuición. Es en este momento que, bajo las sábanas, se esconde tu cuerpo tibio ajeno a mi pensamiento. Me siento en el borde opuesto de la cama, sin mover demasiado el colchón evitando con todas mis fuerzas que te despiertes. Tomo mi bolso negro, bajo las escaleras sintiendo el peso de mis pasos en el sonido de mis pisadas, mirando cada vez mi rostro en los espejos que rodean lo que parece que era antes un edificio de departamentos ahora vuelto un hotel de paso. Al doblar en la esquina, camino unas calles imaginado lo que pensarás cuando al dejarte ahí, despiertes y te encuentres solo, únicamente cubierta tu piel por la luz de un nuevo día que atravesará las cortinas. Pero yo me opongo, porque no considero que ése sea suficiente castigo y más extraño, dudo que lo merezcas. Creo que no has sufrido nada de lo que yo he sufrido en todo este tiempo sin verte. En una esquina sola de un parque llamado “de la soledad” (maldita ironía), me senté a reflexionar sobre mi indecisión y el no querer enfrentar la posibilidad de explicarte mis razones para no seguir hablándote, el porqué me alejé de ti. Podría enumerarte esa vez en la que me dejaste sola mientras te ibas con tus amigos, aquella otra que después de un mes de haberte conocido no supe de ti, ¿era tan difícil decir que no querías estar conmigo? Odio parecer débil y el que creas que no podría afrontar un simple rechazo tuyo. Probablemente en mi azarosa conciencia deseaba terminar para siempre esa relación, y sólo buscaba un pretexto. Y sucedió que esa semana, después de haber escuchado que tu amiga me decía que me aferraba a ti, decidí abandonar el cuarto que rentábamos. Al salir de esa relación supuse que recobraría algo de mi patética dignidad. El sol ha surgido entre los edificios de cristal y acero calentando el concreto. Regresé contigo. Es mejor así. Cesar de las hui97


das de tu presencia para platicar y afrontarte. Siento que ya no temo a los ojos que me han perseguido desde hace dos años. Sólo te digo que me voy. Pero te sientes seguro a mi lado y el verme te alivia del abandono y eso me hace dudar de mi elección. Tal vez, creíste que estábamos iniciando, otra especie de relación como el primer día. Y no. No te quiero dejar sin haber platicado antes. En la cama, bajo la hipócrita tibieza que le das con tu cuerpo a las sábanas, frente a frente, bajo el sonido de las bocinas de los comerciantes en la calle, te cuestiono si el ruido no te molesta y el cómo puedes dormir con tanto ruido. Salimos y caminamos hacia el metro y espero en cualquier momento dejarte para que sigas fluyendo entre los semblantes semiocultos de los cubrebocas de los demás. Los minutos se suceden sin poder invocar la fórmula lingüística correcta en mi idioma para dejarte ahí y olvidar esta noche como las demás. Entramos al metro y tengo miedo de decir que me quiero ir, que ya no quiero estar ahí, que quiero estar sola y pensar en mí. Y al llegar al Metro Balderas debo bajar y para no sentir ese vacío que no ubico en ningún lugar, te invito a desayunar algo. Estás tan delgado y demacrado. Y al no oponerte a mi invitación, supongo que te sientes un títere de nuevo. Hay una sombra nueva en tu mirada que no tenías y el brillo de tus grandes ojos se ha esfumado. Pero es muy pronto para dejarnos. Sentados en el parque de la Ciudadela platicamos nerviosamente, entre los recuerdos lejanos, mientras fumamos un cigarro y te escucho decir: “hay que regresar”. Me da risa. Una risa nerviosa por el cinismo de esa frase. Es raro, después de un año de no verte escuchar la resonancia en el aire de esa frase hueca. Y en este parque mi incomprensión aumenta, porque emito frases inconexas. Tu presencia me relaja y haberme alejado de ti, fue lo más valiente y humano que me ha ocurrido en mi vida. La fe y el saber me prepararon ante ese salto a la nada, ese enfrentamiento a la muerte, el desgarramiento del espíritu, la desventura de la conciencia frente al Otro. Ahora te escucho. 98


En tus ojos conmovidos observo las fases lunares que te salvan de tu demonio interno. El hombre que ofrendó la mitad de su fruto al mundo para hacerte brotar de la tierra y la mitad que tu diste a la tierra para multiplicarse, se han desvanecido entre las sombras a lo largo de un ciclo solar. Desde el amanecer hasta el crepúsculo, las estaciones terrestres se repitieron y el invierno secó tu horizonte. Has perdido un padre y una hija. En mi mente me cuestiono: ¿hay una adoración de los reyes a un inocente que muere cuando aún no ha nacido?, ¿qué fue de la dispersión de las células que pudieron unirse sin siquiera haber sentido esta brisa fresca en un parque del centro de la ciudad?, ¿el ángel tocó la mejilla no nata de la niña que no deseabas? Sin más, el deseo materializado carne, ha devenido cenizas. ¿De qué extraña materia está hecho tu cuerpo que no percibe la conmoción de las que te aman? Las frágiles redes de los que te han amado no resisten el empuje de la fuerza de tu alma. Has vivido. Te has equivocado, y por lo tanto yo también. El error es el primer principio en la búsqueda del conocimiento humano. Has vivido y por lo tanto has sufrido. En la balanza ante el mundo de los que han partido probablemente el dolor de tu corazón es más grande que el mío. En medio de este mercado de juguetes que improvisadamente se instaló desde que llegamos, aparecen ardillas trepando y comiendo de las galletas que las personas les ofrecen. Te observo. Las palabras y su fina sintaxis en el coro de nuestras voces han sido catarsis para mi espíritu. Guardas la melancolía del mar y la arena en las plantas de tus suaves pies. Ante mis ojos, imagino los animales marinos muertos y sus cuerpos gelatinosos que se resacan a medida que el sol propicia su descomposición. Las tardes soleadas frente al mar de Veracruz, son la promesa que sellan la posibilidad de regresar algún día a ti. Nuestro sueño por acudir al mar sella el final de nuestra despedida y prometes hablarme el miércoles. 99


Adentro, mientras el metrobús transita sobre cientos de edificios, cierro mis ojos cansados recordando que el miércoles me llamarás. Un presagio me incita a revisar mi celular. Tengo diez llamadas perdidas. Me olvido de todo lo que he vivido hoy a tu lado. Hipnotizada por mi propio reflejo, me atengo a la idea de que nunca llegaremos a ver el mar. Mi casa, mi gato, mi pareja, la escuela, mi trabajo, todo me detiene. La vida nos ha trastornado y en los sueños infinitos de mis noches eternas ya no te espero nunca más.

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RICARDO CUÉLLAR SANTÍN

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ació en Tlalnepantla, Estado de México, hace muchos años ya. Ha estudiado algunos semestres Físico-Matemáticas e Ingeniería Mecánica (IPN y UNAM), algunos otros pintura (La Esmeralda), además de seis años música (ENM, UNAM), y Filosofía (UAM). Asimismo, una maestría en Edición (Caniem-UdeG); Inglés (70%), Alemán (50%) y Francés (40%). Ha sido editor durante trece años en Editorial Quinto Sol, uno en la Revista Club de Corredores y colaborador externo (freelance) durante once años, exclusivamente para Editorial Trillas. También publicado dos libros de cuentos: Puros cuentos y Catador de sueños (este último en coautoría con varios otros cuentistas). Una novela, Sobre papel de estraza; y otro más, Saber correr, que consta de 157 temas de interés general para corredores. Además de una serie de artículos en la Revista Club de Corredores. Actualmente tiene un par novelas terminadas (y dos más muy avanzadas) y varios cuentos, listos para futuras publicaciones. 101



ESENCIA ANIMAL

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esde su interior, una cierta sensación le hizo ver que si seguía con lo que se hubiera propuesto, lo lamentaría por el resto de su vida. Pero algo mucho más fuerte lo empujaba a continuar, más que cualquier razonamiento o peligro que pudiera correr. Pretendía entrar a hurtadillas a esa casa enorme hasta localizar a aquella mujer, imposible apartar de su mente, sin aquilatar la magnitud del riesgo que corría. Caminaba hacia un centro comercial cuando se la topó de frente. Ella salía con un acompañante de uno de los cafés más elegantes de la plaza. Hasta entonces, no sabía lo que le había llamado la atención. Era muy guapa. Pero como ella las había muchas en el pueblo, que se preciaba de tener a las mujeres más hermosas de la región. Quizá pudo haber sido su sonrisa o incluso una cierta sensualidad a la hora de caminar. O mejor, el aroma casi imperceptible que desprendía. Y no era precisamente el perfume que llevaba, sino su olor mismo de mujer. Sin ser algo consciente, no le fue difícil separar, como si poseyera dotes de alquimista, ese olor, su olor, del de los demás, como suelen hacerlo los machos en celo de algunas especies animales, aun a largas distancias de su hembra. Pero también parecía como si, muy a propósito, el aroma hubiera sido especialmen103


te desprendido por ella para él cuando las miradas entre ambos se cruzaron. Él apenas acababa de cumplir los 17, pero ya para entonces su porte era varonil y apuesto. La mujer, si no erraba el cálculo, no tendría más de 23, aunque su elegancia y seguridad la hacían ver mucho más madura que el resto de las mujeres de su edad. Algo que a veces se obtiene con el matrimonio: “Debe estar casada”, conjeturó. Como una reacción instintiva, en especial la de un macho dispuesto a conquistar a la hembra deseada, con una rapidez asombrosa ideó un plan para saber lo más posible acerca de ella: la siguió. Al llegar a la siguiente calle, la mujer se subió a un auto lujoso que la esperaba. Sin reparar en las consecuencias, él robó una bicicleta que se encontró a su paso, sobre la cual siguió al auto a lo largo de un par de kilómetros, hacia las afueras del pueblo, pedaleando al límite de sus posibilidades para no perderle la pista. Mientras iba tras ella, le parecía seguir percibiendo ese aroma que no le permitía pensar en otra cosa que en aquello que se hubiera propuesto llevar a cabo. A punto de perder de vista el vehículo, alcanzó a vislumbrar cómo daba vuelta a la derecha, sobre una avenida dividida por un camellón, poco transitada, y en cuyo final estaba la enorme casa que alguna vez le hubiera llamado la atención. Aunque tenía poco de haber llegado a vivir al pueblo, era imposible haber transitado por el lugar sin reparar en aquella elegante construcción. Hasta el incidente de ese día, podría decirse que su vida había transcurrido de una forma normal, como la de cualquier joven de su edad. Y, por lo que a él respectaba, incluso su sexualidad había sido más o menos igual a la de los demás. 104


Sin embargo, parecía como si aquel aroma hubiera despertado en él algo que probablemente habría tenido dormido dentro. Aquel simple olor logró excitarlo de una manera diferente a como lo hubiera hecho alguna otra mujer anteriormente, revista, película erótica o pornográfica o simplemente él mismo con sus propios medios. Parecía como si esa mujer fuera capaz de despertar no sólo la propia sensualidad de cada una de las células de su cuerpo, sino inclusive su mente, y perturbar su forma de pensar, de sentir e, incluso, de percibir la vida. Ahora deseaba algo tan desesperadamente como nunca antes, y que definitivamente y sin saber por qué o cómo lo había trastornado. Una vez fuera de la casa se acercó sigilosamente para no ser visto. La noche comenzaba, tímida, a oscurecerlo todo. La mansión estaba cercada por completo. Por el frente con una barda de alrededor de metro y medio sobre la cual había una reja de barrotes gruesos que se alzaban a casi tres metros del suelo. Por los costados y la parte trasera por una barda de tabique de esa misma altura. La puerta frontal era de metal con adornos muy vistosos en un estilo art nouveu de buen gusto. Escondido, esperó paciente a que la noche pudiera aliarse con su deseo y con sus sombras. El aroma seguía llegándole, aunque cada vez más y más tenue, por lo que también fue mitigándose en él la excitación tan irrefrenable, hasta permitir que la razón volviera a imperar sobre sus desbordados deseos. Por eso, una vez que pudo pensar mejor, cayó en la cuenta de que lo que pretendía era poco menos que una locura. A punto de marcharse del lugar, una luz se encendió dentro de la casa y otra más cerca de él. De nuevo pudo ver sin dificultad el jardín que separaba la barda de la casa. Esperó. Más tarde, la mujer salió de dentro y comenzó a caminar como si a propósito quisiera dirigirse hasta donde él se encontraba. Llevaba unas tijeras en una de las manos, ambas enguan105


tadas. Él se puso nervioso y estuvo a punto de echarse a correr pero, prudente, esperó, mientras que sigilosamente se agachaba lo más posible hasta casi quedar recostado sobre la acera para evitar ser visto, aun cuando su instinto le decía que la mujer sabía que se encontraba allí, al acecho. El aroma, ahora ya tan conocido y familiar, comenzó a llegarle nuevamente, pero de una forma mucho más intensa, clara y fuerte que antes. La mujer se había bañado y con eso parecía haber creado la posibilidad de que su olor fuera capaz de correr libremente y sin mezclarse con algún otro. Y pronto volvió a sentir la necesidad de estar junto a ella. La mujer se acercó hasta casi un par de metros de él, cortó algunas flores del jardín para llevar a su casa, esperó algunos instantes hasta estar segura de haber logrado lo que se hubiera propuesto y luego entró de nuevo. En él, la razón una vez más desapareció por completo. Decidido, saltó la cerca sin mucha dificultad y, precavido, se acercó hasta el borde de la ventana, ligeramente abierta por donde, calculó, podría entrar sin problema. Su imaginación se fue adelantando a los hechos y se vio acercándose a la mujer, extasiarse con su olor y luego poseerla como un macho bramante en celo. Nada más que un ruido lo distrajo, y también el olor fuerte de dos animales que se habían dado cuenta de su presencia e iban en su búsqueda. Un enorme Rottweiler y un feroz Pastor alemán corrían hacia donde estaba. Al percibirlos, por instinto, trató de huir hacia la barda más cercana, calculó que podría apoyarse sobre una de las ramas de un árbol para luego saltar, sujetarse del contorno de la barda y caer del otro lado sin ningún problema. No sintió miedo, sólo la adrenalina que lo ayudaba a ponerse a salvo. Pero la rama en la que se apoyó no soportó su peso, quebrándose estridentemente. Sin un soporte firme, no logró conseguir el impulso necesario para lograr su cometido y 106


únicamente pudo llegar al borde de la barda con una mano, con la cual se quedó colgando. Lo que dio tiempo para que uno de los mastines se abalanzara sobre él, sujetándolo de una pierna, que comenzó a tirar hacia abajo. Su instinto de conservación todavía lo hizo suponer que aun así podría levantar al animal, que seguramente lo soltaría una vez que lograra librar la barda. Pero antes de que pudiera llevar a cabo su plan, el otro perro, con un gran salto, logró darle una tarascada cerca de la nalga y un tirón hacia abajo que terminaron por derribarlo al suelo. Trató de defenderse, pero los perros no dejaban de morderlo por todo el cuerpo. De haber percibido en él un olor humano lo hubieran soltado de inmediato, para eso estaban entrenados, pero el olor que seguía desprendiendo era como el de cualquier animal en celo que provocaba en los mastines una necesidad imperiosa de matar. De una de las esquinas de la casa salió apresurado un mayordomo con un palo en la mano, dando gritos para que los perros se alejaran del lugar. Había notado, sin duda, que atacaban a una persona. Sin embargo, antes de lograr que se retiraran, el pastor alemán clavo sus colmillos justo en la yugular del muchacho; hasta entonces el hombre que corría hacia ellos pudo quitarle los perros de encima. Después, no tardó mucho en imaginarse el fatídico desenlace y, resignado, cerró los ojos. Aun así, tenía una clara conciencia de lo que pasaba a su alrededor. Escuchó unos pasos acercarse a él y no le quedó la menor duda de que se trataba de la mujer. Su aroma seguía siendo inconfundible. Una vez más, a pesar de su estado tan lamentable, volvió a sentir una extraña excitación, parecida a las de las otras veces, que alteró su mente y nubló su razón. Se la imaginó hermosa, dispuesta a recibirlo entre sus brazos en un abrazo desesperado y apasionado, animal. Pero su ra107


zón, en un esfuerzo desesperado por regresarlo a la realidad, le hizo ver que no se había equivocado cuando pensara que si iba tras ella seguro lo lamentaría el resto de su vida. Aunque lo cierto era que el resto de su vida iba a durar solo unos cuantos segundos más.

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JUAN ÁNGEL ESPINOSA NETRO

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ació el 2 de agosto de 1982, en Ciudad Madero, Tamaulipas. Licenciado en Psicología Organizacional. Ha publicado cuentos en las revistas El Recuento del Cuento, El Barco de los Cuentos, ambas circulan en Tampico, así como en La Cigarra, Arte y Cultura, de Ébano San Luis Potosí, y en Revista Literaria Pluma, de Argentina. Ganador del concurso Un relato para compartir, organizado por el Gobierno Municipal de Ciudad Madero, y tercer lugar en el concurso Contigo Aprendí, propuesto por la Secretaría de Cultura de Tampico. Sus influencias literarias son Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, a quienes considera sus primeros maestros. Actualmente trabaja en un libro de cuentos. 109



TODO O NADA Basado en una leyenda

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ebí haber escuchado la advertencia que se me hizo aquella vez. Yo era un niño que acompañaba a su padre. Caminábamos por un sendero, que el pie humano, a fuerza de tanto andar, lo formó con el paso del tiempo. Volvíamos a casa después de haber cortado suficiente leña, de esta manera, no regresaríamos en varios días a las complicadas brechas de la huasteca potosina. Para ahorrarnos tiempo, tomamos un camino alterno, de esta forma llegaríamos antes del atardecer. De repente mi padre se detuvo; como yo estaba distraído choqué contra su espalda. Él ni siquiera me recriminó como en otras ocasiones. Ahí vimos la cueva, un boquete oculto entre la espesa flora. Del interior de la caverna emanaba un brillo inexplicable, y la curiosidad nos tentó a entrar. Nuestros ojos se maravillaron con lo que vieron; era un inmenso tesoro: joyas, monedas, ropa, billetes, armas. Con rapidez mi papá agarró un puñado de aquella riqueza y la guardó en su morral, yo sólo alcancé a quedarme con una moneda. Enseguida se escuchó: ¡TODO O NADA! Por la oscuridad no se alcanzaba a ver a la persona que profirió la frase, pero su voz retumbaba en todo el lugar. Papá ignoró la orden y continuó recogiendo. De nueva cuenta: ¡TODO O NADA! Fue cuando apareció. Todavía recuerdo cómo en aquel momento mi piel se vuelve a erizar y un 111


húmedo frío recorre mi cuerpo. Era un soldado, parecía de la época revolucionaria. El fusil que portaba, las botas desgastadas, el sable que colgada de su cintura, y esa mirada de resignación, delataban su origen. Había visto muchos soldados así en las fotos que me mostraba el abuelo cuando aún vivía. Repitió la consigna. Fue cuando mi viejo comprendió: debía llevarse todo lo que había en la cueva, o nada. Vació la alforja. Con tristeza abandonamos la bodega, y las maravillas que guardaba en su vientre rocoso. Afuera volvimos a escuchar la disyuntiva. Sé que no me queda mucho tiempo; viene a reclamar lo suyo. Pero no lo tengo, lo perdí. Por la noche, mis progenitores planeaban cómo sacar toda la fortuna de la cueva. Se decidió que iríamos los tres, llevaríamos las dos mulas que poseíamos, y también muchos costales. Saldríamos de madrugada. ¡Qué estúpidos! La caverna estaba repleta, jamás lo lograríamos. Al disponerme a dormir, revisé los bolsillos del pantalón, mis dedos acariciaron una figura circular: era la moneda; el soldado debió pasar por alto esta pieza. La guardé de nuevo en el pantalón y me dormí. El día siguiente, antes de partir, escondido de la mirada de mis padres, oculté la moneda cerca del corral. Para no perder el sitio, lo marqué con una piedra. Sonreí. Aquella sonrisa fue la última que dibujé. Anduvimos por el mismo camino del día anterior. El terreno era igual. Los árboles, las rocas, todo en el mismo orden, solo faltaba la cueva. Papá nos obligó a dar varias vueltas, pero no pudimos encontrarla. Nos rendimos al caer la tarde. Estábamos sedientos y con hambre. Molestos, volvimos a casa. La avaricia y el hartazgo de la miseria, me convencieron de no confesarles a ellos acerca de mi tesoro. Lo quería para mí. Ese disco de metal precioso, representaba la escapatoria del mundo que se me había obligado a vivir. Dejé correr algunas semanas mientras orga112


nizaba el viaje de partida. Ahorré los pocos pesos que llegaban, guardé la mejor ropa que tenía, y disimulé la felicidad que me embargaba. La fecha llegaría pronto. Y llegó. Ese día desperté muy temprano, con sigilo me dirigí al lugar señalado. Con alegría pude ver que la roca seguía donde la coloqué. Escarbé. No encontré la moneda. Perforé más profundo. ¡Nada! Rasgué en las cercanías de la piedra. No aparecía. Desesperado, con las manos horadé todo el corral, pero no podía encontrar mi tesoro. Furioso destrocé una gallina; el ruido alertó a mis padres. La voz del viejo despertó la ira. Ni siquiera supe lo que dijo, me abalancé sobre de él con locura. Lo llamé ladrón. Le exigí la moneda, a la par que lo golpeaba de manera brutal. Terminé asfixiándolo. El llanto y las súplicas de mamá lograron sacarme del trance. La sangre en mis puños me acobardó. Entré a la casa, y tomé mis pertenencias. Corrí sin rumbo, perdiéndome en la sierra. Con el trascurrir de los años pude llevar una vida, digamos normal. Conseguí trabajo de cargador en los mercados, renté un cuarto en la planta alta de un edificio vetusto; poco a poco me acostumbré a la vida citadina. Me hice de algunos amigos de no muy buena reputación, pero me servían para no estar solo. Conocí el amor carnal, para el espiritual no tenía tiempo, o mejor dicho, no creía merecerlo. Todos los cambios fueron inútiles, los fantasmas del pasado me habían encontrado. Lentamente, los pecados que cargaba se acercaban a reclamar justicia. El alcohol funcionaba como escapatoria para la ansiedad producida por las voces y las sombras que me acechaban; cuando la bebida no era suficiente, las pastillas ayudaban. En más de una ocasión intenté culminar mi vida, siempre me arrepentía a última hora. Hubiera sido mejor el suicidio, he comprobado que la incertidumbre es la peor de las muertes. Desconozco el destino que tuvo mi madre, es probable que ya no viva. A veces creo distinguir la silueta ensangrentada del 113


viejo, también me parece oír la voz de mamá; lo que no soportó es su llanto, mi corazón se resquebraja nada más al escucharlo. Por la noche, el soldado me acecha, en sueños atormenta mi descanso, y en el día lo veo escondido entre las sombras. Quiere su moneda, pero no la tengo, la perdí. Llegó mi hora. A lo lejos se escucha su prédica. Se acerca. El taconeo de las botas resuena en las escaleras. Mi piel se vuelve a erizar, como aquella vez que lo vi en la cueva. Le grito que no la tengo. La puerta, ¿puse el seguro? Un aire gélido invade el cuarto. Logró entrar. Le imploro que me perdone, era sólo un niño. Lo siento en mi espalda. Me arrodillo y llorando le digo que la perdí. Cerca de mi hombro recita: ¡TODO O NADA! Con un ligero movimiento saca la moneda del bolsillo, y sin que lo vea el soldado, deja caer el disco metálico, mientras en silencio reza para que al tocar el suelo, la moneda no produzca algún ruido que lo delate. Su padre lo toma de la mano y lo arrastra a la salida de la caverna. El chico, emulando a la mujer de Lot, voltea, quiere guardar en su memoria el reluciente brillo del interior de la cueva, como un recordatorio de la aventura que pudo haber vivido.

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ISAAC GASCA MATA

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ació en Puebla, en 1990; licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha presentado sus cuentos en diversos foros a nivel nacional en ciudades como Monterrey, Guadalajara y Tijuana. Como investigador ha participado en foros internacionales, entre los que destaca el Coloquio estudiantil sobre identidades en América Latina, celebrado en la Ciudad de México y Bogotá, Colombia. Algunos de sus textos aparecen en revistas mexicanas como Círculo de poesía, Levadura, Monolito y Punto en línea. En 2016 realizó una estancia en San Antonio, Texas, para compartir estrategias educativas con docentes del área de lenguaje. En 2018 participó en el II Encuentro Latido Latino, región LATAM, de la red global Teach For All, realizado en Lima, Perú. Es autor de los libros Ignacio Padilla; el discurso de los espejos (BUAP, 2016), Tristes ratas solas en una ciudad amarga (UANL , 2019) y El libro de las personas invisibles (Ariadna, 2020). Fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de Puebla, en la disciplina Poesía. Tanto en Nuevo León como en Baja California Sur, laboró en proyectos educativos de renombre internacional. Actualmente estudia la maestría en Literatura Hispanoamericana en la BUAP. Sus autores favoritos son: Yuval Noah Harari, Giovanni Papini, María Luisa Bombal, Brian Azzarello, Espido Freire y David Safier. 115



LA CHICA RARA Por siete días y otras tantas noches viajamos por el aire, y al octavo divisamos un gran país en el aire, como una isla, luminoso, redondo y resplandeciente de luz en abundancia. Luciano de Samosata

RELATOS VERÍDICOS

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oy una chica rara, demasiado flaca y demasiado fea; sin tetas, sin nalgas y sin carne. Hace como un mes se me cayó el cabello; me quedé pelona, con el cráneo liso como una rodilla. Parezco un alien. En la escuela y en la calle me dicen El Alien. Mis papás me apodan Alien, mis ex compañeros de escuela me llaman por teléfono para joderme con su típica broma: “Hola, Alien”. No tengo apetito ni ahora ni antes. No comparto el pan ni la sal. No pruebo bocado en la fiesta de Navidad. No me interesa saborear los repulsivos pastelillos de chocolate con los que mi padre, ese tenaz idiota, intenta alimentarme. Adelgacé 13 kilos en las últimas dos semanas. Mi ropa no se ajusta a mi nueva figura cadavérica. Mi piel se pintó con un matiz blancuzco, como el papel visto a contraluz, y ahora, tal vez para anunciar que el fin está próximo, he perdido ese último vestigio de control que mi cuerpo ejercía sobre mí: adiós menstruación. No me importa que me digan alien, enferma, calaquita mustia, espantapájaros aberrante. Lo que me indigna es que mis antiguas compañeras de colegio se detengan frente a mi casa para intentar descubrir al repulsivo 117


esperpento que, lo saben, las observa detrás de la cortina. Mis padres, preocupados por el lamentable estado de su pequeño alien, a fuerza de ruegos, llanto y finalmente con amenazas y sedantes me trajeron a este hospital para ser tratada urgentemente por una nutrióloga y un loquero. Por supuesto: no accedí. Pero la debilidad en mis brazos y piernas me impidió defenderme cuando, como un tronco muerto, me arrojaron al asiento trasero del automóvil. Yo, su pequeña hija, era una inversión demasiado fuerte como para que mis padres me dejaran morir. Lo primero que vi al engrosar oficialmente las filas de este asilo para desahuciados fue a un viejo calvo, de ojos grandes, tan flaco y repulsivo como yo, que parecía un perro apaleado a punto de expirar. Estaba preparada para ver ronchas de todo tipo: úlceras, descamaciones, cáncer. Y las señalaría sin atisbo de hipocresía, con un mohín de asco y repulsa. Pero el viejo de inmediato llamó mi atención pues sin verme siquiera para comprobar la semejanza de nuestros endebles cuerpos, se apresuró a decir: —A mí también me llaman alien. Entonces di un rápido recorrido visual por la galería y comprobé que eso no era un hospital; era una especie de base militar de investigaciones diversas. —Esto es el área 51, querida. Te atraparon. El viejo observó largamente mis delgados muslos que asomaban sobre mi pequeña bata. Supe que no era una mirada morbosa lo que lo impulsaba a inspeccionarme. Tal vez intentaba identificar alguna pista que insinuara el origen de mi padecimiento. El viejo tosió y deslizó su minúsculo puño por la superficie gris de la pared; solo tenía tres dedos. De pronto con la boca sumamente abierta eructó incontrolables sonidos que me parecieron anormales en un eructo humano. Era quizá un llamado, una alerta pidiendo auxilio. Los militares registraron el sonido con unas grabadoras de alta frecuencia. Después le ordenaron 118


callar. El viejo simpático inmediatamente se ganó mi confianza. Había algo en él que me parecía familiar. Como si lo conociera de mucho tiempo atrás. Fue irreprimible la atracción que sentí hacia él. Era el viejo más extraño que había visto en mis escasos dieciocho años de vida. Lo sentí muy próximo y me prometí que si él me ofrecía una tajada de pan o un grasiento muslo de pollo, a pesar de mi anorexia, lo comería con gusto, sin vomitar. Volvió a eructar, ahora por más tiempo. Comprendí que hacía un llamado. Se incorporó velozmente del sillón que ocupaba, caminó hacia un punto de la bodega y lo vi sonreír. Reí a carcajadas. Sentí felicidad. Un éxtasis que se multiplicó en el tímpano de mis oídos vírgenes. Me dio hambre. Con gusto devoraría un cerdo entero o una pierna del viejo, si me la ofrecía con descuido. Pregunté su nombre. Respondió con la operación del eructo, pero no me dirigió ni una sonrisa. Yo estaba muy excitada. En ese momento podría devorarlo a besos como una caníbal. Pero por pudor e inexperiencia, nunca tuve un novio que manoseara mi horrible cuerpo de niña agónica, me lo impedí. Estuvimos sentados lado a lado durante largas horas que pasamos en silencio. De vez en cuando entraba un militar y nos medía el pulso a ambos, sonreía como idiota y nos sugería coger. Así estuvimos hasta que llegó el amanecer y mi tensión sexual aumentó. Afuera del galerón, en ese momento no lo sabía, estaba escrita con gigantescas letras iluminadas con luces de neón la frase: REPRODUCCIÓN ALIENÍGENA.

II El viejo y yo esperamos, cada vez más juntos, el resultado de unas pruebas de laboratorio. Desde esa mínima distancia, mientras los militares nos observaban a través de gruesos cristales a prue119


ba de balas, noté que al viejo le faltaban los dientes. Tal vez por eso emitía esos infames ruidos, parecidos al eructo. Según me informó “Antes de verte tenía muchos años sin sonreír”. Solos, el viejo y yo, en el largo corredor de la bodega, tratamos de agotar el tiempo de espera con un prolongado silencio. Ignorando nuestros respectivos pellejos, resecos como la superficie de Marte, nos hundimos en un mutismo por demás asfixiante. Yo necesitaba respuestas. Exigía respuestas. A esa hora ya nadie podía engañarme. Aunque no me lo expresaran abiertamente yo sabía que mis padres no eran mis padres. Que durante dieciocho años viví una farsa. Me trajeron a este pabellón para que una nutrióloga arreglara mis problemas nutricionales, tal vez psicológicos, no para hacerle compañía a un viejo moribundo que inexplicablemente me excitaba. El viejo pareció comprender mis interrogantes y acarició mi mano, una mano de tres dedos, como la suya. En ese momento observé con detalle que una protuberancia en la entrepierna le crecía rápidamente, como una inflamación. Sus ojos se tornaron más grandes y negros. Y mi piel adquirió una textura gelatinosa que me hizo temblar de pies a cabeza. Suspiré. —¿Sabes qué significa Panspermia? Cada una de sus palabras, aunque con rigurosidad no entendía el significado, me predisponía a recibirlo en mi interior. Su boca olía a cal. Como me dijo después: era el olor de Marte. A pesar de mi confusión (¿Qué significa Panspermia? ¿Por qué me describe el olor de Marte? ¿Qué ocurre en el área 51?) miré sus tres dedos con mucha fascinación y le pedí que me contara su vida. El viejo respondió que era un absoluto secreto. Pues agotó la existencia encerrado en ese galerón, haciendo pruebas para militares obtusos que esperaban ocuparlo de alguna manera como arma de guerra. Le hicieron la lobotomía. Olvidó muchas cosas. No obstante, recordaba un viaje muy largo a través 120


del cielo oscuro antes de ser derribado por una explosión. “Los militares me tomaron prisionero y desde entonces ocupo este sitio. Completamente solo. Hasta que te conocí”. Sin notarlo, mi piel adquirió paulatinamente un tono escarlata como la de un camaleón febril. El viejo lo notó. Trató de disimular su hinchazón, pero no pudo. Además, el color de su piel también se tornó escarlata y sus dedos latían: estábamos listos para la cópula. Nos unimos de manera extraña. El viejo introdujo su tumefacto instrumento en mi boca de tal manera que, aunque quería escupirla, no pude desprenderla. Luego tomó mi cabeza gigante entre sus manos y la pegó fuertemente a su pelvis. En ese instante yo no sabía qué hacer. Qué pensar. Sólo recuerdo que me gustaba lamerlo. Disfrutaba que me tuviera así. El cuerpecito del alien elevó su temperatura hasta niveles calcinantes. Y yo elevé la mía de manera involuntaria. Los militares en tropel nos observaban detrás de un muro de plexiglás. Algunos reían, otros miraban con morbo y algunos sencillamente se masturbaban. El alien inició un movimiento oscilante con sus caderas de tal manera que mientras hacía círculos con su pelvis, mi boca y mi cuello, pegados a él como un solo cuerpo, lo emulaban perfectamente. El alien parecía disfrutar lo que me hacía pues abrió su enorme boca y emitió esos eructos sonoros, como una bocina, con los que me excité aún más. Su órgano tenía un sabor conocido para el gusto humano: frambuesas. Un impulso habitual en mí hubiera sido rechazar cualquier tipo de sustancia que tuviera sabor a comida, vomitarla, deshacerme de ella. Pero lo que creí era anorexia al parecer fue un aviso de que mi temporada de apareamiento estaba lista. Disfruté el sabor y moví mi lengua bífida tan rápidamente como me fue posible para provocar en el alien una suculenta venida en mi inexperta boca. El alien resistió cuanto pudo. Pero finalmente sucumbió a mis suaves labios que, como una ventosa, recibieron litros y litros de su lechada, una jalea color verde que me pareció deliciosa. 121


Cuando el encuentro terminó constaté que no podría repetirse porque en un arrebato carnal común en Marte, como después me explicaron los científicos, devoré a mi vigoroso amante. Lo succione desde la punta del falo hasta el último centímetro de su masa encefálica. Lo único que quedó de Top Secret DS-942 (tal era su nombre) fue una mancha de semen en mi boca, parecida a la tinta de pulpo. Buscando un símil podría utilizar el de algunas especies de arañas terrestres que después de ser fecundadas por el macho simplemente lo devoran con devoción y sin arrepentimiento. Lo único que quedó del alien fue su flácida piel entre mis dedos. Un militar, serio y bien informado, ingresó en el cuarto para explicarme el itinerario que calcularon para mí. Me explicó que el viejo no era anciano: era un joven marciano no mayor a treinta años. Pero por efecto de la gravedad terrestre y los cambios morfológicos durante el cortejo de otras especies siderales lucía arrugado y demacrado. Pero básicamente éramos de una edad parecida. El militar me explicó que nuestras razas no tenían por qué ser enemigas. Y que el gobierno de su país entabló un intercambio de especímenes con los marcianos con la intención de que las especies aprendieran a convivir pacíficamente en ambos planetas. Pues, aseguró con suma confianza en el semblante, en un futuro no muy lejano seremos especies evolutivas que compartirán colonias en otros planetas para beneficio de todos. —Nos necesitan tanto como nosotros a ustedes. Es una alianza sideral que el gobierno terrícola pretende respetar y prolongar. Somos aliados, somos amigos. Yo fui un espécimen marciano destinado a convivir con los humanos. Desde mi nacimiento una pareja de Homo sapiens me adoptó en su hogar para brindarme los cuidados de todo infante. Me enseñaron a hablar, a caminar, a comportarme como un individuo de su sociedad. Me enseñaron los museos, las culturas 122


del orbe, los paisajes y el mar. La Tierra me impresionó demasiado quizá porque en Marte carecemos de los elementos químicos que en la tierra gozan. Pero tenemos tecnología superior a la de ustedes. Y por eso una alianza terro-marciana es benéfica para ambos. El tiempo pasó y el error de la pareja fue no informarme acerca de mi origen. Siempre me trataron como su hija y me vieron crecer en un hogar lleno de amor. Se encariñaron tanto conmigo que decidieron escapar para sustraerse del experimento de ambientación terrestre. Al principio fue muy fácil pues los seres humanos y los marcianos compartimos genes parecidos. La teoría de la Panspermia es correcta. La vida no se originó en la Tierra. Vino en un asteroide desde Marte. Somos especies similares, ustedes más altos que nosotros por una gravedad más amable. Pero tenemos dos piernas, dos brazos, un tórax y una cabeza que en los primeros años mantiene rasgos similares. Sin embargo, cuando alcancé mi madurez sexual los cambios en mi fisonomía fueron notorios. Ya no podía convivir con mis antiguas compañeras de colegio, ni salir al cine o a las compras. La diferencia de especies se tornó evidente. Además, dejé de comer no por anorexia sino por un natural proceso de apareamiento en mi especie que culminaría con la deglución de mi compañero sexual. Por eso los científicos humanos estaban muy interesados en poblar Marte, pero en evitar a toda costa la reproducción interespecie. En Marte sólo hay hembras. Los machos desaparecen a cierta edad. Es un planeta femenino. Aunque la etimología de su nombre indique lo contrario. Los de Venus, nuestros comunes enemigos, sí son varones demasiado belicosos. Cuando el militar terminó de explicarme los pormenores de mi vida, me entregó un espejo de cuerpo entero: no pude reconocer mi fisonomía. Era una figura ni gorda ni delgada; atractiva, con formas redondeadas. Una cabeza grande y ojos negros gigantes. No tenía nariz. Una boca pequeña que por pudor cubrí 123


con la mano (ya sabía para qué se ocupaba en mi planeta) y tres dedos en cada mano. Era un espécimen marciano que en su interior llevaba otro. Quizá macho, quizá hembra. En diez meses lo sabríamos. Todo eso ocurrió antier. Desde entonces estoy aquí, en el área 51, con todos los cuidados que la precaria ciencia terrestre puede ofrecerme. Esperaré que nazca mi primogénito. Sin saber qué ocurrirá con nosotros después.

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BEATRIZ HERNÁNDEZ PÉREZ

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ive en Tepatitlán de Morelos, Jalisco, nace el 24 de enero de 1979. Se dedica al hogar. Ha participado en una antología poética titulada: Mujer poeta en los Altos de Jalisco. Pertenece al taller de poesía de su comunidad y cursó un taller de cuento. Además de la literatura también estudió canto. Sus escritores preferidos son: Gabriel García Márquez, Julio Verne, León Tolstói, Jorge Luis Borges, Juan Bañuelos, Charlotte Brontë, Gabriela Mistral, Jane Austen. Actualmente se inscribe en convocatorias de cuento y poesía; tal participación, surge de la motivación por la escritura, dar a conocer su perspectiva ante la vida y los detalles de ésta. Beatriz encuentra placer en lo que crea. 125



CUANDO LUNA BESA A MAR

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l calendario mostró sus veinticuatro horas, el tiempo sus segundos y la noche reclamó su sueño. La tierra ampollada de aridez se funde en su sed y agoniza, sus estruendosos ecos se elevan, piadosas, las puertas sidéreas borbotean lágrimas de sus cúmulos ojos. El alivio fluvial fue en demasía, una vez abiertas las puertas no pudieron contener su cauce sobre la superficie. La Divinidad para darle existencia le llamó Terranova, comenzó a elevarla formando fronteras y fue así como nacieron montañas, valles y llanuras. El Creador sembró vida en Mar, nombre que le dio a esas aguas contenidas, su húmedo relieve hace brotar herbales decorando al denominado paraíso, limitó su marea y en agradecimiento a Él, danza un vals eterno. Mar viaja de Este a Oeste de Norte a Sur, baña una y otra vez las blancas arenas; grandes eslabones aperlados, arcillas doradas, joyas soberbias de Terranova, navega bajo el abrasador sol, quien baña con sus rayos su inmensidad junto a su amigo el viento, ambos admiran al etéreo horizonte quien sempiterno goza de acariciar crepúsculos, éste da paso a perpetuas estelas para después albergar al navío cósmico de metrajes consteladas, donde a Mar le cautiva una historia sin fin. Apacible es el alba donde los rayos del sol se reflejan en sus aguas marinas éstas destellan diamantinas emanando una be127


lleza en su natura, esto causa un sentimiento suspicaz en Terranova, su furia cimbra las entrañas y, de un momento a otro, Mar va más allá de los acantilados, una gran masa de agua corre con fuerza, la cordillera de árboles son arrancados de raíz, derriba todo a su paso, traspasa cientos de kilómetros por los territorios de Terranova y gran parte de sus aguas se pierden entre valles y montañas, quiere regresar a su cauce y desesperadamente busca senderos; sin embargo, los paisajes de Terranova le cautivan, deja una extensa parte de sus aguas entre selváticos paisajes, la sequía finaliza, ahora sus arenas son fructuosas. Terranova al ver esa transformación pide perdón a Mar, desde su estruendoso ser clama al cielo una ordalía, el Creador sabe escucharle y concede un obsequio a Mar retoma su sendero va a su vastedad. Marea en calma, espejo nocturno para el oscuro cielo, pero, ya no más entre los peñascos una resplandeciente figura atrae su atención; en ese instante comienza un sutil coqueteo, brindándole los más sutiles reflejos, goza su brillantez y con ello le dice todo. Noche con noche, Mar le observa, conoce cada uno de sus rostros, ama una de sus fases; su delgadez junto a Venus. En la quietud de sus aguas dócilmente entra Luna a su profundidad, aunque estrellas son las que se asoman esplendorosamente anunciando su ausencia. Mar queda en la penumbra del firmamento observa cómo las estrellas caen, éstas van en busca de Luna sólo que Mar al no obtener una pronta respuesta se impacienta, Terranova siente a Mar muy afligido y le permite atravesar sus veredas quien lleno de ímpetu llega a las cordilleras, sierras, valles no encuentra aquel resplandor que le apasiona, al no verle retrocede sus aguas, el cosmos propicia su desdén. La esperanza de un nuevo día le motiva, pero su amanecer se torna grisáceo, aparece en el cielo un inmenso nubarrón, formando al vigía: gigantesco huracanado, cíclope dirigente del séquito nuboso que les azota hasta hacerles llorar, las noches son 128


tormentosas sólo algunas nubes el estío disfrutan. Mar sin verle se despoja de toda esperanza, un piélago ha enfurecido en deseos, acude al abisal y desde ahí implora a las Sirenas melodiosas, quienes hechizan a los céfiros con sus cánticos armoniosos consiguiendo abrir la ventana celeste, sólo algunos destellos cósmicos se asoman. Son varios días sin ver a Luna siente que debe esforzarse más y en su desesperanza viste de Ardora su gigantesco caudal aguamarina, llega a iluminar las arenas de Terranova cómplice del idilio, ambos logran maravillar la noche paradisiaca. Desde la cortina del cielo un navío cósmico encalla entre los riscos y de él se asoma Luna, mucho más grande y brillante; su reflejo bailotea sobre el vaivén del vals, su sentir enamora y ambos se corresponden. Alba los separa por algunas horas, ambos descansan en la plenitud del gran astro hasta el atardecer y en la tranquilidad de un arrebol bajo un cielo que decae, primicia un romántico escenario, plasman un efímero momento. Cuando Luna besa a Mar la eternidad es un instante.

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ANTOLÍN SILVESTRE MARTIÑÓN MARTÍNEZ

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ació en la Ciudad de México, en 1975. Estudió Agronomía en la Universidad Autónoma Chapingo (UACH). Ha publicado cuentos en la revista Molino de Letras del Estado de México y en dos antologías de concursos departamentales de cuento de Fitotecnia, editados por la UACH (1997 y 2000). Ganador del primer lugar en el I Concurso Departamental de Cuento de Fitotecnia (1995). Segundo lugar en el II Concurso Departamental de Cuento de Fitotecnia (1996). Además de escribir cuento, es un apasionado del haiku y ha publicado dos libros: Nieve de sol (2019) y No cesa el perfume (2020). Ha sido ganador del II Certamen de haikus Kobayashi Issa en Toledo, España (2016). Mejor haiku urbano en el I Concurso Internacional de Haiku "Senda del Sur" en La Habana, Cuba (2019). Tercer lugar en el 24º Concurso Internacional de haiku “Kusamakura”, en la categoría de lenguas extranjeras, en Kumamoto, Japón (2020). Actualmente escribe cuento y haiku. 131



MOSQUITOS

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oshua estaba exhausto. Se reclinó en el sillón, se quitó los zapatos, caminó descalzo por la sala; sintió el piso fresco en aquella tarde calurosa de primavera. Colocó el CD de Frank Sinatra y eligió su canción favorita That’s life. Relajado se recargó suavemente en el sillón y colocó la cabeza hacia atrás, dirigiendo la mirada hacia el techo. Alzó el brazo sobre el filo del sillón. Coreó alegre la canción mientras cerraba los ojos “… That´s what people say, you´re riding high in April…” Sintió un leve picor en el brazo derecho. Observó un mosquito que pesadamente se elevaba y volaba saciado de sangre; lo siguió con la mirada, el animal se posó en el marco de la ventana. Joshua se levantó, alzó su mano y la colocó cerca del mosquito, de un manotazo logró matarlo. Quedó una mancha fresca de sangre con un color tan vivo y rojo. Otras ocasiones había limpiado la mancha de sangre que quedaba en la pared, pero esta vez decidió dejarla. Siendo positivo, afirmó mentalmente que combinaba con el color beige de la pared. Relajado de cansancio se recostó en el sillón. En el estéreo sonaba I've got you under my skin, cuando se quedó dormido. Ya dentro del sueño estaba situado en la misma sala donde dormía. Veía fijamente la misma mancha de la sangre fresca del sancudo, pero ahora sonaba en el estéreo la canción de Pican pican los mosquitos, seguía mirando la mancha. De pronto observó cómo se convertía en un túnel rojo e iluminado. Comenzaron a salir mosquitos, no paraban de salir; se convirtieron en una nube ne133


gra que invadían la sala. Se escuchó un sonido tan estremecedor, todo su cuerpo quedó rodeado de mosquitos, manoteaba desesperadamente y corriendo abrió la puerta, siguió corriendo, atravesó el patio dirigiéndose hacia un pilancón de cemento donde almacenaba agua. Se echó un clavado y se colocó en posición de muertito. Observaba a través del agua cristalina cómo la nube negra revoloteaba sin cesar. Se sintió seguro suspendido ante esa cortina de agua que lo protegía. Poco a poco observó cómo esa nube negra se iba diluyendo en el aire hasta que desapareció. La respiración le faltaba y salió a flote casi ahogándose. Despertó tosiendo y con la respiración agitada. Daba gracias a dios que sólo había sido un sueño. El cansancio y el sueño lo siguieron venciendo, por lo que decidió irse a la cama. La pesadilla continuó: otra vez situado en la sala cerca de la ventana, observó esa misma mancha de sangre que transmutaba a un rojo luminoso y apareció el mismo túnel, pero esta vez, poco a poco se hacía más grande y luminoso. Después asomó la cabeza de un enorme mosquito, con sus ojos verdes muy luminosos; se veían claramente las decenas de omatidios que formaban los ojos, lentamente salió del túnel. Joshua quedó paralizado al ver tan tremendo animal; después quiso abrir la puerta, pero estaba cerrada con pasador, buscó las llaves en sus bolsillos pero no aparecieron. Al voltear tenía en frente al mosquito más grande que jamás había visto en su vida. Despavorido corrió hacia la cocina, enseguida atravesó un pasillo que daba a su recamara, esta vez corrió con suerte, la puerta estaba abierta, quiso cerrarla rápidamente, pero las patas del animal se interpusieron. Corrió hacia la cama, se puso a boca abajo y se tapó con la cobija. El sancudo se acercó y le quitó la cobija con las patas; cuando volteó, el animal sobrevolaba muy cerca de su cuerpo. Escuchó un zumbido ensordecedor, parecía el ruido de un helicóptero cuando está a punto de aterrizar, sintió ese aire malévolo en todo su cuerpo. Se quedó quieto y no supo qué hacer. El zancudo se paró en su cuerpo; el primer par 134


de patas quedó sobre sus hombros, el segundo par de patas sobre su abdomen y el tercer par de patas sobre los muslos de sus piernas. Sus latidos se aceleraron, observó cómo el sancudo encajó su estilete justó en su corazón, era como una manguera transparente. Empezó a succionar la sangre, estupefacto no podía creer lo que le pasaba, su cuerpo se iba adelgazando, sentía claramente cómo la vida se le iba de las manos sin poder hacer nada. De nuevo emitió un zumbido ensordecedor, como alistando su vuelo. Sintió un mareo que lo hizo desmayar. Enseguida despertó aún mareado y ya empezaba a clarear el día. Joshua dedujo que la mancha de sangre en la pared era la causante de sus pesadillas, por lo que decidió limpiarla: primero aplicó una capa de jabón y la talló con un estropajo, pero la mancha no desaparecía, después aplicó hipoclorito de sodio y otro poco de jabón y la mancha no desapareció. Se reclinó en el sillón preocupado sin saber cómo quitarla, pensó que la mancha no se quitaría y no la volvió a lavar. En la noche volvió a soñar con la misma mancha, la cual empezó a crecer de nuevo y a emitir una luz roja luminosa. Asomó de nuevo la cabeza del mosquito con sus ojos verdes y luminosos; esta vez vio a los omatidios como decenas de espejos infernales que reproducían su rostro tan pálido y asustado, no soportó verlos un segundo más. Corrió a la cocina y agarró un cuchillo. El mosquito aún no salía completamente del túnel, cuando le clavó el cuchillo en los ojos. Lanzó gemidos tan tétricos, la sangre brotó a borbollones formando flujos de linfa que caían en el suelo. Enseguida despertó, aun con una leve expresión de preocupación, sin embargo con un semblante más tranquilo. Se paró de la cama, se talló la cara con las dos manos y se dirigió a la sala. Sorpresa que se llevó al ver que la mancha había desaparecido. Los días siguientes durmió como niño hasta el amanecer y disfrutó más que nunca de las lluvias primaverales. 135



ADRIÁN LEODÁN MORALES RAMÍREZ

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s egresado de la carrera de Comunicación por parte de la FES Acatlán. Durante 2018 participó en el noveno encuentro literario de exalumnos llevado a cabo en la misma institución. Fue parte del evento denominado, Poestories, dentro de las actividades de la FIL en el Zócalo. Durante 2019 participó en el primer concurso de materialización por motivo del Día de Muertos, organizado por el Colectivo Cultural Zapata. Colaboró con poesía en náhuatl en el Blog de los Jóvenes de la mano de la Revista de la Universidad de México. Ganó el tercer lugar, dentro del concurso de calaveritas literarias, organizado por el Ayuntamiento de Naucalpan. Fue parte de la sexta generación de escritores representantes de México, dentro del evento titulado #NuevasMiradas. En 2020, fue incluido en el libro Identidad(es), minificciones alternas. Ganó el Primer lugar del Concurso Literario organizado por la plataforma virtual Soy Homosensual. Fue ganador del tercer lugar del Concurso Nacional de Ensayo Literario Breve, organizado por el Festival Cultural de Diversidad Sexual y Género “Diversidad Somos” del estado de Morelos. Actualmente, pertenece al círculo literario, Luz y Palabra, donde comparte junto a otros escritores de origen naucalpense, poesía y prosa de su autoría. 137



INFANCIA

“L

o más lejano que recuerdo… es una barda. Una barda hecha de piedras pegadas una a una con barro. No separaban nada. No eran parte de nada. Sólo era una barda… larga, angosta, vieja y duradera, sin pertenecer a ninguna construcción. Sólo una barda, parada ahí sola desde quien sabe cuándo. Allá iba a jugar con Iliove, mi amiga. Nos trepábamos y caminábamos de un lado a otro del muro, equilibrándonos para no caer, y así nos la pasábamos, juegue y juegue sobre la barda.” ¿Traducción o interpretación? Puede que sea un poco de ambas. Recuerdos interiorizados que no me pertenecen; recuerdos lejanos de una infancia que no es la mía; recuerdos contados a través de palabras nahuas; las que ella bien conoce, las que domina, las que usa para contarme parte de su historia. A veces hablamos por horas después de comer. A veces, así de repente. A veces, esperando al sueño para que nos haga dormir. “Siempre andaba descalza. Así andaba por el pueblo. Así mero también salía a jugar. Así salía a buscar a Iliove, mi mejor amiga, mi única amiga entonces. Ella se murió cuando estábamos chiquitas; no me acuerdo si le dio tosferina o sarampión, pero de una de esas dos enfermedades se murió. No me acuerdo tampoco si le lloré, y menos me acuerdo si la fuimos a enterrar; nada más me acuerdo que seguíamos yendo a su casa con tu abuela y… ella ya no estaba. Me quedé sin amiga con quien jugar, y dejé de ir a la barda. Bueno, sí fui una vez más, pero ya no caminé sobre ella; 139


me dijo tu abuela que me encontraron dormida encima, y apenas me pudieron bajar, no querían despertarme, para evitar que me cayera de la sorpresa”. Aunque nunca lo ha dicho, yo sospecho que regresó a esa barda a llorarle a esa amiga que ya no tenía; pero ella no se acuerda, ¿cómo iba recordar algo tan triste a tan corta edad?, fue su mente la que guardó ese suceso en lo más profundo de las ideas, y ahí se quedó, para no ser rescatado, para que no le hiciera daño y pudiera continuar. “A veces, cuando llegaba tu abuelo de la milpa, yo me ponía a cantar. Él se sentaba a comer lo que tu abuela había preparado; entonces, yo iba por mi petate, lo ponía sobre el suelo y me sentaba a su lado, y cantaba, Llegó el lechero/ llegó gritando. / Llegó el lechero/ llego cantando. / Ay morenita no te vayas a tardar… Y tu abuelo sonreía, cómo le gustaba escucharme cantar…” En ocasiones, cuando habla, se queda en silencio por un momento, cierra los ojos cómo si buscara la siguiente frase para poder continuar, como si mirara, proyectados sobre sus parpados, cada uno de los recuerdos que alimentan lo que lleva de vida, como si buscara el correcto, y al fin hallado, continúa platicando, como si nunca se hubiera interrumpido, como olvidando el instante de silencio que ya quedó atrás. “… y cantaba siempre la misma canción, porque me gustaba mucho; ¿será que está en internet?, hace tanto que no la escucho, me gustaría oírla otra vez, lástima que no sé cómo se llama, ni quién la canta, sólo me acuerdo de la partecita que te acabo de decir; me la aprendí oyendo la radio de pilas que tenía tu abuelo, salía bastante en Radio Sinfonola o si no en Radio LZ, creo que así se llamaban las estaciones, a lo mejor ya ni existen, pero era lo que escuchábamos en el pueblo, eran las señales que llegaban.” Internet se ha vuelto una plataforma evocadora de nostalgia. Con una búsqueda rápida, la canción apareció. Sorpresa la mía al ver a mi mamá derramar un par de lágrimas al escuchar 140


nuevamente la melodía de su infancia; desde entonces, me pide que le ponga canciones que poco a poco ha ido recordando, no se ha interesado en aprender a usar las nuevas tecnologías, suficiente tiene con que en esa red gigante, estén almacenadas las cosas que le hacen recordar aquellos años; a veces bailamos un poco; a veces sólo la escucho cantar las partes que aún se sabe; a veces, sólo oímos una a una las canciones; ella rememorando, y yo, imaginando su remembranza. “A mediados de diciembre, tu abuelo llegaba de la milpa con un montón de cilantro. Una vez que lo había descargado todo, me llamaba para que hiciera manojitos junto con él, y a esa hora, me iba a recorrer todo el pueblo, para vender mis manojitos a cinco centavos cada uno. Era de las cosas que más vendía, y a la gente le gustaba mucho, con eso preparaban de comer; había señoras que hasta ocho manojitos me compraban. Tenía ya mis clientas, ya sabían a partir de qué días iba a vender, y me gritaban, ¡Tzihuapil! ¡Tzihuapil! Sh’hualika mu colanto,1 y ahí iba yo, corriendo con mis manojitos, a venderles cilantro a quienes me pedían.” “Cuando no era temporada de cilantro, vendía chayotes que tu abuela cortaba de atrás de donde vivíamos. Cortaba un montón y los ponía a cocer en una ollota de barro que tenía. Dejaba unos para la casa, y los demás los ponía en una canasta para que me los llevara por todo el pueblo, esos los daba a diez centavos la pieza. A veces vendía tomatillos rojos, esos los daba por cuarterón,2 las señoras lo usaban para hacer salsa. Como teníamos gallinas, cuando se juntaban los huevos, tu abuela me mandaba a cambiarlos por pan o a venderlos, yo prefería cambiarlos por pan, porque así sabía, que me iba a tocar de los que trajera”. Cuando me cuenta esta parte de su infancia, me cuesta trabajo imaginarla tan pequeña corriendo descalza y vendiendo sus productos por todo el pueblo; no me la imagino como una 1 ¡Chiquilla! ¡Chiquilla! Trae tu cilantro. 2 Unidad equivalente a la cuarta parte de una libra. 141


niña de pelo negro, ni mucho menos con sus trenzas danzando mientras caminaba; quizás sea que me he acostumbrado a verla siempre de la misma edad, a veces con más canas, a veces más sonriente; cada día con una arruga más sobre su rostro o sobre sus manos. Cómo quisiera que existiera una fotografía suya de cuando era niña, pero no, no es así, la primera cámara tardó mucho en llegar allá, y su primera fotografía, fue junto a mí. “Otra cosa de la que me acuerdo mucho, es de cómo jugaba con los otros niños y con tu tíos; yo ya estaría más grandecita, tendría unos diez u once años. Primero, hacíamos una bola de barro, la dejábamos secar y por un hoyito que le dejábamos, metíamos unos insectos zumbadores; entonces, tapábamos el hoyito, y con el sonido que se producía, como si fuera música, nos poníamos a bailar, como imitando los bailes que hacían en el pueblo, y así nos juntábamos los niños por la tarde, a hacer nuestra propia fiesta.” Y así podemos pasarnos tardes enteras, ella contando sus historias, yo escuchando y aprendiendo. Confieso que a veces la envidio un poco, ya que yo nunca pude caminar descalzo por un pueblo, ni organizar fiestas sólo para niños, ni vivir lo mucho que ella ha vivido; pero agradezco, tenerla a ella, para que me cuenta cómo fue la infancia en el campo hace tantos años; cuando no había ni siquiera electricidad. A veces me pregunto, ¿cuántas estrellas habrá visto en el firmamento?, ¿será acaso que extraña esos cielos así de iluminados?, ¿o tendrá tantas historias como luces ha habido en la bóveda nocturna? Quizás nunca lo sepa, pero mientras, la seguiré escuchando.

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REYES JOSÉ ROJAS FLORES

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ació en León, Guanajuato, en 1999; cursa la licenciatura en Filosofía en el Centro de Estudios Filosóficos Tomás de Aquino (CEFTA) y estudia música en la Casa de la Cultura de San Francisco del Rincón, Guanajuato. Ha sido organizador de eventos culturales en su universidad y coordinó en 2019 su vigésimo coloquio Revolución-arte: Estética. En 2019 publicó un artículo, en colaboración, en la revista Alternativas. Publicó un cuento en 2018 en el libro colectivo Autor y quedó como finalista en el Premio Ariadna de Poesía en ese mismo año. Sus escritores preferidos son: Juan Rulfo, William Faulkner, García Lorca y Borges. Actualmente escribe un poemario. 143



LA LISTA DEL HOMBRE

C

uando el escritor descubrió, en las palabras de penumbra del hombre, los secretos que almacenaba en su espíritu, sintió un miedo colosal, en parte por estar ante un hombre tan siniestro como ése, que lo veía desde el otro lado del escritorio, y por estar seguro de que, inevitablemente, esa madrugada moriría. —Siga anotando —dijo el hombre—. Todavía no he terminado. Tomó su pluma y continuó sus anotaciones con una caligrafía triste, distorsionada por unos temblores miedosos que eran ocasionados por la certeza de la muerte. Ante esta certidumbre, se puso a recordar. Se acordó de su esposa y de su olor a begonias matinales, de su mirada de cielo abierto y de sus manos de manchas astronómicas que nunca dejaron de amarlo. También pasó ante él un interminable hilo de imágenes de sus dos hijos, de su reciente nacimiento, de sus juegos, de cuando reían. Al final, sintió que la tristeza se le hacía nudo en la garganta cuando vio, en la última imagen que cerraba el hilo de los recuerdos, a los tres ataúdes, uno grande y dos pequeños, que bajaban en amarga sincronía, mientras el llanto de la negra muchedumbre se mezclaba con el olor de las flores funestas y con el mármol de las otras tumbas. De pronto, abrumado por el desfile de su memoria y por el pánico de su muerte, dejó la pluma y se quitó los lentes. 145


—Lo siento, señor, no puedo continuar; me siento algo incómodo. Necesito beber algo. ¿Me permite ir por un trago? —No entiendo su petición —contestó con seriedad el hombre—. Es usted libre. Adelante. El escritor se levantó y caminó al discreto mueble de licores que estaba entre dos altos libreros, y cuyos libros se perdían en las sombras. Sólo había en la oficina tres candelabros, con velas de fuegos tenues que dejaban el lugar flotando en fragmentos iluminados y tinieblas rojas. La poca luz, además de los libros, hacía imperceptibles las arrugas de la gruesa tela de la gabardina negra del hombre y las ligeras cicatrices de misterio de su cara. También apenas si dejaba ver las primeras grietas de vejez del escritor, su mentón con barba de dos días y las manchas del cristal de sus anteojos, las cucarachas que caminaban por el margen de madera de los falsos cuadros de Picasso, el polvo del escritorio desgastado y las innumerables mitades dispersas de hojas en las que anotaba frasecillas que se le ocurrían durante el día. —Moriré hoy —se dijo a sí mismo el escritor, en voz baja y con un pánico que tenía algo de su melancolía natural—, si es así —siguió diciéndose—, debo aprovechar este momento. Debo hacerlo. Tal vez ya no tenga otra oportunidad. Tomó una botella de vino. La abrió, se sirvió y se lo tomó de golpe. De un cajón sacó una cajita de cigarros y, queriendo sacar plática para evadir su temor, con cierto nerviosismo dijo: —Mi padre fumaba mucho. Y con razón lo hacía; el sembraba tabaco y así tenía para hacerse todos los cigarrillos que quisiera. Estos son los últimos que él enrolló. Y justamente los hizo con su última cosecha. Son especiales. El hombre volteó a verlo sin sorpresa, con la cara limpia de expresiones. Luego vio los cigarrillos y, regresando su mirada al frente, dijo: —Esta noche debe ser especial, como para que usted abra 146


esa botella de vino, que se ve algo costosa y quiera fumarse esos cigarros. —Estoy seguro de que lo es. —¿Seguro? —Sí, aunque me gustaría no estarlo. El hombre no dijo nada. Un silencio delgado tomó el dominio del lugar. Sólo se oía afuera el ruido del aire que se enredaba entre las ramas. —Disculpe, necesito hacer una llamada. ¿Hay problema si la hago? —dijo de pronto el escritor—. Prometo no tardar más de cinco minutos. El hombre caviló un segundo la petición. Después, sin voltear, dijo que sí con la cabeza. El escritor se acercó al teléfono; llamó. —Hola, ¿Jimena? —¿Renato? —contestó una voz soñolienta. —Sí, sí, soy yo. —¡Hola! Qué sorpresa tu llamada, y a esta hora. ¿Cómo estás? ¿Estás bien? —Estoy bien. Sólo llamo para decirte algo. —Dime, dime. Me estás preocupando. —No, no pasa nada. Todo está bien, sólo quiero decirte que, pues tú sabes este tiempo cómo la hemos pasado bien juntos y, bueno, esta noche pensé que era la apropiada para decirte que estoy enamorado de ti, tanto que ya hasta he llegado a creer que mi alma y tú son una misma cosa. —¡Qué locura! —respondió ella entre risillas conmovidas. Hubo un breve silencio que después ella fulminó diciendo: —También lo estoy de ti. Creí que nunca te atreverías a decirlo. ¡Lo esperé tanto tiempo! —Oh, Jesucristo, ¿en serio? —Sí, de verdad, hasta me prometí que, si tú no me lo decías finalizando este mes, yo te lo diría. Pero, qué bueno que lo hicis147


te. Oye, ¿te parece si mañana nos vemos en el café de siempre y hablamos sobre esto? —Sí, sí, Jimena, en verdad me encantaría. —Genial, así podremos hablar con más tranquilidad. —Me parece perfecto, Jimena. Luego, el escritor vio de reojo al hombre y agregó: —Bueno, no quisiera, pero ya debo colgar. —Sí, Renato, lo entiendo. Además, ya es tarde, y mis padres podrían despertar. Y si despiertan y me ven hablando se ponen un poco gruñones, ya sabes cómo son. —Sí, ya es tarde. Ya es muy tarde, perdón. —No hay problema, Renato. Me gustó que lo hicieras a esta hora. —Era ahora o nunca. —Lo entiendo —dijo ella sonriendo—, así son estas cosas del amor. Bueno, te veo mañana. Te quiero. —Adiós, Jimena. Colgó y se dirigió al escritorio. Se sentó, encendió un cigarrillo sin forma y rellenó su vaso con vino. Después se talló la cara con las manos por su desgracia en el amor y se maldijo miles de veces en su pensamiento por su incapacidad de comprender el hecho de que todavía podía existir una mujer que se interesara por él. Una vez más ahí estaba una mujer, y una vez más la muerte se la arrebataba. Tomó del vaso y fue entonces cuando entendió que el ya no tener tiempo para el amor era peor todavía que no ser amado o incluso peor que el no tener a quién amar. —¿Siempre fuma y toma de esa manera cuando alguien viene a pedirle de favor que escriba algo por ellos? —preguntó el hombre mientras lo veía beberse el vino con rapidez. —De ninguna manera —contestó—. Nunca fumo ni tomo. El hombre no contestó nada. Mientras el escritor se servía otro vaso de vino, él examinó un momento el lugar. Vio que al 148


costado del escritorio había unas cortinas que escondían la noche de la ventana. —Ábralas un poco —ordenó—, lo suficiente para que entre la luna. Hay muy poca luz en este lugar, y siento que puede escribir mal lo que le estoy diciendo. El escritor abrió las cortinas unos centímetros, y entró un blanco chorro de luna que cayó sobre sus anotaciones. —Continuemos entonces —prosiguió el hombre—. Dígame hasta ahora lo que le he dictado. —«Antes de morir, quiero confesar. Éste es mi historial. Parte 1. Personas: 2. Fecha: 3 de noviembre de 1992. Hora: 2: 27 a. m. Lugar: calle Salinas. Arma: bate de béisbol y revólver. Localización del cadáver: mi casa. Parte 2. Personas: 1. Fecha: 5 de enero de 1993. Hora: 12: 15 a.m. Lugar: avenida Los Tulipanes. Arma: machete corto. Localización del cadáver: baldío de la colonia Azares. Parte 3. Personas: 1. Fecha: 2 de julio de 1994. Hora: 12: 46 a.m. Lugar: carretera Doblado. Arma: revólver. Localización del cadáver: mi casa» —leyó el escritor con una voz apenas alta—. Esto es todo. —Bien, ahora comencemos con la Parte 4. Anote los siguientes datos. Fueron tres personas, en la fecha del 5 de agosto de 1995, a las ocho con treinta y siete minutos de la noche, en el parque Altamira. En arma pones “9 milímetros” y en localización del cuerpo no pongas nada; a ellos no me los pude llevar de ahí. Tú lo sabes. Cuando terminó el dictado, el escritor sintió cómo se le llenaron los ojos de lágrimas de rabia y cómo una corriente de lumbre le corría por todas las venas. Apretó sus manos y sus dientes con una cólera volcánica que, a su vez, le inundaban el alma de unos ímpetus insostenibles que le hacían desear más que nunca matar a alguien. Al fin lo supo. Ya no hubo dudas. Era él. —¿Quieres matarme? —peguntó el hombre con un tono 149


retador—. Hazlo. Véngate. Yo lo haría si fuera tú. Pero ya no podré ir a la cárcel, ni por haber matado a todas esas personas ni por haber matado a tu familia, al contrario, irás tú, y me ayudarás a liberarme de esto, de este ruido que me hace matar gente. El escritor comenzó a llorar. No sabía qué hacer. La indecisión le devoraba la voluntad de matar al hombre y, a su vez, le inhibía el deseo de huir del lugar para salvar su vida. —Terminemos con esto —irrumpió el hombre con tono de piedra y vio al escritor con una mirada tan amenazante, tan dura, que se sentía como si le estuvieran apuntando con una pistola—. Anota estos últimos datos. Fue un solo hombre, en la fecha pones la de hoy. El hombre miró el alto reloj que colgaba detrás del escritor y dijo: —En la hora pones “las dos con tres minutos de la madrugada”. En lugar pones la dirección de esta oficina. En arma pones “costosa botella de vino” y en localización del cuerpo escribes “sótano”. Por cierto, quiero confesar otra cosa: me complace llevar un conteo de mis asesinatos. Mientras el escritor estaba inmóvil, triste y temeroso, en su silla de toda la vida, el hombre sacó sus manos, que en todo momento ocultó en su duro abrigo negro, cubiertas por unos pulcros guantes blancos. Se puso en pie, y su altura bestial y su corpulencia de mastodonte intimidaron al escritor. Luego añadió: —¿Miedo a la muerte? No tema, nunca morirá, al menos para usted. Un hombre sólo es capaz de morir para los otros, pero nunca para sí mismo. Entonces sonrió y tomó la botella por el cuello. Los perros desvelados de la calle comenzaron con unos ladridos gruesos, que se estiraban por las calles y luego se diluían en el viento, en el momento en que oyeron el ruido que hace una botella cuando se hace pedazos. 150


MARCELO ROMERO HERNÁNDEZ

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ació en Atlixco, Puebla en 1986. Inició su carrera artística en 1998; ha escrito 60 obras teatrales y algunos cuentos, relatos y minificciones. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la BUAP; cursó la maestría en Ciencias de la Educación en el IEU. Actor, titiritero, bailarín, director escénico, dramaturgo, promotor cultural, conductor de radio; editor de la Colección Traumaturgia de teatro mexicano; fundador del Grupo Teatral Bojiganga en su ciudad natal. Ha publicado Dispara-Teatro (BUAP, 2008); ha sido incluido en la Colección Libretos, del Colectivo Artístico Morelia A. C. y en la revista Autores. Teoría y Textos de Teatro. Premio Nueva Dramaturgia 2010 de la Asociación de Periodistas Teatrales de Ciudad de México. Premio Víctor Hugo Rascón Banda de la APT en 2013. Sus obras se han montado en Los Angeles, California; Ciudad de México, Puebla, Estado de México, Chihuahua, Veracruz, Tlaxcala y Jalisco. Cursó talleres de guion de radio y de autobiografía en la Escuela de Escritores SOGEM, Puebla. Así como de ensayo literario, relato y de escritura creativa para jóvenes y niños. Es coleccionista de múltiples cachivaches y continúa su labor artística. 151



GEOMETRÍA BÁSICA

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l director teatral es el último que debe irse —dije bromeando cuando salí del teatro para reunirme con mis amigos. Al Panqué es al que más le gustaba beber. Nos fuimos a un bar que conocíamos en el centro de la ciudad. Íbamos ahí porque se decía que la cerveza estaba más barata por oferta de promoción pero no era cierto. Sin embargo, eso engañaba a nuestras mentes, haciéndonos pensar que consumíamos más por menos. Al Panqué era a quien más le gustaba ir ahí. A Manuel y a mí nos daba igual. De hecho, pensábamos que era mejor estar en nuestros departamentos tomando la misma cantidad de cerveza por mucho menos dinero, pero ese día se nos antojó estar rodeados de más gente. No lo dejamos solo. La mesera coqueta trajo la tercera ronda a nuestra mesa. Cada uno de nosotros ya había ingerido más de dos litros de alcohol. La conocía un poco, era bonita, había ido un par de veces al teatro a ver mis obras, así que su trato solía ser amable. Nos atendía bien trayendo nuestras bebidas. Cuando conocí al Panqué yo estaba terminando la preparatoria. —Sólo díganme Panqué —fue lo que nos dijo las primeras veces que salíamos con él; y así le dijimos. 153


Nunca he sabido realmente por qué le decían “Panqué”, aunque yo comparaba a nuestro amigo más joven con una de esas rebanadas de panqué marmoleado que se compra en cualquier panadería y que es seco, muy seco. Si no tienes cuidado al comerlo, una migaja se te irá por el camino equivocado y empezarás a toser. Pero si pones una rebanada en un plato y viertes rompope o un poco de licor de café, la rebanada empezará a chuparlo, a chuparlo y a chuparlo. Y así era el Panqué: chupaba y chupaba. Chupaba vino, chupaba tequila, chupaba cerveza y chupaba ron. Sobre todo cerveza y ron. —Necesito un títere —le dije a Manuel cuando empezaba a ingerir mi cuarto litro del elixir de Baco. —¿Un títere de qué? —preguntó Manuel, ya con voz rasposa. —Un títere de zorro, para una obra infantil que montaremos en abril. Sale barato. —¡Es bien fácil, mano! —contestó Manuel, después de haberle dado un buen trago a su cerveza de barril. —¿Tú lo sabes hacer? —No es gran ciencia, cabrón. ¿Para qué le vas a pagar a alguien por hacértelo? —Porque yo no lo sé hacer. Ya le pregunté a uno de los artesanos. Y me cobra barato… —dije, antes de darle un trago a mi cerveza. —¡Es pura geometría básica! —intervino de improviso el Panqué, que ya estaba algo borracho. El trago de cerveza que había tomado salió como sifón por mi boca al escuchar esta máxima. Quería reírme a carcajadas. No fue, sino hasta haberme tragado la poca cerveza que me quedaba en la boca que pude hacerlo, no por la frase del Panqué sino porque en verdad él estaba convencido de ella. —¿Cómo geometría básica, pendejo? —dije aun riendo. 154


—Es lo que aprendo en la maquiladora. Mira, las orejas del zorro son como triángulos, el hocico es como un cilindro y la cabeza es una esferota. ¿Ves? ¡Geometría básica! Y dicho esto dio otro trago a su bebida y se fue directo al baño. Yo no podía parar de reír. ¡Vivía en un mundo donde, según mi amigo, todo se explicaría a través de la geometría básica! Quise burlarme junto con Manuel de eso, pero cuando me di cuenta él ya estaba coqueteando con una chica de apretada y escotada blusa blanca unas mesas más allá. —Geometría básica —pensé. Una moderna pantalla de televisión sería un simple rectángulo. Las llantas de los coches eran sólo círculos negros que giraban. Incluso, ¿los viajes espaciales podían explicarse con la geometría básica? Claro. Un transbordador espacial no es más que un cilindrote cuya punta parece un cono que viaja a un circulote que es la luna. ¡Geometría básica! No tenía duda. La máxima panquesística explicaba el significado del universo. Él era ahora un moderno Pitágoras del conocimiento. ¡El gran Cayuqui del hilo negro de la vida! —Pinche Panqué —dije riendo, y di un nuevo trago a mi cerveza. Manuel regresó a nuestra mesa emocionado. Estaba ligándose rápidamente a su bella interlocutora, una turista que estaba en la ciudad de paso. Dijo que lamentaba pasarse a otra mesa, pero la chica estaba receptiva con él, y no iba a desaprovechar la oportunidad de echarse al plato, o incluso, a la cama de su departamento, a la bella turista que con esa blusa dejaba ver sus voluminosos pechos. —Jugosas esferas —pensé de los pechos de la turista, y nuevamente la frase “geometría básica” llegó a mi mente. Manuel se despidió, dejó su parte de la cuenta y se fue a sentar con su conquista. Desde mi mesa vi cómo pasaba su mano 155


por la cintura a su nueva conquista. Geometría básica. Dentro de poco habría un cilindro de carne masculino entrando en un círculo tibio femenino, y el bombeo haría menear las dos esferotas de la chica. ¡Geometría básica! El Panqué regresó del baño y ni notó que Manuel ya no estaba con nosotros. Mi amigo ya estaba muy borracho. —¿Pensaste en lo que te dije? —¿Lo del títere? —Sí, todo se puede hacer. Pura geometría básica —dijo Panqué. Y durante diez minutos me dio ejemplos de su revolucionario descubrimiento. Que si la mesa era cuadrada, que las banquetas eran rectángulos larguísimos, que si los rombos rojos en los naipes de la baraja. Buscando y encontrando maneras de hacer coincidir a la geometría básica con la vida misma. Incluso mencionó que muchos comportamientos humanos también podría explicarlos con su idea. Y cuando dijo eso, pensé en Flor, mi actriz de teatro, con la que me acostaba siempre de terminar la función. Flor, mi bella y caliente actriz, mi amante, la novia del Panqué. Flor, el Panqué y yo, éramos la perfecta geometría básica. Un triángulo amoroso. Mientras Flor se acostara conmigo y el Panqué no se enterara, el poder de la geometría básica seguiría rigiendo al mundo.

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MÓNICA ESTEFANÍA RUIZ MENDOZA

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ació en la Ciudad de México, en el año 2000. Estudió en el Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur (UNAM), aspirante a la Facultad de Filosofía y Letras, a la carrera de Letras Clásicas. Se ha dedicado principalmente a la práctica y enseñanza de artes marciales y a participar en los proyectos teatrales de su comunidad. Sus autores favoritos son: Oscar Wilde, Fiodor Dostoievski, Charles Dickens, Michel Foucault, Friedrich Nietzsche, Hegel y Miguel de Cervantes Saavedra. Actualmente escribe una saga de fantasía y trabaja en varios guiones para grupos teatrales. 157



LA CIUDAD MÁS PEQUEÑA DEL MUNDO

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a ciudad más pequeña del mundo mide apenas la mitad de la segunda, la cuarta parte de la tercera, y la octava parte de un trombón de cuerdas greco. Allí se escuchaban los más absurdos rumores sobre la llegada de las bestias que sometieron a su pueblo durante las primeras edades y lo gobernaron hasta que ya no. Una explicación sencilla que cambia de tanto en tanto, cuando algún chismoso cuenta una nueva versión en el asoleado de la taberna del hombre toro. “Que vino un salvador, un héroe de esos que recorren montañas y atraviesan los mares para pescar la fama”. “Que los aplastó una bola de fuego que cayó del cielo, enviada por los dioses del aire”; o “que hubo un invierno tan crudo que los congeló”. La verdad, dicen algunos, es que un buen día simplemente se fueron y nunca más volvieron. En las madrugadas de la ciudad más pequeña del mundo, todavía se pueden escuchar los cantos huecos de las pisadas que dejaron con el eco de sus pasos, a través de los tiempos. Fueron criaturas iguales a los hombres, hombres iguales a las criaturas y personas de todos los lados del mundo escucharon su historia con las piernas encogidas, cubiertas por una manta de lana, frente a la chimenea de sus hogares de piedra sedita y escondidos tras los pilares de la madera más agria sobre las tierras de Mangeli. Se decía que eran monstruos de otro tiempo, que llegaron 159


alguna vez al pueblo y se quedaron refugiados entre los arcos de lo que una vez fue la grandiosa ciudadela. Una patria de la que ahora, en palabras de un anciano insignificante pero con una barba muy bien peinada: sólo se respiraban cenizas. La ciudad más pequeña del mundo se atrevió a exportar el ganado, por primera vez desde que los monstruos se fueran, diez años antes del nacimiento de Clauss Almont Redusta Perfeidorte Mardenal Segundo, el heredero del vizconde de la ciudad de Mangeli. Para entonces había quedado claro que cualquiera que tuviera la buena fortuna de nacer después del holocausto de las bestias: “Tenía la suerte de un cedazo”. “De un cedazo…”, le decía siempre su tío Queroco. Perfei había aprendido la frase para sus cinco años, la había olvidado a los siete y para su decimotercer cumpleaños, el tío Queroco se la recordaría de nuevo mientras untaba manteca entre las hebras de las barbas de su cabra más peluda. “Tienes la suerte de un cedazo Perfei, tus abuelos todavía conocieron a las bestias.” “Ya no tienes nada que temer ahora que se fueron. Pero si alguna vez regresan… No, no, tienes la suerte de un cedazo, de un cedazo tienes la suerte” Perfei no sabía qué carajo era un cedazo, en realidad nunca lo supo. Suponía que era algo ni tan bueno para estar orgulloso al respecto, ni tan malo para estar decepcionado. De todas formas su padre le había dicho que nunca debía escuchar a su tío cuando saliera de la taberna de Toro, el hombre toro. Que no era realmente un hombre toro, pero que se jactaba de haber domesticado a uno que vivía en su patio trasero y lo montaba por todo el pueblo como si fuera una mula. No le había crecido la barba cuando descubrió que el toro del hombre toro, era en realidad una vaca negra. Una broma con la que el tabernero les sacaba los pedos a sus clientes cuando estaban lo suficientemente ebrios como para no distinguir un animal de otro, con el fin, probablemente, de que se fueran más temprano. Pero sólo lo hacía con 160


verdadera maña cuando veía que era muy tarde y amainaba el consumo. Y sí, ya era tarde cuando sucedió lo que sucedió. Perfei regresaba de su visita vespertina al colegio para señoritas fuera de la ciudad de Mangeli. Le gustaba compartir la hora del pan con la señorita de buenos modales, la dama Gardine Vancarte, que según su padre, pronunciaba mal su nombre, porque era extranjera. Gardine era la niña más bonita que Perfei hubiera conocido jamás; desde que tenía memoria era la compañera de sus juegos y según su madre, la dama más inteligente de la pequeña ciudad, sería también su compañera de por vida cuando su matrimonio se hubiera consumado. Sin embargo a Perfei no le gustaba visitar a Gardine por que estuviera enamorado, nada de eso. Si Perfei visitaba la escuela para señoritas era porque sus vestidos eran preciosos. Sentía una extraña fascinación por todo lo que Gardine vestía, en los accesorios que llevaba, en su caminar, y en esa pose tan delicada que quisiera poder imitar, y a veces incluso lo intentaba. Se preguntaba por qué él no podía vestir de esa forma y alguna vez estuvo a punto de preguntárselo a su padre, pero el vizconde hizo una mueca hosca desde lo profundo de la severidad de su calva con apenas insinuarlo y al ver que su hijo no desfundaba las palabras, lo hizo por él: “Las mujeres son mujeres, los varones somos varones. Las mujeres usan enaguas para que se las pueda penetrar cuando uno quiera, se ponen esas correas para que uno las pueda montar, y tú vas a ser vizconde algún día, cuando ese día llegue, serás, entre todos los varones, el más hombre.” Y ese día hubiera llegado de no ser por lo que sucedió en ese otro día. Ese otro día, la noche estuvo tranquila, como una de esas donde vino al mundo el señor de las bestias que, según las historias de cuna, se había llevado a todos los monstruos amarrados 161


del cuello hasta las profundidades del agujero. Antes, porsupuesto, había nacido como todos; con cinco dedos en cada una de las manos y tremenda vara entre las piernas, porque eso sí, el señor de las bestias, era el más hombre de todos los hombres. Había nacido entre las piedras y su madre fue la diosa blanca de Nitzar. Cuando llegó no lloró un solo gemido y supieron los viejos que había llegado el salvador, el que traería la paz, la paz más pacífica de todas. La paz que Perfei experimentaba cuando regresaba a su casa en los lomos de su caballo gris, en la nocturna de una veda silenciosa. La casa estaba escandalosamente tranquila, tan quieta como dormida. Su madre había dado a luz un día antes, y Perfei hubiera tenido un hermano menor si el muy cabrón no hubiera sido tan débil para respirar. La partera dijo que de nacer en la luna del día siguiente se hubiera salvado, pero su estúpida madre no se pudo aguantar una noche de dolor en las caderas, que vergüenza. Después de eso, su padre ni la miraba, se había metido en la taberna del hombre toro con su tío y llevaba bebiendo allí desde entonces. Su madre sollozaba en silencio y tenía las luces de los candelabros tan bajos, que desde afuera apenas se podían ver las llamas salteadas de las velas. Perfei hubiera preferido pasar la noche con Gardine, pero la tata le había prohibido hacerlo de nuevo desde el incidente con el cenicero que a nadie le conviene contar. Al pasar tuvo todo el cuidado de no hacer ruido, atravesó por el pasillo que separaba su habitación de la de su madre con las famosas hurtadillas de un gorila rojo de los cuentos llanos y cuando llegó a la puerta de su habitación a salvo, soltó un suspiro. Se quedó parado frente al armario por un segundo y luego lo abrió con una sonrisa embotada. Del espectáculo de ropas saltaron los colores más atrevidos y entre todos los vestidos, le bastó con una mirada para encontrar el indicado. El viejo armario de 162


su madre estaba en la habitación de Perfei de la manera más conveniente, porque el joven muchacho había pedido un segundo armario para sus ropas, y luego de un berrinche insoportable, su padre cedió con la condición de que debía compartirlo con su señora madre. La verdadera intención del niño, residía precisamente en esa pequeña condición. Tomó el vestido entre sus manos, la tela se sentía como la piel de su madre, incluso desprendía su aroma al pasar la mano por el contorno. Era perfecto. Todo lo que el niño siempre imaginó. Pasó unos segundos contemplándolo, lo tendió en la cama para verlo mejor y finalmente se lo puso. Había visto a las señoritas de la escuela para señoritas, vistiéndose con ayuda de las siervas, sabía dónde meter cada extremidad, no se atoró con ninguna. El único problema era la talla, su madre era una mujer pequeña, pero una mujer al final, Perfei era solo un niño delgado, sin curvas, y sin senos para rellenar el busto, y de repente tuvo el presentimiento de que no le gustaría el resultado cuando se mirara al espejo. ¡Ping, gong, ping, gong! Sonaron las campanas. Anunciaban la muerte de su hermano, su medio hermano, su “casi hermano” sería más correcto decir. Quizá su madre no estaba lista para aceptarlo porque tan pronto como escuchó aquello, chilló unos berridos de agonía que su padre pudo escuchar en la taberna a más de tres leguas de distancia. Perfei se quedó parado contra la pared, con la respiración al trote, muy silencioso; esperando escuchar los pasos de su madre aproximándose a su habitación. Pero no fue así, ella bajó por la escalera gritando ¡Mi bebé! ¡Mi bebé! Y luego de un rato, nada, el silencio de nuevo. Perfei asomó la cabeza desde la puerta, ya no había nadie en casa. Estaba completamente solo. Pensó que debía seguir a su madre, a dondequiera que se dispusiera ir, pero cuando pasó frente a su habitación, donde había un enorme espejo cubierto 163


de joyas y alhajas, le brillaron los ojos. Entró con un morbo animado en la habitación y cerró la puerta. Había tintas y polvos; su madre usaba esas tintas en la cara para verse aún más hermosa, tal vez él también podría. Sí, eso debería arreglar el desperfecto del vestido. Así lo hizo y en poco tiempo había quedado satisfecho con la obra de arte que era ahora su rostro. Se preguntaba por qué no lo había hecho antes; si su madre hubiera regresado en ese momento, hubiera encontrado a su hijo con dibujos amorfos e intentos de caricaturas por toda la cara, pero no lo hizo, no regresó. Y por lo tanto Perfei siguió pensando que se había convertido en un gran artista. De pronto las campanas volvieron a sonar, esta vez más rápido y en notas desconocidas para él. El responsable de tocarlas casi sonaba desesperado. Perfei echó una mirada por la terraza. La gente de afuera corría hacia el templo del centro. ¡PING GONG, PING, GONG! ¡PING GONG PING GONG PING GONG! Perfei se asustó. Un sonido nunca antes escuchado por un niño solitario en su casa, vestido con las ropas de su madre y con devastadores tatuajes en la cara, hizo que el muchacho se echara bajo la cama, temblando. ¡PING GONG PING GONG PING GONG! Seguían las campanas. Pero de pronto todo se quedó en silencio. Perfei tardó un rato en encontrar el valor para sacar la cabeza de debajo de la cama. Cuando lo hizo, ya más tranquilo, se arrastró, temeroso en busca un soporte para sacar el resto de su cuerpo. Estiró la mano y atrapó lo que le pareció el tubo de metal más frío que hubiera tocado jamás, y ahí estaba él saliendo de la cama, cuando se dio cuenta de que el tubo era en realidad la pierna de un hombre. Perfei gritó y se golpeó la cabeza con la base de madera de la cama. Ese hombre era más alto que los otros hombres, más alto que el hombre toro y aún más alto que el “toro” mismo; se le miraba más enojado que a su padre cuando le dijo que le gustaría usar un vestido y aunque quiso retroceder para 164


volver al refugio de la cama, el hombre frío tuvo la fuerza para arrojar el mueble contra el muro y dejarlo al descubierto. Perfei se sintió expuesto y comenzó a llorar, creía que su padre había mandado a sus hombres a encontrarlo y que lo castigaría por cómo iba vestido. En ese momento Perfei dejo de ser… como decía su tío, un cedazo. Porque ese día, las bestias volvieron.

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ARNOLD GERARDO TRUJILLO JIMÉNEZ

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ació en la Ciudad de México en 1982. Estudió la licenciatura en Derecho en la FES ACATLÁN (Facultad de Estudios Superiores Acatlán). Tomó un curso de Creación Literaria en el 2015 y a partir de eso ha tenido el gusto por escribir. Se ocupa en trabajar dentro de un despacho jurídico y en dar clases en una universidad. Sus obras favoritas son Las aventuras de Tom Sawyer, Estudio en escarlata y El caballero de Olmedo. 167



LA VERSIÓN DEL LOBO

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n esta ocasión, la mañana dio inicio sin oír el “había una vez…”; por el contrario, un morboso grito que perturbaba la paciencia y la tranquilidad del enjuiciado, agitaba desde temprano las masas del bosque y las aldeas con un: “¡Hoy será sentenciado!” Se había adornado de fama el caso; de pena, la bestia, y de encanto, la dama; el tribunal estaba listo para juzgar y sólo quedaba pendiente la versión del lobo. Cuchicheos estrafalarios y susurros increpantes con ese olor a muchedumbre sudorosa, eran la obertura de una oda de justicia sin tregua; abundaban las miradas iracundas fervientes de castigo, ensordecían la sala con bocas desdentadas, deseando ver morir al loche. Entonces, bajo la sed que inspira la venganza, toda esa fétida multitud fue silenciada con el poder de un estruendoso mallete. —¡Silencio! —dijo el juez—. Hagan pasar al acusado, ¡que rinda testimonio! Mucho se decía de aquella alimaña; que si era salvaje, ruin y furtivo. Indistintos abucheos lo llamaban la emulación de la perdición mientras encadenado y enjuto se movía cansado hacia el estrado para precisar los hechos. Una vez colocado, soltó una feroz mirada sobre la audiencia y en especial sobre ella; enseñó las armas del hocico y aplacó el disturbio con un aullido. 169


—¡Auuuu! ¡Auuu! ¡Aún faltan hechos por contar! —exclamó enfadoso—. Cuanto más complejo es el acto, de mil formas florece un mito y en cuanto fieras se cita, la distorsión de los acontecimientos irrita. Eh aquí pues, la corrección de la historia, los menesteres del colmillo y el lobo; una réplica tardía quizás, sobre la obscura treta que tú; caperuza, te dispusiste a contar. ¿Qué estabas pensando insulsa mujercilla? Levantaste en perjuicio de mi nombre la más terrible historia ¿Tal es el mal que te hizo el cariño mío? ¿Olvidaste acaso ése, nuestro primer encuentro? Tú tan perdida y yo tan hambriento, éramos dos solitarias mitades; pero juntos, ya éramos uno… —¡Bestia infame! —interpuso el magistrado—; olvídese de los remaches y remítase al hecho, no divague. —¡Grrrrrr, lo que ordene, su señoría! Repugnante audiencia, deben saber ahora mismo, que la causa de cruzarme con esta bella mujercilla, no fue motivo el hambre, sino el pronto auxilio; llegué a ti, mi extraviada cortesana, sólo para indicarte el atajo del camino corto. Cegado en tu carmesí, pronto escondí mis afiladas garras; confieso, sí, te volviste mi idilio y de aquella culpa, culpable soy. Comenzaste con intencionados coqueteos a seducir mi poderosa fiereza; tus rosadas mejillas, tu divina sonrisa y aquella cabellera obscura amordazaron la salvaje sed de sangre que tenía entre las quijadas. ¡Pude bien tomarte del cuello con este triturador hocico si así lo hubiese querido!, para saciar todo el apetito de carne que residía en lo más profundo de estas entrañas; mas tú, fina caperuza; supiste diluir todo vestigio indócil con que nace un animal, pues cegado en amor, me conduje pronto a deslizarme por el faldón de tu colorado vestido; era ya sin remedio, el mendigo solicitando una pronta caricia. ¡Oh, qué tragedia! ¡Domada bestia! Ahí estaba a tus pies el fiero lobo, la sombra del bosque. Pero no colmada con semejante entrega, por obra de la vanidad que ocultaba bajo esa coraza caperuza, me exigió escol170


tarla hasta la casa de la abuela. ¡Señor juez, por Dios! Nunca supe de una maldad más grande que la de un lobo. Por supuesto, en la choza no hubo huella de la vieja pretenciosa; era una farsa que escondía una intencionada cama. Me invitó a pasar la noche en la cabaña y yo; tan sólo una fiera, sin remedio cedí al poder de mis instintos; para entonces ya no había ni colmillos, ni bestia, ni nada; sólo estaba desnuda el alma de este cánido ser encantado por las obras de cupido. Todavía recuerdo que, sin mesura, ella disfrutaba el placer de verme tragar mi domesticada figura; ahí, bajo las sábanas, en su entrepierna de infinito goce, llena de insolencia y embuste, dura en sí misma, como el regalo de unos rosados pezones mágicos, seductores con los cuales sin recato, en la cama me dijo: “¡Qué ojos tan grandes tienes!” La devoción con la cual el fiero animal describió la escena, capturó, cual buen cazador, todas las atenciones; impávidos caballeros, espantadas señoras y uno que otro niño interesado se mostraban expectantes sobre aquella narración. —Yo contesté de inmediato ¡Tan grandes que lo son y dilatados por supuesto, su trabajo es absorber de esta vida, tu imagen. —¿Hay más? —¡Hay más! —replicó el lobo—. Una vez oída mi respuesta, me volvió a indicar: ¡Qué orejas tan grandes tienes! Yo respondí; estiradas por necesidad, pues esta noche de tu corazón no se oye el palpitar. —¡Objeción! —se escuchó por ahí. —¡No a lugar! Continúe, señor lobo. —¡Como lo ordene! Decía que la caperuza estaba muy atenta a mi imagen; me miraba sin cesar y ahora con su mano suave, me dijo al palpar: ¡Pero qué nariz tan grande tienes! Entonces yo tomé esa misma mano y me la llevé al pecho para responder: ¡De mi amor es brújula y guía!, instrumento para encontrarte; desde ahora has de saber que he memorizado tus divinos perfumes y 171


no hallo mejor aroma que el emanado de tus sabores. Luego de escucharme, la caperuza me hizo una pregunta. —¿Cuál? —Me preguntó: ¿Y por qué tienes esa boca tan grande? —¿Y le respondió? —¡Sí, señor! antes de sufrir el embate, yo respondí: No más que mi corazón, ¡tómalo, es todo tuyo! Abrí mi pecho y se lo di. Quise dar más, pero sólo estas últimas palabras le ofrecí: ¡Ten de igual forma estos labios, pues así tan salvajes como los vieres, te los ofrezco pidiendo pongas en ellos con tu beso, la marca de mi suerte! —¿Eso es todo lo que tiene que decir? —No, aún hay más; como dije, sufrí un ataque. Una vez enamorado, yo era ingenuo animal, pensando poco en la supervivencia, olvidé mi precaución ancestral. Más tarde y de improviso llegó otro amante, uno de antigüedad; cazador clandestino que a la cabaña se introdujo sin piedad; la escena, por supuesto, a la caperuza de ningún modo convino; desnuda ella, desnudo yo, ¿qué más se pudo pensar? ¡Un ataque, calamitosa coincidencia! Eso dijo, que pensaba comerla, pero el comido fui yo. Después de gritar, se ajustó las ropas y desdeñosa se sacudió mi pelaje. Hervido en ansia, el osco señor intentó matarme, mientras poco a poco en la captura, la desilusión me caía en la cuenta; él como yo, se pensaba el único, ¡cuál fue nuestra sorpresa! De inmediato rasgó de este lobo el pecho hasta las entrañas, afloró mis adentros y miró… vísceras y panza, pero no mi rojo corazón. En venganza, me ató de los extremos de un ropero y una dura roca en mi tórax, hundió; luego a mi pellejo con maltrato hizo la zurcida, mientras deleitado decía que la vida me perdonaría. ¿Qué peor cosa hay en esta vida que andar por el bosque con corazón de arcilla? Pensé, ingenuo, que el martirio había cedido, pero aún trastornado, el cazador me llevó al río. Fui lanzado, del amor desterrado; 172


un cánido abandonado a punto de morir sin ser escuchado; pero las aguas del caudal, puras en su clase, entendidas y sabias de la naturaleza silvestre, a esta bestia convaleciente con su torrente salvaron insistente. Y así, su señoría, es como yo amé a la caperucilla; sin miedo ni codicia, por lo que una vez mostradas mis razones, ahora sí es todo lo que tengo que precisar. Una vez escuchada la oratoria agreste, el terrible juez con muecas en el rostro se preparó a dictar la definitiva sentencia. —¡Con todo lo que se ha oído, no hay mucho qué decir! Éste es mi veredicto: ¡Denle muerte al animal proscrito! Iracundo, por supuesto, de inmediato el fiero lobo de sus cadenas se deshizo, cegado en odio saltó por la ventana donde una vez detenido, con rabia puesta en los ojos, una advertencia a sus adversarios dijo: —¡No vine para ser asesinado, peste humana de pésima calaña! Mis palabras apostaban por hacer saber la verdad. Y no conformes con estas marcas rajadas en la panza, todavía se me piensa despachar. ¡Caperuza, cazador, esta cuenta sólo con sangre salda! Aquí yacen reconfortados en sus trémulas tierras, pero allá en el bosque, ¡la ley del colmillo pertenece a las fieras! Esas fueron las últimas palabras de aquel lobo antes de escabullirse; luego, sonó un intimidante rugido con el que la gente quedó inamovible. Aquel juicio dejó a la audiencia dividida; unos a favor, otros en contra; pero lo cierto es que, lo más importante, no fue el perdón o el castigo, sino la evidencia de que aún la naturaleza más salvaje es sujeta a ser amable y engañada. Tal vez por eso, allá en las noches del bosque, si se llega a escuchar del lobo el aullido, sea éste un grito de guerra y desprecio, contra la capa roja, contra el amor y el olvido.

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PREMIO ARIADNA DE CUENTO 2020 FINALISTAS DIGITALES

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VALENTÍN ANTÚNEZ PAVÓN

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s licenciado en Psicología por la Universidad Autónoma del estado de Morelos, con una maestría en Psicología Clínica. Desde joven mostró interés por las causas sociales. Tuvo la oportunidad de desarrollarse profesionalmente en el primer nivel de atención a la salud. Ejerció como docente en una escuela de nivel medio superior, desarrollando la clase de Filosofía. Actualmente se dedica a brindar apoyo y orientación psicológica en un hospital comunitario. Su participación en el Premio Ariadna de Cuento 2020 materializa las ideas humanistas que enarbolan su sentido de vida, dando la oportunidad de retomar el papel activo de las personas frente a las complejidades de la vida cotidiana. 177



EL MIEDO A COATIMIS

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omo el crujir de los pasos de un gigante al caer sobre un montón de hojas secas, puestas en el suelo acarreadas por las tardes otoñales, así se escuchaban los huesos de aquellos que se atrevían a enfrentar al COATIMIS. La duración del estruendo al masticar a sus presas, hacía imperceptible el eco que se producía con cada bocanada de esta bestia, que había encontrado en la caverna de los espejos, un lugar perfecto para habitar. Nadie sabía cómo era, de dónde es que había llegado, ni tampoco qué era lo que quería. Y es que nadie que le hubiera visto, incluso de reojo, había podido escapar con vida a este encuentro. Lo cierto es que cada noche, los Sonmula, habitantes del universo treinta-y-dos, eran asolados durante sus ensoñaciones con las peores pesadillas provocadas por esta abominación. Ancianos, jóvenes, adultos, todos por igual, sufrían los malestares emocionales de estos sueños. Durante ellos, el COATIMIS se volvía el dueño y señor de la histeria y ansiedad personal al punto de esclavizar a cada uno con terribles miedos. La fobia era nada comparada con todo lo que cualquier habitante del treinta-y-dos padecía al anochecer. Cuando los primeros rayos de la Supernova matutina volvían a iluminar los rincones de aquel universo, los Sonmula temían hacer sus quehaceres cotidianos, pues cada que intentaban 179


realizar algo, esto les terminaba saliendo siempre mal. Cada que intentaban componer algo, terminaba más descompuesto; cada que intentaban solucionar un problema, surgían con otros dos más; cada camino que intentaba reparar, terminaba por afectar a otros tres, y así, en todos los lugares, en todos los momentos, en todos los placeres. Los Sonmula antiquísimos decían que esto se debía al temor que por las noches causaba COATIMIS: volvía a las personas inseguras, decían. Ya nadie quería hacer cosas ni casas, ni tazas, ni platos, ni platillos, ni alimentos, ni sembrar, ni trabajar, ni aprender. A los más pequeños se les educaba en estrategias para “soñar bien y mejor” a fin de evitar los sueños de esta bestia, pero nada ayudaba sino que al contrario, como todo lo que ocurría en treinta-y-dos, los niños empezaban a tener miedo del COATIMIS, aún sin siquiera tener la habilidad de soñar. En muchas ocasiones, aquellos que se decían más valientes iban a luchar contra la bestia para librarse de todas sus inseguridades y temores, pero el resultado era el mismo, nadie de los que iban a la cueva de los espejos regresaba. Nadie hasta ese día, en el que algo ocurrió. Parecía un día como cualquier otro, el clima estaba caluroso, el aire era sofocante, las actividades monótonas y las personas inseguras. Lo único que fue diferente fue lo que se dijo aquel día. Una mujer de nombre Sofía se dirigía a su primogénito, a quien en vida su padre había dado el nombre de Filos. Con un ademán de aparente libertad, con la voz tranquila pero a la vez enérgica, Sofía le confiaba a Filos su deseo. Se acercó a su hijo, que por aquellos entonces contaba con una vida de doscientas lunas llenas, y le dijo: “No temas soñar, no temas temer, no temas equivocarte”. Estas palabras se las pronunció varias veces, hasta que Filos le interfirió preguntando, como cualquiera que descubre una sorpresa ante sí y quiere conocer inmediatamente su con180


tenido, sobre qué era eso que le decía su madre. Sofía respondió que las personas habían estado mucho tiempo luchando contra el miedo, luchando contra COATIMIS, intentando que sus actividades diarias fueran siempre perfectas. Por lo que ahora, le pedía a su hijo que no luchara, que aceptara que el miedo era parte de él, que no le temiera cuando se presentara, sino que aprendiera a convivir con el temor. Así, Filos pasó la noche cobijado bajo las palabras de Sofía, y así cobijado, también soñó. Hasta la fecha, nadie sabe lo que soñó aquella ocasión y tal vez porque no importó mucho. Lo que trascendió fue lo que hizo al amanecer. Dicen los que lo vieron, que Filos caminó sin interrumpir su paso hasta la caverna de los espejos. Por su corta edad para enfrentarse al COATIMIS, algunos trataron de detenerlo, pero fue en vano, en sus ojos había una seguridad y decisión que no habían conocido jamás. Ese día, el resto de los Sonmula esperaba con el temor de siempre, escuchar el ruido que aparecía, cada que alguien entraba a la cueva de los espejos pero nadie escuchó tal cosa. Al trascurrir la noche, el universo treinta-y-dos pasó de la oscuridad a los rayos matutinos sin padecer pesadillas. Todos estaban sorprendidos por este nuevo hecho, todavía temerosos, no sabían qué pasaba. Fueron Filos y Sofía los que contaron a los Sonmula lo que ocurrió en aquel lugar. Al entrar a la cueva, Filos se topó con una luz que iluminaba las siete columnas bañadas de cristales y que eran las que sostenían la cueva, cada una de las cuales reflejaba los temores propios del joven pero Filos no se inquietó, no luchó contra sus temores, ni hizo lo que los demás hacían, que era romper los espejos para no ver sus miedos, terminando cortados por ellos mismos. Filos, al contrario, se dio la oportunidad de observarlos, de conocerlos, de mirarlos desde todas las perspectivas y así pudo hacer lo que le dijo Sofía, “no temas al temor”. Filos no temió ni huyó de COATIMIS, sino que se animó a ir por él. 181


Cuentan los que vivieron cerca de ese universo que Filos y Sofía recorrieron los rincones de algunos universos similares e hicieron que otros confiaran y se sintieran seguros. Que tuvieran la seguridad de que en algún momento tendrían que fallar, de que en algún momento la perfección a la que aspiraban y el control que querían tener de todas las cosas, no era siempre posible. Encaminaron a muchos para hacerles notar que los temores existen, y aún más, que los temores son producto de lo que cada uno oculta, niega y rechaza. Que lejos de olvidar los miedos debemos empezar a conocerlos. Que aprendamos a vivir con ellos y no por ellos. Que si dejamos de hacer las cosas por temor a equivocarnos, si dejamos de participar por temor a las burlas de los demás, que si tenemos miedo a ser diferentes por el temor de ser juzgados por otros, que si tenemos miedo a hablar y levantar la voz por el miedo a vernos mal, si hacemos eso el miedo nos absorberá y no seremos más nosotros mismos. Al fin de cuentas al imponerse al COATIMIS hacemos eso, nos enfrentamos a nosotros mismos. El COATIMIS es, pues, el “COnócete A TI MISmo”. Dicen que algunos otros secretos de Filos y Sofía los han guardado ante un posible regreso del miedo a COATIMIS. Dicen los que saben, que han llegado a ver algunos de ellos en algunos objetos, que estos objetos tienen a veces forma rectangular, o cuadrangular, y que tienen algunas manchas de tinta sobre ellos. Dicen que algunos llaman a estos objetos libros. Y bueno, yo ya empecé a buscarlos. Espero tú me ayudes y podamos encontrarlos más rápido. Te dejo mi nombre arriba, por si te animas.

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MA. DEL SOCORRO CANDELARIA ZÁRATE

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ació en San Luis Potosí, en 1973. Estudió Economía en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP). Ha dedicado su carrera profesional a la enseñanza y a las actividades administrativas dentro de la educación a nivel superior. Actualmente, es directora de la Escuela de Negocios de la Universidad Marista de San Luis Potosí y docente de asignaturas relacionadas con la economía y el emprendimiento; bajo su dirección se encuentran las licenciaturas y los posgrados en el área de Negocios que maneja esta Universidad. Desde hace más de diez años colabora para la Revista Digital miNatura, una publicación española dedicada a la fantasía, la ciencia ficción y el terror. Hoy, dedica tiempo a revisar cuentos de su autoría escritos hace algunos años, con el fin de autopublicarlos. Recientemente, recibió una Mención Honorífica en el Certamen 2020 de La cabra negra y sus mil relatos, sexta edición. Sus escritores favoritos son Stephen King, Edgar Allan Poe, Carlos Ruiz Zafón, J. R. R. Tolkien, George R. R. Martin y J. K. Rowling. 183



EL REY BRUJO

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stas vacaciones comenzaron con un mal augurio. Mamá empezó, semanas antes de mi partida con papá, a decir que tenía un mal presentimiento: “Carlos, hijito, mejor no vayas”. Todos los días me recomendaba que no me fuera, que algo malo me iba a ocurrir, que su corazón de madre se lo decía. Yo me angustiaba mucho porque en ocasiones anteriores cuando mamá hablaba de un presentimiento, éste se hacía realidad y alguien moría o le ocurría alguna desgracia grave. Transcurrieron las semanas y llegó el día del famoso viaje con papá, a esas alturas mamá ya no hablaba de sus presentimientos y eso me tranquilizó. Además, viajaríamos a un lugar seguro y aburrido: la vieja casona del abuelo. Cuando llegamos al lugar, recordé lo grande que era la mansión de mi abuelo. La última vez que estuve aquí tenía seis años de edad y todo lo que había dentro de la casa me parecía impresionante. Mi abuelo tenía gustos exóticos, coleccionaba objetos raros que traía de sus viajes alrededor del mundo; pero su mayor pasión siempre fueron los libros, era todo un bibliófilo. Contaba mi padre que mi abuelo siempre quiso ser escritor, sueño frustrado ya que no tenía talento. Nunca estuve seguro de si en realidad el abuelo tenía o no facilidad para las letras, la verdad no lo traté mucho y el día que lo conocí fue amable conmigo; 185


pero no me demostró cariño. Mi padre le guarda gran rencor por su repentina desaparición. Hace más de cinco años que se marchó de forma inesperada y no volvimos a saber nada de él. Creo que papá lo odia por haberlo hecho sufrir con su partida, así que cuando habla de él siempre dice cosas negativas, entre ellas que no era más que un escritor frustrado, un loco aficionado a las artes oscuras, a la magia negra, un rico extravagante y un hombre solitario. Mi padre quedó como dueño de todas las pertenencias del abuelo. Él poco viene a esta mansión, suele usarla sólo en períodos vacacionales. El divorcio de mis padres me llevó a que yo conviviera poco con papá; mi madre me prohibió verlo más allá de los tiempos marcados por el juez. Estas vacaciones me toca estar con él y ha decidido pasar unos días en la casa de mi abuelo. No fue muy de mi agrado la propuesta, a mis catorce años de edad deseaba pasarlas con mis primos y viajar con ellos a la playa. Ahora pasaré mis vacaciones lejos de la ciudad, de mis amigos, de mis primos, de mamá y de la playa, metido en una casona en el campo en medio de la nada, sin vecinos, ruido, diversión, televisión, teléfono y computadora. En compañía de la odiosa esposa de mi padre para quien no soy de su total agrado. El primer día en busca de un poco de diversión, recorrí la casa y sólo logré que papá me regañara por entrar en habitaciones que consideraba inapropiadas para mí, ya que contienen objetos raros que según sus teorías son cosas que el abuelo pudo haber traído de Cuba, Haití o cualquier otro país del Caribe para practicar la santería o peor aún, la magia negra. El segundo día encontré este lugar, su gran biblioteca, y la verdad es que papá no me dijo nada por pasar el día entero metido aquí. Estaba rodeado de papel y tinta, había encontrado cosas muy interesantes. Libros que eran primeras ediciones de novelas de autores muy reconocidos; supuse valdrían una fortuna. Vi cosas impactantes 186


guardadas en una vitrina, pero las que más me sorprendieron por su antigüedad fueron una Biblia impresa por el propio Gutenberg, una obra de Shakespeare y una Geografía de Claudio Ptolomeo; estaba seguro de que tenían un gran valor económico, seguro que mi padre no lo sabía o de lo contrario ya los hubiera vendido. Encontré primeras ediciones de Poe, Kafka, Cervantes, Verne y muchos más que no conozco. Luego vinieron los especímenes raros, tenía una colección inmensa de libros de brujería y muchas novelas de terror. Era una biblioteca inmensa, con libreros de madera de caoba que iban de piso a techo y de pared a pared. El lugar olía a papel, a madera y era como estar en otra dimensión, no se oía ruido alguno. Salí del lugar cuando la esposa de papá me llamó a cenar; pero me quedé intrigado por revisar bien el gran escritorio del abuelo y los cajones que había en él. Papá contó que mi abuelo pasaba muchas horas encerrado en la biblioteca y había noches en que ni siquiera subía a dormir a su recámara. Durante la cena mi padre me preguntó: —¿Dónde pasaste todo el día Carlos? —He estado en la Biblioteca del abuelo. —¿Todo el día? —Sí papá, ahí estuve todo el día. —Luis, no creo que un muchachito de catorce años como Carlos sea tan aficionado a la lectura para pasar encerrado todo el día en una biblioteca —dijo Jessica—, vigila qué está haciendo este jovencito. De dónde le salió ahora lo culto si su desempeño en la escuela no es nada bueno. —Jessica, no estoy haciendo nada malo —respondí de forma airada—, ayer te molestaste porque andaba entrando a los cuartos del tercer piso. Ahora te enojas porque estuve sentado en la biblioteca. —¡Carlos! no le hables así a mi esposa; ella sólo se preocu187


pa por tu bienestar. Discúlpate ahora mismo. Amor, déjalo estar ahí, es un lugar seguro y tranquilo. No opuse resistencia alguna y le ofrecí disculpas a Jessica, ya que no quería hacer enojar a papá y que me prohibiera al día siguiente terminar de revisar el escritorio del abuelo. Acabé pronto de cenar y me retiré a mi recámara a dormir. Estaba seguro de que el escritorio del abuelo guardaba grandes sorpresas, tantas como su propia biblioteca. Ahora sabía que la biblioteca y el escritorio de mi abuelo, me darían el entretenimiento que ni la propia casa podría ofrecerme. Al día siguiente, después de desayunar, me encerré en la biblioteca. Me senté en el sillón de piel del abuelo y me dediqué a abrir los cajones. Encontré cosas interesantes: cartas, papeles extraños, códigos y demás. Luego intenté abrir el cajón de en medio y estaba cerrado con llave. Ahora ya estaba seguro de que el cajón guardaba un gran secreto. Salí de la biblioteca y me dirigí a la cocina en busca de un cuchillo para abrir el cajón. Estuve unos quince minutos forzando la cerradura hasta que por fin cedió. Cuando lo abrí casi estuve a punto de llorar de la decepción, ya que sólo había una pluma fuente, un tintero y una vieja y gruesa libreta de piel negra desgastada con todas sus hojas de pergamino, que con letras doradas en la cubierta decía: Rey Brujo. La pluma era preciosa, así que la tomé, la revisé, escribí unos cuantos garabatos en una hoja de papel para ver si servía y la guardé en la bolsa de mi pantalón. Estaba decidido a llevármela. Con desánimo hojeé la libreta y de pronto vi que estaba escrita con una perfecta caligrafía que con sólo verla llamaba la atención. Había también dibujos hechos con la misma tinta. Pasé rápido las hojas y al terminar la última, tuve la impresión de que los dibujos se movían. Pensé que era sólo imaginación mía, tal vez fue la velocidad con la que revisé el libro; después decidí ver los dibujos de forma detenida; estaban muy bien hechos pero 188


daban pavor, eran escenas muy dramáticas y llenas de maldad. Cuando regresé las hojas, los dibujos habían cambiado y eran otros muy diferentes. Comencé a sentir miedo y decidí dejar el libro guardado en el cajón. De pronto algo se movió detrás de mí, vi correr una sombra por el piso y al pasar debajo de mis pies me tocó y pegué un brinco. Era el gato de Jessica, maldije al animal y grité: — ¡Ojalá te pudras en el infierno, maldito! Con temor y llevado por la curiosidad saqué el libro del cajón y volví a abrirlo, me asusté al ver que en la segunda hoja, el gato de Jessica estaba en un dibujo ardiendo en las llamas intensas de una hoguera. Se me aceleró el corazón y cerré el libro de golpe. De pronto escuché el grito de la esposa de mi padre y salí corriendo de la biblioteca, papá se asomó desde arriba de las escaleras y bajó corriendo al ver que el gato de Jessica se encontraba en medio del recibidor quemado y muerto. Papá abrazó a su mujer y la retiró del lugar. Yo me quedé parado junto al gato, temblando de miedo. Volví a la biblioteca, estaba seguro que yo había sido el causante de la muerte del gato. Me sentía muy culpable, lo que dije lo hice sin pensar, sólo por el susto que me había dado, no odiaba al gato y no deseaba verlo muerto. Todo lo que había pasado era responsabilidad del libro: el gato me asustó, lo maldije, luego vi al gato arder en un dibujo dentro del libro y segundos después el gato estaba muerto. Corrí al escritorio, saqué el libro tratando de entender lo que pasaba y en la primera página leí: “Este libro le pertenece al Rey Brujo, él tiene el poder de quitar la vida y de cumplir deseos. Estas facultades las adquirió a lo largo de muchos años, muchos viajes, mucho aprendizaje, mucho estudio y mucha magia acumulada. El Rey Brujo vivirá eternamente, escribirá las historias más maravillosas, más terroríficas, más fantásticas que jamás se hayan leído y mostrará en 189


sus dibujos lo que su mente creadora ha logrado imaginar a lo largo de toda una vida. Trascenderá a generaciones y superará a los escritores más brillantes que el mundo de las letras haya conocido jamás”. Comencé a recorrer las hojas para ver quién era el Rey Brujo y en mi primer intentó no lo encontré; volví a revisar las hojas y veía los dibujos cambiar y las palabras también, muchas historias nuevas se estaban creando y desapareciendo a una velocidad impresionante. Traté de tranquilizarme y pensar con calma. Después deseé con todo mi corazón que el Rey Brujo se mostrara en la hoja. Sabía que tenía que pensarlo. Cerré los ojos, detuve el libro abierto por la mitad y con el corazón acelerado decidí enfrentarme a la cara de él. Al ver su imagen aventé el libro al piso, salí corriendo y gritando, estaba histérico. Mi padre bajó las escaleras corriendo y me tomó con fuerza por los hombros, me sacudió y me dijo: —¿Qué pasa Carlos?, dime, ¿qué tienes? —Papá, por favor, vámonos de aquí. El abuelo no ha desparecido, vive dentro de un libro y es muy malo. Se hace llamar “Rey Brujo”. Tiene un aspecto horrendo, refleja maldad y odio en sus ojos, estoy seguro que si quiere, puede acabar con nosotros. Él mató al gato de Jessica. Mi padre no puso en duda lo que dije, le gritó a su esposa que bajara inmediatamente, nos subimos al coche y arrancamos sin voltear atrás. Yo me sentí a salvo, hasta que de pronto algo comenzó a vibrar en la bolsa de mi pantalón. Supe de qué se trataba, era la pluma del “Rey Brujo”. Entendí que no estaría a salvo, eso era consecuencia de hurgar dónde no debía y de robar, sobre todo de robar; entonces dije: —Papá, debemos regresar. — ¿Por qué Carlos, qué pasa? No le respondí, saqué la pluma y se la enseñé mientras él 190


me observaba por el espejo retrovisor. Detuvo el coche de forma violenta y dirigiéndose a Jessica y a mí nos dijo: —Tranquilicémonos, hemos actuado precipitadamente y salido tan de prisa que no recuerdo si apagué las luces o no. Debemos regresar y recoger nuestras pertenencias, apagar luces y cerrar el lugar. En cuanto lleguemos a casa de mi padre, Carlos y yo pondremos orden en la biblioteca y revisaremos que todo en la casa este cerrado y apagado. Jessica, tú subirás por nuestras cosas y nos esperas en la entrada, ¿de acuerdo? —Sí, de acuerdo —respondimos Jessica y yo. Al llegar a la casona, Jessica subió a las recámaras por nuestras maletas; papá y yo recorrimos la casa completa apagando luces y cerrando puertas, poniendo orden a las cosas. Quince minutos más tarde, estábamos los tres en la entrada de la casa dispuestos a partir. De pronto las puertas de la entrada se cerraron con un golpe fuerte y todo quedó en una oscuridad completa, los tres intercambiamos una mirada y mi padre dijo: —Tranquilos, fue sólo una corriente de aire la que cerró la puerta. Entonces, una voz fuerte se hizo escuchar: — “ESTÚPIDOS, NADIE ESCAPA DEL REY BRUJO”. Recordé las palabras de mamá: “Hijo, no vayas a ese viaje, es peligroso”. —“Mamaaaaaaá” —grité sin que ella me escuchara. La casa ahogaba mi voz.

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JOSÉ LUIS CASTILLO CONTRERAS

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ació en la Ciudad de México, en 1974. Estudió la carrera de Literatura Dramática y Teatro en la UNAM, especializado en dramaturgia. Además, es pasante de la maestría en Estudios Mesoamericanos en la misma casa de estudios. A lo largo de los años se ha dedicado a la escritura de textos teatrales, principalmente para jóvenes. Algunos de ellos han sido reconocidos en el Festival de Teatro Universitario organizado por la UNAM y el concurso Mirada Libre realizado por el IAPA (Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones). Ha escrito alrededor de veinte obras, entre las que se pueden mencionar: “Tríptico con manzanas”, “Las Euménides”, “Corazones rojos”, “Don Juan y otros demonios”, “El Minotauro” y “La muerte del Chanto”. Actualmente es profesor de Lengua y Literatura en el Instituto de Educación Media Superior de la Ciudad de México (IEMS). 193



LOS ÚLTIMOS MINUTOS

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abía ganado otra carrera, sin embargo, sabía que era la última. Al inicio de su vida deportiva llegó a pensar que eso era la felicidad, sin embargo, ese domingo ya sabía que todo era oropel. Bajó del auto y alzó la mano para mostrar su algarabía a los fanáticos que lo miraban con fulgor y ciega reverencia. Miró a sus adversarios que con cierta o falsa empatía se acercaron a felicitarlo. En fin, miró aquel cuento de hadas que tantas veces había soñado y que ese día se había confirmado una vez más. Cuántas carreras había ganado. No lo recordaba. Quizás pudo haber sido una más, pero en ese momento en el que las luces, la champaña y los papeles multicolores volaban en el aire, tenía muy claro que esa carrera sería la última. Había ganado todos los circuitos. Conocía de memoria las pistas de la calurosa África, las de la derrotada Europa y hasta las de la variopinta América. Se había enfrentado a los grandes y desde su tesón y fortaleza había llegado a la cima. Cuando era novato recordaba la carrera una y otra vez. Evocaba una curva, dos, tres, el rebase por la lateral, el ruido de los motores, el olor a combustible y a llantas quemadas. Ahora la pista no era más que una monótona esquela con líneas blancas. Sólo se ocupaba del sudor que manaba de su cuerpo, las gotas que de igual manera competían para llegar a los rincones más 195


recónditos de su organismo. Si en alguna entrevista le hubieran preguntado qué sentía durante la carrera, su respuesta sería: sudor. Sudor salado, sucio, cenizo. No había nervios, ni miedo, ni preocupación, sólo sudor. Al terminar esa carrera supo que los abrazos, las risas, las felicitaciones acabarían como acabó la carrera. El público se levantaría, quizás con la esperanza de volver a verlo el siguiente domingo. ¡El siguiente domingo! Era tan corta la frase, pero tan larga la temporalidad que lo transportaría al nuevo fin de semana. ¡Cuántas cosas tendrían que pasar para llegar al siguiente domingo! Estaba tan lejano que sólo deseaba pensar en el presente. El instante era lo que lo entretenía, era su eternidad. ¿Para qué otro domingo? Todavía no terminaba éste. Y apenas unas horas antes, la mañana asomaba por su habitación: tímida, miope, lerda. Las sábanas blancas del hotel y su olor a triunfo lo despertaron. Las acuarelas que colgaban en las paredes entretenían la imaginación, pero él no imaginaba. Tenía grabadas en la mente las vueltas precisas que necesitaba para ganar, las curvas envidiosas que se cerraban al capricho de tiempo y del espacio. Pensaba en los adversarios, sin ellos, no había triunfo. ¿A quién derrotar si no había contrincantes? ¿Con quién contrastar la victoria? Había pedido un desayuno ligero. Jugo, fruta y cereal con leche. ¿Quién pensaba en el próximo domingo? Se duchó. Sintió el agua tibia recorrer su cuerpo y percibió una, dos, tres, catorce, treinta y seis gotas de agua, correr, correr, correr por su esbelto cuerpo. Disfrutó el baño, quizás más que la carrera que vendría, pero era sólo el momento. El presente de ese domingo. Después las vueltas, las vueltas, las vueltas. No había tiempo para pensar, para recordar, para viajar al futuro o al pasado. Sabía que podría ir a mil kilómetros por hora y, sin embargo, no avanzar ni un milímetro. Por muy rápido que corriera al final 196


de la carrera todo continuaba igual. Quieto. Estático. Pétreo. Al bajar del auto, la vida era la misma y nada podía hacer. Sabía que en cualquier momento la carrera podría acabarse: pero tenía muy claro que lo trágico no estaba en la muerte, sino en los últimos minutos del domingo, justo después de la victoria y de los excesos. Eran instantes que no podía borrar. Ahí estaban, aguardando silenciosos el momento exacto para aparecer. No los toleraba, así que hizo lo necesario para evadir ese momento lúgubre que lo llevaba al lunes. La fiesta y la pirotecnia había terminado. Todos se habían marchado así que, por enésima vez, frente a frente: él y su auto, él y sus triunfos, él y todo lo que los demás anhelaban. Así hasta el siguiente domingo, pero los últimos minutos eran los peores. Él, el triunfador, ahora en la oscuridad, nuevamente frente al volante, en la cacofónica carretera de esa ciudad moderna. Acelerando con el sincero afán de que ese domingo, y el anterior, y todos los domingos terminaran rápido. Era trascendental que los últimos minutos se esfumaran como intrépidas ráfagas que se ahogan en la profundidad de un mar muerto. Era su último intento por dejar ese vacío inexplicable que lo invadía los últimos minutos del domingo. Con más tristeza que coraje, apretó el acelerador para perderse entre las ramas viejas de noviembre. Aceleró y aceleró hasta que en su cuerpo se incrustaron, como anémicas sanguijuelas, los últimos minutos del domingo. Aceleró y aceleró hasta que las pequeñas astillas del parabrisas ensangrentaron a los malditos minutos del domingo que lo habían torturado durante tantos años. Sólo entonces descansó y deseó por fin que amaneciera y fuera lunes.

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MARÍA ELENA CONDE GÓMEZ

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ació en la Ciudad de México en el año 2000. Estudió música y dibujo. Cuando cumplió 15 años se decidió por las letras ya que en ellas descubrió una forma de expresar sus sentimientos. A los 16 años entró en su primer concurso llamado “La Juventud y la Mar” en el que ganó el segundo lugar en la Ciudad de México. Su escritor favorito es Haruki Murakami, sin embargo, sus mayores inspiraciones vienen de la música de Alejandro Sanz y la voz de Ramin Karimloo, su banda favorita es My Chemical Romance, pero también le agradan los ritmos de BTS. En los últimos años se ha dedicado a escribir cuentos cortos. Está terminando la preparatoria y se encuentra en busca de su carrera ideal. Mientras tanto, ha inventado una marca de muñecos llamada “Yunyunes” en la que todavía está trabajando. 199



MENTIRA

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as presenciado una boda? Me imagino que sí, te han repetido lo mismo que a mí: que es lo más bonito que puedas contemplar en tu vida, encantador, emotivo, un cuento de hadas, con un príncipe azul y todas esas absurdeces de las personas cursis. Pero, ¿qué hago yo aquí hablándote de este evento en cuestión? No, no soy un invitado de honor, si es lo que crees. Estoy oculto entre los presentes, mientras sonrío con tal intensidad que me duelen las mejillas por fingir que todo está bien sin embargo, la realidad es otra. Mira a la joven que está en el altar, es hermosa, ¿no te parece? Con ese enorme tocado digno de María Antonieta, ¿no lo crees? Con muchos adornos, porque si fuera modesto y humilde los invitados podrían pensar que no tiene clase, claro que no se lo puede permitir. Pero de regreso a ella, ¿quién es? Esa chica me conquistó, me ilusionó, estaba hipnotizado por su belleza. Babeaba por ella en sueños como un imbécil. Ella, permite que me ría, dijo que me amaba, que estaba “perdida en mis ojos que le recordaban al café que se tomaba todas las mañanas”, “que mi olor era hechizante como el aroma de los árboles de Navidad”, y que “abrazarme era su sueño hecho realidad”. Pero déjame decirte que mintió con descaro en mi cara. Nunca tuvo atenciones para conmigo, nunca me regaló nada, ni un chocolate mordido, ni siquiera el último chicle de la 201


caja. Todos me dijeron con seguridad que yo no le ponía atención a los detalles que me dedicaba. Puedo apostar a que tú también lo crees. ¡Qué equivocado estás si piensas responderme eso! No, nunca lo hizo. Quedarás más sorprendido todavía: fingió ser mi hermana para coquetear con otros, ¡teniéndome a su lado! ¿¡Te lo imaginas!? No tengo hermanas, pero estoy seguro de que serían más hermosas que ella. Sólo mírame, soy irresistible… bueno, por lo menos mi madre sí me amó. O eso creo. Y, ¿ya viste al hombre que sostiene su mano? Sí, ése, con su traje hecho a la medida y camisa planchada por él mismo. ¿Qué tiene ese sujeto de importante? Bueno, ese tipo se dijo ser mi mejor amigo, me prometió que seríamos imparables y que viviríamos muchas aventuras juntos y yo, idiota como siempre, le creí. Ese hombre piensa, sueña y come dinero, lo único interesante que puede platicarte es cómo invertir en empresas. Te diré que son buenos cuentos para dormir, estoy seguro de que ronqué mientras escuchaba al lobo convirtiéndose en el dueño de la empresa que le robó al cerdito. Ese baboso decidió seguir sus delirios de grandeza porque “su futuro era entre dinero y mansiones”. ¡Qué absurdo! Una vez me dijo: “Mi retrete será de oro”. No puedo dejar de reírme, incluso me brotan lágrimas. Él y ella se conocieron gracias a mí; le presenté a mi hermosa novia con emoción de tarado. Me alegré de ver cómo se sonreían y se abrazaban. Pensé: “Se llevaron tan bien cómo yo imaginé”. Estoy seguro de que se habrían desnudado en frente de mí y yo seguiría con la misma sonrisa de satisfacción de lo bien que salió todo. A ella le empezaron a llegar flores y regalos ostentosos, botellas de su vino favorito, vestidos y un bolso de París mucho más caro que mi automóvil. Las rosas que yo le obsequié se marchitaron cuando vieron el arreglo floral repleto de orquídeas y alcatraces que estaba en su sala. Incluso yo me marchité, y no hablo de 202


mi corazón, mientras tanto a él le llegaban peluches, chocolates y nunca sospeché que fueran justo las cajas que yo veía que ella compraba, cajas envueltas en papel rojo brillante y acomodadas en su sala, regalos que nunca fueron para mí. Y yo, feliz porque mi amigo había encontrado el amor de una chica que, por supuesto, tenía novio. Sumado a todo eso, se volvieron socios en el trabajo, muy buenos socios, sabes a qué me refiero. ¡Tenían atenciones incluso frente a mí! Cuando salíamos ella y yo, siempre me pedía que pasáramos a verlo, aunque fuera sólo para saludarlo porque: “Tengo algo del trabajo que quiero platicar con él”. Y el ignorante de mí siempre se lo permitió. Podría apostar a que se burlaban de mí diciéndose: “Éste es un tarado”. ¡Con justa razón! Sé que piensas que era demasiado obvio todo lo que ocurría frente a mis ojos, ¡en mis narices! Pero al parecer no me era tan sencillo notar las advertencias porque soy un asno. Incluso te darán ganas de golpearme en la cabeza cuando te enteres de que encontré un preservativo perdido en las cosas de ella. Dirás: “Es normal, tenía relaciones contigo”. No, todo lo contrario. Jamás quiso tener intimidad porque “ella perdería la virginidad hasta llegar al matrimonio”. Nunca cargó preservativos en su bolso cuando salía conmigo por eso me sorprendió que cuando fui a su casa y me encontré la envoltura abierta y el condón usado en el bote de basura del baño. Sí, dilo, sé que lo quieres hacer: Soy un zoquete. Y de pronto un día ella desapareció, no supe de su paradero durante dos semanas. La llamé como loco, incluso traté de contactar con él para saber si tenía noticias sobre ella; sin embargo, ninguno respondió y, lo sé, ¡estaba más claro que los vidrios de los lentes cuando los limpias que se habían largado juntos!, pero el ciego de mí pensó que ella estaba en peligro y que él se encontraba en un importante viaje de negocios. Pisotearon mi preo203


cupación, bailaron sobre ella, se rieron… yo qué sé. Debió ser la mejor broma jamás contada. Aparecieron después de ese tiempo, en mi casa, agarrados de la mano, con besos, caricias y sonrisas falsas para que él me dijera: “¿Qué crees? Me enamoré de tu novia y ella de mí. Llevamos más de tres meses en una relación y la verdad es que nunca te aprecié como amigo y ella nunca te amo, nos desagradas, pero gracias por presentarnos. Ten un bonito día”. Sin embargo, ¿por qué ser descorteces conmigo? ¿No? Los descarados me invitaron a su boda, con una enorme invitación estrafalaria digna de portada de revista extravagante y famosa. ¡Míralo! Se enorgullece porque tiene a la “mejor mujer” a su lado. Sólo ve la sonrisa de ella. ¿Notaste la pulsera que tiene en la muñeca? Le regalé una antes, la usó una vez, cuando se la di, después ya tenía otra más ostentosa y llamativa. Le gustaba presumirla con sus amigas. En una ocasión le preguntaron si se la había regalado yo y, ¿qué contestó? “Mi padre me la dio cuando lo vi la última vez”. Un día después me enteré que su padre había muerto hacía un año. Perdona que me ría, pero ¡qué menso fui! Lo sé, lo sé, amerito un buen golpe en la cabeza, con un ladrillo. ¿Notaste el pañuelo morado que él trae en el bolsillo de su saco? Bueno, siempre dijo que era un regalo de “su abuela moribunda”, esa historia era emotiva al principio, pero un día perdí uno, mi favorito, por cierto, porque era el que a ella más le gustaba, y de pronto vi a este sujeto con uno parecido. ¡Sí, era el mío! Ella lo robó para dárselo a él. Preguntarás: “¿Cómo te diste cuenta?” Porque tiene bordado mi nombre. Si lo robó, por lo menos hubiera tenido un poco de decencia, ¿no? Las enormes iniciales en amarillo resaltaban frente a mis ojos. Ahora no tiene caso que lo reclame. Sólo míralos, se ven felices, dicen que se aman y todas esas ridiculeces de pareja recién casada. Pero la verdad es que fingen, 204


¿no lo has notado? Ella se asquea cada vez que tiene que besarlo y él suelta su mano cuando tiene oportunidad. Sin embargo, eso no es lo único que les molesta. No doy crédito a las caricias que se dan, están muy bien fingidas, pero cualquier idiota notaría que no son reales. Ella se volverá vieja y arrugada y él se quedará con moscas en los bolsillos y, ¿qué van a hacer? Se dirán sus verdades, las que se han acumulado desde que se conocieron y, aunado a eso, podría apostar a que la culpa también será otro factor para su divorcio. Caminan por esa alfombra roja manchada de felicidad amarga. ¿Les sonríen a sus invitados? ¿En serio? Estos imbéciles no sienten empatía por ellos, ni siquiera los conocen. Sólo están aquí para que la iglesia se viera repleta. ¿Ya viste? Sí, sé que lo notaste. Su cara, ¿te diste cuenta de lo pálida que se volvió? No puede levantar las comisuras para sonreír con alegría, le tiemblan las mejillas por obligarse a fingir que se encuentra bien. Pero no puede, ¿o sí, querida mía? No, algo come su interior con lentitud y retuerce su estómago como una cuerda al anudarse. Vayamos afuera para despedirlos, debemos mostrarnos dichosos de estar en un evento tan importante como éste, ¿no crees? Mira ese coche, me demuestra la cantidad de dinero que él tiene en su bolsillo en este momento. —Me alegro de tu automóvil, mejor amigo, es tan elegante como tus mentiras. ¡Lo sabía! Dime que tú también lo notaste. Abrió tanto los ojos que casi se le salen de sus órbitas, su mandíbula comenzó a temblar y se volvió totalmente pálido. Ahora se ven impactados. ¿Por qué? Porque me han visto, ¡sí, me han visto! ¡Jamás pensé que reconocer a alguien que ya no es parte de tu vida sería tan impresionante! Lo sé, estoy seguro de que ellos se enteraron de mi gran 205


noticia, ¿fue gratificante? Me imagino que debió ser triste porque sin mí ya no hay de quién reírse mientras beben el vino favorito de ella en las copas que yo le regalé a él cuando salimos de la universidad. Aquel día estaban tan ebrios que ni se preocuparon por el pobre “perro” que se encontraba bajo las llantas del auto. Pero que ni se inquieten, no les guardo ningún rencor. Estoy aquí, ¿no es así? Disfruto de su boda porque jamás me habría perdido tal suceso. ¡Era lo que más deseaba en la vida! ¿Todavía me ven? No por mucho, por ahora me iré, pero regresaré, tengo que estar presente para saber si cumplirán las promesas que se hicieron el día de hoy cuando ella pierda su cuerpo y él todo el dinero que ha adquirido a lo largo de su vida. No amigos míos, no estoy vivo y ya jamás lo estaré. Me sorprende que aún tengan conciencia, aunque bien puede ser otra de sus mentiras.

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DIANA MARILYN DOMÍNGUEZ GÓMEZ

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ació en Ensenada, Baja California, en1992. Estudió la licenciatura en Enfermería en el Instituto Politécnico Nacional. Enfermera, profesora de inglés y músico. Ha participado en Talleres de Creación Literaria y en diversas agrupaciones como cantante y músico, principalmente de bolero y bossa. Sus poetas preferidos son: Pablo Neruda, Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Mario Benedetti y Percy Shelley. 207



ENTOMO-CLINOFOBIA DISOCIATIVA Son vestigios del anterior ser Enterrados en un desierto Clausurados por dentro Por el temor a emerger. Diana Domínguez

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ovimiento en todos lados, cosquillas en la piel y estremecimiento de muerte. Habían pasado unos días soleados y calurosos, cuyas noches también eran en extremo cálidas y… Ese hormigueo. La agradable sensación de una caricia con plumas de algún ave tornaba un entumecer, incluso de la mente, al vislumbrar la realidad de lo que ocurría durante esas sensaciones. Y despertaba súbitamente. Pero no eran sólo sueños. En la infancia, el sol me cosquilleaba y ruborizaba con alegría. El regresar a casa era el descanso de los juegos diurnos y las actividades normales de un niño. Y la ansiedad escondida se alteraba al terminar la tarde. En el preludio nocturno mentalizaba que los sueños sólo son eso y que nada de lo que sueñe me atacará en la realidad. Me duchaba y cuidaba el lugar de mi descanso. Se apagaban las luces y siempre pedía prórroga ante la incipiente oscuridad y daba una última inspección para estar segura de que nada importunaría mi sueño… Y el de mis padres. Por la ventana entraba la eterna amante del sol a consolar con su cadente penumbra azulada mi soledad nocturna. Y ahí em209


pezaba el inmóvil calvario de una pequeña infanta… Entre otros horrores irrelevantes. El recuerdo callado de esas sensaciones incomprendidas, el despertar y comprobar con ojos lúcidos que en realidad tenían razón esos temores… Y gritar sin voz hasta desmayarme, despertando con los nuevos destellos diurnos. Siempre pensé que todo aquello podría ser un simple y persistente sueño, producto de algún trauma de edad lactante o alucinaciones como a las que me empecé a acostumbrar, pero… Esos rasguños que sucedían a las cosquillas suaves en la oscuridad de mi habitación eran cada vez más creíbles por mi mente quien ya buscaba una explicación racional. Tenía que aceptar que mi lecho era un nido. Con el tiempo fui encontrando soluciones a un problema aún sin explicación. La luz encendida parecía alejar esas minúsculas pisadas de mi espacio, porque sólo se presentaban en mi habitación. Pude dormir apaciblemente e incluso olvidar el asunto al iniciar la vida adulta. ¿Qué sucedió? Una noche de esas de insomnio me encontraba escribiendo en cama. Habían sido días difíciles y el momento para el restablecimiento de mi espíritu lo tomaba mientras hacía intentos por conciliar el sueño. Una leve comezón acompañada de un cosquilleo me distrajo de los análisis cotidianos y observé mi brazo: un cabello había resbalado por ahí. “La ansiedad a veces ocasiona una caída de cabello”, pensé y continué con mis reflexiones. Cada noche esa sensación aumentaba y dentro de mi pecho se desenterraban los recuerdos de infancia sobre esas noches con el cuerpo paralizado… “No es posible, soy un adulto”. La costumbre de revisar cada rincón se había convertido en ritual nocturno ahora. Continuamente encendía la lámpara al mínimo cosquilleo y… Nada. Después, estos se empezaron a presentar en sueños y 210


despertaba abruptamente empapada en sudor, revisando las telas y almohadas. Nada. Lo consulté con una persona y refirió ser consecuencia del estrés y los problemas actuales, sin más importancia. Volví a no dormir. Los latidos de mi corazón se aceleraban hasta con el mínimo contacto con las sábanas o mi propio cabello… Pero esa noche fue el culmen de mis temores cuando de la nada y sobre mis brazos sentí el apenas perceptible hormigueo, acerqué la lámpara impávidamente y con dolor por la rigidez a la que mi cuerpo, presa del miedo, quería someterme… ¡Los vi! ¡Ahí estaban! Grandes, negros, caminando como en mi niñez, yendo de aquí para allá sin bajarse de mí, atormentándome y burlándose de mi mente aterrada… Logré levantarme y encender las luces, pero sobre mi cuerpo no había nada… Sacudí cobijas, almohadas incluso las cortinas y nada. ¿Cómo era posible? ¡Los vi! Esos horribles insectos ahí estaban. ¡No estaba soñando! Permanecí en vela hasta el amanecer. Apenas y dormí. Apenas y comí. Pero no era todo. Sentada en el lecho a oscuras intenté enfrentarme y estar lista cuando vinieran las alimañas. Casi sin ropa, ni sabanas ni almohadas esperé. El sueño empezó a hacer presencia y fui accediendo cuando el minúsculo caminante llegó. Encendí la lámpara y lo vi cuan largo en compañía de otros. Con horror me dirigí al interruptor, de ahí salieron muchas hormigas que trepaban con natural audacia por mi mano. Retrocedí sentándome en el lecho de arañas que esa cosa había preparado. Salvo la lucecita de la lámpara, todo era como una cueva en oscuridad. Me paralicé. Una dolorosa rigidez diferente a la de mi infancia me apresó entre las alimañas. Esa cosa… Se formó de arañas, lombrices y ciempiés; volaban a su alrededor moscos gigantes con alas rotas y el olor fétido 211


parecía emocionar a las moscas que giraban jubilosas hasta que eso me atrapó. Después… Nada. A la mañana siguiente había una mosca muerta con sangre fresca. ¿Sangre fresca? Sí. Y en mi pierna izquierda una mordida del tamaño de una dentadura humana. Parece que el trastorno disociativo resulta ser un problema serio.

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KAREN RUBÍ FRANCISCO ELIGIO

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ació en el año 2000 en Texcoco, Estado de México. Estudió en el Plantel Texcoco de la Escuela Preparatoria donde fue ganadora de los dos concursos consecutivos de La narrativa y tú, situación que la llevó a dedicarse a la escritura y apasionarse por la poesía. Fue estudiante durante un tiempo en la licenciatura de Estudios Latinoamericanos en la UNAM, una de las vivencias más gratificantes que la llevó a escribir su primera obra: Voz en tono carmesí. Formó parte del taller Creación Literaria en el Faro Texcoco, donde compartió un espacio de letras con sus compañeros, profundizando en temáticas de relatos cortos, cuentos y charlas amenas que le inspiraron a seguir escribiendo. Actualmente estudia la carrera de Turismo en la Universidad Autónoma del Estado de México y disfruta de su libertad como escritora. 213



LA OTRA VIDA

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l abuelo Antonio tenía muchas historias. No había vez alguna que durante la comida nos contara una anécdota acerca de su juventud. No me cansé de escuchar tantas veces cómo era el trabajo duro, el campo llano y la gente de palabra honesta. Allá bien lejos, decía, teníamos que subir al cerro, cortar caña y café. Ahí era donde comenzaba todo. El bisabuelo Moncho era un hombre firme, disciplinado y duro en ocasiones con el abuelo. Le dejaba divertirse, por supuesto, en la cancha de Paraje Nuevo con unos cuantos compas en pelotón jugando al fútbol. El campo ardía en el punto más culminante del día y la piel morena transpiraba el olor a joven, pleno de vivir en aquel lugar. Muchas veces él regresaba a casa cansado, agotado del partido, pero siempre con las mismas ganas de saciar la sed y el hambre. Al llegar, encontraba a sus hermanos dispersos, unos sentados, otros afuera acostados en las hamacas o en las mecedoras de madera. En la cocina no faltaba la bisabuela Bertha que cocinaba siempre los frijoles y unas cuantas tortillas que, después de la molienda, preparaba para calentarlas en el comal de barro. Precisamente, en aquella casa se encontraban los granos de maíz en el costal, se lavaban correctamente hasta quedar limpios y se remojaban en las cubetas con cal para hacer el sagrado nixtamal; luego, se llevaba a la máquina o el molino y 215


salía de su vientre la moltura, palpada por las manos dóciles de la bisabuela, recién hecha para venderla a los paisanos que cargaban sus botes vacíos a punto de recibir, como una bendición, la masa que sería parte de su alimento y de su propio cuerpo. La fundición del maíz con el alma. Decía el abuelo que a su padre le movía la música, la acústica guitarra, una reliquia guardada en el armario y solía sentarse en un banquito donde juntaba bien fuerte las piernas, como si se aferrara al piso que le dio alegría a las voces de aquella morada y comenzaba a bailar con los dactilares sobre las cuerdas y con su eco entonaba: “Veracruz, son tus noches. Diluvio de estrellas, palmera y mujer. Veracruz, vibra en mi ser, algún día hasta tus playas lejanas tendré que volver”. Se inundaba de extrañeza y palpitaba toda la sala, con las luces tenues a punto de que la noche cubriera el lecho donde se arrullaba la inocencia de una gran familia, con el fresco de la hierba y el olor a limoneros. Cada palabra que fluía de la historia del abuelo Antonio, me hacía creer que era un sueño perdido, donde la nostalgia se almacena en los huesos desgastados y se conserva en lo más profundo. Continuaba diciendo que en aquel tiempo tuvo una riqueza inimaginable. Terminando del futbol, caminaba por la plaza de Paraje pasando por aquellas tienditas de antaño y sus puertas de tablón amarronado, junto a las mujeres con el mandil bien amarrado trayendo sus bolsas de palma y los hombres cargando los costales a las bodegas, volviendo a su hogar con la felicidad que emanaba de su rostro. Antes de entrar por la parte trasera de la casa, se frotaba las manos y colocaba su camisa alrededor del cuello, disfrutando de un aroma ajeno que sólo había percibido en otras viviendas; al llegar a la sala, estaban allí los platos con frijoles y esos manjares que desde antes lo habían atrapado, esos dorados y crujientes bolillos que hacían brillar los ojos del abuelo. Nos contaba que comer un pan salado era un gran regalo, pues pocas personas se daban ese deleite. 216


Pero su suerte no comenzaba ahí, sino al poco que las sabias palabras del bisabuelo le estremecieron completamente. Esa misma tarde, el abuelo, con los nervios que le recorrían todo el cuerpo, se atrevió a preguntarle a su padre que si podía ser parte de aquella música que admiraba tanto en las notas de su propia guitarra. Él, negándole repentinamente, le explicó que durante su adolescencia, acostumbraba recorrer los lugares donde se reunía la gente adulta intercambiando copas de alcohol hasta salir arrastrándose o resolver sus conflictos a golpes; la guitarra le trajo salidas frecuentes, deambulando, ganándose pocas monedas. Bien decía que quería lo mejor para quienes serían en un futuro sus hijos. Y él no podía dejar que el abuelo Antonio repitiera esas vergonzosas escenas. Entonces, surgió una respuesta que haría que mi abuelo se convirtiera en el hombre que es ahora. Si él aprendía a simple vista uno de los trabajos más nobles, honrados y respetados podría llegar a ser más que un joven futbolero… sería un gran carpintero. Así fue como emprendió observando al bisabuelo, con el serrucho entre las manos, como quien arma un rompecabezas, concentrado y meticuloso; cortando y armando pieza por pieza hasta completar la obra maestra. Lijaba, entintaba y barnizaba cada rincón de ese natural que nacía del tronco más robusto del cerro. Ésa era la enseñanza del bisabuelo. Cómo extraño esos momentos, repetía el abuelo Antonio dejando sus platos en el lavadero y nos miraba a nosotros, sus nietos —ya grandes— atónitos de cada frase. A mí se me quedaban los detalles de aquel lugar que se tornaba en mi mente como un paisaje olvidado, de esos que no podrían regresar nunca. Salgo a menudo a comprar unos cuantos bocadillos para la cena. Cuando cruzo la ciudad, puedo ver esas grandes arquitecturas provocando una opresión en mi pecho porque eso es lo que ha acabado con todo. Me gusta todo esto de los museos, la Ala217


meda Central, el Centro Histórico, los teatros y los restaurantes modernos, sin embargo, no es la imagen de esos días en los que el abuelo Antonio recorría el Paraje Nuevo con la gente apacible y el molino de masa escuchándose a la lejanía. Todo es estrepitoso, reducido y masificado. Ésta es la nueva vida en la ciudad, mientras que al otro lado, en el campo, se hunde paulatinamente, sin que nadie se dé cuenta, la tierra sagrada, relegando a quienes tienen una bella historia como la de mi abuelo Antonio, allá, donde yo le llamo… la otra vida.

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LIZBETH GABRIELA GÓMEZ BOLAÑOS

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ací en Hidalgo, mi familia proviene de un pequeño pueblo donde han surgido diversos músicos y gente sobresaliente en diversas ramas. Justo ahí, fue donde encontré inspiración para mi primera novela. A los 14 años entregué a una editora mi manuscrito, tenía la oportunidad de ser publicada, pero mi inocencia e ignorancia me dictaron no hacerlo. Desde entonces continúo escribiendo, he aprendido de otros escritores, descubrí nuevos géneros y me encontré a mí misma a través de las letras, siendo ahora una de mis mayores pasiones. Mediante este escrito quiero transmitir un poco de mí, y ser leída por quienes sientan el mismo gusto por la lectura y escritura. 219



HOGAR

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rnesto entró a la correccional a los 19 años, fue acusado de intentar asesinar a su hermana menor, y aunque él siempre se declaró inocente fue enviado a prisión. Hoy a cinco años de ese suceso, vuelve a sentir la libertad o lo más parecido a ello. Al salir, fue recibido por su hermana y su madre, mientras que su padre prefirió no encontrarse con él. Al llegar a casa halló un enorme letrero de bienvenida en su habitación. Ya no había rastro de sus juguetes en su habitación, su ropa o cosa que él hubiera usado, como si quisieran olvidarse de él. Su madre se excusó diciendo que tuvo que regalar y vender todas sus cosas pues después de tanto tiempo ella imaginó que no las necesitaría más. Ernesto estaba molesto con eso. Sin haber visto a su padre durante todo el día, Ernesto se fue a dormir, agotado por el traslado, el procesamiento, él opto por no cenar, incluso cuando su hermana, por quien pasó cinco años encerrado, insistió. Su primera noche fuera de prisión fue tormentosa, estaba asustado, cada media hora despertaba y observaba por la habitación, se mantenía todo el tiempo en alerta, había adaptado su cuerpo a vivir el encierro, pero un cambio tan drástico comenzaba a resultarle aún más terrible. Por la mañana, su hermana fue a despertarlo para desayunar, sin embargo, él llevaba toda la noche en vela; pudo pegar 221


el ojo por instantes, pero después de las cinco de la mañana se mantuvo despierto intentando ver las siluetas de sus compañeros y la celda en medio de la obscuridad, sin encontrar nada. Estar en esa mesa con su familia fue de lo más angustiante para él, nadie tiró de su comida, nadie golpeó su espalda, no había insultos, ni gritos; todo estaba terriblemente en calma. Sus sentidos aún se mantenían alerta. Ernesto observó la sala, recordaba que su padre adoraba ver las noticias por la mañana frente al televisor; pero ese día él no estaba allí. —¿Dónde está? —le preguntó a su hermana, pero ella no logró escucharlo, tenía el rostro y atención metidos en su celular—. ¿Dónde está papá? —volvió a preguntar. —Salió al parque, le está tomando tiempo el tenerte aquí —respondió su madre regresando de la cocina—, no te preocupes hijo, todo toma su tiempo. —Lo sé, sólo quería verlo y disculparme con él. —¿Disculparte? —preguntaba su hermana—. Creo que es a mí a quien debes una disculpa. —Tania, no molestes a tu hermano; yo sé que no fue su intención atacarte. Ernesto bajó la mirada para no tener que observar con vergüenza a su hermana. —Papá está muy decepcionado de mí, por eso quiero disculparme. —No sé por qué papá es tan rencoroso, yo ya olvidé lo que ocurrió —comentó Tania. —Cállate ya niña, no quiero esos recuerdos en la mesa. Es mejor que te vayas pronto. Tania se levantó repentinamente de la mesa, tomó su bolso y salió corriendo de la casa. Una vez cerrada la puerta, Ernesto comenzó a sentirse aún más incómodo. —¿Por qué nunca me visitaste mamá? 222


—Tu padre temía a lo que dijeran los vecinos o la familia, tener un hijo en la cárcel no es lo más gustoso para un padre. Él asintió y bebió lo que le sobraba de su jugo. —¿Por qué amenazaste a tu hermana? —preguntó su madre —, reconozco que puede ser irritante la mayoría del tiempo, pero no para llegar a ese extremo. Ernesto trató de formular una respuesta correcta en sus pensamientos. —Fue el mismo día de la fiesta de Erick, no sólo había bebido, nos dieron drogas. Cuando regresé a casa me retumbaba la cabeza, y Tania se la pasaba gritando, a pesar de que le pedí que se callara, ella no lo hizo… — ¿Y el arma? ¿Quién te la dio? —No tengo idea… Mamá, sólo quería que se callara, lo que haya visto mi papá, ése no era yo. —Ernesto, reordena todos tus pensamientos para cuando llegue tu padre. Quizá a él si puedas convencerlo, pero a mí no. Ernesto se levantó de la mesa y caminó sin mirar atrás rumbo a su habitación. Desde allí comenzó a observar a los vecinos, el patio de su casa, y el clima fresco de invierno. Tenía toda la libertad del mundo y aún no se sentía libre. Llevaba un peso en sus hombros desde aquel día, había cambiado sus discursos sobre lo que ocurrió, pero aún nadie podía creerle. Incluso sus recuerdos comenzaban a mentirle y no comprendía qué había hecho. Decidió que se mantendría encerrado hasta que su mente no le hiciera ninguna jugada, y no pudiera lastimar a nadie más. Por la tarde, desde su habitación pudo escuchar la voz de su padre, parecía molesto, soltaba groserías y lo nombraba con desdén. Era obvio que no lo quería en casa, pero Ernesto no tenía a donde más ir. Aquellos días en la cárcel a pesar de muy duros que fueran, le consolaban pues no había nadie que lo juzgara por sus acciones, en aquel sitio había hombres mucho más peligrosos 223


y desquiciados que él, asesinos, violadores; y él vivía a lado de ellos por haber disparado cerca de la cabeza de su hermana. Ernesto sabía que incorporarse en su familia, sería una tarea complicada, estaba cansado y no quería intentar nada, no se sentía en casa y dudaba si volvería a recuperar su hogar. Llegó la noche, él no bajó a cenar; su hermana subió a rogarle que bajara, pero él sólo le pidió un poco de privacidad. La irritante voz de su hermana volvía a causar revuelo en sus pensamientos. Las luces se apagaron, y Ernesto comenzó a visualizar siluetas en la obscuridad, sonrió imaginando que alguno de sus compañeros trataba de jugarle una broma; se dijo que debía jugarle una broma también. Se sentía bien, pensaba en lo triste que fue abandonar su hogar de los últimos años, donde nadie le incomodaba, nadie le molestaba o se quejaba de su presencia, era un sitio donde encajaba muy bien y empezaba a arrepentirse de haber salido. En plena madrugada, Ernesto se levantó, salió de su habitación y caminó sigiloso a través de los pasillos, llegó a la habitación de su hermana, y entró, ella se mantenía plenamente dormida, la observó mientras dormía, tomó la almohada de su cabeza y la apoyó en su cara hasta que la asfixió. Una vez muerta, Ernesto se sentó en el suelo y esperó a que lo llevaran de vuelta a su hogar.

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MARCO DE ALARCÓN

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ació en Huayacocotla, Veracruz, es profesor por el Benemérito Instituto Normal del estado en Puebla; licenciado en Matemáticas, por la Normal Superior “Benito Juárez” de Cuernavaca, Morelos; maestro en Comunicación y Tecnología Educativa, por el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ILCE), ha laborado los últimos 25 años en áreas académicas dedicadas a la capacitación y actualización docente en el estado de Hidalgo. Su mundo gira de la enseñanza, hacia el gusto por la escritura de textos, desde que una persona lo escuchó contarle historias a su hija menor y se enteró que la narración estaba siendo inventada en ese momento, por lo que le invitó a escribirla; así fue como, de su mano, empezaron a emerger cuentos cortos. Fue finalista del Premio Ariadna de Cuento 2019. 225



MI PEQUEÑA VISITA

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e pronto, escuché claramente una vocecita que me decía: —¡Abuelo!, ¡abuelo! —volteé hacia la recámara, hacia el baño y aunque estaba completamente solo en la casa, puedo jurar que oí nuevamente la voz de esa pequeña. Mi esposa ya me había comentado que también la habían escuchado cuando estaba adornando la sala junto con mi hija, quien había regresado de trabajar y quisieron aprovechar la tarde; las dos habían tomado todos los adornos que iban a utilizar, los pusieron sobre el comedor y empezaron a clasificarlos para plasmar la idea que ya habían acordado, y en el momento en el que más concentradas se encontraban, oyeron a sus espaldas: —¡Mamá!, ¡mamá!, inmediatamente sintieron cómo un aire frío recorrió sus espaldas, ambas se quedaron viendo, sabían que estaban solas. Y bueno, era algo muy raro lo que estaba pasando, ya que la casa a la que acabábamos de llegar era nueva, sabíamos que no había sido ocupada, pues el fraccionamiento también era nuevo, sin embargo, después de seis meses de haber llegado, empezaron a suceder cosas, y creo que fui yo el primero en saberlo. Una tarde, al regresar de trabajar y entrar a la casa, vi a mi esposa en la cocina y alcancé a ver una pequeña niña pasar corriendo hacia una de las recámaras, inmediatamente pensé en 227


mi pequeña Yaz, saludé a mi esposa y me fui hacia la recámara llamando a mi nieta, al mismo momento que mi esposa me decía que la niña no estaba, pero, ¡yo la acababa de ver!, así que no le hice caso y me fui a buscar a mi niña en todas las recámaras al tiempo que me volvía a decir: —Ya te dije que no está, deja de buscarla. Después de intentos fallidos, regresé con mi esposa y le platiqué que acababa de ver a la niña ir corriendo hacia la recámara, juraría que la vi corriendo, pero al no encontrarla y ante el argumento de que no había ido mi hija y mi nieta a la casa, pensé que tal vez lo había imaginado. En otra ocasión, una sobrina y su esposo nos fueron a buscar a la casa, desafortunadamente en ese momento no estábamos, por lo que nos llamaron por teléfono, lo curioso es que ellos nos comentaban muy seguros, que sabían que íbamos a regresar rápido, y nuestras intenciones no eran ésas, pero ante esa seguridad, les pregunté cuál era la razón por la que lo decían, y ellos muy seguros me dijeron: —Es que estamos viendo a una niña adentro de tu casa, que se asoma por la ventana de la recámara. Sin embargo, la casa estaba vacía. No obstante, la manifestación más fuerte, fue una ocasión en que otra de mis hijas, que vive con su familia en una comunidad distante, había salido hacia la ciudad para ir al doctor, se sentía muy mal, así que muy temprano salió de su casa, dejando a sus pequeñas hijas con su esposo, llegó después del mediodía a la clínica y mientras tramitó su consulta, esperó su turno, entró al doctor e hizo fila para la farmacia, pues se le fue todo el día, así que llegó a la casa para pasar la noche con nosotros; después de merendar, todos nos fuimos a dormir, ella se fue a la recámara de en medio, que es a la que llega cuando nos visita y lo que sucedió fue escalofriante. 228


Sucede que, por su cansancio, se quedó rápidamente dormida, descansaba sobre su costado derecho, y después de la medianoche, entre sueños empezó a escuchar una vocecita que le decía: —¡Mamá!, ¡mamá! ¡Tengo frío! —y teniendo una reacción de madre, aunque sentía haber escuchado la voz muy, muy lejos, adormilada dijo: —Vente para acá, al tiempo que levantaba las cobijas para que la niña entrara en su regazo. Así, sintió cómo una pequeña se incorporó desde su espalda, la brincó llegando al frente y se metió a la cama, inmediatamente la sintió helada, así que la cobijó, la acercó a su cuerpo y la abrazó para calentarla, pero la niña estaba sumamente fría, así que de nuevo se dirigió a ella diciendo: —Mete tus piernitas entre las mías para que te calientes, al tiempo que levantaba una pierna, sintiendo cómo la niña se acomodaba con ella, pero el cuerpecito helado no se calentaba. En ese momento, fue ella la que se puso helada al recordar que estaba sola en la recámara, que sus hijas se habían quedado con su esposo, por lo que, en una reacción instantánea, aventó las cobijas y saltó de la cama encendiendo la luz de la habitación. Efectivamente, estaba sola en la recámara, no había nadie con ella, pero el episodio que acababa de vivir era completamente cierto, sin embargo, contrario a lo que todos pensarían, regresó a la cama y se volvió a dormir. Al día siguiente, cuando me lo platicó, desconcertado le pregunté por qué no se había ido a dormir con su hermana o por qué no nos había ido a comentar lo sucedido, y su razón me sorprendió aún más, ella dijo: —No voy a dejar que esa niña se apodere de mi habitación, esa recámara es de mis hijas y no pienso dejársela. Y así han seguido ocurriendo las cosas, ya la escuchamos, 229


ya la vimos, ya fue tocada por una de mis hijas, ahora sólo me queda entrevistarla, para saber el deseo que quiere que le conceda.

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JESÚS LASTRA RODRÍGUEZ

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ació en Puente de Ixtla, Morelos, en 1957. Se tituló como profesor de Educación Primaria en el Centro Regional de Educación Normal de Iguala, Guerrero. Después estudió la licenciatura en Educación Primaria, así como la Especialización en la Enseñanza de la Lengua y Literatura en la Universidad Pedagógica Nacional, sede Cuernavaca, Morelos. Trabajó treinta y seis años en educación primaria, veintinueve como maestro de grupo y siete como director de escuela. Laboró también en educación para adultos durante veintiséis años, en primaria, secundaria y preparatoria abierta. Toda su vida laboral en Morelos. Actualmente está jubilado. A fines de 2018 empezó a escribir varios cuentos. Uno de ellos, en el 2019 obtuvo el primer lugar en los Juegos Magisteriales Deportivos, Artísticos y Culturales del SNTE, Sección 19, Morelos, en la categoría de jubilados. También escribió su primera novela titulada Caminos torcidos, la cual está concursando para integrar el Fondo Editorial del Magisterio 2020. Actualmente tiene una antología de cuentos sobre amor y desamor, y está participando en otro concurso literario. Está terminando también una antología sobre relatos de misterio. Y está en proyecto otra, sobre historias de maestros que han dejado huella, con acciones que motivan e inspiran a muchos otros. Sus escritores preferidos son dos guerrerenses: Ignacio Manuel Altamirano, del siglo XIX y Juan Sánchez Andraka, del siglo XX. 231



LA TÍA HONORINA

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e llamo Marcos y soy un maestro de treinta y ocho años; en este momento me encuentro con mi hijo Luis, recorriendo la ciudad donde hace más de veinte años su mamá Leticia y yo nos conocimos. Le voy mostrando los lugares donde solíamos tomar un refresco o una nieve; o simplemente caminábamos tomados de la mano o abrazados. Leticia y yo llegamos, procedentes de diferentes pueblos, a estudiar para maestros en esta ciudad. Desde que nos conocimos supimos que éramos el uno para el otro. Fue amor a primera vista, como si ya nos conociéramos desde mucho antes. Cuando terminamos los estudios, nos fuimos a trabajar a otro estado. Viviendo ya juntos, decidimos casarnos. En la actualidad tenemos tres hijos, Luis es el mayor con dieciséis años. Y ahora camino junto a él, mostrándole esas calles y lugares que acostumbraba frecuentar con Leticia. Sin darnos cuenta, se hizo de noche. Vamos cuatro personas en esa calle oscura, dos en la acera de enfrente y Luis y yo en la otra. De repente surge una espesa neblina que no me deja distinguir más allá de donde va Luis. Empieza a correr un viento muy fuerte como cuando se viene una tromba. Ese viento en contra de nosotros nos impide avanzar, a Luis lo arrastra varios metros lejos de mí. Quiero regresar hacia él para ayudarlo, pero una fuerza extraña me empuja a seguir avanzando al frente. Ahora 233


voy avanzando solo y aunque sigo haciendo el intento por regresar, no puedo. ¡Tengo mucho miedo! Más adelante encuentro unos árboles sombríos. A un lado se ven unas siluetas de hombres caminando, como escondiéndose. Quiero detenerme porque tengo miedo y angustia. No siento que vayan caminando mis pies, pero sigo avanzando. Ya estoy casi enfrente de los hombres misteriosos. —¿Marcos? —me está preguntando alguien de ellos. —Sí, yo soy —diciendo esto, dos hombres se colocan a mis costados y me señalan que avance. Entramos a una casa que me parece haberla visto antes, tal vez hace veinte años. Ahí hay muchas personas. Un hombre moreno como de unos treinta años se acerca y me da la mano. —No tengas miedo Marcos, te estábamos esperando para platicar contigo; somos amigos. — ¿Quiénes son ustedes? —pregunto con miedo, pensando que me han secuestrado. —Somos almas que estamos esperando regresar al mundo en otros cuerpos. Mientras, estamos purificándonos y enviando señales a los humanos para que entiendan que mientras vivan deben tratar de ser buenas personas y amar a su prójimo. —¿Son almas de personas que ya murieron? —pregunto sorprendido. —Así es. Voltea y obsérvalos bien, tal vez encuentres algún conocido. Volteo a verlos y distingo a unos cuantos metros a mis abuelitos, fallecidos hace varios años y quienes ahora me saludan levantando sus manos. También veo que una mujer joven y bonita, como de unos dieciocho años, avanza hacia mí. Al mismo tiempo observo que el enorme patio, donde se encuentran bastantes personas de diferentes edades, sexo y raza, se convierte en un panteón; veo muchas tumbas. 234


—¿Te acuerdas de mí, Marcos? —me dice la hermosa joven, con una voz de timbre juvenil y sensual. Mi mente empieza a recordar aquella cara que se me hace muy conocida. Me inspira confianza y me atrae aquella mujer. Y de repente: ¡Claro que la recuerdo! ¡Es mi tía Honorina! Recuerdo que cuando yo tenía como ocho o nueve años, mi tía, que vivía en otro pueblo, visitaba algunas veces a mi mamá, quien era madre soltera, y juntas se iban a bailar y ella se quedaba a dormir en la casa. Era exactamente así como la estoy viendo en este momento. La recuerdo porque me gustaba mucho. Me quedaba bastante tiempo admirándola. Era una mujer muy sexi. —¿Es mi tía Honorina? —le pregunto con cierto temor a equivocarme. —Sí, Marcos, soy yo, tu tía Honorina. Aunque también ya he sido otras personas en otras épocas —al decir eso, su cara se va transformando. A veces es otra mujer bonita, aunque diferente; una vez es niña; ahora su cara es de un hombre con barba; me asustan esas transformaciones. De repente, su rostro se convierte en el de una mujer muy descuidada, muy sucia, parecida a las brujas de los cuentos. ¡Me da mucho miedo! Se empieza a carcajear de una manera maquiavélica, no me gusta. ¡Quiero gritar! ¡Pero no puedo! Mi esposa me despierta, me dice que me estaba quejando. Le digo que tenía una pesadilla. Todavía estoy sudando y recordando ese sueño. Al siguiente día le platico a Leticia lo que soñé y le propongo que el fin de semana vayamos a recordar viejos tiempos, visitando aquellos lugares que recorríamos cuando éramos jóvenes. Ella acepta con la condición de que vayamos solos, sin nuestros hijos; que la próxima vez ya iríamos todos. Mientras tanto me pongo a investigar sobre estos temas: reencarnación de las almas, almas gemelas, a dónde van las almas, entre otras cosas referentes a las almas. Todo ello lo encuentro 235


interesante y concluyo que Leticia y yo somos almas gemelas, que tal vez ya hemos coincidido en otras vidas anteriores y por eso sentíamos que ya nos conocíamos. Se llega el día sábado y después de almorzar nos vamos en nuestro automóvil hacia aquella ciudad que nos trae gratos recuerdos. Después de visitar algunos lugares que frecuentábamos, decido buscar la calle de mi sueño; ya sabía dónde quedaba. Voy manejando más lento, aprovechando que no hay tanto tránsito. Distingo allá a la distancia los árboles que aparecieron en mi sueño. Me apuro para llegar hasta donde está la casa. Le señalo a Leticia cuál es. Ella me dice que también se le hace conocida; coincidimos que tal vez porque hace años pasamos por ahí varias veces, aunque no nos deja de sorprender lo familiar que nos parece. De repente se abre la puerta de la casa y aparece una joven sonriéndonos; Leticia me pregunta si la conozco; yo no puedo contestarle porque estoy mudo de la sorpresa. Me tengo que detener más adelante a un costado de la calle. ¡No lo puedo creer! Esa mujer joven que nos sonrió, ¡es mi tía Honorina!

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ALEXIS LOZANO TAPIA

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ació en Hidalgo, en 1994. Es estudiante de la licenciatura en Derecho en el Centro Hidalguense de Estudios Superiores (CENHIES). Es un joven escritor residente en El Arenal, Hidalgo, el cual disfruta de escribir historias utópicas sobre la realidad. Ha trabajo como catedrático en la escuela Preparatoria Luis Enrique Erro, en el Centro de Estudios Universitarios Moyocayani, y actualmente disfruta de impulsar los sueños de sus estudiantes en el Colegio Cebayus, donde labora actualmente. Ha concluido su primera novela llamada Diferente y ha escrito una antología de cuentos cortos llamada Hay vida en mis sueños. Su pasión por las letras lo ha llevado a ser merecedor del Premio estatal “Hidalgo en Tintas 2019” así como una serie de reconocimientos en el ámbito de la literatura. Fue finalista del Premio Ariadna de Cuento en 2019. 237



RESILIENCIA

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oy Eliot, tengo 26 años y estoy intentando descifrar mi misión en esta vida. Sobreviví al cáncer. Mi madre murió. Y estoy desempleado”. Me repito en la cabeza intentando recuperar la cordura. Seguramente soy el único hombre del mundo que estaba deseando desesperadamente que terminara el verano. Demasiado tiempo de sobra para pensar, demasiado tiempo para no hacer nada, y con el recuerdo fresco por la muerte de mi madre, la soledad me estaba consumiendo. Me había arrepentido de haber rechazado la invitación del doctor Dante López para colaborar en su libro La filosofía de lo extraordinario, pero tenía demasiados asuntos sin resolver, como todo en mi vida. Había superado un cáncer cuando era niño gracias a la ayuda de un hombre que desapareció poco después, con la esperanza de que yo pudiera continuar con su legado y ayudar a alguien a superar los conflictos de su vida; sin embargo, en este momento mi vida no era la mejor para ayudar a alguien más. Después de los días difíciles tras la muerte de mi madre, ella me pidió volver al lugar donde creció para recuperar algunas pertenencias suyas y guardarlas como un recuerdo para el resto de mi vida. Debía viajar al pintoresco Arenal, la Villa bajo las faldas de los majestuosos cerros y formaciones rocosas dónde el tiempo parece que se detuvo. 239


Esa misma tarde apareció frente a mis ojos mientras conducía el auto en la peligrosa bajada de San Pedro, el amplio valle verde donde la Villa de El Arenal relucía con la imponente Cruz Monumental y el cielo azul pálido. El calor de la tarde parecía derretir el asfalto. Los recuerdos volvieron a mi memoria, cada uno de ellos, cuando entré a la casa de mi madre, tan sola y abandonada con la hierba crecida en el jardín que ya estaba muerto. Las fotografías habían perdido brillo, los muebles estaban cubiertos por una capa de polvo que me produjo alergia y, sobre todo, el silencio ahogado que me consumía. El llanto volvió esa tarde, estaba deseando no estar ahí pero mi madre deseaba que volviera a nuestro hogar, y las lágrimas fluyeron por mis mejillas hasta formar ríos salados y amargos. Durante los días siguientes me dediqué a restaurar la casa, comprar madera para la cerca, pintura para las paredes y algunas plantas para el jardín. El pueblo me arrulló entre la calidez de su gente que me recordaba las bondades de las que mi madre era parte, todo el mundo parecía conocerla, incluso tal vez más que yo mismo. Y cuando sentía que no podía más con todas esas palabras, volvía al auto para echarme a llorar, como uno de esos días cuando entré apresuradamente al auto por la tormenta que me sorprendió por la tarde, y entre el frío de la lluvia y el gélido viento, me acurruqué en el asiento y me eché a llorar entristecido. Debía ser yo el que debería estar muerto, y no ella. Después de la tormenta, después del incesable llanto, me quedé dormido en el auto. Al día siguiente, por la mañana, el valle había sido cubierto por la deliciosa lluvia y el fresco olor después de una tormenta. Me dispuse a terminar las tareas del hogar y quedarme el resto de la tarde a plantar rosales por alrededor de la cerca cuando el cansancio me venció. Me estaba engañando a mí mismo, ¿Qué 240


sucederá cuando esto termine? No puedo vivir todo el tiempo ignorando el hecho de que me estaba doliendo el rumbo que mi vida está llevando. Parece como si hubiera encallado y no pudiera retomar el rumbo de la corriente; no estaba más que engañándome a mí mismo con todo esto. Estaba convencido de que ése no era mi lugar, y que debía volver a la ciudad a solucionar los asuntos que tenía por resolver. Sin embargo, el dolor continuaba rompiéndome, y me sentía tan frágil como si me hubiera convertido en papel, un hombre de papel. Por la tarde me ha llamado desde la Ciudad de Actopan un viejo colega de la Universidad, el célebre Andrés Fuentes, quien había inaugurado una escuela preparatoria para adultos el año pasado, y que insistía en que podría ayudarlo a colaborar con su causa, ¿De verdad espera que yo levante los ánimos de un grupo de personas frustradas con su vida? Estaba luchando mis propias guerras. Sin embargo, estaba insistiendo demasiado que, después de tanto tiempo, me incorporara a su planilla de docentes. Estaba deseando abandonar el proyecto cuando Andrés me comentó el perfil de los estudiantes, todos adultos, que no pudieron concluir sus estudios y ahora estaban luchando contra la crítica, contra las circunstancias, contra su familia misma para estar ahí. Debía apoyarle con terapias de grupo, similar al trabajo que realizaba el doctor Dante López y su grupo de retraídos —¿Te recuerda algo? —preguntó él. —No —respondí a secas. —Nadie confía en esta gente. En sus sueños. —¿Por qué?, ¿tú sí? —Por qué tú y yo sabemos lo que significa eso. Supe que murió tu madre, lo siento demasiado, Eliot —dijo. Apreté los dientes. Y el nudo en mi garganta se formó. —Toma este proyecto como una oportunidad para sanar 241


lo que estás sintiendo. ¿Recuerdas las reglas para enfrentar el fin del mundo? Tiene razón. Medité sus últimas palabras. Y hasta cierto punto no tenía idea de qué era lo que necesitaba de mí; poco después conocí al grupo de personas con las que comencé a trabajar la parte de la psicología con los estudiantes y realicé un análisis del perfil de cada uno: Maryel, madre soltera, asistente de enfermería con deseos desesperados de concluir sus estudios; Eduardo, el más joven del grupo, lleno de energía, e interesado en el negocio de los alimentos; Geovanelly, con déficit de atención, pero estaba ahí, todos los días, ¿Tenía algo que demostrar? Sí, que no era nada de lo que decían de él; Jordany, demasiado callado, hasta dónde sé era un joven con un matrimonio que dependía de superar el compromiso de hacer algo consigo mismo; y Andrea, quien había sido tratada por Andrés ante su grave trastorno de personalidad. Estaba seguro de que no podría con ellos, con sus sueños frustrados, no viniendo de mí que no había hecho algo sorprendente con mi vida, salvo vencer el cáncer cuando era niño. Pero estaba anhelando desesperadamente demostrarles que no eran nada de lo que decían de ellos, sino que eran mucho mejor que cualquier cosa que se haya inventado. Al cabo de unas semanas, por las tardes nos reunimos para hablar de los avances en nuestras vidas, en cómo los proyectos sanaban nuestras almas y, en ese tiempo, no estaba deseando otra cosa que no fuera hacer algo importante con ellos, con mi grupo de olvidados (cómo solían decirnos). Nos habíamos propuesto el reto de graduarnos, de presentar la obra teatral Sueño de verano e impresionar a sus familias, a la crítica y a nosotros mismos. Y el tiempo avanzó muy rápido en los últimos meses. Estaba escribiendo un discurso de despedida para el día de la gra242


duación, el momento en el que debíamos despedirnos después de las terapias a las que nos sometimos para calmar las voces en la cabeza, el dolor que agobiaba la falta de confianza de la propia familia. Y cada que veía a uno de mis alumnos, estaba seguro de que mi vida no era peor a la de ellos, estábamos inmersos en luchas internas que teníamos que vencer. Recuerdo la frase de Andrés Fuentes cuando le solicité más tiempo para las terapias grupales: "En la vida hay que morir varias veces" y hasta el día que pude ver a mis estudiantes en el escenario, demostrando su talento en el teatro comprendí el mensaje y el por qué mi colega me llamó para atender el dilema de las terapias de grupo. Justo después de eso, los vi en la ceremonia de graduación, con sus familias que no habían creído en sus sueños, y el día de hoy celebraban con ellos. Y juro que no había extrañado tanto a mi madre como el día de hoy. —¡Foto, profe! —¡Foto! Nos formamos en una sola fila. Y no tuve que fingir una sonrisa, porque era la primera vez que estaba agradecido con la vida. Había tardado un poco en renacer, en comprender que nada es eterno, ni el dolor más agobiante, y eso sólo me lo enseñó mi grupo de estudiantes a quienes seguramente les espera una vida plena porque ya les había tocado estar abajo mucho tiempo. Entendí que la vida es como una rueda de la fortuna, lo decía mi madre, a veces abajo, y cuando llegas arriba la vista es maravillosa, por eso hay que tomarse el tiempo para apreciar la maravillosa vista. En cuanto a mí, me quedé otro periodo como consejero estudiantil de la escuela preparatoria Colegio San Ángel, me enor243


gullece ver mi nombre en la puerta de mi oficina: Eliot Márquez. Consejero estudiantil. Tenía razón. En la vida hay que morir varias veces, y renacer cuantas veces sean necesarias, antes de volver a ponerse de pie. Es una mala racha, no una mala vida.

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CHRISTOPHER MEDINA GONZÁLEZ

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ació en el año 2000, actualmente estudia la carrera de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es director/editor de Iguales Revista, cofundador/ escritor de FLOU Magacine y community, manager/colaborador de Sonámbulo Publishing. Trabajó para el INE en el 2017 y participó satisfactoriamente en el XVII Congreso Preparatoriano de las Humanidades en el 2018. Su relato Bitacovid fue seleccionado para participar en el libro Virus19 Teorías de Librerio. Ha publicado artículos y textos en Revista Afluente, Teresa Magazine, Chupacabras Fanzine, Revista Literaria Ibídem, Editorial Elementum, LibertariA Fanzine, Revista Tachas, Áspera Fanzine, Cannibalismo Mortuorio Zine, Aria Revista Literaria y en el Fanzine Libre Virtual del Museo Virtual de Ilustración Contemporánea de la Ciudad de México. Actualmente prepara un libro de poesía para participar en el primer Premio Literario Jorge “Mágico” González, inspirado en el trabajo de Charles Baudelaire y las expresiones artísticas de Childish Gambino (Donald Glover). 245



LAS GRAPAS

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am y Gary son dos grapas inseparables de tamaño normal que viven en una papelería. Se conocieron hace tantos años que ya no recuerdan la edad de su dulce amistad. Todos los días se escondían detrás de las cajas para que don Rogelio no las encontrara, pues eso significaría el distanciamiento de ambos pedazos de metal. Alguna vez fueron tres, estaban unidas a Carlos, pero fue elegido para unir un trabajo preparatoriano de unas ocho hojas. Fue un día horrible, de lo más difícil que han tenido que vivir. Pero actualmente necesitan preocuparse por otras cosas que pueden poner en jaque sus existencias. ¿Oíste de aquella pandemia que llegó de Asia? Bueno, hoy eso se acabó, hay vacunas por doquier, cual crías de conejo, ya todo está bien para los seres humanos. Pues para Pam y Gary eso supone un gran peligro, pues los regresos a clases se convertirán en semanas de caza para los artículos de papelería. La octava guerra mundial papelera es inminente. Las cartulinas, muy amigables, habían estado varadas por meses y ahora saldrán disparadas; es una pena, eran buen escondite en las noches cuando las ratas entraban. Sí, el par de grapas han visto a miles de sus compatriotas ser devoradas por estos “enormes” mamíferos roedores. No son un gran alimento, no es para recomendarse, incluso para esos animales. 247


Al dúo le encantaba pasarse las tardes en las cajas de bolígrafos, eran albercas enormes de diversión a la orden, sin embargo era muy riesgoso quedarse ahí, porque una vez que se vaciaba la caja, don Rogelio cogía las grapas que se encontraban adentro y que no habían alcanzado escapar a tiempo. No es un señor que desperdicia su mercancía, cada centímetro de su producto le cuesta y le vale. O por lo menos eso es lo que él piensa. Pero quizá el peor de todos sus enemigos eran los “grandes almacenes”, así es como se le conocía a las engrapadoras en la comunidad. Una vez que entrabas era prácticamente imposible salir, quedabas en un limbo que seguramente terminaría en tu unión a hojas abundantes sin sentido por un tiempo indefinido, tal vez para la eternidad. Y eso era en el mejor de los casos. Había algo peor, un lugar dantesco, las grapas le llamaban “el Trash”. Si tu destino después de entrar en una engrapadora es el de no soportar tantos papeles o el de doblarte, inmediatamente te tiran a “el Trash” junto a varios colegas malheridos, una escena que definitivamente no quieres ver con el estómago lleno. No la tienen fácil, pues. Llegó el día, hoy vuelven miles y miles de estudiantes de preescolar, primaria y secundaria, Gary y Pam tienen que planear su escape mientras se enfrentan mortalmente a la mirada de don Rogelio. Que la Compañía los acompañe —sí, también tienen religión. Nadie sabe qué es, dónde está o cómo es la Compañía, sólo saben que ahí es de donde vienen todos los habitantes de la papelería, le agradecen por su existencia y le piden por protección ante don Rogelio. Gary ya no cree en la Compañía, no después de todo lo que ha visto. Pam sí, aún en sus circunstancias. Lo tienen claro, tienen que escalar los nueve niveles del estante para poder salvarse y correr por la vitrina hacia la libertad perpetua. Gran reto, nadie lo ha logrado. 248


Primer nivel del estante: Gary y Pam están aprovechando que don Rogelio se encuentra distraído, con mucho trabajo, para entrar al primer nivel. Esta parte es tranquila, es donde se encuentran los artículos olvidados, defectuosos, no creados por la Compañía o de dudoso proceder. Las pequeñas grapas sienten un ambiente pesado y obscuro; miradas de reproche cuasi envidiosas enganchan sus plenitudes mientras caminan por los largos pasillos. Una tapa de pluma salió disparada enfrente del dúo. En las sombras, detrás de unas hojas rotas, un bolígrafo de punto fino buscaba llamar su atención. —Vengan, les ayudaremos —dijo aquel largo amigo con un tono que desnudaba su confianza interna. Pam y Gary se sorprendieron al ver que varias plumas con tinta chorreada habían creado una larga fila que llegaba hasta el segundo nivel; querían ayudarles. A su vez se escuchaba un tumulto detrás, era una horda de gomas que no borran, sacapuntas sin filo y correctores pirata enojados, no permitirían que las grapas se fueran de ahí. —Corran, yo los detendré, salgan de este infierno —gritó el noble bolígrafo de punto fino mientras la pareja de fierros trepaba hasta el segundo nivel de manera exitosa. Segundo nivel del estante: aquí abundaban algunas revistas para adultos que el dueño de la papelería tomaba en sus tiempos libres. Justamente está por aventar una hacia este espacio. Cuando la revista que don Rogelio lanzó hacia un lado de donde se encontraban las grapas, un gran impulso de viento las levantó hacia el tercer nivel. Un par de centímetros hacia la izquierda y seguramente ese hubiera sido el final de su aventura. Tercer nivel del estante: en esta parte se encontraban todos los dulces y golosinas que don Rogelio ponía en la vitrina. Definitivamente era un lugar mucho más colorido. 249


Después de un pequeño paseo, Pam y Gary sintieron algo raro. ¡El suelo se estaba hundiendo! Las pequeñas grapas se habían adentrado en una caja de bombones con mermelada, eran como arenas movedizas. Con todas sus fuerzas pelearon hasta llegar al final de la caja, lo lograron a costa de mucho esfuerzo, pero no esperaban encontrarse a una gran y horrible cucaracha del otro lado. Aprovecharon que estaban bañadas de dulce para pegarse por la pared y llegar hasta el cuarto nivel; aquel bicho de antes las persiguió hasta antes de oler la bolsa con mermelada escurriendo que habían abierto por accidente, eso lo distrajo. Cuarto nivel del estante: este lugar era conocido por albergar las ganancias del local y a los productos más costosos, como calculadoras científicas o juegos geométricos de alto nivel. —Un momento. Dejen de caminar, sabemos quiénes son ustedes y no les dejaremos pasar si no nos dan algo a cambio, nada es gratis, pequeño par —dijo de una manera elegante un pincel de madera, hecho a mano, digno de la Compañía. Pam estaba en desacuerdo pero Gary arrancó una pequeña parte de su pata izquierda para ofrecerla como tributo. El pincel reconoció su valentía y aplaudió la visión que tenía aquella grapa sobre el valor. El sequito de alcurnia les proporcionó una escuadra graduada que formaba un puente hasta el nivel de arriba. Quinto nivel del estante: no hay manera de reducir este lugar, aquí hay de todo. Desde pisapapeles que pasan todo el día durmiendo hasta tijeras sumergidas en poder que no permiten subir a nada ni nadie hasta el sexto nivel en ataques de rabia. Gary tenía una idea. Podían utilizar alguna de las ligas de goma que había por ahí para intentar alcanzar el piso de arriba. Así lo hicieron, tuvieron la ventaja de tener un peso menor en el lado izquierdo debido a la ofrenda del nivel anterior, lo que las abalanzó de gran manera para evitar ser cortadas por las temibles tenacillas de punta chata. 250


Sexto nivel del estante: esta parte era visualmente escabrosa, muy desagradable. Existía una trituradora de papeles, más bien una masacre despiadada; estaban los clips, quienes habían dejado de creer en la Compañía y sabían que Pam era fiel seguidora; y también quitagrapas, ¿falta explicarlo? El par de fierros corrieron por sus vidas desde que llegaron, pues las garras de los sacagrapas los persiguieron por todo el nivel tras haber sido avisados por los clips. Hay una única salida que consiste en escalar una hoja mientras es triturada. Pam y Gary treparon el papel mientras se hacía trizas, tuvieron que hacerlo tan rápido para no ser atrapados por las desgrapadoras o para no terminar dentro de la trituradora. Sin dudas sintieron un inmenso miedo, pero lo lograron. Séptimo nivel del estante: un lugar de notas y cintas adhesivas. Por cierto, también es donde pasa el tiempo la mascota de don Rogelio, una iguana violenta, agresiva, poco amigable, parece que siempre tiene hambre. Gary y Pam no podían hacer ningún ruido, era un punto crucial. Caminaron por la orilla lentamente hasta que sintieron una gran ola de viento detrás de ellas, era la iguana, no estaba de buen humor. Esquivaron un gran mordisco del reptil y salieron corriendo a máxima potencia. Llegaron al borde del nivel, no había salida. La iguana tragó sin piedad a ambas inocentes piezas de metal. Pam no perdió el tiempo, convenció a su colega de arrastrarse por dentro de la garganta del animal hasta que obligaron a la mascota a escupirlos hasta el penúltimo nivel. Casi los persigue de nuevo, pero un olor a bombón con mermelada le llegó hasta las profundidades de la hambruna. Octavo nivel del estante: tal vez los peores peligros ya habían sido superados, pero ahora tenían que enfrentarse a otro tipo de retos. En esta instancia se encontraban ante un lugar de 251


revelaciones. Aquí hay cuadernos, tazas, publicidad y utilería venidera de la Compañía. Retrataban papelerías felices, incluso existía una caricatura que consistía en una grapa con ojos y boca que parecía contenta de servir a sus creadores. Era como si intentaran convencer a las grapas de limitarse a su uso y no aspirar a nada más. Pam se quebró, definitivamente perdió la fe en la Compañía, pero eso no iba a hacerla desistir, porque sí creía en algo, creía en la libertad y en su compañero Gary, en todo lo que habían hecho. Una cadena de grapas bajó desde el noveno nivel hasta el dúo. —Vengan, les esperábamos. Noveno nivel del estante: Pam y Gary llegaron hasta el último nivel, todos parecen felices. Hace mucho frío, ¿hay hielo por aquí? —Vengan, por fin llegaron, hermanas grapas. Nosotros vamos a ayudarles— dijo una de ellas, la que parecía ser su líder. Después de la charla las llevó hasta un domo y les dio acceso. Lo que vieron después nunca lo olvidarán. Había una engrapadora reluciente y cientos de grapas alrededor felices de servirle. Eran traidores, llevaban a otras grapas a su perdición para salvarse a sí mismas. Grapas trabajando para una engrapadora, qué descaro. No podían separarse, así que Gary corrió, llevándose a Pam lejos de todo eso. —¡Qué no escapen! —ordenó la grapa líder de los traidores, pero era demasiado tarde, la pareja saltó hasta la vitrina llamando la atención de don Rogelio. El dueño de la papelería tomó ambas grapas rápidamente un tanto desconcertado y las introdujo en un “gran almacén”. Pam y Gary se miraron fijamente. Incluso ante la situación, nada había sido en vano. Probablemente era el fin, pero estaban juntas, unidas, eso les quitaba el miedo. 252


Se escuchó un mecanismo y Pam se desprendió de a poco de su leal compañero, resistirse era dolorosamente inútil. Se dieron un último beso. Don Rogelio había engrapado fotocopias de La Divina Comedia con Pam. Adentro todo era vacío, Gary estaba solo, sin nadie, sin su camarada. ¿Ya no quedaba esperanza alguna? —Don, ¿puede ponerme otra? Es que sí son varias hojas —se escuchó en la lejanía. Ambas grapas casi podían llorar de la felicidad. La engrapadora fue tomada, utilizada y Gary se juntó con Pam nuevamente, en la eternidad, en una sinergia que justificaba todo lo que habían sufrido para salir de ese lugar. Ahora sujetaban conjuntamente varias páginas, no porque fuese ese su trabajo, sino porque todo su aprendizaje las había llevado hasta ese momento. Un par de grapas que estaban destinadas a estar juntas, a no correr de animales hambrientos, a no ser olvidadas, a fundirse en la eternidad. En fin, eran solamente un par de grapas.

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NELLY GUADALUPE MIGUEL TORRES

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ació en Reynosa, en 2002. Cursa la licenciatura de Estudios Literarios en la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ ). Desde niña formó su gusto por la literatura, en especial la infantil. Su pasión es el fomento de la lectura en los niños. En 2019, tomó un taller de cuentacuentos. Su aspiración es ser pedagoga literaria, y formarse como cuentista. Sus escritores preferidos son: Juan Rulfo, Hans Christian Andersen y George R. R. Martín. Actualmente escribe cuentos infantiles. 255



EL CUENTACUENTOS DE LOS QUINCE SOMBREROS

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n la escuela de un pequeño poblado, un hombre de mediana edad, vestido con una camisa azul, pantalones vaqueros y unas botas negras bien lustradas, llamó la atención de los niños que se encontraban reunidos en el patio. Todas las miradas de los infantes se dirigían a los sombreros apilados en la cabeza del señor, los cuales eran de distintos colores, tamaños y formas. —Muy buenos días, niños. Me llamo Mario. Yo soy un cuentacuentos —su voz era dulce y gentil—, hoy me gustaría contarles un cuento. Apuesto que se estarán preguntando por qué llevo tantos sombreros encima. Ningún niño respondió, pero en sus caritas se reflejaba la respuesta. —Pues bien, cada uno de estos sombreros tiene una historia detrás, hoy les contaré una pero, ¿cuál?, puede ser el cuento de éste —dijo mientras mostraba un sombrero de paja—, se trata de una historia de un muchacho que se enamoró bajo un árbol. O este de acá —sacó de su cabeza un sombrero de marinero antiguo—, le perteneció al capitán de un barco fantasma. Cada uno quería escuchar diferente historia, las conversaciones a voces se oían cada vez más fuerte. Nadie se decidía. —Calmados, chicos, ya sé, le pediré a uno de ustedes que me ayude a elegir, veamos, te tengo, a ti. 257


El señor señaló a un pequeño de cabellos negros, piel morena y profundos ojos cafés. El niño permaneció inmóvil un instante, pero fue empujado hasta el hombre ensombrerado. —Ven, hijo, sin miedo, elige uno. El niño tomó uno de una mujer con un listón rosa que lo adornaba. —Veo que has elegido el de una dulce recolectora de lechugas. Ella vivía… Aquel pequeño se llamaba Guillermo, pero siempre le decían Memo. Durante el cuento, estuvo atento y expectante a cada detalle, sus ojos se iluminaban con cada palabra, su mente se echó a volar. Cuando se acabó la historia las risas y los aplausos inundaron el patio. A pesar de ello, Memo seguía entusiasmado. El cuentacuentos se despidió de todos haciendo una reverencia cayéndose todos sus sombreros al suelo, muchos se carcajearon y otros corrieron a ayudar a levantarlos, después de ello por fin se marchó el señor. Al salir de clases, Memo encontró un sombrero gris con varios parches cafés en el bote de basura de la escuela, pero no recordaba haberlo visto en la cabeza del señor de los sombreros. Decidido a devolverlo, salió corriendo a la calle por impulso sin dirección alguna. “Tengo que encontrarlo y dárselo para que no le falte ninguna historia, pero ¿a dónde se fue?” El centro no era tan grande, los únicos lugares para contar cuentos eran la escuela y la plaza. ¡La plaza! En el camino Memo preguntó a una persona sentada en una banca. —Oiga, señora, ¿no vio a un señor con muchos sombreros? —¿Qué cosas dices, niño? Yo no soy una señora, soy señorita, no he visto a nadie así en mi vida, y ahora vete que estoy esperando a alguien —dijo la mujer de la banca. 258


Sin éxito alguno, Memo se dirigió a la plaza donde se encontraba un bolero. —Disculpe, señorito, ¿ha visto usted a un… —¿Qué pasó? ¿Cómo que señorito?, a mí me dicen Don, Don Lus, de Don Lustrador, ja, ja, y veo que tus zapatos están muy sucios, cobro quince pesos por dejártelos como nuevos. —Pero Don, Don Lus, de Don Lustrador, yo no tengo quince pesos. —Ya veo, sigues siendo un crío, diez pesos, ¿de acuerdo? —No, sólo traigo este sombrero que debo devolver a un señor que… —¡Ese sombrero! Pero si está bien feo, todo sucio y desgastado, ya mejor tíralo, ¿a quién vas a regresarlo? ¿Al camión de la basura? Mejor ya vete que hay personas que quieren sus zapatos limpios, como aquel loco de los sombreros. —Señor Don Lus, ¿usted ha limpiado las botas negras del cuentacuentos? —Sí, he sido yo, pero eso fue desde la mañana. —Y, ¿a dónde fue? —¿Cómo voy a saber? —Bueno, gracias. Cabizbajo, con el sol en lo más alto, recorrió la plaza casi sin esperanzas, el cuentacuentos pudo haberse marchado tiempo atrás. Antes de dar media vuelta una abuelita lo miró. —Hola, hijo, ¡qué sombrero más curioso llevas ahí! Pero no tan curioso como un hombre que lleva catorce sombreros en la cabeza, yo los conté y él me contó un cuento muy bonito, me recordó cuando era joven y guapa. —¿Ha visto al señor de los sombreros? ¿Dónde? Debo devolverle éste. —Pues, entonces, apresúrate, se dirigió a la estación para tomar su camión hace un rato. 259


—Muchas gracias. —¡Corre!, de nada, hijo. La estación estaba cerca, Memo corrió con todas sus fuerzas, en poco tiempo llegó. Jadeante vio la larga sombra del cuentacuentos de los catorce sombreros. —¡Señor cuentacuentos! —gritó estruendosamente. —Hola, hijo, ¿qué haces aquí? —preguntó el ensombrerado hombre. Memo le contó todo lo que había sucedido y a las personas a las que se encontró en el camino. —Gracias, hijo, te soy sincero, tiré el sombrero porque no tenía la historia completa. Pero ahora tú le has dado una nueva, un cuento maravilloso para contar.

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SAYONARA MORELIA ORTIZ NARANJO

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ació en La Goleta, municipio de Charo, Michoacán. Estudió el bachillerato en la Preparatoria Federal por Cooperación “Melchor Ocampo”, en la formación de Tecnologías de la Información y Comunicación. Desde temprana edad mostró interés en la lectura y escritura de cuentos cortos. En la secundaria participó en el concurso interno de cuentos de su salón de clases, en el que fue finalista. Ella y el compañero finalista de ese mismo concurso crearon una novela; ella de manera escrita, y él, gráfica. Su escritor preferido por excelencia es Stephen King, sin embargo también disfruta de las obras de Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft. 261



EL INCIDENTE DE CASSANDRA

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rataba de dormir en la habitación compartida del hotel, el recorrido por la ciudad me había agotado demasiado, me encontraba exageradamente cansada como para siquiera ducharme, por lo que sólo atiné a ponerme el pijama y meterme en una de las mullidas camas. Había sacado un libro para pasar el rato —quería aprovechar la salida de mis compañeras de cuarto y disfrutar del poco tiempo a solas— pero apenas pude leer un capítulo cuando escuché pasos acercándose, más de los que deberían ser. Se suponía que estaríamos cuatro personas en una habitación, pero al abrirse la puerta pude ver más sombras de las que éramos hasta hace unos minutos. Aparté el libro y lo guardé bajo la almohada, me fingí dormida y el murmullo en el lugar se intensificó, siendo incomprensible a mis oídos, luego silencio. —Cállense, el profesor está ahí afuera —dijo una chica. Y debido al silencio que inundó la habitación en ese momento pude escuchar pasos lentos en el pasillo, como si alguien buscara algo, o a alguien. Pude sentir cómo una de las chicas se acercaba a mí, cerré momentáneamente los ojos y relajé el cuerpo. —Está dormida —dijo, y la escuché alejarse de mí. —¿Qué vamos a hacer? —sollozó otra compañera, de voz irreconocible para mí, la escuché romper en llanto segundos después. 263


—Cálmate ya, todo se resolverá —la consoló su amiga. —¿No lo entiendes? —respondió histérica—. ¡Matamos a Cassandra! Abrí los ojos como platos, quedé atónita ante la noticia, fijé la vista en un rincón de la habitación, y no pude apartarla de ahí… Conocía a Cassandra, sin duda era de las pocas personas con las que podía hablar sin incomodarme, la única de ese sequito de alimañas que realmente agradaba a las personas. Claro que no entablé amistad con ella, no es que se me diera ser sociable con la gente, pero la chica se daba a respetar, era fácil encariñarse con ella, no era de extrañar que me sorprendiera haber escuchado que ella estaba muerta. —¿Quieres bajar la voz? Harás que nos encuentren —replicó otra de las chicas en la habitación, había rabia impresa en su voz—, carajo, ¿en qué cabeza cabe darle una bebida adulterada durante un viaje escolar? — ¿Quién la consiguió?, para empezar —dijo alguna más, seis diferentes voces en la habitación, sí que debió ser un asunto grave. No… un crimen grave, eso era. —Eso ya no importa, preocúpense por lo que vamos a hacer, su cuerpo sigue allá afuera —exclamó la que reconocí como Elisa, la líder del grupo. —¡¿A plena vista de todos?! —chillo la misma que había revelado su oscuro secreto. —Claro que no, idiota —respondió la líder—, Jonah la tiene encerrada en la cajuela. —¿No te bastaba con meternos a nosotras en esto? ¿Tenías que meter a tu novio de turno también? —reclamó la mocosa que no dejaba de llorar. —¿Qué querías? ¡No iba a cargar a la mal nacida hasta la entrada del hotel! —gritó—. ¡Ah, hola señorita, ¿podría propor264


cionarme una habitación para mi amiga muerta?! —fingió una voz chillona y luego continuó— , ¿querías que dijera eso, eh? —Hay que pedir ayuda —volvió a llorar la chica. —¡No! Esto es lo que haremos —ordenó Elisa—. Sarah y yo iremos con Jonah a tirar el cadáver a Melbourne. —Piensas dejarla en las faldas de la montaña, ¿y luego qué? —dijo alguna de las otras, furiosa—, ¿regresas y fingimos que nada pasó? —Su madre llamará en cualquier momento —reclamó otra. —¿Qué vas a decirle? ¡Oh, señora, accidentalmente drogamos a su hija y ahora se encuentra muerta en la cajuela de un auto, le ruego que nos perdone! … oh sí, ésa será la mejor opción, ¿no lo crees? —reclamó otra. —Bajen la voz o despertarán a Shandell —exclamó la chica del llanto imparable, al parecer la única con algo de razonamiento en la habitación. Escuché un golpe, luego un sonido hueco contra el piso, alguna de las bolsas de viaje debió haberse caído, supuse. —Si alguna me delata o siquiera mencionan el asunto con alguien, créanme, terminarán acompañando a Cassandra en Melbourne. La escuché salir del cubículo azotando ferozmente la puerta, supongo que había olvidado que había alguien afuera buscándolas, o simplemente dejó de importarle. —Salgamos de aquí, no vaya a ser que Shandell despierte —y con eso todas salieron… todas excepto una. La verdad es que esto no sería tan aterrador, de no ser porque frente a mí, en la oscura habitación, se encontraba Cassandra, temblando y denotando furia en la mirada.

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JOSÉ SANTOS NAVARRO MONROY

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ació en la Ciudad de México en 1952. Estudió en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García en la capital del país. Trabajó 35 años en periódicos como La Prensa, Ovaciones, Diario de México e Impacto Diario. Ha participado en Talleres Literarios. Ha publicado poemas en periódicos: La Prensa, Ovaciones y en el periódico interno de la escuela de periodismo antes citada. Sus escritores favoritos entre otros: Juan Rulfo, Juan José Arreola, Carlos Fuentes y cuentistas extranjeros como Gabriel García Márquez, Antón Chéjov, entre otros. 267



LA MUJER AQUELLA

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entado en el resquebrajado quicio de la puerta, el anciano dejaba que el sol se le sentara en las piernas. Sereno, observaba la desesperación de aquella mujer a quien dejó el camión. Las piernas del viejo ya sólo servían para sobar y aquel achacoso camión regresaría en dos días, tiempo que debería esperar la frustrada pasajera, quien sin darse cuenta se paró junto al chueco y añoso caballero. —Aquí en Tadeo el tiempo pasa de rodillas, es lento —dijo don Manuel con voz fuerte pero amable. La mirada de ambos chocó. Luego, Chinta, la mujer, aquella joven y fuerte, su piel quemada como grano de café, vestía trapitos humildes que escondían el tesoro de la juventud, observaba cómo la distancia y el polvo devoraban al vetusto y único transporte que le ganó la salida por un par de minutos. Impávida, la mujer aquella miró a la distancia —en ese corto infinito donde se esconde el destino de la gente; donde el camino y sus orillas hacen un solo punto que aterriza en algún lugar del cielo— el punto donde estaría Isidro esperándola, pero ella no descendería del camión aquel, porque se le hizo tarde por ir a la iglesia a despedirse del Santo Patrono, de San Judas Tadeo para que éste le diera su bendición. El viejo de vez en vez la miraba, mientras de manera mecánica sus manos seguían trabajando, desollando una víbora de 269


cascabel para quitarle la grasa y el veneno para venderlo a un laboratorio casero, clandestino, intermediario, que lleva estos productos a laboratorios más grandes donde hacen pomadas dizque para aliviar ciertos males. El hombre ese, cargado de años, pensaba también que al menos a él y a su familia, el veneno de la víbora de cascabel, además de aliviarles la vida, también, les mataba el hambre de manera frecuente. Mientras, observaba a la desolada a la joven que perdió el camión, le vino a la mente su infancia y recordó con la lujuria del detalle, cómo desde que él era chamaco ya ponía trampas y era muy ducho para capturar a estos peligrosos reptiles, cuyas mordidas ya se habían llevado a varios de sus mejores amigos de la infancia, a un tío, a un hermano y a dos vecinos. Luego, clavó de nuevo su mirada en aquella joven que sin saber qué hacer, parada sobre el filo del polvo y la desesperación había perdido la única salida rumbo a Fresnillo. Chinta seguía con su mirada perdida y revueltos sus pensamientos, tanto que su cuerpo —pero más sus manos— eran un monumento a la desesperación. —Pasado mañana sale otro camión —balbuceó el anciano, pero ahora con voz más melosa que el veneno. La mujer aquella miró a los ojos del viejo y con sus labios quiso dibujar una sonrisa, no así con sus ojos que estaban llenos de tristeza y vacíos por la ilusión de un viaje perdido. Sólo quien pierde el autobús o el tren sabe lo que es la muerte prematura. Más cuando se huye de la soledad y la pobreza. La mujer aquella maquilló su semblante con leve sonrisa y ocultando su tristeza se aproximó al viejo y preguntó si mañana a la misma hora volvía a salir el camión a Fresnillo. El cazador de serpientes también dibujó la mejor de sus sonrisas, la cual permitió enseñar su grande boca con sólo dos dientes en el maxilar inferior. Su rostro, totalmente arrugado y deshidratado, óleo de mil caminos que llevaban a sus ojos y al chimuelo paisaje de su 270


boca. Todas sus arrugas eran facturas ya pagadas a la vida. —No señorita, hasta pasado mañana. Además, reiteró que había que estar más temprano, que comprara otro boleto, porque el que tenía en la mano ya no servía. Venga más temprano insistió el abuelo quien sostuvo que los camiones son hermanos del tiempo y esclavos de la distancia; son muy exactos como el corazón; viejos y achacosos como yo, pero exactos. Apenas asoma el sol, ellos se jalan, eso sí, aunque esté nublado saben la hora exacta y se van, con o sin gente porque lo importante no es la gente, sino el tiempo, el boleto vendido y la distancia. Ellos andan puebleando y gente siempre hay: ya sea que vengan pa’ca o vayan pa’lla. La inquieta mujer poca atención puso a las palabras del señor del veneno, pero sonreía de vez en vez para disfrazar su extravío. Pensaba en Isidro, su novio, con quien decidió irse del pueblo y con quien se uniría en Fresnillo para de ahí viajar a la Ciudad de México donde les aseguraron que había escuelas grandes, universidades: camino único para salir de la pobreza. Pero la mujer aquella e Isidro no sólo anhelaban dejar, es decir, abandonar el reinado de la pobreza, sino amarse, así de una manera desnuda como debe ser el verdadero amor —pensaban—. Hacer el amor en la cama como lo hacían sus padres, sus abuelos, sus vecinos… como algunas veces se los platicaban sus amigos y amigas que ya antes habían estado en la ciudad de Los Palacios y sabían de todas esas magias. Recordó cómo la amó Isidro —primero en el corral y luego en el monte—, pero no estaban desnudos. Todo fue rápido con sabor a gloria, pero sin tiempo para la pasión, para la seducción y las palabras precisas que abren las piernas y cierran los ojos. Ojos y pensamientos de Jacinta brincaban de un lugar a otro de esa maldita calle vacía del pueblo por donde se fue el camión. Luego volvía a escudriñar el rostro del viejo, su penetrante mirada resbalaba por las manos necias del anciano quien quita271


ba hasta la última gota de grasa que la infeliz cascabel tenía. Era irónico que la víbora, sin saberlo, con su sebo y su veneno no sólo aliviaba sino que daba vida. Chinta se declaró adicta al miedo de cualquier serpiente. —¡Pasado mañana! Venga de nuevo, pero más temprano —aconsejó el viejo con su mirada de niño y cuyas manos no dejaban de trabajar. —¿Usted no es de Tadeo? ¿Nunca la había visto por aquí… es de Cañitas? —luego el silencio de ambos fue la continuación de aquel diálogo que sólo se interrumpía con palabras sueltas e ideas imprevistas, de ésas que se utilizan para matar el tiempo, o ser amable. —¡Pasado mañana… llegue más temprano! —insistió aquel hombre, mientras la mujer volvió a fijar la vista en el corto infinito de su destino. Volvió a la realidad. Abandonó la imagen y el nombre de Isidro, y dio la mano para despedirse del viejo, experto en sacar alivio y mejorar la vida con veneno. El viejo extendió como serpiente su brazo. Antes se la fregó en la sucia manta de su pantalón. Ella preguntó a manera de consuelo: —¿Pasado mañana? El artesano del veneno respondió con su tono fuerte pero amable: ¡ —Sí, el miércoles —pero volvió a recomendar—: más temprano! Al fin que destino y amor saben esperar. Jacinta comprendió y se tranquilizó. Al día siguiente, el viejo se sintió enfermo, dijo a su esposa sentir que la vida le escarbaba los huesos y las rodillas le ardían como pinole en comal. Su mujer le pidió quedarse quieto, acostado y así lo hizo. El miércoles recordó a la mujer aquella, con gran esfuerzo salió al quicio de su puerta y del achacoso camión en marcha, de una de sus ventanillas, salió una mano diciéndole adiós. 272


ALEJANDRO OSTOA

Teatrófilo chilango radicado en Toluca. Promotor cultural. Egresado de la Escuela de Escritores de SOGEM, en la que impartió clases. Ha colaborado en revistas especializadas en teatro: Tramoya, Máscara, Villete, Primera llamada, de la que fue subdirector y En teatro, de la que fue editor, entre las principales; además de revistas literarias y suplementos culturales y en el semanario Mira, con su sección semanal, monográfica, “Telón abierto”, por más de cuatro años. Coordinó el ciclo Nuevas propuestas del texto teatral en México, por más de cuatro años en el Foro Luces de Bohemia. Ha dirigido más de cuarenta obras y multidisciplinarios, prologado publicaciones dramatúrgicas y de historiografía escénica. Tallerista literario, jurado de dramaturgia, teatro y literatura, ponente en Congresos, Coloquios y Festivales nacionales e internacionales. Autor de más de veinte obras. Destacan: El mensaje de Huitzin, Noche de tentaciones irresistibles, Oficiantes de Catedral, El ombligo de Maribel, Intaglio y En duermevela, Coyote fortalecido, Impuntualidad esperada, El árbol de las aves con las alas rotas, Sombrabrero y la creación colectiva Pedacitos de rumbo con andares de mañana. Participó en Catálogo de dramaturgos mexicanos del siglo XX. Coordinador del Diccionario enciclopédico básico del teatro mexicano 273


del siglo XX, de Édgar Ceballos y rescató el texto Teatro infantil, de Heriberto Enríquez. Tres veces becario FOCAEM. Homenajeado en el Certamen Morelos de Bronce, en 2004, en Ecatepec. Ganador de la convocatoria para publicación 2007 del IMC con Oficiantes de catedral y dos más de teatro. En 2012, publicó, en el libro Ases de Tierra Caliente, lo referente a músicos tradicionales del estado de México, por CONACULTA. Y en 2019 Rostros de Soledad, producto del Laboratorio Acción y Tinta, que dirige.

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MERO-MERO-PETATERO

Y

o no sé de letras, pero puedo leer lo que escribe el cielo y las palabras que me dice el aire; su lengua es distinta a la mía, pero cuando su voz entra en mis oídos, se expresa por mi boca, la misma que un día le dará calor a los labios de la muerte y me llevará para amarme. Mientras tanto, entrelazo voluntades del destino. Epigemio Yustin —a mí no me tocó escogerle los nombres— de apellido Sánchez Pérez, fue un hombre bien portado con la vida, presumía el trabajo que realizaba Etelvina, su madre, legado de generaciones a la que él llamó arte palmario. En su cabeza tejía formas y colores de artesanales piezas novedosas y utilitarias. Los petates de creación materna los veía con respeto y prefería acostarse en el catre a hacerlo sobre ese tejido de palma, que desde hace mucho tiempo cayó en desuso para los cadáveres. Por si el producto se convertía en vintage, más valía no tentalear a la huesuda. Epigmenio disfrutaba de la sonoridad del náhuatl, pero le disgustaba escucharlo mal pronunciado, por lo que dejó de comunicarse en ese idioma, aunque llegaba a hablarlo para obtener propinas o vender a mayor precio los trabajos artesanales; la lengua materna ya no la empleaba entre sus semejantes y prefería que ellos lo llamaran Yustin. Epigmenio fue unigénito, debido a que Miguel, su padre, se le ocurrió enredarse con la mujer del hacedor de reatas, jugán275


dole a la suerte para luego ser lazado por el ofendido y dejarlo colgado del gañote, zangoloteándose en la rama de un árbol. Por suerte, Etelvina no quedó preñada, tampoco la otra señora. No recuerdo que Miguel haya dejado su huella mojada de descendencia en las inmediaciones del árbol. El fiambre del ahorcado llegó en una caja a casa de Etelvina. Ahí consta que “en casa del herrero, azadón de palo”. Los cirios lagrimeaban, la vida consumida en un pabilo desmoronándose, mecha aparentemente erecta se descuajaringaba. Llegó el tiempo de sepultar el cuerpo y el recuerdo. El fruto Epigmenio no iba a permitir mayores enredos, por lo que Etelvina no desafió los intrincados entramados y menos los nudísticos. Epigmenio fue creciendo, hasta que pudo saltar la barda del tercero de secundaria y ahí terminar la escuela. La preparación la siguió desarrollando. La tecnología le dio mayor visión y certidumbre. Las vivencias lo plantaron con aplomo para entreverar las situaciones de los nuevos tiempos. Con su trabajo se ganó el primer celular que tuvo, sólo para llamadas y mensajes de texto, pero asiduo al ciber, fue explorando visiones para su imaginario, repercutiendo en propuestas a Etelvina y los resultados fueron favorables. Consciente de que el hijo era creador de diseños, que explicaba sin saber meter las manos, las sugerencias eran desarrolladas por la madre y las ventas crecieron al grado de poder comprarle un aparato telefónico moderno (de los llamados inteligentes), en el que podía descargar redes sociales y opciones de crecimiento comercial. Subió imágenes que tomó con la cámara del celular y las ventas y precio de la mercancía aumentaron, dándole merecido valor a su labor. Epigmenio, identificado como Yustin, fue contactado por Amaranta, sin saber que con aceptarse en el meollo cibernético reducirían las ocho hectáreas que separaban a los jóvenes. Acordaron verse en la plazoleta del pueblo. Él llevaría un cempasú276


chil de palma en la mano; ella los labios con color de pitaya. Se miraron, él le entregó la flor artesanal y ella el beso rojizo que Yustin correspondió, poniéndole, como si fuera anillo de compromiso, un atrapanovias que, al jalar un extremo, la ceñía con insistencia. El lenguaje que utilizaron fue predominantemente corporal, visual, gestual y digitalizado, con el entendimiento y la cercanía distante. Al menos dos veces a la semana el joven diecisieteañero y su madre iban a la ciudad, breña de autos y estallidos vociferantes, a vender sus artesanías, pese a que surtían pedidos en el extranjero. Epigmenio, con la mercancía cargando, sentía metrallantes vibraciones insistentes en una pierna, por lo que aceleró el paso para descargar el arte palmario y dejarlo sobre la banqueta en que vendía Etelvina, quien entendió que la prisa del hijo era por la urgencia de ir a desaguar, ya costumbre al llegar a la metrópoli. Se alejó a grandes zancadas y se liberó del zumbido del celular. Caminó automatizado, con la mirada embrujada por la pantalla, en la que vio una retahíla de imágenes que le envió Amaranta: limones partidos, cebolla picada, venas secas de chile rojo, orégano, tortillas expeliendo calor y finalmente un video en el que ella saboreaba la deliciosa pancita guisada. Mientras una señora metía su celular en una bolsa de palma y su niña jugaba con un atrapanovias, jalándole el lacito y apretando su dedo, Epigmenio fue impactado por un auto, el celular voló para estrellarse en el pavimento y desaparecer el virtual platillo de Amaranta. La muerte del joven fue inmediata. Las versiones relacionadas a él, opuestas. Alguien dijo que huía tras haber robado el teléfono, otro que iba distraído viendo una página pornográfica y no faltó quien le achacara ser narcomenudista que iba a entregar mercancía. Pero Etelvina defendió el honor de su hijo y le dio santa 277


sepultura, envolviendo su cuerpo en un petate con grecas y depositándolo en una caja mortuorio para, finalmente, domiciliarlo en el camposanto. En el novenario, Yustin se le presentó en sueño. Le pidió que hiciera un estuche de palma para celular, en distintos modelos y con el funcionamiento del atrapanovias. Cómo se nota que con este sujetador de celulares han disminuido los cibernautas en la calle para darle paso a los transeúntes; mientras tanto, entrelazo voluntades del destino.

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TOMÁS VELA MONTERO

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ació en 1992, en Orizaba, Veracruz. Ingeniero Industrial egresado del Instituto Tecnológico de Huatusco, Veracruz. Ha llevado de la mano un interés por la lectura y escritura. En agosto de 2019 participó en el Premio Ariadna de Poesía, quedando como finalista. Ese mismo año registró ante INDAUTOR la novela: Víctor, el otro hombre, y el libro de poemas Barlovento, mismo que publicó de manera independiente en diciembre. Actualmente, entre sus proyectos están: tocar puertas en editoriales con la novela Víctor, el otro hombre, y concluir la novela El mundo ajeno. El eterno fiel, y la segunda parte del poemario Barlovento titulada Sotavento. Cuenta con una página en Facebook de frases llamada El eterno fiel. Sus escritores favoritos en novela, cuento y poesía son Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y Federico García Lorca. 279



LAS CASAS DE AQUÍ ABAJO

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quí también tenemos nuestras casas: casas grandes y pequeñas, nos las regalan los otros, los que vienen de allá afuera. Ellos edifican con piedras, losetas y cemento; nos colocan estatuas, nos asignan un nombre y como un sello nos estampan una cruz. Aquí también hay diferencias, algunos están en mansiones, otros bajo un sólo techo, otros ni techo tienen. Cada que llueve se les mete el agua hasta la habitación: en su cama, les moja la tela, el manto, el satín; les empapa la ropa y les llega hasta los huesos. Esperamos la salida del sol, nos pega muy poco la luz, porque aquí casi siempre se es tiniebla, pero con la luminiscencia escasa sabemos que salió el sol, y nos vamos haciendo paso entre la ropa y la madera: nos estiramos tantito porque uno se cansa de andar viviendo allá afuera, el trabajo es pesado; y entonces salimos relamiéndonos la cabeza y tratando de parecer decentes. Estamos afuera, parados en la tierra, en la superficie, y el canto de los gallos nos va dirigiendo, su quiquiriquear nos anuncia a los del otro mundo, pero ellos ni en cuenta. Allí nos vamos haciendo paso, entre el tumulto, alejándonos de nuestras casas: casas grandes y pequeñas. El camino sigue siendo pardo, sabemos que es de día porque borrosamente se ven las siluetas de los hombres que van a la milpa, las mujeres al molino y los niños a la escuela. Nos ladran los perros, vienen a veces a jugar con nosotros, ellos nos ven cla281


rito; también nos ven los caballos, pero ellos nos tienen miedo, pelan los ojotes y se van relinchando, y el jinete azorado sin entender se lanza tras la bestia por el llano. Los peludos amigos perros no temen, siempre avisan, están al tanto de vernos pasar, y allí se van enfilando también con nosotros, todos en manada, y es que aquí somos como los perros, nos revolcamos en arena y tierra, sabemos el golpe del leño, el regaño de los dioses y de los demonios, pero más importante: nos parecemos a ellos porque no distinguimos raza ni colores, ni dinero, ni religiones, todas esas cosas se quedan en la otra tierra, la de los vivos; por eso somos como los perros. Nosotros no tenemos marcas: todos somos los mismos, lo único que nos diferencia son nuestras casas: casas grandes y pequeñas. Y te preguntarás a dónde vamos. ¿Que a dónde vamos? Vamos de camino al cerro, a hablar con la lluvia para que venga a mojar la milpa, y si exagera en su lloviznar le pedimos se calme tantito, porque le agria el maíz a los del pueblo, a nuestros vivos. Vamos a contar los animales del monte, a enderezarles la voluntad, a esas criaturas que sólo viven en la espesura del llano y pueden ser calamidad para el hombre. La serpiente nunca escucha, se hace anillo, luego salta y corre por la ladera. Sin romper fila nos vamos por el caudal del río, para entonces las siluetas borrosas de mujeres están lavando ropa, tallan y tallan sobre las piedras como si limpiaran los pecados de sus esposos, y sus hijos en las hamacas que cuelgan de los árboles duermen la eternidad, también nosotros dormimos como eternos, pero no sobre una red de hilos, sino en un piso duro que a veces ya ni mantas tiene: la madera es talluda, también lastima, pero allí dormimos, acomodando nuestro cuerpo, o lo que queda de él, bajo esas casas: casas grandes y pequeñas. Buscamos hacerles la vida más fácil a los del otro mundo, cuidándoles las milpas, mostrándoles a los conejos y al mapache 282


los elotes menos gordos para dejarle la mejor parte al hombre, cuidamos del hombre. Nos vamos a su lado por la tarde inspeccionando sus labores, nos hacemos una fila por el maizal y el frijolar y revisamos la siembra o la cosecha del día. Los miramos alejarse bajo el sol que está por ocultarse tras las montañas, satisfecho de iluminar el sendero de la tierra de los vivos. El sol lo vemos muy levemente, pero lo vemos, nos damos cuenta que atardece en la otra tierra porque las golondrinas comienzan a cantar, y la luminiscencia escasa se va agotando completamente, nos deja como detrás de un cristal translúcido mirando el horizonte. Y entramos bajo los primeros goterones a nuestro pueblo, cruzando un arco triunfal, los árboles nos mueven sus ramas para recibirnos: al parecer también ellos repiten ciclos al saludarnos. Nosotros vamos andando el tiempo, con la carne desgastada y los pies descalzos, vamos andando la tierra. Nos seguimos acordando del favor solicitado a la lluvia, ¡creo no nos ha escuchado!, las gotas se hacen gruesas y van mojándonos, como si mojaran nuestros recuerdos. Es temporada de lluvias, no queda más que aguantarse, y buscar un rinconcito seco bajo nuestras casas: casas grandes y pequeñas. Nos hacemos de algo cíclico, somos una serpiente mordiéndose la cola, nos repetimos el camino cientos de veces, desgastándonos en este mundo hasta hacernos polvo y volar con el viento. Somos un círculo girando y girando, como la rueda de la fortuna de las ferias de noviembre, que gira y gira enclavada a un solo eje, somos cíclicos como en la tierra de los vivos lo es el amor y la felicidad. Aquí la felicidad es la esperanza, esperanza de irnos a otro mundo, a otra eternidad, un mundo con menos tinieblas que éstas, iniciar de nuevo algo que llamen vida, como una semilla que germina, que crece y vuelve a nacer de ella otra semilla; las esperanzas parecidas a las de la tierra de los vivos, que a veces quieren venirse para acá porque disque se cansan 283


de tanto andar, pero pues aquí también se anda, se vaga. Uno se acostumbra a esta tierra, pisada, apachurrada de pies descalzos y de recuerdos, uno se acostumbra a repetir ciclos. Nos vienen a visitar en un día de fiesta, ese día la tierra está seca, no húmeda como ahora, por eso luchamos un poquito más para salir del escondrijo. Es final de octubre, nos lo avisa el aroma a cempasúchil, se nos va metiendo el olor de flores amarillas por los huesos, y nos engalanamos como en día de boda o de fiesta patronal. Cuando ellos vienen desde el mundo de los vivos los vemos cerquita, todos estamos parados a un lado de nuestra casa, derechitos, derechitos como soldados en pie. Tratamos de sonreírles y acercarnos, pero pues no nos oyen ni nos ven, aun así nos alegramos de ver sus presentes, de que nos prendan una veladora y nos digan cuánto nos quieren, de que nos humeen el recinto con copal, su humo blanco sube por todo el techo celeste a la par de las plegarias que recitan por doquier. A lo lejos las campanas tañen, y el demonio ese día no para su cola por ningún lado, se mete entre las piedras y no quiere saber de nada: el demonio no comprende la felicidad de dos mundos. Por esos días el trabajo se olvida, nos perdemos entre sus caminos de flores, nos llevan a sus casas más enormes que las nuestras, y nos quedamos pasmados con su amor, nos embotamos ante sus ofrendas. Ese día de fiesta nos hacen sentir en su recuerdo, y a los días siguientes los vemos alejarse, y con ansias esperamos regresen a cumplir su ciclo en un buen tiempo, ellos tienen una frecuencia para visitarnos casi anual. Nos sentamos en la tierra y nos miramos los unos a los otros, con la misma pena tras una máscara carcomida; para entonces nos damos cuenta que a los vivos les interesan los exteriores, nos vemos unos a otros en una exposición de ofrendas y de amor: algunos no tienen nada. Quizás tenían razón y la tierra es plana: está colmada de hombres cuadrados, con mente llana, de pensamientos planos 284


y terrenales, sin ganas de espíritu, un mundo no tan ajeno a la miseria. A nuestras familias les siguen gustando las apariencias, por eso nos llenan de mármol a algunos, para diferenciarnos de la tierra, creen que aquí nos vale el dinero y la habladuría: no, aquí nosotros ya no hablamos, sólo murmuramos y susurramos, y es difícil que nos escuchen, porque ya estamos muertos. Aquí no importa el qué dirán, pero incomoda ver los lujos que les ponen a algunos, van de mausoleos dorados hasta montones de tierra con monte y enredaderas, y otros ya ni montículo de tierra tienen, sólo una tierra plana: pisada, allí donde están los últimos que ven los días de fiesta, que se la pasan sin coronas ni flores, ni veladoras ni oraciones, sólo espinos y retazos de un madero podrido. No queda más que apechugar el dolor, limpiarse el lagrimal y volver a la escalinata que nos conduce a nuestro dormitorio, aquí debajo de nuestras casas: casas grandes y pequeñas que son las tumbas.

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PREMIO ARIADNA DE CUENTO 2020 se terminó en febrero de 2021 en la Ciudad de México se utilizó el tipo Athelas en 10, 12, 14, 16, 18, 24 y 36 puntos.


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